DIRECTORIO FRANCISCANO
San Francisco de Asís y la Eucaristía

LA EUCARISTÍA EN EL PENSAMIENTO
DE FRANCISCO DE ASÍS, SEGÚN SUS ESCRITOS

por Norbert Nguyen-van-Khanh, o.f.m.

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El análisis de las diferentes expresiones cristológicas en Francisco, nos ha llevado de vez en cuando a tocar su doctrina sobre la Eucaristía. Esto indica hasta qué punto es central este misterio en su fe y en su modo de contemplar a Cristo.

Reservamos especialmente este capítulo a la Eucaristía para situarla en su visión cristológica general.

Nos parece necesario una ojeada sobre el fondo histórico, para darnos cuenta de que la inteligencia de fe de Francisco -tradicional, por supuesto, y por ello impregnada profundamente de la enseñanza de la Iglesia-, presentaba aspectos que se diferenciaban de los que ofrecían la piedad popular y cierta orientación espiritual.

I.- IDEA GENERAL SOBRE EL FONDO HISTÓRICO

La Edad Media, en particular a partir del siglo VI, estaba surcada por una profunda crisis eucarística. Los Padres del IV Concilio de Letrán (1215) lo experimentaron. Francisco, que asistió verosímilmente a este concilio, según el testimonio de Ángel Clareno ( 1336), de Gerardo de Frachet y según la opinión general de los historiadores, no podía ser indiferente al problema. Por no tener en cuenta esta crisis, no se capta todo el alcance de sus admoniciones y de sus cartas y la profundidad de su fe en el misterio de Cristo.

1) El hecho

¿Qué crisis era ésta? Consistía en que los fieles no frecuentaban ya la comunión eucarística.

Es necesario reconocer que «la forma esencial de la piedad hacia Cristo es, en el siglo XII, el culto de la Eucaristía. En este momento es cuando se comenzó en Francia a elevar la Hostia inmediatamente después de la consagración, para presentarla a la veneración de los fieles. Parece, sin embargo, que esta devoción fue, sobre todo, exterior, y que la práctica de la comunión diaria, encomiada en el siglo anterior por San Pedro Damián y por Gregorio VII, tuvo que hacer esfuerzos para implantarse, al menos entre los fieles».1

En efecto, desde el siglo VI hasta el concilio de Letrán mencionado, los fieles iban abandonando cada vez más la comunión.

«La edad de oro de la comunión frecuente y diaria en el pasado de la Iglesia se sitúa en los siglos III y IV. El período más desolador comienza hacia el siglo VI. Hasta el Concilio de Letrán, la deserción de la santa Mesa se acentuará día a día sin que los esfuerzos de los escritores eclesiásticos, ni siquiera de los concilios locales y nacionales, pudiesen detenerla, escribe Joseph Duhr... A partir del siglo X, este abandono de la comunión, lamentable ya, se agrava todavía».2

Los fieles abandonaban la comunión. Pero el ejemplo de algunos clérigos no es tampoco edificante. El IV Concilio de Letrán, en el canon 17, deplora que ciertos clérigos, incluso prelados, «celebren la misa apenas cuatro veces al año y, lo que es peor, descuiden el asistir a ella».

Conscientes de esta situación, los Padres del IV Concilio de Letrán, juzgaron necesario señalar a los fieles su verdadero deber: «Todo fiel de uno y otro sexo, que ha llegado a la edad de la razón, deberá confesar sus pecados a su propio sacerdote, al menos una vez al año, cumplir, en la medida de sus posibilidades, la penitencia que le ha sido impuesta y recibir devotamente, al menos por Pascua, el sacramento de la Eucaristía, salvo si, por buenos motivos, con el consejo del sacerdote, difiera para más tarde la recepción de este sacramento».

Es el deber mínimo que todo fiel debe cumplir para responder a las exigencias de Cristo, que dijo: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre, si no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (Jn 6,53). Este mínimo es la confesión y la comunión anuales.

2) Las causas

¿Cómo explicar esta decadencia eucarística?

a) Decadencia moral y religiosa

No hay duda de que una de las razones es la decadencia moral y religiosa de los fieles y del clero. El desorden exterior, las dificultades económicas y políticas con las discordias, las rivalidades, las luchas, los odios que comportan, corren parejas con el desorden interior: la indisciplina, la depravación de costumbres, la avaricia, la simonía (J. Duhr).

Sin indicar detalladamente las circunstancias, los Escritos de Francisco reflejan el ambiente moral y religioso de su época, en particular la mala conducta de los clérigos. Francisco invita a todos los hombres a venerar a los ministros del Señor, a pesar de su vida poco edificante: «Debemos también... tener en veneración y reverencia a los clérigos, no tanto por lo que son, en el caso de que sean pecadores, sino por razón del oficio y de la administración del santísimo cuerpo y sangre de Cristo» (2CtaF 33). En su Testamento vuelve sobre este tema: «Y no quiero advertir pecado en ellos, porque miro en ellos al Hijo de Dios y son mis señores» (Test 9).

En tal atmósfera, la devoción al Sacramento de la Eucaristía perdió el vigor de los primeros siglos cristianos. «Muchos lo abandonan en lugares indecorosos, lo llevan sin respeto, lo reciben indignamente y lo administran sin discernimiento», escribe el mismo Francisco en la Carta a todos los Clérigos. A la Orden dice: «Ruego también en el Señor a todos mis hermanos sacerdotes que son y serán y a los que desean ser sacerdotes del Altísimo que, siempre que quieran celebrar la misa, ofrezcan, purificados, con pureza y reverencia, el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, con intención santa y limpia, y no por cosa alguna terrena ni por temor o amor de hombre alguno, como para agradar a los hombres» (CtaO 14).

Estas son las alusiones «al gran pecado y a la ignorancia» de algunos clérigos, que Francisco denuncia respetuosamente.

b) El olvido de la humanidad de Cristo

Dos causas religiosas ocupan particularmente nuestra atención. La primera es que los fieles miraban la Eucaristía como un «misterio tremendo». Considerando en Cristo unilateralmente al Dios todopoderoso, al Señor, Juez supremo del universo, olvidaron que Cristo era también un hombre, su hermano y su abogado ante el Padre.

Según Karl Adam, es justamente con San Juan Crisóstomo -que sustituyó por regla general la fórmula «Gloria al Padre con el Hijo y con el Espíritu Santo» por la de «Gloria al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo»-, con quien comenzó el cambio de la actitud religiosa, caracterizada en adelante por el sentimiento de distancia entre el Dios santo y el hombre pecador. «Entonces -escribe K. Adam- se habla, por primera vez en la historia de la Cena, del "sacrificio tremendo", del "pan tremendo" y del "miedo y temblor" con que se ha de recibir el Cuerpo del Señor. Antes del siglo IV tales giros eran desconocidos. Entonces empiezan a oírse en los sermones sobre el Santísimo Sacramento del altar, las expresiones: tremendo, terrible, espantoso, horrendo, pavoroso. La religión pasa a ser en vez de religión de amor religión de temor. Y para expresar de un modo sensible la distancia del Dios que consagra, el altar fue separado del pueblo, primero con cortinas, más tarde por una pared de madera adornada con cuadros (Iconostasis). El sacrificio del altar apareció en lo esencial como misterio tremendo» (Cristo, nuestro hermano, p. 35).

Este sentimiento de distancia y de temor queda reforzado además por las medidas educativas que la Iglesia debió tomar para infundir el espíritu cristiano a los pueblos paganos convertidos, cuya conciencia moral no estaba todavía bien pulida. Una severidad creciente va exigiendo poco a poco para recibir la Eucaristía no sólo el estado de gracia, sino una conformidad positiva con Cristo, que llega hasta la exclusión de los pecados veniales. Prácticamente los fieles ordinarios y, sobre todo, los hombres comprometidos en el matrimonio, y más aún las mujeres sujetas al vínculo del matrimonio, se ven excluidos de la comunión frecuente y diaria (J. Duhr).

Se llega a no ver en la Eucaristía otra cosa que al Dios de la contemplación y de la adoración. La reserva eucarística, que tenía por fin en la antigüedad cristiana el que los fieles pudieran comulgar o se pudiera distribuir la comunión a los enfermos, se convierte en objeto de contemplación y de adoración. Esta devoción a la presencia de Cristo se extiende en el siglo XIII y fue entonces cuando nacieron y se extendieron rápidamente los ritos de la elevación de la hostia y del cáliz, después de la consagración, y la exposición del Santísimo Sacramento. El último rito está destinado a que los fieles puedan mirar la hostia de una manera prolongada.

En este contexto de temor y respeto exagerados hasta el extremo, la comunión no aparecía ya a los fieles como una participación en el sacrificio de Cristo, sino más bien como una recompensa concedida a almas puras de las que ellos se consideraban excluidos. En lugar de comulgar, se contentaban con adorar la hostia.

c) Nueva orientación en la espiritualidad

La segunda causa religiosa que explica el declive eucarístico es una nueva concepción de la comunión: ésta es considerada como el principio de la perfección personal.

