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19 de
septiembre |
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En época turbulenta de invasiones militares, en un confín de los Estados Sardos, hijo de unos pobrísimos campesinos de Camporosso, viene al mundo el último de los tres vástagos de Anselmo Croese y María Antonia Gazzo. Pastorcillo de ovejuelas por las verdeantes márgenes del Nervia, la visita de un fraile conventual mendicante por Camporosso será el incentivo de su primera vocación religiosa. Resistencia paterna, pero al fin el santo, que tenía dieciocho años entonces, parte tras el fraile hacia el convento de menores conventuales de Sestri Ponente, donde es admitido como terciario con el nombre de Antonio (en vez del de Juan que llevaba de pila). Mas en aquel convento no halla la felicidad anhelada. Su espíritu se siente turbado por la idea de ser fraile capuchino, porque ha conocido a éstos en su humilde casita de Sestri y se le antojan de mayor perfección. Consulta su caso con el superior de los capuchinos, y por inspiración divina accede a recibirle en 1825. Pasa al convento de San Bernabé, en el Righi (Génova), para hacer el noviciado como lego, pues carece de estudios. Cambia su nombre por el de Francisco María. A los veintidós años pronuncia los santos votos, tras de lo cual es destinado al convento de la Concepción, de Génova, como colector de limosnas por el valle del Bisagno, al lado de un anciano fraile, harto experimentado en la cuestación. Tras visitar los principales santuarios marianos empiezan su recorrido, cada vez más familiar y apostólico. A los dos años, el superior decide hacerle colector de la ciudad. Será Génova la que recorrerá, casa por casa, palacios y cabañas, por más de treinta años. Esto le dará una popularidad insospechada. Su fama de santidad correrá como reguero de pólvora. Le consultarán problemas de espíritu, casos de conciencia y desavenencias conyugales; le confiarán secretos, como si fuera un confesor. Tiene el don de espíritus y las luces del cielo. Todos le conocen, grandes y chicos, pobres y ricos, mercaderes y navegantes, los cuales hablan del «santo del pueblo» y del «padre santo» en Extremo Oriente y por los confines del globo a donde llegan naves genovesas. Alternará con todos en el muelle, en la dársena, en barrios altos y bajos, conociendo varias etapas de la Génova republicana, mazziniana, garibaldina, del 31, del 48, del 52 y del 60. Es el fraile penitentísimo y milagrero. Los prodigios se suceden en cadena. Cuando tiene sólo cincuenta y cinco años, sus piernas se llenan de pústulas y llagas. Para colmo, sobreviene el cólera en Génova. Todos huyen de la ciudad. Él, no; al contrario, se ofrece voluntariamente a Dios como víctima para que cese aquella calamidad. Acude al lazareto a socorrer a los apestados, y pronto cae muerto del cólera. Era el 17 de septiembre de 1866, fiesta de las Llagas de San Francisco. [Ecclesia, Nº 1117, del 8 de diciembre de 1962, p. 1557] * * * * * SAN FRANCISCO MARÍA DE CAMPOROSSO por Prudencio de Salvatierra, o.f.m.cap. Otro santo moderno. Todavía hoy, después de no pocos años, en la ciudad y alrededores de Génova, se habla con veneración y cariño del padre santo. Los católicos genoveses no se han olvidado de aquel hombre que vivió entre ellos, recorrió sus calles, visitó sus hospitales, su puerto, sus iglesias y sus campos. Fue el mejor amigo de la ciudad, su defensa y su gloria. El padre santo consolaba a los afligidos, repartía la sopa del convento entre los pobres, sanaba a los enfermos con una breve oración, y hasta protegía a los ausentes y a los que no le conocían. Aquel fraile capuchino podía entrar, con el pasaporte irresistible de su caridad ilimitada, lo mismo en los palacios de los magnates, que en los antros de la miseria; ante él se abrían las puertas de la aduana y del puerto franco, las salas de juego, los cafés y las cárceles; y en todas partes recibía el homenaje unánime de la población que caía a sus pies para saludarle o para pedirle su bendición. Y el padre santo no era un pontífice, ni un obispo, ni un sabio sacerdote, ni siquiera un simple clérigo; era un pobre lego capuchino, sin letras y sin elocuencia, que, por sus admirables virtudes, llegó a ser el ídolo y el rey de Génova, por espacio de más de treinta años. Su nombre, caro y glorioso en aquella ciudad de febriles negocios, es hoy esplendor de la Iglesia y de la Orden Capuchina. Se llama San Francisco María de Camporosso. En el célebre cementerio de Staglieno, un severo monumento de blanco mármol recordaba a los visitantes, hasta hace pocos años, la figura de San Francisco María, y una lápida concisa resumía toda su vida y el heroísmo de su muerte. Decía así: «Francisco de Camporosso, lego capuchino. Nacido de la familia de los Croese el 27 de diciembre de 1804. Muerto en Génova el 17 de septiembre de 1866.- Pobrecillo de Cristo, más dichoso en dar que en recibir. Para los dolores y las necesidades de todos tenía pan, consejos y alientos. Coronó la vida austera y santa de cenobita, ofreciéndose como víctima de expiación al comienzo de la epidemia de 1866. Las lágrimas y el agradecimiento del pueblo quisieron representarlo en este monumento de mármol». Ese sepulcro, construido por suscripción popular, fue desde el primer momento un centro de peregrinación piadosa, de conversiones y de prodigios. Durante medio siglo, los amigos del padre santo llegaban hasta su tumba en incesante romería, y la modesta estatua de fray Francisco vino a ser, entre los maravillosos monumentos de aquel famoso camposanto, el objeto que atraía las miradas y los corazones de todos. Hoy el monumento y el cuerpo de fray Francisco están en la iglesia de la Concepción, en el convento de los capuchinos. Cerca de la tumba hay siempre un ardiente crepitar de cirios, una fragancia delicada de flores frescas y el suave murmullo de fervientes plegarias. * * * La cuna de nuestro Santo fue el pueblecito de Camporosso, oculto en un valle poético y tranquilo de la Liguria occidental, muy cerca de la frontera franco-italiana. Tierra de turismo, de excursiones bullangueras, de rápido correr de automóviles, Bordighera, el valle de Nuria, Camporosso, tienen merecida fama entre los gozadores de la vida, por su clima benigno y por su belleza risueña y florida. A un paso, la aristocrática Niza, el oro tentador de Montecarlo, los pequeños paraísos de la Costa Azul. Toda esa región es hoy el centro de las elegancias y de los despilfarros europeos y aun mundiales. Pero a principios del siglo XIX, cuando nuestro Santo nació, la Costa Azul era un tranquilo país donde se cultivaban con esmero las flores de los jardines y las virtudes de las almas. Anselmo Croese y María Antonieta Garza, los padres de fray Francisco, eran agricultores pobres y honrados, que sabían educar a sus hijos en el amor a Dios y en la práctica del trabajo cristiano. Juan Croese, el futuro santo capuchino, vino al mundo con un carácter humilde y bondadoso, que sus padres fueron moldeando pacientemente, hasta hacer de él el modelo y el espejo en que se miraban todos los niños del pueblo. A los doce años, se encarga de la pesada labor de conducir, por montes y valles, un pequeño rebaño de ovejas, propiedad de su padre. Otros jóvenes, pastorcillos como él, buscan su compañía, escuchan sus consejos y aprenden de sus labios las lecciones del catecismo, rezan las oraciones que él les enseña, y al fin participan también de los pobres regalos de su morral: nueces, castañas, manzanas, pan y queso. Muchas veces, el único que se queda sin comer es nuestro amigo, que ya desde entonces comenzaba a practicar esta máxima, norma de toda su vida: «Es mejor dar que recibir». Un anciano de Camporosso, primo de San Francisco María y compañero suyo en la juventud, ha dejado una preciosa página de recuerdos de aquella edad infantil: «Eramos primos carnales, coetáneos y vecinos de habitación, íntimos amigos desde los primeros años, hasta que él se marchó del pueblo para hacerse religioso. Juntos íbamos a misa y a cuidar el rebaño. Tenía mi primo una conciencia tan delicada y sensible, que cualquiera cosilla se le hacía escrúpulo. Andaba siempre con temor de que sus ovejas penetraran en campo ajeno e hicieran algún perjuicio; y por eso las vigilaba sin cesar. Pasaba el día lleno de merecimientos, con la bendición de Dios, porque siempre tenía la oración entre