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5 de marzo |
. | Juan José de la Cruz, franciscano alcantarino, llamado en el siglo Carlos Gaetano Calosinto, digno seguidor de san Francisco y de san Pedro de Alcántara, de vida austera, contemplativo y carismático, apóstol popular y consejero de santos, nació en un poblado de la isla de Ischia, que está situada frente al golfo de Nápoles (Italia), el 15 de agosto de 1654, de familia noble y piadosa, cuyos cinco hijos se consagraron al Señor. Desde pequeño profesó una especial devoción a la Virgen y un amor generoso a los pobres. Frecuentó en la isla a los padres agustinos, que le dieron la primera formación humanista y religiosa. Conoció a los franciscanos que habían llegado de España para establecer en el Reino de Nápoles la reforma promovida por san Pedro de Alcántara, y le entusiasmó su sencillez y austeridad. A los dieciséis años vistió el hábito franciscano en el convento de Santa Lucía del Monte, de Nápoles, hizo el noviciado bajo la guía del P. José Robles, alcantarino español, y emitió la profesión solemne el 24 de junio 1671. Fue el primero en ingresar en la Reforma alcantarina recién implantada en Italia, cuya vida de pobreza y oración le cautivaba y de la que él sería el principal promotor en su tierra. En 1674, los superiores enviaron a nuestro santo con un grupo de once frailes al santuario de Santa María Occorrevole, en Piedimonte d'Alife; el más joven de todos era Juan José, y con su iniciativa y laboriosidad se construyó allí un convento, y luego, internado en la espesura del bosque, un conventito del gusto de los alcantarinos llamado «La Soledad», adecuado para el retiro y la contemplación, que más tarde se convertiría en meta de peregrinaciones. Durante algunos años fue a la vez maestro de novicios en Nápoles y guardián en Piedimonte, al tiempo que se ocupaba de la construcción del convento de Granatello in Portici (Nápoles). Terminados los estudios, recibió la ordenación sacerdotal el 18 de septiembre de 1677 y, sin dejar su vida de oración y penitencia en los retiros, se entregó al apostolado popular, al confesonario y a la dirección de almas. El Señor lo probó con grandes desolaciones interiores, tinieblas y dudas que le hicieron padecer sobremanera. A principios del siglo XVIII surgieron divergencias entre los alcantarinos procedentes de España y los nativos de Italia, por lo que la Santa Sede los dividió en dos grupos autónomos, que se reunificarían en 1722. Con humildad y caridad ejerció nuestro santo los cargos que le impuso la obediencia, pues, tras la división, en 1703 fue elegido primer provincial de Provincia alcantarina italiana, y tuvo que sortear las dificultades procedentes de la diversidad de carácter entre españoles e italianos, fomentar entre unos y otros el respeto y la fraternidad, la genuina observancia de una Regla que les era común; además reorganizó las comunidades, los centros de formación y los estudios. Cumplido el trienio de su mandato, pidió a sus hermanos que lo liberaran de los oficios de autoridad para consagrarse exclusivamente a la oración y al apostolado. Entonces el arzobispo de Nápoles, Card. Francisco Pignatelli, le encargó la dirección de setenta monasterios y retiros napolitanos, y recibió otro encargo parecido del Card. Innico Caracciolo para su diócesis de Aversa. El Señor quiso obrar por su medio portentos y le concedió dones y carismas místicos extraordinarios, tales como milagros, éxtasis, bilocación, profecía, conocimiento de los secretos de los corazones, apariciones de la Virgen y del Niño Jesús. Ejerció una gran influencia en su tiempo, no sólo sobre la gente sencilla, que fácilmente podía sentirse atraída por los fenómenos místicos que se contaban de él, sino también sobre personas doctas e ilustradas, incluidas las altas jerarquías de la Iglesia. En el ambiente religioso de entonces, se le tenía por un cualificado director de conciencias, y a él acudieron, entre otros, san Alfonso María de Ligorio y san Francisco de Jerónimo, todos los cuales fueron elevados a los altares en la misma