En los primeros siglos cristianos, la comunión está íntimamente ligada al sacrificio, y la inmolación mística de la víctima divina se entendía como el acto colectivo de todo el cuerpo místico de Cristo; y todos los «iniciados» estaban convidados a participar en él para perfeccionar su unión con Cristo y su unión entre sí (J. Duhr). Pero la idea de que la Eucaristía era un alimento del alma, como el pan para el cuerpo, constituye una de las razones que hacen olvidar el carácter sacrificial de la santa misa. San Cipriano señala que la Eucaristía es la fuerza necesaria para afrontar el martirio, aunque su espíritu esté centrado sobre el sacrificio eucarístico. Para los monjes, la Eucaristía es la fuente de fortaleza para el combate espiritual. San Pedro-Damián recomienda la comunión diaria como el mejor medio de perseverar en la práctica de la castidad. La comunión aparece así más o menos independiente del sacrificio de la Cruz. Joseph Duhr escribe: «Está claro que lógicamente un día u otro se acabará no sólo por distinguir, sino por separar el sacrificio del sacramento, la misa de la comunión. Se llegará a asistir al sacrificio sin participar en él. Y no se comulgará sino en la medida en que el esfuerzo para la perfección lo exige. Los autores de la Edad Media parecen no darse cuenta ya de esta conexión íntima entre el sacrificio eucarístico y la comunión. Poniendo el acento demasiado unilateralmente en la idea de alimento o insistiendo demasiado exclusivamente en la presencia real, la Edad Media se ve arrastrada, poco a poco, hacia una concepción antilitúrgica que separaba la celebración eucarística de la comunión».

Por fin, es necesario añadir que los teólogos del siglo XII conceden muy poco lugar al estudio del sacrificio de la misa. Su atención se vuelve con preferencia a la presencia real y al sacramento. Como el dogma del sacrificio no sufre ningún ataque directo, no es objeto de ninguna investigación particularmente profunda.

Estos grandes rasgos históricos nos permiten ahora apreciar el nivel de la fe eucarística de Francisco y, por ello, su inteligencia del misterio de Cristo.

II- LA EUCARISTÍA EN LA FE DE FRANCISCO

Cuando sacerdotes y fieles tendían a perder de vista el carácter sacrificial de la misa y abandonaban la comunión, en Francisco de Asís, guiado siempre por el Evangelio y la enseñanza de la Iglesia, apreciamos actitudes del todo diferentes. Sus Escritos pueden ilustrarnos claramente sobre: A) Su inteligencia de la fe eucarística; B) Sus manifestaciones de esta fe.

A) Inteligencia de la Fe

Lo que dice Francisco en sus Escritos no representa una enseñanza completa con relación a todos los aspectos de la Eucaristía. Nos muestra simplemente los grandes ejes de su fe. Dos de ellos podemos distinguir: 1) La Eucaristía prolonga la Encarnación reveladora; 2) La Eucaristía conmemora el sacrificio redentor.

1) La Eucaristía prolonga la encarnación reveladora

Es, esencialmente, en la primera Admonición donde descubrimos este primer punto importante de la fe eucarística de Francisco. Antes de extraer el contenido de esta Admonición, nos parece útil detenernos un momento en su composición literaria.

1. Análisis literario de la Admonición 1

Los 22 versículos de la Admonición pueden dividirse de la manera siguiente:

-- Los cinco primeros se componen casi enteramente de citas tomadas del Evangelio de San Juan: «1Dice el Señor Jesús a sus discípulos: Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie llega al Padre sino por mí. 2Si me conocierais a mí, conoceríais, por cierto, también a mi Padre; y desde ahora lo conoceréis y lo habéis visto. 3Felipe le dice: Señor, muéstranos al Padre y nos basta. 4Le dice Jesús: Tanto tiempo llevo con vosotros, ¿y no me habéis conocido? Felipe, el que me ve a mí, ve también a mi Padre» (Jn 14,6-9). «5El Padre habita en una luz inaccesible» (1 Tim 6,16), y Dios es espíritu (Jn 4,24), y a Dios nadie lo ha visto jamás» (Jn 1,18).

-- El resto de la Admonición se desarrolla en dos partes en torno a estas frases evangélicas. De ellas depende orgánicamente la Admonición entera. He aquí lo que constatamos:

La primera de esas partes de la Admonición (vv. 6-13) se organiza principalmente en torno a la última cita evangélica: «Y Dios es espíritu, y a Dios nadie lo ha visto jamás». Las palabras importantes de esta cita son «espíritu» y «ver». Ahora bien, en los versículos 6-13 de la Admonición, la palabra «espíritu» se repite nueve veces y la palabra «ver» seis veces. La enseñanza de Francisco es que, gracias al Espíritu Santo exclusivamente, pueden los fieles ver al Señor en la Eucaristía y recibirlo dignamente.

Lo que se ha de señalar en esta primera parte es que, si la cita: «Esto es mi Cuerpo y la Sangre de mi nuevo Testamento» (v. 10), es traída para confirmar la presencia real de Cristo en la Eucaristía, no tiene este mismo fin la mención del texto: «Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna» (v. 11), ni está precisamente en correspondencia directa con la frase que antecede: «Del mismo modo... todos los que... no ven ni creen... que es verdaderamente cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, están condenados, como atestigua el Altísimo mismo, que dice...» (vv. 9-10) La cita: «Quién come...» encuentra la razón de su presencia en la palabra «vida eterna»: aparece aquí porque Francisco está dominado por la idea que encabeza la Admonición: «Yo soy el camino, la verdad y la vida».

La segunda parte de la Admonición (vv. 14-22) se desarrolla en torno a las cinco primeras citas evangélicas, de las que la frase importante es: «Felipe, el que me ve a mí, ve también a mi Padre». Efectivamente, la palabra « ve» se emplea 3 veces en el texto, y otras 3 la palabra «creer»; es necesario señalar también que la palabra «ojo» aparece dos veces; las palabras «intuir; contemplar, mostrar, aparecer» que ponen de relieve todas ellas la visión, otras 2 veces. Examinemos ahora cada uno de los versículos de esta segunda parte y veremos su dependencia estrecha de las citas evangélicas.

Los vv. 14-15: «Por eso, ¡oh hijos de los hombres!, ¿hasta cuándo seréis duros de corazón? ¿Por qué no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo de Dios?». Estos versículos están tomados del Sal 4,3: «¿Hasta cuándo, hijos de los hombres, seréis de duro corazón? ¿Por qué amáis la vanidad y buscáis la mentira?». Lo primero que llama la atención es que las palabras «amáis la vanidad» las cambia Francisco por «no reconocéis la verdad» y las palabras «buscáis la mentira», por «no creéis en el Hijo de Dios». Esta modificación no es casual. Las palabras «no reconocer la verdad» están aquí bien escogidas, pues están en línea con la cita evangélica traída al comienzo de la Admonición: «Yo soy el camino, la verdad y la vida; si me conocierais a mí, conoceríais, por cierto, también a mi Padre; y desde ahora lo conoceréis y lo habéis visto».

A las claras, son las palabras «verdad» y «conocer» en la frase de Cristo, las que han llevado a Francisco a modificar el verso 3 del Salmo 4.

Los versículos 16-17: «Ved que diariamente se humilla, como cuando desde el trono real descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia», corresponden a la palabra de Cristo: «Nadie llega al Padre sino por mí». La presencia de las palabras «llega a» en la frase de Francisco y la de la cita «vino de su trono real» (Sb 18,15; cfr. Introito del domingo dentro de la octava de Navidad), dependen de la palabra «viene» en la frase de Cristo.

El versículo 18: «Diariamente desciende del seno del Padre al altar en manos del sacerdote» está tomado de Jn 1,18b y responde a «A Dios nadie lo ha visto jamás», versículo extraído de Jn 1,18a y citado al comienzo de la Admonición (v. 5). En efecto, leemos el texto íntegro de San Juan: «A Dios nadie le vio jamás; Dios unigénito que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer».

Si en el v. 19 Francisco dice: «Se nos muestra ahora en el pan consagrado», es porque Felipe ha preguntado a Cristo: «Señor, muéstranos al Padre». El verbo «mostrarse» figura con «aparecer» (2 veces), que tiene el mismo sentido de manifestación.

Los vv. 20 y 21 piden a los fieles que, viendo la Eucaristía, distingan en ella la presencia de Dios como los Apóstoles vieron al hombre y percibieron en él al Padre: «Y lo mismo que ellos [los Apóstoles] con la vista corporal veían solamente su carne, pero con los ojos que contemplan espiritualmente creían que Él era Dios, así también nosotros, al ver con los ojos corporales el pan y el vino, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero». Estos versos responden a la cita: «Felipe, el que me ve a mí, ve también a mi Padre».

Las dos últimas frases de la Admonición, v. 22, hablan de la presencia perpetua de Cristo entre los suyos en la Eucaristía: «Y de esta manera está siempre el Señor con sus fieles, como Él mismo dice: Ved que yo estoy con vosotros hasta la consumación del siglo». Las palabras «siempre» y «con vosotros hasta la consumación del siglo», en la frase de Francisco corresponden a la respuesta de Cristo a Felipe: «Tanto tiempo llevo con vosotros, ¿y no me habéis conocido?».

