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FE Y VIDA
EUCARÍSTICAS |
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«Fervor ardiente», «asombro»: tales son las palabras que afluyen a la mente de Tomás de Celano cuando evoca la actitud de Francisco para con la Eucaristía. «¡Ardía en fervor... admirando locamente...!» Las expresiones personales de Francisco confirman este testimonio. Pero sobre todo, al revelarnos su propia mirada sobre el «Sacramento del Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo», nos muestran la fe sólida, amplia, profunda, viva, que está en el origen de un tal fervor y asombro. Esforzarnos por penetrar en esa mirada de fe puede ser para nosotros una de las maneras de caminar hacia una mejor comprensión de la Eucaristía. Y esto nos puede llevar -¡ojalá que así sea!- a compartir el fervor y asombro de Francisco ante el «Misterio de la fe», que la Iglesia, siglo tras siglo, contempla y penetra cada vez más profundamente como el centro de su vida. * * * La fe de Francisco en la Eucaristía es asombrosa. Aunque muy marcada por su tiempo, no queda encerrada en él. Algunas de sus expresiones llevan el sello de las cuestiones que preocuparon a la Iglesia en el siglo XIII.1 Pero la mayor parte de ellas puede resistir, sin doblegarse ni distorsionarse, la confrontación con nuestra visión actual del «Sacramento pascual».2 ¿No es siempre mucho más rica y amplia la fe viva que la representación consciente que de ella propone el lenguaje de una época, influenciado por las circunstancias y necesidades del momento? En el corazón del creyente Francisco, la memoria de la Iglesia depositó sus tesoros... que las arcas del Concilio IV de Letrán no podían contener. En esa misma memoria viva beberá el Concilio Vaticano II... que tampoco la ha agotado. Porque esa memoria posee la riqueza de toda la Revelación, cuyo inventario jamás se cerrará, porque es inagotable. Tal vez el historiador se sonreirá de esta «pretendida actualidad» de la fe de Francisco en la Eucaristía. Pero el hijo se asombra al descubrir en el pan que come, el sabor de las espigas que han germinado en el campo de su padre, y en el vino que bebe, el aroma de los racimos madurados en su viña. Tal es mi propósito: compartir el descubrimiento gozoso y la sorpresa... de que la fe de Francisco en la Eucaristía es tan viva y profunda, que no está «superada». Evocaré primeramente el «descubrimiento» de la Eucaristía por Francisco, tal como él nos lo confía en su Testamento. Luego intentaré descubrir en sus propias expresiones el afloramiento de su fe vivida, en toda su amplitud, anotando de paso las huellas perceptibles que la acción del «Sacramento pascual» dejó en su vida profunda. I. DESCUBRIMIENTO DE LA EUCARISTÍA Al recordar en su Testamento los años de su conversión, Francisco define el lugar que la Eucaristía ocupará en su fe y en su vida. Nos sugiere al mismo tiempo las circunstancias concretas que provocaron o favorecieron su posición. «Y el Señor me dio una fe tal...» (Test 4). Esta «y» (et), equivalente a un «entonces», con sentido de sucesión de acontecimientos, puede situarse en el tiempo y el espacio. Francisco acaba de evocar el servicio a los leprosos; luego, su «salí del siglo», es decir, concretamente la ruptura con el mundo de Pedro Bernardone ante el tribunal del obispo de Asís. «Y» (=entonces): inmediatamente después de este acontecimiento, Francisco se establecerá en San Damián. Allí vivirá largamente, consagrando sus fuerzas y su tiempo a restaurar el edificio en ruinas, en compañía del capellán, cuyo ministerio esencial era sin duda la celebración de la Eucaristía.