ceremonia de canonización. Después de una vida contemplativa y de extrema austeridad siguiendo el ejemplo de san Pedro de Alcántara, murió santamente el 5 de marzo de 1734 en Nápoles, en el convento de Santa Lucía del Monte, y fue sepultado en su iglesia, donde el pueblo napolitano le sigue manifestando aún hoy una gran devoción. Muy pronto empezó el proceso eclesiástico sobre la santidad de su vida, sus virtudes y milagros. El 4 de octubre de 1779, en la iglesia franciscana de Santa María de Aracoeli en Roma, el papa Pío VI proclamó la heroicidad de las virtudes de Fray Juan José de la Cruz. El mismo papa lo proclamó beato en la Basílica de San Pedro del Vaticano el 24 de mayo de 1789. Y el 26 de mayo de 1839, el papa Gregorio XVI lo canonizó solemnemente. * * * SAN JUAN JOSÉ DE LA CRUZ (1654-1734) San Juan José de la Cruz es un santo franciscano italiano que nace el 15 de agosto de 1654 en la bella isla de Ischia (Italia), en el mismo golfo de Nápoles, de padres nobles y piadosos. Educado cristianamente con los padres agustinos, muy pronto, a los quince años, decidió por inspiración divina ingresar en la Orden de los Franciscanos descalzos reformada por San Pedro de Alcántara, donde tomó el hábito en 1670 en el solitario convento napolitano de Santa Lucía en el Monte. Contribuyó a su decisión Fray Juan de San Bernardo, franciscano descalzo de esta reforma, venido de España para establecer en Italia la reforma alcantarina. Llegó a Ischia y conquistó el corazón del joven para la causa que predicaba. A partir de ese momento decidió consagrarse enteramente a Dios. Sus biógrafos hablan elocuentemente de la profundidad y seriedad con que optó por la vida religiosa. Se comentaba la heroicidad en la práctica de las virtudes desde sus tiempos de noviciado, concluido en enero de 1671 con la profesión religiosa. Al poco tiempo fue mandado con un grupo de hermanos de religión al Santuario de Santa María Occorrevole en Piedimonte de Alife, a los pies de los montes Apeninos, donde por iniciativa suya se construyó un convento y se mandó una comunidad. A partir de ese momento, su vida transcurrió en medio de la rigidez ascética que le hizo famoso. Para ello contaba con el testimonio, no sólo de su santo fundador Francisco de Asís, sino también del santo franciscano español Pedro de Alcántara, beatificado en 1699. Ordenado sacerdote el 18 de septiembre de 1677, ya desde entonces, al igual que Pedro de Alcántara, tuvo el don de «una admirable penitencia y de una altísima contemplación». Como él, se construyó una celda apartada en el fondo del bosque para dedicarse, sin miradas humanas, a la penitencia que le llevaba a la contemplación de las cosas de Dios. De la época de su ordenación sacerdotal en 1677 data el Ceremoniale della messa. Officio et altri atti solenni editado en Nápoles, compilación y adaptación de diversos usos para la reforma alcantarina. Su vida se divide entre el cargo de maestro de novicios en Nápoles y guardián del convento de Santa María Occorrevole. Libre del cargo de guardián, fue elegido en 1690 definidor de la Orden y a la vez repuesto en el cargo de maestro de novicios, desempeñándolo por espacio de cuatro años en Nápoles y en Piedimonte. No obstante ser hombre de paz, se vio envuelto en contiendas entre sus propios hermanos, los llamados alcantarinos, hasta que un breve pontificio del 15 de septiembre de 1702 dividía y separaba a los alcantarinos españoles de los italianos, que se quedaron con dos casas. San Juan José luchó por defender la provincia italiana, de la que fue nombrado provincial en 1703, y se dedicó a imponer una severa observancia de la Regla franciscana. Acabado su mandato, se quedó en Nápoles invitado por el arzobispo Francisco Pignatelli para dirigir setenta y tres monasterios y retiros en Nápoles y, posteriormente, en la cercana diócesis de Aversa. De ese modo, se consagraba como padre espiritual, guía de almas y reformador de casas religiosas. A él acudían, como experto director de conciencias, infinidad de personas buscando ayuda espiritual. Incluso le buscó con este fin