Todos los versos de esta segunda parte de la Admonición, incluso las dos citas del salmo 4,3 y de Mt 28,20 corresponden exactamente a las citas de Jn presentadas desde el principio. Las palabras-clave de las citas joaneas al principio de la Admonición se hallan a lo largo de toda ella: camino-verdad-vida; ver, venir, conocer, mostrar, espíritu. Entre éstas, las más importantes son las palabras «espíritu» (9 veces), «ver» (13 veces); la última se sitúa en el grupo de palabras: ver - creer - contemplar - aparecer - mostrar - ojo - intuir. La Admonición entera, y en particular los versos 14-19 que contienen este grupo de palabras, depende directamente de los versos joaneos, citados al principio como fuente de inspiración.

Cuanto precede nos sugiere las conclusiones siguientes, con referencia a la autenticidad de la Admonición y la originalidad del lenguaje de Francisco:

a) Ninguna cita escrituraria en esta Admonición puede considerarse como cita ornamental, introducida por otro. Todas ellas -en particular la del Sal 4,3, cuyas palabras «amáis la vanidad» las cambia Francisco por «no reconocéis la verdad»- forman una unidad íntima en todo el conjunto.

La Admonición 1 pertenece por entero a Francisco. No debe ser clasificada entre los escritos que Francisco compuso con otros colaboradores, como las dos Reglas.

b) El hecho de que la Admonición, en toda su integridad, dependa estrechamente de los versos joaneos, hasta en el empleo de todas sus palabras-clave, nos revela que el lenguaje de Francisco es esencialmente bíblico, y aquí particularmente joaneo. Asimila de tal modo la Sagrada Escritura que no necesita ya citarla explícitamente. Cada frase que pronuncia es una referencia directa a la Escritura.

Detrás de este lenguaje de Francisco, detrás de la elección de palabras y expresiones, descubrimos una vez más la influencia decisiva del cuarto evangelio en el modo franciscano de entender la Eucaristía: lo veremos, de una manera más precisa, ahora, en un análisis del contenido de la Admonición.

2. Análisis doctrinal de la Admonición

La enseñanza general que Francisco quería dar a sus hermanos en la Admonición 1 es ésta: no se puede ir al Padre sino por el Hijo; pero el Hijo no habita ya con nosotros en forma humana, sito en forma de Eucaristía. Sepamos, pues, «ver» la Eucaristía con los ojos del Espíritu y reconocer en ella la presencia del Hijo de Dios. Examinemos de cerca su pensamiento.

a) Un gran deseo de ver al Señor

Toda la Admonición 1 está animada de un gran deseo de ver a Cristo. Hemos advertido que el verbo «ver» se emplea 13 veces; a esto se añade el grupo de palabras «contemplar», «intuir», «ojo». Este ardiente deseo se constata también en varios lugares de los Escritos: «Nada, en efecto, tenemos ni vemos corporalmente en este mundo del Altísimo, sino el cuerpo y la sangre» (CtaCle 3). En el Testamento escribe igualmente: «En este siglo nada veo corporalmente del mismo Altísimo Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y santísima sangre...» (v. 10). Dos semanas antes de la Navidad de 1223, Francisco propuso en Greccio a su amigo Juan Velita que preparase un pesebre. Tomás de Celano recoge estas palabras de Francisco: «Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue reclinado en el pesebre y cómo fue colocado sobre el heno entre el buey y el asno» (1 Cel 84). Francisco ve a Cristo como «al que ha de vivir eternamente y está glorificado y en quien los ángeles desean sumirse en contemplación» (CtaO 22). A esta idea de «ver», «contemplar» está evidentemente ligada la del rostro de Dios, muy cara a Francisco. Las palabras consoladoras de los Libros sagrados que él meditaba en su corazón y que quería escribir a su amigo León, víctima de una tentación, eran éstas: «El Señor te bendiga y te guarde; te muestre su rostro y tenga piedad de ti. Vuelva a ti su rostro y te conceda la paz» (BenL).

Francisco deseaba, pues, ardientemente ver la humanidad de Cristo y verlo con sus ojos de carne.

A este empleo frecuente de las palabras «contemplar, ver, ver corporalmente, ver con los ojos corporales» se añade un hecho significativo: Francisco no utiliza jamás la palabra «Eucaristía»; emplea con preferencia la expresión «el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo». Está claro que estas palabras evocan particularmente la naturaleza humana de Cristo y, por consiguiente, la identidad del cuerpo eucarístico y el Hijo de Dios hecho hombre.

A juzgar exteriormente, este deseo de «ver corporalmente» a Cristo se inscribe en el amplio movimiento de piedad popular de su época. En efecto, la forma esencial de la piedad hacia Cristo es, desde el siglo XII, el culto de la Eucaristía y se manifiesta de forma especial en la contemplación de la hostia. En el pueblo, esta nueva forma de devoción halla muy grande aceptación. Sustituye incluso a la comunión. E. Dumoutet escribe: «No es exagerado afirmar que ella (la devoción a la humanidad de Cristo) condujo a las almas a un camino en que la comunión sacramental sufría la concurrencia de las nuevas prácticas, que consistían en mostrar la hostia para que fuera adorada y, sobre todo, en contemplarla elevada y expuesta».

Muy pronto esta devoción terminó en verdaderos abusos: «A este rito de la elevación, tan respetable en sí, la fe profunda, pero a veces mal orientada en la Edad Media, pronto le añadió un conjunto de creencias y de prácticas originales y supersticiosas. Ya en el siglo XII circulaba el dicho: "quien mira la hostia en la elevación será preservado ese día de muerte repentina; su casa y su henil estarán preservados del fuego y su ganado, de la peste"» (Croegaert).

En Francisco, el deseo de contemplar la hostia no tiene otra motivación que esta frase de Cristo: «Quien me ve a mí, ve al Padre». Y como quiere llegar al Padre, Francisco desea ardientemente ver a Cristo en la Eucaristía. Así, encuadrado dentro del movimiento de devoción eucarística de su época, gracias al Evangelio, se muestra inmune de las desviaciones de la piedad popular.

b) El Padre habita en una luz inaccesible

Ir hacia el Padre, es la aspiración de Francisco. Pero él tenía una viva conciencia de que no hay relación inmediata entre el hombre y Dios. Porque el Dios de Francisco es esencialmente el Dios de la Biblia: el que vive, el santo, a quien no puede aproximarse el hombre, dejado a sus solas fuerzas. Francisco acumula cuatro citas escriturísticas para insistir en el hecho de que Dios no puede ser visto por el hombre: «El Padre habita una luz inaccesible» (1 Tim 6,16). «Dios es Espíritu» (Jn 4,24). «A Dios nadie le ha visto jamás» (Jn 1,18). «Dios no puede ser visto sino en el espíritu, porque el espíritu es el que vivifica; la carne no es de provecho en absoluto» (Jn 6,64).

Dios es espíritu, el hombre no es sino carne: la diferencia de naturaleza constituye ya el primer obstáculo. El hombre es además pecador, lo que también imposibilita la relación del hombre con Dios, sin la mediación de su Hijo: «Y porque todos nosotros, míseros y pecadores, no somos dignos de nombrarte, imploramos suplicantes que nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo amado... te dé gracias» (1 R 23,5).

La viva conciencia de la imposibilidad que padece el hombre de llegar al Padre, hace sentir a Francisco cuán necesario es al ser humano el recurrir a Cristo Jesús para ir al Padre.

c) «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida»

En la Admonición 1 es donde se expresa con más amplitud y más claramente que en los otros escritos, la manera como Francisco entiende la misión de Cristo. Para él es esencialmente «el Camino, la Verdad y la Vida», que conduce al hombre hacia el Padre. Para medir la importancia capital que esta palabra de Cristo tiene para Francisco, nos basta con observar el puesto que ocupa en esta Admonición.

La Admonición comienza con la mencionada frase de Cristo. Es la primera piedra en que Francisco apoya todo el edificio. En torno a estas tres palabras principales Via-Veritas-Vita es como se desarrolla toda la Admonición. Pensando en la palabra de Cristo, «Yo soy el camino... Nadie llega al Padre sino por mí», Francisco escribe en los versos 5.16-18: «El Padre habita en una luz inaccesible, y Dios es espíritu... [Cristo] desciende del seno del Padre». Pensando en lo que dice Cristo «Yo soy la verdad... Si me conocierais a mí, conoceríais, por cierto, también a mi Padre» es como Francisco modificó -acaso inconscientemente- (lo que no hace sino poner de relieve el hecho de que él habla naturalmente el lenguaje joaneo) el Salmo 4,3: «por qué amáis la vanidad» por «por qué no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo de Dios» (v. 15). Es la frase de Cristo: «Yo soy la vida» la que recuerda a Francisco esta otra frase: «Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna» (v. 11).

Así, pues, la piedra básica en que se asienta esta Admonición es la declaración de Cristo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Cristo es esencialmente el Revelador que conduce al hombre hacia el Padre. Sin embargo, no se nos da como en otro tiempo se nos dio en el hombre Jesucristo, sino en la Eucaristía. Por ello, este sacramento es contemplado por Francisco como la prolongación de la Encarnación reveladora. Dos hechos elocuentes nos lo muestran:

-- Primero, Francisco compara el descenso de Cristo al altar con su venida al seno de la Virgen: «Ved que diariamente se humilla, como cuando desde el trono real descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre al altar en manos del sacerdote».3

La consagración del pan y del vino en el altar es contemplada por Francisco como una nueva encarnación: del seno del Padre Cristo vino en otro tiempo al seno de la Virgen María; ahora por el mismo movimiento viene cada día al altar. Ayer y hoy, es el mismo Hijo del Padre el que «viene a nosotros en humilde apariencia».

