DIRECTORIO FRANCISCANO
SANTORAL FRANCISCANO

23 de septiembre

Beato Pío de Pietrelcina (1887-1968)

por Juan Pablo II

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El día 2 de mayo de 1999, domingo V de Pascua, Juan Pablo II beatificó en la plaza de San Pedro al capuchino italiano P. Pío de Pietrelcina, y estableció que su fiesta se celebre el 23 de septiembre, aniversario de su muerte. Ante el deseo manifestado por multitud de fieles de asistir a la solemne celebración, se prepararon e intercomunicaron adecuadamente la plaza de San Pedro y espacios adyacentes, la plaza de San Juan de Letrán y el santuario de San Giovanni Rotondo. Concluida la celebración eucarística, el Romano Pontífice se trasladó en helicóptero a San Juan de Letrán, y desde el balcón central de su fachada pronunció la meditación mariana antes del rezo del «Regina caeli». Al día siguiente, 3 de mayo, los peregrinos llenaron de nuevo la plaza de San Pedro para asistir a la misa de acción de gracias que presidió el card. Ángelo Sodano. A continuación, el Papa dirigió un discurso a los peregrinos. Recogemos las tres alocuciones pontificias y partes de la homilía del card. Sodano, tomadas de L’Osservatore Romano, ed. esp., del 7 de mayo de 1999. Añadimos algunas crónicas de la beatificación.

Homilía pronunciada en la misa de beatificación (2-V-99)
El P. Pío, imagen de Cristo doliente y crucificado

1. «¡Cantad al Señor un cántico nuevo!».

La invitación de la antífona de entrada expresa la alegría de tantos fieles que esperan desde hace tiempo la elevación a la gloria de los altares del padre Pío de Pietrelcina. Este humilde fraile capuchino ha asombrado al mundo con su vida dedicada totalmente a la oración y a la escucha de sus hermanos.

Innumerables personas fueron a visitarlo al convento de San Giovanni Rotondo, y esas peregrinaciones no han cesado, incluso después de su muerte. Cuando yo era estudiante, aquí en Roma, tuve ocasión de conocerlo personalmente, y doy gracias a Dios que me concede hoy la posibilidad de incluirlo en el catálogo de los beatos.

Recorramos esta mañana los rasgos principales de su experiencia espiritual, guiados por la liturgia de este V domingo de Pascua, en el cual tiene lugar el rito de su beatificación.

2. «No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios; creed también en mí» (Jn 14,1). En la página evangélica que acabamos de proclamar hemos escuchado estas palabras de Jesús a sus discípulos, que tenían necesidad de aliento. En efecto, la mención de su próxima partida los había desalentado. Temían ser abandonados y quedarse solos, pero el Señor los consuela con una promesa concreta: «Me voy a prepararos sitio» y después «volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros» (Jn 14,2-3).

En nombre de los Apóstoles replica a esta afirmación Tomás: «Señor, no sabemos a dónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino?» (Jn 14,5). La observación es oportuna y Jesús capta la petición que lleva implícita. La respuesta que da permanecerá a lo largo de los siglos como luz límpida para las generaciones futuras. «Yo soy el camino, la verdad, y la vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6).

El «sitio» que Jesús va a preparar está en «la casa del Padre»; el discípulo podrá estar allí eternamente con el Maestro y participar de su misma alegría. Sin embargo, para alcanzar esa meta sólo hay un camino: Cristo, al cual el discípulo ha de ir conformándose progresivamente. La santidad consiste precisamente en esto: ya no es el cristiano el que vive, sino que Cristo mismo vive en él (cf. Gál 2,20). Horizonte atractivo, que va acompañado de una promesa igualmente consoladora: «El que cree en mí, también hará las obras que yo hago, e incluso mayores. Porque yo me voy al Padre» (Jn 14,12).

3. Escuchamos estas palabras de Cristo y nuestro pensamiento se dirige al humilde fraile capuchino del Gargano. ¡Con cuánta claridad se han cumplido en el beato Pío de Pietrelcina!

«No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios...». La vida de este humilde hijo de san Francisco fue un constante ejercicio de fe, corroborado por la esperanza del cielo, donde podía estar con Cristo.

«Me voy a prepararos sitio (...) para que donde estoy yo estéis también vosotros». ¿Qué otro objetivo tuvo la durísima ascesis a la que se sometió el padre Pío desde su juventud, sino la progresiva identificación con el divino Maestro, para estar «donde está él»?

