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4 de noviembre
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. | Nació en Montefusco (Italia) el año 1849 en el seno de una familia numerosa campesina. Nunca fue a la escuela y desde niña colaboró en las tareas de casa y del campo. Muy pronto consagró en privado su vida a Dios. Quiso ser religiosa, pero su familia la retuvo en casa porque la necesitaba. Cuando el P. Ludovico Acernese, capuchino, fundó en su pueblo la Tercera Orden Franciscana fue la primera en inscribirse, y cuando quiso fundar con las terciarias una congregación religiosa, la tuvo a ella como alma y primera superiora del proyecto de fundación. Asistía todos los días a misa, su oración era continua y profunda, practicaba ásperas mortificaciones a la vez que era amable y atenta con todos, y destacaba muy mucho en las obras de caridad hechas con amor y delicadeza. Se le declaró la tuberculosis en 1874 y murió el 4 de noviembre de 1876. Cinco años después, el P. Acernese fundó la Congregación de las Hermanas Franciscanas Inmaculatinas, de la que es considerada «Piedra angular» y «Madre espiritual». Fue beatificada el año 2010. Nació el 1 de enero de 1849. Su vida fue breve -sólo vivió veintisiete años-, sencilla, pero muy intensa, humanamente rica y sobre todo digna de Dios. Pero para todos fue modelo de humildad y se distinguió por su espíritu de penitencia, su amor al prójimo y su vida de oración y contemplación. Era la undécima hija de un matrimonio de campesinos, que vivían cerca del convento capuchino de San Egidio, en Montefusco (Avelino, Italia). Pasó toda su existencia entre las paredes del hogar y en el ámbito de su aldea. No fue nunca a la escuela; se dedicó fundamentalmente a los quehaceres domésticos y a menudo también al trabajo del campo. Todos la veían como una muchacha normal y sencilla. Se divertía con sus coetáneas, pero estaba dispuesta a criticar con valentía sus charlas y actitudes, que le parecían frívolas. Ya a la edad de doce años hizo voto de virginidad. Una de sus hermanas menores había escogido la vida religiosa y ella misma manifestó el fuerte deseo de consagrarse a Dios, pero sus padres no quisieron privarse de su valiosa ayuda en la familia. A los dieciocho años por fin pudo realizar su sueño de entregarse plenamente a Dios. Lo hizo en la Tercera Orden Franciscana. Sin dejar de llevar a cabo sus acostumbrados quehaceres domésticos, bajo la guía de su director espiritual recorrió un intenso itinerario de espiritualidad franciscana. Tanto los religiosos como la gente la estimaban y admiraban; ella se esforzaba por vivir en la humildad y la ocultación. Sobre todo estaba impregnada de espíritu de pobreza. Después de la profesión de los tres votos religiosos al final del año de noviciado, el 15 de mayo de 1871, vistió el hábito de terciaria con el permiso de Pío IX con ocasión de un viaje a Roma por sugerencia de su director. Solía orar a la Inmaculada con esta jaculatoria: «Madre mía, hermosa, haz que no entre en mí lo que Jesús no quiere». Fue extraordinaria su docilidad y obediencia a sus padres. Vivía el espíritu penitencial también a través del sufrimiento físico. Decía que Jesús se lo pedía para reparar los pecados del mundo. Así quería asemejarse a Jesucristo crucificado y demostrarle todo su amor. Teresa no sólo sufría por amor a Dios; también estaba totalmente llena de amor al prójimo. Soportaba también las ofensas y los reproches injustos. Para todos tenía palabras amables. Amaba especialmente a los numerosos pobres que llamaban a la puerta de su casa. Los dos últimos años de su vida sufrió de tuberculosis. Y los dos últimos meses tuvo que guardar cama. Precisamente en ese tiempo brillaron más que nunca sus cualidades humanas y espirituales. Nunca salió de sus labios una queja. Siempre estaba serena y alegre. Pasaba el tiempo en oración y contemplación. A quienes la visitaban, y eran muchos, les regalaba sonrisas y palabras amables. Nunca se mostró preocupada por su salud, y cuando su director espiritual le dijo que se estaba acercando el momento de la muerte, respondió con la alegría que brotaba de su gran fe: «Padre, ¡qué hermosa noticia me da!». Murió en la madrugada del viernes 4 de noviembre de 1876. [L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, del 6-VI-2010] * * * CARIDAD NO DE PALABRAS Dedicación a la oración, espíritu de penitencia y ayuda a los necesitados. Así trazó el arzobispo Angelo Amato, prefecto de la Congregación para las causas de los santos, los rasgos característicos de la nueva beata Teresa Manganiello (1849-1876). El rito, presidido por el prelado en representación