Viendo la Eucaristía, Francisco piensa, pues, en Cristo, nacido de la Virgen María. El altar es como un pesebre: en él, el Hijo del Padre viene hoy a los hombres. Fiel a la tradición de los siglos, el siglo XIII representaba a Cristo recién nacido no en un pesebre, sino en un altar elevado: con una lámpara colgada por encima de la cabeza. La escena tiene el aspecto de ocurrir no en un establo sino en una iglesia. Es que para los teólogos artistas, Cristo debe aparecer desde su nacimiento bajo la forma de una víctima (Cf. E. Male). Se comprende en consecuencia la relación íntima en el espíritu de Francisco entre pesebre y altar, el Jesús de otro tiempo en Nazaret y el Jesús de hoy en la Eucaristía.

En Greccio, la misa de Navidad se celebró sobre «el pesebre como altar» y en el sermón Francisco llama a Cristo «el Niño de Belén» (1 Cel 85).

-- Luego, Francisco compara nuestra fe con la de los Apóstoles: ya que en la Eucaristía se nos da en vez del hombre-Jesucristo de otro tiempo, nuestra fe debe tomar de nuevo el mismo camino que los Apóstoles: «Y como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado. Y lo mismo que ellos con la vista corporal veían solamente su carne, pero con los ojos que contemplan espiritualmente creían que Él era Dios, así también nosotros, al ver con los ojos corporales el pan y el vino, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero» (Adm 1,19-21).

Según Francisco, ante la Eucaristía debemos comportarnos como los Apóstoles que vieron a Cristo: vieron el cuerpo sensible y, con la luz del Espíritu, creyeron en la presencia del Hijo de Dios.

Así, de igual modo que el Hijo de Dios era revelador del Padre para los Apóstoles, la Eucaristía lo es hoy para nosotros. Observémoslo bien; justamente por resaltar la función reveladora de la Eucaristía, escogió Francisco en todos estos versículos 14-21, las palabras «aparecer» (2 veces), «mostrarse». El Apóstol Felipe pidió a Cristo que les mostrara al Padre. Esta petición es escuchada en favor nuestro en la Eucaristía: «Así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado». El mismo pensamiento se halla en la Carta a la Orden cuando Francisco habla de la humildad de Dios en la Eucaristía en estos términos: «Mirad, hermanos, la humildad de Dios... En conclusión, nada de vosotros retengáis para vosotros mismos, para que enteros os reciba el que todo entero se os entrega» (CtaO 27-29).

El verbo latino «se exhibere» significa mostrarse, en el mismo sentido que «se ostendere» o «apparere», manifestarse, aparecer. La Eucaristía para Francisco es esencialmente el misterio de la manifestación. Por su medio puede el Señor estar siempre con los suyos: «Y de esta manera está siempre el Señor con sus fieles, como Él mismo dice: Ved que yo estoy con vosotros hasta la consumación del siglo» (Adm 1,22). La promesa de Cristo de asistir perpetuamente a la Iglesia, la ve cumplida Francisco particularmente en el Sacramento del altar.

2) La Eucaristía es la conmemoración de la Pasión redentora

La primera Admonición relaciona la Eucaristía con el hecho general de la Revelación del Padre. Los otros escritos de Francisco nos permiten ir más lejos en su comprensión de la fe: La Eucaristía es la conmemoración del Sacrificio de Cristo y renueva para nosotros hoy los frutos de la Redención.

1. La Eucaristía es el sacrificio redentor de la Nueva Alianza

Francisco no pierde nunca de vista el carácter sacrificial de la Misa. Como siempre, la repetición de ciertas palabras nos lleva a descubrir los elementos fundamentales de su pensamiento.

El empleo frecuente de las palabras «sacrificio», «sacrificar» para designar la Eucaristía y la celebración de este misterio es un indicio elocuente que muestra cómo para él la Eucaristía es «el verdadero sacrificio».4

Más revelador es todavía el hecho siguiente: nunca emplea la palabra Eucaristía; prefiere decir «el cuerpo y la sangre del Señor». Estas palabras expresan no solamente la identidad del cuerpo eucarístico actual con el hombre-Jesucristo de otro tiempo, sino también el carácter sacrificial de este misterio. En efecto, dice él a menudo: «la sangre de la Alianza», «la sangre de la Nueva Alianza», «el cuerpo y la sangre de la Nueva Alianza» y por último «el Santísimo cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, en quien todas las cosas que hay en cielos y tierra, han sido pacificadas y reconciliadas con Dios omnipotente».5

La sensibilidad profunda respecto a este aspecto del sacrificio redentor se desvela también en este saludo misterioso que Francisco utiliza al principio de la primera Carta a los Custodios: «A todos los custodios de los hermanos menores a quienes llegue esta carta, el hermano Francisco, vuestro siervo y pequeñuelo en el Señor: Salud en las nuevas señales del cielo y de la tierra, que son grandes y muy excelentes ante Dios y que por muchos religiosos y otros hombres son consideradas insignificantes» (1CtaCus 1).

Las «nuevas señales del cielo y de la tierra» son el santísimo Sacramento del Altar y la Palabra escrita de Dios. En primer lugar lo muestra el contexto de la carta: Francisco no hace más que pedir a los Custodios que inviten a los clérigos y al pueblo a venerar, por encima de todo, el cuerpo y la sangre del Señor y sus santas Palabras. Lo que es «grande y excelente ante Dios y que por muchos religiosos y otros hombres es considerado insignificante». Francisco vuelve a hablar de lo mismo en la Carta a los Clérigos con esta frase paulina: «El hombre animal no percibe las cosas que son de Dios».6 Las cosas que son de Dios, de las que se trata en estas dos cartas, son el cuerpo y la sangre de Cristo y sus santas Palabras escritas.

La manera habitual de Francisco de saludar a los hombres ilumina también el sentido de las palabras «las nuevas señales del cielo y de la tierra». Escribe así en la carta a la Orden: «El hermano Francisco... os saluda [salutem] en Aquel que nos redimió y nos lavó en su preciosísima sangre» (CtaO 3). Como se ve, en el saludo de la carta hace alusión a la sangre redentora del Señor Jesucristo.

Al principio de la carta a todos los fieles, escribe: «A todos los cristianos... paz verdadera del cielo y caridad sincera en el Señor» (2CtaF 1).

A los jefes de los pueblos, así como al hermano León, les desea Francisco «la salud y la paz» (CtaA 1 y CtaL 1). Tomás de Celano escribe: «En toda predicación que hacía, antes de proponer la palabra de Dios a los presentes, les deseaba la paz diciéndoles: "El Señor os dé la paz". Anunciaba devotísimamente y siempre esta paz a hombres y mujeres, a los que encontraba y a quienes le buscaban. Debido a ello, muchos que rechazaban la paz y la salvación, con la ayuda de Dios abrazaron la paz de todo corazón y se convirtieron en hijos de la paz y en émulos de la salvación eterna» (1 Cel 23). Buenaventura escribe asimismo: «Francisco anunciaba la paz, predicaba la salvación y con saludables exhortaciones reconciliaba en una paz verdadera a quienes, siendo contrarios a Cristo, habían vivido antes lejos de la salvación» (LM 3,2). Estos testimonios nos ayudan a ver mejor las dos ideas inseparables de salvación y de paz, de Redención y de Alianza en el espíritu de Francisco.

Resulta de estas fórmulas de saludo que la palabra «salud» en boca de Francisco, no quiere ser simplemente una señal de homenaje y respeto; esta palabra debe entenderse en el sentido fuerte de «salvación eterna», de «paz verdadera que viene del cielo». Francisco desea a sus hermanos la salvación realizada por la sangre de Cristo. Sabemos por su Testamento que para Francisco, la manera de saludar no proviene de la cortesía humana, sino de la «revelación» del Señor: «El Señor me reveló que dijésemos este saludo: "El Señor te dé la paz"» (Test 23). La paz que viene del cielo y la salvación «en el que nos rescató y lavó por su sangre preciosa», es el bien supremo que Francisco desea ardientemente a sus lectores así como a todos los que encuentra en su camino.

Si no damos a la palabra «salutem» de los saludos de Francisco el sentido fuerte de salvación, corremos el peligro de no comprender el alcance de las palabras «las nuevas señales del cielo y de la tierra». Son la Eucaristía y las santas Palabras, los signos de la Nueva Alianza, por la cual «todas las cosas que hay en cielos y tierra han sido pacificadas y reconciliadas con el Dios omnipotente».

La Eucaristía, siendo la actualización del sacrificio de la Nueva Alianza, ofrece a los hombres de todos los tiempos, la salvación operada antaño por el Señor. Francisco comprendió que, si el Señor instituyó la Eucaristía, fue para transmitir a todos los hombres los frutos del Sacrificio de la Cruz.

