DIRECTORIO FRANCISCANO
San Francisco de Asís y la Eucaristía

LA DEVOCIÓN EUCARÍSTICA
EN LA «CARTA A TODA LA ORDEN"
DE SAN FRANCISCO DE ASÍS

por Octaviano Schmucki, o.f.m.cap.

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I. «A todos los reverendos y muy amados hermanos»
«en Cristo» (vv. 1-11)

1En el nombre de la suma Trinidad y de la santa Unidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo. Amén.

2A todos los reverendos y muy amados hermanos, a fray A., ministro general de la religión de los Hermanos Menores, su señor, y a los demás ministros generales que lo serán después de él, y a todos los ministros y custodios y sacerdotes de la misma fraternidad, humildes en Cristo, y a todos los hermanos sencillos y obedientes, primeros y últimos, 3el hermano Francisco, hombre vil y caduco, vuestro pequeñuelo siervo, os desea salud en aquel que nos redimió y nos lavó en su preciosísima sangre (cf. Ap 1,5); 4al oír su nombre, adoradlo con temor y reverencia, rostro en tierra (cf. 2 Esd 8,6); su nombre es Señor Jesucristo, Hijo del Altísimo (cf. Lc 1,32), que es bendito por los siglos (Rom 1,25).

1. La Carta empieza con una fórmula de invocación (v. 1), como los documentos pontificios o imperiales; en nuestro caso, con una invocación no cristológica sino trinitaria. En las oraciones de Francisco que nos han transmitido sus «Escritos» brilla una extraordinaria fe y devoción al misterio central de la Sma. Trinidad. El Poverello quiere dirigirse a todos los hermanos de la Orden «en el nombre de la suma Trinidad y de la santa Unidad, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo», esto es, implorando su ayuda y proclamándose su indigno instrumento.

2. En una carta no puede faltar la dirección a la que su autor la remite. Francisco enumera los destinatarios de su escrito con abundancia de detalles. Dirige su saludo «a todos los reverendos y muy amados hermanos» (v. 2). Todos los miembros de su Fraternidad son «reverendos», dignos de reverencia, en virtud de la misma vocación evangélica; y sobre todo son hermanos que deben ser intensamente amados. El Poverello no se contenta con recordar a los suyos de manera acumulativa, sino que los elenca según las diversas tareas que llevan a cabo y las distintas clases en que se dividen. En primer lugar, saluda «al hermano A.», (es decir, el hermano Elías de Asís, segundo vicario general de la Orden, cuyo nombre se silencia por los sucesos de que fue protagonista: rebelión contra Gregorio IX y excomunión), «ministro general de la Religión de los Hermanos Menores», a quien considera, tras su dimisión del gobierno efectivo de la Orden en 1220, como «su señor». Apuntando los ojos al inescrutable futuro, se dirige «a todos los demás ministros generales que le sucederán». Menciona después «a todos los ministros y custodios», esto es, los ministros provinciales quienes, a partir de 1217, eran «constituidos ministros y siervos de los otros hermanos» en una provincia geográficamente circunscrita (1 R 4,1). Omite, en cambio, a los ministros o guardianes de cada uno de los lugares, que aparecen no obstante al final de la Carta (v. 47), como también en el Testamento, si bien en este último caso bajo la figura de un superior personal de Francisco. Luego se dirige expresamente a las dos categorías de hermanos de que está formada toda la Orden minorítica, a saber: «a los sacerdotes de la misma fraternidad» y «a todos los hermanos sencillos». No carece de especial significación que llame a los primeros «humildes en Cristo», puesto que -como dirá a continuación- toda su dignidad sacerdotal está radicada en Cristo Jesús. Por otra parte, probablemente afloraba ya entonces cierta tensión entre una aparente superioridad de los «hermanos sacerdotes» y el sentido de frustración de los «hermanos sencillos». Francisco reconoce en la minoridad o «santa obediencia», que «mantiene mortificado su cuerpo para obedecer a su hermano» (SalVir 14-15), el instrumento que, superada cualquier forma de estéril contraposición entre los primeros y los últimos, consolida su fraternidad en la humildad evangélica.

Según el Poverello, «fraternidad» y «minoridad» son conceptos y actitudes tan correlativos que se condicionan recíprocamente en la existencia del «hermano menor» (cf. SalVir 5-8). Lo revela cuando pone su nombre como autor del saludo inicial y de toda la Carta: «el hermano Francisco, hombre vil y caduco, vuestro pequeñuelo siervo» (v. 3). Más adelante cargará todavía más las tintas definiéndose: «Yo, el hermano Francisco, hombre inútil y criatura indigna del Señor Dios» (v. 47). Al hecho de ser hermano de los suyos en Cristo, añade nada menos que cuatro términos distintos para subrayar su «minoridad», vista en el espejo de la santidad divina.

3. Francisco alcanza la cumbre de su expresión literaria en sus escritos cuando ora. Su saludo «en Aquel "que nos redimió y nos lavó en su preciosísima sangre" (cf. Ap 1,5)» (v. 3), a los hermanos «humildes en Cristo» se transforma ahora espontáneamente primero en exhortación a adorarlo «con temor y reverencia postrados en tierra (cf. 2 Esd 8,6)» (v. 4); después, en oración: «El Señor Jesucristo, cuyo nombre es "Hijo del Altísimo" (cf. Lc 1,32), "el cual es bendito por los siglos" (cf. Rom 1,25)» (v. 4). Nótese el vigor con que el Santo pone de relieve la dignidad divina de Cristo. Carece de todo fundamento la opinión -con frecuencia acríticamente repetida- de que el Poverello se orientó en su vida y piedad exclusivamente a la imagen del Cristo terreno de los evangelios sinópticos. De este saludo se deduce, además, que el Santo concebía a Cristo como centro y modelo al que necesariamente se remite la fraternidad de los «Hermanos Menores» y por el cual se deja modelar.

5Oíd, señores hijos y hermanos míos, y prestad oídos a mis palabras (Hch 2,14). 6Inclinad el oído (Is 55,3) de vuestro corazón y obedeced a la voz del Hijo de Dios. 7Guardad en todo vuestro corazón sus mandamientos y cumplid perfectamente sus consejos. 8Confesadlo, porque es bueno (Sal 135,1), y ensalzadlo en vuestras obras (Tob 13,6); 9porque por esa razón os ha enviado al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz y hagáis saber a todos que no hay omnipotente sino él (cf. Tob 13,4). 10Perseverad en la disciplina (Heb 12,7) y en la santa obediencia, y lo que le prometisteis con bueno y firme propósito cumplidlo. 11Como a hijos se nos ofrece el Señor Dios (Heb 12,7).

