DIRECTORIO FRANCISCANO
SANTORAL FRANCISCANO

8 de noviembre
BEATO JUAN DUNS ESCOTO (1265-1308)
por José Pijoán, o.f.m.

.

El texto original del que entresacamos las páginas que siguen, tiene como subtítulo: «Maestro del Amor y Doctor de María». A Duns Escoto se le suele llamar "Doctor Sutil", "Doctor Mariano", defensor del privilegio de la Inmaculada Concepción de María, Maestro insigne de la Escuela Franciscana, padre y origen del "escotismo" y de la doctrina escotista, etc. El P. Pijoán trata de ofrecer al gran público y en estilo sencillo una VIDA fundamentada en las actas de la causa de beatificación de Duns Escoto y una exposición clara y sucinta de los principales temas de su DOCTRINA.

I. Vida del Beato Juan Duns Escoto

De Duns a Dumfries

Entre el 23 de diciembre de 1265 y el 17 de marzo de 1266, nacía en Duns un niño que fue bautizado con el nombre de Juan. Duns es una pequeña ciudad, capital del condado de Verwik, situada en la costa sur oriental de Escocia, junto al río Twesd. El padre de Juan, Ninian Duns, era cabeza de una familia acomodada, que poseía una propiedad en tierras de Litledean, conocidas todavía hoy con este nombre.

Los franciscanos llegaron a Inglaterra en 1224 y se expandieron rápidamente, fundando conventos no sólo en grandes ciudades, como Oxford y Cambridge, sino también en pequeñas poblaciones hacia el norte, como Dumfries y Addington. Pronto tuvieron en Escocia casas suficientes para formar una provincia religiosa con superiores propios.

En tiempos de Ninian, padre de Juan, la familia Duns mantenía relaciones muy estrechas con los franciscanos y Ninian envió a su hijo a la escuela de los frailes menores de Addington, donde cursó los primeros estudios. Precisamente aquí, en 1278, se reunieron en capítulo los superiores de todas las casas para elegir su provincial, resultando electo Elías Duns, tío paterno de Juan. El nuevo superior, ante las extraordinarias facultades intelectuales y buenas disposiciones del sobrino, se lo llevó a Dumfries. Después de un tiempo de preparación en Dumfries, a los 15 años, empezó el noviciado para ingresar en la Orden de san Francisco.

La historia ha venido a confirmar la fama de las extraordinarias condiciones físicas, intelectuales y morales que desde siempre habían atribuido los panegiristas a Juan Duns Escoto. Es sabido que, según las leyes canónicas de la época, se exigían 18 años para la admisión de candidatos a la Orden, a excepción del caso en que la salud corporal y las cualidades intelectuales y morales del candidato, a juicio de los superiores competentes, les permitieran ser admitidos a los 15 años. Este fue el caso de nuestro Juan, como se certifica en el registro oficial de la Orden franciscana.

Duns Escoto ingresó poco tiempo después de la muerte de san Buenaventura (1274), que durante 17 años había gobernado la Orden de san Francisco como superior general, siendo considerado con toda propiedad su segundo fundador. Con las Constituciones de Narbona, Buenaventura dio a la Orden una estabilidad y uniformidad jurídicas que le aseguraron un porvenir firme y lleno de vitalidad ante las dificultades internas y externas que la amenazaban. Debido a su gran prestigio personal como doctor de la Universidad de París y por su doctrina teológica y mística con una producción literaria enorme, fue también el fundador de la llamada «Escuela franciscana».

Acababa de morir, pues, el fundador de esta escuela y entraba a formar parte de ella Juan Duns Escoto que, con su sutileza, perspicacia intelectual y santidad de vida, sería el maestro definitivo indiscutible. En la ciudad de Duns, Juan había seguido los primeros pasos; en Addington aprendió las primeras letras y en Dumfries, a los quince años, emprendió una ruta que en el transcurso de 28 años lo llevaría -pasando por la escuela de san Francisco y de san Buenaventura y por las aulas y cátedras de la universidad- a ser reconocido universalmente como el Doctor Sutil y Mariano.

Camino de la cátedra universitaria

En 1281, cuando Duns Escoto cumplía 16 años, hacía ya más de un siglo que en Europa, en las catedrales y en las iglesias de los religiosos, funcionaban escuelas a las que acudían ilusionados todos los que sentían afanes de cultura. Los llamados Estudios Generales y las universidades habían llegado a su máximo esplendor. Las universidades de París, Padua, Bolonia, Oxford, Cambridge, Salamanca y otras, eran los centros neurálgicos de la cultura religiosa y humanística de aquellos tiempos.

Sin embargo, los estudios universitarios no eran fáciles: el camino de la cátedra y del doctorado era largo. Según la reglamentación de la época, los estudios universitarios empezaban con dos cursos que llamaban «Artes». En ellos se enseñaba gramática, lógica, matemática y ética. Eran las artes del buen pensar y del buen decir o de expresarse. Seguían dos cursos llamados «Naturales», en los que se estudiaba física, metafísica y filosofía. Recibida esta formación, el estudiante ejercía durante dos años el profesorado de artes y ciencias naturales, donde manifestaba su aprovechamiento y capacidad.

Terminada su formación filosófica -que hoy llamaríamos bachillerato elemental- el alumno podía empezar el estudio de la teología, que, en su primer grado, duraba un mínimo de dos años, seguidos de un curso en que desempeñaba la tarea de profesor. Durante este curso de profesorado, además de comentar los libros de texto de uso corriente en la época, había de presidir discusiones públicas que eran de dos clases: en la primera, el profesor proponía el tema y, después de explicarlo, debía responder y resolver las dificultades presentadas por los alumnos y demás profesores. En la segunda, el profesor debía estar dispuesto a resolver todas las cuestiones que libremente le presentaran los asistentes.

Seguían luego los estudios para los títulos superiores de teología, que duraban de siete a nueve años, según las universidades. Algunas ofrecían un plan distinto de estudios, como las de Padua y Bolonia, porque su especialidad era el Derecho y la Medicina.

Duns Escoto, terminado el noviciado, empezó los estudios de Artes y Naturales -cuatro años en total- seguramente en una escuela de la Orden franciscana de Addington (1282-1286). Luego pasó a enseñar filosofía durante dos años (1287-1289). Siguió otros dos cursando los estudios de teología en Northampton. Aquí se encontraba en 1291 cuando, a la edad de 25 años, el superior provincial lo presentó al obispo de Lincoln, Olivier Sutton, para ser ordenado sacerdote. La ceremonia se celebró en la iglesia de San Andrés de Cluny el sábado de témporas, 17 de marzo de 1291.