«Y la voluntad de su Padre fue que su bendito y glorioso Hijo, a quien nos lo entregó y el cual nació por nuestro bien, se ofreciese a sí mismo como sacrificio y hostia, por medio de su propia sangre en el altar de la cruz; no para sí mismo, por quien todo fue hecho, sino por nuestros pecados, dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas. Y quiere que todos seamos salvos por Él y que lo recibamos con un corazón puro y con nuestro cuerpo casto» (2CtaF 11-15). Se ve, pues, claramente, en este pasaje de la Carta a los Fieles, la unión íntima entre la recepción de la Eucaristía y la salvación que Dios Padre quiso realizar por la muerte de su Hijo en el altar de la cruz.

2. La Eucaristía es la conmemoración del amor de Cristo

Ya que el Padre quiere ofrecer a los hombres la Eucaristía como medio para acoger a su Hijo Redentor, Francisco recuerda incesantemente a los sacerdotes y a los fieles que celebren este misterio «con intención santa y limpia»: «Ruego también en el Señor a todos mis hermanos sacerdotes que son y serán y a los que desean ser sacerdotes del Altísimo que, siempre que quieran celebrar la misa, ofrezcan purificados, con pureza y reverencia, el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, con intención santa y limpia, y no por cosa alguna terrena ni por temor o amor de hombre alguno, como para agradar a los hombres; sino que toda la voluntad, en cuanto puede con la ayuda de la gracia, se dirija a Dios, deseando con ello complacer al solo sumo Señor, porque únicamente Él obra ahí como le place; pues -como Él mismo dice: Haced esto en conmemoración mía-, si alguno lo hace de otro modo, se convierte en el traidor Judas y se hace reo del cuerpo y la sangre del Señor» (CtaO 14-16).

Negativamente, «la intención santa y limpia» para decir la misa, consiste en no decirla «por cosa alguna terrena ni por temor o amor de hombre alguno, como para agradar a los hombres». Lo que Francisco dice en términos bíblicos («como para agradar a los hombres», cf. Ef 6,6) fue expresado más claramente por el papa Alejandro II ( 1073): «En cuanto a los que por avaricia o por agradar a los seglares, tienen la audacia de celebrar varias veces al día, pienso que ellos no evitarán la condenación».

Positivamente, «la intención santa y limpia» consiste en decir misa por agradar únicamente al Señor, es decir, por obedecer a su mandato: «Haced esto en conmemoración mía». La misa debe ser «conmemoración de Cristo». A este propósito hemos de tener en cuenta la precisión de Francisco: no se trata de una conmemoración simplemente psicológica, sino de una conmemoración de la presencia viva y activa de Cristo: «pues únicamente Él obra en este misterio como le place». Al sacerdote que no celebra la misa en memoria de Cristo, es decir, cumpliendo lo que Él quiso, lo compara Francisco con Judas que traicionó a su Maestro: «Pues -como Él mismo dice: Haced esto en conmemoración mía-, si alguno lo hace de otro modo, se convierte en el traidor Judas y se hace reo del cuerpo y la sangre del Señor». Prosigue la carta, comparando al que no distingue el sacrificio de Cristo de las demás acciones humanas y lo recibe indignamente, con el hombre que desprecia «al Cordero de Dios»: «Pues el hombre desprecia, mancha y conculca al Cordero de Dios, cuando, como dice el Apóstol, sin diferenciar y discernir el santo pan de Cristo de otros alimentos o ritos, o bien lo come siendo indigno, o bien, aun cuando fuese digno, lo come de manera vana e indigna, siendo así que el Señor dice por el profeta: Maldito el hombre que hace la obra del Señor con hipocresía. Y a los sacerdotes que no quieren grabar de veras esto sobre su corazón, los condena diciendo: Maldeciré con vuestras bendiciones» (CtaO 19-21). La evocación de Judas y del Cordero «despreciado, manchado y conculcado» en este contexto de la Eucaristía nos revela una vez más que Francisco sitúa siempre este misterio en la atmósfera del Jueves y Viernes Santos.

No solamente los sacerdotes deben celebrar la misa en conmemoración de Cristo, sino también los fieles deben asistir a ella y recibir la comunión, según el mismo mandato del Señor: «Y contritos y confesados de este modo, reciban con gran humildad y veneración el cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, recordando lo que el Señor dice: Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna; y, Haced esto en memoria mía» (1 R 20,4-6). De igual modo escribe a las autoridades de los pueblos: «Por ello, os aconsejo encarecidamente señores míos, que, posponiendo toda preocupación y cuidado, hagáis penitencia verdadera y recibáis con grande humildad, en santa recordación suya, el santísimo cuerpo y la santísima sangre de nuestro Señor Jesucristo» (CtaA 6).

Esta frecuente repetición del mandato del Señor: «Haced esto en conmemoración mía» nos revela una línea maestra del pensamiento de Francisco: la celebración eucarística es una respuesta a la invitación apremiante de Cristo y una participación real en el sacrificio de la cruz. Así, pues, al pensar en la comunión, Francisco no piensa en el progreso personal del alma hacia la perfección, sino en la unión con su Señor que se ofrece al Padre. Tomás de Celano escribe: «Comulgaba con frecuencia y con devoción tal, como para infundirla también a los demás. Como tenía en gran reverencia lo que es digno de toda reverencia, ofrecía el sacrificio de todos los miembros, y, al recibir al Cordero inmolado, inmolaba también el alma en el fuego que le ardía de continuo en el altar del corazón» (2 Cel 201).

Este testimonio de Celano nos parece digno de crédito, si recordamos este párrafo del Padre Nuestro parafraseado: «El pan nuestro de cada día: tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, dánosle hoy: para que recordemos, comprendamos y veneremos el amor que nos tuvo y cuanto por nosotros dijo, hizo y padeció» (ParPN 6). El pan cotidiano que Francisco pide al Padre es su Hijo amado. Lo pide para recordar, comprender y venerar el amor de este Hijo que se expresa en sus palabras, sus acciones y sufrimientos: el pan diario de la Eucaristía es para Francisco el recuerdo del amor del Señor, manifestado en toda su vida terrestre y cuya culminación es la cruz.

3. La Eucaristía es el símbolo del amor fraterno

Al ser conmemoración del amor de Cristo, la Eucaristía viene a ser, para Francisco, el símbolo por excelencia de la unidad y del amor fraterno.

En realidad, aunque cada sacerdote tenga el derecho de decir su misa diaria, Francisco quiere que cada día haya una sola misa en cada comunidad, incluso cuando en ella hubiere varios hermanos sacerdotes: una sola misa en la que todos los hermanos, incluso los ausentes, se unieran en el mismo Señor que está presente en todas partes: «Amonesto por eso y exhorto en el Señor que, en los lugares en que habitan los hermanos, se celebre sólo una misa cada día, según la forma de la santa Iglesia. Y si hay en el lugar más sacerdotes, conténtese cada uno, por el amor de la caridad, con oír la celebración de otro sacerdote; porque el Señor Jesucristo colma a los presentes y a los ausentes que de Él son dignos. El cual, aunque se vea que está en muchos lugares, permanece, sin embargo, indivisible y no padece menoscabo alguno, sino que, siendo único en todas partes, obra según le place con el Señor Dios Padre y el Espíritu Santo Paráclito por los siglos de los siglos. Amén» (CtaO 30-33).

«Por el amor de la caridad», los otros hermanos sacerdotes no decían, pues, su misa, sino que se contentaban con asistir a la de uno de sus hermanos. Pues, para Francisco, la única misa en cada comunidad es el signo viviente de la unidad fraterna en la unidad del Sacrificio.7

Otro gesto nos ayuda a ver cómo comprendía Francisco la Eucaristía: dos o tres días antes de su muerte, viendo que los hermanos lloraban amargamente, pidió pan, lo bendijo, lo partió y dio de él un trocito a cada uno; mandó leer el pasaje del Evangelio de san Juan (13,1ss): «Antes de la fiesta de la Pascua, viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo...» (2 Cel 217; EP 88).

El deseo de Francisco de imitar a Cristo era evidente. Pero ¿qué quería él imitar de Cristo? ¿Era simplemente un gesto exterior? Tomás de Celano y el Espejo de Perfección nos desvelan la intención profunda del Pobrecillo: «Se acordaba de aquella sacratísima Cena, aquella última que el Señor celebró con sus discípulos. Todo esto lo hizo, en efecto, en memoria veneranda de aquélla y para poner de manifiesto el afecto de amor que profesaba a los hermanos» (2 Cel 217). Tomás de Celano cuida de señalar en el principio de su relato: «Como los hermanos lloraban muy amargamente y se lamentaban inconsolables, el padre pidió pan...» El texto de Celano apunta dos motivos que explican el gesto de Francisco: conmemorar la Cena del Señor imitando su acción, y mostrar su amor a sus hermanos. En realidad no son más que dos aspectos de un único motivo. Francisco mira la Eucaristía como la realización de esta palabra evangélica: «Jesús..., habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). La Eucaristía le parece el testimonio supremo del amor de Cristo a sus discípulos. Por esto, viendo a sus hermanos llorar dolorosamente, no sabía hacer otra cosa que repetir el mismo gesto de amor de Cristo: la fracción del pan. Lo único que Francisco se propone en su acción es imitar el comportamiento de amor de Cristo. Es lo que el Espejo de Perfección expresó claramente: «De este modo, como el Señor el Jueves antes de su muerte quiso comer con sus apóstoles en señal de amor, también el bienaventurado Francisco, perfecto imitador de Cristo, quiso manifestar con este signo su amor a los hermanos» (EP 88).