4. El autor de la Carta proporciona una prueba ulterior de ello al dirigirse a los hermanos con un apelativo de sorprendente cortesía, cargado de connotaciones de la época caballeresca: «Oíd, señores hijos y hermanos míos» (v. 5). Ejerciendo su función de padre espiritual para con su familia religiosa, Francisco dirige a los suyos una apremiante invitación, repetida tres veces, a que presten atención a su mensaje, cuya autoridad proviene del hecho de ser «la voz del Hijo de Dios» (v. 6). Lo anuncia primero como imperativo general, válido para todos los cristianos: «Guardad sus mandamientos con todo vuestro corazón y cumplid sus consejos perfectamente» (v. 7); y a continuación lo determina como tarea específica de sus hermanos. Su cometido en el ámbito de la Iglesia es profesar el amor de Cristo a la humanidad y hacerlo visible con su vida, «pues para esto os ha enviado al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz y hagáis saber a todos que "no hay otro omnipotente sino él" (cf. Tob 13,4)» (v. 9).

Sin tal vez pretenderlo, Francisco define aquí el carisma particular de sus hermanos: testimoniar la omnipotencia creadora de Dios y de Cristo, practicando y difundiendo el mensaje evangélico por todo el mundo. Se destaca tanto la importancia que reserva a la predicación como el lugar de destino de la presencia apostólica de los hermanos, que supera cualquier frontera geográfica. Pero sólo podrán llevar a cabo esta misión que se les ha confiado si perseveran ellos mismos «en la disciplina y en la santa obediencia» (v. 10) a todo lo que con la profesión de «Hermanos Menores» han prometido observar. A esta fidelidad les conducirá la ayuda de Dios, quien se les comunica con amor paterno.

II. «Toda reverencia y todo el honor...
al santísimo cuerpo y sangre
de nuestro Señor Jesucristo» (vv. 12-13)

12Así pues, os ruego a todos vosotros, hermanos, besándoos los pies y con la caridad que puedo, que manifestéis toda reverencia y todo honor, tanto cuanto podáis, al santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, 13en el cual las cosas que hay en los cielos y en la tierra han sido pacificadas y reconciliadas con el Dios omnipotente (cf. Col 1,20).

Quien esté habituado a la lógica aristotélica se sorprenderá de que Francisco inicie ahora, casi de improviso, su discurso sobre la devoción eucarística. El engarce parece que haya que buscarlo precisamente en el concepto del versículo 11: «Como a hijos se nos brinda el Señor Dios» (cf. Heb 12,7). El cometido de sus hijos de anunciar la bondad de Cristo y su omnipotencia adquiere un sentido mucho más concreto en este marco del amor divino, fuertemente subrayado aquí. Por otra parte, más adelante aparecerá claro cómo el Santo captó perfectamente el carácter de don proveniente de la infinita omnipotencia y bondad de Dios y operante de manera particular en el sacrificio eucarístico.

Quien compare el fragmento que Francisco dedica al culto eucarístico con la bula «Sane cum olim» de Honorio III, de la cual depende, como se ha dicho, quedará sorprendido por el «clima» notablemente distinto de los dos documentos. El Sumo Pontífice no sólo pone de relieve -casi desde el principio de su Carta- abusos relacionados con la celebración y guarda de la Eucaristía, sino que además prevé terribles sanciones divinas para los sacerdotes culpables de tales delitos e inculca con tono amenazador algunos comportamientos concretos dirigidos a mejorar la situación (cf. B. Cornet; o.c., 7 (1956) 167). Por el contrario, Francisco, que ya en la introducción de su Carta se había colocado en un plano de extraordinaria humildad, se dispone aquí a agotar casi su repertorio afectivo para suplicar a todos sus hermanos que honren y veneren este misterio central de la fe. Téngase presente que Francisco se dirige en este fragmento a todos los miembros de su fraternidad indistintamente. Mientras evoca la imagen de la máxima humillación que llega a besar los pies del otro, con intentos de súplica, y expresa el grado sumo de caridad de que es capaz, suplica a todos -en latín «deprecari»- a fin de que tributen «toda reverencia y todo el honor, en fin, cuanto os sea posible, al santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo» (v. 12).

Se trata, por tanto, no sólo de un intensísimo culto a la presencia real, sino de un gran amor al sacramento-sacrificio eucarístico globalmente considerado, hacia el cual Francisco quiere arrastrar a sus hijos. La misma terminología «cuerpo y sangre del Señor» lo confirma ya. Una ulterior confirmación se deriva de la frase subordinada a la exhortación anterior. Con palabras que aluden a la Carta a los Colosenses, 1,20, el Poverello aduce como motivo para tributar especial reverencia al misterio eucarístico el hecho de que Cristo redentor ha realizado la reconciliación del universo con Dios omnipotente. Aunque no lo enuncia expresamente, el Santo debía ser consciente de que la pacificación cósmica de Cristo no es sólo un recuerdo del pasado lejano, sino que está misteriosamente presente en cada celebración eucarística. (La dimensión social del misterio eucarístico era minusvalorada en el pensamiento teológico y en la práctica religiosa del medievo; cf. A. Gerken: Teologia dell'eucaristia [Alba 1977], 135s: «Por razón de las controversias sobre la cuestión "¿verdad o imagen?" y de la decadencia, conectada con las mismas, del modo de pensar según el símbolo real, el concepto "cuerpo místico" ("corpus mysticum"), referido a la Eucaristía, fue sustituido por el concepto "cuerpo verdadero" ("corpus verum"), que antes se aplicaba a la Iglesia. La relación entre Iglesia y Eucaristía desaparece cada vez más de la conciencia común, mientras se va concentrando el interés en la presencia real somática».

III. «Todos mis hermanos...
veneren las palabras divinas escritas» (vv. 34-37)

34Y, porque el que es de Dios oye las palabras de Dios (cf. Jn 8,47), debemos, en consecuencia, nosotros, que más especialmente estamos dedicados a los divinos oficios, no sólo oír y hacer lo que dice Dios, sino también custodiar los vasos y los demás libros litúrgicos, que contienen sus santas palabras, para que nos penetre la celsitud de nuestro Creador y nuestra sumisión al mismo. 35Por eso, amonesto a todos mis hermanos y los animo en Cristo para que, en cualquier parte en que encuentren palabras divinas escritas, las veneren como puedan, 36y, por lo que a ellos respecta, si no están bien guardadas o se encuentran indecorosamente esparcidas en algún lugar, las recojan y las guarden, honrando al Señor en las palabras que habló (3 Re 2,4). 37Pues muchas cosas son santificadas por las palabras de Dios (cf. 1 Tim 4,5), y el sacramento del altar se realiza en virtud de las palabras de Cristo.