los labios o hablaba de cosas espirituales. Solía inspirarme piadosos sentimientos de devoción, y me enseñaba sus oraciones que avivaban mi fe y encendían mi corazón en el amor divino. Me corregía dulcemente de todos mis defectos y ligerezas, pues yo era, por naturaleza, vivo e inquieto... En suma, mi santo primo era humilde de corazón, de aspecto devoto, recogido en todo su continente, y sobre todo de una pureza angelical». * * * A los trece años, Juan Croese cayó gravemente enfermo, y los médicos perdieron todas las esperanzas de salvarle. La Virgen del Laghetto, ante cuya imagen toda la familia elevó súplicas fervientes, sanó milagrosamente al niño moribundo. Desde entonces, el amor a María fue uno de los más fuertes afectos de aquel corazón agradecido. El campo de la familia, donde ahora trabaja Juan diariamente, es un nuevo templo para su alma absorta en las verdades celestiales. Sabe infundir a sus amigos las mismas aspiraciones; y todos los domingos, al frente de un grupo de muchachos, visita alguno de los santuarios de la región, ofreciendo a la Virgen largas y fatigosas caminatas, oraciones, cánticos y las obras de caridad realizadas en el trayecto. Por toda la comarca, desde Niza hasta Génova, las virtudes de Juan Croese, y especialmente su caridad con los pobres, eran conocidas y elogiadas unánimemente, y los buenos campesinos sospechaban que el joven iría a parar muy pronto a la soledad de algún claustro. No se equivocaron. Un fraile franciscano conventual se lo llevó consigo al noviciado de Sestri Ponente, en las afueras de Génova, y Juan tomó el hábito de terciario y el nombre de fray Antonio. * * * Comenzó la nueva vida con el ardor propio de sus doradas ilusiones de santidad; pero pronto tuvo que convencerse de que aquello no era suficiente; la vida de los padres conventuales, fervorosa y santa, le pareció demasiado fácil y llevadera. Fray Antonio quería más mortificación, más ayunos, más cruces y más pobreza. Dos años duró la prueba, hasta que la mano de Dios vino a resolver todas las dudas por manera providencial, mostrando a fray Antonio el verdadero camino de su vocación. Un día, estando en oración en la iglesia, vio junto al altar lo que él buscaba y perseguía en sus sublimes anhelos: un joven religioso capuchino estaba arrodillado cerca del tabernáculo, en actitud humilde y piadosa. A fray Antonio le pareció que veía a un habitante del paraíso; la emoción llenó su alma, y no acertaba a desviar los ojos de lo que estaba contemplando. Examinó el hábito del fraile, vio sus pies descalzos, la barba, el cordón y el rosario; se fijó en su mirada encendida por el amor y en su rostro macerado por la penitencia. Se levantó de allí y manifestó a su superior el deseo de hacerse capuchino. Los padres conventuales no pudieron hacer nada para cambiar aquella súbita y resuelta determinación, y eso les sumió en profunda tristeza. La caridad heroica de fray Antonio, su humildad y sus admirables ejemplos en todas las virtudes, habían hecho honda impresión en aquellos buenos padres; le reverenciaban como santo y le querían con afecto fraternal. Pero el llamamiento de Dios era claro y terminante, y fray Antonio estaba cada día más decidido a cambiar de hábito y de convento. A principios de 1824 le hallamos de terciario capuchino en Voltri, y su nuevo nombre es fray Francisco María de Camporosso; después de un año de prueba, es recibido en el noviciado de San Bernabé en Génova. Tenía entonces veinte años de edad. * * * Fray Francisco halló su descanso y su cielo en el pobre convento de San Bernabé. En aquella casa, digna por su pobreza y recogimiento de los primeros tiempos franciscanos, habían brillado por su santidad muchos religiosos, cuyo recuerdo permanecía intacto y daba a los viejos claustros un severo matiz de perfección capuchina. El novicio comenzó a distinguirse de sus compañeros por la oración constante, por la humildad y por la caridad, virtudes que parecían en él una segunda naturaleza, y por la fiel observancia de todas las obligaciones de la vida regular. Fray Francisco no puede estar ocioso; cuando termina sus propias tareas, corre a dar una mano a los otros religiosos, en la cocina, en el huerto, en la sacristía. Si alguien le dice que no trabaje tanto, contesta: «Cuando vivía en mi casa, sufría y trabajaba por amor a mi familia; ¿y ahora no deberé trabajar con más ahínco por amor de Dios?» Pocas palabras dice este buen hermanito; pero estas pocas son siempre alegres y santas. Habla de Dios y de la Virgen María, sencillamente, fervorosamente, como un enamorado. Los frailes quedan cautivados cuando fray Francisco pinta las delicias de la gloria, y suele terminar su descripción con este suspiro elocuente: «¡Oh, paraíso, paraíso!» El 17 de diciembre de 1826 fray Francisco hace su profesión solemne. Da a Dios toda su vida, en una ceremonia impresionante, con el rostro transfigurado por la felicidad. Su pobre hábito capuchino vale para él más que los fastuosos mantos de los reyes. Sus sandalias, que se distinguen de las demás por los clavos y por los remiendos, son excelentes para andar por los caminos de la humildad y de la pobreza en seguimiento de Cristo. En la celda, entre disciplinas y oraciones, goza de los consuelos del éxtasis, y no envidia a los mismos serafines de la gloria. A los pocos días, fray Francisco es enviado al convento de la Concepción, el más importante de la ciudad de Génova. Allí, en una vida agitada por el rudo trabajo de limosnero, emulará las virtudes de los grandes santos capuchinos, hermanos legos como él, que se santificaron con el ejercicio diario y heroico de la caridad. De todos ellos copiará lo más perfecto, leerá sus vidas, imitará sus dichos, repetirá sus máximas, y llegará a ser un fiel discípulo del Seráfico Pobrecillo de Asís. * * * El convento de la Concepción en Génova, residencia del superior provincial, era por aquel tiempo uno de los más grandes e importantes de la Orden Capuchina. El edificio, de sencillez franciscana, tenía siete alas o cuerpos, y contaba más de ciento cincuentas celdas. Por su posición privilegiada, lindante con el famoso parque de Acquasola, por su aire puro y por otras comodidades y excelencias, había sido destinado a enfermería de toda la provincia. Un religioso titulado en medicina y probado en la práctica de la caridad, está encargado de aliviar las dolencias de los enfermos y los achaques de los ancianos. Hay una capilla llena de luz y de santas imágenes y una farmacia bien provista de medicamentos; a veces interviene el acerado bisturí, pero mucho más el crucifijo, que los enfermos no sueltan de las manos. Fray Francisco, mandado por la obediencia e impulsado por la caridad, es el enfermero ideal. A las cuatro de la mañana ya está en pie, para ayudar todas las misas que pueda; después recorre las celdas llevando a unos una medicina, a otros un sabroso caldo, cerrando heridas y mitigando dolores. Y así pasa todo el día y gran parte de la noche. Nadie sabe cuándo duerme ni cuándo descansa el enfermero. Pero todos saben que sus palabras y sus jaculatorias son más provechosas que los mejores remedios de la ciencia, y que sus oraciones curan más pronto que las recetas del médico. Los moribundos le llaman a su cabecera para morir alimentados con sus consejos y fortalecidos con sus palabras de aliento. Muchas veces, las últimas frases de unos labios trémulos son los nombres de Jesús y de María que Francisco repite con fervor. Cuando muere algún religioso, el santo enfermero lava el cadáver y lo amortaja con exquisita delicadeza, mientras va recitando preces por el alma del que murió. Si el muerto es un sacerdote, fray Francisco besa con profunda efusión las manos del cadáver, como un homenaje póstumo a su altísima dignidad. Tres años pasa el Santo en estos oficios, sin salir del convento, a solas con Dios y con sus enfermos. Pero de pronto, se les presenta a los superiores un grave problema que tendrán que resolver sin pérdida de tiempo. Hay en el convento un anciano limosnero, fray Pío de Pontedecimo, que deberá dejar muy pronto sus alforjas y sus correrías, abatido por los años y por el mucho trabajar. Fray Francisco recibe la orden de dejar la enfermería y de acompañar al limosnero y ayudarle. Día de duelo y de más acerbos dolores para los pobres religiosos de la enfermería, que no podrán acostumbrarse a otras manos ni a otras palabras que no sean