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EL ALVERNA |
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CONTINUACIÓN El lecho de San Francisco
Cuando se piensa que también Francisco era un hombre como nosotros y debía amar, si no la comodidad de un cuarto con cama, al menos lo necesario para reposar en una pobre celda, al abrigo de la humedad y del frío, es para quedarse admirado ante la llama de amor en que debía arder su corazón para hacerle agradable tal estancia. Pero, si nuestra debilidad se escandaliza, la historia dice que este lugar santificado por la presencia del Pobrecillo se ha convertido, visitado con fe, en una especie de piscina probática, en la cual no pocos enfermos encuentran la salud. Así, en el año 1440, un tal Pietro Orsini, capitán general de los romanos y de los florentinos, tullido de manos y pies, se sintió de tal modo curado al tocar aquella piedra, que pudo hacer a caballo el camino de Roma. También en el siglo XV, otro devoto del Santo, atormentado de dolores artríticos y reumáticos de modo que no podía andar más que con dificultad, ayudándose con las muletas, se hizo llevar al Alverna y colocar sobre el lecho prodigioso. Pero esta vez el Taumaturgo quiso probar más tiempo la fe del pobre enfermo, porque no le concedió inmediatamente la gracia de la salud, sino que le dejó descender a la Beccia, donde el enfermo, bañándose en la fuente del Santo, recuperó inesperadamente el uso de los miembros. Un tercer prodigio fue todavía más importante y solemne, porque se refiere a la conversión de un turco, conducido al Alverna por el Cardenal Francisco María de Médicas en Octubre de 1686. Mientras el secuaz del Corán se encontraba en la obscura caverna, una celeste aparición del Seráfico Padre lo determinó a seguir la luz del Evangelio. El precipicio Volvamos al corredor que conduce al Santuario de los Estigmas. En su extremidad pasamos una puerta con reja que lleva a la capilla de San Sebastián, y descendemos por una escalera larga, estrecha y pendiente, al Precipicio. Panorama vastísimo, maravilloso, que allí nos paramos a contemplar con más interés por la cruz del Beato Juan. Porque ahora urge dar a conocer a los lectores las tradiciones franciscanas vinculadas a este escollo pavoroso. Naturalmente, cuando el Pobrecillo andaba en la sagrada montaña a busca de lugares solitarios, aptos para la oración y meditación, no existía ninguno de los cómodos abrigos que permiten hoy al peregrino asomarse tranquilamente a la balaustrada y extasiarse en la contemplación de aquel alegre espectáculo que ofrece lo creado. Entonces la altísima y hendida roca que se precipita a la profundidad de unos cuarenta metros estaba cubierta de una mezquina vegetación: algunas hayas y otras plantas menores surgían de las fisuras de los pedruscos dándole aspecto salvaje. Para llegar allí, el Seráfico Padre debía descender de peñasco en peñasco, apoyándose como mejor podía. Acaeció que un día, mientras el Varón de Dios estaba todo absorto en la oración en aquel lugar solitario, el demonio se acercó con aspecto truculento al piadoso eremita, y, cogiéndolo de improviso, intentó lanzarlo al horrendo precipicio. El pobre Francisco, no pudiendo huir del enemigo, se echó sobre la piedra que estaba enfrente, y a ella se asió con las manos, invocando la ayuda del Señor. Y he aquí que la piedra cedió inmediatamente como si fuese cera blanda y, adaptándose al cuerpo del Santo, lo recibió en sí misma; convirtiéndose en baluarte de defensa contra el asalto infernal. Se cuenta que un día, hacia el año 1273, mientras un piadoso religioso estaba explicando a unos Hermanos forasteros aquel lugar memorable, tuvo la desgracia de caerse desde lo alto sobre las piedras que había en la pradera. Dada la enorme altura, lo creyeron completamente destrozado. Pero, ¡cuál no fue la admiración de los