Por exigencias de mayor claridad, considero oportuno anticipar el comentario de los versículos 34-37, ya que se refieren, parcialmente al menos, a todos los hermanos, antes de tratar temas dirigidos directamente sólo a los hermanos sacerdotes.

1. Con una frase de gran riqueza de contenido y tan compleja en su estructura gramatical que requeriría del secretario una intervención redaccional superior a la ordinaria, Francisco declara los motivos por los cuales se deben «custodiar los vasos y demás objetos que sirven para los oficios y que contienen sus santas palabras» (v. 34). El Poverello incluye aquí, obviamente, todos los vasos sagrados o libros litúrgicos que sirven para la celebración de los sacramentos. Su guarda y conservación en las sacristías, anejas por lo general sólo a las iglesias más grandes, era tarea propia de los diáconos (cf. Cornet: Le «De reverentia», 7 (1956) 31-35). La primera persona del plural del «debemos... custodiar» («debemus... custodire») asume sin duda un significado autobiográfico, en cuanto el diácono Francisco (aunque algunas veces se han expresado dudas sobre la historicidad de la ordenación de san Francisco como diácono, debe considerarse cierta, dados los testimonios históricos inequívocos al respecto) se sentía directamente comprometido en este servicio paralitúrgico. También el inciso: «nosotros, los que más especialmente estamos designados para los oficios divinos» (v. 34), puede interpretarse como participación en la celebración de los sacramentos ejerciendo la función de diácono.

Este diligente cuidado en tratar y guardar los objetos sagrados dimana: 1.º de la disponibilidad para escuchar y cumplir las divinas palabras por parte de quien se ha abierto generosamente a Dios en la fe (cf. Jn 8,47) y se ha dedicado a servicios íntimamente ligados al culto divino; 2.° del efecto que estas formas de respeto producen en el creyente, puesto que le hacen experimentar «la celsitud de nuestro Creador y nuestra sumisión al mismo» (v. 34). Intuición digna de un genio como el de san Agustín, como acertadamente advierte Paul Bayart. Los humildes gestos de reverencia llevados a cabo para mantener la iglesia y los utensilios sagrados limpios y decorosos, nos hacen experimentar en nosotros mismos la grandeza transcendente de Dios y nuestra total dependencia de Él.

2. Las observaciones que el Santo añade a continuación requieren algunas aclaraciones históricas para su recta comprensión. En la época del Poverello, cada línea de los libros litúrgicos debía ser laboriosamente transcrita a mano sobre pergamino que, a su vez, era muy costoso. Es obvio que estos códices, como consecuencia del uso prolongado, sobre todo si pertenecían a iglesias pequeñas o pobres sin sacristías ni armarios adecuados, aparecían a menudo en un estado deplorable, desligados y deshechos; los folios, sobre todo los de uso más frecuente, estaban descoloridos, gastados y presentaban manchas poco atractivas.

Exactamente en este contexto se sitúan las palabras del Santo: «Amonesto por eso a todos mis hermanos y les animo en Cristo a que, donde encuentren palabras divinas escritas, las veneren como puedan, y, por lo que a ellos toca, si no están bien colocadas o en algún lugar están desparramadas indecorosamente por el suelo, las recojan y las repongan en su sitio» (vv. 34-35). La forma prudente de hablar de Francisco permite suponer que piensa en iglesias de fuera de la Orden, en las que -a lo largo de sus continuas peregrinaciones de predicador penitencial- debía haber observado con bastante frecuencia folios de leccionarios o misales por los suelos y rotos. Da ánimos, por tanto, a sus hermanos para que se apresten, en cuanto puedan, a remediar estos hechos.

3. La motivación que añade el Santo tiene valor imperecedero: proveyendo al decoro de los libros litúrgicos, los hermanos honrarán «al Señor en las palabras que Él pronunció» (v. 36). Evidentemente está pensando en la parte prevalentemente bíblica de los libros litúrgicos, por lo cual le parecen como una prolongación de la Encarnación del Verbo, una especie de octavo sacramento en el que Cristo hace resonar perennemente su voz de maestro, a la manera como, en el sacramento de su cuerpo y de su sangre, «está siempre presente con sus fieles» (Adm 1,22).

4. Esta realidad resalta, de manera muy especial, en la fórmula de la consagración, destacada en la frase del versículo siguiente: «Pues son muchas las cosas que se santifican por medio de las palabras de Dios (cf. 1 Tim 4,5) y es en virtud de las palabras de Cristo como se realiza el sacramento del altar» (v. 37). Nótese el maravilloso equilibrio teológico de quien se define «ignorante e indocto» (v. 39), puesto que hace concurrir en armoniosa unidad la palabra divina y el sacramento. Le es tan ajeno un sacramentalismo mágico como queda excluido cualquier tipo de biblicismo protestante. Kajetan Esser, en su comentario al Testamento de San Francisco, escribe: «Aparece así el paralelismo entre dos series de conceptos: Francisco venera el Sacramento, porque es sin duda alguna el fulcro de su vida religiosa; en consecuencia, honra a los sacerdotes, porque administran y son los dispensadores de este sacramento. Tiene veneración por los nombres y la palabra escrita de Dios, pues por ellos es santificado todo, también el sacramento del altar; honra por eso a los teólogos, porque administran (ministrant) y distribuyen la palabra de Dios».


Pieter Pourbus: La Última Cena

IV. «Considerad vuestra dignidad,
hermanos sacerdotes» (vv. 14-29)

14Ruego también en el Señor a todos mis hermanos sacerdotes, los que son y serán y desean ser sacerdotes del Altísimo, que siempre que quieran celebrar la misa, puros y puramente hagan con reverencia el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, con intención santa y limpia, y no por cosa alguna terrena ni por temor o amor de hombre alguno, como para agradar a los hombres (cf. Ef 6,6; Col 3,22); 15sino que toda la voluntad, en cuanto la gracia la ayude, se dirija a Dios, deseando agradar al solo sumo Señor en persona, porque allí solo él mismo obra como le place; 16porque, como él mismo dice: Haced esto en memoria mía (Lc 22,19; 1 Cor 11,24); si alguno lo hace de otra manera, se convierte en Judas el traidor, y se hace reo del cuerpo y de la sangre del Señor (cf. 1 Cor 11,27).

1. En la parte más larga de la Carta, el seráfico Padre se dirige «en el Señor» a todos los «hermanos sacerdotes que son, y serán, y a los que desean ser sacerdotes del Altísimo» (v. 14). No sólo no desaprueba sino que acoge con alegría el hecho de que en su Fraternidad haya hermanos que han sido ordenados sacerdotes o aspiran al presbiterado. Además, deja plena libertad a los hermanos sacerdotes para que celebren o no diariamente la Eucaristía. Solicita, en cambio, con gran insistencia «que, siempre que quieran celebrar la Misa, ofrezcan purificados, con pureza y reverencia, el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, con intención santa y limpia, y no por cosa alguna terrena ni por temor o amor de hombre alguno, como para agradar a los hombres (cf. Ef 6,6; Col 3,32)» (v. 14).