Quien acudía a San Giovanni Rotondo para participar en su misa, para pedirle consejo o confesarse, descubría en él una imagen viva de Cristo doliente y resucitado. En el rostro del padre Pío resplandecía la luz de la resurrección. Su cuerpo, marcado por los «estigmas», mostraba la íntima conexión entre la muerte y la resurrección que caracteriza el misterio pascual. Para el beato de Pietrelcina la participación en la Pasión tuvo notas de especial intensidad: los dones singulares que le fueron concedidos y los consiguientes sufrimientos interiores y místicos le permitieron vivir una experiencia plena y constante de los padecimientos del Señor, convencido firmemente de que «el Calvario es el monte de los santos».

4. No menos dolorosas, y humanamente tal vez aún más duras, fueron las pruebas que tuvo que soportar, por decirlo así, como consecuencia de sus singulares carismas. Como testimonia la historia de la santidad, Dios permite que el elegido sea a veces objeto de incomprensiones. Cuando esto acontece, la obediencia es para él un crisol de purificación, un camino de progresiva identificación con Cristo y un fortalecimiento de la auténtica santidad. A este respecto, el nuevo beato escribía a uno de sus superiores: «Actúo solamente para obedecerle, pues Dios me ha hecho entender lo que más le agrada a él, que para mí es el único medio de esperar la salvación y cantar victoria» (Epist. I, p. 807).

Cuando sobre él se abatió la «tempestad», tomó como regla de su existencia la exhortación de la primera carta de san Pedro, que acabamos de escuchar: Acercaos a Cristo, la piedra viva (cf. 1 Pe 2,4). De este modo, también él se hizo «piedra viva», para la construcción del edificio espiritual que es la Iglesia. Y por esto hoy damos gracias al Señor.

5. «También vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu» (1 Pe 2,5).

¡Qué oportunas resultan estas palabras si las aplicamos a la extraordinaria experiencia eclesial surgida en torno al nuevo beato! Muchos, encontrándose directa o indirectamente con él, han recuperado la fe; siguiendo su ejemplo, se han multiplicado en todas las partes del mundo los «grupos de oración». A quienes acudían a él les proponía la santidad, diciéndoles: «Parece que Jesús no tiene otra preocupación que santificar vuestra alma» (Epist. II, p. 155).

Si la Providencia divina quiso que realizase su apostolado sin salir nunca de su convento, casi «plantado» al pie de la cruz, esto tiene un significado. Un día, en un momento de gran prueba, el Maestro divino lo consoló, diciéndole que «junto a la cruz se aprende a amar» (Epist. I, p. 339).

Sí, la cruz de Cristo es la insigne escuela del amor; más aún, el «manantial» mismo del amor. El amor de este fiel discípulo, purificado por el dolor, atraía los corazones a Cristo y a su exigente evangelio de salvación.

6. Al mismo tiempo, su caridad se derramaba como bálsamo sobre las debilidades y sufrimientos de sus hermanos. El padre Pío, además de su celo por las almas, se interesó por el dolor humano, promoviendo en San Giovanni Rotondo un hospital, al que llamó: «Casa de alivio del sufrimiento». Trató de que fuera un hospital de primer rango, pero sobre todo se preocupó de que en él se practicara una medicina verdaderamente «humanizada», en la que la relación con el enfermo estuviera marcada por la más solícita atención y la acogida más cordial. Sabía bien que quien está enfermo y sufre no sólo necesita una correcta aplicación de los medios terapéuticos, sino también y sobre todo un clima humano y espiritual que le permita encontrarse a sí mismo en la experiencia del amor de Dios y de la ternura de sus hermanos.

Con la «Casa de alivio del sufrimiento» quiso mostrar que los «milagros ordinarios» de Dios pasan a través de nuestra caridad. Es necesario estar disponibles para compartir y para servir generosamente a nuestros hermanos, sirviéndonos de todos los recursos de la ciencia médica y de la técnica.

7. El eco que esta beatificación ha suscitado en Italia y en el mundo es un signo de que la fama del padre Pío, hijo de Italia y de san Francisco de Asís, ha alcanzado un horizonte que abarca todos los continentes. (...).

8. Quisiera concluir con las palabras del Evangelio proclamado en esta misa: «No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios». Esa exhortación de Cristo la recogió el nuevo beato, que solía repetir: «Abandonaos plenamente en el corazón divino de Cristo, como un niño en los brazos de su madre». Que esta invitación penetre también en nuestro espíritu como fuente de paz, de serenidad y de alegría. ¿Por qué tener miedo, si Cristo es para nosotros el camino, la verdad y la vida? ¿Por qué no fiarse de Dios que es Padre, nuestro Padre?