Hermanos cuando, al bajar para recoger el cadáver; se encontraron por el camino a su Hermano que venía al encuentro de ellos, sano y salvo, cantando el Te Deum...! Muchas almas santas eligieron su morada cerca del Precipicio: se visitan con particular emoción el oratorio donde estaba la gruta en que Antonio de Padua pasó algún tiempo en beatífica soledad; y el construido allí donde estaba la celda que vio los éxtasis de Buenaventura de Bagnoregio, y en donde quizás el Doctor Seráfico compuso algunos de sus místicos tratados. La capilla del haya Dejando el Santuario de los Estigmas se puede cruzar una portezuela a la derecha, cerca del altar, y subir una escalerilla irregular que conduce a la gruta de Fray León. Desde esta celda, transformada ahora en minúsculo oratorio, velaba al Padre amoroso el fiel compañero del Santo, y espiaba, con curiosidad devota, sus movimientos, asintiendo a sus seráficos éxtasis y contemplándole alguna vez, arrebatado por el ardor del alma, elevado sobre la tierra a la altura de los árboles. Es probable también que el mismo Francisco subiera frecuentemente a visitar a su amigo para conversar con él y asistir a la Santa Misa que celebraba León en la capilla cercana donde el Santo se acercaba al banquete eucarístico. Más allá, en el bosque, se alza la capilla del Beato Juan de Alverna. Aún hoy es llamada Capilla del haya, porque antiguamente se levantaba a su lado un haya gigantesca, en cuyo tronco incrustó el pío ermitaño una cruz ante la que solía hacer el Beato fervorosas plegarias que recitaba postrado en tierra o paseando devotamente absorto en profunda meditación. Durante tres años disfrutó Juan en aquel lugar consolaciones celestiales y fue favorecido con gracias extraordinarias. Mas llegó el tiempo en que el Señor quiso someter la fidelidad de su siervo a dura prueba, privando a su alma de todo gozo espiritual. Desconsolado y afligido, como la esposa de los Cantares, el desgraciado vagaba por la selva llorando y gimiendo y llamando con voces de lamento a su Jesús, suspirando y rogando a Dios que se apiadase de su alma. Un día, no pudiendo ya soportar por más tiempo el martirio espiritual, se arroja desconsolado al pie del haya, a la sombra de la cruz; y, al tiempo que levanta al cielo su rostro inundado en lágrimas, se le aparece Cristo, paseando tranquilamente ante él. El Maestro simuló no ver al pobre religioso, y, cuando éste, se lanzó hacia Él, abiertos los brazos e invocando ayuda, Jesús se hizo primeramente sordo a sus gemidos y clamores; mas, por fin, deteniéndose, le abre los brazos y le permite poner sus labios sobre la llaga de su Corazón. El árbol secular que había sido testigo de las oraciones y de las penitencias del Beato Juan fue derribado por el viento en 1518. Parte del tronco se conserva bajo el altar de la capilla edificada poco después en aquel lugar bendito. Un pequeño muro de piedra, cerrado con puerta de madera, cerca el terreno santificado por los pies del Redentor y bañado por las lágrimas de agonía y de alegría de su fiel discípulo. La cruz del Beato Juan Ordinariamente permanecía encerrado en la celda, en la que muchas veces fue visitado por los Ángeles, confortado con sus conversaciones y alegrado con armonías del paraíso. Un día se le apareció la Virgen bendita con el mismo continente y vestidos que usaba en la casa de Nazaret; otras veces el Seráfico Padre, ya glorioso en el cielo, se dignó visitar a su amado hijo. Se cuenta que, en una de estas visitas gratísimas, San Francisco acercándose a Fray Juan le dijo que le pidiera alguna gracia, que el amante Padre le obtendría; y expresándole el Beato el deseo de ver y tocar los Estigmas, Francisco se los dejó besar, con gozo inefable de aquella alma santa. Alguna vez Fray Juan salía de su celdilla -convertida más tarde en capilla, en memoria de tantos prodigios del cielo de que