Esta angustiosa llamada debe leerse teniendo en cuenta el ambiente de la época medieval. La absoluta pureza exigida por el Santo no parece referirse sólo, ni siquiera principalmente, a la castidad del corazón y del cuerpo (cf. no obstante 2CtaF 14; B. Cornet: Le «De reverentia», 6 (1955) 176-179), sino que ha de ser comprendida a la luz de los otros complementos de esta compleja frase. El Poverello quiere excluir cualquier apariencia de lucro terreno del cumplimiento de este misterio central.

Desde la antigüedad tardía, como continuación de la oblación de pan y de vino y de otras especies en el ofertorio, se había introducido la costumbre de ofrecer al celebrante un obsequio en dinero para que recordase, de manera particular, la intención del oferente. A partir del siglo IX, debido al creciente número de misas votivas requeridas por los fieles, se fue difundiendo en los monasterios la costumbre de la celebración diaria de la misa privada. No faltaron graves abusos, como el de celebrar varias misas al día ante la acumulación de los correspondientes estipendios; esta práctica fue severamente prohibida por los papas Alejandro II, en 1065, e Inocencio III, en 1206. Pero como la capacidad de inventiva de la avidez o de la indigencia es inagotable, algunos sacerdotes -a fin de observar formalmente la legislación eclesiástica- tuvieron la idea de concentrar varias misas en una, repitiéndola hasta el ofertorio tantas veces cuantas lo requería el número de los estipendios recibidos: es la monstruosa práctica de las «missae bifaciatae aut trifaciatae».

Temiendo que la celebración eucarística en favor de personas o por motivos particulares pudiese poner en grave peligro la pobreza absoluta, Francisco excluye la aceptación de cualquier tipo de donativo, tanto en especie como en dinero, como se desprende de la variedad de palabras conscientemente elegidas para desterrar de la celebración eucarística cualquier interés material o personal.

2. La libertad y el desprendimiento de toda suerte de conveniencia material en el servicio sacerdotal del altar mira a una sola y gran finalidad: «Toda la voluntad, en cuanto puede con la ayuda de la gracia, se dirija a Dios, deseando con ello [la celebración] complacer al solo sumo Señor» (v. 15). Por esta admirable descripción de la actitud interior, que solemos llamar atención dirigida únicamente al «opus divinum», y las afirmaciones que siguen se comprende con facilidad lo que el Santo quiere decir. Ningún hermano sacerdote pretenda atar la soberana liberalidad de Cristo a determinadas intenciones de los oferentes, con frecuencia tal vez muy materiales y fútiles, «porque sólo Él obra ahí como le place» (v. 15). Lo que cuenta en la celebración eucarística es conformarse al mandamiento de Cristo de reiterar la última Cena, el memorial del sacrificio redentor. Quien antepusiese intenciones terrenas a esta orientación institucional, se asemejaría al traidor Judas, puesto que al celebrar de manera indigna se haría «reo del cuerpo y la sangre del Señor (cf. 1 Cor 11,27)» (v. 16).

A la vez que Francisco -en tácita antítesis con costumbres universalmente en uso- sostiene para sus «hermanos sacerdotes» la incompatibilidad de la celebración eucarística y de la aceptación de regalos materiales, profesa también con gran claridad el carácter de memorial y de sacrificio de la Misa, aunque no presente, es obvio, un intento de profundización teológica. Pero, ¿quién podría admirarse de ello, tratándose de un hombre carente de formación cultural, que vivió en una época en la que las explicaciones de los más célebres maestros no superaron la enunciación del misterio? (cf. B. Cornet: Le «De reverentia», 6 (1955) 81-83).

17Recordad, hermanos míos sacerdotes, lo que está escrito de la ley de Moisés, cuyo transgresor, aun en cosas materiales, moría sin misericordia alguna por sentencia del Señor (cf. Heb 10,28). 18¡Cuánto mayores y peores suplicios merecerá padecer quien pisotee al Hijo de Dios y profane la sangre de la alianza, en la que fue santificado, y ultraje al Espíritu de la gracia! (Heb 10,29). 19Pues el hombre desprecia, profana y pisotea al Cordero de Dios cuando, como dice el Apóstol, no distingue (1 Cor 11,29) ni discierne el santo pan de Cristo de los otros alimentos y obras, y o bien lo come siendo indigno, o bien, aunque sea digno, lo come vana e indignamente, siendo así que el Señor dice por el profeta: Maldito el hombre que hace la obra de Dios fraudulentamente (cf. Jer 48,10). 20Y a los sacerdotes que no quieren poner esto en su corazón de veras los condena diciendo: Maldeciré vuestras bendiciones (Mal 2,2).

3. A continuación Francisco cita un fragmento de la Carta a los Hebreos (10,28) en el que el autor sagrado, con tono bastante severo, exhorta a los cristianos a la fidelidad absoluta a Cristo. Sin forzamientos, el Santo aplica la advertencia al misterio eucarístico, utilizando la argumentación de menor a mayor. Si a los transgresores de la ley mosaica en cosas puramente corporales les fue infligido un castigo sin piedad, cuanto mayores sanciones hay que prever para «el que pisotea al Hijo de Dios y trata como inmunda la sangre de la alianza, en que fue santificado, y ultraja al Espíritu de la gracia (Heb 10,29)» (v. 18).

El Poverello ejemplifica las posibles formas como los sacerdotes o los simples fieles pisotean al Hijo de Dios: cuando se acercan a la Eucaristía de manera irreverente, sin discernir «el santo pan de Cristo de otros alimentos o ritos» (v. 19); cuando lo comen en estado de pecado, indignamente; o, aunque se hallen en estado de gracia, lo consumen sin fruto por falta de las debidas disposiciones (v. 19). Sorprende que el Santo piense en el caso en que un celebrante es digno, es decir, se halla en estado de gracia, y al mismo tiempo come el pan eucarístico indignamente. La cita de Jeremías 48,10, en la cual se maldice a los que llevan a cabo la obra de Dios con hipocresía, hace intuir el nexo lógico entre los dos estados opuestos. El Santo piensa ciertamente en el intento de engaño con que algunos sacerdotes lesionan los derechos soberanos de Dios persiguiendo intereses humanos en su servicio sacrificial. A éstos se dirige la terrible advertencia del profeta Malaquías (2,2): «Maldeciré vuestras bendiciones».