del Santo Padre, tuvo lugar el sábado 22 de mayo por la tarde en la plaza «Risorgimento» de la ciudad italiana de Benevento, y no en la basílica de Santa María de las Gracias como estaba previsto, debido a la gran afluencia de fieles. El arzobispo Amato puso de relieve algunos aspectos de la vida y de la espiritualidad de la nueva beata. En particular, subrayó que «fue fulgurada por la santidad de Dios, llegando a ser incandescente de caridad. Un testigo afirma que albergaba un fuego ardiente en su interior, un río desbordante de amor a Dios». Entre las principales ocupaciones de esta terciaria capuchina destacaba la caridad hacia el prójimo. «Era generosa -dijo monseñor Amato- ante todo en la familia: quehaceres, trabajos, tareas diversas. Siempre se mostraba disponible, de día y de noche, no sólo para cumplir su parte de servicios, sino también para aliviar la fatiga de su madre, de sus hermanas e incluso de sus cuñadas». Y en la familia encontró también el modo de santificarse cultivando la paciencia y la comprensión hacia una de sus cuñadas, que la insultaba continuamente. Muchos testigos han afirmado que su generosidad no se detenía ante nada ni nadie. Acogía sin distinción a todos los enfermos y mendigos. «Para nuestra beata -puso de relieve monseñor Amato- la caridad no consistía sólo en palabras, sino también en gestos concretos y generosos». El prefecto de la Congregación para las causas de los santos destacó a continuación el itinerario humano y espiritual de la nueva beata, considerando el contexto social en el que vivió. «Su biblioteca no fue la de una escuela, pues nunca asistió a clases -explicó el prelado-, sino la de la Palabra de Dios, que en su participación diaria en la misa la instruía, la educaba y la transformaba». El pueblo la denominaba la «monjita santa», pero después de su maduración espiritual, como campesina ignorante de Montefusco, se convirtió en «la joven sabia, ejemplo y maestra de vida cristiana». Un testigo declaró que, con su ejemplo, Teresa «infundía el deseo del bien en todos: hermanos, amigos...». «Los testigos -subrayó el prefecto- concuerdan en que su paciencia al soportar las humillaciones impulsaba a la bondad y a la conversión. Por ejemplo, un sacerdote suspendido a divinis volvió al buen camino, edificado por la santidad de Teresa». Este episodio hizo que en la congregación de las Religiosas Franciscanas Inmaculatinas, nacidas por su inspiración, «hubiera un compromiso especial de oración por los sacerdotes». Después, el arzobispo puso de relieve el aspecto penitencial de Teresa, pero insertándolo en la sensibilidad del tiempo y considerándolo como un ejercicio que no era fin en sí mismo, sino con vistas a un bien mayor. «El espíritu de mortificación -dijo- era consecuencia de su deseo de oración y de íntima comunión con la pasión de Cristo y con su sacrificio redentor. En la historia de la Iglesia siempre ha habido santas penitentes y reparadoras, como por ejemplo santa Verónica, santa Jacinta, santa Rosa, la beata Ludovica, la beata Ángela de Foligno, todas ellas santas tercianas, santa Francisca de las cinco llagas, y santa Isabel de Hungría. Se puede decir que la juventud de Teresa fue un verdadero holocausto reparador». El prelado recordó luego algunos episodios de la vida de Teresa relativos a sus practicas penitenciales. «A menudo ponía ceniza y hierbas amargas en las bebidas. Al ir a la santa misa, le daba los zuecos a su hermana y ella caminaba descalza. Hacía la oración y la penitencia lejos de ojos indiscretos, en una cueva cerca de su casa. En espíritu de penitencia aceptó la enfermedad -la tuberculosis- con serenidad e incluso con alegría, sufriendo dolores indecibles con la sonrisa en los labios». «Hoy algunas de estas formas de penitencia -afirmó monseñor Amato- ya no se acostumbran y resultan incomprensibles. Pero entonces estas mortificaciones corporales eran frecuentes en las almas sedientas de perfección. Siempre se realizaban con el permiso explícito de los superiores religiosos, sobre todo de los directores espirituales, que en ese tiempo eran severos». El arzobispo concluyó diciendo: «Nuestra cultura ya no cree en el infierno, y hace todo lo posible para transformar en infierno la existencia. Teresa, en cambio, creía en el Paraíso y vivió en la tierra transformando sus pocos años en momentos de luz y de esplendor». Al día siguiente, domingo 23 de mayo [de 2010], el Santo Padre, después del Ángelus, recordó la figura de la nueva beata con las siguientes palabras: «Ayer; en Benevento, fue proclamada beata Teresa Manganiello, fiel laica, perteneciente a la Tercera Orden Franciscana. Nacida