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ASÍS, SANTUARIO
FRANCISCANO |
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EN LA UMBRÍA Hay en la Italia central una región que no es conocida aún como merece, ni siquiera por los turistas: es el valle fecundo que, desde las riberas del lago Trasimeno, se extiende hasta las faldas de Monteluco, sobre Espoleto, flanqueado por los Apeninos, de un lado, y por las montañas que bordean el Tíber, del otro. Es la maravillosa Umbría, cantada por los poetas, celebraba por los artistas y glorificada por los santos. Y es que son pocos los viajeros que tienen el valor de abandonar los rápidos trenes de la línea Florencia-Roma por Teróntola y Chiusi para tomar otros más lentos que pasan por Perusa, Asís y Foliño, aunque esta mayor lentitud se preste mejor a la tranquila contemplación del sugestivo panorama. Algunos, es verdad, se alargan hasta Asís; pero la mayor parte se contentan con la visita rápida de Perusa, donde admiran las calles, plazas y fuentes, visitan las iglesias monumentales, se extasían en la pequeña y preciosa Pinacoteca ante las obras maestras de Perugino y del Pinturicchio, y gustan, siguiendo las indicaciones de Baedecker, sentarse sobre la terraza o en el jardín de Víctor Manuel, allí cerca de la roca Paulina sobre cuyas ruinas compuso el Poeta de la nueva Italia el célebre canto del Amor, abrazando con una sola mirada toda la verde Umbría con sus montañas, sus bosques, sus lagos, sus colinas floridas, sus llanuras llenas de luz y sus históricas ciudades. Aquí, a nuestra izquierda, se eleva, con toda su imponente majestad, el monte Subasio con la pequeña ciudad seráfica, Asís, dulcemente recostada en sus faldas; a sus pies en la llanura se levanta la gran cúpula de Santa María de los Ángeles, que guarda la mística Porciúncula, en tanto que más cerca se vislumbra el grupo de casas de la antigua Insula Romana, hoy Bastia, y más lejos, a la derecha, aparece Bevagna, la clásica «Mevania» de los poetas, en cuyo Piano d'Arca fue recibido el Seráfico con tanto júbilo por los hermanos pajarillos, a quienes dirigió su sencilla palabra, henchida de fe y de amor. Siguiendo siempre la línea del Apenino, aquí está Spello, pequeña y altiva sobre su colina; más allá Foliño, en la llanura; después Trevi, también trepando sobre la ladera de un monte, y Espoleto, dominada por su Roca. Aún más lejos, hacia la derecha, Montefalco, donde Benozzo Gozzoli pintó al fresco la epopeya del Pobrecillo; también se vislumbra Todi donde aún Jacopone, el loco de Cristo, apremia con sus cantos, y se adivina Orvieto con su esplendente Duomo. Naturalmente, un vistazo tan superficial, aunque sugestivo y solemne no puede dar pleno conocimiento de la magnífica región, tan encantadora, que hace pensar que el divino Artista se haya complacido en concentrar más bellezas en la Umbría que en el resto de la Península. En efecto, la Umbría ofrece los aspectos más diversos: desde las erguidas cumbres cubiertas de selvas, a los valles en que se precipitan las cascadas; desde las colinas sombreadas de pinos o plateadas de olivos, a los campos y prados fecundos en flores y frutos. Ríos y torrentes, de poéticos y gloriosos nombres, la riegan en todas direcciones; aquí el Tupino, cantado por Dante; el Tescio, en que se mira Asís; el Chiascio, que lleva sus aguas al Tíber, y el Clitunno, que recuerdan a Virgilio y a Carducci. El clima no puede ser más saludable, el cielo más azul, el sol más luminoso. Es cierto que aquí, como observa Ozanam, la naturaleza se muestra tan benigna como majestuosa y sugiere admiración, sin terror; pues si todo revela el poder del Creador, todo manifiesta también su bondad. Cada ciudad como cada castillo tiene sus historias de derrotas y victorias; están llenas de