B) Manifestaciones de la fe eucarística

¿Cómo se manifiesta en concreto la fe de Francisco en Cristo-Eucaristía? Constatamos tres manifestaciones principales que derivan de su inteligencia de la fe.

1) La comunión frecuente

Según el testimonio de Celano, Francisco asistía a la misa todos los días y comulgaba a menudo: «Juzgaba notable desprecio no oír cada día, a lo menos, una misa, pudiendo oírla. Comulgaba con frecuencia y con devoción tal, como para infundirla también a los demás» (1 Cel 201).

Evidentemente la expresión «con frecuencia» de Celano debe entenderse en el contexto de la época. Puede querer significar lo mismo el ritmo máximo de la comunión diaria que el de tres o cuatro veces al año. Sabemos que la «severidad de los teólogos y de los predicadores se refleja en la práctica de la comunión que observamos en las Ordenes religiosas, las Ordenes terceras y en los santos» (Santa Isabel de Schönau (+ 1165) no comulgaba sino en las fiestas). Sin embargo, sabemos también que el hermano Gil (t 1262), uno de los primeros compañeros de Francisco, comulgaba todos los domingos y fiestas principales. Uno puede preguntarse con K. Esser si era ésa también la práctica de los demás compañeros.8

En todo caso, las dos reglas nada dicen sobre la frecuencia de la comunión; en esta materia Francisco quería de seguro dejar a sus hermanos con toda libertad de conciencia. Mas esto no le impide desplegar un gran esfuerzo ante sus hermanos y los fieles para invitarlos a acercarse a la santa Mesa.

El IV Concilio de Letrán, lo hemos dicho más arriba, prescribió la confesión anual y la comunión pascual para poner remedio a la crisis eucarística. El canon 21 que contiene esta cláusula, añade lo siguiente: «Esta ordenanza deberá ser publicada con frecuencia en las iglesias, a fin de que nadie pueda alegar la ignorancia como excusa». En este contexto ha de explicarse el esfuerzo intenso de Francisco. Él manifiesta su celo, primero ante sus hermanos. Según D. E. Flood, el capítulo 20 de la primera Regla está redactado en el mismo espíritu que el canon 21 del Concilio. Quiere mover a sus hermanos a recibir el sacramento de la Penitencia y de la Eucaristía. El canon pide a cada fiel que se confiese «con su propio párroco» y que reciba «devotamente» el sacramento de la Eucaristía. El capítulo 20 de la primera Regla pide a todos los hermanos que se confiesen «con los sacerdotes de nuestra Orden» y que reciban el Cuerpo y la Sangre de Cristo con «mucha humildad y veneración». Como se ve, se trata de aplicar la prescripción conciliar a la Orden y a los hermanos.

También el hecho de que Francisco gusta de repetir a sus hermanos las palabras de Cristo «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna» (Jn 6,53) y « Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6) se puede interpretar como una invitación que les dirige a recurrir con frecuencia a Cristo, es decir, a recibirlo en la comunión eucarística.9

El celo de Francisco alcanza también a los fieles. Les recomienda a todos los custodios que no olviden en sus predicaciones recordar al pueblo la necesidad de recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor para salvarse: «Y siempre que prediquéis, exhortad al pueblo a la penitencia, y decid que nadie puede salvarse, sino el que recibe el santísimo cuerpo y sangre del Señor» (CtaCus 6). No vacila en dirigir una carta a las autoridades de los pueblos en la que escribe: «Por ello, os aconsejo encarecidamente, señores míos, que, posponiendo toda preocupación y cuidado, hagáis penitencia verdadera y recibáis con grande humildad, en santa recordación suya, el santísimo cuerpo y la santísima sangre de nuestro Señor Jesucristo» (CtaA 6). Y a todos los fieles les escribe: «Debemos también confesar todos nuestros pecados al sacerdote y recibir de él el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo» (2CtaF 22).

Es un deber urgente, pues se trata de la salvación eterna. Por eso sigue Francisco insistiendo en este punto: «Quien no come su carne y no bebe su sangre, no puede entrar en el reino de Dios» (2CtaF 23), haciéndose así eco de la invitación de Cristo: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré en el último día» (Jn 6,53). Un poco más adelante, en la misma Carta a los Fieles reincide en el mismo tema de la salvación por la penitencia y por la Eucaristía: «Todos aquellos que no llevan vida en penitencia ni reciben el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo... son unos ciegos» (2CtaF 63-66).

No vemos que Francisco considere la Eucaristía como un medio por el que el alma se perfeccione en las virtudes, sino como un alimento necesario para la salvación eterna. Por supuesto, no hay que plantear a Francisco cuestiones teológicas de este tipo: ¿Con qué clase de necesidad es necesaria la Eucaristía para la salvación? ¿Es necesaria para adquirir la salvación o bien para perseverar en la gracia? Francisco sabía simplemente que la Eucaristía era el camino por el que los frutos de la Redención llegan a todos los hombres. Por lo tanto, no consideraba suficiente la contemplación de la Eucaristía. Para él era un deber imperioso recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo para salvarse según la voluntad de Dios.

2) La fe en las iglesias

Desde el principio de su conversión, Francisco percibía ya la relación íntima entre la Eucaristía y la Cruz de Cristo. También su fe en las iglesias lo atestigua.

1. Oración a Cristo presente en las iglesias

Para manifestar su reconocimiento a Cristo que había salvado a los hombres por su cruz, ya desde esos momentos iniciales recitaba la oración «Te adoramos». Así leemos en su Testamento: «Y el Señor me dio una fe tal en las iglesias, que oraba y decía así sencillamente: Te adoramos, Señor Jesucristo, también en todas tus Iglesias que hay en el mundo entero y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (Test 4). Esta oración ¿se dirige a la cruz o a la Eucaristía?

Su biógrafo nos dice que los hermanos recitaban esta oración «siempre que veían una cruz o un signo de la cruz, fuese en la tierra, en una pared, en los árboles o en las cercas de los caminos» (1 Cel 45; TC 37). Schmucki se apoya en esta indicación de Tomás de Celano para decir: «Es cierto que en los orígenes de la Orden, esta plegaria recibe de la cruz su irradiación, su impulso y su coloración. De otro modo no se explicaría por qué se la recitaba ante cada cruz o incluso ante todo signo que recordase la cruz» (Das Leiden Christi).

Si era así en los orígenes de la Orden, pensamos que no lo era para el propio Francisco en el primer principio; de lo contrario, no se explicaría por qué añade él estas palabras: «también en todas tus iglesias que hay en el mundo entero». Ahora bien, en el Testamento, la mención de las iglesias está en relación con la que hace de los sacerdotes y de la Eucaristía. En efecto, después de esta oración, continúa Francisco: «Después de esto, el Señor me dio y me sigue dando, una fe tan grande en los sacerdotes... Y no quiero advertir pecado en ellos, porque miro en ellos al Hijo de Dios y son mis señores... Y quiero que estos misterios santísimos sean honrados y venerados por encima de todo y colocados en lugares preciosos» (Test 6-11).

De igual modo, en la Carta a todos los Fieles, Francisco sitúa la visita de las iglesias y el respeto a los sacerdotes en el contexto de la Eucaristía: «Debemos también visitar con frecuencia las iglesias y tener en veneración y reverencia a los clérigos, no tanto por lo que son, en el caso de que sean pecadores, sino por razón del oficio y de la administración del santísimo cuerpo y sangre de Cristo que sacrifican sobre el altar y reciben y administran a otros» (2CtaF 33-34).

Por consiguiente, cuando Francisco habla de Cristo presente en todas las iglesias del mundo, piensa en la Eucaristía. La oración «Te adoramos» se dirige, pues, según el pensamiento de Francisco, al Cristo presente en el Santísimo Sacramento que se conserva en las iglesias. (Al decir del mismo Francisco, parece que, en su época, se reservaba el Santísimo hasta en iglesias rurales y sucias. Escribe: «lo abandonan en lugares indecorosos»; o bien: «donde se encuentre colocado y abandonado indebidamente el santísimo cuerpo de nuestro Señor Jesucristo» (CtaCle 5.10). En la Carta a los Custodios escribe: «Si en algún lugar el santísimo cuerpo del Señor está colocado muy pobremente, sea puesto y custodiado, según el mandato de la Iglesia»).

Que Francisco recite esta oración dirigida a Cristo presente en la Eucaristía, y que los hermanos lo hagan después ante las cruces o ante lo que las evoque, no hace más que poner de relieve la íntima relación que para él existe entre la Eucaristía y la Pasión del Señor, relación que ya está establecida en la misma oración: a Cristo presente en la Eucaristía, es a quien el Pobrecillo expresa su profundo reconocimiento por la salvación del mundo que Él había realizado por su santa cruz.

2. Visita de las iglesias y respeto por el material litúrgico

El deseo de rendir culto al Señor presente en la Eucaristía explica la alegría de Francisco al detenerse en las iglesias en el curso de sus viajes. En el Testamento, evocando su conversión y el principio de la Orden, escribe: «Y bien gustosamente permanecíamos en iglesias» (Test 18). Además, invitaba a todos los fieles a visitar con frecuencia las iglesias (2CraF 33).