Las iglesias: primera realidad concreta percibida en la fe como morada de Jesucristo, Señor y Salvador. La experiencia vivida por Francisco en San Damián le llevaba al reconocimiento y gratitud hacia esta iglesia, morada de Jesucristo: «Mi casa que amenaza ruina». Pero este reconocimiento se extiende, desde allí, «a las iglesias que hay en el mundo entero»: signos concretos de la Iglesia que habita el Señor, de la Iglesia «que había adquirido Cristo con su sangre»; pronto comprendió Francisco, guiado por el Espíritu, que era de ella de la que le había hablado el Crucifijo (2 Cel 11; LM 2,1). Y este Crucifijo de San Damián imprimía en su corazón el rostro del Señor-Salvador, del «Señor Jesucristo» que «por su santa cruz redimió al mundo». De tonalidad manifiestamente joánica, este Crucifijo bizantino evoca a Jesús «glorificado», elevado sobre la cruz y en la gloria. En este icono fue donde Francisco percibió primeramente la presencia de Cristo en aquella iglesia. Cuando, más tarde, fije su mirada en el Sacramento del Cuerpo del Señor, el Rostro del Cristo de San Damián no se borrará, sino que se superpondrá y finalmente se confundirá con él, prestando sus rasgos a Aquel que Francisco adorará bajo el signo del pan consagrado: el Señor-Salvador, el Crucificado-glorificado, al que se dirige su oración, tomada de la liturgia de la fiesta de la Cruz gloriosa. Y prosigue Francisco:
Después de los edificios, en los que «toma cuerpo» en la tierra la realidad de la Iglesia, los ministros consagrados para «dar cuerpo» a esa Iglesia. Segundo descubrimiento, provocado sin duda por la compañía cotidiana del sacerdote de San Damián. Con su presencia y su vida, éste fue el testigo humano por medio del cual el Señor despertó y sobre el que el Señor apoyó esa «fe tan grande» que le dio a Francisco. A partir de él, del capellán de San Damián, Francisco abarca en esa fe a todos los sacerdotes, «los pobrecillos sacerdotes de este siglo» (Test 7). En ellos discierne al Hijo de Dios. Porque los ve investidos del ministerio del Cuerpo de Cristo y primeramente por el Sacramento de la Eucaristía. Prosigue, en efecto:
Así, pues, en adelante se encontrarán vinculadas en la fe de Francisco la realidad del sacerdote y la del Sacramento del Cuerpo de Cristo, inseparables el uno del otro (Adm 26). En la Carta a los fieles, el vínculo sacerdocio-eucaristía se extiende también a las santas palabras del Señor, «que ellos pronuncian, proclaman y administran» (2CtaF 33-35). Servidores de la Iglesia, los sacerdotes administran a sus miembros el Cuerpo y la Sangre que dan la salvación y la vida, el Cuerpo y la Sangre que hacen de ellos la Iglesia, Cuerpo de Cristo. Todo esto nos hace caer en la cuenta de cómo Francisco descubrió, de manera concreta y viva, la Eucaristía en el centro del ser sacramental de la Iglesia. Iglesia, sacerdote, eucaristía, vinculados uno al otro en su descubrimiento, lo estarán también en adelante en su vida. Bajo la dirección del Señor, se irá ensamblando y ajustando pieza a pieza el armazón sólido, robusto y sano de su fe en la Iglesia, sacramento de salvación, ante todo por el don que el Señor le hace de su Cuerpo y de su Sangre, por el ministerio del sacerdote. La Eucaristía hace la Iglesia, la Iglesia hace la Eucaristía, y el sacerdote, consagrado por la Iglesia, está completamente al servicio de la construcción de la misma, sobre todo por el ministerio de los santísimos Cuerpo y Sangre del Señor. Desde luego, este no es el vocabulario de Francisco, pero sí es muy realmente el contenido de su fe. De las experiencias concretas vividas en San Damián, Francisco recibe del Señor la gracia de descubrir de manera viva el «Misterio de la fe». Y la imagen grabada en su corazón en la más fuerte de esas experiencias, la imagen del Crucificado-glorificado, dará rostro al altísimo Hijo de Dios en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. A través de esta sencillísima evocación de su caminar bajo la guía del Señor, Francisco nos permite comprobar el equilibrio, la solidez, la profundidad de su fe en la Eucaristía, que luego, a lo largo de los años, ocupará un lugar tan destacado en su corazón y en su vida. ¿Cómo no vamos a sentirnos hoy a gusto con esta fe de Francisco así definida? II. INFLUENCIA DE LA EUCARISTÍA Los Escritos de Francisco nos manifiestan la mirada que él tenía fija en la Eucaristía. Incorporémonos a esa mirada, penetremos con ella en la riqueza que Francisco descubre, dejando resonar en nosotros las expresiones con que nos la confía. Así podremos presentir la amplitud y vigor de su fe en el Sacramento ante el que «ardía en fervor... admirando locamente...» (2 Cel 201). Y comencemos uniéndonos a esa mirada. 