DIRECTORIO FRANCISCANO
Santuarios Franciscanos

SAN DAMIÁN, OASIS DE PAZ
por Agustín Gemelli, o.f.m.

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San Damián es una revelación para toda alma que ha recibido de Dios el gran beneficio de la vocación franciscana. Quien allí va, si a pesar de haber recibido el don de esta vocación, no ha tenido hasta entonces conciencia de él, descubre en sí, con dulce maravilla, el precioso don que el Señor le ha hecho. Si más afortunado, ya se ha colocado en este camino, comprende en cambio más profunda y más íntimamente qué es el franciscanismo y se siente atraído hacia él. Las pobres piedras de San Damián poseen una elocuencia que desde hace siglos habla a las almas sin dar jamás señales de enmudecer.

También yo conservo un vivo recuerdo de la intensa emoción que experimenté la primera vez que acudí a rezar a este santuario de pobreza y de amor. A los grandes y celebrados santuarios prefiero -no me juzguen mal- la paz silenciosa de las pequeñas iglesias ignoradas de nuestros pobres conventos de campaña. En verdad hay mucha gente en los santuarios; pero sobre todo hay mucha gente que va a los santuarios como podría ir al mercado, a hacer un negocio: a asegurarse lo que desean. En realidad, el confundirse con la muchedumbre, el unir el propio canto al que sale de miles de pechos, el sentirse apretados, golpeados, sofocados alrededor de un altar, tiene su ventaja; si se consigue vencer las repugnancias que surgen de esa promiscuidad que repele a nuestros hábitos de hombres esclavos de la molicie de la vida moderna, se es recompensado inmediatamente del pequeño sacrificio y de la modesta victoria en la lucha librada contra nosotros mismos; una ola de entusiasmo invade el alma; ya no se nos reconoce. Mas para llegar a esto es necesario un esfuerzo; es preciso vencer todas las resistencias que nuestro amor propio acumula al paso de nuestras resoluciones. El rezar en los santuarios sólo resulta fructuoso si se tiene el coraje de vencer de un golpe todo aquello que parece impedir que nos recojamos en la meditación. Por esto he sentido siempre la debilidad de la repugnancia por las visitas a los santuarios; y si bien mi desconfianza fue vencida todas las veces, y todas las veces recogí copiosas las gracias espirituales, sin embargo, prefiero siempre figurarme los santuarios desde lejos; imaginármelos en la historia, que es su gloria, y en la leyenda que es la expresión de su belleza. Por esto llegué a ser casi viejo en años sin haber acudido jamás ni a Asís ni al Alvernia, temeroso de ver turbada u ofuscada la visión que de ellos me había hecho y que me era muy cara.

Llegué a San Damián, por primera vez, en diciembre de 1918, conducido más por la fuerza de los acontecimientos que por propia voluntad.

Llegado a Asís, no pude contemplar el panorama de la ciudad, envuelta en bruma por una llovizna espesa, persistente y pegajosa. Sin pedir indicación alguna a los raros transeúntes, reconstruyendo por el recuerdo de las lecturas hechas, salí por la Puerta Nueva. Por aquí, me dije, salió un día San Francisco inmediatamente después de haber dicho adiós al mundo, ante el Obispo de Asís, y después de haber contraído fidelísimas nupcias con esa esposa que tanto amó y que tanto hizo amar: la dama Pobreza. El resultado humano de dicho episodio fue la ligera ira que se apoderó de ese buen hombre de corta visión cual era su padre Bernardone; pero sobre todo, para el joven hijo de Bernardone, fue la dedicación inmediata y con la plenitud de sus fuerzas a su gran misión. Salió, pues, de Asís en aquella clara mañana primaveral, cuando aún los restos de nieve no habían desaparecido en los bosques y en las cuestas del Subasio; salió de allí cantando el himno al Gran Rey, de quien se sentía heraldo. San Francisco -me dije- es el gran heraldo del ejército de la penitencia y yo quiero decididamente seguir su huella. Mas ¿cómo vencer la resistencia de las pasiones? ¿Comprenderé esto en San Damián? ¿Me concederá Dios la gracia necesaria para tomar una firme resolución que me ponga, sin tergiversaciones y sin transacciones, en este camino?