Nótese cómo el seráfico Padre inicia y concluye esta exhortación, en la cual aparecen acentos casi amenazadores, con una llamada a penetrar en el propio corazón: «Recordad, mis hermanos sacerdotes» (v. 17); y «sacerdotes que no quieren grabar de veras esto sobre el corazón» (v. 20). Toda la Carta, por tanto, es fruto admirable de la meditación que brota del corazón o centro de la personalidad del Poverello y tiende, a su vez, a suscitar la reflexión religiosa de sus hermanos.

21Oídme, hermanos míos: si la bienaventurada Virgen es de tal suerte honrada, como es digno, porque lo llevó en su santísimo seno; si el Bautista bienaventurado se estremeció y no se atreve a tocar la cabeza santa de Dios; si el sepulcro, en el que yació por algún tiempo, es venerado, 22¡cuán santo, justo y digno debe ser quien toca con sus manos, toma en su corazón y en su boca y da a los demás para que lo tomen, al que ya no ha de morir, sino que ha de vivir eternamente y ha sido glorificado, a quien los ángeles desean contemplar! (1 Pe 1,12).

4. Inmediatamente después resuena otra llamada de sabor profético: «Escuchad, hermanos míos» (v. 21). Así se introduce un procedimiento lógico llamado a fortiori, compuesto en el presente caso por tres miembros, con el cual Francisco intenta demostrar la absoluta necesidad de santidad sacerdotal. Los tres modelos que le sirven de punto de apoyo se caracterizan por su religiosidad: en primer lugar, María santísima, que «es tan honrada, como es justo, porque lo llevó [a Cristo] en su santísimo seno» (v. 21); seguidamente, san Juan Bautista, su patrón de bautismo (cf. 2 Cel 31), que «se estremece dichoso y no se atreve a palpar la cabeza santa de Dios» (v. 21); en tercer lugar, el santo «sepulcro en que [Cristo] yació por algún tiempo» (v. 21). Si la bienaventurada Virgen, la cabeza y el sepulcro de Cristo son justamente muy venerados, con cuánta mayor razón se requiere en los sacerdotes celebrantes la disposición de una especial dignidad moral, puesto que a ellos les ha sido confiado el oficio de tratar con sus manos, de recibir «con la boca y el corazón» y de dar «a otros para que lo reciban» «no a quien ha de morir, sino al que ha de vivir eternamente y está glorificado y en quien los ángeles desean sumirse en contemplación (1 Pe 1,12)» (v. 22).

Merece subrayarse, sin duda alguna, el equilibrio y profundidad teológica con que el Poverello señala a Cristo glorioso como objeto del ministerio sacerdotal sin perder de vista, por otra parte, su correlación con el misterio de la Encarnación y de la Pasión, como aparecen en su recuerdo de la Virgen, de san Juan Bautista y del Santo Sepulcro. Me parece poco probable que, con la referencia al Sepulcro de Cristo, el Santo nos haya dejado un testimonio autobiográfico de su peregrinación a Tierra Santa en 1220. Resulta mucho más verosímil, en cambio, un influjo de la interpretación contemporánea de la arqueta o píxide eucarística como un «nuevo sepulcro del cuerpo de Cristo».

El tertium comparationis, a partir del cual argumenta el Poverello, es digno de una atenta consideración: si María fue tan santa, por la temporánea presencia del Verbo encarnado en su seno; si, no obstante su austera vida, el Bautista se consideró indigno de tocar siquiera unos instantes la cabeza del Maestro; si el Santo Sepulcro goza de tanta veneración por la breve permanencia en él del cadáver del Redentor, cuánto más sublime deberá ser la santidad de los sacerdotes que consagran, consumen y distribuyen de manera habitual el cuerpo eucarístico de Cristo inmortal. Las tres situaciones a partir de las cuales Francisco arguye como de menor a mayor se refieren, por tanto, a sus funciones limitadas en el tiempo en orden a la vida de Cristo, y también al carácter de extraordinaria santidad o sacralidad, de lo que se deriva la congruencia de la suma santidad de quienes están consagrados de por vida a su servicio.

23Ved vuestra dignidad, hermanos sacerdotes (cf. 1 Cor 1,26), y sed santos, porque él es santo (cf. Lev 19,2). 24Y así como el Señor Dios os ha honrado a vosotros sobre todos por causa de este ministerio, así también vosotros, sobre todos, amadlo, reverenciadlo y honradlo. 25Gran miseria y miserable debilidad, que cuando lo tenéis tan presente a él en persona, vosotros os preocupéis de cualquier otra cosa en todo el mundo. 26¡Tiemble el hombre entero, que se estremezca el mundo entero, y que el cielo exulte, cuando sobre el altar, en las manos del sacerdote, está Cristo, el Hijo del Dios vivo (Jn 11,27)! 27¡Oh admirable celsitud y asombrosa condescendencia! ¡Oh humildad sublime! ¡Oh sublimidad humilde, pues el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, de tal manera se humilla, que por nuestra salvación se esconde bajo una pequeña forma de pan! 28Ved, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante él vuestros corazones (Sal 61,9); humillaos también vosotros para que seáis ensalzados por él (cf. 1 Pe 5,6; Sant 4,10). 29Por consiguiente, nada de vosotros retengáis para vosotros, a fin de que os reciba todo enteros el que se os ofrece todo entero.

5. Enlazando con los temas precedentes y empleando el mismo tono cálido de exhortación bíblica, Francisco prosigue: «Ved vuestra dignidad, hermanos (cf. 1 Cor 1,26) sacerdotes, y sed santos, porque Él es santo (cf. Lev 19,2)» (v. 23). A tan elevado grado de honor, que les proviene del mismo ministerio, debe corresponder un intenso amor y respeto a Cristo: «Y así como os ha honrado el Señor Dios, por razón de este ministerio, por encima de todos, así también vosotros, por encima de todos, amadle, reverenciadle y honradle» (v. 24). Por eso no resulta difícil comprender cuán fundada sea la suposición del P. Lorenzo C. Landini de que la asignación de un lugar de estima tan sublime contribuyese no poco a la clericalización de la Fraternidad minorítica.

6. A la vez que el Poverello explica el significado de amar y honrar a Cristo eucarístico, nos ofrece, quizás, la página literaria y espiritualmente más hermosa de todos sus escritos. Cualquier lector advierte el elegante latín de estas pocas frases en las que aparece una serie de conceptos e imágenes marcadamente contrapuestos y cuya frecuente rima imperfecta asonante descubre involuntariamente la vena poética del autor. Es innegable que cuando Francisco dictaba su exhortación en dialecto umbro, disponía de un secretario sumamente experto en verterlo al latín. Este fragmento descubre, más que cualquier otro documento de los escritos, la experiencia mística del seráfico Padre, su visión dogmática de Cristo y su amor al misterio de la Encarnación y de la Eucaristía.