San Alfonso María de Ligorio. Fue conocido también por las gracias y milagros que por su intercesión se concedían. Uno de ellos tuvo lugar en Roma, la curación del joven marqués Genaro Spada. Se dice de sus penitencias que fueron muchas y severas, igual que su vida ascética. Su maestro en todo ello fue el crucifijo. Tenía en su celda una cruz larga, guarnecida con puntas agudas. Llegó a hacerse dos iguales que se ponía en la espalda y en el pecho, apretándolas y sujetándolas con fuerza. Dedicaba poquísimo tiempo al sueño. En los últimos treinta años de vida no probó el vino ni otro tipo de bebida alcohólica. El padre Juan José de la Cruz tuvo frecuentes éxtasis místicos, mereciendo el insigne favor de tener al Niño Jesús en sus brazos en varias ocasiones, de modo especial en la noche de Navidad. Murió el 5 de marzo de 1734, con ochenta años, lleno de amor y aprecio por todas partes. Todos sus biógrafos insisten en que era «admirable por sus penitencias, sus milagros y su austeridad de vida». Gozó de gracias extraordinarias, como la bilocación, la profecía, el don de escrutar las conciencias, éxtasis, apariciones de la Virgen y del Niño Jesús. Fue canonizado el 26 de mayo de 1839 por el papa Gregorio XVI. [J. J. Flores Arcas, osb, en Año cristiano. Marzo. Madrid, BAC, 2003, pp. 94-96] * * * SAN JUAN JOSÉ DE LA CRUZ (1654-1734) Nació en Ischia (Italia), el 15 de agosto de 1654, y murió en Nápoles, el 5 de marzo de 1734. Fue beatificado el 21 de mayo de 1789, y canonizado el 26 de mayo de 1839. En el firmamento estelar de la familia franciscana, con tantos santos seguidores de la santidad de Francisco de Asís que deslumbran con su resplandor, apenas se perciben los destellos de santos que, en otros ambientes, hubieran dado la talla de gigantes de la santidad. Es el caso de San Juan José de la Cruz, franciscano italiano del siglo XVIII, que queda eclipsado, de una parte, por la inmensidad de la figura de Francisco de Asís (4 de octubre), cuyos pasos quiso reproducir con plena fidelidad en la vida de una Orden que, como todas, ha pasado por momentos de esplendor y, en tiempos de fray Juan José, por períodos de decadencia. Y, por otra parte, más cercano a él, por la pequeña gran figura de San Pedro de Alcántara, que había iniciado en España la reforma más radical de la Orden franciscana. Es lo que fray Juan José quiso imponer en Italia. Napolitano y franciscano Muy cerca de la bahía de Nápoles, se yergue la minúscula isla de Ischia, coronada por el castillo-fortaleza Gerone, que construyó Alfonso V de Aragón, «el Magnánimo», rey de Nápoles (1442-1458). En ese islote nació Carlos Gaetano, nombre original de San Juan José de la Cruz, en 1654. Desde muy joven, Carlos se sintió atraído por la figura estelar de San Francisco. Quería ser como él. Pero su Orden, por aquellos años, atravesaba una fuerte crisis de identidad, que la alejaba del modelo inicial franciscano. Él, como franciscano, se llamaría fray Juan José de la Cruz: así indicaba el signo que dominaría su existencia, porque, como Pablo, quería gloriarse en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, y estar crucificado para el mundo, como el mundo estaría en adelante crucificado para él. Tenía sumo interés en orientar su vida por la senda de la penitencia, la pobreza más radical y la humildad a prueba de humillaciones e incomprensiones, que no le faltaron. Tras las huellas de San Pedro de Alcántara Cuando en plena juventud tuvo noticias de la reforma que en España había iniciado San Pedro de Alcántara -precisamente canonizado cuando fray Juan José de la Cruz tenía veintisiete años, en 1669-, encontró el camino para el seguimiento más fiel de Francisco entre los franciscanos descalzos: el primero entre los italianos que seguía las directrices reformadoras de San Pedro de Alcántara. La fama de santidad del santo franciscano español, admirado ya en vida por Santa Teresa, y ahora ensalzado por la Iglesia con la máxima categoría espiritual de la canonización, parecía que, en principio, iba a facilitar a fray Juan José la realización de sus objetivos de