1. «En este siglo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios sino su santísimo cuerpo y santísima sangre» (Test 10) Cuando Francisco, para bendecir a su hermano León, le dirige el deseo ardiente del libro de los Números: «El Señor te muestre su rostro... Vuelva a ti su rostro...» (BenL), ¿no está revelando ahí lo que le interesa por encima de todo? ¿No se le desea a un amigo lo que se cree ser lo mejor? Francisco es un visual. Necesita ver. La vista es manifiestamente el más despierto de sus sentidos, aquel en el que se concentra su deseo..., aquel precisamente de cuyo uso le privará el Señor, en los últimos años de su vida, para unirlo a su Pasión. ¡Ver! Pero, ¿cómo ver lo invisible? «A Dios nadie lo ha visto jamás» (Adm 1,5). «En este siglo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios...» Hay que percibir el acento doloroso de esta confidencia, entrar en esa larga búsqueda a tientas del Rostro del Señor. Entonces adquiere toda su fuerza el cariño entusiasta con que prosigue Francisco: «... sino su santísimo cuerpo y santísima sangre». Esta es la novedad de la Nueva Alianza: no ya solamente poder escuchar a Dios que habla, sino ver a Dios que se muestra en Jesucristo. En adelante, Francisco sabrá dónde fijar su mirada. Pero, ¿de qué mirada se trata? Francisco da su explicación con toda tranquilidad en la primera Admonición. Por sí sola, la mirada del cuerpo no puede alcanzar hoy más que el pan y el vino. Por eso, a la luz del Espíritu Santo, que ilumina el corazón, es como la fe reconoce en ese pan y en ese vino la verdad de las palabras del Señor: «Esto es mi cuerpo y la sangre de mi nueva alianza». ¡Una mirada que escucha! Entonces ella discierne «su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero». Y a esa realidad se adhiere y se pega con toda su fuerza. Sólo esa mirada del corazón, iluminada por el Espíritu, puede alcanzar la Realidad viva que «ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado» (Adm 1). ¿Que se muestra... o que se oculta? En otra parte, Francisco escribe: «... el Señor del mundo universo... se humilla hasta el punto de esconderse... bajo una pequeña forma de pan» (CtaO 27). Así, pues, no se le han acabado las penas a la mirada ávida de ver. El Sacramento hoy, como la humanidad visible de Jesús ayer, vela y desvela a la vez la Persona del Hijo de Dios. La muestra oculta. Pero realmente presente. Es signo, pero signo en el que está de veras la Presencia sin rostro. Entonces, la búsqueda continúa, pero segura del lugar al que dirigir los pasos, del lugar privilegiado en el que está asegurado el encuentro en la fe. Por eso, la mirada de Francisco sobre el Sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo se vuelve insistente. Seguro ya de tener, quiere todavía descubrir más. Sostenido por el ardor de su deseo, se para, se aferra. Con toda su hambre, devora literalmente el Pan de Vida, que se entrega a la fe viva. Y el «Misterio de la fe» en toda su amplitud y profundidad se abre a él, se ofrece a la captura de su corazón puro. Desde luego, Francisco se quedará con las ganas de ver el Rostro. Esas ganas incluso irán en aumento, avivando el fervor de la espera de «la Tierra de los Vivientes». Veamos al menos lo que esta mirada descubrió y asimiló. 2. «El santísimo cuerpo y sangre, vivo y verdadero, de nuestro Señor Jesucristo» (Adm 1,21) El realismo con que Francisco reconoce el Cuerpo y la Sangre del Señor, presentes y vivos en el Sacramento del pan y del vino, merece ser subrayado y desarrollado en primer lugar. Francisco afirma, con enorme firmeza y en toda ocasión, la realidad de la Presencia eucarística del Hijo de Dios. Precisa, incluso, repetidas veces, las modalidades concretas, palabras y gestos, según las cuales se lleva a cabo la consagración del pan y del vino, que sólo Cristo realiza «según a él le place con el Señor Dios Padre y el Espíritu Santo Paráclito».3 Pero el signo más elocuente de esta fe realista de Francisco es, tal vez, la extrema susceptibilidad que manifiesta frente a las faltas de atención que se cometen contra el Sacramento. La veneración con la que él quiere rodearlo y verlo rodeado siempre y en todas partes, le inspira