DIRECTORIO FRANCISCANO
Santuarios Franciscanos

EL VALLE DE RIETI
La Foresta. Poggio Bustone.
Fonte Colombo. Greccio y otros Santuarios,

por Vittorino Facchinetti, o.f.m.

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RIETI

Rieti, la antigua «Reate» de los romanos, no es tan sólo el centro del valle que lleva este nombre, sino que se gloría de ser el centro geográfico de la Península italiana. Situada en la pendiente oriental de los montes Sabinos, en la desembocadura de los tres valles del Velino, del Salto y del Turano, se encuentra a igual distancia entre los dos mares que estrechan con azulada faja la Italia central. Una tosca lápida colocada en la antigua plazoleta de la iglesia de San Rufo, recuerda al forastero el singular privilegio: Medium totius Italiae.

Para abarcar con una mirada no solamente el bello panorama de la almenada ciudad, que ha conservado, a través de mil incursiones, su línea medieval, sino también el encantador espectáculo del célebre agro celebrado por Virgilio y saludado por Plinio como la «rosada comarca» salpicada de azules lagos, sembrada de alamedas de chopos, rodeada por una cadena de montes, nada hay mejor que subir a las colinas circundantes, cubiertas de olivos y coronadas de casitas y de conventos. ¿No sería en uno de estos deliciosos cerros donde Francisco se detuvo a contemplar la magnífica visión del valle hospitalario, la primera vez que vino a Rieti, sin pensar que entre estos montes frondosos, entre estos peñascos y selvas, encontraría, tabernáculos de sus oraciones y éxtasis, a Greccio, Fonte Colombo, La Foresta, Poggio Bustone, formando una gran cruz ideal a través del Valle Santo?

Por estos tiempos, la antigua capital de los sabinos, municipio y prefectura romana primero, y poco después libre Común, aparecía altiva y amenazadora a los ojos del visitante, cercada de robustas murallas, a la sombra de las cuales surgían las basílicas abaciales y los castillos almenados, característicos de la época feudal. Ciertamente que esta vista debió despertar por breves instantes en el ánimo caballeroso del Asisiense aquellos sentimientos de ardorosas y bélicas aventuras que la gracia de Cristo había transformado para siempre en un vivo deseo de paz y en una necesidad imperiosa de un apostolado de fe y de amor.

Hoy, en cambio, dominan la ciudad las cúpulas de las iglesias, con los innumerables campanarios, desde lo alto de los cuales desciende la música festiva de los bronces sacros; el palacio comunal, con el museo cívico; el templo, dedicado al Santo, con la plaza que está delante, monumento querido a los devotos del Pobrecillo, porque demuestra a los siglos el culto generoso que la noble ciudad ha tenido siempre por el abanderado del Evangelio, que la honró con sus frecuentes visitas.

Pero comencemos, sin más, nuestra peregrinación espiritual a los varios recuerdos franciscanos que Rieti guarda con celosa custodia.

El obispado

Dirijamos primeramente nuestros pasos hacia el vetusto palacio episcopal, donde fue hospedado muchas veces el Seráfico Padre, ya por el pastor de la diócesis, ya por el pontífice Honorio III, quien, al igual que sus predecesores y sucesores, y el último de éstos Clemente VIII en 1598, honraba frecuentemente con sus visitas a la hermosa ciudad güelfa.

Si acaso no vieron precisamente las actuales salas del obispado al Pobrecillo amoroso ante el Vicario de Cristo, pues el edificio fue reedificado casi por completo a fines del siglo XIII, ciertamente que en este lugar el humilde Francisco encontró grata acogida y fraternal hospitalidad. Aquí, un día, después del prodigio del Alverna, traído enfermo del eremitorio de Fonte Colombo, predijo a un canónigo, a quien había curado milagrosamente en otra ocasión, un trágico fin (cf. 2 Cel 41).

Aquí fue, entre otros, a visitar al dulce padre y maestro Francisco un buen religioso suyo, atormentado por tribulaciones espirituales, a quien dio el Santo una pequeña reliquia que le libró de todos los asaltos del demonio. Aquí también, una pobre mujercilla, gravemente enferma de la vista, como el Seráfico Padre, y en tratamiento por el mismo médico del Santo, fue por éste prodigiosamente curada y colmada de bienes.

Hoy, junto al obispado, se yergue la magnífica catedral, construida en el mismo sitio donde se encontraba la antigua Basílica de Santa María, fundada en el siglo V. Como atestigua una lápida colocada en el muro de la sacristía de la Cofradía de las Llagas, el actual edificio, empezado por el obispo Benincasa en 1109, fue solemnemente consagrado por el papa Honorio III en 1225. Es por lo tanto cierto que el Santo de Asís pudo admirar el majestuoso templo en sus puras líneas primitivas y extasiarse ante esta bella afirmación del arte románico; aunque el gran místico prefiriese recogerse a orar en la gruta o cripta subterránea, abierta al culto por el obispo Dodone hacia el 1 de septiembre de 1157. Esta cripta, que se extiende cuanto abarca la nave superior transversal y recibe luz por largas y estrechas troneras, está dividida en tres naves sostenidas por artísticas columnatas. El altar central, erigido ante un minúsculo ábside semicircular, está presidida por la cruz. Recordaban la presencia del Seráfico en este sagrado lugar de recogimiento y oración mediocres y estropeadas pinturas, representando algunos episodios históricos de su admirable vida.

Casa Tancredo

La primera vez que el Santo peregrino visitó como apóstol del bien y de la paz el Valle Reatino fue en el otoño de 1209, poco después de la aprobación de la Orden obtenida, de viva voz, del papa Inocencio III. Un año después retornaba aquí en compañía de fray Bernardo de Quintaval, el primogénito de su espíritu, trocado, cual el Seráfico Padre, en alegre heraldo del Señor. No se sabe a cuál de estas dos peregrinaciones franciscanas se debe la conversión del caballero Ángel Tancredo o Tancredi, aunque su inesperada decisión de abandonar el mundo para seguir al Pobrecillo sea un hecho históricamente comprobado.

Cuenta Waddingo que, encontrándose Francisco con el noble joven, jinete en su corcel, altivo y orgulloso de su brillante armadura, lo amonestó paternalmente exclamando: «Señor Ángelo, hace ya demasiado tiempo que llevas cinturón, espada y espuelas; es necesario que trueques el cinturón por la cuerda, la espada por la cruz, y las espuelas por el polvo del camino. Ven y sígueme, pues te haré caballero de Cristo». Y Ángel Tancredi, como herido por el rayo que iluminó y abatió a Paulo de Tarso en el camino de Damasco, se apeó siguiendo al sublime Mendigo, del que pronto fue uno de los más fieles discípulos y de los amigos más queridos. Gracias a su gentil bondad, mereció ser elegido como guardián del Seráfico, estar junto a él en los momentos más solemnes, y cantar con él la última estrofa del Cántico del Hermano Sol. Después del tránsito del Santo, fue uno de los más adictos a su memoria, confortado con la amistad de la hermana Clara y de fray León, con el cual y con fray Rufino escribió la famosa leyenda de los Tres Compañeros.

La casa habitada por el noble caballero cuando vivía en el mundo, y que quizás hospedó alguna vez a Francisco, puede verse aún en Rieti, transformada a fines del siglo XIII en humilde convento de Religiosas Franciscanas de Santa Clara.

Al ingresar fray Ángel Tancredi en la Orden, completó numéricamente el colegio apostólico del alter Christus. Pero no fue el único Menor nacido en el Valle generoso que siguió a Francisco aun durante su vida. Antes que él, Felipe, llamado el Longo o Largo, varón de singular virtud evangélica, corría tras tanta paz, como séptimo compañero del Santo. Más tarde, en 1217, otro joven nobilísimo, ciego de nacimiento y milagrosamente curado por Francisco, quiso compartir con él los mismos ideales, desposándose con la Dama Pobreza. Se llamó fray Iluminado, y fue compañero del Santo en su viaje a Oriente y uno de los conmovidos testigos del gran prodigio de los Estigmas.