vida franciscana con la radicalidad que Francisco y Pedro de Alcántara preconizaron. Sólo habían pasado tres años desde su profesión solemne en la Orden de los Frailes Menores, cuando fue designado para dirigir las obras del convento que se estaba construyendo en Alifas, en la región de Campania. Y, obedeciendo la decisión de sus superiores, aceptó más tarde la ordenación sacerdotal, de la que él se consideraba indigno. Mientras se lo permitían sus trabajos, se dedicaba a la dirección espiritual, que tanto bien hizo a quienes tuvieron la dicha de ser discípulos suyos. Algunos de los hermanos franciscanos, que participaban de sus inquietudes espirituales, le pidieron que redactara unos estatutos en los que se aplicara, a la vida franciscana en Italia, la reforma de San Pedro de Alcántara. En principio, los franciscanos italianos «descalzos» estarían vinculados a los españoles alcantarinos. Hasta que el papa Clemente XI dio autonomía a los italianos y fundó un convento en Campania que se regiría por la Regla alcantarina. Como era de esperar, el mismo papa nombró a fray Juan José de la Cruz guardián de la primera comunidad reformada de la Orden franciscana en Italia. Era lo que menos deseaba este religioso ejemplar. Aludió a su escasa salud y a su falta de prudencia, para excusar la aceptación del cargo de superior. Pero el nombramiento estaba hecho y bien hecho. La cruz de Fray Juan José El franciscano había añadido a su nombre de religión el apelativo «de la Cruz». Y la cruz no iba a faltarle, especialmente en sus años al frente de aquella comunidad reformada. No ha habido reformador religioso que haya escapado de las humillaciones, las injurias y las calumnias de quienes pensaban que tal como estaban las cosas estaban bien. ¿Para qué más? Y fray Juan José, a quien los otros miraban como cabecilla de aquella experiencia reformadora que los denunciaba, fue objeto de toda clase de vejaciones, que le hicieron sufrir por y con Cristo. Su vida, como la vida de la Iglesia, sólo puede entenderse a la luz de la fe, en las manos de Dios. Se cuenta que alguien se quejó en su presencia de algunos acontecimientos que Dios permitía, aparentemente irracionales, y que no podían entender. Entonces el santo le contestó: «Mire, yo he medido el hueso que tenemos en la parte superior de la espalda, en el cuello. Tiene unas tres pulgadas de alto por tres de ancho. ¿Y quiere usted meter al Infinito en un hueso tan pequeño?». Para hacer frente a la conjura tramada contra él, se ciñó la armadura de la fe y se defendió con las armas de la más dura penitencia, pobreza y austeridad: durante sesenta y cuatro años se vistió con un áspero hábito, y por espacio de veinticuatro años se alimentó casi exclusivamente de pan y frutos silvestres; castigaba su cuerpo con cilicios permanentes, con una cruz provista de clavos puntiagudos y con disciplinas diarias. Tal era su aspecto físico, que la gente lo llamaba «el nuevo Job». Algo parecido se le ocurrió a Santa Teresa cuando escribió de San Pedro de Alcántara: «Era tan extrema su flaqueza, que no parecía sino hecho de raíces de árboles». Bajo aquella apariencia de flaqueza y debilidad, en fray Pedro y en fray Juan José, había una férrea fortaleza espiritual, capaz de hacer frente a los ataques de quienes se oponían a la santa obsesión de devolver a la Orden de Francisco su primitivo esplendor. Cuando, viéndolo extenuado a causa de la poca alimentación, los excesos de mortificaciones y los sufrimientos, le aconsejaban sus hermanos que pusiera remedio a aquella decadencia física alarmante, que mitigara las penitencias y redujera el trabajo apostólico, contestaba el santo: «Ojalá pudiera quemar todas mis fuerzas en provecho del prójimo. ¿Acaso no es justo dar nuestra vida por la misma causa por la que Jesús entregó la suya?». Y, en otra ocasión, moviendo la cabeza: «¿Cómo queréis que comprendamos cualquier designio de Dios, teniendo una frente de tres dedos de altura?». Dios sale en defensa de su siervo Cuando la Iglesia exige milagros para beatificar y canonizar a los cristianos ejemplares le