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28 de septiembre |
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El domingo día 12 de noviembre de 1961, la Gloria de Bernini, en la basílica vaticana, vestía sus mejores galas y fulgores para honrar a un nuevo beato, esta vez en la figura de un humilde fraile de la Orden Capuchina. Nos referimos al beato Inocencio de Berzo (su nombre de pila Juan Scalvinoni), cuya causa de beatificación, introducida el 22 de enero de 1919 en la Sagrada Congregación de Ritos, cerraba entonces su primer ciclo solemne. Brota esta humilde flor -como un «edelweis» entre blanca nieve- en uno de los más pintorescos valles alpinos al norte de Italia, en Val Camónica, provincia de Brescia, el 19 de marzo de 1844. Eran sus padres Pedro Scalvinoni y Francisca Poli, tan escasos de caudales como ricos de espíritu cristiano, siempre abandonados en las manos del Señor y confiados en su divina providencia. Oración, trabajo y amor mutuo era el programa de vida, y nadie se acostaba en la familia sin haber participado en el rezo colectivo del santo Rosario. En tal ambiente empezó su formación interior que lo llevaría luego a la santidad. Cuando contaba apenas tres meses se queda ya sin padre, víctima de enfermedad. De su madre aprende presto el santo temor de Dios, una devoción filial a la Santísima Virgen y un delicado amor a la pureza. A los nueve años, el obispo diocesano (de Brescia) le daba la primera comunión, que recibió con indecible contento y candor. Sus ojillos avispados se clavaban en el tabernáculo y en la sagrada forma con la fe consciente del adulto, como si viese la presencia real del Señor. Mas aquel primer abrazo eucarístico parecía sellar una transformación fundamental. ¿Qué le habría dicho Jesús? Pronto se desvelaría el secreto cuando un día le dice todo gozoso a su madre que el Señor le llama. Noticia que ella acoge con emoción y lágrimas, dando profundas gracias a Dios por predilección tan singular: la vocación al sacerdocio. Camino del altar Recibido el sacramento de la confirmación el 3 de octubre de 1861 del mismo Mons. Verzeri, que le había dado la comunión, ingresa en el Colegio Marinoni, de Lovere. Cinco años estuvo en él superando con brillantez los estudios del gimnasio, hasta que pasó seguidamente al seminario diocesano de Brescia, donde completaría sus estudios. Allí fue un maravilloso ejemplo para todos sus compañeros. Para mejor corresponder a la gracia de su vocación se puso desde los primeros días bajo la protección de la celestial Señora, como hiciera también en sus años el santo cura de Ars. El 23 de diciembre de 1865 daba el primer paso solemne del subdiaconado, camino del altar, al que llegaría con la ordenación el 2 de junio de 1867, a los veintitrés años de edad, de manos del mismo prelado que le dio la comunión y la confirmación. ¡Qué viva emoción para él mismo y para su madre, y para los bienhechores allí presentes que le habían auxiliado en sus largos dispendios hasta el altar! Su primer destino es en la parroquia de Cevo, una de ésas rurales colgadas entre riscos montañosos en la alta Val Camónica, como coadjutor de un venerable y buenísimo párroco, don Codenatti. Éste, al dar cuenta a la curia diocesana, escribe: «El Señor me ha bendecido, al mandarme este piadoso y celoso coadjutor». El centro de su ministerio apostólico será el confesonario. Sabía insinuarse suavemente en las almas con aquella bondad y afabilidad que son las mejores medicinas para curar las almas y conducirlas a Dios. Muchos recurrían a él como a un santo; no pocos pecadores, incluso obstinados, regresaban convertidos. Imitaba así al Buen Pastor que con gozo y ternura acogía a las ovejas descarriadas y no las perdía de vista hasta tornarlas al redil. Su persona era una bendición para toda la comarca; los párrocos se lo disputaban para la predicación, porque su palabra vibrante de doctrina, de unción y de gracia procedía de un corazón ardiente de fe y de amor que agradaba a todos y a todos edificaba. «¿Dónde está el colchón, hijo mío!» Su caridad no tenía límites. Lo habría dado todo. Sacaba del puchero los mejores tasajos para llevarlos a los pobres más hambrientos y necesitados. Un día su madre le reprochó este proceder. Contestóle él de rodillas y respetuosamente: «Perdóneme, los he repartido entre unos pobres enfermos». A lo que replicó irónicamente su madre: «Bendito hijo, ¿hasta la olla habré de cerrar bajo llave?». Un día, su madre, al limpiar su habitación, repara que no tiene el colchón en la cama. «¿Dónde has dormido, hijo mío, esta noche?», le inquiere. Él finge no comprenderla: «¿Dónde puedo haber dormido, sino en mi habitación?». -- Quiero decir sobre qué cosa has descansado, ya que no está ni el último colchón que con tantos sacrificios te procuré la pasada semana. -- ¡Ah, sí! Se me había olvidado decírselo. Fue ayer durante vuestra ausencia. ¡Si hubiérais visto aquella casa y aquella enferma de siete años ya! Créame, a mi me va mejor dormir así». Y en la habitación, en lugar del colchón, la madre había hallado unos haces de leña. Otro día presentóse un pobre enfermo, necesitado del todo. El santo registra la despensa y los armarios. Todo cerrado. Pero, ¡ah! En el fogón se está cociendo un pollo. ¡Oh, providencia! Sin dudar un ápice, quita el pollo y... al pobre que va. Regresa la madre a casa, y mecánicamente añade nueva leña al fuego de la olla; mas, cuando luego se dispone a destaparla para sacar el pollo, ¡éste ya había volado! Dadas sus aptitudes para tratar con la juventud, el prelado, a instancias del rector Bertazzoli, le nombre vicerrector del seminario diocesano, donde fue la edificación de todos. Una mañana invernal, al regresar al seminario vio a un pobre anciano, descalzo y mal vestido, que tiritaba de frío. Tanta compasión le inspiró que quitándose el calzado se lo regaló al pobre viejo. Alumnos y profesores creyeron aquel día que se había olvidado de ponerse los zapatos... Tras las pisadas seráficas De Brescia pasa a Berzo inferior, de coadjutor de don Geresetti, con iguales muestras de santidad que en Cevo entre sus feligreses. A pocos kilómetros de allí, enfrente, sobre un monte quebrado, se halla el antiguo convento de la Anunciación, de los padres capuchinos lombardos. Gustábale visitar este solitario convento, fundado en 1475 por el beato Amadeo de Silva, noble portugués, y que con el tiempo fue lugar de retiro de varones ilustres en ciencia y virtud. Allí oyó la voz del Señor que le invitaba a seguir las huellas del serafín de Asís. Recibidas las letras testimoniales de la curia diocesana y la consiguiente aceptación del provincial de los frailes, el 16 de abril de 1874 vestía el hábito capuchino tomando el nombre de padre Inocencio. Le tentó el demonio con escrúpulos y remordimientos vanos, hasta que al fin, con el auxilio de Dios y la Virgen, recobró la paz su alma atormentada. El 29 de abril de 1875 emitía su profesión religiosa. A los dos meses partía para el «profesorio» de Albino. En octubre de 1876 regresaba al Berzo como vicemaestro de novicios de la Anunciación, donde por espacio de diez años fue una estampa viviente de profunda humildad, continua oración y austerísima