las de fray Francisco. Y un día, por los caminos y vericuetos del valle de Bisagno, dos religiosos salen a pedir limosna para el convento de la Concepción: uno de ellos es fray Pío, encorvado, con sus largas barbas de nieve, apoyando en el nudoso bastón todo el peso de su vejez; el otro es fray Francisco, joven y robusto, ágil, de elevada estatura, capaz de llevar un mundo sobre sus espaldas. El anciano es conocido y venerado en todas partes: los niños le saludan cariñosos, los mayores le reciben amigablemente en sus casas. Al joven compañero no le conoce nadie; pero a las primeras palabras se echa de ver que es un santo, de virtud acrisolada y madura. Fray Pío ya puede morir tranquilo: dejará un sucesor perfecto que sabrá practicar como pocos las santas tradiciones de los célebres limosneros capuchinos. * * * Las calles de Génova, animadas por la fiebre comercial o política, bulliciosas, pintorescas, vieron pasar todos los días, de puerta en puerta, por espacio de treinta años, a fray Francisco de Camporosso, el fraile de rostro risueño y humilde. Primero, burlas y sarcasmos, palabras desabridas y hasta una pedrada en la frente. El capuchino toma la piedra ensangrentada y la besa, devuelve amables saludos a los que le injurian, ruega por malos y buenos, penetra en los hospitales y en las casas de los pobres, sube las suntuosas escaleras de mármol de los palacios, entra en todas las iglesias y recorre todos los barrios. A los pocos meses, el pueblo ha comprendido que el fraile limosnero es un prodigio de bondad y de paciencia, el amigo de todos, la joya más valiosa de la ciudad. En los muelles del puerto, rodeado de gentes de mala catadura y peor fama, entre aquel abigarrado conjunto de mercaderes y marinos, fray Francisco es el ángel de la caridad y el apóstol del buen ejemplo. A unos les dice al oído sus pecados ocultos, les reprende y les manda a confesarse; a otros les promete sus oraciones para que el negocio ande bien o para conseguir la salud de un enfermo; reparte medallas y hojitas piadosas entre aquellos hombres avezados a manejar viejos billetes de banco y brilladoras monedas de plata; sabe alegrar a los tristes y aconsejar a los pecadores; y nadie se le resiste. Un día, al acercarse fray Francisco al puerto, alguien dice con afectuoso entusiasmo: ¡«Ahí viene el padre santo!» Y el nuevo título del lego capuchino corrió de boca en boca, se adoptó en toda la ciudad, y todo el mundo comenzó a llamarle, con el mismo cariño y respeto, padre santo. Seguramente, esa palabra fue una de las mortificaciones más duras que tuvo que soportar la humildad de fray Francisco; y nos figuramos lo que protestaría de ese honor salido del indiscreto cariño popular. Los mismos religiosos miraban a fray Francisco con no disimulada veneración y recurrían a sus oraciones como se acude a un altar. Pero él contestaba avergonzado: «¿No sabéis que yo no soy sino un pobre asno, atado con una cuerda, capaz de nada y dispuesto a todo por amor de Dios?» De continuo llegan a sus oídos los agradecimientos del pueblo por favores alcanzados por sus plegarias; pero él se excusa graciosamente y asegura que «a pesar de sus muchos pecados, la Santísima Virgen le suele conceder todo lo que le pide». * * * La devoción a María es el lado débil de fray Francisco: por ella está dispuesto a cualquier trabajo; habla de la Virgen con apasionamiento, cautivando los corazones con los elogios de su Reina; reparte medallas y oraciones de Nuestra Señora de las Gracias; deposita en su altar todos los secretos de su corazón filial, la salud de los enfermos, la conversión de los pecadores obstinados, el bienestar de los marinos y de los soldados, los sufragios de los difuntos. A los que le piden consuelo en algún caso desesperado, les contesta: «Vete a rezar a la Virgen de las Gracias, y dile que vas de mi parte; y que te conceda lo que pides». Otras veces dice: «El caso es muy difícil; hay que poner a la Virgen de por medio». Si alguien desea un favor de fray Francisco, ya saben todos que hay que pedírselo por amor a la Virgen, y no lo negará. En sus correrías diarias por la ciudad, es el apóstol persuasivo del amor a Dios y de la devoción a María. Su palabra atrayente, sus ojos benignos, su modestia encantadora, permiten adivinar todo el fuego sagrado de su corazón y la blancura de su alma. Se le ve con frecuencia en alguna iglesia de los barrios, arrodillado ante el altar, inmóvil como una estatua, adorando reverente al Dios de los sagrarios, sacando de allí las energías que después derrochará en su vida de penoso caminar. Un muchacho, compañero inseparable de sus andanzas, tiene que avisar a fray Francisco que modere los ímpetus de la devoción, porque el tiempo vuela sin sentirlo. Ante un crucifijo cualquiera, en el convento o en la calle, se deshace en lágrimas de compasión, como si asistiera en espíritu a las sangrientas escenas del drama divino. Un estudiante de la Universidad viene a pedirle consejo; el fraile, confuso, no sabe qué contestar; toma su crucifijo en las manos y dice: «Yo no he cursado más estudios que los de este libro de madera. Pero rogaré a este buen amigo crucificado para que os consuele y os bendiga». El crucifijo abre a fray Francisco todas las puertas, es la espada invencible de su amor. En la aduana y en el puerto franco, lugares de bullicio, de negocio y camorra, pequeños infiernos de todas las pasiones, no es permitida la entrada sino a la gente del hampa y del gremio; mas para el capuchino no hay prohibiciones ni obstáculos: entra a cualquiera hora, con su canastillo en el brazo, con su crucifijo en el pecho, con la mansedumbre en los ojos. Allí se codea con criminales y gitanos, con marineros y capitanes, y todos a porfía le dan su limosna y le besan la mano o el cordón. De allí salen los arrepentimientos, las conversiones y mudanzas de vida, gracias a unas palabritas de bondad dichas por el padre santo. Todos le conocen y le saludan, todos le quieren como al mejor de los amigos; y él, a través de la costra repelente de la culpa, ve el oro fino de los corazones, y se esfuerza en sacar a flote las vetas preciosas de la escondida virtud. El padre santo no es solamente amigo de los pobres y de los pecadores; a él acuden también los potentados, los sacerdotes y hasta los príncipes de la Iglesia. Los obispos se honran con su amistad, los párrocos y capellanes le quisieran tener siempre en sus iglesias; están convencidos de que una palabra o un ejemplo de fray Francisco tienen más eficacia que las galas y adornos de la oratoria. * * * En el retiro del convento, nuestro Santo es el religioso de admirable observancia y exactitud en todos sus deberes. Pobre, obediente y puro como otro San Francisco de Asís. Sus obras, hasta las más insignificantes y triviales, despiden el aroma de la santidad que no puede esconderse a los ojos de los que viven en su compañía. Es flaco y demacrado, y apenas sabe alimentarse. En los treinta y cuatro años de su vida capuchina, ha guardado la costumbre de comer una sola vez al día: un plato de sopa, unos pedazos de pan duro, algunas verduras y unos sorbos de agua. A veces, el superior le manda tomar una taza de café; pero a nuestro santo penitente se le olvida casi siempre poner el azúcar. Tiene en la espalda una enorme llaga hecha por los cilicios, y apenas puede andar, por las heridas que lleva en los pies; pero nadie lo sabe, y él se esfuerza en ocultar todos sus padecimientos. Uno de los religiosos tiene sospechas de aquellas extraordinarias penitencias del siervo de Dios, y se permite decirle que tenga más caridad con su pobre cuerpo. «¿Y no sabes tú, querido -contesta fray Francisco-, que el cuerpo es nuestro peor enemigo? Como un caballo indómito, es capaz de tirar coces y de desbocarse; hay que amansarle a golpes, con hambre, sed y malos tratos. Mientras vivamos, es imposible la paz entre mi cuerpo y yo». Una noche, el padre Provincial iba por uno de los claustros y oyó el ruido característico de las disciplinas. --«¿Quién es?», gritó. --«Soy yo, padre, soy yo, fray Francisco; estoy domando al asno rebelde». Y este hombre riguroso consigo mismo, que no come ni duerme, que se pasa la vida batallando contra sus propias inclinaciones, es al mismo tiempo la personificación de la dulzura y de la mansedumbre para los demás. Es afectuoso con sus parientes y amigos, visita con frecuencia a sus compatriotas, acaricia a los