recuerdos políticos y religiosos y poseen las obras de algún gran artista cristiano o conservan las reliquias de algún santo popular. Ahora bien, para conocer todas estas riquezas de naturaleza y de gracia, para empaparse sobre todo del espíritu de la Umbría y apreciarlo en este pueblo que, debido al ambiente en que vive, ha sido y es uno de los más sencillos y tranquilos, no basta una somera visita a algún punto de la región, y menos una rápida carrera a través del valle; es necesario una estancia prolongada y una diligente y devota peregrinación, aún cuando tan solo sea los centros principales. Hay, sin embargo, otro modo de darse una idea comprensiva de esta afortunada tierra y es visitando la ciudad llamada «la perla de la Umbría», no tanto por su feliz posición geográfica y la fertilidad de su suelo o las riquezas artísticas que encierra, sino porque fue la cuna y es la tumba de aquel hombre maravilloso por cuyos méritos el nombre de Asís llena el mundo. ¿Saben todos que si encarnó en sí mismo, de la manera más sublime, el espíritu del Evangelio, del cristianismo y del catolicismo hasta ser una copia perfecta del Divino Redentor, se afirmó también como la más alta y completa personificación del alma de la Umbría, alma eminentemente latina y eminentemente italiana? Por esto, conocer al Serafín de Asís es conocer al pueblo umbro en lo que tiene de más noble, de más sano, de más bello; así como conocer la ciudad que le dio el ser, lo crió en su seno y lo guarda en el sepulcro, es conocer lo mejor que tiene la Umbría. En efecto, ¿qué hubiera sido más que un simple centro de secundaría importancia la pequeña ciudad de Asís, ciudad mística por excelencia a la cual se dirigen hoy, como a Roma y a Jerusalén, millones y millones de almas, si de su burguesía medieval no surgiera un hombrecillo moreno y descarnado, en quien tuvo origen el prodigioso movimiento religioso, artístico y social que desde hace siete siglos anima las más nobles conquistas de la mente y de los corazones? Desde la heroica vida de Francisco y de Clara, su espiritual hermana, desposados con la Dama Pobreza, Asís se coronó de esplendores eternos, se encumbró al valor de un símbolo, de un faro, de una meta; el altivo castillo medieval, conservando todo el encanto de su natural poesía, se tornó en la cuna del Renacimiento italiano y mundial y en la patria de las almas, en la mística Galilea seráfica. No hay paseo más sugestivo y poético que el que puede darse por la mañana temprano, mientras el sol se alza en el horizonte, o por la tarde, cuando se halla próximo a ocultarse tras las colinas que coronan la pequeña ciudad del Subasio, a lo largo del valle del Tescio. El camino gira con suaves pendientes, en medio de los campos fértiles, ricos en moreras, hayas, olivos y cipreses, cubierto con guirnaldas de vides fecundas que entrelazan los sarmientos flexibles a los nudosos troncos de los olmos. La campiña está sembrada de villas y de caseríos, sobre los que trepan tupidas las calabazas de un amarillo azafrán tan intenso que parecen inflamadas. Grupos de aldeanos, robustos y graves, trabajan entre los terrones; los boyeros marchan ante los bueyes uncidos, mientras las vivas aldeanitas recorren los obscuros corrales de los garrapetes o los blancos rediles de las ovejuelas. Sopla una brisa de paz y felicidad como un estremecimiento de alegría y de amor; los ladridos de los perros suenan como fraternal saludo a las ovejas, mientras las argentinas voces de los chiquillos se alzan cual himno festivo (Jorik). Desde cualquier altozano que os asoméis os es dado contemplar, en toda su belleza sugestiva, aquella maravillosa cadena de montes que inflamaba los entusiasmos del joven hijo de Pedro Bernardone y de Madonna Pica de Provenza, y no podéis menos de