«Santa María de las gracias», a la que el humilde capuchino de Pietrelcina invocó con constante y tierna devoción, nos ayude a tener los ojos fijos en Dios. Que ella nos lleve de la mano y nos impulse a buscar con tesón la caridad sobrenatural que brota del costado abierto del Crucificado.

Y tú, beato padre Pío, dirige desde el cielo tu mirada hacia nosotros, reunidos en esta plaza, y a cuantos están congregados en la plaza de San Juan de Letrán y en San Giovanni Rotondo. Intercede por aquellos que, en todo el mundo, se unen espiritualmente a esta celebración, elevando a ti sus súplicas. Ven en ayuda de cada uno y concede la paz y el consuelo a todos los corazones. Amén.


De la meditación antes del “Regina caeli” (2-V-99)
«Amad a la Virgen y hacedla amar. Rezad siempre el rosario»

Amadísimos hermanos y hermanas:

El padre Pío, con su enseñanza y su ejemplo, nos invita a orar, a recurrir a la misericordia divina en el sacramento de la penitencia, y a amar al prójimo. Nos invita, de manera especial, a amar y venerar a la Virgen María. Su devoción a la Virgen se manifiesta en todas las circunstancias de su vida: en sus palabras y en sus escritos, en sus enseñanzas y en sus consejos, que ofrecía a sus numerosos hijos espirituales. El nuevo beato, auténtico hijo de san Francisco de Asís, de quien aprendió a dirigirse a María con espléndidas expresiones de alabanza y amor (cf. Saludo a la Virgen, en: Escritos de San Francisco), no se cansaba de inculcar en los fieles una devoción tierna y profunda a la Virgen, enraizada en la tradición auténtica de la Iglesia. Tanto en el secreto del confesonario como en la predicación, exhortaba siempre: ¡Amad a la Virgen! Al término de su vida terrena, en el momento de manifestar su última voluntad, dirigió su pensamiento, como había hecho durante toda su vida, a María santísima: «Amad a la Virgen y hacedla amar. Rezad siempre el rosario».


Discurso a los peregrinos (3-V-99)
El P. Pío, seguidor ejemplar de S. Francisco

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Con gran alegría me encuentro nuevamente con vosotros en esta plaza, que ayer fue escenario de un acontecimiento que tanto esperabais: la beatificación del padre Pío de Pietrelcina. Hoy es el día de acción de gracias.

Acaba de terminar la solemne celebración eucarística, presidida por el cardenal Ángelo Sodano, mi secretario de Estado, a quien dirijo un cordial saludo, extendiéndolo a cada uno de los demás cardenales y obispos presentes, así como a los numerosos sacerdotes y a los fieles que han participado.

Con especial afecto os abrazo a vosotros, queridos frailes capuchinos, y a los demás miembros de la gran familia franciscana, que alabáis al Señor por las maravillas que realizó en el humilde fraile de Pietrelcina, seguidor ejemplar del Poverello de Asís.

Muchos de vosotros, queridos peregrinos, sois miembros de los “grupos de oración” fundados por el padre Pío: os saludo afectuosamente, al igual que a todos los demás fieles que, animados por la devoción al nuevo beato, han querido estar presentes en esta feliz circunstancia. Por último, quiero dirigir un saludo particular a cada uno de vosotros, queridos enfermos, que habéis sido los predilectos en el corazón y la acción del padre Pío: ¡gracias por vuestra valiosa presencia!

2. La divina Providencia ha querido que el padre Pío sea proclamado beato en vísperas del gran jubileo del año 2000, al concluir un siglo dramático. ¿Cuál es el mensaje que, con este acontecimiento de gran importancia espiritual, el Señor quiere ofrecer a los creyentes y a toda la humanidad?

El testimonio del padre Pío, legible en su vida y en su misma persona física, nos induce a creer que este mensaje coincide con el contenido esencial del jubileo ya cercano: Jesucristo es el único Salvador del mundo. En él, en la plenitud de los tiempos, la misericordia de Dios se hizo carne para salvar a la humanidad, herida mortalmente por el pecado. «Con sus heridas habéis sido curados» (1 Pe 2,24), repite a todos el beato padre Pío, con las palabras del apóstol san Pedro, precisamente porque tenía esas heridas impresas en su cuerpo.