niños y los bendice, busca a los pecadores, excusa todas las faltas, perdona todos los agravios y tiene siempre un gesto de amabilidad ante los infortunados y ante los culpables. * * * Fray Francisco tiene sesenta y dos años y está achacoso y enfermo. Un día cae en la calle, sin fuerzas y sin sentido, y tiene que ser trasladado al convento en medio de la gente llorosa que no quiere perder al padre santo. A los pocos días, se le ve otra vez mendigando de puerta en puerta. Todos se apresuran a preguntarle por su salud. «La salud está buena -contesta-; pero será por poco tiempo». Y los amigos de fray Francisco lamentan con toda su alma que este hombre sea demasiado profeta. En agosto de 1866, la ciudad y los alrededores de Génova tuvieron que sufrir el terrible azote del cólera, que se ensañaba con fuerza extraordinaria en la población. Las autoridades se sentían impotentes para contener la violencia del flagelo. Uno de los lazaretos más importantes fue confiado a los capuchinos, y fray Francisco corrió a ofrecerse; pero los médicos, viéndole tan débil, no quisieron aceptar sus servicios. El padre santo no se desalentó; iba por las casas particulares, multiplicando sus gastadas energías para llevar a todas partes el consuelo precioso de su presencia y de sus auxilios. La gente moría en gran número. Asistamos a un momento de una solemnidad trágica. Fray Francisco, el santo lego capuchino, está postrado de hinojos en su celda, delante de un crucifijo. Hay entonces un callado diálogo entre Jesús y su siervo. Nadie ha escuchado las palabras misteriosas que debieran grabarse en oro. Cuando el padre santo sale al claustro, tiene el rostro encendido y las manos ardientes: es el amor de caridad y, al mismo tiempo, el primer síntoma de la fiebre colérica. Dios ha aceptado la ofrenda de su amigo: la epidemia cesará rápidamente; pero dejará, entre las ruinas de la catástrofe, el cadáver pálido de la última víctima, la más pura, la más valiosa. Algunos días después de esta escena que presenciaron conmovidos los cielos, fray Francisco tuvo que entrar en la enfermería, y dijo al religioso que le había cedido la celda: «Esto será corto; cuestión de tres días». En efecto; fueron tres días de agotamiento creciente, de dolores agudos y continuos, mientras el alma del santo enfermo parecía impaciente por volar a otras regiones. El amor que inflamaba su corazón, no pudo contenerse al recibir los últimos sacramentos, y exclamaba en arrebatos de cálida emoción: «¡Oh, paraíso, paraíso, qué hermoso eres!» El día 17 de septiembre, fiesta de las llagas del Patriarca de Asís, el padre santo terminó su vida de caridad y de penitencia, dejando los postreros latidos de su corazón como ofrenda de sublime sacrificio por su amada ciudad de Génova. Puede decirse que el cólera comenzó a disminuir, hasta desaparecer completamente, cuando los labios cárdenos del santo moribundo pronunciaron por última vez los nombres de Jesús y de María. Prudencio de Salvatierra, OFMCap, Beato Francisco María de Camporosso, en Idem, Las grandes figuras capuchinas. Madrid, Ed. Studium, 1957, 2.ª ed.; pp. 325-343. * * * * * SAN FRANCISCO MARÍA DE CAMPOROSSO por Casiano de Langasco, o.f.m.cap. «¿Vas tú o voy yo?» Dado el modo de pensar de entonces, parecía obvio que en la familia Croese de Camporosso, pequeña aldea al límite occidental de Liguria (Italia), alguno de los hijos se inclinase por el estado religioso. Poseían una casa y algunos minifundios de los que sacaban aceite, vino y hortalizas con que se alimentaban en la penosa economía campesina de aquel tiempo. Tres hermanos había para pasarse la pregunta uno al otro. Dos hermanitos, niño y niña, habían muerto siendo muy pequeños. Fue Juanito, nuestro santo, nacido el 27 de diciembre de 1804, el que se decidió por la vida religiosa. El consejo de una sabia anciana de la familia le ayudó en su propósito; un religioso conventual de su propio pueblo, fray Juan, le proporcionó la dirección concreta. La decisión tomada por el joven estaba respaldada por el hecho de que su niñez y adolescencia se habían desarrollado dentro de una ferviente religiosidad, de una firme voluntad y de una incipiente disponibilidad para «hacer el bien» a todos. Frecuentaba la iglesia y, apenas llegó a la edad de entenderse con los demás, comunicaba a sus amigos sus pensamientos y oraciones, sobre todo cuando conducía a pastar una vaquilla que garantizaba el alimento de la familia. Muchas veces, acompañado de la familia, peregrinó al santuario de Laghetto, junto a Niza. Cuando apenas tenía diez años, sus padres le habían presentado a la Virgen con esperanza de obtener para el niño una salud más robusta. Lo consiguieron. Algunas veces acompañó a su padre en las visitas que hacía a Mentone, donde intentaba poner en marcha un comercio; precisamente durante el regreso de uno de estos viajes fue cuando el muchacho demostró la coherencia de su vida con las palabras aprendidas en el Evangelio. Su padre, Anselmo, según una tradición documentada le había comprado para la ocasión un magnífico vestido; pero el niño al encontrarse con un pobre tan pequeño como él, le había regalado gozoso ese flamante vestido. La reacción de su padre fue una sonora bofetada. Juanito ofreció inmediatamente la otra mejilla, lo que cortó en seco la ira de su padre y le llenó de admiración. La vocación del joven estaba unida a un secreto impresionante que recordaba como una anécdota misteriosa. Un día que formaba parte de una pandilla de muchachos conflictivos, con actuaciones secretas y equívocas, sintió que una mano invisible lo alejaba imperiosamente de ella. En la guía de esa misma mano se confiaba, al abrirse ante él un camino del que no veía todavía claro su recorrido. La meta no podía ser más que una, teniendo a fray Juan como compañero: el convento de San Francisco de Sestri Ponente, donde residía el religioso. Pensamos que los dos viajeros cubrieron los casi 150 kilómetros de distancia por etapas, al estilo franciscano, es decir, a pie, a lo largo de la fascinante cornisa de la Riviera. El trayecto, además, ofrecía a Juanito la oportunidad de conocer las particularidades de la nueva vida que pretendía abrazar. No tenemos documentación directa para comprobar el nivel de fervor de aquella comunidad. Seguramente sería parecido al de otras familias religiosas de aquel tiempo, que estaban comprometidas en la restauración, después de los desastrosos acontecimientos de la supresión napoleónica. Por algunas frases, que más tarde se le escaparán al futuro fray Francisco María, parece que se sintió desilusionado. El 14 de octubre de 1822, los religiosos le concedieron el hábito de la Orden franciscana seglar, confiándolo a la protección del gran santo de Padua. Le pusieron el nombre de fray Antonio; un hermoso nombre que le recordaba el de su madre. La clase de ocupaciones en las que tuvo que emplearse el nuevo «terciario» en su quehacer diario, fácilmente se pueden sospechar; de lo que estamos seguros es que no ahorraría ningún esfuerzo. Para un hombre maduro como él, la vocación no fue un cómodo expediente, sino una decisión muy pensada. No sería fácil satisfacer su espíritu generoso y ardiente. En esta exigencia interior tendremos que buscar el origen de un cierto malestar que muy pronto brota en su corazón. Deseaba un ambiente distinto de espiritualidad y de sacrificio, pero, ¿dónde encontrarlo? El buen olfato del campesino iluminado por la fe intuye los «signos» de la Providencia. Un día entró en la iglesia de los capuchinos de la ciudad y quedó hondamente conmovido al ver a un joven religioso absorto en oración delante del tabernáculo. Le impresionó profundamente. Tal vez ya conocía a un capuchino del convento de San Francisco de Voltri, el padre Alejandro Canepa de Génova. Le abrió su corazón y los dos de acuerdo tomaron las oportunas decisiones. No hizo caso de los comprensibles consejos de los religiosos conventuales y, sorteados algunos obstáculos, una mañana del tardío otoño de 1824, fray Antonio abandonó sigilosamente el claustro de Sestri y se encaminó rápidamente hacia el convento de Voltri, donde fue acogido con los brazos abiertos. Con la óptima compañía de otro terciario-aspirante comenzó el aprendizaje de la vida religiosa. Le cambiaron el nombre de Antonio por el de Francisco María que fue una divisa y promesa al mismo tiempo. Enseguida el nuevo postulante brilló por su espíritu