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4 de diciembre |
. | Franciscano, sacerdote, misionero y mártir. Nació en Utiel el año 1578 en el seno de una familia hidalga. Siendo ya diácono ingresó en la Provincia alcantarina de Valencia. Llevado de su celo misionero, se ofreció para ser enviado al Extremo Oriente. De camino a su destino, estuvo ocho años en Méjico, de donde pasó a Filipinas. En Manila estuvo un par de años aprendiendo el japonés y trabajando con los inmigrantes nipones. En 1612 llegó a Japón, donde desarrolló una breve pero intensa labor misionera: predicación del Evangelio, traducción de libros piadosos, cuidado de leprosos, etc. Expulsado del país en 1614, se las ingenió para retornar a él disfrazado, y estuvo trabajando con mucha cautela hasta que fue delatado y condenado a morir quemado en Yedo (Tokio) el 4 de diciembre de 1623. Fue beatificado por Pío IX en 1867. * * * * * El Beato Francisco nació en Utiel (Valencia) y fue bautizado el 15 de agosto de 1578, fiesta de la Asunción de la Virgen María, según reza la partida de su bautismo: «En la villa de Utiel, a quince días del mes de agosto, año de mil y quinientos setenta y ocho años, se bautizó un hijo de Francisco Gálvez y de Juana Iranzo, su mujer. Llamósele Francisco». No nos consta la fecha exacta en que nació, pero debió de ser muy pocos días antes de la de su bautismo. Los padres eran hidalgos, miembros de la aristocracia menor castellana, sin títulos nobiliarios, pero de condición acomodada y de buena reputación. Sus primeros años transcurrieron en la serena paz del hogar paterno, jugando con sus amiguitos por las calles de su amurallado pueblo y correteando por el amplio llano que se extiende al este de la población, hasta llegar a la orilla del río Magro; sin duda, visitarían más de una vez las numerosas ermitas diseminadas por el término municipal. La primera instrucción la recibió Francisco de alguno de los clérigos de la Parroquia o bien asistiendo a la Escuela Parroquial. Pero pronto pasaría a ser alumno del Colegio Seminario del Salvador, fundado en el pueblo por el benemérito sacerdote utielano, D. Gonzalo Muñoz Iranzo, quien, al final de sus disposiciones testamentarias escribía: «Espero en el Salvador del mundo que no sólo los de este pueblo de Utiel, pero de toda la comarca se moverán, con pie de Dios y para que aquí los niños y niñas, desde chiquitos, aprendan la Doctrina cristiana, y los mayores y estudiantes aprendan los principios de Gramática y Latinidad, para que aquí salgan buenos ministros para la Iglesia y vayan a otras Universidades para aprender otras ciencias y facultades y a Religiones y Monasterios para mejor servir a Dios, que éste es el celo del Salvador del mundo, a quien se debe todo y a quien se le dé la honra y gloria por siempre jamás, amén». Parece como que estas palabras se hubieran escrito para nuestro Beato. En efecto, el Colegio fue inaugurado el 6 de agosto de 1585, festividad de la Transfiguración del Salvador (que le dio el nombre), cuando Francisco iba a cumplir los siete años, y en él recibiría la formación adecuada para continuar más tarde en la Universidad, encaminarse al ministerio sacerdotal e ingresar luego en Religión. Al comienzo del siglo XVI, el papa valenciano Alejandro VI erigió la Universidad de Valencia, inicialmente llamada «Estudio General», coronando así una larga tradición de enseñanza e investigación. A ella acudió, y con gran provecho, nuestro protagonista como lo prueba la minuta del certificado de estudios, que es de fecha 10 de abril de 1598 y puede verse en los "Libros de Grados de la Universidad de Valencia" que se conserva en el Archivo Municipal de la ciudad. Se dice en este documento que el subdiácono Francisco Gálvez estudió y terminó los estudios de Artes, Lógica y Filosofía, bajo la disciplina del Catedrático, José Roque Rocafull, Doctor en Artes Liberales. Y que después cursó la Sagrada Teología en la misma Universidad, en cuatro años continuos; en los tres primeros, Teología