Durante sesenta años de vida religiosa, pasados casi todos en San Giovanni Rotondo, se dedicó completamente a la oración y al ministerio de la reconciliación y de la dirección espiritual. El siervo de Dios Papa Pablo VI puso muy bien de relieve este aspecto: «¡Mirad qué fama ha tenido el padre Pío! (...) Pero, ¿por qué? (...) Porque celebraba la misa con humildad, confesaba de la mañana a la noche, y era (...) un representante visible de las llagas de nuestro Señor. Era un hombre de oración y de sufrimiento» (20 de febrero de 1971).

Recogido completamente en Dios, y llevando siempre en su cuerpo la pasión de Jesús, fue pan partido para los hombres hambrientos del perdón de Dios Padre. Sus estigmas, como los de san Francisco de Asís, eran obra y signo de la misericordia divina, que mediante la cruz de Cristo redimió el mundo. Esas heridas abiertas y sangrantes hablaban del amor de Dios a todos, especialmente a los enfermos en el cuerpo y en el espíritu.

3. ¿Qué decir de su vida, combate espiritual incesante –librado con las armas de la oración–, centrada en los gestos sagrados diarios de la confesión y de la misa? La celebración eucarística era el centro de toda su jornada, la preocupación casi ansiosa de todas las horas, el momento de mayor comunión con Jesús, sacerdote y víctima. Se sentía llamado a participar en la agonía de Cristo, agonía que continúa hasta el fin del mundo.

Queridos hermanos, en nuestro tiempo, en el que aún se pretende resolver los conflictos con la violencia y el atropello, y a menudo ceden a la tentación de abusar de la fuerza de las armas, el padre Pío repite lo que dijo una vez: «¡Qué horror la guerra! Jesús mismo sufre en todo hombre herido en su carne». Es preciso destacar también que sus dos obras, la “Casa de alivio del sufrimiento” y los “grupos de oración”, fueron concebidas por él en el año 1940, mientras en Europa se vislumbraba ya la catástrofe de la segunda guerra mundial. No permaneció inactivo; al contrario, desde su convento, perdido en el Gargano, respondió con la oración y las obras de misericordia, con el amor a Dios y al prójimo. Y hoy, desde el cielo, repite a todos que éste es el auténtico camino de la paz.

4. Los “grupos de oración” y la “Casa de alivio del sufrimiento” son dos «dones» significativos que el padre Pío nos ha dejado. Concebida y querida por él como hospital para los enfermos pobres, la “Casa de alivio del sufrimiento” fue proyectada ya desde el comienzo como una institución de salud abierta a todos, pero no por eso menos equipada que el resto de los hospitales. Es más, el padre Pío quiso dotarla de los instrumentos científicos y tecnológicos más avanzados, para que fuera un lugar de auténtica acogida, de respeto amoroso y de terapia eficaz para todas las personas que sufren. ¿No es éste un verdadero milagro de la Providencia, que continúa y se desarrolla, siguiendo el espíritu del fundador?

Además, por lo que respecta a los “grupos de oración”, quiso que fueran faros de luz y amor en el mundo. Deseaba que muchas almas se unieran a él en la oración. Decía: «Orad, orad al Señor conmigo, porque todo el mundo tiene necesidad de oraciones. Y cada día, cuando más sienta vuestro corazón la soledad de la vida, orad, orad juntos al Señor, ¡porque también Dios tiene necesidad de nuestras oraciones!». Su intención era crear un ejército de personas que hicieran oración, que fueran «levadura» en el mundo con la fuerza de la oración. Y hoy toda la Iglesia le da las gracias por esta valiosa herencia, admira la santidad de este hijo suyo e invita a todos a seguir su ejemplo.

5. Amadísimos hermanos y hermanas, el testimonio del padre Pío constituye una fuerte llamada a la dimensión sobrenatural, que no hay que confundir con la milagrería, desviación que siempre rechazó con firmeza. Los sacerdotes y las personas consagradas deberían inspirarse de modo especial en él.

Enseña a los sacerdotes a convertirse en instrumentos dóciles y generosos de la gracia divina, que cura a las personas en la raíz de sus males, devolviéndoles la paz del corazón. El altar y el confesonario fueron los dos polos de su vida: la intensidad carismática con que celebraba los misterios divinos es testimonio muy saludable para alejar a los presbíteros de la tentación de la rutina y ayudarles a redescubrir día a día el inagotable tesoro de renovación espiritual, moral y social puesto en sus manos.