en Montefusco, undécima hija de una familia de campesinos, llevó una vida sencilla y humilde, entre los quehaceres domésticos y el compromiso espiritual en la iglesia de los Capuchinos. Como san Francisco de Asís, trataba de imitar a Jesucristo ofreciendo sufrimientos y penitencias para reparar los pecados, y estaba llena de amor al prójimo: se prodigaba por todos, especialmente por los pobres y los enfermos. Siempre sonriente y dulce, con sólo 27 años partió al cielo, donde ya habitaba su corazón. Demos gracias a Dios por esta luminosa testigo del Evangelio». [L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, del 6-VI-2010] * * * BEATA TERESA MANGANIELLO Teresa Manganiello nació el 1 de enero de 1846 en Montefusco, pueblo de unos 1500 habitantes situado en la provincia de Avelino (Campania, Italia), en el seno de una familia campesina numerosa. Se la llamaba cariñosamente «la analfabeta sabia», para indicar su falta de estudios y, a la vez, su profunda sabiduría espiritual. Como la mayoría de los niños del sur de Italia en aquel tiempo, no frecuentó la escuela y desde pequeña colaboró en las labores de la casa y del campo. A los siete años recibió la primera comunión en su pueblo, en la iglesia de San Egidio, del convento de los Capuchinos. Siendo todavía una adolescente, manifestó su deseo de consagrar su vida al Señor, pero su familia la retuvo en casa porque la necesitaba. En aquel tiempo llegó a Montefusco el P. Ludovico Acernese y pronto fundó allí la Tercera Orden Franciscana. Teresa, atraída por el ideal franciscano, fue la primera en inscribirse, y a la vez tomó como director espiritual al P. Acernese. En 1870 vistió el hábito de terciaria franciscana y, al año siguiente, hizo la profesión de los votos correspondientes, tomando el nombre de María Luisa. La asistencia espiritual de su director fue decisiva para el progreso espiritual de Teresa. La nombró primero consejera y luego maestra de novicias. No pudo abrazar la vida religiosa, por la oposición de su familia y permaneció en su casa, pero llevando una vida de estilo monacal. Asistía todos los días a misa en la iglesia de San Egidio, su oración era continua y profunda, practicaba ásperas mortificaciones en reparación de los pecados y escándalos públicos, a la vez que era amable y atenta con todos, y destacaba muy mucho en las obras de caridad hechas con amor y delicadeza. Llamaba la atención la sabiduría con que hablaba tanto a la gente sencilla como a personas de cultura superior, siendo analfabeta como era. El padre Acernese contó siempre con la colaboración de Teresa para consolidar y difundir la Tercera Orden, y cuando pensó fundar una nueva congregación religiosa con algunas terciarias, escogió a Teresa como cabeza del grupo. En 1873 la envió a Roma para que expusiera al papa Pío IX el proyecto de la fundación, y el Papa la bendijo y la animó a ir adelante. Teresa era el alma de la fundación y se la consideraba como su primera superiora. Pero el 14 de febrero de 1874 aparecieron los primeros síntomas de tuberculosis, enfermedad que fue progresando y la obligó a guardar cama en el verano de 1876. Murió el 4 de noviembre de aquel mismo año, a la edad de 27 años. Cinco años después de la muerte de Teresa y confiando en su protección espiritual, el P. Ludovico Acernese fundó en Pietradefusi (Avelino), cerca de Montefusco, la Congregación de las Hermanas Franciscanas Immaculatinas, de las que Teresa es considerada «Piedra angular» y «Madre espiritual». * * * S. S. JUAN PABLO
II Amadísimas Hermanas Franciscanas Inmaculatinas: 1. Me alegra dirigiros mi más cordial saludo a todas vosotras, que habéis venido de diversas partes de Italia, Brasil, Filipinas e India, para participar en el capítulo general de vuestra congregación. Saludo, en particular, a la superiora general y a las hermanas que comparten con ella el servicio de la autoridad para el bien de todo el instituto. Extiendo mi afectuoso saludo a todas las Hermanas Franciscanas Inmaculatinas, así como a los laicos que participan en las obras apostólicas del instituto. Durante los intensos trabajos capitulares estáis reflexionando sobre el tema: «En el tercer milenio, dóciles al Espíritu Santo como Teresa, misioneras por los caminos del mundo». Guiadas por las inspiraciones interiores del Espíritu Santo, os esforzáis por profundizar la espiritualidad específica de vuestra obra y la lozanía originaria del carisma fundacional, que os legó el padre capuchino Ludovico Acernese, carisma que vivió de modo ejemplar la sierva de Dios Teresa Manganiello, verdadera piedra angular de vuestra familia espiritual. Este carisma, que os ha confiado la Providencia, debe impulsar a cada Hermana Franciscana Inmaculatina a ser misionera en los ámbitos más acordes con la vida de consagración y con vuestras actividades apostólicas: instrucción y educación de niños y jóvenes, catequesis y colaboración en las actividades pastorales de parroquias y misiones, así como en todas las iniciativas de solidaridad y asistencia que no sólo son compatibles con el espíritu del instituto, sino que sobre todo responden mejor a las necesidades de la Iglesia de nuestro tiempo. Se trata de un carisma muy actual, que tiene su origen y su vigor en la auténtica tradición franciscana y en la espiritualidad mariana más genuina. 