Escolástica, y en el cuarto y último, Teología Escolástica y Positiva, oyendo las lecciones diarias de Sagrada Teología de los doctores y catedráticos de la misma Facultad, según costumbre. Por deducciones cronológicas, el aplicado estudiante utielano pudo ser teólogo a los 20 años, habiendo estudiado al menos seis en la Universidad de Valencia, a la que llegó a los 14 años, en que debió salir de Utiel. Para ser clérigo, además de los estudios necesarios -para lo que seguramente habría solicitado la mencionada certificación-, el candidato había de reunir otras condiciones como la de poseer una voluntad decidida de serlo, una conducta digna y una entrega total hacia los demás, como real manifestación de amor a Dios y a los hombres; todo ello avalado con los informes de sus superiores y las declaraciones del pueblo de Dios, a través de las manifestaciones pertinentes a favor del ordenando. Cumplidos los señalados requisitos, Francisco Gálvez, ya subdiácono desde abril de 1598, debió de ser ordenado diácono en ese mismo año o en el año siguiente por San Juan de Ribera, Arzobispo de Valencia, quien le concedió un beneficio en una de las parroquias de la ciudad, en virtud del cual recibía asistencia económica y tenía que prestar determinados servicios. Pero cuando ya tenía encauzada su vida en la Universidad y en la Diócesis, el Beato Francisco decidió responder a la llamada divina que lo invitaba a reordenar el enfoque de su servicio a la evangelización y a tomar otro camino hacia la santidad. Muy grande y firme debió ser la vocación de Francisco Gálvez, porque siendo ya diácono y sin esperar a su ordenación sacerdotal, vistió el hábito franciscano en el convento de San Juan de la Ribera, de Valencia, perteneciente a la Provincia alcantarina de San Juan Bautista. Eligió, dentro de la Orden franciscana, una rama de gran austeridad como era la de los Alcantarinos, reforma iniciada por San Pedro de Alcántara. Allí encontró, ciertamente, un estilo de vida pobre, austero, penitente, contemplativo, a la vez que comprometido en las tareas de evangelización y en las obras de caridad. Modelos que le sirvieran de pauta, no le faltaban. Además del mismo San Pedro de Alcántara y del conjunto de sus discípulos, pudo oír o ver el ejemplo de hermanos pertenecientes a su misma Provincia religiosa y más o menos contemporáneos suyos como San Pascual Bailón, que murió en 1592, y el Beato Andrés Hibernón, que fallecería en 1602. Terminado el año de noviciado, nuestro Beato profesó la Regla de San Francisco, en el convento de San Juan de la Ribera, el 6 de mayo de 1600. Poco después, a finales de aquel mismo año o a principios de 1601, recibió la ordenación sacerdotal, ya que, a mediados de este último año, partía ya para las misiones desde la ciudad de Sevilla. La capital andaluza, era, en este tiempo, la ciudad de mayor movimiento y más rica de España. Allí estaba la Casa de Contratación de las Indias, fundada en 1503, que entendía de todo lo relacionado con los viajes ultramarinos, en sus diversos y complejos asuntos, con atribuciones fiscales y judiciales, mercantiles y técnicas, donde se organizaban las expediciones, se revisaban las listas de pasajeros, se llevaba la cuenta de la entrada de metales, oro, plata y piedras preciosas, se examinaban los pilotos de los barcos y se extendían sus títulos, proveyendo a las naves de todo su equipamiento. También se almacenaban las mercancías. En el importante archivo de esta institución, hoy conservado y bien atendido, el famoso Archivo de Indias, se halla una documentación que es un tesoro para los investigadores y en la que hay referencias a nuestro Beato. El 1 de marzo de 1601, el rey Felipe II, expidió una real cédula concediendo a Fr. Juan Pobre licencia para conducir a Filipinas a 40 misioneros, autorizando que los gastos que se ocasionaran fueran pagados por la hacienda real. Fray Juan Pobre era Procurador de la Provincia franciscana de San Gregorio Magno, de Filipinas, y como tal se encargaba