A los consagrados, de modo especial a la familia franciscana, les da un testimonio de singular fidelidad. Su nombre de pila era Francisco, y desde su ingreso en el convento fue un digno seguidor del padre seráfico en la pobreza, la castidad y la obediencia. Practicó en todo su rigor la regla capuchina, abrazando con generosidad la vida de penitencia. No se complacía en el dolor, pero lo eligió como camino de expiación y purificación. Como el Poverello de Asís, buscaba la imitación de Jesucristo, deseando sólo «amar y sufrir», para ayudar al Señor en la ardua y exigente obra de la salvación. En la obediencia «firme, constante y férrea» (Epist. I, 488), encontró la más alta expresión su amor incondicional a Dios y a la Iglesia.

¡Qué consolación produce sentir junto a nosotros al padre Pío, que quiso ser sencillamente «un pobre fraile que ora»: hermano de Cristo, hermano de san Francisco, hermano de quien sufre, hermano de cada uno de nosotros! Quiera Dios que su ayuda nos guíe por el camino del Evangelio y nos haga cada vez más generosos en el seguimiento de Cristo.

Que nos obtenga esto la Virgen María, a quien amó e hizo amar con profunda devoción. Nos lo obtenga su intercesión, que invocamos con confianza.


De la homilía del Card. Ángelo Sodano (3-V-99)
El P. Pío, icono vivo de Cristo crucificado

Los santos son reflejos del misterio de Cristo, y cada uno de ellos interpreta, con mayor intensidad, uno de los rasgos de ese misterio. El padre Pío de Pietrelcina fue llamado, con un don especialísimo, a reproducir el rostro de Cristo crucificado.

La imagen del crucifijo es central en la vida y en la espiritualidad cristiana. Puesta en nuestras iglesias, en nuestras casas, en nuestras manos, a veces se corre el riesgo de convertirse en un icono más. El beato Pío de Pietrelcina la llevó impresa en su cuerpo. Como icono vivo de Cristo crucificado, podía repetir de forma singular las palabras de san Pablo: «Llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús» (Gál 6,17). (...) Desde luego, más importante que las señales físicas fue la experiencia constante y profunda que tuvo de la pasión de Cristo. (...)

El beato Pío de Pietrelcina vivió de modo ejemplar las palabras de san Pablo: «En cuanto a mí, ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!» (Gál 6,14). Quienes se encontraban con él, sobre todo los que participaban en su misa, tenían la impresión de que en su espíritu y casi en sus miembros se manifestaba el misterio del Dios-amor. Y no podía ser de otra manera, pues se había consagrado a Cristo como «víctima de amor». (...)

La Iglesia nace de la muerte de Cristo. Este dato fundamental nos recuerda también un principio de vida eclesial, que precisamente los santos ponen de relieve: un cristiano, cuanto más revive en sí el misterio del Gólgota, tanto más se hace instrumento de Cristo, para que la Iglesia, en él y en torno a él, pueda «renacer» continuamente en la fe, en la santidad y en la comunión. (...)

La gente que acudía al confesonario del padre Pío buscaba un ministerio de misericordia que, en cuanto tal, podría haber encontrado en otras muchas iglesias del mundo, pues los sacramentos actúan «ex opere operato», o sea, por la intrínseca eficacia que les garantiza la presencia de Cristo y de su Espíritu. Pero la experiencia demuestra la importancia que tiene, para quien recibe los sacramentos, el hecho de contar con la ayuda de la santidad del ministro. Y cuando esta santidad es grande, envuelve al penitente como una especie de seno materno, en el que es más fácil percibir la presencia de Dios. Lo notaban claramente los que se acercaban a ese humilde fraile de San Giovanni Rotondo que vivía, como dijo ayer el Papa, «plantado» al pie de la cruz. (...)

El Santo Padre ha subrayado la dimensión eclesial de la santidad del padre Pío, recordando su obediencia y su ministerio de caridad, expresado en la ayuda espiritual y material que prestó a tantas personas necesitadas, con la oración y con la «Casa de alivio del sufrimiento». Quisiera destacar este rasgo eclesial de la espiritualidad del padre Pío, poniendo de relieve el grandísimo amor que tuvo a la Iglesia, aun cuando le tocó sufrir a causa de algunos hombres de Iglesia.