pensar que éstos fueron los encantadores panoramas contemplados por aquel dulce poeta de la naturaleza y místico juglar del Señor, que sintió en su corazón todas las voces de lo creado y supo hacer vibrar en su propia alma toda la música del universo; éstos fueron los horizontes que tuvo bajo su mirada, éstas las colinas y los campos que embriagaron su espíritu de alegría y de paz; ésta la luz viva del sol que lo envolvió, el aire puro y balsámico respirado por sus pulmones, el clima suavísimo en que creció su inocente infancia, se desarrolló su alegre juventud y declinó en éxtasis divino su existencia prodigiosa. ¿Qué importa que no podamos ver su dulce imagen paterna, si en esta tierra que fue suya, en este Asís que le fue tan caro, en este teatro de gran parte de su admirable vida, todo nos habla de él y de su devota colaboradora, Clara, del espíritu y del corazón de ambos? Desde los nombres de las calles a los bordados en «punto de Asís», que con tanta sencillez artística decoran de azul, de herrumbre y de sangre, recordando la doble tragedia del Calvario y del Alverna, los bellos linos expuestos en muchas tiendas; desde las numerosas lápidas que por doquier se leen en los vetustos edificios, construidos con la dura y rosácea piedra del Subasio, que parecen de ayer y dan a toda la ciudad un tono de perenne aurora, hasta las casas religiosas de todas las Órdenes e instituciones inherentes a la cultura franciscana, florecidas especialmente en estos últimos años; desde las famosas basílicas que dominan los dos extremos de la ciudad, como proa y popa de la mística nave que parece zarpar de la falda del Subasio para inmortal ribera, y guardan en su seno los restos benditos de Clara y de Francisco y son el sagrario del arte, «el templo de la más sugestiva belleza» inmortalizado por el genio de Giotto y de su escuela, hasta los más modestos y humildes santuarios seráficos... todo canta sin cesar la historia de aquella flor de juventud que, esclavo de la locura del amor de Cristo, se despojó de sus ricas vestiduras ante el Obispo de la ciudad para cubrirse de sayal, y de la rubia Condesita Scifi, que siguió su ejemplo dejándose segar en la Porciúncula la espléndida cabellera. Y a poco que a vuestro alrededor cese el ruido de los automóviles y los focos eléctricos de los lugares principales de la ciudad no ahuyenten del todo las tinieblas de la noche, aquí, como en medio del campo vecino, mientras recorréis las tranquilas y lindas calles de rojizo pavimento, os sentís transportados a pretéritos siglos, y la sugestión es tal que, sin daros cuenta, el corazón queda suspenso a ver si llegan a él de las archivoltas vecinas, en perenne penumbra, las voces que aclaman el taumaturgo Pobrecillo del buen Dios, al Santo de la humildad, al Apóstol del amor, o, si por una de las tortuosas escalinatas que suben y bajan de cada rincón, no aparece algún Hermanito andrajoso y enjuto con la llama ardiente de la caridad en sus ojos y la última estrofa del canto al Hermano Sol en los labios: «Load y bendecid a mi Señor, / y dadle gracias y servidle con gran humildad» (Cánt). Es profético el apelativo dantesco de «Oriente» dedicado a esta bendita tierra (Paraíso, XI), porque el sol de la regeneración humana que aquí comenzó a alumbrar el mundo medieval hace ocho siglos aumenta en brillo y en calor a través de los siglos y de los acontecimientos, en una maravillosa valorización de todas las manifestaciones más humildes de la vida, efecto precisamente de la sencillez sobrehumana con que el Pobrecillo amoroso, invirtiendo los humanos valores, rebajándose a sí mismo hasta la nada, se elevó sobre todo y sobre todos hacia el Creador. Desde este nuevo día, cuya aurora apareció tras del Subasio, los humildes y desamparados empiezan, por