de caridad. Un testigo ocular, luego religioso también, lo vio «dar a los pobres la propia comida contentándose él con las sobras». Aquel gesto, unido a su conducta habitual, despertó en torno al joven un sentimiento de estima y admiración. Para él, tal modo de obrar, expresaba sencillamente una coherencia con sus aspiraciones. La experiencia de Voltri completaba la de Sestri. Hacia finales de 1825 terminaba sus tres años de postulantado. El vicario provincial, padre Antonio de Cipressa, concede la «obediencia» a fray Francisco María y a su fiel compañero, y los dos juntos se dirigen al convento-desierto de San Bernabé en Génova, donde transcurre el año canónico del noviciado. Novicio capuchino ¡San Bernabé! Este convento, edificado en el monte, en medio del valle, dominado por el viento, rodeado de austera pobreza, sacó a flote del ánimo del terciario reminiscencias no dormidas de su juventud: el áspero olor de los campos, la cabaña de San Andrés que la familia poseía en la campiña. Se sintió inmediatamente como en su propia casa. El noviciado estaba en plena floración, gracias a la abundancia de vocaciones nacidas como por encanto, después de las frías brumas de la tormenta revolucionaria. Los dos recién llegados se sumaron a otros siete aspirantes a hermanos no clérigos que, juntamente con dieciséis novicios clérigos, formaban el noviciado. Fray Francisco María optó por la clase laica. Ciertamente que su deficiente instrucción, recibida de un maestro sacerdote, hubiese sido demasiado pobre para una ulterior formación escolástica; sin embargo, como se demostrará más tarde, estaba dotado de un cociente de inteligencia normal. Posteriormente comentará su decisión con una persona de su confianza, citando el ejemplo del seráfico Padre que no quiso ordenarse de sacerdote porque «era preferible ser humilde y obediente». Los dos postulantes tomaron el hábito la mañana del 17 de diciembre de 1825. Muchos testigos de los procesos de beatificación recordarán sus actitudes durante el noviciado. El maestro, padre Bernardo de Pontedecimo, insigne por su sabiduría y discernimiento, recordaba que «debía moderar el fervor del novicio» porque era insaciable. Los compañeros atestiguaron que fray Francisco María «era bueno y afable con todos»; y fray Tomás, su fiel amigo desde la primera hora, estaba convencido de que fray Francisco María, desde el primer momento, «fue apreciado y estimado por todos». No se conservan otros informes que nos ofrezcan mayores detalles sobre el año de prueba de fray Francisco María y de las circunstancias que lo rodearon. Su línea y su programa de vida y «conversión» se mantuvo constante y tenaz. El noviciado se concluyó con la profesión el día 17 de diciembre de 1826. Limosnero por los pueblos El nuevo profeso tenía veintidós años y la experiencia del noviciado le aportó madurez y firmeza en su vida. Los superiores lo destinaron al convento principal de la provincia, Santísima Concepción de Génova. Este traslado, para alguien menos experimentado, podía haber sido traumatizante. A diferencia del solitario y silencioso San Bernabé, el convento curial estaba poblado de varias decenas de religiosos en número equilibrado entre no clérigos y sacerdotes. Las tareas de aquella imponente masa de religiosos eran muy diversas. Había que llevar adelante entre todos la típica vida de un convento, con la práctica de la llamada observancia regular, diurna y nocturna, y la normal actividad del ministerio sacerdotal. Aquí estaban centralizadas algunas actividades y servicios referentes a toda la colectividad provincial: la curia, la enfermería donde se hospedaban los ancianos y enfermos, una rica biblioteca, la fabricación de la tela para los hábitos. Una vida intensa y penitente se desarrollaba en el convento de la Santísima Concepción. La comunidad se recuperaba lentamente del período tormentoso de inestabilidad y dispersión. No cabía pensar que al recién llegado se le confiasen inmediatamente los trabajos de mayor responsabilidad. No sabemos cuales fueron sus ocupaciones a lo largo de cinco años. Pudo ser enfermero, cocinero, hortelano, sacristán, según las exigencias del organigrama de un convento tan complejo como el de Génova. Nadie lo sabe con seguridad. El recién profeso, sin una responsabilidad determinada, ayudaba en algunas de estas faenas según las órdenes que recibía o según su libre y generosa disponibilidad. «Siempre infatigable y sereno -se lee en los procesos-, se hallaba a punto para echar una mano a sus compañeros de trabajo». El paso por los trabajos más humildes constituyó un entrenamiento para el nuevo giro de su vida y tuvo un influjo decisivo en su desarrollo posterior y, ¿por qué no?, echó los cimientos de su espiritualidad. El año 1831 el limosnero de los pueblos, fray Pío de Pontedecimo, comenzó a sentirse imposibilitado irreversiblemente. No podía más. Los superiores le dieron como ayudante al joven Francisco María. Tras un breve período de adiestramiento podía sustituirle en su puesto. La zona de recolección era el valle de Bisagno, la montaña de la ciudad; el recorrido le obligaba a estar ausente del convento algunos días, sobre todo si visitaba las casas de campo. Aprendió inmediatamente que pidiendo se puede dar también. A cambio de las humildes limosnas de los campesinos, él les sugería palabras de fe como catequesis espontánea y eficaz. A la provocación grosera y cruel de unos muchachotes que un día lo apedrearon, respondió con la inesperada reacción de besar la piedra que le había herido. A los «señores» Sauli, en cuya casa se hospedaban los religiosos por la noche, lo mismo que a sus criados, les dio ejemplo de humildad y devoción. Para el anciano hermano, al que acompañaba, guardó toda clase de atenciones, le preparaba un plato caliente, mientras él se contentaba con las sobras; para el anciano reservaba la cama, mientras él descabezaba el sueño sobre la escalera. En poco tiempo trazó la «regla», el «estilo de vida» que mantendría en sus relaciones con el pueblo. La experiencia como limosnero por los pueblos fue muy intensa, pero no duró demasiado. Cerca de dos años solamente. Limosnero por las calles de la ciudad La limosna era importantísima para la economía conventual de aquellos tiempos. Diez religiosos no clérigos se encargaban del suministro de la fraternidad de la Santísima Concepción. La limosna recogida en la ciudad era mucho más importante que la recogida por los pueblos; con ella, prácticamente, cubrían las necesidades normales los hermanos limosneros. Para facilitarla, la ciudad estaba dividida en barrios. Por la mañana, cada hermano se enteraba en el tablón especial, todavía conservado, cuál era el barrio que le tocaba recorrer para realizar su humilde trabajo; así, a una determinada hora salía a la calle acompañado del imprescindible muchachito de seis a diez años, escogido entre las familias más adictas al convento. El niño estaba encargado de recibir en su bolsa, colgada al cuello, el dinero. El religioso, en la alforja que llevaba al hombro, echaba las limosnas en especie. Comprobado el magnífico resultado de fray Francisco María en el valle de Bisagno, el padre guardián lo destinó a la ciudad. Para entonces ya había adquirido una buena carta de presentación. Si entre los hermanos gozaba de estima y estaba considerado como «un buen religioso», entre el pueblo, a través de la rápida difusión de anécdotas y noticias edificantes, la fama del joven religioso era todavía más cotizada. La gente lo había descubierto muy pronto y, ya en 1834, la aparición matinal de fray Francisco María en la popularísima calle «del Campo» atraía apresuradamente a las mujeres, que pretendían besarle la mano o la manga y lo saludaban llamándole «fray beato». El buen fraile, enflaquecido por la penitencia, de figura severa y, al mismo tiempo, dulce y buena, sonreía, tratando de escapar a los apretones de aquellas almas devotas, alejándose delicadamente, como lo asegura el viajero y escritor francés Augusto Jal, testigo ocular de la escena. Esto no era más que el comienzo de una de tantas jornadas que se repetirían a lo largo de los años hasta su muerte. Por la mañana, en el convento, participaba en el mayor número de misas posible; al muchachito que le esperaba, le preguntaba antes que nada si había desayunado, con intención de servirle enseguida el desayuno. Recitaban una breve oración en la iglesia y