Sacerdote ya, Duns Escoto fue destinado como profesor a un Estudio General de la Orden, probablemente en la misma ciudad de Northampton o de Oxford, donde enseñó de 1291 a 1293. Este último año es decisivo para la vida y actividad docente de Juan Duns Escoto. En efecto, los superiores le eligen para ser enviado a estudiar en la Universidad de París. En aquel tiempo, este centro era considerado como la madre de todas las ciencias, y muy pocos conseguían el privilegio de poder estudiar y doctorarse en él. Las leyes de la Orden franciscana exigían de los superiores que, «referente a los que envían a París, han de tener en cuenta que sean sujetos hábiles para triunfar, de buena salud física y de facilidad de palabra; de trato social recomendable, de carácter no conflictivo, sino pacífico y modesto». Según el criterio de los superiores, éste era el caso de nuestro religioso.

Juan Duns Escoto llega a París en 1293. Estudia cuatro cursos de teología (1293-1297) y obtiene el grado de bachillerato, que correspondería a nuestra licenciatura. Las esperanzas que los superiores habían puesto en el joven escocés no quedaron defraudadas. Conseguida la licencia, vuelve a Inglaterra, y lee por primera vez el libro de las Sentencias en Cambridge (1297-1300); acto seguido comenta las Sentencias en Oxford en los años 1300-1301.

Terminados de esta forma sus estudios universitarios y recomendado por el Ministro Provincial de Inglaterra, fue designado en el Capítulo General, celebrado el mes de junio de 1302, para enseñar en la Universidad de París. Así, después de explicar en Oxford el tercer libro de Pedro Lombardo, interrumpió sus prelecciones y abandonó aquella Universidad para pasar a París, en donde, en la segunda mitad de 1302, comenzó de nuevo la lectura de las Sentencias. De su estancia aquí son los comentarios al Libro de las Sentencias recogidos por sus discípulos y conocidos por «Reportata de París», y las «Cuestiones Disputadas», que eran discusiones privadas y públicas en las que intervenía como director o como oponente, según la costumbre de la Universidad. Escoto mismo nos ha conservado una referencia de estas disputas en el comentario al segundo libro de las Sentencias.

Estos hechos auguraban que la permanencia en la Universidad de París como profesor sería larga y fructífera. Pero circunstancias y hechos, completamente al margen de la docencia, frustraron dichas esperanzas.

En efecto, durante la Edad Media los reyes y príncipes -la autoridad civil- habían acatado siempre, no sin reticencias, la autoridad del Papa, pero a últimos del siglo XIII, el rey Felipe IV de Francia, estimulado por algunos doctores de la Universidad de París, se enfrentó decidido con la autoridad de Roma, que por entonces era el papa Bonifacio VIII. Durante el año 1203, el rey francés convocó dos asambleas, exigiendo la deposición del Sumo Pontífice y amenazando con la expulsión a quienes no quisieran firmar su voluntad. Los profesores de la Universidad se dividieron, unos en favor del rey y otros en favor del Papa. Todavía se conservan hoy las listas de unos y otros. Duns Escoto se inclinó a favor del Papa y prefirió renunciar y abandonar su cátedra de París y volver a Oxford. Esta actitud de Escoto no puede sorprender a nadie que haya leído mínimamente sus escritos, en los que nunca propone, ni como probable, una opinión suya si es contraria a la autoridad de la Sagrada Escritura o de la Iglesia.

Duns Escoto se ve forzado a abandonar la Universidad de París entre el 25 y el 28 de junio de 1303 y, durante el año que duró su exilio, fijó su morada de nuevo en Oxford, continuando allí la lectura que antes había interrumpido; y allí lo encontramos en diciembre del mismo año como oponente en una disputa pública que dirigía el profesor Nicolás Trivet.

En octubre de 1303 había fallecido Bonifacio VIII, y su sucesor, Benedicto XI -persona de carácter conciliador-, consigue la paz con el rey. El 18 de abril de 1304 es revocado el decreto de Bonifacio VIII que privaba a la Universidad de París del derecho a conferir grados académicos, y Duns Escoto regresa a París a finales de aquel año.

Restablecida la situación en la Universidad, Gonzalo de Balboa [=Gonzalo Hispano o Gonzalo de España], superior general de la Orden franciscana, en carta del 18 de noviembre de 1304, manda al Provincial de Francia que proponga como candidato para el doctorado y la cátedra de la Universidad a Juan Duns Escoto. Dice textualmente la carta: «Estoy plenamente informado, en parte por mi propia y larga experiencia y en parte por la fama extendida por doquier, de su vida (la de Escoto), digna de alabanza por su ciencia excelente y por su ingenio sutilísimo, así como por otras insignes cualidades». Cabe recordar que Gonzalo de Balboa, autor de este panegírico de un valor extraordinario, había sido maestro de filosofía y teología en París desde el año 1290 al 1300 y, por tanto, maestro de Escoto.

A finales del curso 1304-1305, le fue impuesto solemnemente a Escoto el birrete de doctor, y desempeñó hasta 1307 el oficio de maestro regente del Studium franciscano de París.

Juan Duns Escoto tenía 40 años. Después de 25 de estudios, había llegado a ocupar la cátedra de la universidad más prestigiosa de Europa. La Orden franciscana podía sentirse satisfecha y llena de esperanzas por uno de sus hijos que, en plena madurez, empezaba la etapa de su actuación doctrinal desde una situación tan privilegiada.

Con todo, Duns Escoto llevaba a París -escondido en sus escritos- un tesoro doctrinal, fruto de sus estudios, que la Universidad no estaba en disposición de aceptar.

Mártir de una fe anticipada

Como primer maestro de la cátedra de teología, Duns Escoto, además del curso normal de explicación y comentario sobre el libro de las Sentencias, presidía las disputas públicas de la Universidad. Una de ellas ha hecho historia a lo largo de muchos siglos de la vida de la Iglesia. Es la controversia sobre la Inmaculada Concepción de María.

Desde siempre los cristianos, guiados por lo que dice el Evangelio y por las enseñanzas de la Iglesia, consideraban a María elegida por Dios para ser madre de Jesucristo, y, consiguientemente, dotada de todas aquellas gracias que la hacen más agradable a los ojos de Dios y lejos de cualquier relación con el pecado. Ya lo había dicho san Agustín: «Cuando se trata de la Virgen, no quiero hablar en absoluto del pecado».

A mediados del siglo XII, los canónigos de la catedral de Lyón, así como otras iglesias, sobre todo de Inglaterra, celebraban, guiados por el sentido de la santidad de María, la fiesta de la Inmaculada Concepción. Pero san Bernardo les escribió una carta desautorizando la celebración, porque temía que considerar a la Virgen exenta de todo pecado, estaba en contradicción con la doctrina del apóstol san Pablo, cuando dice que todos hemos pecado en Adán y todos hemos sido redimidos por Jesucristo. Con la buena voluntad de dignificar a María -añadía san Bernardo-, lo que se hace es sustraerla a la gracia redentora de Cristo.