En él el amor a Cristo y el amor a la Iglesia eran realmente inseparables. Baste citar, a este respecto, unas emotivas afirmaciones escritas en 1933 a uno de sus hijos espirituales, que quería defenderlo de un modo que al santo fraile le pareció inaceptable, porque implicaría criticar a la Iglesia. «Si estuvieras a mi lado –le escribió–, te abrazaría, me arrojaría a tus pies y te haría esta súplica apremiante: deja que sea el Señor quien juzgue las miserias humanas, y vuelve a tu nada. Deja que yo haga la voluntad del Señor, a la que me he abandonado plenamente. Pon a los pies de la santa Madre Iglesia todo lo que pueda producirle daño y tristeza» (Carta del 12 de abril de 1933. Epist. IV, p. 743). Para él la Iglesia era realmente su madre, una madre a la que se debe amar a toda costa, a pesar de las debilidades de sus hijos. (...)

Su amor sincero al Vicario de Cristo lo puso claramente de manifiesto en una carta que envió, el 12 de septiembre de 1968, al Papa Pablo VI con ocasión de la audiencia que iba a conceder a los padres capitulares de la orden capuchina. Escribió: «Sé que su corazón, Santo Padre, sufre mucho en estos días por la situación de la Iglesia, por la paz del mundo, por las muchas necesidades de los pueblos, pero sobre todo por la falta de obediencia de algunos, incluso católicos, a la elevada enseñanza que usted, asistido por el Espíritu Santo y en nombre de Dios, nos da. Le ofrezco mi oración y mi sufrimiento diario, como pequeño y sincero don del último de sus hijos, a fin de que el Señor le conforte con su gracia para continuar el arduo y recto camino, en la defensa de la verdad eterna, que nunca debe cambiar aunque cambien los tiempos». (...)

Quiera el Señor que este beato de nuestro tiempo, extraordinariamente popular y a la vez tan profundo y exigente en su mensaje, nos ayude a redescubrir el amor de Cristo crucificado y haga crecer en cada uno de nosotros el amor a la Iglesia.


Roma hasta los topes: beatificación del Padre Pío
por Miguel Ángel Agea, Ciudad del Vaticano

Roma fue una fiesta el 2 de mayo de 1999. De entusiasmo, emoción, calor humano, alegría, como si fuese una fiesta familiar vivida por un reducido número de personas y no por una multitud de más de 300.000 almas, las que llenaron por completo la plaza de San Pedro del Vaticano, la vía de la Conciliazione y parte de la plaza de San Juan de Letrán, para la beatificación del capuchino italiano Pío de Pietralcina [en italiano: Pietrelcina].

Se cumplía así el vaticinio del fraile Puallano, de que atraería hacia sí a más personas «de muerto que en vida», aunque en este mundo las atrajo, a miles, a lo largo de cuarenta años.

Como los casos de Juan XXIII, el Papa «bueno», como Madre Teresa de Calcuta, como ocurría, en siglos pasados, con veneradas figuras de la Iglesia, a Francesco Fergione, el joven pastor de Pietralcina que quiso convertirse en «fraile con barba», y lo alzó a los altares el clamor popular, sin necesidad de más procesos canónicos, aparte de que en su «curriculum vitae» ya figuraban milagros en vida, como los antiguos taumaturgos, dígase Francisco de Asís o Felipe Neri.

La mayor parte de los beatos salen del anonimato gracias a sus hermanos de congregación o instituto, que mantienen el culto de su persona, o a la iniciativa de los que lo conocieron en vida, sean obispos, curas o laicos. Pío de Pietralcina pertenece a esa rara especie de Santos que cautivaron a los hombres y mujeres de su época, de toda condición y nivel social, al que se llegaba por curiosidad –curiosidad de ver los estigmas o llagas en sus manos– y ante el que los más incrédulos acababan desarmados, vencidos por la fuerza de su fe y, también, por qué no reconocerlo, por su poder de escrutar las conciencias.

Ante figuras como las de un hombre, en este caso vestido del humilde sayal capuchino, que además de portar los signos de la Pasión de Cristo en manos, pies y costado, experimentó fenómenos místicos como éxtasis, visiones demoniacas, angélicas y de almas del Purgatorio. Que estuvo dotado del don de lenguas, de premoniciones, y del que se decía que estuvo en varias ocasiones en dos lugares distintos, en el mismo momento (bilocación). Que a veces se alimentaba sólo de la Sagrada Forma, hasta por un mes, y que consumía por término medio unas 100 calorías diarias. Cuya salud quebradiza lo ponía al filo de la muerte como lo alzaba hasta una recuperación inmediata e inexplicable, pese a lo cual pasó algunos días 16 horas sin parar, oyendo en confesión a los fieles.

