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3 de marzo |
. | Liberato Weiss (de seglar, Juan Lorenzo) nació en Konnersreuth (Baviera, Alemania), el 4 de enero de 1675. A la edad de 18 años pidió su ingreso en la Provincia franciscana de San Bernardino, en Austria. Comenzó el noviciado en Graz (Stiria, Austria) el 17 de octubre de 1693. Recibió la ordenación sacerdotal en Viena cinco años más tarde. Tan pronto como supo que los superiores pedían voluntarios para la misión de Etiopía, se ofreció para ser enviado. Samuel Marzorati (de seglar, Antonio Francisco) nació en Biumo Inferiore, barriada de Varese (Italia), el 10 de septiembre de 1670, cerca del convento franciscano de la Anunciación, donde pasó los primeros años de su vida. A los 22 años entró en el convento franciscano, de los llamados "Reformados", de Lugano (Suiza). Pronto pidió ir a misiones, y los superiores lo enviaron a Roma, al Colegio erigido en San Pedro in Montorio para preparar a los que iban a ser enviados a tierras de misión. Completada su formación, se le confió otra tarea, pero luego se incorporó a la misión de Etiopía. Miguel Pío Fasoli nació en Zerbo, cerca de Pavía (Italia), el 3 de mayo de 1670. Ingresó en la Provincia de San Diego de la región de Insubria (Milán) y, ordenado sacerdote, comenzó su actividad enseñando teología, pero enseguida se ofreció también para integrarse en la misión de Etiopía. Tres vidas semejantes y divergentes, tres franciscanos que habrían recorrido caminos diversos si la Providencia no los hubiera unido para siempre camino del martirio. Desde hacía mucho tiempo la Iglesia católica se esforzaba grandemente por restablecer la comunión plena y la unión con la Iglesia copta, sin conseguirlo. El 20 de enero de 1697, la Santa Sede, por medio de la Congregación de Propaganda Fide, abrió de nuevo la misión de Etiopía y la encomendó a los franciscanos. El Ministro general de la Orden hizo entonces un llamamiento a sus religiosos buscando voluntarios para tal misión, y muchos se ofrecieron. Entre ellos se hallaban nuestros tres Beatos. La misión franciscana tenía como objetivo llevar de nuevo a la Iglesia copta de Egipto y a la de Etiopía a la unión con la de Roma. Los padres Liberato y Miguel Pío fueron destinados a Etiopía; el padre Samuel, a la isla de Socotra, en el Océano Indico, pero no consiguió su objetivo y regresó a El Cairo, donde se unió a la segunda expedición de sus compañeros. El año 1705 un grupo de franciscanos salió de Egipto, junto a una caravana de mercaderes, para llegar a Etiopía por la ruta del Nilo. Llegaron a Sudán y se encontraron con una revuelta militar contra el rey de Sennar. No pudieron proseguir su camino y ante una situación tan peligrosa se establecieron en Allefun, ciudad que era respetada a causa de un famoso santuario musulmán que había allí, hasta que llegasen tiempos mejores. En 1708, el rey, que había vencido a los rebeldes, llamó a los misioneros a Sennar. Poco a poco, de los ocho franciscanos que habían salido de El Cairo, sólo quedaban dos, los padres Liberato y Miguel Pío, mientras los otros habían regresado al punto de partida o habían fallecido. Nuestros dos beatos, por último, se volvieron a El Cairo en 1710 sin haber conseguido esta vez llegar a Etiopía. Por su parte, el padre Samuel, con otros compañeros, no logrando saber nada de los cristianos de la isla del Océano Indico evangelizada por San Francisco Javier, marcharon para El Cairo. Propaganda Fide decidió que se intentara de nuevo el viaje apostólico a Etiopía, esta vez siguiendo la ruta del Mar Rojo, y el 20 de abril de 1711 encargó a los padres Liberato, como prefecto apostólico, Miguel Pío y Samuel que se pusieran en camino para llevar a cabo la misión que se les encomendaba. Salieron de El Cairo el 3 de noviembre de 1711. Guiaba el grupo el padre Weiss. Llegaron a Gondar, capital entonces de Etiopía, tras numerosas peripecias, en julio de 1712. El Rey Justos (el Negus) los acogió amistosamente, pero la situación del reino no era pacífica, los europeos no eran gratos a la población y la oposición al mismo Rey era fuerte, por lo que éste rogó a los misioneros que, a la espera de que la situación mejorase, procuraran pasar desapercibidos, y no discutieran con los coptos sobre cuestiones religiosas ni se declararan "romanos": temía por su misma continuidad en el trono. Los frailes llevaban una vida sencilla y pobre, vivían de la profesión que había aprendido cada uno, curaban a los enfermos y aprendían las lenguas locales. Con todo, la población nativa difundió habladurías contra los misioneros que fueron enrareciendo la convivencia. El Rey Justos, para evitar males mayores, envió a los franciscanos a otra