Es un testimonio precioso de la fe eucarística de Francisco, cuando recordamos que la visita al Santísimo Sacramento era una cosa desconocida hasta el siglo XIII. Hasta entonces se visitaban las iglesias para rogar a Dios o para venerar a los mártires, pero no especialmente para hacer una visita al Santísimo Sacramento.10 Francisco «visitaba con frecuencia las iglesias» para «adorar al Señor Jesucristo» también en todas las del mundo entero; pero hemos de tener en cuenta, como más arriba hemos dicho, que, para Francisco, las iglesias estaban íntimamente relacionadas con la Eucaristía.

Los testimonios de las biografías primitivas sobre la fe de Francisco en las iglesias son numerosos. Es conocido que Francisco pasó los primeros años después de su conversión reparando iglesias en ruinas. Iba él mismo a mendigar aceite para las lámparas de la iglesia de San Damián. Deseaba «que luciera de continuo en ella una lámpara», cuentan los Tres Compañeros (TC 24). En el curso de las giras apostólicas llevaba con frecuencia una escoba para barrer las iglesias. «Cuando terminaba de predicar al pueblo, reunía a todos los sacerdotes, que se encontraban allí, en un lugar apartado para no ser oído de los seglares. Les hablaba de la salvación de las almas y, sobre todo, les recomendaba mucho el cuidado y diligencia que debían poner para que estuvieran limpias las iglesias, los altares y todo lo que sirve para la celebración de los divinos misterios» (LP 60).

Era todavía muy poco para su celo. Dirigió una carta a todos los clérigos del mundo para invitarlos a «considerar el gran pecado de irreverencia e ignorancia en que incurren algunos sobre el santísimo Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo...», a reflexionar sobre «cuán viles son los cálices, los corporales y los manteles en los que se sacrifica el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor».

Estas exhortaciones a venerar por encima de todo el Cuerpo y la Sangre de Cristo, las dirige Francisco de continuo a sus propios hermanos. A los Custodios les hizo esta llamada patética: «Os ruego, más encarecidamente que por mí mismo, que, cuando sea oportuno y os parezca que conviene, supliquéis humildemente a los clérigos que veneren, por encima de todo, el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo y los santos nombres y palabras escritas del Señor que consagran su cuerpo; y que sean preciosos los cálices, corporales, ornamentos del altar y todo lo que sirve para el sacrificio».11

3) La fe en los sacerdotes

La fe en las iglesias corría pareja con la fe en los sacerdotes. En su Testamento, después de haber dicho que el Señor le dio una gran fe en las iglesias, añade Francisco inmediatamente: «Después de esto, el Señor me dio y me sigue dando una fe tan grande en los sacerdotes que viven según la norma de la santa Iglesia romana, por su ordenación, que, si me viese perseguido, quiero recurrir a ellos» (Test 6). La insistencia en las palabras «dio» y «sigue dando» parece querer decir que el amplio conocimiento que tenía de numerosos sacerdotes que no llevaban una vida ejemplar, no quebrantaba su fe. Él quería estarles sujeto, incluso si tuviera tanta sabiduría como Salomón: «Y si tuviese tanta sabiduría como la que tuvo Salomón y me encontrase con algunos pobrecillos sacerdotes de este siglo, en las parroquias en las que habitan no quiero predicar al margen de su voluntad» (Test 7).

Procuraba amarlos, pues discernía en ellos la presencia de Cristo, incluso siendo indigna su vida: «Y a estos sacerdotes y a todos los otros quiero temer, amar y honrar como a mis señores y no quiero advertir pecado en ellos, porque miro en ellos al Hijo de Dios y son mis señores» (Test 8-9).

Francisco contempla la persona del sacerdote esencialmente en relación con su cargo respecto a la Eucaristía y la administración de las Palabras sagradas. Por la misión que ostentan, Dios enaltece a los sacerdotes más que a cualquier otro hombre: «Considerad vuestra dignidad, hermanos sacerdotes, y sed santos, porque Él es santo. Y así como os ha honrado el Señor Dios, por razón de este ministerio, por encima de todos, así también vosotros, por encima de todos, amadle, reverenciadle y honradle» (CtaO 23-25).

Y cuando Francisco decía «por encima de todos», no pensaba únicamente en los hombres de aquí abajo, sino también en los santos del cielo: «Si me ocurriera encontrarme al mismo tiempo con algún santo que viene del cielo y con un sacerdote pobrecillo, me adelantaría a presentar mis respetos al presbítero y correría a besarle las manos y diría: "Oye, San Lorenzo, espera", porque las manos de éste tocan al Verbo de vida y poseen algo que está por encima de lo humano» (2 Cel 201. San Lorenzo sólo era diácono).

Esta profunda fe de Francisco en los sacerdotes, inspirada por su fe en el sacrificio del altar, se destaca con nitidez del contexto histórico de la época: por todas partes, pero sobre todo en el norte de Italia, en Lombardía, se producen revueltas populares contra los sacerdotes indignos. En el Norte de Italia, «en el movimiento de la Pataria, a partir del siglo XI, gentes del pueblo, soldados, clérigos subalternos apoyados por la Iglesia de Roma, entraron en lucha con un celo tan grande que a veces fue necesario moderarlo. Así, pues, en esta época, la revolución popular contra los clérigos indignos podía estallar por sí misma, sin que se la provocase» (Mandonet-Vicaire-Ladner).

Esta es la fe eucarística de Francisco. Era original en la medida en que los fieles y el clero tendían a hacer de la Eucaristía una realidad separada de la historia general de la salvación, sea porque ya no veían en ella más que al Señor glorioso para adorarlo y contemplarlo, sea porque la consideraban bajo el aspecto de alimento espiritual para la perfección individual, a expensas de su aspecto sacrificial y de participación comunitaria.

En realidad, la fe de Francisco estaba profundamente impregnada de la doctrina tradicional, que él recibía en la liturgia y en el Evangelio, sobre todo en el de San Juan. Prolongación de la Encarnación, la Eucaristía es situada por Francisco dentro del conjunto de la Historia de la Salvación. Este pasaje de la Carta a los Fieles resume perfectamente su pensamiento: «Y la voluntad de su Padre fue que su bendito y glorioso Hijo, a quien nos lo entregó y el cual nació por nuestro bien [es la Encarnación], se ofreció a sí mismo como sacrificio y hostia, por medio de su propia sangre, en el altar de la cruz [es la cruz redentora]; no para sí mismo, por quien todo fue hecho [es la creación], sino por nuestros pecados, dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas. Y quiere que todos seamos salvos por Él y que lo recibamos con un corazón puro y con nuestro cuerpo casto [es la salvación por la Eucaristía]» (2CtaF 11-15).

Cristo creador, nacido por nosotros, muerto en la cruz para nuestra salvación y para ejemplo nuestro, se nos da ahora en la Eucaristía. Sabatier tiene perfecta razón cuando escribe: «Para él (Francisco), la Iglesia, el sacerdote, la Eucaristía, la Biblia son aspectos diferentes del poder de Dios. La Biblia es la historia de la Eucaristía y ésta, el símbolo de la realización de la obra de Dios en la humanidad».

Apéndice: Las Palabras sagradas "santifican" el pan y el vino

Para Francisco el Cuerpo y la Sangre de Cristo están presentes en el altar únicamente gracias al poder de la Palabra de Cristo.

Para comprender el contenido de las afirmaciones de Francisco, debemos recordar que, en su época, los Cátaros, los Valdenses y otras sectas heréticas extendían por todas partes en Europa errores que atañen a este aspecto de los sacramentos, en particular, el de la Eucaristía.

Efectivamente, los Cátaros no creían en la transubstanciación de la Eucaristía. Para ellos, además, los obispos y los sacerdotes no eran verdaderos pastores, sino mercenarios, seductores, hipócritas. Y sostenían que todo hombre de buena conducta podía celebrar la Eucaristía.

Frente a estos errores, el concilio de Lombez (1165) afirma que solos los clérigos tienen el poder de consagrar y que la virtud todopoderosa de las palabras del Señor consagra el Pan y el Vino, a pesar de la indignidad del sacerdote (Mansi, t. XXII, col. 159). La profesión de fe prescrita a los Valdenses en la carta de Inocencio III al Arzobispo de Tarragona (1208), contiene todavía un reflejo de la situación en esta época: «El sacrificio, es decir, el pan y el vino son, después de la consagración, el verdadero Cuerpo y la verdadera Sangre de nuestro Señor Jesucristo. En este sacrificio creemos que un buen sacerdote no realiza más ni un mal sacerdote menos, porque no es el mérito del que consagra, sino que son las palabras del Creador y la virtud del Espíritu Santo las que lo realizan. Es por lo que creemos y confesamos firmemente que cualquiera, por bueno, por religioso, por santo y prudente que sea, no puede ni debe consagrar la Eucaristía ni realizar el sacramento del altar, si no es sacerdote, ordenado legalmente por un obispo de carne y hueso» (Denz.).

Como los Cátaros y los Valdenses, tampoco los Amauricenses creían en la transubstanciación. El concilio de la provincia de Sens, celebrado en París en 1210, se ocupaba de estos herejes, uno de cuyos errores consiste en no reconocer ninguna eficacia a las palabras de la Consagración.