de organizar y conducir grupos de misioneros a las Indias, y en el primero que dirigió personalmente, a raíz de la cédula mencionada, se alistó nuestro protagonista, que luego acudió a Sevilla. La ruta o camino de las Indias, que se dirigía hacia América, para llegar después a Filipinas y, finalmente, al Japón, estaba salpicado de graves riesgos, por lo que la Corona Española dispuso, para prevenirlos, el sistema de flotas, agrupando las embarcaciones y protegiéndolas con naves de guerra. Al mando de toda la expedición iba un general, y cada barco llevaba su capitán o maestre. Los de pasajeros y mercancías solían ser diez o doce y los de protección, convenientemente armados, cuatro. Según consta en el Archivo de Indias, Fr. Juan Pobre y sus misioneros, entre ellos Fr. Francisco Gálvez, embarcaron en la flota dirigida por Juan Gutiérrez de Garibay y concretamente en la nao que llevaba como maestre a Pedro de Frala, y zarparon del puerto de Sanlúcar de Barrameda, en la desembocadura del río Guadalquivir, el 28 de junio de 1601. Dos meses después, la misión que conducía Fr. Juan Pobre desembarcó en San Juan de Ulúa, puerto de Veracruz, en el Golfo de Méjico, al que arribaban las naos españolas a su llegada a Nueva España. De aquí, se internaron por tierra mejicana y llegaron a la capital, México, la antigua Tenochitlán de los aztecas, que era el centro del más importante virreinato español. En posteriores fechas sucesivas: 1601, 1604, 1609 y aún después, los misioneros fueron embarcando en Acapulco para Manila. Sabemos que Fr. Francisco permaneció ocho años en Méjico cumpliendo órdenes de sus superiores, pero desconocemos los lugares en que residió y el apostolado a que se dedicó. Tampoco se puede precisar la fecha de su llegada al mencionado puerto mejicano del Pacífico, en el que para evitar una larga y molesta espera a los religiosos, se había construido un convento-hospedería. Con todo, cabe decir que Fr. Francisco Gálvez llegó a Manila el año 1609, siendo destinado al Convento de Dilao. El viaje de Acapulco a Manila tuvo que hacerlo en el llamado "Galeón de Manila" y también "Nao de la China", que hacía la travesía cada seis meses, siendo la única comunicación existente entre Filipinas y América. El viaje se hacía cruzando todo el Pacífico, por el archipiélago de las Carolinas y las islas Hawai. La ciudad de Manila, capital de las Islas Filipinas, era un importante centro de irradiación de la cultura europea y del comercio con Asia, así como punto de reunión y de partida de los misioneros del Extremo Oriente, tanto los que trabajaban en su territorio, como los que había en China y Japón. En la organización de los hijos de San Francisco, todo el archipiélago filipino y también el Japón, formaban parte de la mencionada Provincia franciscana de San Gregorio Magno, de la que fue primer Procurador San Pedro Bautista, uno de los protomártires del Japón, que habían sido sacrificados recientemente en Nagasaki el 5 de febrero de 1597. El desarrollo de dicha Provincia fue grande, pues si a finales del siglo XVI tenía 41 conventos, 125 religiosos y 60.892 cristianos, en 1622, un año antes del martirio de nuestro Beato, los conventos ya eran 57 y los cristianos 114.000. Dilao, a donde fue destinado Fr. Francisco Gálvez, era un barrio situado a las afueras de Manila, cruzado por el río Pasig, que desemboca en la hermosa bahía de la capital. Allí vivían japoneses ya convertidos al cristianismo, y para atenderles, enseñarles la doctrina cristiana y administrarles los sacramentos, se fundó una parroquia. Y fue aquí, con el trato directo de los japoneses y bajo la dirección y magisterio de Fr. Juan Bautista, guardián del convento, donde estudió Fr. Francisco el idioma nipón, que llegó a dominar, tanto que los superiores lo nombraron ministro de los japoneses que residían en Balete, jurisdicción del mismo Dilao, cargo que desempeñó hasta 1612, en que fue enviado a Japón. Esta estancia en Manila fue muy beneficiosa para nuestro Beato porque