La opinión de san Bernardo tuvo una influencia decisiva entre los maestros y escritores religiosos de los siglos XII y XIII. Mas, como la fiesta se hizo popular y universal, los doctores le dieron el sentido de «la santificación de María». Ella -afirmaban- fue concebida en pecado como todos, pero «santificada» desde el primer momento de su existencia en el seno de su madre. Era la única forma de armonizar, así les parecía, la fiesta con las verdades de la fe.

Por más que en las universidades de Inglaterra, Oxford y Cambridge, se había enseñado el privilegio de la Inmaculada Concepción -el franciscano Guillermo de Ware es una muestra-, la de la Sorbona seguía, firme y convencida, la opinión de san Bernardo, defendida con la autoridad de todos sus doctores, desde Alejandro de Alés hasta san Buenaventura y santo Tomás de Aquino. Los doctores no sabían resolver la lucha entre la sabiduría de la universidad y la fe del pueblo, entre la inteligencia y el sentimiento. Es significativo el caso de san Buenaventura: trata con gran respeto y benignidad la opinión inmaculista, pero, muy a pesar suyo, acepta la opinión de san Bernardo.

Ya en sus comentarios en Oxford y Cambridge, Duns Escoto, a pesar de la autoridad de san Buenaventura y sus seguidores, había defendido la Concepción Inmaculada de María. Más tarde, durante los años de estudio en la Sorbona, su opinión se reafirmó hasta llegar a la plena convicción, a pesar de ser contrario el ambiente que le rodeaba. Llegado que fue a la cátedra como doctor y maestro de teología, en su comentario al tercer libro de las Sentencias se atrevió a exponer públicamente el privilegio mariano, cuando habla de Jesucristo y sus relaciones con la Virgen Madre.

Nadie discute hoy a Duns Escoto el honor de haber sido el primero que enseñó la Inmaculada Concepción en la Universidad de París, no sólo porque así lo testifican sus contemporáneos, sino porque «la opinión piadosa» pasó a identificarse con «la opinión escotista».

La reacción de la Universidad fue inmediata y violenta. De acuerdo con el estilo de aquel tiempo y ante la novedad de la doctrina de Escoto, hubo una disputa pública, como consta históricamente en los escritores a partir del siglo XV y en los manuscritos, entre otros, el 139 de la catedral de Valencia y el 53 del archivo de la Corona de Aragón de Barcelona que han conservado huellas evidentes de la misma. Los biógrafos de Juan Duns Escoto revistieron la controversia de circunstancias llenas de fantasía, pero la autenticidad del hecho resulta hoy plenamente confirmada. Una vez más, la leyenda poética es fruto de una verdad histórica.

Duns Escoto, el Doctor Sutil, salió tan airoso de la disputa, que desde entonces en la Universidad se abrió una corriente favorable a la llamada posteriormente «opinión escotista». Favorecida por el entusiasmo del pueblo fiel, y superando un camino largo y lleno de dificultades, tal «opinión» fue progresivamente aceptada por escritores, papas y Concilios hasta llegar, en el año 1854, a formar parte del tesoro de la fe católica.

El triunfo no se consiguió sin sacrificios y sacrificados. La primera víctima fue el mismo Duns Escoto. Es evidente: si alguien había de ser el mártir, era quien iba delante. De poco serviría excluir a los discípulos, si el maestro seguía enseñando.

Algunos doctores de la Universidad de la Sorbona no supieron aceptar de buen grado el triunfo del catedrático escocés, ante todo porque invertía la tradición doctrinal de su Universidad, y en parte también porque la novedad venía de un extranjero, de un escocés. La Universidad de París, que en aquellos tiempos era considerada como la madre del saber, no podía consentir que ningún extranjero viniese a imponer sus opiniones.

Los adversarios, al constatar que no podían hacer frente a la opinión de Escoto con razonamientos y discusiones públicas -hoy diríamos con «el diálogo»-, amenazaron que actuarían con «otros procedimientos», frase ésta de un maestro de la Universidad. Otro profesor la completó: «hasta la hoguera».

La ocasión se les presentaba propicia por el conflicto entre el papa Clemente V y Felipe IV, el Hermoso, rey de Francia, con motivo de la Orden religiosa de los templarios. El rey, celoso de las riquezas de los templarios, para apoderarse de las mismas, exigió del papa su condena y supresión. Para conseguirlo promovió una campaña acusándolos de herejes y mandó encarcelar al Gran Maestro de los templarios.

Duns Escoto llevaba cuatro años desde que ya tuvo que abandonar París por la defensa del Papa. Ahora tendrá que huir por el amor a María en defensa de su Inmaculada Concepción.

Bastó que los adversarios intelectuales le acusaran de hereje por sus ideas innovadoras, para amenazarlo con la prisión y la tortura. Les fue muy fácil: Escoto se había levantado contra la opinión de san Bernardo y contra las enseñanzas de doctores de la Universidad tan insignes y autorizados como Alejandro de Alés, Buenaventura y Tomás de Aquino.

Así lo escribía en 1308 Juan de Pouilly en su Tratado contra la Inmaculada Concepción: «Algunos que enseñan esto (Juan Duns Escoto)... Enseñar que María no ha contraído el pecado original no se puede considerar opinión probable, sino contraria a la Sagrada Escritura y merece ser calificada de herejía. Quien tenga la osadía de enseñarlo, no debe ser tratado con argumentos, sino con otros procedimientos». Y Gerardo Renier dice de Escoto que «fue el primer sembrador de este error, y según san Agustín, de esta herética maldad».

Esta era la voz que se difundía de palabra y por escrito en las aulas de la Universidad de la Sorbona cuando Escoto era regente de la cátedra de teología. Por esto, él se enfrentaba abiertamente no sólo a los razonamientos y a la controversia pública, de donde había salido victorioso, sino también a la violencia, que, aparte de ser ajena a su carácter, no le ofrecía otra salida que la de huir.

Personalmente había perdido la batalla, aunque no la guerra. Huía, pero quedaban sus discípulos, como Pedro Tomás, que en su Tratado de la Concepción de María dice: «Algunos maestros de teología, esto (la Inmaculada Concepción) lo han enseñado en las escuelas y lo han predicado, también públicamente, en Oxford y en París». Y Pedro Oriol certifica que «muchos doctores insignes han enseñado en París y en Inglaterra, y han predicado todos los años, que la Virgen María no ha contraído el pecado original». La lucha fue larga, pero la verdad acabó por imponerse y triunfar.