Con estos pensamientos emprendo veloz la marcha por el tortuoso sendero que conduce, en rápida bajada, a San Damián. Silencio y olivos; pero allá, donde éstos se hacen más raros, se me presentó como una aparición y de súbito, en una abertura improvisada de las nubes, una inolvidable visión sobre el valle: he ahí el largo y tortuoso camino blanco que desciende de la ciudad, y, en una curva, la cúpula de Santa María de los Angeles.

Sabía que en San Damián no me esperaban singulares bellezas de arte, y que esas pocas cosas que recuerdan el pasado son allí tan sencillas y primitivas que, para ser comprendidas, no tienen necesidad de ser largamente meditadas. La plazoleta rodeada de severos muros, era un lago de agua; una rápida mirada al pequeño y desgarbado monumento que recuerda a Santa Clara, a la fachada de la iglesia cortada oblicuamente por piedras rojizas malamente recortadas a las que el agua daba un tinte sanguinolento.

Una rápida concentración bastó para prepararme a la visión que me esperaba. Heme aquí en la iglesia oscura. Los frailes, en el coro, recitan el oficio divino; pausadamente y sin prisa se suceden los versículos con el ritmo uniforme que una débil espineta marca suavemente. Lo sombreado de las paredes y la obscuridad del día no me permitían distinguir gran cosa. No importa; no buscaba sino una cosa. Sobre el crucifijo bizantino, que desde lo alto vuelve hacia el que reza arrodillado su mirada profundamente humana, la lámpara del Santísimo despedía un reflejo centelleante. No necesitaba ver. Sabía. Sabía todo. Recordaba todo. Y lo que buscaba estaba allí vivo, sin palabras, pero vivo: era él: San Francisco de Asís, patriarca de los pobres, varón católico y del todo apostólico, mi dulce padre. Y dejé libre el camino a los recuerdos y a los sentimientos.

Aquí Francisco, hijo de Bernardone, escuchó el aviso divino que lo llamaba a reparar la casa que se derrumbaba; aquí el misterio de la conversión se operó en esa alma bendita; aquí se puso ingenuamente a transportar piedra sobre piedra para reparar la iglesia. Y, después de él, ¡para cuántos hombres esta pobreza, esas piedras toscas, irregulares, ese aspecto primitivo, conservado intacto a pesar de los siglos transcurridos, ha sido la elocuente expresión de la voluntad divina! ¡Cuántas generaciones de hijos de San Francisco han pasado por aquí y han gustado la dulzura de unirse a Dios cumpliendo sus promesas a ejemplo del padre!

Los frailes cantan ahora un himno festivo de motivo simple. Vuelto en mí, sentí el rostro inundado de lágrimas. Obraba en mí el silencio en que Dios habla misteriosamente a las almas; el silencio en el que las almas pueden escuchar, hacer vivo dentro de sí hasta traducir en actividad fecunda el fervor por nuevas obras. No sé cuánto tiempo permanecí así. Sólo sé que también aquella vez experimenté que San Francisco posee la virtud de hacernos sentir a través de él, inmediatamente, lo que el estudio, la oración, la meditación no consiguen muchas veces hacernos comprender: el infinito amor a Dios, la admiración hacia la universalidad de la Iglesia, el amor a los hermanos, a todos los hermanos, el deber de la inmolación en una vida consagrada a los demás, para bien del que sufre, del que tiene ansias de vida espiritual, del que tiene sed de consuelo, del que cae por falta de valor. San Francisco hace comprender todo esto de un modo simple. Abre sus brazos, nos muestra sus manos llagadas, vuelve hacia nosotros su rostro cubierto de lágrimas y sin embargo inundado de dulce serenidad; y, mientras se mira aquel pobre cuerpo consumido, mientras se escuchan aquellas humildes y simples palabras que sus primeros hijos nos han conservado en el Espejo de Perfección, en las Florecillas o en alguna Vida del Santo -sean esos hijos Celano o San Buenaventura o Fray León-, se siente el corazón inundado de una nueva dulzura que nos descubre interiormente esta admirable vocación franciscana hecha de nada, tan tenues son sus elementos, tanto escapa ella misma al análisis, pero que, una vez comprendida, nos lleva a una vida en la que el amor a Dios se vuelve amor al prójimo y el deseo de una vida pobre se convierte en instrumento para amar aún más a Aquel que sólo puede ser amado con toda la fuerza de nuestra alma.