lo dotó de conocimientos y formación específica para la tarea que le aguardaba con los japoneses, pero ya en su tierra. Como ya hemos indicado, en 1612 hizo nuestro Beato su primer viaje a Japón, y su primera misión japonesa duró sólo dos años. Durante ellos, sus progresos lingüísticos le permitieron predicar el Cristianismo con soltura y «traducir con belleza y elegancia» al japonés, como dice uno de sus biógrafos, el libro llamado Flos Sanctorum, que contiene vidas de santos, en 3 volúmenes, un Catecismo o Explicación de la Doctrina Cristiana y varios opúsculos de devoción, que facilitaron su tarea evangelizadora y el provecho de sus conversos. Estas obras, al parecer, se han perdido. Un año después de su llegada a Japón, Fr. Francisco Gálvez se encuentra en el Hospital de Leprosos que hay en Asakusa, donde se contagia de la enfermedad que padecen los hospitalizados. El ejercicio de esta heroica virtud de la caridad para con los leprosos, practicada por los religiosos franciscanos, juntamente con su pobreza, conmovieron profundamente a los japoneses, facilitando en gran manera las conversiones. El 27 de octubre de 1614, en cumplimiento de un decreto imperial, Fr. Francisco tuvo que salir del Japón y volver a Manila. Estas órdenes de destierro fueron frecuentes y generales en Japón, ya que no se abrió a los europeos hasta el siglo XIX, acabándose las persecuciones en 1873. Y si bien hubo épocas en que los cristianos fueron respetados y acogidos, como le ocurrió a San Francisco Javier, y también a San Pedro Bautista y a sus compañeros en un primer momento, las expulsiones e incluso las persecuciones se reproducían de manera intermitente como lo prueba el martirio del mencionado San Pedro y otros muchos en febrero de 1597. Ahora, a finales de 1614, todos los misioneros, incluido el Bto. Gálvez, fueron entregados en Nagasaki a los encargados del destierro, que los embarcaron con destino a Macao (China) y a Manila. Poco tiempo aguantó fray Francisco en Manila. Le urgía volver a Japón, donde había dejado un pequeño grupo de cristianos por él bautizados, que necesitaban de su presencia, apoyo y consejos para madurar en la fe, a la que habían llegado mediante su predicación, y para entregarse a ellos como había hecho con los leprosos, aliviar sus males y consolarlos. Dice Fr. Diego de San Francisco, hermano de religión y contemporáneo suyo, que fue a Singapur embarcado en la armada que hizo el Gobernador de Filipinas D. Juan de Silva en 1616, con ánimo de pasar a Macao y de allí a Japón. Pero de Singapur pasó a Malaca, ocupada por los portugueses desde 1511 y donde los franciscanos, desde 1610, gozaban de autorización, concedida en 1610 por el rey de Camboya, a quien pertenecía todo el territorio, para proseguir la evangelización de aquel reino y fundar iglesias, y esto porque, desde su infancia, aquel soberano había tomado «amor y afección a las costumbres de su religión». En el puerto de Malaca nuestro protagonista estuvo a la espera de un navío que le llevara a Japón, y al fin encontró una galeota que, haciendo diversas escalas, podía llevarle a su anhelado destino; pero tropezó con que no se admitía en ella a ningún pasajero y menos a un religioso español, pues estaba muy reciente el decreto imperial nipón de expulsión. Ante tal negativa, su acuciante propósito le indujo a una curiosa y arriesgada estratagema, que nos refiere el mismo P. Diego de San Francisco en una relación que fue publicada en Manila en 1625: «Hizo este santo religioso uno de los hechos más heroicos que he visto, ni oído en mi vida, para conseguir su deseo de volver a esta conversión; que sólo el amor de Dios y celo de las almas, pudo causar tales efectos. »Supo, pues, el santo, estando en Malaca, que se partía para el Japón, una galeota y procuró hacer todas las diligencias para pasar a ella, y viendo que no le era posible, ni le querían llevar, tuvo gran sentimiento y tristeza; sintiendo mucho el no poder ir a consolar a sus amados hijos, los cristianos de