El Palacio del Sarraceno

Se encuentra a la entrada de la calle de San Rufo, al lado de la iglesia homónima, casi en el centro de la ciudad. La hermosa casa es célebre en los anales franciscanos por un gracioso episodio de la vida de nuestro Santo. En aquel tiempo pertenecía a cierto señor Teobaldo, de sobrenombre el Sarraceno; pasó después a la ilustre familia Zapparelli, y hoy son sus propietarios los herederos señores Blasetti. Naturalmente, en el correr de los siglos el suntuoso edificio ha sufrido grandes transformaciones, mas todavía se ve la celda que hospedó al Apóstol umbro la noche en que, como dice Tomás de Celano, fue recreado con la siguiente y alegre visión.

Estando enfermo y no logrando conciliar el sueño por el tormento que le causaban los ojos casi ciegos, no pudiendo ni siquiera gozarse en el centellear de las estrellas que fulgen en el firmamento, sintió, de repente, un vivo deseo de oír algo de música para consolar su cansado espíritu. Llamó, pues, a su compañero que había sido en el mundo citarista -se cree fuese el bueno de fray Pacífico, el antiguo rey de los versos-, rogándole que le alegrase con la música de cualquier instrumento. El pío religioso se excusó diciendo que temía llamar la atención y escandalizar a los seglares. «Dejémoslo entonces, hermano -replicó el Santo-, que es conveniente renunciar a muchas cosas para que no se resienta el buen nombre». La noche siguiente, en vigilia el santo varón y meditando acerca de Dios, de pronto suena una cítara de armonía maravillosa, que entona una melodía finísima. No se veía a nadie, pero el oído percibía por la localización del sonido que el que tañía y cantaba se movía de un lado a otro. Finalmente, arrebatado el espíritu a Dios, el Padre santo, al oír la dulcísima canción, goza tan de lleno tales delicias, que piensa haber pasado al otro siglo... (2 Cel 126). Un ángel había bajado del cielo sólo para él, arrancando de invisible arpa sones divinos; había tocado, trovador del paraíso, la balada del eterno amor.

Es probable que el hecho prodigioso ocurriese durante la última estancia del Seráfico en el Valle de Rieti, cuando en sus carnes crucificadas ardían, «como focos de gloria», los estigmas del Redentor. El cuarto habitado por el Santo poeta en el momento del milagro está en el segundo piso del actual palacio, y tiene una sola ventana, en forma de cruz, que mira a la calle.

LA FORESTA

«¡Adorable colina cubierta de árboles, el que camine entre tus sombras te recordará toda la vida!». Con este canto nostálgico saluda un poeta nuestro al devotísimo collado sobre el cual aparece, humilde y escondido entre verdes árboles, el pequeño convento de la Foresta. Está a pocos kilómetros de Rieti, y para llegar a él hay que tomar los senderos de los bosques. Sugestivo paseo, especialmente al atardecer de cualquier día de otoño, cuando las viñas están cargadas de purpúreos y dorados pámpanos, y en los campos resuenan los cantares de los laboriosos campesinos y de las sencillas aldeanas.

El Santo transitó quizás muchas veces por estos solitarios senderos, pero sin duda que los recorrió cuando, por consejo del cardenal Hugolino, y a ruegos de fray Elías, fue a Rieti para someterse a los cuidados de los médicos de la corte pontificia. Se cuenta que en esta ocasión, apenas se esparció la voz de su regreso a la comarca, todo el pueblo salió de la ciudad al encuentro del heraldo del Gran Rey; mas éste, para evitar el triunfal recibimiento, abandonó el camino principal y fue a pedir hospitalidad al cura de San Fabián. Sucedió entonces que los fieles, sabedores del refugio del humilde Santo, acudieron allí en tropel para verle, pisoteando de mala manera la viña, que era todo el tesoro del pobre cura, el cual «se dolía acerbamente en su interior -cuentan con santa ingenuidad las Florecillas- y se arrepentía de haber recibido a San Francisco en su iglesia».

El varón de Dios comprende la preocupación y la pena de su anfitrión, lo llama y le interroga: «Padre carísimo, ¿cuántas cargas de vino te da esta viña cada año, cuando más produce?». --«Doce», se apresuró a responder el cura. --«Pues bien, yo te ruego, padre -concluye el Santo-, que lleves con paciencia mi estancia aquí, donde encuentro gran quietud, y deja coger uvas a todo el mundo por amor de Dios y de mí, pobrecillo, que yo te prometo, de parte de mi Señor Jesucristo, que la viña te rendirá hogaño veinte cargas». El milagro dio razón al Taumaturgo, porque esa fue la cantidad de vino óptimo exprimido de los racimillos que quedaron en la viña «totalmente vendimiada».

La tinaja del milagro, con una hoja seca de la milagrosa viña, se enseña aún al peregrino bajo el altar de la devota capillita consagrada por el Papa Gregorio IX hacia el 1231 y dedicada a Santa María de la Foresta. Dulce nombre que recuerda un paisaje de agradable placidez, un poema giottesco, para un idilio puro, una pequeña ensenada de paz entre los árboles, en el mar de la vida, en el navegar de los sueños (E. Janni).

POGGIO BUSTONE

Desde el eremitorio de la Foresta el peregrino de los santuarios franciscanos del Valle de Rieti debe proseguir su camino hacia Poggio Bustone, el pueblecito que puede columbrarse allá en lo alto de una montaña árida y abrupta, como un nido de águilas sobre la cima de los Alpes. Al que no conozca por experiencia la distancia, puede parecerle relativamente cercano; pero se necesitan más de dos horas, a buen paso, para llegar a las primeras casas. Viaje sugestivo y poético, en medio de campos y viñedos, collados pequeños y valles, pueblos y caseríos, resonantes de algazaras de niños y cantos pastoriles.

¿Pasó por aquí también él, el amoroso Pobrecillo, cuando, atraído por la nostalgia de los montes, por el deseo creciente de soledad, del afán de robar a la naturaleza sus más puras y agrestes bellezas, dejaba la llanura laboriosa del valle y subía a buscar el reposo del espíritu en los bosques solitarios? Quizás sus pies descalzos pisaron estos mismos senderos, salvaron las mismas rocas, vadearon estos mismos riachuelos, de cursos caprichosos, en el fondo de los cuales murmura la hermana agua y canta a los siglos su eterna canción. Mas ahora, henos aquí, frente al pueblecillo que aparece sobre el altísimo peñascal cortado a pico. Aquellas blancas casitas apiñadas en torno de la cándida iglesia, como otras tantas ovejuelas alrededor del pastor, ¿no nos dan la ilusión de un panorama de Nacimiento, de Belén?

Para llegar al centro del pueblo es necesario primero bajar al lecho del torrente, que rumorea en el fondo del valle, atravesarlo y volver a subir por un sendero de cabras en la montaña opuesta.

Entretanto algunos niños nos han visto de lejos; la noticia de la llegada de un grupo de franciscanos se difunde rápidamente por las calles y toda la población, tropel de mujeres y bandadas de niños, pues los hombres útiles emigraron lejos en busca de trabajo, se apostan a las puertas de las casas para darnos la bienvenida. ¡Qué verdadera parece entonces y qué bella la tradición, allí conocida de todos, la cual cuenta que la primera vez que el padre Francisco subió a Poggio saludó a los habitantes con este confidencial augurio: «Buenos días, buena gente»! Después se encaminó hacia su retiro, sobre la altura del monte, y cuando llegó a mitad del camino se volvió nuevamente para bendecir la comarca. Como recuerdo de esta piadosa benevolencia de San Francisco todos los años, en la mañana de su fiesta, el 4 de octubre, un comisionado al efecto, al rayar la aurora, da la vuelta a la ciudad tocando un tamboril, y, parándose en el umbral de cada casa, llama por su nombre al padre de familia y le repite el saludo del Seráfico Padre: «Buon giorno, buona gente!».