luego se ponían en camino. Con el niño hablaba de temas formativos y le enseñaba el catecismo; con la gente no perdía el tiempo en conversaciones inútiles; se acercaba a las tiendas y almacenes, llamaba a las puertas, pero esperaba antes de entrar. Si pasaba cerca de una iglesia siempre entraba a visitar al santísimo Sacramento. El recorrido terminaba hacia el mediodía. A esta hora se dirigía hacia el local del que disponían los religiosos como central para organizar todo lo recogido; el muchacho se marchaba a su casa y el religioso regresaba a su convento. Si era tarde, el niño subía también a la Santísima Concepción para comer. Aparentemente, fray Francisco María repetía todos los días lo mismo, pero cada uno tenía algo de especial. La limosna, como fuente de santificación, no era algo nuevo entre los capuchinos. Nuestro hermano había escogido como protector a san Félix de Cantalicio, el famoso limosnero de la Roma del siglo XVI, a quien se encomendaba con frecuencia. El modo de realizar su humilde trabajo era muy personal, como lo había sido el de su modelo. El «diálogo» con la gente Pedir sí, mas, sobre todo, dar. Gracias a su pronta disponibilidad estableció un «diálogo» con la gente que alcanzó una extrema intensidad, de tal manera que cualquier historiador, no puede profundizar en la vida de la Génova del siglo XIX, si olvida la presencia discreta y generosa del hermano capuchino que, desde los primeros momentos, el pueblo bautizó con el nombre de padre santo. Son los años de anhelos e impulsos hacia el progreso de la ciudad, de las primeras industrias, de su nueva actividad marinera y mercantil, animada por las máquinas de vapor y el ferrocarril. La vieja Génova, refugiada desde siglos en sus estrechos callejones, rompe el cerco de sus muros antiguos en busca de un nuevo aire y confía sus ansiedades cotidianas a un humilde capuchino. Las grandes y, más todavía, las pequeñas ansiedades de la vida sencilla que experimenta el pueblo zarandeado por las nuevas fuerzas, que se mueve y se agita, tratan de abrir nuevos caminos y crear nuevas empresas. El padre santo escucha, escucha siempre: a la niña que padece de los dientes; a la pobre dependiente que está triste porque ha perdido la medallita que le regaló el hermano; al hombre emprendedor que proyecta nuevos negocios y pide consejo; a las madres que piensan de continuo en sus hijos bajo las armas; al sacerdote escrupuloso y a la gente preocupada por las repetidas amenazas del cólera... El diálogo es cada día más amplio porque el religioso no se asusta ante ningún caso. Si le buscan para que visite un enfermo, emprende incluso un viaje incómodo a pie en medio de la nieve; si le piden que interceda para que rebajen el tiempo de prisión a un encarcelado, da vueltas hasta dar con alguien que tenga influencia. La vida del padre santo está sembrada de anécdotas. Sus florecillas, saturadas de gracia y frecuentemente envueltas en algún milagro, reflejan de modo evidente el escenario de la ciudad en el incesante devenir de cada día. De muchos limosneros capuchinos se recuerdan dones especiales de ciencia infusa. Ellos, los ignorantes, sabían hablar de teología y eran reclamados por personajes civiles y eclesiásticos como consejeros. Para fray Francisco María la ciencia de Dios consistía en la catequesis sencilla y en la exhortación a alejarse y purificarse de los pecados, en el consejo de buscar en la Eucaristía y en la oración la fuerza que necesitamos. Sus interlocutores, sin excluir tampoco a la gente cualificada, eran las amas de casa, las tenderas, los cargadores del puerto, que encontraba por la calle o en alguna escalera. A todos les anunciaba, con un lenguaje simple y sin pretensiones, y, más aún, con su entrega personal, el Reino de Dios. A pesar de su candor y la limpieza de su mirada, se daba cuenta del mal, del que no se dejaba contaminar; su programa, por encima de todo, consistía en ser «activista de la paz» entre las familias y los vecinos. Unánimemente lo aseguran los testimonios sobre su vida. Dios le había concedido privilegios especiales para cumplir esta misión. Respondía a las preguntas sin que se las hubieran formulado, leía los pensamientos más ocultos tras recogerse interiormente, hablaba de cosas futuras y lejanas. Su persona parecía que estaba presente hasta en los caminos y sendas no frecuentadas por él. Desde fuera de la ciudad y desde otras regiones le llegaban cartas a las que respondía fatigosamente. Sólo una mínima parte de esta abundante correspondencia ha llegado hasta nosotros. Coordinador de los limosneros Las pruebas de sensatez demostradas en sus relaciones con tanta gente, el prestigio innegable que el religioso había adquirido ante el público y entre sus hermanos religiosos, indujeron a los superiores a confiarle, después de 1840, una responsabilidad especial, típica de la tradición capuchina: el ser «hermano mayor», es decir, el guía y coordinador del numeroso grupo de hermanos limosneros. Este cargo recibía el nombre de coordinador de los limosneros. Se le reconocía exteriormente porque llevaba, colgada del brazo, la característica cesta de mimbre, tejida con la técnica propia de la artesanía capuchina. Pertenecía a su especial competencia la recogida de algunas cosas que podríamos llamar de lujo y que, preferentemente, estaban destinadas a los enfermos, tales como café, azúcar, cacao, chocolate. Por esta razón, solamente él gozaba del privilegio, reservado a los capuchinos, de entrar en el «puerto franco», más allá de la aduana, donde los comerciantes tenían sus oficinas, los entonces famosos despachos y los depósitos de las mercancías más caras. La prohibición de entrar era tan severa que el niño que le acompañaba tenía que esperar fuera. Otra obligación del «coordinador» era también la de proveer a los religiosos de cuanto no se obtenía por la limosna ordinaria, como ropas personales, pañuelos, etc. En el convento de la Santísima Concepción tenía reservado un local como depósito para conservar y distribuir estos objetos o mercancías. También era de su competencia, según una larga tradición, la administración de las limosnas de misas, lo que suponía manejo de dinero. Por añadidura, caía bajo su responsabilidad designar por la mañana a cada uno de los hermanos limosneros su barrio respectivo y resolver las dificultades y posibles divergencias. Esta posición privilegiada, si así podemos llamarla, ofrecía a fray Francisco María la oportunidad de prestar nuevos servicios en favor de todos. Un hecho insólito en la actividad del santo fue su incansable generosidad por medio de los bienhechores en favor de los necesitados, de las iglesias y de otras instituciones. Atendió a su sobrinita, Luicita Gibelli, huérfana de madre. Procuró que estudiase; se decidió por la vocación religiosa y tuvo la alegría de asistir a su profesión en la congregación de Nuestro Señor del Huerto (Gianelline) de la que, andando el tiempo, llegaría a ser superiora general. Una especial preferencia demostró por su pueblo natal Camporosso. Le regaló lampadarios y otros objetos de ornamentación y culto. Para las capillas, que le recordaban las devociones de su infancia, regaló también algunas cosas. Igualmente en los libros de crónicas se cuentan otros muchos servicios que prestó a los hermanos y a los conventos. Sobresalen, de igual modo, las ayudas pecuniarias oportunas y continuadas a favor de familias e individuos en situaciones desesperadas. Gracias a su ayuda, una pobre muchacha de Livorno, que buscaba trabajo en Génova, encontró dentro de un paquete, depositado en una tienda, una oferta providencial de empleo. En una carta de acción de gracias al marqués Carlos Bombrini por una «imprevista e inesperada» limosna, le comunicaba que eran tales y tantos los pobres que le asediaban que no sabía cómo hacer. Durante los procesos de beatificación, como es obvio, estas actividades ofrecieron un cebo fácil para las objeciones del promotor general de la fe. Se recordó a este propósito una intervención del ministro general de la Orden cuando visitó la provincia en 1847. Pero los testigos más importantes estaban al corriente de estas actividades y declararon que las hacía con la debida autorización. Después de la visita del ministro general continuó con estas obras de caridad, apoyado, sin duda, en su irreprensible prudencia y pobreza, además de la rigurosidad en el desempeño del