Japón. Por lo cual, habiéndolo primero encomendado a Dios y habida licencia de los prelados, se vistió de negro "laskar" [=remero], como los que en Malaca se alquilan para remar en las galeotas, y por no ser conocido español, buscó un betún con que se tiznó muy al propio, la cara y manos y pies, y se alquiló por remador, y vino remando todo el camino sin ser conocido, hasta Japón; comiendo sólo la ración de negros, de un poco de arroz y (como dicen) malaventura. Todo lo llevaba el santo con gran alegría, teniendo por condigna retribución y dichoso objeto y fin de estos trabajos el verse presto en el Japón, donde le aguardaba la corona de justicia, que Nuestro Señor le había de dar, como se la dio, cumplidos ocho años de trabajos grandísimos en esta conversión, después de su segunda venida...». Fueron muchas las millas recorridas como remero hasta llegar a su destino, y es probable que no hiciera la travesía directamente, pues el P. de Santa Inés, en su «Crónica de la Provincia de San Gregorio», afirma que desde Malaca pasó a Macao, donde estuvo año y medio esperando ocasión propicia para ir a Japón. Sea como fuere, el año 1617 ó 1618 entró de nuevo en territorio japonés. Y en esta su segunda estancia en aquel país pudo moverse con una cierta libertad, gracias a la tolerancia de las autoridades locales. Además, ejerció una misión diplomática ante el príncipe de Voxu, Masamuné, llevándole, por encargo del Beato Luis de Sotelo, martirizado después, unas cartas y presentes del rey de España y del Papa. En efecto, Masamuné envió en un barco fletado por él al mencionado P. Sotelo con varios japoneses principales para que visitaran al Rey de España y al Papa; el viaje duró de 1613 a 1616. Cumplida la misión, el P. Sotelo regresó a Japón en septiembre de 1622, siendo detenido y apresado al año siguiente. Por ello, no pudiendo llegar personalmente hasta Masamuné para hacerle entrega de las cartas y obsequios que le habían confiado, el P. Diego de San Francisco envió en su lugar a Fr. Francisco Gálvez. Desde la cárcel de Omura, ciudad en la que luego fue martirizado, el P. Sotelo escribió a Fr. Diego de San Francisco sobre los documentos y presentes aludidos: «Hallarán en su petaca, la carta de su Santidad de Paulo V, y respuesta para Masamuné, en una cajita de madera adornada, con la decencia debida, y un rosario y decenario, dos cuadros pequeños, guarnecidos de plata y oro, del grandor de la palma de la mano, con el rostro de la Santidad de Paulo Quinto, al natural. Que procure dar a Masamuné la carta de su Santidad, con todas estas joyas, y le signifique la voluntad del Pontífice que se las envía, que es, como dice, en su carta, que se convierta Masamuné y haga cristiano, para con franca y liberal mano, concederle las gracias y favores que la Silla Apostólica, acostumbra hacer a los reyes cristianos y sacerdotes, y de nuevo se los encomienda y ruega mucho, los tenga debajo de su amparo; que oiga su doctrina y tome los consejos de sus embajadores, y que por ellos les avise de todo, con seguridad, de que acudirá su Santidad a darle satisfacción en todo lo que se ofreciere». La documentación de aquel tiempo añade que el religioso utielano, al cumplimentar su embajada, «fue muy bien recibido y agasajado, ordenando le atendieran en todo cuanto necesitare para su sustento, y señalándole un lugar seguro en que podía fijar su residencia, para dedicarse con tranquilidad a la conversión». Esta deferencia del príncipe Masamuné hacia Fr. Francisco indica un estado de privilegio, frente a la situación existente de rechazo a los misioneros por las leyes de expulsión. Con la protección y favor de Masamuné, el Beato Gálvez desarrolló una intensa y fructuosa actividad misionera en los territorios de Voxu y Mongami, y se multiplicaron las conversiones. Cuando las anteriores órdenes de expulsión y persecución de los misioneros no habían cesado, pero tampoco se aplicaban con demasiado rigor, he aquí que en agosto de 1623 el Emperador nombró nuevo shogun