mueve una razón de fe: si Dios quiere que sus siervos sean oficialmente reconocidos como ejemplo de vida cristiana por la Iglesia, pondrá su sello de garantía en esa vida que parece santa a los ojos de los hombres. Y el sello de garantía divina es el milagro, que sólo Dios puede realizar, por intercesión de los santos. Ya en vida salió Dios en defensa de fray Juan José de la Cruz, a través de los milagros. Hay un estudioso del tema que nos merece toda credibilidad: el cardenal Nicholas Wiseman (1802-1865), famoso por su novela Fabiola o La historia de las catacumbas (1854), estudió los fenómenos espirituales que se habían observado en la vida de San Juan José, confirmados por testigos, y concluyó que se trataba de fenómenos sobrenaturales. Los éxtasis eran muy frecuentes, el don de discernimiento estaba enriquecido por la gracia de poder leer los corazones y predecir el futuro, la bilocación quedó demostrada cuando hubo unos que lo vieron presente en un lugar y al mismo tiempo otros certificaron su presencia en otro, y era también frecuente la levitación, por la que se elevaba sobre el suelo y permanecía suspendido en lo alto a la vista de los frailes. Entre sus predicciones estaba la fecha y hora de su muerte. Según lo había anunciado, antes sufriría un ataque de apoplejía. En su convento de Nápoles, con los ojos fijos en la imagen de María, partió de este mundo al encuentro de Cristo. Era el 5 de marzo de 1734. Antes de finalizar el mismo siglo XVIII era beatificado por Pío VI, y en la primera mitad del siglo XIX lo canonizó Gregorio XVI. [J. A. Martínez Puche, op, en Nuevo Año Cristiano. Marzo. Madrid, Edibesa, 2004, pp. 69-73] * * * SAN JUAN JOSÉ DE LA CRUZ (1654-1734) Juan José de la Cruz nació en Ischia el 15 de agosto de 1654, hijo de José Calosinto y Laura Gargiulo. Con los Agustinos de la isla recibió la primera formación, y se distinguió entre sus coetáneos por una profunda piedad. Devotísimo de la Pasión de Jesús, se flagelaba hasta derramar sangre. A los quince años de edad, sintiéndose atraído por la vida religiosa, por inspiración divina escogió la Orden de los Hermanos Menores. Tomó el hábito de novicio en 1670. Bajo la guía del padre Robles pronto alcanzó el heroísmo en la práctica de las virtudes. Profesó en enero de 1671, fue el más joven de los 12 frailes que el 15 de julio de 1674 tomaron posesión del Santuario de Santa María Occorrevole en Piedimonte d'Alife, donde por iniciativa del Santo fue construido un convento. El 18 de septiembre de 1677 fue ordenado Sacerdote, a pesar de su resistencia por humildad. Émulo de San Francisco y de San Pedro de Alcántara, construyó un conventico más apartado en el fondo del bosque, llamado «La Soledad». Más de nueve años fue maestro de novicios en Nápoles y guardián del convento de Santa María Occorrevole. Elegido provincial en el Capítulo de Grumo de 1703, abrió algunas casas en Nápoles y atrajo a la observancia a sus religiosos, unos 200, y reorganizó los estudios. Terminado su mandato, el arzobispo Francisco Pignatelli lo llamó a dirigir setenta y tres monasterios y retiros en Nápoles. Análogo encargo le hizo el cardenal Innico Caracciolo para la vecina diócesis de Aversa. Al Santo, experto director de conciencias, desde sus primeros años de sacerdocio recurrían célebres eclesiásticos en busca de su consejo, como Mons. Julio Tormo, Mons. Emilio Cavalieri, el canónigo napolitano Mazzocchi y nobles e ilustres como la poetisa Aurora Sanseverino. También recurrían a él San Francisco de Jerónimo y San Alfonso María de Ligorio. Popularísimo por su apostolado, realizó muchas conversiones. Fue agraciado por Dios con especiales carismas, profecía, intuición de los corazones, e inclusive la resurrección del marquesito Genaro Spada. Impresionante por sus penitencias, sus milagros y su austeridad de vida. Murió el 5 de marzo de 1734, a los 80 años de edad. Fue canonizado por Gregorio XVI el 26 de mayo de 1839. [Ferrini-Ramírez, Santos franciscanos para cada día. Asís, Ed. Porziuncola, 2000, pp. 71-72] |
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