expresiones unas veces virulentas y otras suplicantes, para inducir a sus hermanos y a todos los clérigos al máximo respeto en la manera de tratar la Eucaristía, así como también a la más atenta vigilancia en cuanto a la dignidad y limpieza de los ornamentos, vasos y lugares «en los que se sacrifica el cuerpo y la sangre de nuestro Señor».4 Pero, por importante que sea este aspecto de la actitud... dura de Francisco en lo que se refiere al Sacramento, no está ahí lo esencial. Sus expresiones, ilustradas las unas por las otras, nos introducen en su comprensión viva y profunda de la «Presencia real». Me parece que, considerando las palabras de Francisco en sí mismas, con toda su carga de fe vivida, se encuentra uno conducido y sensibilizado hacia tres aspectos esenciales de su comprensión de la Presencia del Señor Jesucristo en el Sacramento. Se trata de una presencia corporal, de una presencia personal y de una presencia viva y actual. a) «El santísimo Cuerpo y Sangre...» Francisco nunca habla de «presencia real», como lo hacemos nosotros. Tampoco de «eucaristía». Rara vez de «santo o santísimo sacramento». Las nociones abstractas de «substancia», «apariencias», «especies»... no le han rozado ni menos aún penetrado. Sólo más tarde se difundirá este lenguaje... de manera bastante enojosa. Francisco sólo conoce el Cuerpo y la Sangre: la realidad concreta, percibida con su carga de presencia, de relación, de comunicación: «Y de esta manera está siempre el Señor con sus fieles, como Él mismo dice: Ved que yo estoy con vosotros hasta la consumación del siglo» (Adm 1,22). El santísimo Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo, eso es lo que él ve, de lo que él habla: Dios con nosotros, corporalmente, Emmanuel. Pero corporalmente no significa «carnalmente», y la presencia concreta no es menos «sacramental»: la misma insistencia con que Francisco exige para reconocerla una mirada iluminada por el Espíritu, manifiesta suficientemente que él ve en ella una Realidad de orden espiritual: el Cuerpo Espiritual, del que habla Pablo. Y esto nos lleva a precisar la identidad de Aquel de quien Francisco percibe el Cuerpo y la Sangre «vivos v verdaderos». b) «...de tu Hijo amado...» Precisamente al hablar del Cuerpo y Sangre es cuando Francisco atribuye con mayor frecuencia al Señor Jesucristo el nombre de Hijo de Dios, Hijo del Altísimo o altísimo Hijo de Dios, Hijo de Dios vivo y sobre todo, en ese versículo eucarístico de la Paráfrasis del Padrenuestro, el nombre de Hijo amado: «El pan nuestro de cada día: tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, dánosle hoy».5 El «Hijo amado»: apelación favorita de Francisco, que se repite de nuevo en la gran acción de gracias del capítulo 23 de la primera Regla, de hechura tan evidentemente eucarística: «Todos nosotros... te imploramos suplicantes que nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo amado, en quien has hallado complacencia, te dé gracias de todo...» (1 R 23 5-6). Esta es la identidad de Aquel de quien Francisco percibe el Cuerpo y la Sangre, que le hacen presente en el mundo de los hombres, «corporalmente visible» a su mirada. Es «su bendito y glorioso Hijo, a quien el Padre nos dio para nosotros y que nació por nuestro bien», Aquel que «puso su voluntad en la voluntad del Padre», Aquel que «dio su vida por no apartarse de la obediencia del santísimo Padre», Aquel a quien, en todo el Oficio de la Pasión, Francisco contempla entregando su vida, en abandono, en las manos del Padre (2CtaF 11; 10; Cta 46; OfP). c) «... vivo y verdadero...» Por eso, el Cuerpo presente del Señor, lejos de ser contemplado como algo inerte, es percibido por Francisco como animado por el dinamismo filial, por el ritmo e impulso del amor agradecido del Hijo amado, ofrecido en la acogida de la voluntad del Padre, llevado en el movimiento de eterna eucaristía-acción de gracias, de vuelta al Padre: «Tú eres mi Padre santísimo, Rey mío y Dios mío» (OfP 2,11; 5,15). Tal es el pan de cada día que da el Padre: «Su Hijo amado..., por quien tantas cosas nos ha hecho», Aquel «por quien todo fue creado», Aquel que «nació por nosotros fuera de casa» y «se ofreció a sí mismo como sacrificio y hostia, por nuestros pecados, en el altar de la cruz...», «Pastor que, por salvar a sus ovejas, soportó la pasión y la cruz», «Cordero que ha sido inmolado y glorificado», Aquel a quien «el Padre santísimo acogió con gloria», «sacrificado-santificado por la diestra del Padre y su santo brazo».6 El Hijo glorificado en su muerte-resurrección, que evocaba a los ojos del corazón de Francisco el Rostro y la mirada del Cristo de San Damián, absorto en la contemplación de su Padre santísimo, perdido en el abandono filial entre sus manos. Todo eso es lo que llena el corazón y la mirada de Francisco, vueltos hacia el Cuerpo vivo y verdadero del Señor. Él mismo lo expresa claramente en esa frase de la Carta a la Orden, que a continuación hemos de acoger y penetrar del mejor modo posible. 