Duns Escoto huyó de París, pero no por iniciativa propia. Fue Gonzalo de Balboa, Ministro general de la Orden franciscana, que cuatro años antes le había enviado a la Sorbona, quien se sintió obligado a salvarle urgentemente del peligro. En julio de 1307, acabado el curso universitario, Gonzalo lo envió al Estudio General que la orden regentaba en Colonia, lejos de los dominios del rey de Francia y de las iras de sus detractores. Su lugar en la cátedra de la Sorbona lo ocupó Alejandro de Alejandría, también franciscano y maestro en teología.

Los historiadores hablan del viaje de Escoto a Colonia como de una huida oculta, sin dar cuenta a nadie, obedeciendo y siguiendo sólo la recomendación de los superiores, para evitar que fuera encarcelado.

De la permanencia en Colonia, la historia no dice nada. El nombre de Juan Duns Escoto sólo aparece para testificar que el año siguiente, el día 8 de noviembre de 1308, había muerto, y que fue enterrado en la iglesia de los franciscanos. Moría a los 43 años, en plena madurez. Se cumplía en él lo que dice la Sagrada Escritura: «En pocos años vivió mucho tiempo».

Sobre su tumba, se lee esta inscripción: «Juan Duns Escoto, Doctor Sutil». Era el título que se había ganado en la Universidad. Más tarde a su nombre se añadió el de «Doctor Mariano». Y hay quien ha completado con razón la trilogía con el título de «Mártir de la Inmaculada».

II. Maestro de la Escuela Franciscana

Discípulo de muchos maestros

La actividad universitaria de Escoto -desde los 17 años hasta su muerte a los 43- la podemos dividir aproximadamente en dieciocho años de estudiante y nueve de profesor.

A pesar de que murió relativamente joven, su producción literaria es extensa, comparable con la de los grandes doctores de su tiempo, Alejandro de Alés, Buenaventura de Bagnoregio, Tomás de Aquino y Alberto Magno. La edición de las obras de Duns Escoto hecha por Waddingo el año 1639 consta de doce volúmenes «in folio», y la edición crítica, "Vaticana", en curso de publicación desde 1950, está ya en el volumen doce.

Las obras del doctor Sutil y Mariano se pueden dividir en filosóficas y teológicas. Las primeras son comentarios a algunas obras de Aristóteles, y pertenecen a la primera etapa de su profesorado en Oxford y Cambridge. También, probablemente, es de este tiempo la obra «Teorema». Las teológicas son comentarios al «Libro de las Sentencias» de Pedro Lombardo, además de algunas conferencias dictadas en la universidad y un pequeño tratado sobre el «Primer Principio».

Esta última, y una pequeña parte del comentario al libro primero de las Sentencias, se publicaron traducidas al castellano en la colección «Biblioteca de Autores Cristianos» (BAC), número 193, año 1960, precedidas de una introducción y bibliografía muy estimables.

La producción literaria de Duns Escoto nos ha llegado de dos maneras: la redactada o dictada personalmente, y la que tenemos a través de los apuntes de sus discípulos.

En el primer caso, cabe mencionar los comentarios a los cuatro libros de las Sentencias, durante su profesorado en Oxford, que por eso se llaman «Oxonienses» u «Ordinatio». Estos comentarios fueron completados y corregidos por el mismo autor durante los años que enseñó en París. Por desgracia no se conservan los cuadernos originales y autógrafos, que seguramente se quedaron en el convento de Colonia hasta 1630, en que un incendio destruyó el edificio y todo cuanto contenía. Con todo, de su manuscrito se hicieron centenares de copias, de las cuales conocemos todavía hoy 103, dispersas por los archivos de Europa. En España se conservan ejemplares, algunos muy interesantes, en ciudades como Madrid, Toledo, Valencia, Barcelona y Tortosa.

En el segundo caso, conocemos el pensamiento de nuestro Doctor a través de los escritos que nos han llegado de algunos de sus discípulos que recogían en la Universidad las explicaciones del maestro. De ahí que estos escritos se llamen «Reportata» o «Reportationes».

El pensamiento de Duns Escoto entró en España ya a principios del siglo XIV en los Estudios Generales y universidades de Lérida, Barcelona, Salamanca y Toledo, por citar algunas, por obra de profesores y escritores tan significativos como Pedro Tomás, compañero del Doctor Sutil en la Sorbona, Alfredo Gonter y Antonio Andrés, discípulos suyos, y Pedro de Atarrabia, entre otros muchos.

Pero fueron los siglos XVII y XVIII los que vieron la más amplia difusión de las doctrinas de nuestro Doctor, cuando todas las universidades tenían su cátedra de Escoto. Es interminable el catálogo de catedráticos y escritores escotistas de aquellos siglos. Todavía hoy los comentarios de las obras del Doctor Sutil llenan las estanterías de bibliotecas públicas y privadas.

Las obras del Doctor Sutil son el fruto de su docencia en la cátedra de la universidad; de ahí que sean eminentemente filosóficas y teológicas. Pero no dejan de estar llenas de una espiritualidad evangélica dentro de la corriente iniciada por san Francisco de Asís y desarrollada por san Buenaventura, predecesor de Escoto.

Nuestro Doctor ingresó en la universidad a últimos del siglo XIII, en plena expansión de la Escolástica, la ciencia cristiana que dominó en todas las universidades de aquellos tiempos. San Buenaventura y santo Tomás, que habían abierto diferentes corrientes de pensamiento dentro de la unidad de la fe, acababan de morir. De ahí que Duns Escoto se encontrase en condiciones inmejorables para hacer una crítica constructiva, que en él fue siempre serena y desapasionada, independiente de cualquier personalismo: él era amigo de todos sus predecesores, pero su mejor amiga era ante todo la verdad.

Corre todavía la opinión de que Duns Escoto es el adversario intelectual de santo Tomás, y no es cierto. La rivalidad entre dominicos y franciscanos, a partir de la muerte de Escoto, surgió por cuestión de la Inmaculada Concepción de María. En este punto, nuestro Doctor se separó de santo Tomás, al igual que de sus predecesores, Alejandro de Alés, san Buenaventura y Mateo de Aquasparta, que eran franciscanos. Lo que ocurrió es que en la cuestión de la Inmaculada, los discípulos de santo Tomás no supieron abandonar al maestro y corregir su error. En cambio, los franciscanos tuvieron el acierto de corregir errores pasados, colocándose decididamente a favor de la nueva doctrina de su maestro. Esto provocó un enfrentamiento verbal y escrito entre «tomistas» y «escotistas» que se hizo más violento en el transcurso de muchos siglos.

El principal adversario de Duns Escoto -a pesar de que muchas veces le sigue- es Enrique de Gante, Doctor de la Universidad de la Sorbona y muerto en 1293, justamente cuando el Doctor Sutil ingresaba en la misma como estudiante. Enrique de Gante es un autor de producción literaria notable, pero un tanto ausente de las corrientes más aceptadas en aquellos tiempos. Escoto le cita constantemente -prueba de que lo tenía a mano-, pero igual cuando sigue su opinión como cuando la contradice, no tiene costumbre de citarlo por su nombre, sino de manera impersonal, al igual que cuando cita a sus predecesores inmediatos.