Reaparece, en primer lugar, la exigencia de liberación de intenciones terrenas: «Miseria grande y miserable flaqueza que, teniéndolo así presente, os podáis preocupar de cosa alguna de este mundo» (v. 25). Después exalta la experiencia de inmenso estupor y turbación ante el anonadamiento del Verbo encarnado cuando se hace presente bajo las especies de pan y vino: «¡Tiemble el hombre todo entero, estremézcase el mundo todo y exulte el cielo cuando Cristo, el Hijo de Dios vivo, se encuentra sobre el altar en manos del sacerdote!» (cf. Adm 1,16-18; v. 26). Sorprende aquí, y también en frases sucesivas, la insistencia con que Francisco subraya la divinidad de Cristo: «Cristo, el Hijo de Dios vivo (cf. Jn 11,27)» (v. 26); «Dios e Hijo de Dios» (v. 27). Esta observación, comprobable igualmente en otros numerosos pasajes de sus escritos, se opone por completo a quienes siguen afirmando que el Poverello se enterneció sólo ante la vida terrena de Jesús. No pasarán inadvertidos al lector ni la experiencia de los aspectos numinosos o tremendos del misterio eucarístico, ni su carácter universal tendente a englobar al hombre todo y al universo entero.

7. Después de estas premisas, la atención principal se centra en la humildad de Cristo eucarístico y en la exigencia de que los ministros se conformen a ella. Las exclamaciones de estupor del místico se suceden encadenadas en apretado ritmo, casi en forma litánica de antítesis: «¡Oh celsitud admirable y condescendencia asombrosa! ¡Oh sublime humildad! ¡Oh humilde sublimidad!, ¡que el Señor del mundo universo, Dios e Hijo de Dios, se humille hasta el punto de esconderse, para nuestra salvación, bajo una pequeña forma de pan!» (v. 27). El tema dominante de esta meditación hímnica radica en la infinita tensión entre la grandeza divina y la impotencia creatural que el Verbo encarnado, con incomprensible «humildad», supera cada vez que se hace presente bajo las especies poco vistosas de pan y de vino por las palabras del sacerdote consagrante. No hace apenas falta aludir al concepto bastante más profundo de humildad, de inspiración paulina (cf. Fil 2,6-8) y patrística, que aquí subyace. Cuando la inconmensurable grandeza del Verbo encarnado por puro amor desciende con la Encarnación al nivel de la indigencia humana, es absolutamente incongruente querer aplicarle un concepto de humildad, elaborado durante la escolástica, como moderación de la innata tendencia del hombre a la grandeza.

Francisco no deja de sacar las consecuencias espirituales que de la precedente meditación se deducen para los sacerdotes: «Mirad, hermanos, la humildad de Dios y "derramad ante Él vuestros corazones" (Sal 61,9); humillaos también vosotros, para ser enaltecidos por Él (cf. 1 Pe 5,6; Sant 4,10)» (v. 28). La celebración eucarística debe convertirse para los «hermanos sacerdotes» en escuela permanente en la que aprenden de Cristo mismo la minoridad, característica fundamental de la Fraternidad evangélica. La mirada contemplativa, fija en la acción sagrada, y la apertura del corazón a su significado profundo son requisito esencial para poder conseguirlo. La exhortación, empapada de espíritu bíblico, desvela la fuente de donde mana: la palabra divina afectuosamente rumiada.

8. El Poverello concluye su exhortación con una súplica que revela aún más claramente su carisma especial: «Nada de vosotros retengáis para vosotros mismos para que enteros os reciba el que todo entero se os entrega» (v. 29). La Eucaristía es, por su propia naturaleza, don de Dios que el hombre acoge en la medida en que, vaciándose de toda forma de apego posesivo a sí y a las cosas, se confía totalmente al Dador. El hermano menor es bienaventurado cuando no retiene nada para sí (Adm 11,4), viviendo en «altísima pobreza», interior y exteriormente, y poniendo además por obra la minoridad en la disponibilidad hacia todos, según el ejemplo de Cristo eucarístico. Aquí se comprende fácilmente la vertiente particular de la devoción eucarística de san Francisco.

V. «Una sola misa al día» (vv. 30-33)

30Amonesto por eso y exhorto en el Señor que, en los lugares en que moran los hermanos, se celebre solamente una misa por día, según la forma de la santa Iglesia. 31Y si en un lugar hubiera muchos sacerdotes, que el uno se contente, por amor de la caridad, con oír la celebración del otro sacerdote; 32porque el Señor Jesucristo colma a los presentes y a los ausentes que son dignos de él. 33El cual, aunque se vea que está en muchos lugares, permanece, sin embargo, indivisible y no conoce detrimento alguno, sino que, siendo uno en todas partes, obra como le place con el Señor Dios Padre y el Espíritu Santo Paráclito por los siglos de los siglos. Amén.

1. De todos los pasajes de los Opúsculos, ninguno ha sido más debatido que estas pocas frases sobre la única misa de la fraternidad local de los inicios de la Orden, y esto, además, desde hace siglos. El motivo histórico de esta atención, incluso excesiva, al texto que estamos comentando deriva del hecho que, en 1531, Melanchthon (1497-1560), en su obra Apología, sostuvo la tesis de la oposición de san Francisco a la legitimidad dogmática de la misa «privada». Varios investigadores se han ocupado recientemente de estudiar las motivaciones históricas que dieron pie a que surgiesen en los ambientes monásticos, además de la misa comunitaria o conventual, las misas privadas. Así, el profesor Otto Nussbaum, en su disertación de 1961, y el P. Ángel Alberto Häussling, O.S.B., en un amplio estudio escrito en 1973, llegaron a resultados bastante opuestos. De cualquier modo, lo importante para nuestro tema es, sobre todo, el hecho comprobado de que «la Misa privada cotidiana se convirtió en una costumbre casi generalizada» entre los monjes sacerdotes. «Al poco tiempo, los sacerdotes diocesanos siguieron el ejemplo de estos monjes» (Th. Klauser). Respecto al siglo XIII hay que tener en cuenta, además, el sensible aumento de las misas votivas por intenciones particulares, en honor de los santos o en sufragio de los difuntos, las cuales, a su vez, contribuyeron a aumentar notablemente el número de las «oblationes speciales» o estipendios de misas, del clero, de las celebraciones individuales y de los altares laterales (J. A. Jungmann).