3. «No a quien ha de morir, sino al que ha de vivir eternamente y está glorificado» (CtaO 22) Para Francisco, el Cuerpo y la Sangre del Señor Jesucristo lo hacen presente de veras, es decir, en su realidad actual: son la Presencia del Resucitado, la presencia del Cristo Señor que vive actualmente en la gloria del Padre. «No a quien ha de morir», ni tampoco en «la carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad» (2CtaF 4), como en su nacimiento, vida y muerte temporales. Cristo murió «una vez para siempre», dice san Pablo, y hoy y para siempre la muerte murió en Él, y fue sepultada, absorbida e integrada en la Vida Nueva del Resucitado, cuyas llagas gloriosas atestiguan que Él es el Crucificado-Exaltado. «Vencedor» eternamente de la muerte, de esa muerte de la que el brazo santísimo del Padre le ha arrancado; vencedor del pecado y del Maligno, por el despojo y la obediencia filial, que le ha valido ser exaltado y recibir ese Nombre de Señor, que Francisco le atribuye constantemente. «Glorificado» en la resurrección, que lo introduce con su humanidad, con ese cuerpo de hombre en adelante inseparable de su persona, en la gloria que tenía junto al Padre desde antes de la creación del mundo, «Hijo amado, en quien el Padre halla su complacencia», «Verbo del Padre, tan digno, tan santo y glorioso», «Grande y admirable Señor» (1 R 23,5; 2CtaF 4; AlD 6). «Eternamente», porque, en su vida nueva de Resucitado, está libre de los límites del espacio y del tiempo. Así, entró a pie llano en el más allá de la historia, en los «últimos tiempos», en el Reino definitivo, en la «Tierra de los Vivientes». Y por eso, es contemporáneo de las generaciones y de los siglos... Libre también porque, desembarazado de los condicionamientos del espacio, está presente corporalmente de manera tan universal como real y... misteriosa en el corazón del mundo, que no subsiste sino por Él. «El cual, aunque se vea que está en muchos lugares, permanece, sin embargo, indivisible y no padece menoscabo alguno, sino que, siendo único en todas partes, obra según le place con el Señor Dios Padre y el Espíritu Santo Paráclito por los siglos de los siglos» (CtaO 33). Por eso, su presencia es una «venida»: Él viene de ese siglo futuro... al que el mundo entero está llamado y prometido, y que Él inaugura en su persona, convertido por la Resurrección en «primicia» de los Cielos nuevos y de la Tierra nueva, esperados en su venida final. 4. «Diariamente viene a nosotros él mismo en humilde apariencia» (Adm 1,17) La presencia del santísimo Cuerpo y Sangre del Señor es realmente, a los ojos de Francisco, «venida» del Hijo de Dios a nuestro mundo. Recordando la analogía tradicional entre la Encarnación en el seno de la Virgen María y la «venida» de Cristo en el signo del pan y del vino, que es su realización, su despliegue pascual, Francisco evoca el «Trono real», «El Seno del Padre», de donde el Señor viene a nosotros asumiendo el pan y el vino para hacer de ellos el sacramento de su presencia, de su venida permanente en la humildad del signo. De allí viene realmente hoy, en su humanidad glorificada. Acogido en otro tiempo por María, en la «carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad», por la intervención omnipotente del Espíritu Santo, es acogido ahora por la Iglesia, en el pan y el vino, por la acción del mismo Espíritu Santo, invocado sobre el pan y el vino, para que se conviertan en el Cuerpo y Sangre del Señor, resucitado por el poder de ese mismo Espíritu. Francisco no dice eso, ciertamente, que resultaría bastante ajeno a la perspectiva de su tiempo, en Occidente. Pero el doble paralelo entre la Eucaristía y la Encarnación del Verbo, enmarcando en la Admonición primera la afirmación del papel del Espíritu Santo en la acogida del Cuerpo y Sangre del Señor en el corazón de los fieles, ¿no sugiere que él presentía algo de ello?: «Así, pues, es el Espíritu del Señor, que