penitencia. En 1886 lo destinan al convento de Milán para colaborar en la redacción de Anales Franciscanos. De aquí pasa al convento de Crema; y de nuevo al convento de la Anunciación, de Berzo, como preceptor de los jóvenes estudiantes. Entonces, su salud terriblemente minada por sus tremendas penitencias y achaques, preocupa a los superiores que piensan trasladarlo a un mejor trato en Bérgamo; pero ya es demasiado tarde. Sus últimos instantes son asistidos por monseñor Celestino Cattaneo, prelado también capuchino, amigo y admirador suyo. Recibe los santos sacramentos y saluda a la «hermana muerte» loando al Señor, el 3 de marzo de 1890. Su entierro fue un plebiscito popular de veneración al santo, hasta el punto que, a pesar de la vigilancia, las gentes fueron cortándole cabello, barba y hábito, que hubo de cambiársele por tres veces. Los pies en agua helada Su austeridad había sido rigurosísima, tanto que evocaba la de San Pedro Alcántara. En invierno metía pies y manos en agua helada. En verano se exponía a los ardientes rayos del sol y soportaba molestos insectos, tales como moscas, mosquitos y tábanos. Disciplinaba su cuerpo con látigos y cilicios. Las sábanas de su lecho estaban a menudo salpicadas de sangre. Parecía un esqueleto, de modo que ya a los cuarenta años de edad, encorvado y decrépito, las piernas temblorosas y vacilantes, inspiraba verdadera lástima. No daba satisfacción alguna a su cuerpo; temía siempre que predominara sobre el espíritu. Como dato curioso diremos que los dos milagros presentados a su causa de beatificación se han realizado en dos niños: uno de siete años, afectado de oclusión intestinal con perforación y peritonitis séptica mortal, y el otro, de cuatro años, con tumor maligno cerebral, que practicada la biopsia daba prognosis letal. [Luis Sanz Burata, El nuevo Beato Inocencio de Berzo, en Eccesia 21 (11-XI-1961) pp. 1437-38] * * * * * El Beato Inocencio de
Berzo Si hay una santidad que coloca al hombre en su auténtica dimensión, es la santidad del siervo de Dios que se siente «inútil», consciente de su humanidad carente de valores mundanos y agobiada por su íntima pobreza, en contraste con la maravillosa abundancia de la gracia. Esta es exactamente la santidad de Inocencio de Berzo: una santidad que aparentemente no tiene historia, que no tiene cosas que contar, que se ha desarrollado sin ningún acontecimiento de relieve. Sin duda es un santo original y no es fácil encasillarlo en los esquemas tradicionales, porque está considerado como el santo de los continuos fracasos. Ciertamente, un repaso superficial de su vida nos induce a pensar que su biografía se cuenta narrando no sus éxitos sino sus fracasos. Pero el biógrafo más distraído se da cuenta de que estos «fracasos» expresan una coherencia, una riqueza y una libertad interior que sólo las almas grandes pueden obtener. Su gente y su valle El beato Inocencio nació en Niardo, pueblecito situado en el valle de Camónica (Brescia), en 1844, el día 19 de marzo, «día dedicado al humilde y silencioso esposo de la madre de Dios». Su madre, Francesca Poli, subió desde Berzo a su Niardo natal para dar a luz a su primera criatura. No era joven; tenía ya 35 años y estaba casada desde hacía uno con Pietro Scalvinoni. Siguió al marido a Berzo, donde él, viudo desde hacía tres años, tenía su casa, su trabajo y un hijo de su primera esposa, llamado Lorenzo. Así fue como el beato nació en Niardo en casa de su abuela y, entre Niardo y Berzo, se desarrollará prácticamente toda la primera parte de su vida hasta los treinta y un años, 1874, en que entrará en la Orden capuchina. Fue bautizado en la iglesia parroquial de Niardo tres días después de su nacimiento, el 22 de marzo, y le pusieron el nombre de Juan. Pronto la alegría de la casa se transformó en un gran dolor. Su papá, Pietro Scalvinoni, muere cuando Juanito tenía pocos meses. A los tres años fallece la abuela; entonces aparece junto a la madre un hombre bueno y singular, su tío Francesco. Se trata de un hermano de la madre que acoge a Juanito como a un hijo, lo educa en la piedad y en el trabajo, le trasmite su experiencia y sus ideas. Tal vez junto a su tío Francesco, Juanito tuvo la experiencia de las primeras alegrías estimulantes en la oración y en el apostolado. En lo alto de los montes de Niardo, durante el silencio inmenso, su mente infantil se abría a las cosas de Dios, conmovida por las palabras simples, por las historias llenas de concreta sabiduría y al mismo tiempo sugestivas de su tío Francesco. Por la noche, cuando llegaba la hora de acostarse sobre el jergón de paja para dormir, el pequeño Juan no permitía a su tío conciliar el sueño. Tenía que estar despierto porque era el tiempo de decir las oraciones y cumplir todas sus devociones, rezar a la Virgen, a los santos, recordar las almas buenas de los difuntos de la familia y todas las almas santas del purgatorio. Su familia y su valle, su casa de labradores y sus montañas, los rostros severos y las manos callosas de las personas, el timbre áspero y reposado al mismo tiempo de sus voces, la dulzura de los corazones y los sentimientos profundos vividos con la discreción, el pudor y la nobleza de los pobres. Este es el mundo en el que Juan Scalvinoni realiza sus primeros descubrimientos y vive sus primeras emociones y en el que se esboza la inconfundible fisonomía de su personalidad y de su santidad. Los años de formación Luigi Marinoni, uno de sus primeros biógrafos, que además fue su maestro en Lovere, recuerda así el ingreso de Juan Scalvinoni en aquel colegio: «Entró en el colegio de Lovere, dirigido entonces por D. Taccolini, hombre culto y vigoroso. El ejemplo del director y de otros sacerdotes que unían la ciencia a la piedad tuvo un influjo decisivo en el alma del jovencito. Seguía sus orientaciones y sus costumbres con tanta sinceridad y esfuerzo en todo los aspectos, que pronto se colocó en los primeros puestos por conducta y aprovechamiento». Los cinco años pasados en el colegio de Lovere fueron decisivos para la maduración humana y la orientación espiritual de Juan. Durante estos años aparecen las tres características que más tarde serán el distintivo de su fisonomía humana y espiritual: una inteligencia viva unida a la afición permanente por el estudio y una extraordinaria capacidad de trabajo; el liderazgo sobre cuantos le rodean, atenuado, o, por mejor decir, iluminado, por su delicada y cuidadosa atención hacia todos, particularmente hacia los más débiles, y su deseo de servir y pasar desapercibido; la devoción hasta el enamoramiento de la eucaristía, que será, en definitiva, la alegría de su vida. Al concluir los años del bachillerato, los superiores del colegio de Lovere trataron por todos los medios de que el joven Scalvinoni se quedara con ellos hasta el punto de prometerle «instrucción y asistencia gratuita durante los estudios de filosofía y teología». Contaba cerca de dieciocho años y se había trazado un camino con toda firmeza. Lo acariciaba como un sueño, como una realidad casi palpable. En el otoño de 1861 Juan Scalvinoni entra en el seminario de Brescia y se prepara para recibir la ordenación sacerdotal. Desde este momento su vida se torna