Este trasfondo histórico nos permite llegar a las afirmaciones de Francisco en todo su sentido: tienen el sentido de un acto de fe.

Aunque utiliza la palabra arcaica «santificar», que los teólogos del siglo XII juzgaron equívoca, prefiriendo por ello la palabra «consagrar» o incluso «transubstanciar» (B. Cornet), Francisco sabía muy bien que solas las palabras de Cristo, pronunciadas por el sacerdote, realizan la Eucaristía: «Todos los que ven el sacramento, que se consagra por las palabras del Señor sobre el altar por manos del sacerdote en forma de pan y vino, y no ven ni creen, según el espíritu y la divinidad, que es verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, están condenados, como atestigua el Altísimo mismo, que dice: Esto es mi cuerpo y la sangre del nuevo Testamento, que será derramada por muchos...» (Adm 1,9-11). «Son muchas las cosas que se santifican por medio de las palabras de Dios y es en virtud de las palabras de Cristo como se realiza el sacramento del altar» (CtaO 37).

La fe de Francisco reposa sobre la palabra misma de Cristo, «sobre el testimonio del Altísimo mismo, quien afirma: Esto es mi Cuerpo...».

Observemos la forma exclusiva de la afirmación de Francisco; dice en la Carta a los Clérigos: «Sabemos que no puede existir el cuerpo, si previamente no ha sido consagrado por la palabra». Para él, sólo la palabra todopoderosa de Cristo opera la presencia real. La indignidad del sacerdote no perjudica a la omnipotencia de la Palabra divina, porque, en fin de cuentas, es el mismo Señor quien pronuncia estas palabras y quien opera en los sacramentos: «Por lo que a ellos toca, si no están bien colocadas o en algún lugar están desparramadas indecorosamente por el suelo, las recojan y las repongan en su sitio, honrando al Señor en las palabras que Él pronunció» (CtaO 36).

Esteban de Borbón, dominico ( 1261), cuenta que Francisco llegó una vez a una parroquia de Lombardía en la que el párroco daba escándalo y vivía con una mujer. Un patarino o maniqueo acudió a Francisco y le preguntó: «"Dime: si un sacerdote mantiene a una concubina y si se mancha así las manos, ¿es necesario conceder fe a su sacramento y manifestar respeto a los sacramentos que él administra?" En presencia de los parroquianos, Francisco se dirigió a casa de este sacerdote, se arrodilló ante él y le dijo: "No sé si tus manos son lo que él dice, pero aunque así fuera, estoy seguro de que no pueden manchar la virtud y la eficacia de los sacramentos divinos. Más bien, como a través de estas manos descienden muchos beneficios y gracias del Señor al pueblo de Dios, las beso por reverencia de aquellas cosas que ellas administran y de Aquel con cuya autoridad las administran". Y se prosternaba ante el sacerdote, besándole las manos, ante la gran confusión de los herejes y de los simpatizantes que asistían a la escena» (Lemmens, Testimonia minora).

Lo mismo hay que decir acerca del sacramento de la Penitencia: «Mis hermanos benditos, tanto clérigos como laicos, confiesen sus pecados a sacerdotes de nuestra Religión. Y si no pueden, confiésenlos a otros sacerdotes discretos y católicos, con la convicción y la advertencia de que quedarán absueltos de verdad sus pecados, cualesquiera sean los sacerdotes católicos de quienes hayan recibido la penitencia y la absolución, si procuran cumplir humilde y fielmente la penitencia que les haya sido impuesta» (1 R 20,1-3).

Las palabras «cualesquiera sean los sacerdotes católicos...» muestran con suficiente claridad que Francisco quería preservar a sus hermanos de los errores heréticos que hacían depender la acción de Dios en los sacramentos de la santidad personal del sacerdote. Para él, es cierto («procul dubio») que cualquier sacerdote católico, sea cual sea su vida, tiene el poder de absolver los pecados.

En una época en que la fe de tantos fieles vacila ante la vida poco ejemplar de muchos sacerdotes y por influencia de doctrinas heréticas, la fe sacramental de Francisco era absolutamente clara: sólo por la Palabra todopoderosa de Cristo se realizan los sacramentos.




NOTAS:

1) Fliche-Foreville-Rousset, Los Cruzados, en Fliche-Martin, Historia de la Iglesia, IX, p. 176.

2) J. Duhr, Communion fréquente en D.S. col. 1246-1248. E. Dublanchy, Communion eucharistique en D.T.C. col. 521-528.

3) Adm 1,16-18. Es sobre todo en los Padres griegos donde se halla la relación entre la Eucaristía y la Encarnación. «Lo mismo que en otro tiempo el Logos tomó cuerpo en María, así se une por medio del Espíritu al pan y al vino ofrecidos...» (J. Betz, Eucharistie, en Encyclopédie de la Foi, París, 1967, t. II, p. 74-75. Sin embargo en Occidente, la mayoría de los teólogos del siglo XII... afirmaba con insistencia la identidad del Cuerpo presente en la Eucaristía con el que nació de la Virgen María, que fue clavado en la Cruz que subió al cielo (cf. J. Ghellinck, Eucharistie en D.T.C. t. V, B, col. 1271.

4) La palabra «sacrificium»: 2CtaF 11; CtaO 14; CtaCus 3; la palabra «sacrificare»: 2CtaF 33; CtaCle 4; CtaCus 7.

5) CtaO 12-13. K. Esser ha señalado que la expresión «corpus et sanguis» se emplea 18 veces; las palabras «panis» o «corpus» por separado, 6 veces (cuando se trata de la santa reserva); la palabra «sanguis» por separado, 1 vez. La expresión «sanguis testamenti» : CtaO 18; «sanguis novi testamenti»: 2CtaF 7; «corpus meum et sanguis novi testamenti»: Adm 1,11; «corpus et sanguis D.N.J.C.»: CtaO 13.

6) CtaCle 7: «Animalis homo non percipit ea quae Dei sunt». El texto de 1 Cor 14 es: «...ea quae sunt Spiritus Dei»).

7) Octave d'Angers, La messe publique et privée dans la piété de Saint François, en E.F. 49, 1937, pp. 475-486. El autor hace una crítica interesante de las interpretaciones de Hilarino de Lucerna y de Cuthbert. Según el primero, si Francisco ordenó esta provisión, fue porque tenía miedo de que la celebración diaria hiciera perder a sus hermanos el profundo respeto hacia el Santísimo Sacramento (cf. Los ideales de San Francisco de Asís, Buenos Aires, 1948, p. 61, n. 3). Pero, en tal caso, la asistencia diaria a la misa ¿no constituía un peligro? No obstante, Francisco quería asistir a ella todos los días. Según el segundo, la multiplicación de las misas privadas estaba determinada con frecuencia por intereses materiales y, para evitar este escollo, mal de la época, es por lo que Francisco tomó esta medida (Vida de San Francisco de Asís, Barcelona, 1954, p. 326, n. 7). Pero este motivo, por sí solo, era insuficiente, ya que Francisco hubiera podido prohibir, como se hizo más tarde, la recepción de las ofrendas para luchar contra este mal. Según Octave d'Angers, «lo que estaba en juego era menos la rectitud de los celebrantes que el principio tradicional de la unidad del sacrificio». A lo que apuntaba Francisco, queriendo una sola misa diaria en cada comunidad, era preservar la caridad fraterna, que «en ningún otro lugar se manifiesta con tanta evidencia como en la oblación común del sacrificio eucarístico» (Ib. p. 483).

8) AF III p. 106. K. Esser, Temas espirituales, Aránzazu (1980) pp. 243-245. La Regla de Santa Clara, confirmada por Inocencio IV en 1253, prescribe a las hermanas siete comuniones por año. Sin embargo, no hay que ver en esto una ley restrictiva. «Todo lleva a creer -como en la Regla cisterciense- que se trata de definir los días en que la comunión obligará a todos, sin que excluya una más amplia asiduidad. Igualmente, el IV Concilio de Letrán, al obligar a la participación anual en la Eucaristía, no quiso con ello prohibir su uso más frecuente» (R.C. Dhont).

9) Los versos Jn 6,53-54 reaparecen cuatro veces en los Escritos: 1 R 20,8; Adm 1,12; 2CtaF 23; CtaA 6. En cuanto al versículo Jn 14,6: Adm 1,1-5; 1 R 22,37.

10) Según E. Demoutet, acaso es en la vida de María d'Oignie, muerta en 1213, donde se halla uno de los más antiguos ejemplos de la visita al Santísimo: cuenta su vida un milagro acontecido en el momento en que la Santa adoraba el Santísimo Sacramento en la paloma colgada encima del altar.

11) CtaCus 2-3; CtaO 34-37; LP 108. El Concilio de Letrán, en 1215, deplora que en ciertas iglesias se dejan los objetos del culto y hasta los corporales en un estado de suciedad que horroriza, dice. B. Cornet ha estudiado la cruzada eucarística de Francisco en la última parte de su artículo: Le «De reverentia Christi», en E.F., 1957, p. 33-58.




Norbert Nguyen-van-Khanh, O.F.M., Cristo en el pensamiento de Francisco de Asís, según sus escritos. Madrid, Editorial Franciscana Aránzazu, 1986, pp. 145-173 y 193-196.

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