El Santuario

No sabemos cuántas veces el Apóstol de Asís subió al monte de Poggio Bustone, en busca de recogimiento y de silencio. Cierto que tenía predilección por aquella soledad alpestre, y es fama que él mismo fundó el pequeño eremitorio, hoy transformado en el arruinado convento de Santiago el Mayor [ya restaurado], que se encuentra en las afueras del pueblo, hacia levante, tomando el camino de los bosques. Se dice que en este mismo lugar acaeció un conmovedor episodio contado por Tomás Celano y que sucedió, según Waddingo, hacia la Navidad de 1217. Como en este año no le fuese posible al Santo, a causa de su precaria salud, ayunar la cuaresma del adviento según prescribe la Regla, el Seráfico Pobrecillo, con uno de aquellos rasgos inesperados que caracterizan la sencillez y la sinceridad, convocando gran multitud del pueblo a sermón, lo empezó con esta pública confesión de una supuesta culpa: «Vosotros me tenéis por santo, y por eso habéis venido con devoción. Pero yo os confieso que en toda esta cuaresma he tomado alimentos preparados con tocino» (2 Cel 131). Y diciendo esto lloraba y sollozaba como un niño.

Ordinariamente Francisco gustaba subir aún más arriba, para retirarse a un lugar más salvaje y en soledad más profunda. Aquella horrenda morada entre precipicios y peñas, que los siglos han transformado en Santuario, era preferida por nuestro gran místico. Se llegaba a ella, como hoy, a través de un sendero arduo y escabroso, que se desenvuelve en espiral sobre la abrupta montaña expuesta a todos los rigores del tiempo. Desde entonces todos los años, en el lunes después de pascua, el buen pueblo de Poggio y de las aldeas vecinas se dirigen allá arriba, en devota procesión, cantando gloria a Dios y al bienaventurado Francisco, que precisamente entre aquellas rocas recibió del Señor una de las gracias más preciosas. El hecho está confirmado por una tosca pintura, en la cual se ve un ángel que se aparece al Pobrecillo y le hace leer estas consoladoras palabras: O Francisce, hic remissa sunt peccata tua, sicut a Deo postulasti: «Francisco, aquí te han sido perdonados los pecados, como pediste a Dios». Todas las culpas de que se sentía cargado aquel que solía llamarse el peor entre los pecadores, le eran perdonadas, y entonces una alegría indecible invadió su espíritu.

Bajando del rocoso santuario, formado por dos cuevas, en una de las cuales estaba recogido en oración el Serafín de Asís en el momento de la aparición del ángel, y la otra en que solía retirarse a descansar, pueden verse los pequeños tabernáculos que acá y allá, a lo largo del camino, traen a la memoria recuerdos franciscanos; pero es necesario elevar el alma en la contemplación del vastísimo panorama que desde aquellas cumbres puede uno gozar sobre todo el Valle Santo, sus montes y colinas, sus ríos y sus lagos, sus aldeas y ciudades, su fecunda y verde llanura.

FONTE COLOMBO

Para alcanzar la colina de Fonte Colombo, considerado por algunos biógrafos como el Sinaí de la época franciscana, será conveniente volver a Rieti. Desde aquí, recorriendo el camino provincial hasta un lugar llamado «Macelletto», se llega a un sendero que sube a lo largo de un cerro, en el fondo del cual cuando llueve mucho ruge un torrente. Estamos sobre uno de los contrafuertes que circundan el Valle de Rieti; la vegetación es exuberante, debido a la tierra singularmente feraz y al riego de límpidos arroyuelos que nacen de abundantes manantiales. Y en lo alto, en medio de un bosque de pinos, hayas y abetos, aparecen el pequeño campanario y los blancos muros del claustro franciscano. Para llegar allí hemos de subir y bajar por caminitos solitarios, llenos de anémonas y hierba doncella, hasta encontrar una escalera cortada en la roca que sale a la amplia plaza del convento. Se dice que en tiempo de San Francisco este lugar, llamado Monte Rainerio, pertenecía a una noble matrona llamada Colombo, la cual, devotísima del Seráfico, que solía retirarse a orar en aquella colina, se la donó graciosamente. Otros, en cambio, dicen que siendo aquella altura riquísima en manantiales claros y frescos, acudían allí cándidas bandadas de avecillas para apagar su sed, de donde toda la colina tomó el nombre de Fons columbarum, Fuente de las Palomas, nombre que más tarde se transformó en Fonte Colombo. Sea de ello lo que fuere, el lugar fue muy querido del Asisiense, por la profunda soledad que ofrece y por las naturales bellezas que lo rodean y por los peñascos y cavernas diseminadas entre sus escollos despedazados, si hemos de creer a una pía tradición, al igual que los del Alverna, en la muerte de Jesús.

El Patriarca de los pobres mandó hacer allí, según costumbre suya, con un minúsculo huertecillo, en la espesura del bosque, algunas pequeñas y pobres cabañas, rodeadas de un seto vivo, para recogerse con sus religiosos en silencio y oración. Sólo más tarde el antiquísimo eremitorio fue sustituido por un conventito de doce celditas, además del refectorio y de la cocina, añadiéndose después nuevas habitaciones hasta poder albergar hoy el noviciado de la provincia Minorítica Romana. El edificio, sin embargo, ha conservado siempre el sello de sencillez franciscana, y sigue siendo un lugar devoto y solitario, un tabernáculo del espíritu, un oasis dulcísimo de serenidad y de paz.

La Sagrada Gruta o «Sacro Speco»

Viene llamándose con este nombre el lugar más venerado de toda la montaña seráfica. Las palabras de Yahvé a Moisés en la zarza ardiente recuerdan a los peregrinos los sentimientos de devoción y piedad de que deben estar animados al visitar el santuario: Solve calceamenta de pedibus tuis, locus enim in quo stas, terra sancta est, «Quita las sandalias de tus pies, porque el lugar que pisas es suelo sagrado» (Ex 3,5). Se cuenta que el pontífice Sixto IV acogió también, como el último de los fieles, la solemne invitación y, con los pies descalzos y llorando de emoción, entró a visitar la gruta exclamando: «Este es el lugar en que fue renovada la vida evangélica; aquí fue concedida por Dios a Francisco la Regla de los Frailes Menores».

El Pobrecillo solía retirarse a la caverna, excavada en la misma roca, en el fondo de la escarpada escalera, cortada en el bloque pétreo, para darse con más libertad a la contemplación y a la penitencia. Aquí, hacia el 1223, debió de preparar la redacción definitiva de la Regla. Se cuenta también que la comunidad temía que la nueva Regla fuese todavía demasiado rígida y molesta, y algunos ministros provinciales, acaudillados por fray Elías, fueron a Fonte Colombo para protestar contra el santo legislador. Francisco se encontraba orando en la gruta, y por toda respuesta alzó el rostro al cielo y habló a Dios familiarmente así: «Señor, ¡bien te decía que no me harían caso!». Y al momento oyeron todos la voz de Cristo, que respondía desde lo alto: «Francisco, en la Regla nada hay tuyo, sino que todo lo que hay en ella es mío; y quiero que la Regla sea observada así: a la letra, a la letra, a la letra; sin glosa, sin glosa, sin glosa». Y añadió: «Yo sé de cuánto es capaz la flaqueza humana y cuánto les quiero ayudar. Por tanto, los que no quieren guardarla, salgan de la Orden». Entonces, el bienaventurado Francisco, volviéndose a los hermanos, les dijo: «¡Lo habéis oído! ¡Lo habéis oído! ¿Queréis que os lo haga repetir de nuevo?». Y los ministros, reconociendo su culpa, se marcharon confusos y aterrados (EP 1).