provincia, Tigré. Entretanto la crisis política se agravó, el Rey Justos enfermó y sus adversarios aprovecharon la situación para destronarlo y coronar a un nuevo Negus, David, hijo de otro rey. Los misioneros fueron entonces localizados y trasladados a Gondar para procesarlos. En el juicio, acusados de herejía contra la Iglesia Copta de Etiopía, declararon abiertamente que eran cristianos y que habían sido enviados por el Sumo Pontífice para enseñarles la verdadera fe cristiana. Contra las creencias de los coptos monofisitas, proclamaron, entre otras cosas, que Cristo tiene dos naturalezas, divina y humana, y no una sola. Afirmaron, además, la presencia real de Cristo en la Eucaristía conforme a la fe profesada por la Iglesia católica. Manifestaron que la circuncisión era innecesaria. En sus muchas discusiones, los monjes coptos no consiguieron que los franciscanos renunciaran a su fe y abrazaran las creencias de la Iglesia copta. Tras rechazar los frailes por última vez la oferta de absolución si renegaban de su credo, fueron condenados a muerte, trasladados a un lugar llamado Amba-Abo y lapidados el 3 de marzo de 1716. El padre Liberato murió casi inmediatamente, poco después falleció el padre Samuel, mientras el padre Miguel Pío, antes de expirar, aún se levantó por tres veces del montón de piedras. La noticia del martirio llegó de inmediato a Europa por las relaciones escritas que enviaron testigos presenciales de los hechos. Con todo, el proceso de beatificación se retrasó considerablemente por diversas circunstancias. Los beatificó Juan Pablo II el 20 de noviembre de 1988. * * * * * Beatos Mártires de Gondar en Etiopía (1716) El 3 de marzo de 1716 fueron lapidados en Gondar, Etiopía, tres religiosos franciscanos, sacerdotes, que desde el año 1712 se dedicaban a hacer el bien, dando testimonio de Cristo en medio de los etíopes. Eran fray Liberato Weiss, natural de Konnesreuth (Baviera), donde nació el 4 de enero de 1675; ingresó en la Orden Franciscana el 17 de octubre de 1693, profesando luego en ella y ordenándose de sacerdote. Fray Samuel Marzorati, natural de Varese (Italia), donde nació el 10 de septiembre de 1670; era igualmente sacerdote; ingresó en la Orden a los 22 años y, llegado a El Cairo en 1701, había intentado inútilmente abrir una misión en la isla de Socotora. Fray Miguel Pío Fasoli de Zerbo, natural de esta población italiana donde nació el 3 de mayo de 1676; era miembro de la provincia de San Diego en Insubria y estaba ordenado de sacerdote; había sido declarado misionero apostólico por la Sagrada Congregación de Propaganda Fide el 21 de enero de 1704. Cuando la Santa Sede encomendó a los franciscanos la misión de Etiopía, los tres se ofrecieron junto con otros religiosos, pero al intentar entrar en Etiopía no pudieron a causa de la guerra civil estallada en el país, y entonces se volvieron a El Cairo. Al insistir Roma en que renovasen el intento, salieron hacia el país llevando el P. Weiss el título de prefecto apostólico. Lograron esta vez entrar y así llegaron a Gondar, la capital del país, el 20 de julio de 1712, alcanzando permiso del rey Justos para estar, pero sin entrar en polémicas religiosas. Los tres religiosos se encargaron de curar a los enfermos y se dedicaron a aprender las lenguas locales. Difundidas calumnias contra los misioneros, el clima en torno a ellos se volvió espeso, y el rey, para evitar males mayores, les pidió que se trasladasen a la provincia del Tigré (septiembre de 1715). Pero, a poco, fue destronado el rey y los nuevos amos de la situación hicieron volver a los misioneros a Gondar, donde los sometieron a una parodia de proceso, los condenaron a muerte y los lapidaron por su condición de sacerdotes católicos. Se hubieran podido salvar accediendo a ser circuncidados y a participar en su eucaristía, lo que se les pedía en señal de apostasía del catolicismo, y los misioneros se negaron. Fueron beatificados el 20 de noviembre de 1988 por Juan Pablo II. [Año cristiano. Marzo. Madrid, BAC, 2003, pp. 68-69] * * * * * De la homilía de