habita en sus fieles, el que recibe el santísimo Cuerpo y Sangre del Señor. Todos los otros, que no participan de ese mismo Espíritu, y presumen recibirlo, se comen y beben su propia sentencia» (Adm 1,12-13). Para Francisco, la «Venida» del Señor en la Eucaristía es realmente, como siempre, Venida del Hijo en su Gloria, que realiza el juicio. Gloria ocultada en la humillación de la Encarnación, pero perceptible en los signos, que permiten al corazón iluminado por el Espíritu reconocer o presentir su identidad: «Hemos visto su gloria», «Quien me ve a mí, ve a mi Padre» (Jn 1,14; 14,9). Y el reconocimiento o el rechazo del Hijo decide el juicio (Adm 1,8). Gloria velada en el signo del pan y del vino, pero discernible en la luz del Espíritu, de tal manera que se ejerce el juicio de quien «no discierne el santo pan de Cristo de otros alimentos» (CtaO 19; 2CtaF 24). Gloria, por último, plenamente manifestada en la Vigilia filial de «este mismo Hijo tuyo en la gloria de su majestad», para el juicio de los hombres y la instauración del Reino plenamente realizado: «Y sabemos que viene, que vendrá a juzgar con justicia» (1 R 23,4; OfP 6,16). El Señor viene, pues, a nosotros diariamente, desde esa Gloria en la que mora, «eternamente glorificado» por su santísimo Padre, en el corazón de su Paso de este mundo al Padre, en su Muerte-Resurrección. Y esta venida del Señor, presencia real del Hijo encarnado-muerto-resucitado, es Memorial de todo su misterio. 5. «En santa recordación suya...» (CtaA 6) Al invitar a las Autoridades de los pueblos a «recibir con gran humildad, en santa recordación suya, el santísimo Cuerpo y la santísima Sangre de nuestro Señor Jesucristo», Francisco deja aflorar su sentido de la Eucaristía como Memorial. ¿No oraba él al Padre para que nos diera «el pan nuestro de cada día: tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo..., para que recordemos... el amor que nos tuvo y cuanto por nosotros dijo, hizo y padeció»? (ParPN 6). Al mismo tiempo, recordaba a sus hermanos y a los fieles la palabra del Señor en la Cena: «Haced esto en conmemoración mía» (CtaO 16; 1 R 20,6). a) «Recordemos... el amor que nos tuvo» (ParPN 6) Viniendo en el Sacramento en su condición de Señor glorificado, el Hijo amado del Padre presenta la totalidad de su Misterio a nuestra memoria. No como recuerdo evocador de acontecimientos pasados, caducados. Sino en la realidad de todo cuanto Él vivió y asumió en el eterno presente en el que nada es abolido, en el que todo es realizado en plenitud. El Señor glorificado permanece eternamente «nacido de la Virgen María», vivo, obrando y hablando. Permanece eternamente pasando del mundo al Padre, en su muerte, en la cima del impulso filial de toda su vida; eternamente entregándose a sus hermanos los hombres, en su muerte, en el colmo del amor con que amó y ama a los suyos hasta el extremo. Porque, escapándose del tiempo, en su muerte, el acto del paso, en el que se realiza la muerte, el acto del don, en el que aquélla se consuma, permanece eternamente en el centro de su eterna Resurrección. Por eso, instintivamente, Francisco reconoce en ese Cuerpo y Sangre del Señor en el humilde signo del pan y del vino, el Memorial de la humildad y pobreza de la Encarnación. «¡Oh sublime humildad! ¡Oh humilde sublimidad, que el Señor del mundo universo..., se humilla hasta el punto de esconderse, para nuestra salvación, bajo una pequeña forma de pan!» (CtaO 27). Humildad que ya no se expresa más en la acogida de «la carne de nuestra humanidad y fragilidad», sino que permanece en el corazón de su Venida, como la disposición radical de su ser, expresada en el humilde signo del pan. «Ved que diariamente se humilla, como cuando desde el trono real descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre al altar» (Adm 1,16-18). Descenso, humildad, que ya no es el anonadamiento de la kénosis, sino Venida del Señor de la Gloria en su humanidad recibida de la Virgen María y resucitada en la eterna disposición de desapropiación, manifestada en la Encarnación y culminada en la Resurrección, en la que sólo hay acogida y don. Igualmente, Francisco reconoce en ese Cuerpo y en esa Sangre del Señor el Memorial del «amor que nos tuvo» en su Pasión. Es «el Cordero de Dios» quien está ahí, el que «fue degollado» y el que hoy «se pone en nuestras manos» como ayer «se ofreció espontáneamente a los que lo crucificaron». «Aquel que nos redimió y nos lavó en su