También en esta gruta, transformada en capilla, se recuerda ese hecho prodigioso en una buena pintura de fray Juan Antonio de Padua. Junto a la sagrada gruta se encuentra otra que fue morada de fray Bonicio, compañero del Santo en Fonte Colombo, y de fray León. Según una tradición popular se dice que quedó impresa en la roca la forma de la cabeza de este último, al pegarse contra ella fuertemente, en una repentina aparición que tuvo de Jesús. Cerca se conserva también parte del árbol que sirvió de trono al Divino Redentor, en celeste coloquio con el fidelísimo discípulo Francisco.

La pequeña iglesia del convento

Se la ve linda y modesta al sudoeste de la plazoleta. No se conoce la época exacta de la construcción primitiva; sólo sabemos que el pequeño templo fue consagrado al culto el 19 de julio de 1450. En estos últimos tiempos la querida iglesita, cubierta de un techo en caballete, había sufrido modificaciones y transformaciones tan profundas, que en diciembre de 1921 se sintió la necesidad de iniciar su restauración, para devolver al edificio la forma primitiva. Fue restaurado el pavimento con ladrillo rectangular, se dio aplomo al altar mayor mediante una gran piedra sostenida por una pilastra de mármol, se tapiaron las ventanas abiertas posteriormente y se rasgaron las primitivas, recientemente enriquecidas por vidrieras artísticas dibujadas por Duilio Cambellotti y hechas por César Picchiarini.

Estos trabajos, bien ejecutados, además de dar a la devota iglesita más íntimo recogimiento, evocan a la contemplación de los devotos algunos de los más sugestivos episodios franciscanos acaecidos en el Valle Santo y cantan la epopeya del Pobrecillo sobre el Sinaí seráfico. Efectivamente, la luminosa ventana del portón retrata al vivo la deliciosa escena del Nacimiento de Greccio; mientras que en la primera ventana de la derecha del que entra está representada Doña Colomba en el momento de ofrecer al Santo de Asís su propiedad sobre el Monte Rainerio; y en la segunda está figurado el Apóstol Umbro cuando regala el manto a una pobre viejecita, recomendada del médico, quizás el mismo «hermano médico» para quien el Pobrecillo abrigaba sentimientos de agradecimiento y profundo afecto, y para el cual un día en Fonte Colombo había hecho preparar una exquisita cena franciscana. De las demás ventanitas, la primera a la izquierda recuerda el tierno episodio narrado por Celano, cuando el Seráfico Padre hubo de tomar bajo su protección una nidada de petirrojos abandonada por sus propios padres, y que se convirtieron en amigos y alegría de los hermanos; la segunda, en cambio, representa la escena terrible de la operación quirúrgica de los pobres ojos enfermos del dulce Santo, operación en la cual el hermano fuego quiso mostrar su benevolencia a su gentil cantor.

En fin, en la mayor de las vidrieras del ábside está representado, en lo alto, el fundador de los Menores, mientras abajo se evoca el hecho culminante de la revelación de la Regla. El mismo solemne episodio se ve también esculpido en una preciosa labor de talla que se conserva en una de las paredes in cornu Epistolae de la iglesia, atribuida a fray Juan de Pisa. Parece que el artista se valió para este alto relieve, ejecutado en 1646, de la madera de la misma encina en que se había aparecido Jesús, y que un día se partió por el peso de la nieve.

La Capilla de la Magdalena

Forma parte del santuario de Fonte Colombo y es una preciosa joya de la piedad franciscana. Se dice, en efecto, que la minúscula capilla fue edificada por el mismo Seráfico Padre en 1217. Arruinada por el roce de los siglos y muchas veces restaurada, había acabado por perder su característica fisionomía; mas hoy, después de una serie de restauraciones inteligentes, podemos admirarla tal como salió quizás de las manos del Heraldo del Gran Rey. Sobre la fachada, sencilla y pobre como todo el devoto oratorio, se eleva un pequeño campanario, reconstruido en la forma y dimensiones del primitivo, muy tosco. La campanita, en cambio, parece que sea la propia que Francisco tocaba para llamar a la oración común a los frailes, recogidos en sus celdas solitarias esparcidas por el yermo. La sonora esquila difundía sus acentos a lo lejos, en los bosques silenciosos y en los abruptos collados, tanto que algunas veces se oía hasta en Greccio y en la vecindad de Rieti.

Se entra en la capilla de la Magdalena por una puertecita en ojiva y es fácil notar que en la pared de la derecha, en el interior del oratorio, había primitivamente tres troneras, posteriormente tapiadas. En los antiguos frescos que decoraron este lado de la iglesita se reconoce aún la imagen de la ilustre penitente del Evangelio, titular de la pequeña capilla. En la pared de la izquierda hay una sola tronera con la tradicional letra "T", pintada en rojo. ¿Cómo no pensar que aquel símbolo augusto de nuestra redención, tan querido del Santo, que gustaba trazarlo en todas sus cartas y que deseaba verlo en todas las celdas de sus frailes, no fuese acaso pintado por su mano? Considerando el singular amor que el crucificado del Alverna profesaba al Crucificado del Calvario y al madero de su patíbulo, se siente uno aquí más dispuesto a aceptar y practicar las palabras amonestadoras que se leen sobre la puerta de una de las sagradas grutas del devotísimo yermo: «Las gestas de los santos no sólo deben admirarse, sino también imitarse».

Saliendo de la capilla de la Magdalena y continuando el sendero del Vía Crucis, se llega a la otra capilla, de menos valor simbólico, llamada de San Miguel, donde se conserva un lecho del Santo, que comúnmente consistía en una dura piedra, con un tronco de madera que le servía de almohada. Siempre así: junto al poeta de la naturaleza, está el místico, el penitente, el asceta, el otro Cristo crucificado... tan bien imitado por algunos de sus venerables religiosos, Bartolomé de Salutio, Inocencio de Chiusi, Tomás de Florencia, cuyas grutas solitarias pueden admirarse en el huerto del convento.

GRECCIO

Este sugestivo y pintoresco castro de la Sabina, lo mismo que el eremitorio franciscano situado enfrente, es visible desde todos puntos del Valle Santo por su posición elevada y solitaria, y puede llegarse a él desde Fonte Colombo en pocas horas de camino. Tanto el devoto como el turista no deben ahorrarse una visita al característico pueblo de grisáceas casucas que por innumerables ventanitas contemplan desde lo alto la verde llanura; tanto más que el antiguo barrio fue no pocas veces teatro del apostolado del Serafín de Asís.

Sabemos por Celano que los moradores del pueblecito tenían gran necesidad de la palabra encendida del Pobrecillo, porque eran tan malos que Dios los castigaba con diversas calamidades: manadas de lobos rapaces salían en invierno del vecino bosque y venían a devorar no sólo a los animales, sino también a las personas; mientras en verano el granizo descargaba furiosamente sobre la comarca, devastando los campos y los viñedos. Aconteció que predicando un día Francisco en la plaza pública a aquella gente, les prometió que el Señor les bendeciría y colmaría aun de bienes temporales, si se arrepentían y hacían penitencia de sus culpas; y, por el contrario, les amenazó claramente, si continuaban ofendiendo a Dios de aquel modo, con que el castigo de la cólera divina caería más tremendo sobre la ciudad y sobre el campo. La profecía del Santo no tardó en confirmarse. Mientras el pueblo de Greccio se mantuvo fiel a las leyes del Señor, cesaron los castigos y reinó la abundancia; mas luego que olvidó al celeste Bienhechor, en medio de los goces de los bienes temporales, y recayó en culpas aún más graves, volvieron los castigos pasados, a los que se añadieron la guerra, la epidemia y un incendio que devoró casi toda la ciudad. Parece, sin embargo, que más adelante los habitantes de Greccio se convirtieron plenamente, tanto que el Pobrecillo y sus religiosos pudieron fijar su morada en los alrededores, contando el Seráfico entre los habitantes de Greccio algunos de sus mejores amigos. Tomás de Celano recuerda que el Asisiense, para recompensar de algún modo la benevolencia de estos buenos ciudadanos hacia su Orden, obró un estrepitoso milagro. Un joven que había perdido el oído, la memoria y el habla, fue súbita y completamente curado por la virtud taumatúrgica del Santo de Asís, a cuya protección lo habían recomendado los infelices padres del desgraciado hijo.