fue escenario- y subía unos pasos a un pequeño montículo sobre el que se alza hoy una gran cruz, denominada igualmente del Beato, y, como verdadero franciscano, contemplaba el estupendo panorama que desde aquel punto se ofrece a la vista, extasiándose, como el Padre Seráfico, ante tantas maravillas, alabando y bendiciendo al Señor. ¡Es en realidad magnífico el espectáculo que se admira desde aquel lugar! Ved extenderse al pie de la gigantesca escollera verdeantes praderas, sombreadas de plantas bajo cuyas ramas vienen a pacer, en primavera, los ganados. Ved el panorama de collados y colinas, pequeñas montañas sembradas de caseríos, de poblados, castillos, fortalezas y ciudades que cantan toda una historia de batallas, de victorias y de desastres, por la defensa de un ideal religioso y patriótico, por el desarrollo del progreso y de la civilización. Mirad el lejano horizonte, la silueta de las montañas, que hacen del Casentino un inmenso anfiteatro, y van a unirse con el Apenino toscano. ¿No sería ahora oportuno entonar con el Pobrecillo amoroso y sus místicos juglares el Laudes Creaturarum o Cántico del hermano Sol? El Santuario de las Llagas
Los biógrafos del Poverello aseguran unánimemente que desde el día de su conversión de la vanidad del mundo al perfecto seguimiento del Evangelio, se sintió como herido de la flecha del amor de Cristo, que le impulsaba a meditar, a llorar y gemir la Pasión del Salvador. A medida que pasaban los años y crecía en la virtud, sentía más vivo el deseo de sufrimientos, de martirio, de íntima unión con su dulce Señor Crucificado. Esta necesidad del corazón iba a tener ahora su misterioso y solemne cumplimiento. La mañana del 14 de Septiembre, que precede a la fiesta de la Exaltación de la Cruz, aquel a quien el Dante llamará «tutto seráfico in ardore», estaba en pie sobre la roca, con el rostro vuelto hacia el Oriente, cuando he aquí que baja hacia él, mientras la cumbre de la montaña se enciende en resplandores divinos, un alado serafín que le imprime en las manos, pies y costado las llagas del Redentor. La Verna es, por esto, el cruento Calvario del Estigmatizado Francisco. No hay hecho histórico alguno de su vida mejor probado que éste, como no hay ninguno que sea más celebrado de la liturgia de la Iglesia, de la devoción de los pueblos, de la literatura, de la poesía y del arte. Sobre la roca bendita, testigo del sublime milagro, siglos ha que se levantó un pequeño santuario, que blanquea lejano desde la llanura, y en el cual se entra aún hoy con veneración profunda. Todo allí habla del gran prodigio de amor, verificado sobre aquella viva roca, que hoy protege una reja, porque fue bañada por la sangre del Poverello. El relicario de la sangre Escribe San Buenaventura que, después del hecho prodigioso de la estigmatización, «las manos y los pies del Seráfico Padre quedaron traspasados en el centro por los clavos, cuyas cabezas aparecían en la parte anterior y las puntas en el dorso. Eran las cabezas de los clavos redondas y negras, las puntas agudas y largas, retorcidas y como remachadas, las cuales, traspasando la carne, salían de la misma. También el costado derecho, como si hubiese sido transverberado por una lanza, aparecía rasgado por roja cicatriz, que manando sangre sagrada, bañaba la túnica y la ropa interior». El Santo, celosísimo de su secreto, no hubiera querido confiarlo a nadie; pero los dolores que le causaban sus llagas eran tales, que sus discípulos debieron vendárselas amorosamente, poniendo particular cuidado en cubrir las partes prominentes de los clavos. Fray León asumió el encargo de velar y cambiar aquellas vendas todos los días, excepto el viernes, porque en tal día Francisco quería consufrir más dolorosamente el martirio de Cristo. Una de aquellas vendas, empapada en sangre del Poverello, es celosamente custodiada en un relicario