o jefe del gobierno a Iemitsu. Al comprobar éste que no se habían cumplido las órdenes relativas a la persecución de los cristianos, se dispuso a eliminarlos, prometiendo honores y dinero a quienes los denunciasen. Y así sucedió que alguien, un bonzo (monje budista) o un mal cristiano, delató ante el Gobernador de Yedo a cristianos y a misioneros, entre ellos el jesuita siciliano Jerónimo de los Ángeles y el franciscano Francisco Gálvez. El prendimiento de éste último tuvo lugar en Kamakura cuando, según la documentación que aporta el P. Lorenzo Pérez, a quien se deben muchos de los datos referidos, encontrándose el P. Gálvez en casa de Hilario Mongazaimón, japonés converso, Síndico de la Orden Franciscana, fue advertido del peligro que corría por éste, quien «embarcó al santo Francisco de Galbe y a Juan Cambo, portero que fue del convento antiguo que hubo en Nagasaki, y a Pedro Doxico (que ambos después consiguieron el lauro del martirio) en una pequeña embarcación y dióles una guía, la cual, temiendo la prendiesen a él también, los dejó y se fue (según dicen) con la plata que le habían dado para el camino, y así, no teniendo quien les guiase, se estuvieron quedos, y llegando los alguaciles del Gobernador de Yedo, prendieron y amarraron al santo Francisco de Galbe y a sus dos compañeros, Juan y Pedro. Prendieron, también, a nuestro síndico casero Hilario, y a su mujer, Marina, confiscándoles sus bienes, que eran muchos, y los libros y cosas de la iglesia que en su poder tenía, como síndico, y llevándolos presos a Yedo, presentándolos ante los del Consejo del Emperador». En dicho Consejo, ante la acusación de uno de sus miembros hecha a Fr. Francisco de que era engañador de los conversos japoneses y causa de su muerte, respondió el santo -se dice que en alta voz y elegante lengua, que era una de las mejores de aquel reino-, con las palabras que se le atribuyen, y que transcribo por ser las únicas conocidas que podrían estimarse como suyas: «Yo no he engañado a nadie, ni predico falsa doctrina, ni he sido causa de muerte; antes bien, por amor de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Salvador del mundo, y por amor de sus escogidos los cristianos, les he predicado la verdad y verdadera salvación, sin la cual nadie se puede salvar, ni vuestras mercedes se salvarán, si no creen lo que yo predico. No he sido causa de la muerte de los cristianos, sino vuestras Mercedes lo son que se la dan injustamente». Al llegar aquí, no le dejaron hablar más; lo llevaron a la cárcel y allí encontró al P. Jerónimo de los Angeles, preso pocos días antes. Se alegraron mucho de verse juntos, sin libertad, por una misma causa; se confesaron mutuamente, preparándose para morir y animaron a los demás cristianos. Cuando llegó Iemitsu a Yedo, dictó sentencia de muerte para los presos, ordenando que, después de pasearlos por las calles de la Corte, fueran quemados vivos los cincuenta y un mártires, atados a otros tantos maderos colocados como postes o columnas, suplicio frecuente entre los japoneses. En el trágico cortejo figuraban tres grupos: en el primero, a la cabeza, el P. Jerónimo de los Angeles, a caballo, seguido del hermano laico Simón Yempo y otros 17 mártires, a pie; en el segundo, Fr. Francisco Gálvez, también a caballo, y tras él, a pie, otros 16 mártires; en el tercero, Faramondo (caballero nipón, pariente y primo del Emperador, noble y rico, que en 1600 se había bautizado en Osaka), atado a su cabalgadura, pues no podía mantenerse en ella por haberle sido cortados los tendones de las manos en un martirio anterior, y, siguiéndole, igualmente a pie, el resto de cristianos. El martirio fue consumado el 4 de diciembre de 1623, a las afueras de Yedo, en un altozano, en una gran plaza y a la vista de numeroso gentío, príncipes y señores convocados a las fiestas de la investidura del shogun, muchos paganos y cristianos acudidos de todas partes. Según el Martyrologium Franciscanum, los martirizados en esta ocasión fueron en total 50: dos