En filosofía, los autores preferidos de Duns Escoto son Aristóteles, Avicena y Averroes, y en teología, san Agustín, san Anselmo y evidentemente la Sagrada Escritura y en particular san Pablo, a quien llama «mi filósofo».

El estilo de nuestro Doctor es de una gran serenidad y extraordinario respeto frente a las opiniones y a la persona de sus adversarios. En cuestiones filosóficas expresa sus criterios personales con gran seguridad, convencido de que los suyos tienen el mismo valor que los ajenos. En cambio, en materia teológica -religiosa- propone sus opiniones con circunspección y timidez, convencido de que sobre ellas está siempre la autoridad de la Sagrada Escritura y de la Iglesia.

A principios del siglo XIII, san Francisco inició un movimiento religioso que reunió a su lado a una multitud de discípulos y seguidores que con el tiempo se tradujo en la fundación de la Orden de frailes menores. Francisco, hijo de un rico comerciante de Asís, dotado de conocimientos literarios más que comunes en aquellos tiempos, y sinceramente respetuoso con los sabios, no tenía mayor interés por los estudios. Sin embargo, poco después de su muerte (1226), entraron en su Orden hombres de estudio que ocuparon las universidades de París y Oxford. En Oxford, protegidos por Roberto Grossatesta, obispo de Lincoln, encontramos a Adam de Marsh, Rogerio Bacón, Juan Peckam y Guillermo de Ware, y en París, Alejandro de Alés, Juan de la Rochelle, Buenaventura de Bagnoregio, Mateo de Aquasparta y Ricardo de Mediavilla entre otros.

Distantes por la geografía pero unidos por el espíritu evangélico de san Francisco, formaron una escuela dentro de la teología católica, que acertadamente viene llamándose la «Escuela Franciscana». Juan Duns Escoto, discípulo y doctor de París y de Oxford, recoge la herencia de las dos universidades para ser desde entonces el verdadero maestro de dicha escuela. Agustín Gemelli escribe bellamente: «San Francisco es el caballero de la Virgen, san Buenaventura, su poeta, y Duns Escoto, su teólogo».

Su sagacidad, sutileza y penetración -Doctor «Sutil»- le permitieron abrir nuevos caminos en filosofía, y desbrozar dificultades que en teología impedían progresar en el conocimiento de verdades religiosas, como en la de la Inmaculada Concepción de María.

Para Duns Escoto no hay muchas ciencias independientes unas de otras, sino que todas se complementan para formar una sola ciencia. Si la filosofía -las ciencias naturales- prescinde de la teología -la revelación-, en muchas cuestiones se queda a medio camino, y la teología debe expresarse según las condiciones del conocimiento humano. Por esta razón, no hay contradicción entre filosofía y teología; en cualquier caso, las contradicciones se dan entre filósofos y teólogos, cuando cada uno quiere andar por su camino, prescindiendo de los demás. Para Duns Escoto es evidente que la filosofía debe estar al servicio de la teología para formar una ciencia humanamente completa.

A pesar del sumo interés por la ciencia, el Doctor Sutil es voluntarista, si bien no con un voluntarismo irracional, sino con un voluntarismo que, dentro de la unidad del hombre como ser racional, da la preeminencia a la libre voluntad. El hombre es grande porque es racional, pero la voluntad es la que dispone libremente de los elementos que le ofrece la inteligencia. El hombre es grande porque es inteligente, pero más grande porque es libre.

Dios - Jesucristo - la Creación

Sin dejar de ser filósofo, Juan Duns Escoto es ante todo un teólogo. Sabe que la filosofía y las ciencias naturales pueden abandonarle en cualquier momento a mitad del camino. Para llegar al conocimiento de las cosas creadas y a su Creador, empieza por el testimonio que Dios, Creador, ha dado de sí mismo.

San Pablo (Rm 1,2) dice que son inexcusables los paganos porque, a través de las obras de la creación, no glorificaron al Creador. El camino que debían seguir los que no disponían de la revelación es éste: de lo que vemos, llegar a lo que no vemos.

Escoto, sin embargo, empieza por Dios para llegar al conocimiento de sus obras, porque como cristiano dispone de la divina revelación que nos dice: «Dios es amor» (1 Jn 4). Y el amor es difusivo y comunicativo. Dios es amor y busca ser amado. Fruto de esta fuerza comunicativa del amor, son las cosas creadas en las que Dios quiere encontrar el amor con que las creó. Y la primera obra del amor comunicativo de Dios es Jesucristo, Dios hecho hombre, que puede amar en plenitud como Dios ama.

Este es el principio que dirige e ilumina todo el pensamiento teológico-filosófico de Juan Duns Escoto. La ciencia es un esfuerzo de la inteligencia para conocer y explicar lo que el Amor ha creado, y, dado que Dios nos ha hablado y nos ha revelado lo que Él es -Amor-, hemos de empezar por estar atentos a sus palabras para luego comprender y explicar todas las cosas.

San Anselmo, el gran intelectual de la segunda mitad del siglo XI, cuando quiso estudiar la persona de Jesucristo, se encontró, como todos los doctores de los comienzos del cristianismo, con el misterio de su venida al mundo, y escribió un tratado con este título: «Por qué Dios ha venido entre nosotros como hombre».

Dado que en el evangelio, la pasión y muerte de Jesús se manifiesta con todo el dramatismo, la respuesta era generalmente esta: Jesucristo ha venido para redimir y salvar al hombre, y de tal manera es ésta su obra, que Dios no se hubiera encarnado en la persona de Cristo si el hombre no hubiese pecado y tenido necesidad de redención. Esta teoría subordina Cristo al pecado del hombre.

Sin embargo, san Pablo había escrito en su carta a los cristianos de Colosas: «Él -Jesucristo- es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura, porque en Él fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles. Él es antes que todo, y todo subsiste en Él para que tenga la primacía sobre todas las cosas» (Col 1,14-18).

Esta figura de Jesucristo -primogénito de toda la creación, principio y fin de todo- es difícil de conciliar con la opinión de los doctores, cuando enseñan que Jesucristo no hubiera venido al mundo si el hombre no hubiese pecado. Presentan un Cristo condicionado, subordinado a la culpa del hombre.

Escoto detectó el grave problema e intentó ofrecer una explicación distinta, más conforme y de acuerdo con su ideal fundamental: Dios es amor. Amor comunicativo que ama y quiere ser amado. Sólo Jesucristo, la obra más espléndida de la acción creadora del Señor, puede corresponder dignamente a su amor. Por eso Cristo es el primogénito de toda la creación y no solamente no está subordinado a nadie sino que todo subsiste por Él y en Él. Sólo su obra redentora se debe al pecado del hombre para devolverle al amor del Creador. Así se deben entender, dice Duns Escoto, las palabras de los santos cuando afirman que Jesucristo no habría venido si el hombre no hubiese pecado: no habría venido al mundo como redentor.