La capillita del monte

El Patriarca de los Pobres, al acceder un día a la invitación de los habitantes del castro de Greccio de no separarse de ellos, no consintió, empero, en quedarse dentro de los muros del pueblo. Por esto, sediento siempre de soledad y silencio, subió un día a la cima del monte que está sobre el pueblo, y allí se hizo construir una pequeña choza en medio de dos escarpados riscos que defendían la mísera celda de los vientos y tempestades, resguardándola algo de los rigores del invierno y de los calores del estío. En cambio, desde aquella magnífica altura, que sobrepasa de 1200 metros, el místico poeta podía gozar a sus anchas del estupendo y vastísimo panorama que abarca todo el Valle Reatino. Mirando la devota capilla que, en recuerdo del Pobrecillo, Clemente XI quiso que fuera erigida en 1712 sobre aquel lugar bendito, santificado por la presencia del dulce Padre, parece vérsele allí, en pie, contemplando tanta hermosura de la naturaleza, recogiendo en su gran corazón todas las harmonías de lo creado y abriendo los descarnados brazos como para dirigir la música del universo.

Parece que el Apóstol de Asís se encontraba en este solitario eremitorio cuando sucedió el siguiente gracioso episodio, registrado en las Leyendas del Celano y de San Buenaventura.

Morando Francisco una vez en Greccio, un hermano le trajo una liebrecilla cazada a lazo. Al verla el beatísimo varón, conmovido de piedad, le dijo: «Hermana liebrezuela, ven a mí. ¿Por qué te has dejado engañar de este modo?» Luego, el hermano que la tenía la dejó en libertad, pero el animalito se refugió en el Santo y, sin que nadie lo retuviera, se quedó en su seno, como en lugar seguro. Habiendo descansado allí un poquito, el santo Padre, acariciándolo con afecto materno, lo dejó libre para que volviera al bosque; puesto en tierra repetidas veces, otras tantas se volvía al seno del Santo; por fin tuvo que mandar a sus hermanos que lo llevaran a la selva, que distaba poco de aquel lugar (1 Cel 60; LM 8,8).

Desde este agreste refugió bajaba frecuentemente el Seráfico para predicar al pueblo, apartarlo del mal y estimularlo a la virtud. Siendo más bien pequeño de estatura, acostumbraba subir sobre una piedra de la plaza central del pueblo para hablar a la multitud. Esta piedra, conservada celosamente por los habitantes de Greccio, lleva una inscripción que recuerda el honor de haber servido de púlpito al Seráfico Padre: «Desde esta cátedra, Francisco, con gran piedad y ardiente palabra, instruía al pueblo».

El convento franciscano

Cuentan las antiguas crónicas que, por la persuasiva predicación del Pobrecillo y sobre todo por su heroico ejemplo de desprendimiento y sacrificio, así como de bondad y de amor, se convirtió también en Greccio a más santa vida el señor del lugar, el noble caballero Juan Velita, descendiente de la antigua familia Berardi de los Condes de Celano y esposo de la virtuosa señora Alticama, hija de Guido Castello, señor de Stronconio. Velita se unió pronto con vínculos de afectuosa y agradecida amistad con el Apóstol umbro, y para disfrutar mejor de su compañía, se le veía a menudo salir del palacio y encaminarse solo por la cuesta escarpada que conducía a la cabaña de Francisco. Mas aquella subida, ya por la edad avanzada, ya por las dolencias que le aquejaban, le resultaba demasiado fatigosa, por lo que rogó a su buen amigo que buscase morada más cercana al pueblo, para mayor alivio y consuelo también de todos los vecinos.

El Siervo de Dios sonriendo respondió que se establecería a la distancia del castro que alcanzara un tizón ardiendo lanzado por un niño: allí donde cayese la tea había de construir el convento para los pobres frailes el generoso bienhechor. Aceptóse con júbilo la proposición. El Santo se puso a orar de rodillas y se ordenó al muchachuelo que lanzara la tea en la dirección que le pareciese. Mas, ¡oh, maravilla! Cuando todos creían que el tizón caería a poca distancia, éste, cual si tuviese alas, en lugar de caer a tierra tras corta parábola, se elevó en el aire, como un pájaro, atravesó rápidamente el valle y fue a incendiar parte de la selva que cubría el declive rocoso del opuesto monte, propiedad de Velita. Éste y todos los presentes, estupefactos por el prodigio, acudieron con el Seráfico Padre al lugar donde había caído el tizón, a más de una milla del pueblo, y a unos 700 metros sobre el nivel del mar; pronto empezaron a excavar las primeras grutas y a construir pobres cabañas.

Tal es el origen del conventito solitario que, si sufrió en el transcurso de los siglos profundas mutaciones, conserva todavía algunas de las grutas excavadas en la roca en tiempo del Santo, el minúsculo refectorio en donde se recogían para la parca comida sus primeros compañeros, el dormitorio pobrísimo mandado hacer de madera por San Buenaventura y habitado después por San Bernardino y otros devotos religiosos.

Justamente se ha hecho notar que todavía hoy, mirando al eremitorio de Greccio, «aparece como un nido de golondrinas suspendido en las rocas, sin clásicas líneas arquitectónicas, pero tan místico, poético y sugestivo que invita a la plegaria y la contemplación».

La gruta del Pesebre

Viene considerándose el eremitorio de Greccio, por los devotos del Asisiense, como el Belén del franciscanismo, así como se considera el Alverna como el prodigioso Calvario, y Fonte Colombo como el Sinaí venerable. Nadie puede contradecir estas denominaciones simbólicas, que guardan un fundamento de mística realidad. En Fonte Colombo Dios se revela a su siervo; en medio de las rocas del Alverna el Seráfico recibe las llagas de Cristo; en el bosque de Greccio Francisco hace revivir al mundo cristiano, en una forma plástica, el idilio de Belén, pura alegría de los pequeños y santificación de los mayores. Este último episodio aconteció la noche del Nacimiento de 1223, en una gruta, transformada ahora en capilla, en la selva que rodea el eremitorio.

Francisco sentía particular devoción al Niño Jesús. Este culto por el Infante santísimo, nacido de la Virgen Inmaculada, creció en ternura y entusiasmo después de su viaje a Palestina: desde el día de su peregrinación y adoración en aquella Gruta sublime, su corazón de serafín y su espíritu de poeta habían comenzado a acariciar un sueño que, por fin, le fue dado traducir a la realidad. Manifestó, pues, a Juan Velita, el deseo «de ver, a lo menos una vez, con sus ojos el nacimiento del divino Infante», exhortando al devoto bienhechor a transformar para ello una gruta de la selva, en pesebre: «Allí llevarás también a un buey y a un asnillo -añadió el Seráfico- y celebraremos sobre el pesebre el misterio del altar». Aquella noche todos los aldeanos de la vecindad acudieron al bosque de Greccio, iluminando con antorchas las tinieblas profundas y mezclando con los cánticos religiosos de alabanza los himnos de júbilo al Señor. El más feliz era el Pobrecillo, que quiso ayudar la Misa solemne, en calidad de diácono, cantando con dulce, límpida y sonora voz, el Evangelio, y hablando al pueblo de la humildad y caridad infinita del Rey pobre, que se había encarnado por amor nuestro. Era tanta la alegría que en aquellos instantes de cielo inundaba su corazón, que Francisco -atestigua Tomás de Celano- se lamía con cierta voluptuosidad los labios cada vez que nombraba el nombre de Jesús Niño, como para gustar la dulzura que dejaba esa palabra suavísima al salir por ellos. Mas he aquí que, mientras el Seráfico hablaba, un hombre muy virtuoso, quizás Juan Velita, que estaba entre la muchedumbre, vio en el Pesebre un Niño como sin vida y al Santo despertarlo de aquella especie de sueño, acariciarlo, besarlo y apretarlo amorosamente contra su corazón...