Abramos al acaso el Espejo de Perfección del verdadero Hermano Menor, de fray León, ovejuela de Dios, y leamos: «San Francisco decía que sería buen Hermano Menor aquel que conjuntara la vida y cualidades de estos santos hermanos, a saber, la fe del hermano Bernardo, que con el amor a la pobreza la poseyó en grado perfecto; la sencillez y pureza del hermano León, que fue varón de altísima pureza; la cortesía del hermano Ángel, que fue el primer caballero que vino a la Orden y estuvo adornado de toda cortesía y benignidad; la presencia agradable y el porte natural, junto con la conversación elegante y devota, del hermano Maseo; la elevación de alma por la contemplación, que el hermano Gil tuvo en sumo grado; la virtuosa y continua oración del hermano Rufino, que oraba siempre sin interrupción, pues, aun durmiendo o haciendo algo, estaba siempre con su mente fija en el Señor; la paciencia del hermano Junípero, que llegó al grado perfecto de paciencia por el perfecto conocimiento de su propia vileza, que tenía siempre ante sus ojos, y por el supremo deseo de imitar a Cristo en el camino de cruz; la fortaleza corporal y espiritual del hermano Juan de Lodi, que en su tiempo fue el más fuerte de todos los hombres; la caridad del hermano Rogerio, cuya vida toda y comportamiento estaban saturados en fervor de caridad; la solicitud del hermano Lúcido, que fue en ella incansable; no quería estar ni por un mes en el mismo lugar, pues, cuando le iba gustando estar en él, luego salía, diciendo: "No tenemos aquí la morada, sino en el cielo"» (EP 85).

Esta es la vida franciscana. Pero no todos la entienden. Muchas veces he visto llegar a San Damián pensadores y hombres de ciencia, guiados por sabios conocedores del arte, y volverse sin haber comprendido nada del alma que existe dentro de estos muros, sin recoger nada de la elocuencia de su pobreza. En cambio, he visto a pobre gente venir desde lejos, buscando al verdadero San Francisco, al San Francisco de la pobreza y de la penitencia; llegar aquí, rezar largamente con lágrimas, comprender de inmediato y sentirse cómodos aquí adentro, dilatando el alma en una inmediata visión de lo que constituye la esencia del Franciscanismo: un más vivo, un más inmediato, un más pronto amar a Dios.

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San Damián tiene una belleza peculiar: los cipreses que sobresalen de sus murallas se distinguen entre miles; el conjunto pobre de este convento se perfila desde lejos entre los olivos; su pequeña campana de timbre característico despierta ecos en todo el valle de Espoleto; los montes constituyen a su alrededor una cornisa en la que degradan los tintes propios de Umbría, motivos fundamentales de ese paisaje también pobre que no se olvida fácilmente y que posee esa serena y particular belleza que embarga inmediatamente el corazón.