más severa y ordenada. Se esfuerza por acomodarlo todo, por coordinarlo con destreza a la nueva ilusión de su vida. En este tiempo aparece el primero de los «reglamentos espirituales» que Juan establece para sí mismo y que renovará con frecuencia, introduciendo las modificaciones que respondan mejor a la exigencia espiritual. Él los llama «horarios» simplemente, pero en realidad son pequeños tratados de ascética orientados, sobre todo, a trazar normas para la elevación de su espíritu. El aspecto, con más interés para nosotros, de esta serie ininterrumpida de autoimposición (el primero data del primer año del seminario y el último lo escribe siendo ya capuchino), consiste en el predominio que para él tiene la vida interior sobre la exterior, la tendencia hacia la soledad para entregarse mejor al diálogo con Dios. Todo el día lo convierte en oración: desde el primer pensamiento de la mañana, que es un saludo afectuoso a la Virgen, hasta la voluntad de realizar todas las acciones en unión con la intención con que Jesús actuaba, las visitas al santísimo sacramento y a la Virgen y el examen de conciencia. Sacerdote al servicio de los hermanos Juan Scalvinoni acaba de cumplir los 23 años y se encuentra dispuesto para entregarse al Señor y a los hermanos. El 2 de junio de 1867 el obispo de Brescia, Girolamo Verzeri, lo ordena sacerdote para siempre. Lo primero que cambia en don Juan al recibir el sacerdocio es su manera de orar. Escribe en su diario: «Lo que más necesitamos nosotros es callar delante de nuestro Dios tanto en lo que se refiere a la voluntad como a las palabras. La palabra que más gustosamente escucha es "la palabra muda del amor"». Este es un pensamiento breve que nos abre una parte de su alma. La preparación prolongada, la rigurosa e ininterrumpida disciplina de sí mismo, el ejercicio de la bondad, de la humildad, de la oración, le han conducido a este silencio absoluto de la mente y de todo sentimiento, a «la palabra muda del amor». El primer campo de su ministerio sacerdotal fue Cevo en Valsaviore, donde desempeña el oficio de coadjutor. Dos años permanece allí. Después, el obispo le nombra vicerrector del seminario de Brescia. Pero solamente un año después fue depuesto de su cargo porque -se lee en los procesos de beatificación- «le faltaba autoridad». El arcipreste de Berzo, don Ceresetti, logró que fuera destinado a Berzo como vicepárroco. Dos años permaneció allí. Fueron años de intenso y gozoso trabajo, de oración y dedicación a los demás. Cevo o Brescia o Berzo, le da lo mismo. Él es sacerdote del Señor. Su vida es adorar, amar, entregarse. El sacerdocio se le ha dado, no para sí mismo, sino para los demás. Su tiempo pertenece a los demás. La oración, la predicación, la dirección espiritual le absorben por completo. Las pocas cosas de que puede disponer no las considera suyas, sino de los pobres. Escribe en su diario: «Debemos pensar que nuestro prójimo vive en el seno del Salvador». Su madre tiene que estar atenta porque las cosas de la casa pueden desaparecer. Basta que llegue algún pobre y podrá llevarse lo que necesite, incluso la cena preparada. «Nosotros podemos comer mañana», dice él. Nunca se cansaba de pensar en los demás o de permanecer en adoración, nos dicen los procesos. Si se tomaba algo de tiempo para sí mismo y para su provecho, lo dedicaba a leer los artículos de la Suma de santo Tomás en la sacristía. A pesar de la austeridad de su vida y el compromiso pastoral, a don Juan le obsesionaba el pensamiento de la Annunziata, un antiguo convento habitado por los capuchinos. Allí le aguardaba la Virgen. Junto a ella se había familiarizado con los religiosos y con su manera de vivir y ahora facilitaría su entrada en esa familia de hermanos. En el convento de la Annunziata Cuando en abril de 1874 subió don Juan al convento de la Annunziata, hacía apenas treinta y un años que los capuchinos se habían establecido allí. Habían entrado el 5 de junio de 1843; en cambio, el origen del santuario y del convento eran de la segunda mitad del siglo XV. Había sido fundado por el beato Amadeo Menes de Sylva, iniciador de la reforma franciscana de los «amadeítas», que tuvieron en la Annunziata, casi durante un siglo, uno de sus centros. El padre Felicísimo de Qualino, maestro de novicios, le impuso, junto con el hábito, el nombre de fray Inocencio de Berzo. El novicio Inocencio destacaba entre los demás por su afición a la penitencia, a las humillaciones y a las privaciones características de los capuchinos. Fray Inocencio encontraba en ellas su alegría. Había hallado finalmente lo que desde siempre había deseado. Se lee en los procesos de beatificación: «Era exactísimo en las obligaciones más mínimas, se consideraba el último en todo, como el más despreciable del noviciado, cuando en realidad era el primero en todas las cosas. El primero en los actos de piedad, en la asistencia al coro, en el recogimiento interior, en el más riguroso silencio. El primero en la pobreza más completa, en el sufrimiento de la penitencia, en el desempeño de los trabajos más humildes, en los encargos más bajos que, para la educación de la humildad, se acostumbra a confiar a los novicios y que él reclamaba como si fueran un privilegio». Es interesante el comportamiento de fray Inocencio a propósito de la llamada «corrección fraterna», una costumbre de entonces entre las más sugestivas y características del noviciado. Oigamos lo que escribe el padre Timoteo de Brescia: «En el noviciado de los capuchinos existe la santa costumbre de que los novicios se corrijan recíprocamente, con humildad y caridad, los propios defectos. ¿De qué manera se comportaba nuestro fray Inocencio en la práctica de esta recíproca corrección? Una parte de la misma resultaba muy agradable a su humildad; bastaba estar presente para ver y escuchar con qué alegría y reconocimiento aceptaba cualquier observación o corrección, persuadido como estaba de ser digno de cualquier censura o reprensión. En cuanto a la otra parte, que consistía en corregir los defectos a los otros, nunca encontraba nada que decirles y terminaba siempre pidiendo perdón por sus propios escándalos y suplicando a los compañeros que por caridad le corrigiesen sus muchos y graves defectos». El espíritu de penitencia se le desarrolló tanto que se convirtió en una verdadera sed de sufrimientos. Obtuvo permiso para ponerse el cilicio con más frecuencia de lo acostumbrado: «Se lo colocó tan apretado a su talle que sus puntas agudísimas le penetraban en la carne y le cortaban la respiración». A fray Inocencio no había que estimularle por tanto a la perfección capuchina, sino guiarle con prudencia e incluso frenar sus ansias de inmolación. No fueron precisamente las humillaciones y las penitencias la prueba más dura que fray Inocencio tuvo que superar durante el año del noviciado. Llevaba una herida muy profunda en el corazón que le causaba un sufrimiento angustioso porque tocaba su sensibilidad y su conciencia de hijo y de sacerdote: era el recuerdo de su madre. ¿Cómo había podido él, hijo único, que llegó al sacerdocio gracias a los sacrificios y privaciones de su madre, abandonar ahora, en la vejez y en la pobreza, a esta pobre