Juan Pablo II Hoy, en esta basílica de San Pedro, adoramos a Cristo Rey [la beatificación tuvo lugar en la solemnidad de Cristo Rey]. Al que es eternamente «el testigo fiel». Al que ha venido «al mundo para ser testigo de la verdad». Le adoramos elevando a la gloria de los altares a sus discípulos y seguidores: aquellos que escucharon su voz y con toda su vida dieron prueba de que eran «de la verdad». Llegaron a ser testigos del que es, Él mismo, «el testigo fiel». He aquí sus nombres: Liberato Weiss, Samuel Marzorati, Miguel Pío Fasoli, todos ellos frailes franciscanos menores, y la madre Catalina Drexel, fundadora de las Hermanas del Santísimo Sacramento para los Indios y los Negros. Los nuevos Beatos le dan gloria en el templo eterno del Señor (cf. Sal 92/93, 5). Entre ellos los tres dignos seguidores de San Francisco, que amaron a Cristo sobre todas las cosas y supieron amar, por Él, la cruz redentora y a todos los hombres. Los mártires Liberato, Samuel y Miguel Pío han merecido estar por siempre junto al «trono firme» (cf. ib., 2) del Rey del universo, vestido de majestad y ceñido de poder, porque dejaron todo, incluso la vida terrena, por servirlo. Entregar la propia existencia hasta el derramamiento de la sangre fue para ellos la respuesta generosa a la vocación con la que Cristo les llamaba a participar en la ofrenda que Él mismo hizo de sí al Padre. Su martirio fue el gesto supremo de amor fuerte y fe tenaz con el que, uniéndose al testimonio del Cordero inmolado, confirmaron la verdad que salva y hace capaces de amar a Dios y al prójimo con la misma caridad de Jesús. El celo y la entrega con los que Liberato, Samuel y Miguel Pío han respondido a la llamada del Salvador, les permitió crecer en una íntima relación con Él. Ellos percibían cada vez más con mayor claridad su vocación de anunciar a los demás la Buena Nueva de Jesús. Al mismo tiempo eran conscientes de que participaban plenamente en el señorío real de Cristo, al convertirse en testigos de la verdad y servidores fraternos de todos, hombres y mujeres. En el anuncio de la Buena Nueva no usaban «argumentos hábiles y persuasivos», sino que más bien su «demostración consistía en la fuerza del Espíritu» (1 Cor 2,4). Por eso no vacilaron en sellar su tarea misionera con su sangre. La entrega incondicional es la fuerza más convincente del mensaje que se anuncia con los labios. Esto permite que el testimonio resplandezca con toda su pureza, testimonio por el cual ante los hermanos y hermanas se manifiesta solamente al Cristo que reina sobre el mundo desde la cruz. En Cristo se extiende hacia los hombres el sublime poder del amor de Dios. El amor dirige la voluntad de los hombres y prepara sus corazones para el entendimiento mutuo, la concordia y la paz. Profundamente convencidos de no ser los dueños de lo que poseían, los mártires beatificados se veían como administradores y mensajeros de los dones que habían recibido de Cristo. Entendían que habían sido enviados por Él a las tribus del pueblo de Etiopía. Con espíritu de disponibilidad y de diálogo fraterno, pero con firmeza y absoluta fidelidad de conciencia anunciaron a las gentes la fe católica. Con un amor admirable y una entrega total se convirtieron en testigos vivos de la Iglesia y de la salvación llevada a cabo por Jesucristo. En su actividad misionera y en su pasión y muerte, los mártires Liberato, Samuel y Miguel Pío son un espléndido ejemplo de cómo se puede anunciar y vivir la verdad, sin herir por ello el amor. La celebración del martirio de estos franciscanos nos recuerda también los períodos durante los cuales las relaciones entre la Iglesia católica y la Iglesia etiópica eran difíciles. La fraternidad que debería haber reinado entre las dos Iglesias hermanas, estaba turbada entonces por graves y recíprocas incomprensiones debidas a la ignorancia del lenguaje de unos y otros, a la diferencia de cultura y a diversas circunstancias. La Iglesia católica, tras haber profundizado su contemplación del designio de Cristo durante el Concilio Vaticano II, se ha comprometido con resolución a recorrer el camino ecuménico. Con un renovado empuje de caridad ha expresado claramente los principios de este empeño en el decreto conciliar sobre el ecumenismo, renovando su comprensión de los vínculos de comunión que la unen con las demás Iglesias. Ha buscado intensamente la colaboración con otros cristianos y ha actuado de forma que sea escuchada la oración de Cristo por sus discípulos (cf. Jn 17,21). Con alegría destaco cómo hoy estos vínculos de fraternidad entre los cristianos de Etiopía son más profundos y cómo conducen, en particular, a una colaboración que lleva a aliviar las penas del que sufre. Que los nuevos Beatos y todos los Santos del cielo intercedan junto al Señor para que en ese país, en el que desde hace tantos siglos los cristianos han testimoniado su fidelidad a Cristo hasta dar la vida por Él, vivan todos en la unidad de fe y amor. [L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 27-XI-88] * * * Del discurso de Juan Pablo