de plata, protegida por un cristal, en la sacristía del Alverna. Todos los años, en el día de la solemnidad de las Llagas, 17 de septiembre, se lleva procesionalmente a la capilla del milagro, en donde aquella sangre, habitualmente de singular color rojo, se enciende a veces en viva púrpura, como si acabase de brotar de las cruentas cicatrices. Se dice que semejante prodigio acaeció en Agosto de 1901, para convencer a algunos peregrinos que dudaban del milagro, y lo atestiguaron después con juramento en la presencia del Obispo de Nassa y Populina. La sangre es vida, y el milagro, renovándose en el curso de los años y de los siglos, ¿no indica, acaso, la perenne vitalidad del espíritu del Poverello? Como Cristo, el Maestro divino, de quien Francisco fue, evangélicamente hablando, la copia más perfecta, Franciscus alter Christus, el discípulo fidelísimo no puede eclipsarse en el horizonte de la historia. Hoy, particularmente, vive más que nunca en la conciencia del pueblo cristiano, y no parece morir ni morirá ciertamente, porque encarnó en su dolorosa y alegre existencia aquel ideal de fe y de amor, de sencillez, de humildad, de fervor religioso, de íntima alegría y de apostolado social que no se eclipsan, porque no pueden eclipsarse. Desde lo alto de su Tabor el humilde hombre de Asís se levanta, gigante, repitiendo a los hermanos hombres la eterna doctrina del Verbo hecho carne, voluntariamente inmolado por la salvación del mundo. El gran abeto Internémonos ahora en la espesura del bosque; también es esta una peregrinación franciscana, no sólo porque la vista de la magnífica floresta eleva nuestro espíritu a los altísimos cielos, sino también porque el bosque fue recorrido, ciertamente, en todas direcciones por los pies del Estigmatizado. Parece vérsele aún a cada momento aparecer entre la espesura de los árboles, salir del fondo de cualquier precipicio, descender hacia nosotros desde la cima de la Pena su mística, radiosa figura de penitente y de poeta para servirnos de guía en el bellísimo paseo. Porque él, bastante antes que nosotros, contempló estas rocas, estos abismos, estos árboles gigantescos; se inclinó, con amor fraterno, sobre la frágil belleza de los ciclamores, de las violetas, de todas las flores silvestres para aspirar su agreste perfume; bebió de la surgente agua que brota límpida y murmullando suavemente, de las rocas; se detuvo a escuchar el zumbido de los insectos, la algarabía de los pajarillos, la música grandiosa de los vientos; se extasió ante la sugestiva poesía de esta selva, bañada por los rayos del hermano sol al atardecer, o besada por argéntea, plácida luz de la hermana luna... ¿Acaso no contempló él, con su mirada amorosa, este rey del bosque, el abeto gigantesco, sin duda muchas veces secular, cuyo troncó mide siete metros de circunferencia? Los pobres Hermanos, amorosos e inteligentes guardas del bosque, que, por otra parte, es un oasis entre los pelados montes circunvecinos, no permitieron que el hacha devastadora cortase las plantas. Por esto la arbolada mancha de la Verna ha podido conservarse, y se conserva aún ahora en estado virgen, y el terreno, aunque no sea demasiado profundo, alimentándose de los detritus de los árboles, ha podido sostener y alimentar la flora más rica y más varia. Dos religiosos, sacerdote el uno y lego el otro, señalados por los superiores, velan con amor la vegetación del bosque. Recordando el deseo del Padre, que no quería que se cortasen las ramas de las hermanas plantas, sobre todo en el bosque del Alverna, ponen en práctica este consejo, y su mayor solicitud la prodigan para conservar, todo cuanto sea posible, la vida de aquellos viejos árboles, entre los cuales alguno conoció ciertamente al Poverello, y todos son allí como reliquias queridas al corazón suyo. He aquí por qué los Franciscanos han oído con verdadero