mujer? Quien conoce a la gente de montaña sabe qué tiernos y profundos son los sentimientos de su corazón. El afecto de fray Inocencio por su madre era inmenso. En el corazón del novicio fray Inocencio aparece otro rostro, otra figura de madre: la Virgen, que le ayuda a superar su angustia. Su madre le ha hablado tantas veces con acento conmovedor de Ella que le parece conocerla a fondo, como si fuese una persona que pertenece a su familia, que ha seguido su desarrollo en cada uno de sus pasos y su camino hacia Dios. Dentro de su alma el rostro de la Virgen se confunde con el rostro de su propia madre; posee casi un mismo perfil y en momentos diversos se colorea distintamente, bien apareciendo más nítidas las líneas de una, o bien las de la otra. Poco a poco su madre, Francesca, se oculta en el rincón más profundo de su corazón, su voz se debilita, aunque permanece como una llama que no se apaga nunca, pero que tampoco le molesta ni le hace sufrir. Ella, que le había enseñado quién era la Virgen, ahora entrega a la nueva madre al que antes era solamente su hijo. Escuchemos a un testigo: «Su amor a María creció en intensidad, en fuerza y en expansión, sobre todo cuando su corazón perdió la intensa ternura natural que sentía por su madre, primeramente por la renuncia a su compañía y más tarde por su muerte». Obediente a un proyecto En la mañana del 29 de abril de 1875, el novicio sacerdote fray Inocencio de Berzo se unía en la eucaristía más profundamente a Cristo, víctima y sacerdote. Juntos estaban el ofrecimiento de la víctima divina y su propio ofrecimiento. Públicamente, ante la Iglesia, realizaba su consagración en la vida religiosa y se comprometía a observar la Regla de los capuchinos y vivir en obediencia, en pobreza y en castidad. Su sueño de entrega recibía la confirmación de la Iglesia y se convertía en realidad. Desde este momento él pasa a ser propiedad del Señor y de los hermanos. Nada le pertenece, ni siquiera su propia persona. Desde ahora su preocupación será no recobrar nada de lo que ha entregado a los demás. Desde este momento emerge nítidamente el proyecto que Dios le ha trazado. Es un proyecto extraño y, a primera vista, parece una contradicción, pero lentamente se esclarece en toda su grandeza. En los comienzos, tal vez, el mismo padre Inocencio tuvo la sensación de ser más bien un objeto que sujeto o protagonista de su destino. Después, poco a poco, todo se aclara: la intuición del corazón mucho antes que la lógica de la razón, le inclina a aceptar y a vivir con alegría el proyecto que Dios ha trazado para su persona. Los primeros atisbos de este proyecto los tuvo cuando estudiaba en Lovere y en el seminario de Brescia. Según todos los testigos, era uno de los mejores alumnos, tanto en lo tocante a la disciplina como en lo tocante al estudio: «Asiduo en la aplicación, incomparable en su generosidad, se distinguió inmediatamente por sus progresos, especialmente en latín y en matemáticas, hasta el punto de merecer calificaciones extraordinarias y un premio especial durante un acto académico; pronto demostró poseer una mente muy despierta, una memoria ágil y tenaz, profundidad de sentimientos y firmeza de voluntad». Sin embargo, es al mismo tiempo el hazmerreir y juguete de los más pillos que lo toman como objeto de sus jugarretas y de sus chanzas. En estos episodios se descubre ya el esbozo de la fisonomía espiritual del padre Inocencio; lo mismo nos indican las continuas y aparentes contradicciones entre el cambio permanente de los cargos que se le confían y la sólida madurez de su cultura, de su inteligencia y de la tenacidad de su voluntad. Los siguientes datos nos dan una síntesis esclarecedora de su vida en este aspecto: ordenado sacerdote el 2 de junio de 1867 fue destinado a Cevo como coadjutor. Sólo dos años después fue nombrado vicerrector en el seminario de Brescia. Al año siguiente fue depuesto de este cargo y regresa a Berzo, primero como «confesor adjunto» y más tarde como vicepárroco. Cuatro años dura en este cargo -1870-1874-, mientras su espíritu inquieto buscaba el propio camino. El 16 de abril de 1874 toma el hábito religioso y comienza el noviciado en el convento de los capuchinos de la Annunziata. El 29 de abril de 1875 profesa temporalmente y se le destina al convento de Albino. Tan sólo un año después regresa al convento de la Annunziata. Dos años después, tras la profesión solemne, se le nombra vicemaestro de novicios. En este cargo duró algo más de un año. En noviembre de 1879 se traslada el noviciado a Lovere e Inocencio se queda en la Annunziata sin cargo alguno. Al año siguiente, octubre de 1880, se le destina a un cargo de cierto prestigio: en Milán-Monforte forma parte de la dirección de la conocida revista titulada Annali Francescani. Pero sólo unos meses después, en febrero de 1881, baja a una posición más modesta, la que podríamos llamar su «pasión»; se le envía como suplente al convento de Sabbioni en Crema. En junio de 1881 sube de nuevo a la Annunziata: regresa a su casa, a su valle, a la soledad, al fervoroso y activo apostolado. En otoño de 1889 recibe una llamada de los superiores, pero esta vez no es para trasladarlo de convento. Lo presentan a los hermanos de la provincia religiosa para que predique los ejercicios espirituales en los principales conventos: Milán-Monforte, Albino, Bérgamo, Brescia. Los religiosos de las fraternidades más pequeñas pueden reunirse para escuchar la palabra del padre Inocencio. Pero esta vez es el Señor el que le sale al encuentro. Mientras predica en Albino enferma gravemente, se le conduce a la enfermería de Bérgamo y allí muere el 3 de marzo de 1890. Es interesante seguir en la vida del padre Inocencio las alternativas de ascenso y descenso que marcan tanto los años de ministerio como sacerdote diocesano, como los de su vida religiosa. Parece que los superiores tienen la impresión de que no ocupaba nunca el puesto justo. Si desempeñaba un oficio de poca importancia fácilmente se descubrían sus brillantes dotes intelectuales y humanas; entonces los superiores caían en la tentación de confiarle un cargo de mayor responsabilidad. Pero cada vez tenían que replantearse de nuevo el problema, porque los resultados no respondían a las esperanzas. En realidad, lo que el padre Inocencio deseaba es servir estando en el último puesto: «Se había encorvado físicamente y se retiraba a un rincón como si intentase desaparecer». La convivencia con los demás religiosos es uno de los aspectos más simpáticos de la vida del padre Inocencio. Los religiosos no eran muy propensos a reconocer la presencia de un santo dentro de la fraternidad. «Tenéis un santo en el convento y no lo sabéis», se quejaba cierto día una mujeruca que había subido hasta la Annunziata. En cambio, tenía un superior que le venía a su medida; era un superior que no creía de ninguna manera en su santidad; más bien se molestaba cada vez que lo encontraba con los ojos bajos y recitando jaculatorias; y entonces buscaba las formas más originales de maltratar al pobre frailecito; en cambio, el padre Inocencio se lamentaba de que las molestias que le causaba el superior le trajeran a él tanta alegría. La experiencia más