Repito: ante una figura tan singular, era comprensible que surgiera la polémica y la Iglesia se pusiera en guardia, sobre todo en un país donde la tentación de idolatría está a flor de piel. (...)

De este modo, Pío de Pietralcina acabó, siguiendo el camino de otros muchos hombres de Dios, bajo proceso –basado en denuncias calumniosas, o en precauciones de sus propios superiores–, y con humildad y obediencia exquisitas aceptó permanecer durante dos años –de 1931 a 1933– recluido en su convento de San Giovanni Rotondo, separado de sus queridos fieles, con la misa cotidiana y sus compañeros de convento como únicos consuelos, al dictado del Santo Oficio.

Este episodio, quizás el más doloroso de un «varón de dolores» como el Padre Pío, fue objeto de una de las breves reflexiones que el Papa le dedicó, en la homilía de la misa de beatificación.

Según Karol Wojtyla, que siendo simple estudiante en una universidad eclesiástica de Roma –en 1946– había conocido al religioso capuchino atraído por su aureola de santidad, Pío de Pietralcina fue, en esto, «un incomprendido» de las autoridades eclesiásticas, «una prueba a la que se han visto sometidos muchos otros protagonistas de la historia de la santidad».

Destacó, además, la «extraordinaria experiencia eclesial» del Padre Pío, que cristalizó en iniciativas tales como los «grupos de oración», multiplicados en todo el mundo, y el hospital «Casa de Alivio del Sufrimiento», en el que se refleja la atención del Padre Pío «por el dolor humano», y se practica «una medicina verdaderamente humanizada», una muestra, según el Papa, de los «milagros ordinarios» de Dios, «que pasan a través de la caridad».

Jesús advirtió que «la gente quiere señales» para creer. Y este ha sido el caso del Padre Pío, que «señales» dio y en abundancia. Pero conviene no olvidar la lección que la iglesia, buena madre, da a sus hijos, cuando les recuerda que si hoy Pío de Pietralcina es finalmente beato, no lo debe a los estigmas, la bilocación, las visiones o premoniciones, los éxtasis, dones que Dios concede con cuentagotas, fuera del alcance de la mayoría de los mortales, sino por haber practicado –eso sí, en grado heroico– virtudes exigibles a todos los cristianos: la fe, la esperanza, la caridad, la justicia, la fortaleza, la prudencia, la templanza, y –en su caso de religioso consagrado– la pobreza, la castidad y la obediencia.

[Ecclesia (Madrid), del día 8 de mayo de 1999, p. 25 (705)]


El padre Pío, beatificado en olor de multitud
por Antonio Pelayo, Roma

Era, sin duda, una de las beatificaciones más esperadas y deseadas en la historia de la Iglesia y, de algún modo, la más temida; lo primero porque el padre Pío (en el siglo, Francesco Forgione, nacido el 25 de mayo de 1887 en Pietralcina [it: Pietrelcina] y fallecido el 23 de septiembre de 1968 en el convento de San Giovanni Rotondo) ha contado y cuenta en todo el mundo, pero especialmente en Italia, con miles de fidelísimos devotos, que lo consideraron santo ya en vida y aún más tras su muerte; lo segundo, porque desde que se anunció la fecha de la ceremonia, se desencadenó una tal fiebre por poder participar en ella, que los capuchinos vieron desbordadas enseguida sus más optimistas previsiones. Ni la solución de descentralizar los actos en diversos escenarios (las plazas de San Pedro y San Juan de Letrán, en Roma, la basílica de Santa María de las Gracias en San Giovanni Rotondo), ni el anuncio de que la ceremonia sería transmitida por televisión y exhibida en pantallas gigantes en diversas ciudades calmaron los ánimos. La caza a la invitación y al puesto reservado se desencadenó con una rapidez y avidez que nada tenían que envidiar a fenómenos similares provocados por los más ambiciosos conciertos de rock. Lo nunca visto. Para canalizar la previsible marea de peregrinos tuvieron lugar varias reuniones entre responsables del ayuntamiento de Roma, del Vaticano y de los servicios de protección civil. En la mente de todos se había consolidado la idea de que era el mejor ensayo posible antes de los fastos del Gran Jubileo del 2000.