terror toda amenaza de tala del sagrado bosque, a la cual opusieron siempre enérgica y clamorosa protesta, para defender de la punible corta el tesoro de la seráfica montaña. El gigante del Alverna Al lado del gran abeto recordemos otro árbol, de raíces extrañas y convulsas, que recuerdan a un gigante que sostuviese con sus brazos el tronco secular. Bajo este árbol, como en el antro del precipicio, y en las hendidas paredes de su mísera celda, el Poverello Seráfico oraba, lloraba, se martirizaba por el amor de Cristo y la salvación de las almas, como también a la sombra de sus ramas tuvo dulcísimos éxtasis. «Un día -cuentan las Florecillas- San Francisco, estando muy débil de cuerpo por la gran abstinencia y por el batallar con el demonio, queriendo confortar el cuerpo con el pan espiritual del alma, empezó a pensar en la inmensa gloria y alegría de los bienaventurados, y luego comenzó a suplicar a Dios que le concediese la gracia de gustar un poco de aquella alegría. Estando en este pensamiento, de repente le apareció un ángel con grandísimo resplandor, el cual tenía un violín en la mano izquierda y el arco en la mano derecha; y estando San Francisco todo estupefacto en la mirada de este ángel, pasó éste una vez el arco sobre el violín, y de repente sintió San Francisco tanta suavidad de melodía que le embargó el alma, privándole de los sentidos, de tal manera que el Santo decía después a sus compañeros que dudaba que si el Ángel hubiese bajado el arco sobre las cuerdas su alma se hubiese desatado del cuerpo, a impulsos de inefable dulzura». Es éste también el momento de recordar que en estos magníficos árboles nidificaban alegremente los pajarillos de la selva, como ángeles del cielo que venían a visitar al extático Francisco. Las Florecillas consagran un particular recuerdo al hermano halcón, el cual «todas las noches, un poco antes de maitines, con su canto y con el batir de sus alas despertaba a San Francisco y no se marchaba mientras no se levantase a decir maitines; y cuando el Santo, una vez que otra, se encontraba más cansado, o débil o enfermo, este Halcón, cual si fuese una persona discreta y compasiva, le llamaba más tarde...». La roca de Fray Lupo Una de las curiosidades que se encuentran en el bosque de la Verna es la roca de Fray Lupo. Es un enorme peñascal que, cortado completamente del resto de la roca y unido tan sólo a ella por su base, se levanta como una torre que va engrosando hacia la cima, cual si fuese una pirámide invertida. Debe su popular denominación de «Roca de Fray Lupo» a un episodio histórico o tradicional, que revela una vez más la eficacia taumatúrgica del apostolado del Poverello. Sabemos ya que la cumbre de la Verna, cuando fueron a habitarla los Franciscanos, estaba aún infestada de ladrones, de tal manera que el Conde Orlando hizo acompañar a los religiosos, que por encargo del Seráfico Padre visitaron por vez primera la montaña, de cincuenta hombres armados para defenderlos no sólo de las fieras sino también de los asesinos. Uno de éstos, el más feroz, llamado el «Lobo de la montaña», era especialmente temido en el contorno porque, ayudado de una banda de compañeros, asaltaba y robaba a los viandantes que, camino de la Umbría y para la Marca, cruzaban a pie la selva. Hechos prisioneros, los ladrones los despojaban de cuanto llevaban encima, y, si los desgraciados oponían resistencia o sencillamente no acertaban a saciar la avaricia de los bandoleros, el lobo humano daba orden de internarlos en el bosque y de hacerlos pasar, mediante un puente levadizo, sobre el espantable peñasco, y allí los dejaba hasta que hubiesen pagado un grueso rescate por medio de sus parientes y amigos. ¡Cuántos desgraciados murieron de hambre y de miedo en aquella aislada roca! Cuando el Seráfico Padre llegó a su Calvario, todavía los pobres religiosos se encontraban