2. Las palabras del Poverello hay que leerlas sobre el telón de fondo de estos datos indiscutibles, si no queremos correr el riesgo de tergiversar por completo su sentido. «Amonesto por eso y exhorto en el Señor» (v. 30): no se trata, por tanto, de un mandato propiamente dicho, sino de un deseo íntimo que el Santo expresa con el habitual recurso a la autoridad del Señor, de quien se sabe enviado y depositario. Francisco refuerza la idea enunciada empleando el método literario al que suele recurrir en todos sus escritos: repitiéndola con dos sinónimos. Adviértase también la conjunción causal «propterea», «por eso», con la que el seráfico Padre pretende enlazar idealmente el objeto de la exhortación con los razonamientos precedentes, que pueden considerarse como motivaciones de lo que escribirá a continuación.

La exhortación se refiere a todos «los lugares en que habitan los hermanos»; esto supone, obviamente, un grado de evolución en el que la predicación itinerante de los primeros hermanos parece haber sido sustituida por la convivencia en moradas estables. En los eremitorios primitivos debían haberse reunido con frecuencia varios «hermanos sacerdotes»; de lo contrario, carecería de fundamento real una exhortación a celebrar en ellos «sólo una misa cada día según la forma de la santa Iglesia» (v. 30). Para que Francisco pudiese formular tal petición hay que suponer la existencia de pequeñas iglesias u oratorios (Test 24) junto a los lugares minoríticos; debe admitirse además que ya se había otorgado la facultad pontificia de los altares portátiles, como sucedió con la bula de Honorio III de 3 de diciembre de 1224 «Quia populares tumultus».

El santo Fundador hace votos para que uno de los hermanos sacerdotes presentes en el eremitorio celebre cada día la misa, y sólo él, sobre el único altar de la iglesita, a la manera de la «missa conventualis» en los monasterios. El complemento modal «según la forma de la santa Iglesia» (v. 30) parece referirse a la Iglesia romana, y más exactamente, a la Curia pontificia, si bien esta puntualización no aparece en el texto. Queda, sin embargo, claro qué elementos comprendía exactamente la obligación de los hermanos de conformarse al rito de la capilla pontificia. Hay que excluir que el Santo quisiese motivar la exhortación a la única misa basándose en una eventual práctica en uso en la Curia del papa. En las fuentes llegadas hasta nosotros, al menos, falta cualquier noticia que confirme tal hipótesis, gratuitamente propuesta por O. Bonmann. En una época de pluralismo litúrgico, el Poverello pide que el hermano sacerdote, en la celebración de la única misa comunitaria, se adapte al rito de la Curia romana.

3. Francisco especifica con la frase siguiente el motivo de la única celebración eucarística y bosqueja un intento de fundamentarla teológicamente: «Y si hay en el lugar más sacerdotes, conténtese cada uno, por el amor de la caridad, con oír la celebración de otro sacerdote; porque el Señor Jesucristo colma a los presentes y ausentes que de Él son dignos» (vv. 31-32). El seráfico Padre no prevé ninguna clase de concelebración de los varios «hermanos sacerdotes»: ni la concelebración ceremonial, con la participación en algunos ritos excluido siempre el canon, vestidos con ornamentos sagrados; ni mucho menos la concelebración sacramental, en uso en la ordenación de los obispos y presbíteros, y, en Roma, hasta el siglo XII, entre el Sumo Pontífice y otros sacerdotes. Después de una conversación entre todos los «hermanos sacerdotes» presentes en el lugar respectivo, uno celebraba la misa según el rito de la Curia romana, en tanto que los demás habían renunciado a celebrarla «por el amor de la caridad» (v. 31), esto es, por un intenso amor sobrenatural que, en último análisis, radica en la caridad en persona que es Dios (v. 45), y asistían a la única misa de la fraternidad no diversamente de los «hermanos sencillos» del lugar.

4. El análisis de la motivación teológica de esta restricción litúrgica exige un poco de intuición para comprenderla. En la distribución de sus dones -eso me parece que quiere decir Francisco-, el Verbo encarnado no está atado ni siquiera a su presencia eucarística, puesto que se halla en grado de conferirlos tanto a quienes participan en el sacrificio eucarístico como a los que, sin culpa, deben estar ausentes del mismo, con tal que los merezcan con una recta disposición. Con la siguiente frase el Poverello aclara su razonamiento, teniendo a la vista la objeción de los cátaros, quienes habían afirmado criticando con escarnio: «El cuerpo de Cristo se habría consumido desde hace ya mucho tiempo, aunque hubiese tenido la extensión de una montaña» (A. Borst). Contra éstos sostiene: la presencia multiplicada de Cristo eucarístico en diversos lugares, ni lo escinde ni lo reduce, pues él permanece siempre el mismo en su plena individualidad e integridad al igual que, por lo demás, obra todo lo que hace, en el tiempo y en la eternidad, en íntima unión con el Padre y con el Espíritu Santo.

No puede afirmarse lealmente que las razones aducidas por el Santo prueben la exigencia de una única misa al día. Al contrario, en la segunda parte de la motivación, Francisco demuestra más bien la legitimidad teológica de varias celebraciones. Con el primer razonamiento quería decir probablemente que Cristo es plenamente libre de comunicar la gracia a los participantes en la celebración eucarística, independientemente de que uno la celebre sacramentalmente como sacerdote o de que asista a ella con fe viva y amor intenso como simple fiel. Si mi ensayo de reconstrucción filológica concuerda efectivamente con el pensamiento del seráfico Padre, no puede negarse cierto riesgo de que él infravalore un tanto la acción sacramental del sacerdote.

5. La conjunción conclusiva «propterea», «por eso», que introduce el párrafo, coordina la disposición sobre la única misa con el texto inmediatamente anterior. Por ello, es inadmisible que muchos autores limiten su atención únicamente a estas pocas líneas cuando estudian este discutido fragmento. Varios investigadores, como el P. Hilarino Felder y el P. Pablo Browe, creían poder explicar la citada restricción con el espíritu de extraordinaria humildad y reverencia de Francisco al Santísimo; actitud que él veía en serio peligro si había pluralidad de celebraciones eucarísticas en el mismo día. Si se tiene en cuenta todo el contexto de la Carta, no se puede negar una parte de fundamento a esta suposición, pero yo dudaría mucho en calificarla de exhaustiva.