jesuitas, el P. Gálvez y 47 "cordígeros" o seglares franciscanos. Acabado el martirio, se pusieron guardias para que los cristianos no retirasen sus restos y cenizas. Astutamente, no aparecieron en los tres días siguientes, pero el cuarto día fueron de noche y recogieron cuantas reliquias quisieron. El 7 de julio de 1867, el papa Pío IX beatificó a 205 mártires, capitaneados por el dominico Alfonso Navarrete, que fueron inmolados por la fe y el evangelio en diversas fechas y lugares de Japón entre los años 1617 y 1632: dominicos, agustinos, jesuitas, terciarios suyos y fieles cristianos, y también 46 franciscanos: 11 frailes descalzos o alcantarinos, otros 6 observantes y 29 terciarios franciscanos. Entre esos alcantarinos se encuentra nuestro Beato Francisco Gálvez. [Biografía extraída de José Martínez Ortiz, Biografía del mártir Beato Francisco Gálvez Iranzo, hijo de Utiel. Utiel 2001, 117 pp.- El Autor, como buen Cronista oficial de su ciudad, basa su obra en una abundante documentación investigada por él mismo o tomada de buenos historiadores, entre los que hemos de destacar al P. Lorenzo Pérez y sus publicaciones en Archivo Ibero-Americano] * * * * * BEATO FRANCISCO
GÁLVEZ (1578-1623) Los primeros japoneses bautizados recibieron el bautismo en Goa el año 1548 de manos del obispo Juan de Albuquerque, y ellos fueron los que guiaron los pasos de san Francisco Javier por aquellas latitudes. Desde entonces los evangelizadores del Japón eran los jesuitas, que pronto fueron expulsados del país. En 1593 llegaron los franciscanos Pedro Bautista Blázquez, Bartolomé Ruiz, Francisco de San Miguel y Gonzalo García, comenzando a predicar la fe cristiana entre los japoneses. Desde Filipinas no tardó en llegar más refuerzo misional. En tres años llegaron a bautizar a unos 20.000 neófitos. En 1596 estalló la persecución contra los cristianos, siendo martirizados en Nagasaki el 5 de febrero de 1597 san Pedro Bautista y cinco frailes compañeros suyos, tres jesuitas nativos y 17 cristianos seglares. Su memoria litúrgica se celebra el 5 de febrero. Este martirio supuso un nuevo movimiento de conversiones y mayor expansión misional. A los franciscanos se unieron los dominicos. En 1612 estalló de nuevo la persecución, que se incrementó en 1616, llegando a un ensañamiento sin igual desde 1622, produciendo incontables mártires, y por fin se consiguió aislar totalmente a los cristianos japoneses del resto de la cristiandad. En este contexto encontramos la actuación del beato Francisco Gálvez. Nació en el pueblo de Utiel, siendo bautizado el 15 de agosto de 1578. Siendo ya diácono, ingresó en el convento franciscano de San Juan de la Ribera de Valencia. Ordenado sacerdote en 1601, se alistó para marchar a las misiones. En Méjico estuvo ocho años. En 1609 pasó a Manila, y en el convento de Dilao aprendió japonés. En 1612, pasó al Japón, siendo pronto expulsado por la persecución religiosa que se había desencadenado. De nuevo en Manila tradujo a la lengua nipona una explicación de la doctrina cristiana y tres volúmenes de vida de santos. En 1618 consiguió entrar de nuevo en el Japón disfrazado de esclavo negro, y mezclado con la tripulación de un buque mercante. Reanudó la evangelización, en medio de grandes peligros. Traicionado por un bonzo, que había simulado hacerse cristiano, fue encarcelado. Por perseverar en la fe cristiana fue quemado vivo en Yedo (hoy Pekín), junto con otros 51 cristianos, el 4 de diciembre de 1623. Fue beatificado por el papa Pío IX el 7 de julio de 1868. La diócesis de Valencia celebra su fiesta litúrgica el 4 de diciembre. Tras estos martirios, los cristianos del Japón quedaron privados de sacerdotes y reducidos al silencio. Sobrevivieron en la más misteriosa clandestinidad, hasta que fueron descubiertos en 1865, año en que se permitió en el Japón que pudiesen entrar los misioneros católicos. [A. Llin Cháfer, Testigos de la fe en Valencia. Valencia 19972, pp. 149-151] |
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