cargo que con plena confianza le habían confiado. El manantial de su vida Las relaciones públicas del padre santo eran el reverso de una moneda, mientras la cara la iba grabando delicadamente con su vida de fraternidad, en las silenciosas horas de la noche. «Tened fe, tened fe», era la recomendación que escuchaban frecuentemente los que solicitaban su ayuda. Él vivía de la fe. Justamente, esta íntima adhesión de su mente y de todo su ser a la verdad le permitía colocar en el sitio exacto cualquier situación propia y de los demás. Sus gestos, sus palabras y, en particular, sus cartas, nos señalan el hilo conductor de su espiritualidad: la aceptación humilde y generosa de la voluntad de Dios, que es «siempre justa, siempre santa, siempre amorosa, siempre paternal con nosotros». Una intensa presencia de Dios en su vida alimentaba y expresaba esta fe. La oración era la aspiración más constante de su vida y, cuando la obediencia le imponía obligaciones que ocupaban todo su tiempo, se valía de algunas estratagemas para dedicar algunos ratos a la oración. Asistía asiduamente a las funciones litúrgicas de la fraternidad, visitaba frecuentemente las iglesias que hallaba en su recorrido de limosnero, prolongaba las horas de la noche dedicadas al recogimiento y a la meditación, cuyos temas eran preferentemente los dolores de Cristo siguiendo la genuina tradición franciscana. El viernes santo, recordaba un testigo, «se dibujaba en su rostro la congoja de su corazón». Su piedad, viril y auténtica, no desdeñaba las manifestaciones espontáneas y populares del pueblo llano. La gente debía pedir los favores a Jesús Nazareno, a la Virgen de las Gracias o del Carmen, que eran las advocaciones más conocidas de la ciudad, o también a san Antonio, san Félix, santa Catalina, san Juan Bautista de Rossi (canonizado en 1860), pero no a él. Luego resultaba fácil al religioso esquivar dulcemente las alabanzas: «Yo no he hecho nada, fue la Virgen la que os salvó». Su integración con el pueblo de Dios que cree y espera, daba a su piedad una dimensión eclesial conmovedora. Sentía en lo más íntimo el ambiente adverso al estado religioso; le hubiese gustado manifestar su indefectible fidelidad al papa viajando a Roma, el único deseo manifestado exteriormente que no pudo cumplir. Percibía muy vivamente las necesidades de la Iglesia y favoreció de todas las maneras puestas a su alcance las vocaciones masculinas y femeninas. En su período de intenso dinamismo evangelizador sintió la llamada a las misiones: «¡Oh, si fuese joven y pudiera acompañar a nuestros misioneros!» Su programa, coherente con la fe, era de permanente conversión. El seguimiento de Cristo para él consistía en transformar el hombre viejo en hombre nuevo por medio del constante control de sí mismo. No se dejaba distraer o trastornar por el halo de cariño y gloria que le rodeaba. Le llamaban santo, pero él comentaba con seguridad y asombro: «Se necesitan muchas cosas para ser santo». Algunos marineros llegaban jadeantes al convento, apenas desembarcados, para darle las gracias; un marinero aseguraba sin titubeos que le había visto sobre el palo mayor de su barco cuando estaba a punto de naufragar en el canal de La Mancha; el religioso, fingiendo ignorancia y asombro, le contestaba: «Mira, yo a rezar voy a la iglesia, no sobre los árboles». La seguridad en sí mismo provenía de su constante avidez de sacrificio y de penitencia. Tenía grabado hondamente en su espíritu, desde los duros años de Camporosso, que el Evangelio había que seguirlo sin atenuaciones y sin disculpas. La pobreza, la mortificación, la renuncia de sí mismo eran las normas indeclinables de su vida: «Vale más una hora de sufrimiento que cien años de deleites», era una de sus frases preferidas. Dormía sobre tablas con un trozo de madera por almohada; cuando visitaba Camporosso, nunca se logró que durmiera sobre la cama, asegura el párroco. Tomaba con alegría las sobras de la comida, y el gesto realizado en unas navidades, cuando después de servir a los pobres la comida pidió al cocinero algunos mendrugos de pan mojados en agua caliente para él, no fue una «florecilla» para la galería, sino la expresión de una actitud. Calzaba siempre sandalias toscas y viejas, nunca se puso un hábito nuevo. Cuando el padre provincial, Valentín de Taggia, en 1848 le mandó ponerse una túnica nueva y dormir sobre el jergón de paja, aceptó la orden con un «sea por amor de Dios». Se sometió tranquilamente al superior cuando en una ocasión ordenó comer carne en día de vigilia; lo mismo sucedió durante un viaje, cuando su compañero, el padre Jaime de Voltri, le recordó el consejo del seráfico Padre de comer de todo cuanto se ponga en la mesa. Este comportamiento, esta santidad, diríamos, de fray Francisco María se fundaba en un sentido de equilibrio y en una sana libertad de espíritu, abierta a la alegría y a la compresión. Percibía las vibraciones poéticas de la creación, como nos lo dice el día en que, al escuchar los alegres gorjeos de los pájaros en la plaza, recordó al padre Oracio las palabras de san Francisco: «Tenemos muchos hermanitos que alaban al Señor»; o en la costumbre de colocar una plantita sobre el alféizar de la ventana, que, al decir de uno de los muchachos que le acompañaban a la limosna, estaba siempre en flor. No nos debemos engañar al contemplar el aspecto austero y reservado de su fotografía. Los religiosos que convivieron con él recuerdan unánimemente que, aun en medio de los sufrimientos y del cansancio, su rostro estaba «siempre alegre y sereno», y la piadosa Magdalena Montobbio, que lo conoció y visitó durante todo el tiempo de su vida religiosa, nos da una elocuente definición de su santidad: «En todo brillaba su santidad verdaderamente amable». La convivencia en comunidad Este atractivo no podía nacer más que de la irradiación de una paz interior, de una sincera colaboración en la vida de comunidad. Algunas frases y anécdotas de la biografía del padre santo son incomprensibles fuera de su contexto. Durante el tiempo que trabajó como ayudante del cocinero nos encontramos casualmente con un caso curioso que confirman muchos testigos. Cogió la costumbre de tener una piedrecita en la boca para ejercitarse en la paciencia y en el silencio, a causa de las frecuentes interrupciones en el trabajo que tenía que aguantar por parte de los religiosos, que, por una razón o por otra, venían a molestarlo. El joven religioso buscó desde entonces una regla de oro para la convivencia en medio de la numerosa comunidad. La encontrará un poco más tarde en un escrito hallado en su celda, ocupada anteriormente por fray Félix, otro religioso muy estimado: «Silencio, mortificación, oración». Confiadamente confesará a otros compañeros: ser fiel a estas tres palabritas fue el secreto de vivir en paz con los noventa religiosos de la Santísima Concepción. Fray Francisco María comprendía la enorme importancia que tiene la paz dentro de una comunidad y aceptaba como ejercicio ascético las dificultades que de ello se derivaban. «Paz con Dios, paz con nosotros mismos, paz con todo el mundo». En el ámbito de la familia religiosa siempre se esforzará para que los frailes conserven la caridad y, si alguna vez se le hiere o se pierde, para que lo más pronto posible se recupere. Los actos de los religiosos no todos estaban inspirados en los más altos ideales de la vocación. Las tensiones del iluminismo y los efectos de la revolución civil marcaron profundamente a los miembros de la comunidad, y sus relaciones se resentían por estas circunstancias. Fue relativamente fácil y de modo positivo la recuperación de la actividad sacerdotal, lo mismo que las relaciones sociales; por otra parte, la provincia conoció un maravilloso relanzamiento del ideal misionero. Sin embargo se notaba un sufrimiento interior; los ánimos no estaban serenos. El punto débil radicaba en usos privados y en la tendencia al individualismo proveniente, sin duda, de la supresión y de la amenaza latente que de un momento a otro podía repetirse. Además, «los proyectos, las esperanzas y la ebullición» que agitaban al mundo exterior, se reflejaban en el interior del convento. Algunos, para usar la pintoresca expresión de un documento, tenían «ideas italianas a la moderna», que demostraban de cuando en cuando clamorosamente. La intervención del ministro general, Venancio de Turín, que giró la visita a la