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SAN
JUAN DE TRIORA (1760-1816), |
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Juan de Triora, en el siglo Francisco María Lantrua, nació el 15 de marzo de 1760 en Triora, de la provincia de Imperia en la región italiana de Liguria. Su infancia y su juventud transcurrieron en el ambiente honesto y piadoso de sus padres. Fue acólito en la iglesia de San Lorenzo. Hacía poco que había fallecido San Leonardo de Porto Maurizio, en 1751, y Juan decidió imitarlo. Dejando la familia, se fue a Roma y pidió ser admitido en el convento de Santa María de Aracoeli. Aceptada su solicitud, el 15 de mayo de 1777, a la edad de 17 años, tomó el hábito de San Francisco en la Provincia Romana, en la que pasó el año de noviciado e hizo los estudios con gran aprovechamiento. Ordenado sacerdote, reveló bien pronto sus aptitudes y los fervores de su celo apostólico, pues que se consagró a la predicación de la divina palabra con gran provecho de las almas, muchas de las cuales se empeñaban en una vida más cristiana, mientras eran numerosos los oyentes que se convertían y confesaban sus pecados. Era como un anticipo de su apostolado en tierras lejanas, que culminaría con el martirio. Su prudencia y dotes de gobierno movieron a los superiores a nombrarlo guardián de varios conventos, los que administró santamente, siendo modelo de todos los religiosos. Al propio tiempo, fue profesor de filosofía en Tívoli y de teología en Tarquinia. Pero la voz de Dios, que le había elegido para cosas más altas, le indujo a pedir permiso para ir a las Misiones de China. Obtenido éste, partió en 1798 para Lisboa, donde tuvo que permanecer un año por no tener oportunidad de embarcarse hacia Oriente. En cuanto la tuvo emprendió su viaje a Macao, adonde llegó en 1799 y de donde se trasladó a China, que sería teatro de sus mayores tareas apostólicas y de su glorioso martirio. Dieciséis años estuvo recorriendo las provincias de Hunan y de Chensi, obteniendo ubérrimos frutos, que no logró sino a costa de indecibles trabajos. Era el único sacerdote en aquellas vastísimas regiones, descristianizadas paulatinamente, cada una de las cuales es más grande que España, y se multiplicaba visitando repetidamente a pie y entre grandes peligros las pequeñas cristiandades diseminadas en ambas provincias, predicando y bautizando, hasta lograr un nuevo florecimiento de estas comunidades. Ni las fatigas, ni las privaciones, ni los desprecios fueron capaces de extinguir el fuego apostólico con que enseñaba y confirmaba a los vacilantes en las casi olvidadas verdades de nuestra santa fe, a la vez que convertía a paganos e idólatras, no sin inminentes peligros y persecuciones, que no siempre pudo evitar. Consciente de que el autor de toda gracia es Dios, se entregaba a una continua oración y a la meditación en las penas y sufrimientos del Salvador, en cuya contemplación pasaba noches enteras, entregando su cuerpo a severas privaciones y penitencias, con el fin de obtener del Señor la salvación de aquellas gentes. Ni faltaron los milagros y signos extraordinarios que confirmaran la verdad de su predicación y la santidad del apóstol. Así, con sola la señal de la cruz, hizo brotar en un terreno árido una copiosa fuente que aún perdura, regando los campos. En 1812, cuando misionaba en Chensi, un catequista lo traicionó denunciándolo a los mandarines como extranjero y ministro de la religión cristiana; los soldados rodearon su casa, pero fray Juan consiguió escapar, disfrazado de aldeano, y refugiarse en Hunan. Pero tres años más tarde, en el verano de 1815 se exacerbó en aquellas tierras la persecución que llevó a la muerte a varios misioneros y catequistas. Fray Juan, hecho prisionero junto con otros cristianos por predicar y practicar la religión cristiana, fue presentado al gobernador, ante el cual, interrogado, dio respuestas dignas de los primeros mártires del cristianismo; por lo que, cargado con pesadas cadenas, le obligaron a recorrer una gran distancia, a pie y descalzo, aunque obtuvo para sus compañeros de condena indulgencia en el castigo. En la cárcel de Ciansi, permaneció siete meses en una prisión durísima, sujeto a un aparato de tortura por las manos, pies y cabeza, que no le permitía un momento de descanso. Quisieron obligarle a pisar una cruz, lo que a pesar de todos sus esfuerzos no lograron. Aquel cruelísimo tormento tuvo fin cuando el atleta de Cristo fue sentenciado a muerte. Llevado al lugar del suplicio, siguiendo la costumbre de los cristianos chinos se postró el santo mártir cinco veces adorando a Dios, para dar público testimonio de su fe y que todos supieran que no temía profesarla ni siquiera en aquel momento. Solamente solícito de su pudor, ofreció al verdugo las pocas monedas de que disponía para que no le despojara de los paños menores; después dijo que estaba pronto para el suplicio, por lo que atado a una cruel máquina de tormento y haciéndole en el cuello un nudo corredizo acabó, con una muerte preciosa a los ojos de Dios, su santa y apostólica vida. Murió estrangulado el 7 de febrero de 1816 en Ciansi, en el Hunan. Su muerte fue seguida de insignes milagros, y su cuerpo, trasladado a Roma, está sepultado en la Basílica del convento de Aracoeli. El papa León XIII lo beatificó, con otros 76 mártires de China y Anan, el 27 de mayo de 1900. Y Juan Pablo II lo canonizó, junto con otros 119 mártires de China, el 1 de octubre del año 2000. |
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