San Damián, como todos los grandes monumentos de la historia, tiene sus enamorados que vuelven a menudo a él; no se sienten atraídos a Asís por las bellezas de la naturaleza ni del arte; peregrinos del espíritu, vienen a reconfortarse dentro de estos muros y entre estos recuerdos. Ni siquiera suben a la ciudad; no se detienen ante las maravillas artísticas de la gran Basílica que conserva el cuerpo del Santo; acuden bajo la cúpula del Vignola en busca de la Porciúncula, lo que basta para alcanzar la indulgencia; vienen a San Damián, directamente de la estación ferroviaria, a través de los campos y olivares, y si a veces están obligados a ir a la ciudad, escogen las callejuelas que han conservado la fisonomía antigua y en las que se tiene la ilusión de encontrar, en alguna de sus vueltas, sentado sobre el umbral de una pobre casa, a San Francisco, comiendo los restos mendigados de puerta en puerta por amor de Dios; o bien, verlo desembocar en una pequeña plaza seguido de un séquito de rapazuelos que escarnecen al "loco de amor a Dios".

Estos románticos de la vida espiritual son los amantes de San Damián; amantes silenciosos que desahogan su ímpetu de religión permaneciendo largas horas en rezos y meditaciones; almas que habrían encontrado su lugar en un pobre convento franciscano, cumpliendo humildes tareas, vistiendo esta áspera túnica que nos hace gratos a todos; almas a quienes, en cambio, los vaivenes de la vida envuelven en el tumulto de las cosas de este mundo. Vuelven repetidas veces a San Damián. No preguntan nada a nadie; no necesitan de doctas explicaciones; sólo piden la palabra de un confesor; asisten a la Santa Misa desde un ángulo; reciben la Hostia de paz; conocen ciertos rincones y rinconcitos que constituyen la característica de San Damián y a propósito de los cuales la historia o la leyenda, o ambas a la vez, evocan episodios notorios a los conocedores de la primitiva literatura franciscana. Vienen estos peregrinos a San Damián; beben a grandes sorbos el aire de aquí adentro; vuelven luego otra vez al mundo a trabajar, a sufrir, a amar; se marchan con los ojos llenos de lágrimas, volviéndose a cada paso para saludar con un gesto. Adiós, cuna de la vida franciscana, nido de pobreza; adiós, amado huertecito donde Francisco compuso el Cántico del hermano Sol; adiós, pequeña celda donde murieron Sor Clara, Sor Inés, Sor Bentivoglia, Sor Coleta, Sor Beatriz y Sor Amada; donde fray Gil, sabio y docto, bajó del púlpito para que predicara fray Junípero; donde fray León, ovejuela de Dios, llegaba cada día para conversar con Santa Clara sobre su Padre; adonde llegó fray Maseo para confiar sus angustias, las angustias de los "Espirituales" a Santa Clara, ya avanzada en edad, pero siempre pronta a consolar a los hijos de su Padre, San Francisco.

Estos visitantes son frailes, monjas, sacerdotes, laicos, jóvenes, viejos, hombres ilustres, pobres campesinos, sabios, ignorantes. Los hay de todas las clases, como en la primitiva vida franciscana; cuando aquí se encuentran, olvidan toda su vida y sus preocupaciones; se entienden sin palabras, oran juntos, con la misma sencillez de corazón; se sienten hermanos, nada más que hermanos, en este gran amor por Dios que San Francisco enciende en ellos.

La paz, el silencio de San Damián no existen en ningún otro santuario franciscano, ni siquiera en el Alvernia, ni siquiera en la Porciúncula, ni siquiera ante la tumba del Santo. Es un silencio que sólo aquí se llena de grandes cosas; sólo aquí fermenta en propósitos santos. Quien no ha visto, quien no comprende estas cosas, no puede darse cuenta de la eficacia que poseen sobre el alma estos rincones y rinconcitos que constituyen San Damián; y es tan vano mi afán por definirlo, a pesar de mi vocación franciscana, como sería ineficaz la palabra de un literato. Así es, y no se puede explicar.