intensa de su convivencia en fraternidad la experimentó poco antes de morir. Y no será aventurado afirmar que fue precisamente esta experiencia la que minó tan profundamente su salud que lo llevó a la muerte. Nos referimos a la experiencia de los ejercicios espirituales. Para él no se trataba únicamente de una tanda de ejercicios o de una serie de tandas seguidas. Se trataba de un contacto íntimo con las almas de sus hermanos los religiosos de la provincia. Con toda seguridad, pensar en los ejercicios, tener que prepararlos le resultó una nueva y estupenda experiencia. Mientras planeaba las pláticas y ajustaba la argumentación, desfilaron por su mente muy vivamente los conventos, las fraternidades, sus hermanos los religiosos. Se iba a encontrar con ellos en un momento de gracia especial, como envueltos en la luz del Espíritu. Humildad y alegría Un aspecto interesante de la fisonomía espiritual del padre Inocencio es la alegría, rodeada de humildad, que caracteriza sus relaciones con los demás. Al leer sus escritos sospechamos que estamos ante un alma turbada por el pensamiento de sus propios pecados y por el infierno; en cambio, los testigos son acordes en presentarlo como un espíritu alegre, frecuentemente chistoso, sin perder nunca la modestia y el respeto por las personas que siempre le distinguieron. Pero al mismo tiempo está presente, de una manera constante, en toda su vida, un cierto género de tormento cruel que marca su corazón y hasta modifica sus rasgos físicos: es el tormento del pecado. Cuando oía las confesiones sentía casi físicamente el peso del mal sobre la humanidad, la ofensa cometida contra Dios con el pecado. De aquí brotaba su ansia de expiación, su deseo de oración y purificación, así como su actitud penitente, angustiado incluso externamente por las penas y aflicciones del espíritu que han contribuido a crear una imagen triste de su persona, la cual está muy lejos de su temperamento. La realidad es que su fe limpia y su amor gozoso por el Señor se asustaban ante el mal que supone el pecado. Así el amor y la fe le recordaban sus propios pecados y agrandaban desmedidamente sus pequeñas faltas, que aparecían ante sus ojos como abominables ofensas contra el Señor. En cierta ocasión pidió a uno de sus confesores, el padre Fedele de Brivio, que en su viaje a Bérgamo, donde residía el teólogo oficial de la provincia, se informase con exactitud «si el pecado venial puede ofender infinitamente a Dios». Muchos testigos confirman esta preocupación y aseguran que tenía una idea tan alta de la perfección religiosa y tanto horror al pecado, que «lloraba amargamente sus pequeñas faltas» y «temblaba ante el pensamiento de incurrir en cualquier mínimo pecado». Todo esto constituye su mundo interior y señala una de las características inconfundibles de sus relaciones con Dios. Aquí nos tenemos que detener, incapaces de comprender y explicarlo; estamos ante el misterio del alma que «ha visto a Dios» y tiembla y se anula delante de la inmensa majestad de Dios. Pero, para los compañeros religiosos, el padre Inocencio conserva en el corazón una alegría espontánea que a veces sale fuera con frescura sorprendente. Ya en los tiempos del colegio y del seminario se caracterizaba por ello. Los compañeros recordarán su falta de habilidad en el juego de pelota y otros deportes, pero también su sonrisa y su humor por causa de su torpeza. Hemos recordado cómo siendo sacerdote en Berzo se las compone para dar un tinte de alegría a los gestos de su caridad hacia los pobres, cómo consuela a su madre, que ve desaparecer lo necesario de su casa, con golpes de humor tales que no solamente la desarman, sino que la empujan a la generosidad. Cualquier cosa «podría volar alegremente de casa de su madre». Durante el noviciado divierte a los compañeros que observan alegremente «cómo maneja la aguja para remendar y volver a remendar lo ya remendado más de una vez». Durante su permanencia en Albino, profesores y condiscípulos descubren su ingenio ágil, sutil y profundo. Leía y comentaba la Suma Teológica con la familiaridad y seguridad de quien no solamente conoce cada página y cada cuestión, sino de quien comprende y gusta la variedad de las proposiciones y la agudeza de las soluciones y argumentaciones. Tenía momentos en que la atracción y el gozo por las intuiciones de la mente lo trasportaban a un mundo casi inconsciente de aislamiento; entonces queda uno prendido de sus labios por la profundidad de sus pensamientos y la facilidad de su palabra. La intuición genial y la improvisación profunda no eran más que aspectos de una humanidad sorprendentemente rica. El padre Agostino de Crema lo había llamado a Milán, a la redacción de Annali Francescani, por el aprecio ilimitado que tenía, no sólo de su santidad, sino de su madurez humana y de su preparación teológica. Estas mismas cualidades serán las que más tarde deciden que los superiores le confíen la predicación de los ejercicios espirituales a los religiosos de toda la provincia. En esto coinciden muchos testimonios, incluso los sacerdotes de Valcamónica donde el padre Inocencio ejerció gran parte de su ministerio: «El padre Inocencio -escribe el párroco de Pian di Borno, don Girolamo Maccanelli- era uno de los sacerdotes del valle más experto en teología moral. Además estaba dotado de una intuición penetrante, de tal manera que le bastaba una sencilla explicación para que inmediatamente comprendiera el estado de ánimo del penitente. Los sacerdotes del Valcamónica recurríamos a él en los casos intrincados, y el padre Inocencio, con sencillez, claridad y prontitud, respondía inmediatamente a nuestras preguntas con abundante cantidad de pruebas y razones, apoyándose en la autoridad de los autores más importantes». Nunca hizo alarde de su inteligencia o de su ciencia, pero sabía usarla en el momento oportuno. Finalmente, es divertido leer en las declaraciones de los procesos de beatificación su «astucia» para conciliar su extraordinaria personalidad con su sed de humildad, o la obediencia con su aspiración a la penitencia. La obediencia la ejercitaba hasta el mínimo detalle. Pedía permiso para las cosas más insignificantes y lo repetía incansablemente gracias a su inagotable fantasía. «Después de muchos años de religioso nunca quiso usar, a pesar de las repetidas y amplias concesiones del superior, de las cosas más corrientes, como un lápiz, un papel de carta, un libro, si no pedía cada vez un permiso expreso y formal». De corazón libre, estaba pendiente de la autoridad como garante precisamente de su libertad. Al mismo tiempo se consideraba feliz pudiendo servir a los demás. En sus escritos encontramos esta frase de san Francisco: «El hermano menor se debe dedicar con toda su voluntad a servir a los demás y no halla gusto si le sirven, recordando que nuestro señor Jesucristo vino, no para ser servido, sino para servir». Amor a la Eucaristía El propósito de vivir bajo el mismo techo con Jesucristo había sido el punto de partida de su vocación a la vida capuchina. Pero ahora el ideal de la vida religiosa se había ampliado y enriquecido: cobraban relevancia los valores de la vida consagrada, las intuiciones de la espiritualidad