bajo el terror de la amenaza del cruel asesino, porque habiéndose enterado de su venida, lo deploró coléricamente, y, no queriendo que fuesen testigos de su delito, les conminó a que partiesen, so pena de la muerte. Un día el mismo San Francisco se encontró frente al ladrón homicida, el cual renovó ante él sus insultos y amenazas. El Poverello, humilde y tranquilo, dejó que el ladrón desfogase su rabia, y después empezó a amonestarlo con divina mansedumbre, exhortándole con dulcísimas palabras a poner término a sus iniquidades, a temer a Dios y a retornar a la vida honrada, redimiéndose con la penitencia de las propias culpas. La gracia del Señor hizo lo demás, y aquel hombre, cargado de tantos crímenes, sintióse amansado en su ánimo, conmovido y arrepentido, y, humillándose, se echó, manso como un cordero, a los pies del Santo, rogándole intercediese con la misericordia divina y lo admitiese en su compañía para vivir en penitencia. «Viendo entonces San Francisco que el lobo se había convertido en cordero, le vistió el hábito religioso, llamándole Fray Agnello, el cual vivió después santamente en la Religión». El convento visto desde el cementerio El nuevo cementerio de los religiosos de la Verna está al oriente del convento, y brinda con el mejor punto de vista para abarcar con una sola mirada la inmensa fábrica, que semeja un pequeño pueblo. No es un plano simétrico y regular, porque las varias construcciones se han ido desenvolviendo y sobreponiendo a medida de la necesidad. Sabemos que cuando llegaron al Alverna los primeros franciscanos no había aquí ni una sola casa. Los compañeros de San Francisco se contentaron con pobres chozas, mas después, creciendo en número y haciéndose necesaria para la vida común más sólida y amplia habitación, los religiosos empezaron a construir en este lugar, lo más abrigado de los vientos, un sencillo hospicio, el cual, ampliado gradualmente, adquirió las actuales proporciones, conservando, sin embargo, el mismo carácter de altísima pobreza. Cuenta el convento con cinco claustros, pequeños y grandes, pero las celdas, acaso un centenar, habitadas por los religiosos son tan pequeñas y modestas que su mobiliario consiste lo más en un jergón de paja y una tosca mesa. Bastante más grande es el refectorio en donde los religiosos se reúnen para la común refección, y son suficientemente cómodas tanto la enfermería como la hospedería interior y exterior. También el convento de la Verna ha sufrido en el curso de los siglos vicisitudes tristes y alegres, la más trágica de las cuales fue el terrible incendio que en 1472 lo destruyó casi completamente. He aquí como Miglio, historiador bastante acreditado, narra la grave desgracia. El Cardenal Francisco Picolomini quiso visitar en aquel año la sagrada montaña, y habiendo, según costumbre, mandado antes a sus servidores y ministros a prepararlo todo para él y para su corte, encendieron tan gran fuego que las llamas, comunicándose al interior del convento, que era de madera, destruyeron sus tres cuartas partes. Viendo los religiosos la imposibilidad de detener la furia del voraz elemento con medios humanos, acudieron a la ayuda divina, invocándola por mediación de San Lorenzo, y prometiéndole que si les socorría conmemorarían todos los días este suceso. Apenas terminada la plegaria el glorioso mártir apareció en medio de las llamas, apagándolas de repente. De esta manera pudo ser salvado el resto del edificio. ¡Cuantas almas escogidas vinieron a vivir a la sombra de estos pobres claustros, a impulsos de un vivo deseo de paz y de una profunda nostalgia de santidad! Sus nombres, más que en la Crónica del Archivo y que en el Necrologio conventual, se encuentran escritos con caracteres fúlgidos e indelebles en las páginas del libro de la eternidad. La iglesia mayor vista desde el bosque Antes de abandonar la selva demos