Sin duda alguna que la figura de Jesucristo primogénito, principio y fin de todas las cosas, que recuerda Escoto, se aviene mejor al Cristo que nos presenta san Pablo en su carta citada. Precisamente por ello, nuestro doctor ha sido llamado «Doctor de la primacía de Jesucristo», Rey de la creación.

Su razonamiento no solamente es más conforme a la dignidad de Jesucristo -Dios hecho hombre-, sino más clara y asequible a la limitación de la razón humana.

María Madre Inmaculada

Entre todos los seres de la creación y en cuanto a su condición humana, María es la que está más cerca de Jesucristo. Y Duns Escoto es el que en aquellos tiempos puso a la Virgen en una relación íntima con su Hijo, atribuyéndole una colaboración activa en su maternidad.

En la Edad Media, los intelectuales, dejándose guiar por Aristóteles, asignaban a la madre un papel solamente pasivo -receptivo- en la generación; el principio activo se atribuía exclusivamente al hombre.

Con el tiempo, la ciencia ha dado razón a Duns Escoto que con acierto, refiriéndose a la opinión del médico Galeno, dice que en esta materia, más que a los filósofos, hay que seguir a los expertos. Con todo, la opinión de Escoto no trascendió más allá de las aulas universitarias; quedó en simple opinión entre profesores y escritores.

En cambio, lo que más allá de las universidades pasó a patrimonio del pueblo hasta llegar a formar parte del tesoro de la fe católica, fue su doctrina sobre la Inmaculada Concepción de María.

Desde siempre, el pueblo fiel había considerado a la Virgen íntimamente relacionada con Jesucristo y la había venerada por este motivo de una manera singular. Esta actitud de amor particular por María se consolidó con la definición de su maternidad divina en el concilio de Éfeso, el año 431.

La íntima unión de María con Jesucristo supone una predilección especial de Dios que obligaba a los cristianos a alejar de María cualquier idea de pecado.

Hemos visto antes como san Agustín, cuando se trataba de pecado, no quería pensar en absoluto en María. Pero la santidad absoluta de la Virgen no se aviene con la doctrina de san Pablo en su carta a los romanos, cuando enseña que todos han pecado en Adán; por tanto, María, descendiente de Adán, está sujeta al pecado original. Por otra parte, la revelación declara que todos hemos sido redimidos por Cristo, el único redentor. Por consiguiente, María exenta de todo pecado -original y actual- cae fuera de la acción redentora de Jesucristo, único salvador universal de la humanidad.

También hemos visto cómo el pueblo cristiano, que desde antiguo celebraba algunas fiestas marianas, hacia el siglo XII introdujo la fiesta de la Concepción, sin darse cuenta de la dificultad que esto suponía. Algunos doctores se opusieron a ello, como san Bernardo que, en una carta a los canónigos de Lyón, les advierte que con la celebración de la fiesta de la Inmaculada Concepción de María, disminuyen la dignidad redentora de Jesucristo. Otros en cambio, vista la popularidad de la fiesta, aceptaban su celebración, pero sólo en el sentido de la «santificación» de María desde el principio de su concepción. Así lo enseñaron todos los doctores hasta fines del siglo XIII, si bien algunos, como san Buenaventura, llevados por su acendrada devoción a la Virgen, se inclinaban primero por aceptar la Inmaculada, pero al final optaron por la «santificación». No sabían cómo resolver la dificultad que suponía la universalidad del pecado y la redención de todos por Cristo Jesús.

La solución la encontró Juan Duns Escoto. En este caso, como sucede con frecuencia, la solución era sencilla, pero había que encontrarla.

Bastaba pensar en la redención preventiva. Jesucristo es redentor, salvador universal; pero hay dos maneras de salvar, de curar a un enfermo: salvarlo después de caer, sanándole cuando ya está enfermo, o impedir que caiga, prevenir su enfermedad. Con la particularidad que siempre es mejor preservar que curar. Es más excelente la obra redentora de Jesucristo preservando a María del pecado, que redimirla después de pecar.

El ingenio de Duns Escoto está precisamente en convertir en prueba de la Inmaculada Concepción de María lo que para otros predecesores suyos era una dificultad. Justamente «preservar» es la palabra exacta que usa el papa Pío IX en la definición de la Inmaculada, cuando dice que María «fue preservada del pecado original en atención a los méritos de Jesucristo redentor».

Duns Escoto en su primera etapa de profesor de Oxford había ya defendido, aunque tímidamente, la posibilidad y la conveniencia de la Inmaculada Concepción, tanto por la santidad de María, como por la dignidad de su Hijo Jesucristo.

San Bernardo opinaba que dicha celebración, en vez de dignificar a la Virgen, la sustraía a la obra redentora de Jesús y disminuía su dignidad de salvador. Duns Escoto responde que la Inmaculada, lejos de sustraer a María de la obra salvadora de Cristo, la dignifica de manera eminente, gracias a los méritos de Jesús redentor.

Esta enseñanza inicial del Doctor Sutil no provocó ninguna reacción importante, ya por la actitud tímida con que fue propuesta, ya porque había precedentes en la Universidad de Oxford.

Pero cuando Escoto, con decisión y no como algo posible sino como un hecho real, enseñó en público, durante su etapa de profesor de París, la Inmaculada, se enfrentó con toda la Universidad, que tradicionalmente había enseñado lo contrario. Por este motivo, el nuevo profesor fue invitado a defender públicamente y ante profesores y alumnos la opinión totalmente innovadora.

A partir de la segunda mitad del siglo XV, son muchos los autores que certifican esta controversia pública y solemne de nuestro doctor en la Universidad de la Sorbona. Es obvio que cada autor narre el hecho a su manera, revistiéndole de circunstancias extraordinarias y algunas veces maravillosas, como la multitud de adversarios, la presencia de enviados del Papa, e incluso la actitud de una imagen de la Virgen, que responde a la invocación y petición que le dirige Duns Escoto antes de entrar en el aula para la disputa.

De ahí que algunos hayan querido señalar como legendaria y sin fundamento histórico la controversia. Con todo, en este caso, como sucede en general, en el origen de la leyenda existe el hecho, que por sencillo que fuese, dio pie a que con el tiempo cada escritor lo ampliara y revistiera a su gusto.

Es cierto que el texto de la disputa no ha llegado hasta nosotros. Pero no es de extrañar, porque discusiones semejantes las había diariamente en las aulas de la Universidad, y no todas ni mucho menos han llegado a nosotros. De la disputa de Duns Escoto tenemos vestigios en dos manuscritos del siglo XIV, próximos a su tiempo: el códice 139 de la catedral de Valencia, y el 95 del archivo de la Corona de Aragón de Barcelona, códices que son comentarios ("reportata") de una controversia sobre la Inmaculada Concepción de María.