franciscana. La eucaristía cada día se convertía más en el centro de su vida y de su experiencia. En torno a la eucaristía giraba su jornada de capuchino. Para el padre Inocencio estar junto a la eucaristía era una exigencia cada vez más profunda, un gozo que lo embriagaba, le hacía olvidar todo lo demás. Pasaba interminables horas del día y de la noche delante del tabernáculo. Postrado ante la eucaristía «su rostro se embellecía», refiere un testigo. Sabía encontrar razones para permanecer en la iglesia y sortear amablemente las eventuales dificultades que provenían de los superiores. Le obligaron a salir de la iglesia inmediatamente que la fraternidad terminaba sus oraciones por la tarde. Cumplía obedientemente la orden, pero no se separaba mucho de los muros del templo y daba vueltas a su alrededor, se detenía estáticamente junto a la puerta semiabierta y así continuaba hora tras hora en su adorante camino. En la Annunziata descubrió que en la biblioteca se abría una puertecilla que daba al púlpito de la iglesia. Desde aquel momento la biblioteca se convirtió en el centro de la actividad de todas sus horas de estudio: empujaba ligeramente la puertecita de tal manera que entreviera el altar apenas dibujado por la incierta y fugaz penumbra reflejada por la luz de la lámpara, tomaba un libro en sus manos... Pasaban las horas de la noche y permanecía arrodillado, disfrutaba del gozo estático de quien está poseído del amor. Cuando venían a llamarlo o cuando la campana llamaba a los religiosos a los actos comunes, él bajaba alegre y fresco para unirse a la fraternidad. La Eucaristía había sido desde los años de la adolescencia el punto de partida y el fundamento de su encuentro con el Señor. Ahora, la costumbre de vivir junto al tabernáculo, los días pasados bajo el mismo techo, la meditación sobre los escritos y la vida de san Francisco, el conocimiento de las tradiciones capuchinas, habían cambiado tan profundamente todo su ser que no podía vivir, ni siquiera físicamente, lejos de la Eucaristía. No le bastaba la misa, celebrada con pausas extensas, con un largo tiempo de preparación y de acción de gracias; no le bastaban tampoco las visitas repetidas y prolongadas al Santísimo y otras fórmulas empleadas cada día. Irresistiblemente se sentía arrastrado hacia la iglesia, hacia el tabernáculo en todo momento. Una tarde bajó desde la Annunziata a Ossimo para confesar. Terminada la función, los fieles salieron de la iglesia y el párroco volvió a su casa, pensando que el confesor había regresado también a su convento. Pero, ¿cómo habría podido el padre Inocencio separarse del tabernáculo? Junto al altar, sumergido en un silencio adorante, su alma quedó «en muda palabra de amor». Nadie lo vio y nadie se dio cuenta. Cerraron la iglesia y, a la mañana siguiente, el párroco lo encontró estático, en oración, con el rostro distendido y los ojos llenos de alegría. «Jesús sacramentado era alimento y reposo, no solamente para su alma, sino también para su cuerpo». La pasión del Señor La espiritualidad franciscana y específicamente la espiritualidad capuchina ofrecieron al padre Inocencio un nuevo camino a sus ansias de mortificación. El capuchino intenta imitar a san Francisco en el seguimiento de Cristo pobre, humilde y crucificado. Este ideal entusiasmó inmediatamente al novicio Inocencio. Esto explica el fervor con que abrazó y practicó las penitencias y humillaciones características de los capuchinos como la disciplina, el uso del cilicio, rezar con los brazos en cruz, acusarse públicamente de las propias faltas, recibir reprensiones y cumplir otros aspectos penitenciales delante de toda la fraternidad. Todos estos medios externos le ayudaron a descubrir con claridad lo que siempre había buscado confusamente: un amor apasionado a Cristo crucificado y un deseo ardiente de ajustar su vida a los dolores de Jesucristo. Mientras predicaba un sermón sobre la pasión se quedó como petrificado, con los ojos fijos en los asistentes, casi sin respirar. Se produjo un momento de silencio que se convirtió en tensión. Luego el padre Inocencio vuelve a hablar con un tono distinto, separa las palabras como si estuviese fatigado, como si le faltase la respiración: «Os amo, hermanos, os amo a todos, pero quisiera más que os muriérais en este momento antes que alguno de vosotros cometiera un pecado mortal». Y se detiene con los ojos puestos en el crucifijo. Quisiera continuar, pero no tiene fuerzas, no le salen las palabras, se le ha apagado la voz. Sigue un largo silencio, se queda como absorto, inmóvil sobre el púlpito delante de todos los fieles. Los asistentes bajan la cabeza y meditan recogidamente aquellas palabras. Entre sus escritos se conservan algunos fragmentos de sermones que nos pueden ayudar a comprender lo que sentía en su corazón y lo que intentaba comunicar a su auditorio. Recogemos el extracto de un sermón sobre la pasión. Leamos un breve fragmento sobre la flagelación: «El dulce Jesús se deja desnudar y atar para sufrir el oprobio del suplicio. Inmediatamente los verdugos, armados de duros flagelos, que están a su alrededor, comienzan a golpearlo sin miramiento y sin piedad. Aquel cuerpo virginal, bajo la avalancha de golpes furiosos, se vuelve lívido, se hincha después, se le desgarra la piel, brota la primera sangre, aparece la carne viva y los huesos y en poco tiempo se convierte en una pura llaga desde la cabeza a los pies. Pero aquellos granujas no cesan de golpear sobre las carnes desgarradas, se multiplican las llagas, las heridas, los dolores. La sangre corre como un río, la carne cae a pedazos o salta por el aire cortada por los azotes. Las cuerdas están ensangrentadas, los verdugos están ensangrentados, el pavimento también está ensangrentado y cubierto de trozos de carne. Continúan golpeando. Esto es lo que le cuestan a Jesús nuestras inmundicias. Por tanto, no contristemos más con pecados sucios al Espíritu de Dios que habita en nuestros cuerpos». Es una pena que se hayan perdido la mayoría de sus escritos. De las pocas meditaciones que se conservan, olvidando los usos propios de la oratoria de entonces, se deduce la impronta personal de su espíritu que refleja la vibración de sus largas y dolorosas reflexiones. La descripción detallada de cada cosa, de cada sentimiento, nos revela con qué íntimo sufrimiento seguía el martirio amargo del Redentor. Esta piedad amorosa y conmovida le hacía derramar lágrimas abundantes cuando hablaba de la pasión. Su llanto contagiaba al auditorio que era incapaz de resistir, y lloraba con él. El amor a Cristo sufriente se traducía en la práctica cotidiana del Vía Crucis, una devoción típica del espíritu franciscano, que se ha hecho popular gracias, precisamente, a los esfuerzos de los franciscanos. El padre Inocencio la practicaba muchas veces cada día. Hasta «ocho o diez veces» en su sólo día. Don Michele Isonni añade que había oído a los padres de la Annunziata «que un día había hecho hasta catorce con todas las postraciones y oraciones, empleando en cada una por lo menos media hora». En algunos días, especialmente, no era capaz de abandonar a su dolorido Jesús. Entonces se le veía frecuentemente en el coro o en el