La escena poética y conmovedora está vivamente reproducida, con candor e ingenuidad incomparable, en el fresco del siglo XIV que adorna el fondo de la capilla del Nacimiento.

El pequeño coro de San Buenaventura

Hacia el año 1260, San Buenaventura, entonces General de la Orden de los Menores, hizo construir en el eremitorio de Greccio una pequeña iglesia, con dependencias para los religiosos y un pequeño coro que se conserva aún hoy en su sencillez primitiva. Para repasar en conjunto todos los recuerdos místicos e históricos en que es rico el jardín de leyendas franciscanas que han florecido en torno del caro santuario, me gusta recogerme en la dulce penumbra que envuelve las toscas tablas, donde se arrodillaron para rezar tantas almas santas. Me parece que el suave perfume de los episodios debe ser más penetrante evocado en aquel lugar, como es más intuitivo su valor simbólico y más elocuente su lección moral.

Leemos en otro lugar que el Patriarca de los pobres, habiendo encontrado un día sentados a una mesa poco franciscana a sus frailes, se puso en la cabeza el raído sombrero de un mendigo que estaba a las puertas del convento y, apoyándose en un cayado, se apostó, mendigando, a la salida del refectorio: «¡Hagan caridad a este pobre enfermo!».

¡Imagínese el estupor y conmoción de los frailes cuando reconocieron en el mendigo a su padre y maestro! Se apresuraron a ponerle una escudilla de sopa, y el Santo, sentándose en el suelo, empezó a comer exclamando lleno de júbilo: «¡Ahora sí que estoy instalado como un verdadero Fraile Menor!». Otro día, en cambio, fue visto, aunque enfermo, asomarse a una ventanita del eremitorio para bendecir con paternal ternura a dos de sus religiosos que se alejaban del convento desolados y tristes por no haber tenido la alegría de ver y abrazar al santo fundador.

Igualmente en Greccio, cuando el Penitente de Asís habitaba una gruta, afligido de su mal de ojos, los frailes le rogaron una tarde que aceptase una almohada para descansar mejor durante la noche. Pero antes que llegase la aurora, Francisco llamó a su compañero suplicándole se llevase de allí el cojín, pues en él debía de anidar el demonio, ya que en toda la noche no había podido cerrar los ojos.

¡Y de cuántas preciosas reliquias es rico aquel devoto eremitorio, que fue uno de los grandes castillos roqueros de la seráfica pobreza! Recuérdese que en sus grutas gustaron refugiarse heraldos del más puro y genuino ideal franciscano, tales como fray León, «ovejuela de Dios», y el Beato Juan de Parma. Pero no nos fijemos más que en el conmovedor retrato del Pobrecillo que llora la pasión de Cristo, una de las imágenes más antiguas y expresivas del estigmatizado del Alverna, y que constituye una joya preciosa del arte franciscano.

EL LAGO DE PIEDILUCO

Puede verse, en toda su belleza atrayente, volviendo al oeste sobre la montaña, detrás del eremitorio de Greccio, entre frondosos bosques.

Así visto, entre las ramas de los árboles, mientras centellea el sol, o mostrando sus aguas, ora verde-claras, ora azul-oscuras, se nos presenta como la perla del Valle Reatino. En la ribera opuesta el poblado homónimo se refleja tranquilo en el sereno lago, y una magnífica colina, de característica forma, coronada por la Rocca, le sirve de fondo, dando al paisaje un sello de inefable poesía.

Los biógrafos de nuestro Santo atestiguan que el apóstol umbro en sus frecuentes viajes por aquella región, para él tan cara, gustaba costear la florida ribera del suave lago y surcar sus plácidas ondas. Acaeció un día que navegando hacia Caperno, un pescador al coger una gran tenca la ofreció con devoción al Pobrecillo, que se encontraba en la barca. Francisco, tomándola alegre y presuroso, comenzó a llamar al pez con el nombre de hermano; después lo devolvió al agua, bendiciendo y alabando al Señor por sus criaturas. Durante un buen rato, mientras el Seráfico oraba, se veía al pececillo agitarse a flor de agua cerca de la pequeña barca, como para manifestar toda su alegría y todo su agradecimiento por la libertad recobrada, sin alejarse hasta que, terminada la oración, el varón de Dios le dio licencia para que se marchase. Otro día, un pescador ofreció al amabilísimo Santo un pequeño pájaro acuático. El Padre lo acogió nuevamente con júbilo, mas para ponerlo enseguida en libertad, y he aquí que también el pobre animalucho, como sintiendo nostalgia de su bienhechor, no sabía decidirse a emprender de nuevo el vuelo, antes bien, se acogió en las descarnadas manos del Santo como en blando nido. Entonces Francisco levantó los ojos al cielo y absorto en oración, al tornar en sí, como si hubiese estado ausente, vio de nuevo al pajarito aún allí; y le mandó con dulzura, después de bendecirlo afectuosamente, que recobrase la libertad. El animal obedeció y dando señales de gran alegría se elevó a lo alto y desapareció.

Estos dos graciosos episodios, tan sugestivos en su ingenua versión histórica, están completamente conformes con el espíritu bondadoso y santamente aristocrático del gran poeta de la fraternidad universal, siempre dispuesto a conmoverse de ternura y a extasiarse amorosamente ante todas las pequeñas criaturas inocentes, que le recordaban con nostálgica alegría las admirables perfecciones de su «altísimo, omnipotente, buen Señor».

EL CONVENTO DE STRONCONIO

Se levanta en los alrededores de Piediluco, en lo alto de sus montes, y se puede llegar a él en breves horas desde la estación del ferrocarril, siguiendo una senda empinada, a la par que deliciosa, por fértiles colinas y casas diseminadas entre olivares.

Debemos emprender la subida para visitar el eremitorio franciscano, que se eleva sobre una áspera colina, en la vecindad de la aldea: allí encontraremos un oasis de paz y de silencio, habitado aún hoy por los hijos del Pobrecillo, rico en recuerdos de su Seráfico Padre.

Narra una antigua tradición, recogida por los cronistas umbros, que el mismo Santo escogió aquel lugar de recogimiento y de reposo para sí y sus frailes cuando, en 1213, fue a llevar su palabra de fe a la buena gente de aquella aldea. El modesto retiro, dedicado a la Virgen Madre, fue entonces llamado con el nombre de Santa María, título que conservó hasta la mitad del siglo XVI, cuando, habiéndose ampliado y restaurado, tomó el nombre de Convento de San Francisco. Del antiguo eremitorio no quedan más que poquísimas huellas: particularmente la fachada de la iglesia, decorada con el característico pórtico trecentesco, siglo XIV, que deja entrever, bajo el velo de la cal, la bella cortina de mármol y las sencillas líneas del primitivo diseño.