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Uno de estos rincones y rinconcitos es una pequeña habitación llamada coro de Santa Clara. Es difícil imaginarse nada más pobre. Ha sido construida con materiales recolectados del más diverso origen. El coro está construido con maderas mal encuadradas; el altar es un plinto, posiblemente de origen no cristiano. Como nota vivaz de color no hay más que un fresco de mediocre composición que representa la crucifixión según la tradición franciscana. Una pequeña ventana, sobre cuyos vidrios se adivinan algunas descoloridas figuras, proporciona luz a la habitación. Y, sin embargo, ¡hay tanta poesía en este pequeño coro! ¡Generaciones enteras han pasado por él, se ha rezado tanto en él! Refiere una piadosa leyenda que en el corredor que lleva al coro de Santa Clara aún ahora se siente un perfume indefinido. Allí están sepultadas las primeras compañeras de la Santa. El perfume existe, y es el perfume de las dulces memorias de esta mujer a quien el espíritu franciscano debe tanto. Formada e instruida en la vida interior por tan gran maestro, sintió tan intensamente la influencia de su doctrina, que se atrevió a levantar su voz para obtener de los Papas que el voto de rigurosa pobreza, dulce herencia de su maestro, no fuera atenuado. Luchó a la cabeza de aquellos hijos del Santo que más fuertemente conservaban el espíritu de sus enseñanzas y fue el nervio de esa tradición en la que habrían de formarse hombres como San Antonio de Padua, San Buenaventura de Bagnoregio, San Bernardino de Siena, San Pascual Bailón, San Diego, San Jaime de la Marca, San Francisco Solano, San Juan de Capistrano, San Leonardo de Puerto Mauricio.

En el pequeño coro de Santa Clara, se revela a quien lo busca con espíritu de amor, el dulcísimo misterio de la pobreza, fuente de todo consuelo. Es preciso entrar allí, arrodillarse, tener en las manos el Espejo de Perfección, que según algunos doctos fue escrito por fray León, ovejuela de Dios, pero que en realidad proviene de ese grupo de hijos más allegados al maestro, de cuya doctrina fueron, a su muerte, tenaces defensores contra quienes pretendían negar a los Frailes Menores el privilegio de la pobreza. Es preciso leer los primeros capítulos: "Cómo el bienaventurado Francisco respondió a los ministros que no querían someterse a la observancia de la Regla que les había escrito" (EP 1). "Cómo el bienaventurado Francisco declaró la voluntad e intención que tuvo, desde el principio hasta el fin, acerca de la observancia de la pobreza" (EP 2). "Del novicio que deseaba tener un salterio con su licencia" (EP 4). "Del modo de guardar la pobreza en libros, camas, casas y enseres" (EP 5). "Cómo hizo salir a todos los hermanos de una casa que era llamada casa de los hermanos" (EP 6). "Cómo quiso derribar una casa que el pueblo de Asís había levantado junto a Santa María de la Porciúncula" (EP 7). "Cómo no quería morar en celda curiosa o que llamaran suya" (EP 9)... A mitad de la lectura ya no se sigue adelante; frente al misterio de la muerte se perfila más nítida la nulidad de nuestra vida, con sus molicies, con las mil exigencias que la animan; se comprende cómo debe entrarse despojado en el reino de los cielos, cómo en ésta misma vida, cuanto más atados vivimos a los intereses del mundo tanto menos comprendemos a Dios. La pobreza, no como fin de sí misma o como característica fundamental del espíritu franciscano, según alguno ha enseñado erróneamente, sino como escala maravillosa para ascender hasta Dios, como medio para poderlo amar con toda la plenitud de nuestra alma en una inmolación continuamente renovada; la pobreza, así entendida, es el medio precioso gracias al cual el divino Amigo se da a nosotros con todos los dones de su gracia e, invadiendo nuestra alma, se convierte en su dueño y Rey, confiriendo a esta pobre existencia nuestra el altísimo valor de una ofrenda indigna, pero, sin embargo, aceptada y aun buscada para el triunfo de su reino.