Conscientes del enorme impacto popular de la figura del padre Pío, los medios de comunicación italianos sin excepción –pero encabezados por las cadenas de televisión– se lanzaron a una amplísima campaña de propaganda del acontecimiento. La semana anterior al 2 de mayo fue una casi ininterrumpida sucesión de programas especiales con la participación de las más famosas figuras y figurillas de la pequeña pantalla. Casi medio centenar de libros y folletos, una buena decena de videocassettes más o menos biográficos o hagiográficos, discos, números especiales de revistas religiosas y de información general se adueñaron de quioscos y librerías con ventas difícilmente imaginables. Lo mismo se diga de una amplísima gama de objetos de merchandising lanzados al mercado y al consumo popular con diverso éxito: camisetas, relojes, gorras, mochilas, pañuelos y un sin número de medallas y recuerdos, algunos de bien dudoso gusto, como suele ocurrir en estos casos.

El día tan esperado llegó por fin y, climatológicamente, la jornada se presentó desde las primeras horas bajo los mejores auspicios. Antes de la salida del sol comenzaron a desembocar en Roma, desde todos los rincones de Italia, trenes especiales, varios miles de autobuses e incontables coches particulares. Transportaban una multitud gozosa y bulliciosa de devotos del nuevo beato, cuya imagen arbolaban en estandartes, pancartas, viseras y pañoletas multicolores. Un eficaz servicio de orden –en buena parte compuesto por jóvenes voluntarios– encauzó al pueblo fiel hacia la plaza de San Pedro, a la que sólo podían acceder quienes estuvieran en posesión de su correspondiente entrada numerada. Lo mismo sucedía en la adyacente plaza Pío XII y en el primer tramo de la Via della Conciliazione, donde habían sido dispuestas varias pantallas gigantes de televisión para transmitir en directo el rito de la beatificación.

Las máximas autoridades del Estado y del Gobierno italiano no quisieron perderse la oportunidad de unir sus personas al carismático capuchino. (...)

La entrada de Juan Pablo II fue saludada con una vigorosa aclamación de alegría popular que, sin duda, le ayudó a presidir con renovadas fuerzas la larga ceremonia. Estaban presentes dos docenas de cardenales y medio centenar de arzobispos y obispos. Los concelebrantes eran 46 (buena parte de ellos capuchinos que rigen diversas diócesis del mundo), y fue el arzobispo de Manfredonia-Vieste, Vincenzo D'Addario, quien se dirigió al Pontífice solicitando la beatificación del religioso. Ésta tuvo lugar minutos antes de las diez de la mañana, y fue saludada con una apoteosis de pañuelos al viento y de aplausos.

Karol Wojtyla, que a ojos vista ofrecía un aspecto bastante más saludable de lo habitual, pronunció una homilía impregnada desde el primer momento de una emoción particular: «Este humilde fraile capuchino –dijo apenas había comenzado a hablar– ha asombrado al mundo con su vida dedicada totalmente a la oración y a la atención de sus hermanos». Poco después, el tono se hizo aún más íntimo: «Cuando yo era estudiante, aquí en Roma, tuve ocasión de conocerlo personalmente y agradezco a Dios que me concede hoy la posibilidad de incluirlo entre el número de los beatos». «No menos dolorosas –dijo en otro momento de su homilía Juan Pablo II– y humanamente aún más ardientes fueron las pruebas que debió soportar como consecuencia, por decirlo así, de sus singulares carismas. En la historia de la santidad a veces sucede que el elegido, por un consentimiento especial de Dios, es objeto de incomprensiones. Cuando esto sucede, la obediencia es para él un crisol de purificación, camino de progresiva identificación con Cristo, fortalecimiento de la auténtica santidad». Sin citar ningún episodio particular, el Papa se refería a las numerosas suspicacias y sospechas que suscitaron en los responsables del entonces Santo Oficio los estigmas de la pasión que el fraile recibió en su cuerpo el 20 de septiembre de 1920, y que le acompañaron hasta pocos días antes de su muerte. El religioso fue objeto de severas investigaciones y prohibiciones como la de no poder celebrar la misa en público durante varios años. En el rostro de Wojtyla se adivinaba la satisfacción de haber podido reparar estas «incomprensiones» de algunos de sus predecesores elevando a los altares a este singular personaje.

Apenas finalizó el rito en San Pedro, el Santo Padre, a bordo de un helicóptero, se dirigió a la plaza de San Juan de Letrán, donde su Vicario el cardenal Ruini acababa de celebrar la eucaristía ante una multitud ligeramente menor de lo previsto, pero en todo caso muy consistente. Sobre la fachada de la catedral de Roma colgaba un retrato del padre Pío, idéntico al que acababa de ser descubierto en la basílica vaticana segundos después de su beatificación.

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[Vida Nueva (Madrid), del día 8 de mayo de 1999, pp. 18-19]

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