fin, a sentir correr por sus miembros ateridos un calor benéfico, y levantando su frente hacia el cielo, descubren el astro que los caldea; al par que las inteligencias más luminosas se yerguen hacia el foco de este nuevo calor. El genialísimo escritor inglés C. K. Chesterton, en su libro «San Francisco de Asís», hace ver cómo el Pobrecillo efectivamente alcanzó la mayor grandeza señalando desde ella el camino de la verdadera felicidad a todos los hombres, abismándose en el más completo anonadamiento de sí mismo. Este célebre literato comenta el calificativo de «Juglar de Dios», que el Santo de Asís escogió para sí y para sus Hermanos, intentando explicar, con la deslumbradora riqueza de paradojas que caracteriza su estilo y de las cuales está llena su originalísimo libro, la relación que existe entre la infinita pequeñez de que se ha servido el Seráfico y la grandeza del fin alcanzado. Y lo expresa con la imagen del mundo visto al revés, con aquello que es normalmente la razón de su fuerza y se torna en su debilidad, puesto que la crisis espiritual que trocó al rico y elegante caballero en el Pobrecillo por antonomasia debía terminar cuando, libre San Francisco de la cárcel en que le había encerrado su padre, lo presenta a tal punto transformado cual si viera al mundo al revés «como aquel que anda sobre las manos con la cabeza abajo». Por esta «inversión espiritual -escribe-, la total humillación se convierte en santidad perfecta o perfecta felicidad... cuando San Francisco, al salir de su caverna de visionario, lleva esta palabra "loco" como una pluma en el sombrero cual si fuera un penacho o una corona. Él continuó siendo loco, siempre cada vez más loco trocóse en el loco de la corte del Rey del Paraíso!». A la gloria de este Rey debía dar el Seráfico mayor tributo del que han dado los más sabios entre los sabios. Y nosotros, para quienes la Iglesia Católica ilumina esta gran figura con la más fúlgida aureola que adornó la cabeza de sus Santos, como dice poéticamente Manzoni, nos damos cuenta del porqué es hoy Asís una de las más ilustres ciudades que besa el hermano Sol. No hemos querido hacer de este segundo tomo de los «Santuarios Franciscanos» una «guía de Asís». Existen ya buenos libros que tienen esta finalidad, y otros, ciertamente, verán la luz en el rico resurgimiento literario franciscano que caracteriza especialmente la preparación del próximo centenario. Hemos intentado solamente, mediante breves pinceladas, elevar el espíritu y evocar la historia. Es un ideal y un deseo el que todo este libro, con sus páginas de tranquila poesía franciscana, sea un oasis de paz, un viático de tranquilidad para el lector, no ya sólo cuando se encuentre dentro de los muros de Asís, bajo su cielo turquí, deslumbrado por el fulgor de su sol que la plata de los olivos refleja a todo el valle, alejado de su vida ordinaria, por la presencia de la figura del Poverello que se agiganta en cada lugar y en cada cosa, sino también cuando, lejos de la bendita tierra de sus gestas sublimes y humildes, sienta la pequeñez de los afanes cotidianos y el deseo de elevarse con una visión de los lugares y de los hechos en que el amor de Dios y de las criaturas resplandece más luminoso que en parte alguna. Milán, Navidad de 1925.
EL PANORAMA DE ASÍS Nunca olvidaré la inefable dulzura que embargó mi ánimo cuando por vez primera se presentó a mi vista la mística visión de la pequeña ciudad seráfica. Fue a la hora del crepúsculo, en un fresco día de otoño. El tren, alejándose de Teróntola y bordeando el lago Trasimeno, llegaba finalmente a Perusa; y, después de una parada demasiado larga para mi impaciente afán, reanudó su carrera entre deliciosas colinas, cubiertas de olivos y de dorados pámpanos. Apenas pasado Bastia y Ponte San Giovanni, bañados por el Tíber, se perfila a la izquierda, en el azul del cielo, el monte Subasio, y sobre su flanco empieza a dibujarse poco a poco el panorama de la ciudad, tal y como la había yo visto en mi imaginación y como se halla descrita en tantos libros y reproducida en tantas ilustraciones. ¿Cómo no recordar en aquel momento los tercetos de Dante, el inmortal poeta, en el Canto XI del Paraíso, 43-54?: Entre el Tupino y el agua que desciende de la cual recibe Perusa el frío y