una última mirada a la iglesia principal, tal como se presenta a nosotros, vista desde el bosque, no para describirla de nuevo, sino para evocar de nuevo, aquí, en el silencio de la floresta, una de las funciones más sugestivas que todas las noches, después de maitines, y todos los días, después de vísperas, se hace en ella, o, mejor dicho, se inicia devotamente. Aludo a la procesión tradicional de las Llagas. De dos en dos los Menores, envueltos en sus mantos marrones, con las manos en las mangas, los ojos en tierra, la mente en el cielo, salen, cantando, del coro de la Basílica, se postran en adoración sobre las gradas del altar, se ordenan en doble fila y, precedidos de los novicios que llevan la cruz y los ciriales, se encaminan procesionalmente por el largo corredor que conduce a la capilla del prodigio. Reunidos en el pequeño Santuario, se colocan en sus sillas, mientras los novicios, arrodillados ante la piedra sobre la cual se encontraba el Pobrecillo cuando se le apareció el Serafín alado, exclaman, señalando con el índice la roca: Signasti, Domine, hic, servum tuum Franciscum, «Aquí sellaste, Señor, a tu siervo Francisco»; Signis redemptionis nostrae, «Con el sello de nuestra redención», responde el coro. Después, la procesión, que en las horas nocturnas, por la ausencia casi completa de la luz, hace pensar en un rito fúnebre, retorna, si el tiempo lo permite, por un corredor descubierto entre las rocas y muros del convento, cerca de las cavernas en que el Santo bajaba a orar y a dormir. Narra la leyenda que una sola noche, en el curso de varios siglos, no se celebró la conmovedora función. No estaba todavía construido el largo corredor que une la iglesia mayor a la capilla de los Estigmas, y la nieve caída en abundancia durante la noche había obstruido el camino. Pero cuál no fue la sorpresa de los religiosos cuando, a la mañana siguiente, pudieron observar sobre la blanca sábana una larga fila de pequeñas huellas de ligeras patitas de aves, de patas de liebres, de comadrejas y de tejones, de martas, de zorras y de gatos monteses, en resumen, de todos los volátiles de la selva y de todas las bestias de la montaña. Los animales, tan queridos de Francisco, se habían puesto de acuerdo para substituir en la procesión nocturna a los hijos del Pobrecillo, que no habían tenido valor de desafiar la tormenta... El jardincito del noviciado El noviciado es en todo convento el lugar más solitario y devoto, y casi siempre también el más sugestivo y poético. El del Alverna lo es de un modo especialísimo. Basta observar el gracioso jardincito cercado de clausura, con el pequeño tabernáculo al fondo, en el cual se venera una piadosa imagen de la Virgen de los Dolores, y pasear tranquilo, en el silencio y en la paz, por sus calles floridas, para convencerse de ello. Al lado están las celditas de los novicios, con la sala de calefacción, la salita para las conferencias espirituales, la minúscula capillita, adornada con incrustaciones debidas al escoplo de Fr. Leonardo de Legnaia. En este ambiente, tan recogido, bajo la sabia y paternal dirección de hábiles maestros, pasan doce meses los aspirantes a la Orden Minorítica de la Provincia Franciscana de los Estigmas. El año de su noviciado transcurre en ejercicios de piedad, de mortificación y de estudio de la disciplina eclesiástica. Durante este tiempo aquellas almas generosas se templan para las batallas del espíritu, mientras su virtud es puesta a prueba y purificada, por decirlo así, como el oro en el crisol. La plegaria es la principal ocupación de los novicios, los cuales de día y de noche deben estar prontos a todos los ejercicios del Santuario. Durante las pocas horas de reposo y de recreo pasan el tiempo cultivando el jardín, haciendo cruces, engarzando rosarios. Y cuando los veis pasar, silenciosos y modestos, envueltos en sus toscos