También existe otra preciosa reliquia de las sencillas bellezas artísticas para siempre desaparecidas, reliquia que compensa, por lo menos en parte, de aquello que se perdió y hace más precioso y querido aquello que se ha podido conservar; y es el fragmento de un fresco, descubierto y notado en estos últimos años a los estudiosos. Se trata de una pintura eminentemente franciscana, porque a los lados de María, sentada en el trono y con el celeste Niño Jesús en los brazos, es fácil adivinar que debían estar cuatro figuras de santos, precisamente Antonio de Padua, Luis de Tolosa, Clara y Francisco de Asís. Hoy no es visible en el deteriorado fresco más que el Pobrecillo, en pie, delante del trono de María, con la diestra levantada, en actitud de conversar suavemente con la augusta Señora. Ahora bien, aunque esta hermosa imagen de nuestro Santo, a mi modesto parecer no se remonta, como opinan algunos críticos, a la segunda mitad del siglo XIII, constituye una verdadera joya para la historia de la iconografía franciscana.

Parece, pues, que el ignorado artista, al trazar la fisionomía del Asisiense, tuvo presente la célebre descripción de su retrato físico, legada por Tomás de Celano en su Vida primera: «De estatura mediana, tirando a pequeño; su cabeza, de tamaño también mediano y redonda; la cara, un poco alargada y saliente; la frente, plana y pequeña; sus ojos eran regulares, negros y candorosos; tenía el cabello negro; las cejas, rectas; la nariz, proporcionada, fina y recta; las orejas, erguidas y pequeñas; las sienes, planas...» (1 Cel 83).

LA GRUTA O "SPECO" DE SAN URBANO (NARNI)

Este eremitorio franciscano se levanta cerca de la vía Flaminia, en el fondo de una cadena de colinas cubiertas de bosques, colgado como un nido de águilas sobre una de las laderas del monte San Pancracio, al sureste de Narni. Es un grupo de chozas humildes y pobres, recostadas de modo que parecen apoyarse mutuamente, de ventanitas estrechas, reducidos pórticos, sobre gruesas vigas, rodeadas de floridos huertos, sombreadas por encinas y castaños que cuelgan sus ramas sobre los rojizos techos. Parece propiamente un palacio real de la Dama Pobreza y de sus místicas doncellas, hermana sencillez y hermana poesía, lo cual quiere decir que las construcciones y ampliaciones hechas por San Bernardino y sus discípulos a la Gruta no cambiaron profundamente su característica fisionomía.

Parece que el Santo de Asís subió a esta cumbre solitaria durante aquella misma peregrinación apostólica que en el año 1213 lo llevó a través de casi toda la Val Nerina y, al terminarla, se retiró allí por algún tiempo a una gruta en busca de reposo y oración. De todos modos, el Crucificado del Alverna legó también a este santuario, que había después de ser tan querido a su corazón, múltiples y suaves recuerdos. Se enseñan todavía la celda donde Francisco estuvo enfermo y fue confortado por un ángel, que lo consoló trayéndole armonías divinas en una celeste viola; las rocas próximas que fueron honradas con la aparición de otro mensajero celeste; el oratorio en que el Seráfico oraba cuando tuvo una dulcísima visión, en la que le fue asegurada la difusión e indefectibilidad de su Orden; el pozo milagroso, con el rústico cubo que sirvió para llevar el agua a Francisco, la cual se trocó repentinamente en óptimo vino, que restableció, como por encanto, las fuerzas físicas al pobre Padre enfermo; las toscas tablas que constituían el rudo lecho del penitente y, finalmente, el castaño de San Francisco, sagrado árbol que, plantado por sus manos, creció rápidamente.

En la gruta de San Urbano se ven las celdas convertidas en oratorios, que, según la tradición, hospedaron entre otros a Antonio, el taumaturgo de Padua, y a Bernardino, el apóstol de Sena, los cuales allí, en el solitario convento, como en otras partes de Italia, hicieron reflorecer el espíritu de la Observancia. Este espíritu, que no es posible ver hoy día encarnado en piadosos religiosos que habiten estos claustros silenciosos y solitarios, aletea todavía en torno a las sagradas ruinas; y de todas las poéticas leyendas y tradiciones históricas se desprende fragancia de paraíso.

MONTELUCO

Más cerca de la ciudad seráfica de Asís, casi en el corazón de la Umbría, al oriente de un collado que domina Espoleto, aparece este eremitorio franciscano, envuelto en espeso manto de verdor, formado por pinos y encinas. Antiguamente todo el monte, cubierto de bosques, debía considerarse sagrado, tal como lo indica el nombre de «lucus», es decir, que no se podía cortar. Hacia fines del siglo IV algunas colonias de monjes venidos de Oriente purificaron también a Monteluco del nefando culto pagano, consagrándolo para siempre al triunfo del ascetismo y del misticismo cristiano.

Es probable que cuando en 1205 el joven hijo de Pedro Bernardone, de camino para la Pulla con el fin de unirse a las tropas de Gualtiero de Brienne, fue constreñido por una fiebre misteriosa a detenerse en Espoleto, buscase nuevamente, después de la visión que le hizo renunciar para siempre a todo sueño de vida militar, la soledad en Monteluco, y allí se detuviese algunos días. Esta es, por lo menos, la opinión de algunos entre los más renombrados historiadores del movimiento franciscano, que miran la frondosa montaña como la primera Tebaida del Pobrecillo.

De cualquier modo que sea, es cierto que trece años después, en 1218, Francisco, transformado entonces en el más grande apóstol de su siglo, subía la pendiente del famoso collado y, sobre el llano que corona la cumbre, iniciaba la construcción del pequeño convento minorítico elevando alrededor de la antigua iglesita, propiedad, como todo aquel terreno, de los monjes benedictinos, los cuales lo cedían a los pobrecillos frailes, siete angostosísimas celdas. De este modo se convirtió también este asilo de los humildes seguidores de la Dama Pobreza en una de las fortalezas espirituales del ideal franciscano, en místico tabernáculo donde florecieron, con el correr de los tiempos, almas elegidas que embalsamaron aquella tierra con perfume de celestial virtud. A ejemplo del Seráfico Padre, se quiere, en efecto, que morasen aquí Antonio de Padua y Bernardino de Sena, los Beatos Antonio Tigrini y Francisco Beccaria, Gregorio de Espoleto y Antonio de Rímini, Demetrio Insubre y el venerable Miguel de Colelungo, y finalmente el Beato Leopoldo de Gaiche ( 1815), fundador del seráfico «retiro».

En este oasis de tranquilidad y de paz pasaron deliciosos días, descansando de las arduas fatigas del apostolado y templando el espíritu en la oración y contemplación, o la vida entera, ocupados en el silencio y el estudio como en la meditación y la mortificación.

Su único recreo sería un paseo franciscano al vecino «Belvedere», balcón colgado sobre la peña rocosa, desde donde puede abarcarse con una mirada la visión de belleza incomparable de toda la concha de la Umbría central, «mar inmenso de quintas y castillos».

LA ISLA DEL TRASIMENO

Antes de abandonar definitivamente la Umbría franciscana, visitaremos una islita del Trasimeno, el hermoso lago que se encuentra entre Perusa y Teróntola, célebre en la historia porque sobre sus riberas el feroz Aníbal derrotó, en el año 127 antes de Cristo, a los romanos acaudillados por el cónsul Flaminio; no menos que en la literatura, porque sus variadas bellezas hicieron -según expresión de un escritor poeta- «florecer más rimas que quizás las de todos los lagos de Italia». Imposible es que Francisco de Asís no se parase a veces, extático, sobre sus riberas y no sintiera la necesidad de surcar las plácidas ondas de sus aguas, y, en efecto, la historia y la leyenda han consagrado la memoria de la estancia del Pobrecillo en la llamada isla Mayor.

Cuenta Tomás de Celano que allí, un día, el Serafín de Asís domesticó un conejo salvaje, convirtiéndolo en amigo suyo (1 Cel 60). Mas lo que ha hecho famosa en los anales de la historia franciscana la isla del Trasimeno es la cuaresma que pasó allí el Santo, desde el 16 de febrero al 31 de marzo de 1211.