el calor En esta ladera, allí donde la
pendiente Pero quien hable de este lugar El pensamiento me llevó a repasar las históricas vicisitudes de la ciudad, que hoy se nos ofrece como patria del ensueño, asilo del silencio, nido de la paz, pero que en siglos pasados fue terriblemente sacudida y atormentada. Antiguo municipio romano, cuyos orígenes se pierden en la obscuridad de la leyenda, quizás Asís existiera ya en los más remotos tiempos de la República romana, pues no sólo lo mencionan Catón el Viejo, Propercio y Estrabón de Amasia, sino que conserva aún vestigios de muros etrusco-romanos. Parece que Asís fue la cuna del poeta latino Sesto Aurelio Propercio y de su sobrino Passenio Paulo. En el siglo III de nuestra era fueron coronados con la aureola del martirio su primer obispo, San Rufino, venido de Marsia a predicar el Evangelio, y ahogado bárbaramente en el Chiascio por los infieles; su sucesor, San Vitorino, halló una muerte aún más atroz; y San Sabino, tercer Obispo de Asís, murió martirizado en Espoleto. Pero desde el siglo XIII dos ángeles cuidan de la ciudad, asolada por guerras, pestes y terremotos: el Hermano Francisco y la Hermana Clara, a cuyas tumbas acuden los hombres, peregrinos llenos de esperanza y de amor. EL VALLE DE ESPOLETO Una de las más puras alegrías del espíritu para quien tiene la suerte de visitar la pequeña ciudad del Subasio es sentarse sobre la hierba en una ladera, bajo los árboles en flor, para contemplar el sonriente valle umbro, cuyos encantos expresó Francisco al exclamar extático: Nihil vidi jucundius valle mea spoletana, nada he visto más bello que mi valle de Espoleto. El panorama que se ofrece a la vista no puede ser más delicioso. A la derecha se ve la belicosa Perusa, señora desde el collado lejano, a cuyos pies se desenvuelve en anchas ondulaciones el torrente Chiascio, ansioso de unirse al Tíber. Enfrente se encuentra el pueblo y el Santuario de Santa María de los Ángeles, con la bella cúpula de Vignola, que admiramos en la Basílica de la Porciúncula; más allá, hacia los montes, Bettona, con lo que resta de sus murallas etruscas. Al Mediodía, Bevagna, rica en arte y recuerdos, bañada por las aguas del Clitunno; Foliño, con su espléndida catedral; Montefalco, un día tan fuerte y poderosa y hoy célebre por los frescos de Benozzo Gozzoli, de Tiberio de Asís y de Francisco Melanzio. Más acá, a nuestra izquierda, siempre entre rientes y verdes colinas, Spello, Trevi y Espoleto. Pero es hora de que llamemos la atención del lector sobre el templo gótico del santuario de Rivotorto, antiguo eremitorio franciscano, así llamado porque en sus cercanías corría un tortuoso arroyuelo. El bienaventurado Francisco y sus pobrecillos hermanos solían retirarse a él, como a la Porciúncula, antes de la aprobación de la Regla obtenida en la primavera de 1209, con el fin de hallar descanso y recogimiento, hasta que un día, importunados por un grosero campesino, lo abandonaron para siempre (1 Cel 42 y 44). Parece ser que el Seráfico envió desde esta pobrísima choza, y por medio de sus hermanos, una embajada al Emperador Otón IV, que en el año 1209 transitaba con gran fausto por la llanura umbra, para recordarle la caducidad de los honores y glorias mundanas (1 Cel 43). También en Rivotorto, donde tantas pruebas