II a los peregrinos Queridísimos hermanos y hermanas: Esta audiencia renueva -en un ambiente más familiar, pero no menos intenso y alegre- el encuentro de ayer, en el que el Señor me concedió la alegría de celebrar con vosotros la ceremonia de la beatificación de Katharine Drexel y de tres hijos de las nobles tierras de Varese, Pavía y Baviera. Al saludaros, queridos hermanos italianos y alemanes -y, en primer lugar, a los excelentísimos obispos y a los religiosos franciscanos que os acompañan- doy la bienvenida a los representantes de la comunidad etiópica, en cuya nación desempeñaron su misión de anuncio evangélico y diálogo ecuménico Samuel Marzorati, Miguel Pío Fasoli y Liberato Weiss, ofreciendo sus vidas unidas al sacrificio del Redentor. Estos nuevos Beatos son un alto ejemplo de cómo todo cristiano ha de realizar con generosa entrega el deber de glorificar al Padre misericordioso, de santificarse y de colaborar a la salvación de toda persona humana. Los tres Beatos, bien conscientes de que para cumplir este deber es necesaria una sola cosa: hacer la voluntad de Dios, no vacilaron en obedecer la invitación de los superiores que los destinaban a una arriesgada misión y, sin reservas, pusieron sus talentos al servicio de los hermanos de la amada Etiopía. De esta manera, también en ellos se cumplió el misterio de gracia que une la libertad humana a la caridad divina, y que da la fuerza de amar como ha amado el Redentor: hasta la donación total de sí. La llamada que Dios les dirigió a través de las conocidas circunstancias dramáticas, no fue advertida por los tres franciscanos como una limitación de la propia persona, sino como una ampliación de su capacidad para hacerse así, con Cristo y como Cristo, portadores de la alegre verdad de que Dios ama a los hombres, los perdona y los quiere en su familia no como siervos, sino como hijos. Los mártires que hoy recordamos vivieron esta vocación con pobreza franciscana, es decir, con madura adhesión al designio del Padre, en actitud de total abandono a su bondad infinita. La invitación que os dirijo, queridos hermanos y hermanas, es a que los améis como modelos de verdadera humanidad, volviendo a descubrir en ellos los aspectos más auténticos de aquel patrimonio de valores cristianos, que es característico de vuestras tierras y que ha encontrado en ellos una manifestación tan alta y cautivadora. Que su ejemplo avive en vuestras comunidades propósitos de coherencia generosa con las enseñanzas de la fe para una vida rica en comprensión recíproca y laboriosidad cristiana. Que mi bendición obtenga para vosotros y para todas las personas que representáis y lleváis en el corazón, copiosos favores de luz y de paz. Dirijo un saludo fraterno al eminentísimo señor arzobispo de Viena, cardenal Hans Hermann Groër; igualmente saludo a todos los peregrinos de lengua alemana que han venido a Roma con motivo de la beatificación de su compatriota, el padre Liberato Weiss. Las beatificaciones y canonizaciones son una alabanza solemne a Dios, que «ha hecho maravillas en sus santos». Al mismo tiempo son un don precioso de la gracia divina para la Iglesia. Los beatos y los santos suponen siempre una nueva llamada a los creyentes, para que sigamos a Cristo según su ejemplo con fidelidad y entrega total, y demos testimonio de su Buena Noticia mediante nuestra vida, ganando hombres para Él y para su reino. Precisamente en esto puede seros un ejemplo valioso vuestro nuevo Beato Liberato. Él siguió la llamada divina con todas sus consecuencias, hasta la entrega de su vida. Su amor a Cristo y a los hombres le impulsó a salir más allá de las fronteras de su tierra. No escatimó fatigas, ni privaciones, ni persecuciones por propagar como misionero el reino de Dios. Permaneció fiel a su misión en situaciones aparentemente sin salida, también cuando parecía que toda su tarea misionera se convertía en un fracaso rotundo desde una perspectiva simplemente humana. Como víctima perfecta e indefensa, fue lapidado finalmente con sus dos compañeros. Como dice el apóstol Pablo: «La fuerza se muestra perfecta en la debilidad» (2 Cor 12,9). Los misioneros franciscanos beatificados son una llamada insistente a todos nosotros, a fin de que nos sintamos personalmente corresponsables en la realización y propagación del reino de Dios en el mundo: en nuestra propia vida, en nuestra propia familia, en nuestra profesión y en la sociedad, Cristo, el Rey y Señor, necesita nuestra colaboración para la extensión de su reinado a todos los hombres, para que su reino sea cada vez más una realidad entre nosotros. Sigamos por eso el ejemplo de nuestros beatos y santos. Que ellos sean para nosotros intercesores y compañeros fieles. Al mismo tiempo os fortalezca y acompañe en este camino de seguimiento generoso mi bendición apostólica, a vosotros y a todos los fieles de vuestros países de origen. [L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 27-XI-88] |
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