claustro, con un crucifijo en las manos, meditando y llorando la pasión divina. «De noche colocaba al lado de la cama una pequeña imagen con la representación de los misterios del Vía Crucis» y recomendaba esta devota práctica a todos. Sobre todo recomendaba este piadoso ejercicio a los sacerdotes que se confesaban con él y se lo imponía como penitencia. Estaba verdaderamente enamorado de esta devoción. «Cuando se veía a alguien recorrer las estaciones del Vía Crucis, enseguida los religiosos comentaban que se había confesado con el padre Inocencio». Se ha escrito que la responsabilidad y el pesar de tener que preparar las pláticas de los ejercicios espirituales destruyeron su salud, por otra parte ya muy gastada. Comenzó su predicación en el convento de Milán-Monforte. Acudieron muchos religiosos, unos conocidos y otros menos conocidos; entre ellos el padre provincial y religiosos ancianos y jóvenes. El padre Inocencio se siente arder, pero termina. Luego se dirige al convento de Albino. Aquí ya no puede más. Habla de Cristo, de la eucaristía, de la pasión, de la Virgen. Su corazón no soporta la llama del amor. Se para, palidece, se queda sin voz. Lo trasladan a Bérgamo donde hay algunas habitaciones dispuestas como enfermería para los religiosos. Estamos en los días que preceden a la Navidad de 1889. Los religiosos comienzan la peregrinación al lecho desde el cual el padre Inocencio continúa en silencio la predicación de los ejercicios espirituales con su «muda palabra de amor». «Pidió y recibió con indecible fervor los últimos sacramentos; él mismo recitó las oraciones de los moribundos con rostro sereno y risueño. Antes había pedido quedar a solas con Dios; reunió las últimas fuerzas que le quedaban y se levantó de la cama; se arrastró hacia una tribuna que daba a la iglesia distante unos sesenta pasos, saludó una vez más a Jesús sacramentado y regresó a su celda para acostarse. Pasados algunos minutos, asistido del padre Michelángelo, mientras la fraternidad dormía, algo después de la media noche, en la madrugada del 3 de marzo de 1890, tras dos meses de enfermedad, con toda placidez, entregó su alma a Dios». Pronto acuden los sacerdotes y los admiradores del valle de Camónica y en general todo el pueblo. Entre todos consiguen que su cuerpo sea trasladado a Berzo en septiembre del mismo año. El 12 de noviembre de 1961 el papa Juan XXIII lo proclamó beato. «Un santo moderno, un santo apropiado para nuestro tiempo» lo define el papa. Es verdad. Pero para comprenderlo en toda su profundidad, es necesario fijarse en la fisonomía espiritual del beato Inocencio; es necesario leer sus escritos y escuchar los primeros testimonios que tienen el sabor de la frescura y no acercarse a su santidad original y sobresaliente con esquemas estereotipados. Tal vez entonces descubriremos por encima del encasillamiento de una agiografía un poco superficial, la solidez de su espiritualidad. [En AA.VV., «... el Señor me dio hermanos...». Biografías de santos, beatos y venerables capuchinos. Tomo II. Sevilla, Conferencia Ibérica de Capuchinos, 1997, págs. 211-229] * * * * * Alocución del papa
Juan XXIII Venerables hermanos, queridos hijos: La bondad del Señor nos ha concedido hoy, en el alba del cuarto año de nuestro pontificado, un nuevo y suavísimo gozo: la beatificación del padre Inocencio de Berzo, capuchino. Podéis imaginar la emoción de nuestro corazón al venerar al nuevo beato que irradia sobre toda la gran familia cristiana ejemplos de santidad heroica y generosa. El Papa que os habla gusta siempre de presidir estos actos de glorificación, que para el clero y el pueblo fiel son alentadores en gran manera para el camino que hay que recorrer. Pero cuando se presentan circunstancias, como la de hoy, en que nuestra alma encuentra familiar la figura del nuevo héroe de la santidad, entonces nos mismo encontramos, al hablar, un fervor gozoso. La formación espiritual del Beato Inocencio El beato Inocencio de Berzo, un bresciano del valle de Camónica, a lo largo de su formación sacerdotal, y después capuchina, desarrolló rasgos de profética previsión, puestos en él por la santa figura del noble bergamasco, monseñor Girolamo Verzeri, obispo insigne de Brescia, que le confirió la confirmación, le acogió en el Seminario diocesano, le hizo sacerdote. La primera vez que nuestro antecesor Pío XI, de venerada memoria, el 2 de abril de 1922 declaró el grado heroico de las virtudes de un alma selecta -a lo que debería seguir la beatificación-, fue en favor de Teresa Eustoquia Verceri, hermana del obispo de Brescia, y a su vez fundadora del Instituto del Sagrado Corazón de Bérgamo, dedicada después a la difusión de la caridad, que sus hijas continuaron en el tiempo. En aquella ocasión nos gozamos intensamente, siempre sensibles a todos los sucesos de la querida tierra natal. Pues bien, el recuerdo de monseñor Verzeri viene a nuestra mente a través de las relaciones que tuvo con el padre Inocencio, hoy estrella resplandeciente de santidad en el firmamento de la iglesia de Brescia. La vida de este beato -1844-1890- se desenvuelve en el espacio de sólo cuarenta y seis años, de los cuales casi treinta pasados día a día en el Seminario de Brescia, luego en la cura de almas y como vicerrector del mismo Seminario, seguidamente, escuchando los pulsos interiores de la gracia, en la vida religiosa como capuchino. Una existencia completamente dedicada a Dios, en una continua ascesis de santificación heroica, de mortificación de sí mismo, de humildad y de sacrificio. Lo que merece destacarse es que el espíritu sobre el que éste se extiende fue el mismo que alimentó monseñor Verzeri cuando era rector del Seminario de Bérgamo; su espíritu encarnado en las jóvenes generaciones de clérigos bergamascos, y trasplantado después a Brescia, cuando fue llamado a regir aquella sede, durante treinta y dos años. Este espíritu, heredado de los hijos dispersos aquí y allá de la Compañía de Jesús en los años que señalaron la prueba más dolorosa de esta fuerte institución, y guardado en el secreto de los corazones, estaba repleto de piedad eucarística y mariana, de sólida devoción al Sagrado Corazón de Jesús, de leal fidelidad a la Sede Apostólica, de apostolado selecto y eficaz con los condiscípulos y el clero joven. Tal atmósfera dimanó de una selecta «pia unione», que tuvo la paternidad espiritual, ya en Bérgamo, de monseñor Verzeri, transportada por él después a Brescia para la tarea continua y feliz de la formación espiritual del clero. Era una regla religiosa en pequeño que pretendía fundir los corazones de sus afiliados en el amor a Cristo: «el santo amor fraterno -se lee en los estatutos- que Jesucristo ha dado como distintivo de sus seguidores, es el vínculo que debe tener unidos entre sí a los miembros de esta Pía Unión. Su inmutable amor debe ser como Jesús lo ha mandado, con la palabra y con el ejemplo...». El espíritu de esta Unión, mejor diremos, de esta escuela de formación eclesiástica, contribuyó a vivificar con un mismo espíritu de ascética a las dos gloriosas diócesis hermanas, de Lombardía, Bérgamo y Brescia. Y estaba aún bien vivo durante nuestra juventud, y durante el ejercicio mismo de nuestro