2. Sois, ante todo, franciscanas. El primer elemento característico de vuestra vida y actividad apostólica es el ideal franciscano. Es lo que indican vuestras Constituciones, cuando identifican la regla suprema de la vida de cada Hermana Franciscana Inmaculatina en «seguir más de cerca a Cristo, según la forma del santo Evangelio», tal como este se propone «en los ejemplos y en las enseñanzas del seráfico padre san Francisco» (Constituciones, n. 2). El Poverello de Asís hizo del Evangelio el centro de su experiencia interior (cf. Test 14-15) y lo propuso a sus frailes como norma suprema de vida (cf. 2 R 1,1). Por este camino evangélico lo siguió una gran multitud de hijos e hijas espirituales, entre los cuales reviste una importancia especial su «plantita», santa Clara (cf. RCl 1). En la escuela de san Francisco y santa Clara de Asís, cada Franciscana Inmaculatina está llamada a testimoniar a la humanidad del tercer milenio la fuerza transformadora del Evangelio anunciado con la palabra y el ejemplo, llevando a todos la buena nueva de la reconciliación y de la salvación. Que la fraternidad universal, vivida de modo particularmente intenso por san Francisco y santa Clara, guíe vuestro compromiso apostólico y misionero, al que vuestra congregación, desde los orígenes humildes de la casa madre de Pietradefusi, ha dado importancia, difundiendo por doquier el buen olor de Cristo, único Salvador de la humanidad. 3. El segundo elemento fundamental de vuestra identidad religiosa es la espiritualidad mariana. Como recuerda vuestra legislación, el padre Ludovico Acernese se distinguía por su singular amor a la Virgen Inmaculada y, por esta razón, quiso consagrar a María santísima el instituto que había fundado, como «nuevo homenaje a su Inmaculada Concepción» (Constituciones, n. 4). Vuestras Constituciones indican asimismo el modo más conforme para mostrar el rostro mariano de vuestro instituto: «Haremos resplandecer en la congregación y en cada una de nosotras ese "homenaje" con una vida de total consagración a la Virgen Inmaculada. Contemplándola e imitándola como modelo excelso de vida evangélica, queremos vivir y trabajar por la conversión y la santificación de las almas, animando con gozosa renuncia toda nuestra vida» (ib.). Por tanto, la Virgen Inmaculada ha de ser vuestra guía, vuestro modelo inspirador, vuestra ayuda constante en el camino diario, vuestro refugio en las inevitables dificultades y vuestra alegría en los momentos de gozo y comunión. 4. Amadísimas hermanas, vuestra asamblea capitular se celebra en el centro del gran jubileo del año 2000, que es para todos un tiempo especial de gracia y renovación espiritual. Como subrayé en la bula de convocación, entraña también un aspecto misionero. En efecto, «la entrada en el nuevo milenio alienta a la comunidad cristiana a extender su mirada de fe hacia nuevos horizontes en el anuncio del reino de Dios», e impulsa a los discípulos de Cristo a abrazar con fervor «la tarea misionera de la Iglesia ante las exigencias actuales de la evangelización» (Incarnationis mysterium, 2). Os deseo de corazón que la celebración del capítulo general dé a vuestro instituto un renovado impulso misionero, de modo que prosigáis en el estilo franciscano y la espiritualidad mariana que, desde el comienzo, os distinguen y constituyen la herencia más valiosa que os han legado el padre Ludovico Acernese y Teresa Manganiello. Seguid caminando tras sus huellas, dando abundantes frutos de bien. Os encomiendo a vosotras, a vuestras hermanas que trabajan en Italia y en el mundo y a vuestros seres queridos a la protección celestial de María Inmaculada, «Mujer del silencio y de la escucha, dócil en las manos del Padre» (ib., 14), y de san Francisco de Asís, a la vez que os bendigo con afecto a vosotras y a cuantos encontráis en vuestro apostolado franciscano y mariano diario. [De los servicios informáticos de la Santa Sede] |
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