Otros, como el P. Octavio de Angers y el profesor Erwin Iserloh, partiendo del inciso «per amorem caritatis» del texto, sostienen que el Poverello tenía «una viva conciencia de que la comunidad de los hermanos unidos en el amor saca su fuerza del único sacrificio de Jesucristo y que la unidad del sacrificio y de la asamblea oferente encuentra su expresión especialmente clara en la celebración única». Después de repetidas lecturas de la Carta, no veo sinceramente en qué fundamento se basa tal reconstrucción. Me temo que estos autores hayan ampliado injustificadamente el sentido del complemento causal «por el amor de la caridad», proyectando sobre él ideas paleocristianas que han vuelto a aflorar en la conciencia de la Iglesia occidental sólo en tiempos recientes. Al menos, del examen filológico de cada una de las frases, no he obtenido elementos que convaliden esta tesis. El reclamo a la caridad -duplicado en la palabra (amor-caridad)- se refiere únicamente a la disponibilidad de cada uno de los «hermanos sacerdotes» a renunciar a la celebración individual.

6. En mi comentario a las partes precedentes, he subrayado varias veces la insistente llamada de Francisco a los «hermanos sacerdotes» a liberarse, en la celebración eucarística, de consideraciones terrenas, como resulta sobre todo de la invitación: «Ofrezcan purificados, con pureza y reverencia, el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, con intención santa y limpia, y no por cosa alguna terrena ni por temor o amor de hombre alguno, como para agradar a los hombres» (v. 14). Para mí no cabe duda de que el nexo causal «propterea», «por eso», no se refiere a esta exhortación, la cual, leída teniendo en cuenta ciertos abusos de la época, intenta excluir las «oblationes speciales» o estipendios de misas en cualquiera de sus formas, a fin de que no se comprometa «la excelencia de la altísima pobreza» (2 R 6,4). De ahí que el motivo principal por el que el seráfico Padre pidió a los hermanos que en los lugares se celebrase sólo una misa cada día fue ciertamente el propósito de salvaguardar la vida evangélica «sin nada propio» (2 R 1,1) y la prohibición absoluta de recibir «de ningún modo... dinero o pecunia ni por sí mismos ni por intermediarios» (2 R 4,1).

Es muy significativo que Álvaro Pelayo O.F.M. ( 1349), nacido en el siglo de Francisco (alrededor de 1275/1280), propusiera exactamente esta interpretación de nuestro fragmento en su famosísimo escrito De planctu Ecclesiae. Tras recalcar que en su época se decían tantas misas sólo por motivo de lucro («Missae quasi quaestuariae»), añade: «Por lo que también el bienaventurado Francisco quiso que en cada lugar los hermanos se contentasen con una sola misa al día, sabiendo de antemano que los hermanos querrían justificarse mediante las misas y que las reducirían al lucro, como vemos que se hace hoy. Por eso decía que una sola misa llenaba el cielo y la tierra». Exactamente igual comprendieron la disposición del seráfico Padre los primeros capuchinos cuando en sus ordenaciones del Capítulo de Albacina (1529) determinaron «que de ordinario se diga solamente una misa en la iglesia, según el uso de la Orden» (núm. 6; cf. Sel Fran núm. 20, 1978, 258). En tiempos recientes, entre los autores que han comentado este fragmento, quienes han optado más decididamente por esta interpretación son el P. Esteban J. P. van Dijk y J. Hazelden Walker.

7. Considero una obligación aludir, al menos brevísimamente, al hecho que esta cálida invitación -¡hay que subrayar una vez más que no se trató de una prescripción con valor jurídicamente vinculante, sino de un ardiente deseo!- no encontró eco favorable en el seno de la Orden. Pocos años después de la desaparición del Santo, la misa privada se hizo cada vez más habitual. El primer testimonio elocuente de ello lo tenemos en una rúbrica del Misal que se atiene a la Regla bulada, donde, a una distancia de apenas cuatro años de la muerte del Fundador, se autoriza: «Pero si hay varios sacerdotes en el lugar, pueden celebrar en privado la misa que quieran». Una confirmación posterior, y evidente, de esta evolución aparece en el hecho que el cuarto sucesor de Francisco, Aymon de Faversham (1240-1242), en el año 1243, presentó al capítulo general de Bolonia el Ritual «Indutus planeta», con el que determinó tanto las acciones como las palabras de la misa privada en conformidad con el rito de la Curia romana. Este ceremonial tuvo una fortuna sin par, pues se impuso un poco universalmente, haciendo olvidar otras compilaciones parecidas.

8. Antes de concluir el análisis de este interesante pasaje de la Carta, se plantea espontáneamente la pregunta sobre si Francisco fue el primer y único fundador que promulgó semejante disposición. Sin querer afirmar una dependencia directa, puede destacarse el rigor de los cartujos. Al principio de la reforma monástica no celebraban diariamente la misa conventual e incluso en el siglo XII sólo en raros casos permitieron a los sacerdotes celebrar misa cada día. El motivo que para ello aduce Pedro de Blois ( 1204) es verdaderamente significativo: «Ciertamente aquí se celebra la misa raramente, pues nuestro afán y propósito radica principalmente en consagrarse al silencio y soledad de la celda...».

Considero todavía más cercanas tal vez a la Carta de Francisco, tanto en su espíritu como en la práctica, dos ordenaciones de las Constituciones que Alberto de Morra, el futuro papa Gregorio VIII (21 de octubre-17 de diciembre de 1187), dio en el año 1186 a los Canónigos regulares de san Agustín de San Andrés de Benevento y de la Santísima Trinidad de Palazzolo: «Ninguno entre vosotros ambicione celebrar con frecuencia la misa, sino que bástele a cada uno, a excepción del hebdomadario, si recibe permiso para celebrar la misa una vez por semana. Si quisiera prudentemente recibir la eucaristía, podrá recibirla de manos del celebrante». Para fundamentar esta restricción, el autor de los estatutos se remite a la exhortación de san Pablo en 1 Cor 11,28-29: «Examínese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo».

En perfecta sintonía con los propósitos de san Francisco, estos estatutos prohíben aceptar donativos por las misas. Unos 40 años antes del Poverello, Alberto de Morra establece: «Si acudiese alguien a cualquier hermano y, tras ofrecerle un donativo, le pidiera que celebrase la misa por cualquier necesidad propia o de los suyos, no admita su petición, no sea que se piense que la sagrada comunión puede depender de recompensa temporal alguna; manifiéstele en cambio al superior su deseo de tener la oración de los hermanos y el superior avise (a los hermanos) para que alcancen con sus súplicas la misericordia de Dios omnipotente en favor de él». Sin pretender que el seráfico Padre se haya servido de esta fuente para su exhortación, es importante con todo subrayar que la limitación impuesta por Francisco no constituye una especie de isla en un mar de prácticas bastante diferentes. Que un futuro papa, con un ambicioso programa de reforma eclesiástica, lo haya precedido, demuestra que el Santo de Asís se encuentra en buena compañía...


Octaviano Schmucki, O.F.M.Cap., La "Carta a toda la Orden" de San Francisco, en Selecciones de Franciscanismo, vol. X, núm. 29 (1981) 235-263, 237-253.

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