Cuéntase así en el capítulo VII de las Florecitas: «Hallándose en cierta ocasión San Francisco, el último día de carnaval, junto al lago de Perusa en casa de un devoto suyo, donde había pasado la noche, sintió la inspiración de Dios de ir a pasar la cuaresma en una isla de dicho lago. Rogó, pues, San Francisco a este devoto suyo, por amor de Cristo, que le llevase en su barca a una isla del lago totalmente deshabitado y que lo hiciese en la noche del miércoles de ceniza, sin que nadie se diese cuenta. Así lo hizo puntualmente el hombre por la gran devoción que profesaba a San Francisco, y le llevó a dicha isla. San Francisco no llevó consigo más que dos panecillos... Como no había allí habitación alguna donde guarecerse, se adentró en una espesura muy tupida, donde las zarzas y los arbustos formaban una especie de cabaña, a modo de camada; y en este sitio se puso a orar y a contemplar las cosas celestiales. Allí se estuvo toda la cuaresma sin comer otra cosa que la mitad de uno de aquellos panecillos, como pudo comprobar el día de jueves santo aquel mismo amigo al ir a recogerlo; de los dos panes halló uno entero y la mitad del otro...» (Flor 7).

Todavía en la isla bendita, centro del poético lugar, pueden admirarse dos capillitas; una a pocos pasos de la orilla, es llamada «la Capilla del desembarco», porque señala el punto en que según la tradición abordó el Pobrecillo; la segunda, un poco más hacia el septentrión, se dice que fue levantada sobre el mismo lugar donde estaba la mísera choza a la que solía retirarse el Santo para orar ante el Señor, contemplando las divinas perfecciones en las flores de la pradera, en los pájaros del cielo y en los peces del agua.

Al regresar de la isla, Francisco calmó, con su palabra de fe, peligrosas tempestades.

LAS CELDAS, «LE CELLE», CERCA DE CORTONA

Cortona, asomada a su hermoso collado entre Teróntola y Arezzo, es también una ciudad franciscana por excelencia. Nuestro Santo debió de visitarla varias veces en sus frecuentes viajes a través de la Toscana. Parece que lo más pronto que allí llegó fue a finales de enero de 1211, para predicar, en compañía de fray Silvestre, el perdón y la paz de que los cortonenses, siempre en guerra, sentían, entonces especialmente, gran necesidad.

Quiere la tradición que el Seráfico misionero pronunciase su primer discurso en la plaza pública, en aquel tiempo llamada del Abad, y hoy dedicada al gran artista Lucas Signorelli, desde lo alto de una piedra que le servía de púlpito; y tanta fue la emoción, el calor y el enardecedor entusiasmo de su inflamada palabra, que logró muchas conversiones. Particularmente dos elegantes caballeros abandonaron, en esta ocasión, el camino del mundo para entrar a formar parte de la Orden minorítica, llegando a ser famosos: Guido Vagnotelli, que subió al honor de los altares, y Vito de Viti, destinado por el fundador a las misiones de Oriente; y acaso también Elías Bombarone, al menos para quienes lo consideran oriundo de Cortona, el franciscano aún hoy más discutido.

El Asisiense buscó también, durante su estancia en Cortona, un refugio de silencio, y lo encontró en un lugar que se le hizo enseguida queridísimo. A dos millas de la ciudad, saliendo por la antigua puerta Colonia, se ve en la llamada aún hoy «Alta di San Egidio», un bosque solitario y salvaje, cruzado por un ruidoso torrente, y cerrado por tres partes de peñas escarpadas. Sólo por el lado de mediodía se abre poéticamente sobre un magnífico panorama a la llanura del valle. Aquí se retiró el Apóstol umbro, pidiendo a los cortonenses que le edificasen un pequeño eremitorio, como aquel de la Porciúncula, constituido por una devota capilla y pobres celditas -de aquí quizás el nombre de «Celdas» que se da a todo el lugar- diseminadas en el bosque. Francisco volvió allí seguramente dos veces más: la última, cuando de Sena fue conducido a Asís para morir en Santa María de los Angeles. En esta ocasión -afirman la mayor parte de los críticos-, el Pobrecillo dio a sus frailes aquel admirable testamento espiritual llamado de Sena, confirmación explícita y solemne de los ideales de humildad, de pobreza y de vida evangélica profesados y practicados por el Asisiense y por sus más fieles discípulos.

En el convento de las Celdas, hecho construir por fray Elías y transformado después en el transcurso de los siglos, se ve aún, juntamente con las otras cuatro del dormitorio bajo, que fueron de los primeros compañeros del Santo, la celda que él mismo habitó, lejos de poblado, sobre la orilla del torrente; la de enfrente era la del Beato Gil, unida al tugurio del padre y maestro por un puentecito de madera que servía de paso a los religiosos.

MONTECASALE

Es el último de los santuarios franciscanos que deseamos ilustrar. Se encuentra en los alrededores de Borgo San Sepolcro, sobre las alturas que dominan el valle del Tíber. En tiempo de San Francisco, cerca de las ruinas del antiguo castillo, que había dado el nombre a la región, existía un pobre hospital, refugio de los peregrinos que, caminando de regreso de Roma, caían enfermos en el viaje. El Apóstol umbro tuvo ocasión de visitarlo algunas veces, cuando transitaba por aquellos montes para llegar al Alverna, con el fin de pedir hospitalidad y de asistir a los enfermos. Aquel lugar austero y solitario le agradaba, y por ello acogió de buen grado la proposición de los habitantes del Borgo de construirle un pequeño eremitorio de grutas naturales entre las rocas y precipicios.

El eremitorio se hizo rápidamente célebre, por ser teatro de varios episodios franciscanos, cuyas huellas encontramos en fuentes históricas y legendarias. Uno de ellos es el registrado en el cap. 26 de las Florecillas: «Cómo San Francisco convirtió a tres ladrones homicidas, que se hicieron los tres frailes».

Era entonces guardián del lugar fray Ángel. Un día llamaron a la puerta del eremitorio tres ladrones que infestaban la comarca. Llegaron allí impulsados por el hambre, apelando a la caridad de los frailes. El guardián, que los conocía, los reprendió ásperamente y los echó fuera sin escucharlos. Poco después vuelve Francisco con la alforja del pan y con un recipiente de vino que él y su compañero habían mendigado. Fray Ángel contó al Santo, en tono de triunfo, cómo se había conducido con aquellos infelices; pero, en vez de alabarle, San Francisco le reprende con dureza, diciendole que mejor se conduce a los pecadores a Dios con dulzura que con duros reproches; y obligó al fraile a correr por montes y valles en busca de los ladrones homicidas y, al encontrarlos, arrodillarse ante ellos, pedirles perdón del mal trato, regalarles su pan y su vino, asegurarles la misericordia de Dios y la protección de Francisco, si se arrepentían. Lo cual ocurrió en realidad, porque aquellos «miserables desventurados» acabaron por ser frailes menores y vivieron santamente en el seno de la Orden.

Me alegra cerrar nuestra trilogía, publicada para ilustrar «los Santuarios franciscanos», con este episodio que lleva tan vivo el sello del alma del Pobrecillo y resume admirablemente su espíritu: Francisco de Asís, caballero, ermitaño, fundador, misionero, legislador, místico, poeta, mártir de deseo, taumaturgo, fue sobre todo un gran santo, «el más santo de los santos dados por Italia al Cristianismo y a la humanidad», como apóstol de bondad y de amor, de perdón y de paz, en otras palabras, de verdadera, sincera, activa caridad cristiana, copia perfecta, aun en esto, de nuestro Señor Jesús.

[Vittorino Facchinetti, O.F.M., Los Santuarios Franciscanos. Tomo III: El Valle de Rieti. Barcelona, Biblioteca Franciscana, 1928, pp. 33-152]

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