De hecho, a partir de la enseñanza de Duns Escoto, se multiplicaron en París las discusiones públicas en favor de la opinión del Doctor Sutil, según certifica Pedro Tomás, uno de sus discípulos: «Algunos maestros en teología así lo han afirmado públicamente (que María es Inmaculada) y lo han enseñado tanto en Oxford como en París». Y otro discípulo de Escoto, Pedro Oriol, escribe: «Muchos y eminentes doctores han enseñado en París y en Inglaterra que María no ha contraído el pecado original».

A estos triunfos se debe seguramente que en múltiples manuscritos y ediciones de las obras de Duns Escoto sea éste conocido por el «Príncipe de los teólogos».

La disputa de la Sorbona dividió la Universidad -hasta entonces absolutamente unida en contra de la Inmaculada- en dos opiniones: la tradicional y la nueva, inmaculista, que desde entonces pasó a llamarse «opinión escotista», por el nombre de su defensor. La opinión fue seguida particularmente por los franciscanos, que en esta ocasión empezaron a colocarse del lado de su profesor formando la «Escuela franciscana». Juan Duns Escoto fue desde entonces su guía y maestro.

Los adversarios, para frenar la corriente «inmaculista», recurrieron a la descalificación, acusando de herejes a sus defensores. Pero la razón se impuso a la violencia: la opinión «inmaculista» salió de las aulas de la universidad y penetró en las iglesias, y el pueblo que amaba a María como la mujer «llena de gracia» -así la llama el evangelio- llevó al triunfo a sus defensores.

La misma Universidad de París acabó no sólo por aceptar la opinión escotista, sino que la impuso obligatoria a todos sus profesores. Y poco después de un siglo de la célebre controversia de París, el concilio de Basilea en 1431 definía la Inmaculada como dogma de fe, si bien en aquel momento ya no era un concilio legítimo porque el Papa había retirado su legado y representante. Un siglo más tarde, el concilio de Trento aceptó el privilegio mariano sin definirlo de manera solemne. Por motivos políticos la definición pontificia se retrasó hasta el año 1854.

Este evento fue un triunfo conseguido tras seis siglos de esfuerzos de la Orden franciscana, guiada siempre por su maestro el Beato Juan Duns Escoto. Era justo, pues, que en la solemnidad de la definición dogmática fuesen escogidos los hijos de san Francisco para presentar al papa Pío IX una rosa de oro y un lirio de plata y ofrecerlos a la Virgen Inmaculada.

Fidelidad a la Iglesia

Estamos seguros que no ofenderemos la modestia de Duns Escoto si afirmamos que él reconocía las extraordinarias condiciones intelectuales que poseía, porque ya en vida le otorgaron el título de «Doctor Sutil», y el Superior General de la Orden reconoció dichas dotes en una carta al superior local, en la cual manda que Escoto sea enviado a estudiar a París.

Sin embargo, ni en su comportamiento personal ni en su enseñanza, jamás hizo ostentación de sus privilegiadas cualidades. Por el contrario, en las lecciones se muestra siempre moderado y respetuoso con las personas y sus opiniones. En esto aprendió de su predecesor, san Buenaventura, a quien no conoció personalmente, pero sí los escritos, que cita con frecuencia.

En las ciencias humanas, cuando se encuentra con opiniones divergentes, las examina sin apasionamientos y se queda con la que le parece más razonable, sin menospreciar las otras. Su estilo nunca es autoritario. Palabras repetidas a lo largo de sus escritos son "me parece", "quizás", "probablemente"; así como las frases "no aseguro nada", "creo más seguro". Y no tiene ningún inconveniente en afirmar "no lo sé", "no lo entiendo", cuando se presentan temas difíciles. No ahorra momento para dar el título de «Doctor» a los escritores contemporáneos que no piensan como él.

Cuando se trata de verdades religiosas -teológicas-, sin dejar de ser crítico -sobre todo cuando es innovador-, antepone a su opinión la autoridad de la iglesia, porque, dice él, «la autoridad de la Iglesia es máxima». Siempre hay que seguir, dice, el testimonio más veraz, y escuchar más a una comunidad que a una persona particular. La Iglesia posee las dos condiciones: es una comunidad y es eminentemente veraz.

Si alguien propone una novedad doctrinal, nadie está obligado a aceptarla; ante todo, que consulte a la Iglesia, y así evitará el error. Una de sus innovaciones -la Inmaculada Concepción- la propone siempre contando con la autoridad de la iglesia: «Si no repugna a la Sagrada Escritura y a la autoridad de la Iglesia».

Esta actitud de respeto y sumisión a la autoridad eclesiástica, que él enseña en sus escritos, sabe ponerla en práctica cuando en el año 1303 prefiere abandonar su cátedra de la Universidad de París para ponerse decididamente al lado del Papa y de su autoridad contra las amenazas del absolutismo político del rey. Y ello justamente cuando parte de los doctores de la misma Universidad cedían a la actitud violenta de la autoridad civil contra la libertad y autoridad de la Iglesia.

En esto Duns Escoto es un auténtico hijo de san Francisco, quien al principio de la Regla, que él, Duns Escoto, había profesado de joven, dice: «Yo, fray Francisco, prometo obediencia y reverencia al señor Papa Inocencio y a sus sucesores». Y en el capítulo segundo de la misma Regla, Francisco manda que nadie sea recibido en la Orden contra la forma y constitución de la Santa Iglesia. Finalmente, en el capítulo doce dispone que los superiores pidan al Papa un cardenal de la Santa Iglesia romana, que sea gobernador, protector y corrector de la Fraternidad, a fin de que estén siempre súbditos y sujetos a los pies de la Santa Iglesia y firmes en la fe católica.

El mismo san Francisco en la Carta a los clérigos dice: «Sabemos que estas cosas -las palabras de Jesucristo, el evangelio- hemos de observarlas sobre todo, según los preceptos del Señor y las leyes de la Santa Madre Iglesia». Por esta razón manda en la misma Regla que ningún religioso predique (y enseñe) contra la forma y la institución de la Iglesia.

Es oportuno recordar esto hoy, cuando algunos innovadores prefieren su opinión personal a la de la iglesia, y lamentan haber dejado su cátedra por no querer prescindir de sus teologías.