provincia en 1847 e impuso una serie de normas, no consiguió llevar la tranquilidad; más bien, las perspectivas de un porvenir poco seguro agudizaron el problema de la obediencia y de la pobreza que no aceptaban de buen grado algunos religiosos y que provocó una querella mantenida a lo largo de muchos años. La tradicional austeridad muy rígida de los capuchinos sufría en aquel momento las arremetidas y asaltos de las nuevas costumbres «mundanizantes», que los más conservadores juzgaban profanaciones. El padre santo se movía entre las dos corrientes, manteniendo su programa de sufrimiento y de tenaz partidario de la paz. Lo expresaba en sus gestos forzosamente significativos: decir oportunamente una palabra, ayudar a los demás y salir al encuentro de sus necesidades, sin olvidar a los más solos y tristes, como aquel compañero de noviciado a quien visitaba regularmente en el sombrío lugar de su internamiento, el manicomio. Un compañero nos cuenta el programa de perfección que cumplía a rajatabla: «Hacerse santo sin que el mundo se dé cuenta». De hecho, en el círculo de la comunidad se notaba su presencia más por esta fidelidad sensata y su silenciosa virtud que por hechos extraordinarios. Los religiosos fervorosos se sentían reanimados, los menos fervorosos se mostraban inquietos. Su ofrecimiento Muy pocos acontecimientos interrumpieron el trabajo del padre santo. Aparte de alguna peregrinación que realizó, según costumbre, a sus santuarios queridos, en raras ocasiones se alejó de Génova. Viajó algunas veces a Camporosso para cumplir sus deberes filiales con sus ancianos padres; la última vez en el verano de 1852; en 1853 visitó Novi Ligure. El 8 de septiembre de 1862 asistió a la profesión religiosa de su sobrina en Chiavari, a la que visitó una vez más en 1865, en Novi. En la ciudad se produjeron muchos acontecimientos, pero en ellos su presencia fue más de espectador que de actor. En particular durante las revueltas jornadas de la insurrección de Génova en 1849, no es probable que tomase parte directamente. La figura del religioso que baja a diario desde los capuchinos hacia la ciudad, envuelto en la humildad de su oficio, no se alteró a lo largo de los años. Con el pasar del tiempo, su imagen alta y austera comenzó a acusar fatiga y cansancio. Por el año de 1863 le aparecieron varices en sus piernas. Las de la izquierda cicatrizaron y prefirió no someterse a una intervención quirúrgica; en la derecha se le presentó, además, una «costra callosa» debajo de la rodilla, debida probablemente a su costumbre de estar arrodillado. El cirujano, fray Petronio, le practicó una incisión que le retuvo en cama durante cuarenta días y le obligó a llevar una polaina. A finales de 1865 volvieron las molestias y el médico, padre Apolinar, le sometió a nuevas operaciones. El espíritu se mantenía activo, pero la carne se hallaba enferma. Otras pruebas delicadas le esperaban a nuestro hermano al aproximarse el término de su vida. En la primavera de 1866 se celebró el capítulo provincial. Al reflexivo y taciturno Alejandro de Rovereto sucedió en el cargo de provincial el decidido y rígido Juan de Acqui. Los ánimos continuaban tensos porque fuera se recrudecía la borrasca. Como parte del exigente programa de gobierno, el provincial nombró superior de la Santísima Concepción al padre Anacleto Dagnino de Génova, reconocido como de carácter áspero y fogoso. No disimulaba su admiración ante la virtud de su súbdito, pero dentro de la línea de disciplina que impuso a la vida conventual, también impuso algunas normas a fray Francisco María. Le sugirió que no le gustaba que acudiera a la portería con tanta frecuencia y le ordenó que entregara todo lo que administraba, tanto si provenía de las limosnas como de las donaciones del puerto franco. Total, que le relevó de la gestión del depósito del que hemos hablado anteriormente y del resto de las limosnas. Hubo religiosos que criticaron severamente tales normas. Fray Francisco no se inmutó y el mismo padre Anacleto declara que «inmediatamente y simplemente lo entregó todo». Por algunas alusiones inocentes e inadvertidas del religioso, sus devotos intuían algo raro y doloroso; comprendían que se avecinaba rápidamente la muerte de su bienhechor. Con demasiada frecuencia repetían sus labios la expresión, por otra parte habitual en él: «El cielo, el cielo». Entre tanto comenzaban a oírse noticias siniestras. Reaparecía de nuevo el cólera en algunos casos aislados; los barcos estaban sometidos a cuarentena. A primeros de agosto de 1866, fray Francisco María pidió que le dejasen visitar los santuarios marianos de los alrededores. Alguien le propuso quedarse en Nuestra Señora de las Gracias en Voltri; le respondió: «Dejadme marchar». Tenía prisa. En su mirada se adivinaba una profunda tristeza. ¿Qué le pasaba? El 5 de agosto se reconoció «oficialmente» la presencia del cólera en Génova; una mujer contrajo la infección. La misteriosa sensibilidad de las almas hizo sentir también al padre santo todo el drama y el miedo de su gente, de su ciudad. Estar lejos hubiese sido una traición. Sus días se desenvolvían a un ritmo distinto. Animaba a sus devotos y les regalaba imágenes con la bendición de san Francisco. A algunos más íntimos les ofrecía una reproducción de su propia foto que, por obediencia, le había sacado un fotógrafo a punto de malograrse; dirigía insistentemente a todos palabras de fe, de esperanza, sin ocultarles explícitamente su próxima desaparición. Por la noche alargaba sus oraciones penitenciales. El padre Oracio lo sorprendió en una ocasión «abandonado en sí mismo, absorto, como si durmiera». Al día siguiente él mismo confesó al padre cándidamente: no dormía, sufría terriblemente al enterarse de cómo se extendía la epidemia, y se ofrecía a sí mismo y a los otros religiosos para calmar la ira divina, para que se convirtieran los pecadores... El ofrecimiento no fue en vano. El sacrificio El cólera continuaba segando víctimas. El padre santo todavía recorría las calles, pero vivía en su propio cuerpo ya gastado la «pasión» de la ciudad. En una ocasión lo tuvieron que llevar al convento en silla de manos; en bastantes otras se vio obligado a descansar en casa de bienhechores o amigos para poder continuar después. Cierto día entró en el convento de la Annunziata de Portoria y dejándose caer pesadamente sobre un arca, se desfogó contra sí mismo: «Esta carroña ya no puede más». Su situación, anota el atento portero del convento, no le impedía de ninguna manera complacer a los que le buscaban. Pero una mañana -era el 14 de septiembre, día de la Santa Cruz-, hacia las ocho, el padre santo, al salir de la iglesia donde había comulgado, le dijo a fray Luis de Breccanecca que era el portero: «Si alguno pregunta por mí en la portería, yo no vuelvo más a ella». El portero se sorprendió, por lo que fray Francisco María añadió: «Yo sé por qué». Internado por obediencia en la enfermería, dijo con alegría al padre Luis de La Spezia: «Pronto iré a Staglieno» (el cementerio de la ciudad), y a fray Nazario de Gavi, muy amigo suyo: «Consuélate, espero entrar en el cielo; rogaré por ti». Poco tiempo estuvo en cama; el 17 de septiembre de 1866, día de las Llagas de san Francisco, a las cinco de la tarde, «con pleno conocimiento, sereno y tranquilo, después de recibir los santos sacramentos», se durmió en el Señor. El médico, Luis Garibaldi, que estaba presente a la hora de la muerte, certificó que su causa había sido «el cólera fulminante que asolaba a Génova». La conmoción sacudió a la ciudad. No era solamente la comunidad religiosa que perdía uno de sus miembros; era toda la comunidad ciudadana la que lloraba a su amigo, a su bienhechor, a su padre santo. Toda la prensa, incluida la más hostil a los religiosos, se hizo eco del acontecimiento. La modulación de la noticia y su acento expresivo fueron diversos, pero todos coincidieron en un sincero y único pesar. Pío XI lo beatificó el 30 de junio de 1929, y Juan XXIII, al terminar la primera etapa del Concilio Vaticano II, el 9 de diciembre de 1962, lo canonizó. Casiano de Langasco, O.F.M.Cap., San
Francisco María de Camporosso. La manera de dar pidiendo, en
AA.VV., «... el Señor me dio hermanos...».
Biografías de santos, beatos y venerables capuchinos. Tomo II.
Sevilla, Conferencia Ibérica de Capuchinos, 1997, págs. 99-121.
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