modesto ministerio como coadjutor en Cevo, como vicerrector del Seminario de Bérgamo -en los años de 1919-1921-. Y nos emociona hoy constatar que en esta misma escuela se desarrolló armoniosamente la santidad del beato Inocencio de Berzo, durante su vida de seminarista, después como coadjutor en Cevo, como vicerrector del Seminario de Brescia y luego en Berzo, cuando todavía era don Juan Scalvinoni -su verdadero nombre familiar- y luego padre Inocencio en su celda de capuchino, perfecto en su espíritu sacrificado y en su amable comportamiento exterior de suave firmeza, que le confería dignidad de santo, como tal tenido por el pueblo, pero como un murmullo tímido. Estos datos, queridos hijos, quieren ser algo más que una anécdota agradable e interesante. Esto subraya la importancia de la vida interior en la formación sacerdotal y religiosa, de donde proceden todos los admirables progresos en las tareas a que cada uno de vosotros ha sido llamado a cumplir, en cuanto conserva en los sacerdotes la llama secreta que alimenta todo celo y actividad. Esto es también una invitación a la búsqueda continua de la abnegación, según las palabras escritas por el beato en el mismo día de su ordenación sacerdotal: «Espíritu de sacrificio y abnegación, no haciendo nada para agradar a los demás o para contento propio. Solamente esto nos llevará a conquistar todas las virtudes sacerdotales» (MS 1.º, pág. 22). Su vocación capuchina Tales aspiraciones a una elevación más alta de su vida ascética, empeñada seriamente en la búsqueda de la mortificación y de la vida interior, explican la maduración de sus deseos por seguir el camino de San Francisco en la Orden de los hermanos menores capuchinos. Vocación que no fue un cambio caprichoso por la novedad, sino un deseo de salvarse, de hacerse santo, templado como estaba por las pruebas encontradas en el camino de la vida. En los puestos de gobierno a él confiados, don Juan Scalvinoni tuvo dificultades y no pocos contratiempos; su propensión a eclipsarse, a esconderse, a humillarse espontáneamente, le hacía fácil la tarea de dirección y responsabilidad pastoral. Por otro lado, la suya no fue una huida de cargos demasiados pesados, fue el abandono heroico de la vida pasada, sacrificar también el afecto por su madre viuda, resistir a la decidida oposición de su párroco, que veía la pérdida que le ocasionaría en la cura de almas. Fue un perderse en Jesucristo, para reencontrarse en Él, un renovar la generosidad de San Pablo: «Yo considero todas las cosas como pérdidas, con relación al profundo conocimiento de Jesucristo mi Señor, por el cual he renunciado a todas las cosas» (Flp 3,8). Escuchad, escuchad las palabras del beato Inocencio, que corresponden a éstas de San Pablo, y expresadas en forma tan garbosa: «Sé claramente que todos los auxilios del mundo son como ramas de romero seco que si nos apoyamos en ellas no ofrecen seguridad, pues ante el peso de las contradicciones desaparecen" (MS 1.º, pág. 33). Y aún más: su propósito fue «dedicarse a la mortificación, a la humildad y al verdadero desprendimiento de todas las cosas» (Ibídem). De aquí su bella vocación: buscar solamente a Dios y dejar todo lo que puede ser obstáculo a la unión total con Él. El ejemplo del Beato Inocencio Esta predilección por los grandes medios de santificación, simples y seguros, pero no siempre comprendidos o aplicados en su integridad, hace al Beato Inocencio tanto más querido a nuestro corazón; y nos agrada proponerlo como ejemplo no sólo a sus hermanos capuchinos, sino también a las almas, con frecuencia distraídas en los acontecimientos externos; y deseamos recomendarlo especialmente a los sacerdotes, a los religiosos, a los seminaristas, a las almas consagradas, porque el secreto de la eficacia de todo apostolado está primeramente y sobre todo aquí, en este predominio de la oración, de la penitencia y de la humildad sincera. Brescia y Bérgamo se exaltan con este insigne hijo. No obstante, en su vida, el Beato Inocencio tuvo en todo una encantadora simplicidad, orientada al fin propuesto: prontitud para disipar los obstáculos que se le oponían, decisión para abrazar la virtud para ello necesaria. Y es justamente esta simplicidad, además de cuanto ya hemos notado, lo que le hace particularmente parecido a nuestro espíritu, que se nutrió de la misma doctrina durante los años de la formación sacerdotal. Esta es la sencillez que la gracia del Señor nos sugiere que recomendemos a nuestros hijos de todo el mundo. Cuantos vuelvan los ojos a la figura del nuevo Beato Inocencio no serán movidos a otra cosa que a esto, y nos lo pedimos, para que sus devotos encuentren ayuda en guardar con el corazón el amable espíritu de sencillez, que aproxima a Dios y limpia el alma de todos los desórdenes y complicaciones. Venerables hermanos y queridos hijos, aún queremos añadir unas palabras. Una densa representación de trabajadores, italianos y españoles, esta tarde se ha acercado a nuestra humilde persona, hermanados por el mismo deseo de hacer comprensibles y de poner en práctica las enseñanzas de la doctrina social de la Iglesia. ¡Qué bella es esta fusión de corazones, que, en la diversidad de atribuciones e incumbencias, en la variedad de trabajos y esfuerzos, subraya el común empeño de fidelidad a Dios y a la Iglesia, de santificación personal y del mundo del trabajo, de abandono de lo que no es digno de los hijos de Dios! La luz de la Jerusalén celeste, la beata pacis visio del Paraíso, se refleja sobre la actividad humana y anima a todos los redimidos a mirar al cielo, a la certeza suprema; invita a no dejarse llevar por la duda y el desánimo, para que todos nos encaminemos hacia Dios. Esta es la característica lección del Beato Inocencio, su enseñanza, sus consignas. Y esta es ciertamente su oración intercesora, que nos pedimos de Él continua y abundante para toda la Iglesia. Venerables hermanos y queridos hijos, esto es todo: saber santificarse y sacrificarse con Cristo y por amor a Cristo. Todos los siglos proporcionan brotes de santidad, que son la única fuente de verdadera alegría. El beato capuchino Inocencio de Berzo es un santo moderno, sobre todo porque pertenece a nuestra generación. En efecto, el Papa que os habla ha conocido en persona a varios de los eclesiásticos y prelados que fueron amigos suyos, como monseñor Bonomelli, preboste de Lovere, sede del Colegio en que efectuó la primera enseñanza el joven Juan Scalvinoni, y a monseñor Corna Pellegrini, obispo de Brescia. Y es moderno también por sus consejos, y atracción por la vida de oración, de austeridad, que él continúa dando a nuestro mundo contemporáneo y modernísimo, donde tantos sufren la fascinación y saturación de los placeres, que engendran la desilusión y los pesares de los últimos años. Queridos hijos, en la Iglesia católica continúa la tradición de la santidad; imitémosle y conseguiremos ahora y siempre prosperidad, alegría y bendición para nuestras parroquias y diócesis, para nuestras familias e instituciones y para cada uno de los que viven y creen el espíritu de Cristo Jesús y de sus santos. [En Eccesia 21 (25-XI-1961) pp. 1487-88] |
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