Juan Duns Escoto -hijo espiritual de Francisco de Asís-, Doctor de Dios-Amor, Doctor de Jesucristo, la gran obra de este amor, y Doctor de María, la primera redimida por Cristo, es el maestro y guía de la Escuela franciscana. Ésta, como ha confesado durante siete largos siglos, ofrece -con fidelidad a la autoridad de la Iglesia- el valor de un amor comunicativo al hombre, que, con todo el respeto a la propia libertad y a la de los demás, le permite encontrar aquello que ansiosamente busca: amar y ser amado. Quizás hoy más que nunca, la Escuela franciscana puede ofrecer al hombre, insatisfecho de una cultura racionalista y científica, un voluntarismo práctico (amor=praxis) iluminado por la razón, ideal del hombre perfecto.

La fidelidad de la doctrina de Duns Escoto al evangelio y a la autoridad de la Iglesia ha sido reconocida oficialmente en muchas ocasiones. Recientemente, el 14 de julio de 1966, con ocasión del «VII Centenario del Nacimiento de Duns Escoto», el papa Pablo VI publica la carta «Alma Parens», dirigida a la jerarquía católica de Inglaterra, en la que coloca al Doctor Sutil junto a los grandes doctores de la Iglesia y califica su doctrina de «templo de la fe católica». Y el papa Juan Pablo II, el 15 de noviembre de 1980, visita en Colonia la tumba de nuestro Doctor y le califica «Torre de la fe católica».

Camino de la gloria

Los elogios que había hecho Gonzalo de Balboa en la carta al superior de Duns Escoto, más la propia oposición valiente de nuestro Doctor a las pretensiones del rey de Francia, que le obligó a dejar la cátedra de París, así como su triunfo en la disputa en la Universidad, le habían dado una amplia notoriedad, tanto en los ambientes intelectuales como entre sus hermanos en religión. Si a ello añadimos la competencia, moderación y serenidad con que trataba y exponía su doctrina, y el respeto casi excesivo con que procedía con los adversarios y sus opiniones, no es de extrañar que los religiosos que le conocieron en los conventos que frecuentó de Inglaterra y París, así como sus compañeros de la comunidad de Colonia, le tuvieran en gran estima y consideración.

Ello explica que, al morir en Colonia en plena madurez, fuera enterrado no en el cementerio de los frailes, sino en la iglesia y en un lugar privilegiado. La opinión generalizada y conceptuada por sus contemporáneos sobre la vida ejemplar de Duns Escoto nos la certifica, poco después de su muerte, un discípulo suyo, Antonio Andreu, cuando escribe: «Su fama y su memoria está llena de bendición». No disminuyó esta fama con el tiempo, sino que aumentó y se propagó más allá de su sepulcro. Así lo dan a entender muchos manuscritos del siglo XIV que contienen las obras de Duns Escoto, a cuyo nombre le sigue la frase: «Venerable maestro», «Doctor venerable». Otros manuscritos presentan ilustraciones con la figura de Escoto arrodillado delante de la Santísima Trinidad, o con Cristo en actitud de bendecirlo, o en compañía de ángeles. A partir de la segunda mitad del siglo XV, en los incunables y sobre todo en las primeras biografías, la palabra «Venerable» pasa a ser «Beato». En algunos lugares y desde muy antiguo se celebraba la fiesta de Duns Escoto el día 8 de noviembre. El abad del Cister, Gualberto, cada año celebraba la fiesta del «Común de los Santos» en su monasterio de Duns, la población natal del Beato. También en Nola (Italia), donde la devoción a Duns Escoto se hizo muy pronto popular. En el Proceso de Beatificación de 1707, son muchas las personas que declaran haber obtenido favores por su intercesión. El Martirologio franciscano lo recuerda el día 8 de noviembre con estas palabras: «En Colonia murió el Beato Juan Duns Escoto, llamado Doctor Sutil por su extraordinaria capacidad intelectual, e insigne por su piedad, pobreza y santidad de vida».

Lo que durante los siglos XIV y XV habían realizado los copistas en los manuscritos, lo plasmaron los artistas a partir del siglo XVI: multiplicaron imágenes y pinturas de Escoto en las iglesias y altares con signos de santidad; algunas de estas obras de arte son muy antiguas, como la que se conserva en el convento franciscano de Salamanca, que data del siglo XIV. Algunos artistas lo representan sólo, pero aparece con más frecuencia acompañado de otros santos o con la Virgen María en su misterio de la Inmaculada Concepción. Es particularmente significativa la pintura en la sala de Rafael de los museos vaticanos, junto a san Agustín y entre doctores de la Iglesia en la disputa sobre la Eucaristía.

La veneración y el concepto que los religiosos de Colonia demostraban a Juan Duns Escoto se puso de manifiesto ya con ocasión de su muerte, cuando fue enterrado en la iglesia conventual en vez del cementerio común de los frailes. Esta estima fue creciendo, de tal forma que a finales del mismo siglo llevaron sus restos mortales, de su lugar primitivo, la capilla de los Santos Reyes, a un lugar más privilegiado, es decir, en el mismo centro del templo, delante del altar mayor. Los restos mortales del Beato Juan Duns Escoto fueron depositados en un sepulcro de piedra cubierto con una gran losa.

Durante la segunda guerra mundial, la iglesia franciscana de Colonia fue destruida por los bombardeos, pero la piedra que cubría el sepulcro salvó los restos del Beato. Años después se reconstruyó aquel templo, y el 31 de agosto de 1956 fue entregado nuevamente a los franciscanos. Ahora el monumento sepulcral está situado en la nave izquierda, en el mismo lugar donde había sido enterrado al morir.

Desde siempre, la tumba del Beato ha gozado de gran devoción. Recientemente, el 15 de noviembre de 1980, el papa Juan Pablo II visitó el sepulcro de Duns Escoto. Después de ofrecerle un ramo de flores, arrodillado rogó largo rato ante aquel que él mismo llamó «Torre de la fe cristiana». Poco tiempo antes, el papa Pablo VI, el 14 de julio de 1966, con motivo del VII Centenario del nacimiento del Doctor franciscano, mediante la Carta Apostólica «Alma Parens», dirigida a la jerarquía católica de Inglaterra, Escocia y Gales, inauguraba una nueva época con el estudio y valoración no tan solo de su doctrina sino también de la santidad de vida.

Y llegó finalmente el momento del triunfo y de la gloria: el 6 de julio de 1991, el papa Juan Pablo II manda publicar el decreto «Qui docti fuerint» en el que reconoce oficialmente la santidad de vida de Juan Duns Escoto, y lo proclama como uno de los grandes maestros de la doctrina católica y defensor de la suprema autoridad del Papa. Y el sábado 20 de marzo de 1993, el mismo Juan Pablo II, durante la celebración de las primeras vísperas del IV domingo de cuaresma, declara solemnemente el reconocimiento del culto del beato Juan Duns Escoto, que ya había sido oficialmente reconocido el 6 de julio de 1991.

[José Pijoán, o.f.m., Juan Duns Escoto. Barcelona, La Hormiga de Oro, 1993, 89 pp.]

.