de ternura había dado a sus hijos espirituales, y a los leprosos, a quienes servía en el vecino hospital, se apareció un día el santo Padre en una visión radiante: cual nuevo Elías, pasó milagrosamente por la pobre casucha sobre un carro de fuego, llevado por inmenso globo que, a guisa de sol, iluminaba las tinieblas de la noche (1 Cel 47). Singular prodigio éste que permitía al humilde Pobrecillo no sólo manifestar el gozo de su corazón paterno en hallarse entre sus hijos, sino también comentar prácticamente aquella sentencia por él tan amada: ser más fácil subir al cielo desde el tugurio de los pobres por Cristo, que desde el palacio de los ricos del mundo... LA ROCA MAYOR Si el monte Subasio fue considerado como el gigantesco altar del inmenso santuario que representa la Umbría franciscana, por haber ofrecido asilo a los perseguidos en los primeros tiempos de la era cristiana, por haber cobijado entre sus peñas un cenobio benedictino y brindado sus bosques a innumerables cenobitas, la Roca Mayor puede llamarse para Asís el altar de la patria. Desde cualquier punto que se la observe, domina la ciudad y el valle, recordando sus victorias y sus desastres. Fundada quizás antes de la venida de los Longobardos, fue propiedad durante mucho tiempo de los Duques de Espoleto. Parece ser que Conrado de Ürslinguen, Conde de Asís, haya educado en ella al emperador Federico II, huérfano sometido a la tutela de Inocencio III. Cuando la ciudad se erigió en municipio a fines del siglo XIII, la Roca fue destruida casi totalmente. El Cardenal Gil Albornoz, Legado Pontificio, la restauró y agrandó en la segunda mitad del siglo XVI, y Pío II, Piccolomini, le añadió la larga galería coronada por una torre dodecagonal. Sixto IV y Paulo III hicieron en ella nuevas restauraciones con modificaciones notables. Durante el largo período de paz que siguió a los turbulentos tiempos de las luchas comunales fue convertida primero en prisión y después en factoría, hasta que, abandonada completamente, cayó arruinada. Se cuenta que cuando en 1198 el pueblo de Asís se sublevó inesperadamente contra el tirano que desde el alto de la Roca dominaba sobre el valle de Espoleto y destruyó la terrible fortaleza hasta sus cimientos, nuestro Francisco, que apenas contaba dieciséis años, tomó parte ya en el asalto y destrucción del castillo, ya en la construcción de los muros con que el pueblo quiso encintar su ciudad para defenderse. En efecto, si se piensa en la actividad de aquella belicosa acción y en la premura con que se construyó el nuevo baluarte, debemos creer que participaron en el memorable hecho de la reivindicación de los propios fueros no sólo los soldados expertos en el arte de la guerra, sino todos los ciudadanos de Asís. Si, además, consideramos que el hijo de Pedro Bernardone unía entonces al ardor caballeresco y a la sed de gloria e independencia una profunda simpatía por los pequeños, los débiles y los oprimidos, bien podemos creer en su participación con ímpetu juvenil en este glorioso episodio de la historia civil y política de su patria, en cuya defensa caerá prisionero en Perusa pocos años después. Quizás no están tampoco muy lejos de la verdad aquellos historiadores que dicen ser probable que en tal ocasión aprendiera a trabajar la piedra y la cal, adquiriendo la habilidad en el oficio que más tarde le había de ser tan útil en la restauración de las capillitas arruinadas. EL TEMPLO DE MINERVA Ya que conocemos en sus líneas generales la situación de la ciudad seráfica, pasemos las murallas para admirar sus monumentos civiles y religiosos, partiendo de la plaza principal, dedicada hoy a Víctor Manuel II. Enseguida atrae la mirada del forastero, y atestigua la antigüedad de la ciudad, la admirable columnata que se levanta ante el