Una noche, mientras celebraba Misa en el pequeño coro de Santa Clara para un grupo de almas piadosas que se reunieron para ingresar en la seráfica milicia, la mano gentil de un fraile esparció en abundancia sobre el pavimento pétalos y hojas. Era invierno, pero el huerto de los frailes había conservado las rosas y el laurel para esta fiesta de fe. El aire pronto se impregnó de dulce y penetrante perfume. Un canto suave y quedo celebraba las glorias del Rey que deseó nacer pobre, que se contentó con el homenaje de pobres pastores, que al despuntar de cada día renueva en los altares el misterio de la cruz por la salvación de las almas. Con esos cantos, con esas oraciones, esas almas se consagraban a Él, ofreciéndole, junto con la juventud del cuerpo, las esperanzas del alma y los propósitos y fines de trabajo. Las palabras brotan de sus pechos en sollozos: «Prometo y hago voto de vivir durante toda mi vida según la Regla del padre San Francisco...» La palabra del sacerdote desciende sobre ellos: «Y yo, de parte del Altísimo, te prometo la vida eterna». El recuerdo de esa noche de oración me persigue. Pues bien, todo se aclara ahora en la mente; Francisco quiso que fuésemos pobres para comprender la gran lección que Nuestro Señor Jesucristo nos dio desde lo alto de la cruz: la vida ha de ser una continua ofrenda, un sacrificio de inmolación continuamente renovado.

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Pero hay un rincón en San Damián donde la emoción embarga aún más el corazón y parece atenazarlo tan fuertemente que ahoga la respiración. Se llega a él por una pequeña escalera empinada y obscura que conduce a lo que era el oratorio y el dormitorio de las hermanas, las "damas pobres".

En mitad de la escalera se debe inclinar la cabeza para pasar, hasta llegar a una puerta baja y amplia; nos encontramos de improviso sobre una pequeña terraza llena de luz, de sol, de colores. Es un rectángulo de un par de metros, encerrado entre los muros de la Iglesia y del coro, abierto sobre el valle, por todas partes flores y flores y flores que la piedad de los novicios recoge en cada estación. Lo llaman el jardín de Santa Clara; que yo sepa, ningún documento escrito nos habla de él. La tradición, trasmitida de siglo en siglo, de los frailes viejos a los frailes jóvenes, cuenta que Santa Clara, llegada a sus últimos años de vida, venía aquí a descansar, a rezar. Desde ese jardín el horizonte se presenta de improviso ante los ojos, dividido en dos por un grupo de cipreses que se mecen altos en el cielo. Un cielo de un color singular: lo componen miles de tintes transparentes, diáfanos, que van degradando hasta confundirse con las colinas de los alrededores; he ahí Perusa, allá Bevagna, aquí Montefalco; ahí abajo Rivotorto, más acá Spello, Trevi, Espoleto. ¡Cuántos recuerdos! He ahí el campo de la primera acción del Padre San Francisco; el lugar de las santas memorias de su vida; he aquí este suave paisaje franciscano. Se está bien aquí. La paz asume todo su altísimo significado.

El ferrocarril, que corre rápido en medio del valle, nos llama a otros pensamientos, nos recuerda que nuestra vida no se consuma aquí en este asilo de oración, en el silencio, sino lejos, en el fervor del afanoso trabajo cotidiano, en un trabajo que agota, que no da paz, pero que llega a Dios como una oración, enteramente cumplido para gloria suya en el tormento de sentir siempre las fuerzas desproporcionadas a la tarea, trabajo exaltado por el deseo abrasador de conquistar nuevas almas para Dios, trabajo muchas veces amargado por la comprobación de nuestra insuficiencia frente a la misión a que nos llama Dios. He aquí la vida: un consumirse poco a poco en los caminos del mundo, por donde San Francisco nos manda, para servir con alegría al Señor.


Agustín Gemelli, O.F.M., San Damián, oasis de paz, en Idem, S. Francisco de Asís y sus "Pobrecitos". Buenos Aires, Ed. Pax et Bonum, 1949, pp. 9-17.

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