preciosísima sangre», «sangre de la alianza, en la que fuimos santificados» y sin la cual «ninguno puede ser salvado». Por eso, Francisco reconoce en esta Venida de Cristo que «se nos brinda como a hijos» y «todo entero se nos entrega», el «VERDADERO SACRIFICIO del santísimo Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo»,7 que se entrega al Padre y se entrega a los hombres en el eterno hoy de su Paso, de su elevación, de su glorificación, inseparablemente muerte y exaltación a la derecha del Padre, donde Él permanece intensamente presente en el mundo. La Presencia del Resucitado, viniendo a nosotros realmente en el Sacramento, viviendo actualmente porque eternamente su paso al Padre y su don al mundo es así a la vez Memorial y Sacrificio, como es Comida. Ella es, en el Sacrificio y en la Comida ofrecidos, Memorial del «amor que nos tuvo y de cuanto por nosotros dijo, hizo y padeció» (ParPN 6). b) «Para que sigamos sus huellas» (2CtaF 13) Este Memorial del Misterio de Cristo, que culmina en su Pascua, no puede ser celebrado en verdad sino en la acogida de ese Misterio como norma de vida. La vida del fiel que celebra el Memorial en verdad debe convertirse ella misma en memorial del Misterio del Hijo, nuestro hermano muerto y resucitado. La vida de Francisco es la que, antes incluso que su palabra, ilustra esta acción del Sacramento. Al final del relato de la muerte de Francisco, escribe Celano: «Llegó por fin la hora, y, cumplidos en él todos los misterios de Cristo, voló felizmente a Dios» (2 Cel 207). Imposible decirlo mejor. En Francisco revive la humildad y la pobreza de la Encarnación, el amor filial y fraternal de la Pasión. Él vive y celebra su propia muerte como el Memorial de la muerte del Señor. Él, que siempre había querido conformar su vida con la Pasión de Cristo (TC 14-15; LM 13,2), entra en su Pascua cantando el salmo 141, con el que a diario, desde hacía mucho tiempo, había revivido en espíritu los últimos momentos de Jesús (OfP 5). Y cuando «todo se ha cumplido», ofrece a la mirada de sus hermanos la impresionante semejanza de su cuerpo crucificado: «Podía, en efecto, apreciarse en él una reproducción de la cruz y pasión del Cordero inmaculado que lavó los pecados del mundo; cual si todavía recientemente hubiera sido bajado de la cruz, ostentaba las manos y los pies traspasados por los clavos, y el costado derecho como atravesado por una lanza» (1 Cel 112). En el origen de una tal semejanza, la incansable memoria «del amor que nos tuvo el amado Hijo del Padre» (ParPN 6), embebida, alimentada en el Memorial de su Muerte, en el Sacramento del Cuerpo entregado, de la Sangre derramada: «Ardía en fervor, que le penetraba hasta la médula, para con el Sacramento del Cuerpo del Señor, admirando locamente su cara condescendencia...» (2 Cel 201). Francisco, él primero, vivió las apremiantes recomendaciones que hacía a sus hermanos, para que la vida de ellos, como la suya propia, prolongara en el mundo el Memorial de la humildad de la Encarnación y del Amor de la Pasión vivos en el Sacramento (cf. 1 Cel 84). «Mirad, hermanos, la humildad de Dios...; humillaos también vosotros, para ser enaltecidos por Él»; «Nada de vosotros retengáis para vosotros mismos para que enteros os reciba el que todo entero se os entrega» (CtaO 28-29). Es por esta asimilación al amado Hijo del Padre, «hermano... que dio su vida por sus ovejas» (2CtaF 56), que «el piadoso Señor se pone en nuestras manos y lo tocamos y lo recibimos todos los días en nuestra boca» (CtaCle 8), que el Sacramento Memorial del Señor nos es ofrecido como alimento, como comida, en los signos evidentes del pan y del vino. 6. «Y recibamos el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo» (2CtaF 22) Francisco se expresa al respecto de una manera muy clara y muy firme, incluso un tanto rígida. En cinco pasajes, citando a Jn 6,53-54: «Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna» (con algunas variantes), Francisco subraya que «ninguno puede ser salvado» o «entrar en el reino de Dios», si no come la Carne y no bebe la Sangre de nuestro Señor Jesucristo (2CtaF 23.34; 1 R 20,5; Adm 1,11; 1CtaCus 6). Tal es ciertamente la disposición tomada por el Señor, en su amor, para comunicar la Salvación que es Él en persona en su Resurrección. No es posible, por tanto, asimilárselo plenamente sino comiendo su Carne y bebiendo su Sangre. Y, en Cristiandad, tal como ésta se encontraba realizada en el tiempo y