antiguo templo de Minerva, transformado en iglesia cristiana desde hace varios siglos. Wolfgang Goethe en sus Viajes de Italia la describe así: «Es de orden corintio, los intercolumnios de unos dos módulos. Los fustes de las columnas y sus basas parecen colocados sobre pedestales pues el zócalo se ve dividido, y de los intercolumnios suben cinco escaleras, y así se llega a la plataforma sobre la cual realmente se asientan las columnas, y se abren las puertas del templo». Estas columnas de travertino, quizás en un principio pintadas en color, constituyen una preciosa joya de arquitectura greco-romana. Bajo la escalinata del templo se encuentran el Podio y el Tribunal, como se puede ver visitando las excavaciones del antiguo foro. A la izquierda del observador está la Torre Comunal con el Palacio del jefe o primera autoridad popular y la puerta del Colegio de los Notarios; enfrente se eleva el palacio Comunal, hermosa construcción de los siglos XIII y XIV, por desgracia, arruinada posteriormente. En cambio, la fuente que corre en el centro de la plaza se remonta al siglo XVI tan sólo.
El joven Francisco debe de haber recorrido a menudo esta admirable plaza, guiando al son del laúd el alegre grupo de sus jóvenes amigos. Pero un día pudo verse un espectáculo bien diverso; el hijo del rico mercader Pedro Bernardone, hasta entonces ambicioso y remirado en el vestir, se presentó ante el templo de Minerva cubierto de miserables andrajos, demudado el rostro, la mirada extática y seguido de una turba de muchachuelos que de él se burlaban. Otro día, el mismo joven, que vestía la tosca túnica de los aldeanos ceñida por áspera cuerda, entraba acompañado de un amigo en la pequeña iglesia de San Nicolás, que estaba al fondo de la plaza, donde hoy está el cuartel militar, para consultar al Evangelio; y oído el consejo divino, Bernardo de Quintaval abandonaba su palacio, visible aún hoy en Asís, e imitando el ejemplo de Francisco, se entregaba al seguimiento de Cristo en pobreza y humildad. Otro día, el Pobrecillo, adelantado ya en los caminos triunfales de la santidad, se hizo arrastrar por la misma plaza, cual vulgar malhechor, por un supuesto pecado de gula. UNA CALLE DE ASÍS Asís es típico por sus calles. Las grandes caravanas que las visitan apresuradamente debiendo contentarse, por la fuerza de las circunstancias, con una rápida ojeada a los principales monumentos, no pueden saborear lo que constituye el encanto de la gloriosa ciudad medieval. Para conocer Asís íntimamente es preciso vivirlo al menos algunos días, recorrerlo en todos los sentidos, subir y bajar por sus callejuelas, ir y venir por sus calles estrechas y tortuosas, pendientes y escabrosas, llenas de portadas y atravesadas por puentecillos; pararse para admirar los palacios y las casas, viejas casas construidas sin aparente simetría, de piedra tallada y sobriamente decoradas por cornisas, algunas veces sostenidas por pequeñas ménsulas, a la altura de los muros. Muy características son las puertas de arco ojival. También las ventanas presentan gran variedad de formas y muchos tejados conservan anchos aleros, con mensulones a menudo esculpidos elegantemente. A veces creemos ver a la vuelta de una calleja al alegre Flor de los jóvenes o nuevo Loco de Cristo que, tendiendo la descarnada mano, pide limosna para sí y sus pobres, aceite para la lámpara del Crucifijo que le habló en San Damián o promete dulce recompensa al pedir a los viandantes, contando, las piedras para la restauración del devoto Santuario, tan amado de su corazón. ¡Quién sabe en cuál de estas empinadas calles los amigos, a quienes Francisco había pagado con largueza un espléndido banquete, sorprendidos de su desaparición, lo encontraron inmóvil, ensimismado, con el cetro de rey de las fiestas