hábitos remendados, con los pies desnudos y la cabeza rapada, no podéis menos de sentiros admirados y conmovidos, como ante una visión de renunciamiento y de sacrificio, como también de serenidad y de paz. Estos muchachos, estos jóvenes inocentes y castos, que hoy nos edifican con su porte sencillo, serán mañana apóstoles ardientes de fe y de amor, de bien y de paz. . La primera vez que yo vi a uno de ellos entrar en la celda de su Maestro, arrodillarse humildemente ante él, pedirle su bendición, recordé aquel capítulo de las Florecillas donde se narra que «un muchacho muy puro e inocente fue recibido en la Orden, viviendo San Francisco; y estaba en un pequeño lugar, donde los frailes, por necesidad, dormían en el suelo». Vino una vez el Seráfico Padre a dicho lugar y el niño se propuso espiar solícitamente la vida de San Francisco, para poder conocer su santidad, y, especialmente, poder saber qué hacía de noche, cuando se levantaba. Y para que el sueño no se lo impidiese, se echó a dormir al lado de San Francisco, para sentirlo cuando se levantase... Y de hecho, habiéndose despertado poco después que el Seráfico Padre se había retirado a la selva, solo, para orar, el niño frailecillo lo alcanza y cae desmayado ante una visión que inundaba de dicha la mirada del Santo, el cual, volviéndose al convento, vio al pequeñuelo y por compasión lo levantó y recogió en sus brazos, como hace el buen pastor con sus ovejas... La capilla del fondo Ningún particular recuerdo franciscano está históricamente unido, que yo sepa, a este devoto tabernáculo que se yergue a la sombra de las hayas y de los abetos en los confines del bosque de la Verna. Mas porque la capilla se encuentra en un lugar del camino desde el cual los peregrinos que bajan del santuario vuelven atrás por última vez los ojos, para saludar, emocionados, el Calvario del Poverello, creo oportuno poner final a estas notas reproduciendo el adiós que el Seráfico Padre, en el momento que se disponía a dejar para siempre su Gólgota para retornar a la mística Porciúncula, dio, según una piadosa tradición, a la sagrada montaña. Este adiós fue en realidad dicho desde la cima de uno de los collados que dominan uno de los caminos de Chiusi, mas esto no cambia su mística y profunda belleza. Es Fray Maseo quién recuerda cómo el estigmatizado Padre, después de haber exhortado a todos sus frailes a que custodiasen con especial amor aquel monte santísimo, y prometido una bendición especial a todos los que lo respetasen y venerasen, prosiguió así: «-- Adiós, adiós, adiós, Fray Maseo. Luego, volviéndose a Fray Ángel dijo: -- Adiós, adiós, adiós, Fray Ángel. Y lo mismo dijo a Fray Silvestre y a Fray Iluminado. -- Quedad en paz, amadísimos hijos; Dios os bendiga, amadísimos hijos; ¡adiós!, me separo de vosotros corporalmente, pero os dejo mi corazón. Parto con Fray Ovejuela de Dios y voy a Santa María de los Ángeles, y aquí ya no volveré. Me voy: adiós, adiós, adiós a todos, adiós Monte, adiós Monte Alverna, adiós Monte de los Ángeles. Adiós amadísimo, adiós amadísimo hermano halcón, te agradezco la caridad que conmigo tuviste. Adiós, adiós "Sasso Spico", ya no volveré jamás a visitarte. Adiós roca, adiós, adiós, adiós roca que dentro de tus entrañas me recibiste quedando el demonio burlado; ya no nos volveremos a ver. Adiós Santa María de los Ángeles, te recomiendo éstos mis hijos, Madre del Eterno Verbo». Y el devoto biógrafa termina: «Mientras nuestro amado Padre decía estas palabras, vertían nuestros ojos fuentes de lágrimas, de donde partió, llorando también él, llevándose nuestros corazones, quedando nosotros huérfanos por la ida de tal Padre». Vittorino Facchinetti, O.F.M., Los Santuarios Franciscanos. Tomo I: El Alverna en el Casentino. Barcelona, Biblioteca Franciscana, 1927, pp. 27-151. |
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