país de Francisco, esta exigencia era absolutamente necesaria, con independencia de los medios elegidos por el Señor para salvar a los hombres que vivían en cualquier otra situación. Porque en Jesucristo resucitado y en Él solo se encuentra personalmente la Vida eterna, cuya única fuente es Él, y porque el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre es el lugar por excelencia de su presencia personal, recibiéndolo es como los creyentes reciben la Vida, la Vida nueva y eterna del Señor resucitado, en la que está la Salvación. Por eso, el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor es por y para los que lo reciben, la fuente y el principio del mundo nuevo. 7. «En quien todo ha sido pacificado y reconciliado con el Dios omnipotente» (CtaO 13) Esta Vida nueva, principio de un Mundo nuevo, inaugura en el corazón de la historia la presencia de los últimos tiempos. Este Mundo nuevo es ante todo un mundo «pacificado y reconciliado con el Dios omnipotente», y Francisco refiere esto clarísimamente al Sacramento del Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo. Cristo, elevado de la tierra en su glorificación, presente en la Eucaristía, atrae todo hacia Él, «reconciliando consigo todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, todo lo que hay en la tierra y en los cielos» (CtaO 13; Col 1,20). ¿No es un rasgo notorio de la vida y de la persona de Francisco el ofrecer a los hombres el testimonio de un hombre plenamente pacificado, plenamente reconciliado, por su paso en la Pascua de Cristo? Reconciliación con su Dios, consigo mismo, con todos los seres, que hace de Francisco «un hombre de otro inundo» (1 Cel 36), un hombre de los últimos tiempos, un hombre del nuevo mundo, un hombre escatológico. Hermano universal, encuentra en cada criatura los rasgos fraternales que revelan la presencia en ellas del amor creador del Padre, del que vive intensamente su corazón de hijo. Todos los seres son para él hermanos o hermanas, desde el Sol hasta la Muerte, porque él vive ya la Gloria de los Cielos nuevos y de la Tierra nueva, de la Tierra de los Vivientes, en la que le introdujo la altísima pobreza del Señor Jesús. Pero más que ninguna otra criatura, quien perdona y sufre en la paz del abandono; porque es el icono de la misericordia paterna revelada en el Hijo que cumple el eterno designio de reconciliación universal en la Paz del Espíritu. Por eso, pasando como peregrino y advenedizo por el desierto de este inundo, celebraba continuamente en pobreza de espíritu la Pascua del Señor, el paso de este mundo al Padre (LM 7,9). Francisco hace de toda su vida una Eucaristía, una Acción de Gracias continua, la misma que el Hijo eleva a la gloria del Padre, con todo su ser eterno, con toda su vida de hombre. 8. «Te damos gracias por Ti mismo» (1 R 23,1) La acción de gracias brota en todas las páginas (¡casi!) de los Escritos de Francisco. No acabaríamos de citarlas... Pero tan destacable como su frecuencia e intensidad, es el hecho de que esas acciones de gracias se dirigen siempre en plural al Padre. Francisco no da gracias él solo, al menos nunca lo hace aislado, sino «con todos los coros de los bienaventurados..., con todos los santos que fueron, y serán, y son», y también con «cuantos quieren servir al Señor Dios en el seno de la santa Iglesia católica», y, por último, con «toda criatura, del cielo, de la tierra, del mar y de los abismos» (1 R 23,6-7; 2CtaF 61). Y como todo eso no alcanza verdaderamente toda su amplitud y su profundidad más que en la Eucaristía del Hijo, Francisco se eclipsa detrás de ésta:
NOTAS: 1) Cf. B. Cornet, Le «De reverentia corporis Domini»: exhortation et lettre de S. François, en Etudes Franciscaines 6 (1955) 64-91, 167-180; 7 (1956) 20-35, 155-171; 8 (1957) 33-58. En las páginas que siguen no trataremos de este aspecto histórico. 2) Cf. F.-X. Durrvell, La Eucaristía, Sacramento pascual. Salamanca, Ed. Sígueme, 1982. 3) CtaO 33.- Cf. CtaO 37; CtaCle 2; Adm 1,9ss. 4) CtaCle 4.- Cf. Test 11; CtaCle 1. 4-5. 8-11; CtaO 12. 17-20; 1CtaCus 3-4. 7; etc. 5) Adm 1,15; CtaO 18. 27; CtaO 4; Test 10; CtaO 26; ParPN 6; etc. 6) 1 R 23,5; 2CtaF 12; 1 R 23,1.3; OfP 15,7; 2CtaF 11-12; Adm 6,1; ExhAD 15; AlHor 3; OfP 6,11-12; OfP 9,2. 7) CtaO 19; AlHor 3; CtaCle 8; 1 R 22,2; CtaO 3; CtaO 18; 2CtaF 34; CtaO 11; CtaO 29; CtaO 14. [Selecciones de Franciscanismo, vol. XV, n. 44 (1986) 271-286] |
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