a sus pies, mientras contemplaba extático el firmamento cuajado de millares de estrellas! --«Pero ¿en qué, piensas? ¿Por qué no nos sigues? ¿Estás, quizás, pensando en casarte?», le preguntaron entre asombrados e inquietos. A lo que el Seráfico se apresuró a contestar: --«Ciertamente, estoy pensando en desposarme con la más noble, más rica, más hermosa joven que podéis imaginaros». Aludía a la Dama Pobreza. Una de estas características calles de la mística ciudad es la de los Expósitos. Está entre el monte Frumentario, antiguo hospital del siglo XIII transformado en el XVI por los Príncipes Barberini en un Instituto de crédito agrícola, la fuente Oliviera, llamada así del patricio Oliviero Ludovici que hizo construir el palacio que quedó sin terminar y en el que se hallaba aquélla, y la fuente Marcella, que trae el nombre del patricio de Siena Marcello Tuto, gobernador de Asís, a cuya costa la construyó en el siglo XVI Galeazzo Alessi. FUENTE PERLICI Es otra de las antiguas y características fuentes de la patria del Pobrecillo. Se encuentra al norte de la ciudad, más allá de San Rufino, dentro del antiguo anfiteatro romano. Este motivo nos ofrece la ocasión de completar la reseña histórica y artística del antiguo y medieval Asís. Como hace observar el insigne historiador Cristofani, además del bellísimo templo de Minerva, se hallan vestigios de templos dedicados a Apolo, a Hércules, a Esculapio, y en los alrededores del Foro, a Jano, a Marte, a Júpiter Bagano, del que hace memoria una lápida que aún se conserva. Al número y a la calidad de los monumentos sagrados responde la cantidad y riqueza de los edificios civiles. Ciertamente que no hay lugar en la ciudad en el que excavando no se encuentren restos de muros bellísimos, de columnas truncadas, capiteles, basamentos y frisos que atestiguan la índole de las construcciones romanas, y la abundancia de estos restos claramente manifiesta la munificencia y esplendor del antiguo municipio. En varias epigrafías y descripciones encontramos el recuerdo de estatuas colocadas por Décimo Merula en tiempo de Hércules; otras, dedicadas a Cástor y Pólux, en el Foro, ante el ara mayor del templo de Minerva; otras, a la misma Minerva y a Apolo. Aparecieron también bustos de los Césares; un bajorrelieve de Flora; fragmentos de estatuas, capiteles, frisos y mosaicos. No hay que olvidarse del arca de mármol, adornada con bajorrelieve de motivos mitológicos, custodiada en la sacristía de la Catedral, en la que fueron colocados por los primeros fieles los huesos del mártir San Rufino. Asís se gloría también de poseer notables restos de pintura que conserva cuidadosamente. Entre los pedazos encontrados en las excavaciones hay grandes trozos de estuco desprendidos de los muros y pintados al encausto. En todos los fragmentos se pueden admirar adornos y ensayos de perspectiva y paisaje, hechos con buen gusto y elegancia de dibujo, de vivas y fijas tintas, que parecen salidas recientemente de manos del artífice. No sabemos cuáles y cuántas de estas bellezas artísticas haya podido admirar Francisco con su alma de esteta abierta a toda modalidad de belleza, pero seguramente, si su espíritu juvenil supo entusiasmarse ante los restos de un mundo desaparecido, su corazón de convertido se conmovería con la contemplación de los monumentos religiosos -las iglesias de San Pedro, San Pablo, San Jorge, Santa María Mayor, San Nicolás, la Catedral de San Rufino-, que la fe cristiana había elevado cual místicos baluartes a gloria de Dios y refugio del pueblo en medio de luchas atroces y de tremendas pruebas. PUERTA PERLICI Se encuentra a poca distancia de la Fuente Perlici, y es una de las siete puertas que dan salida a la ciudad y conduce al camino que, a través del delicioso valle del Tescio, va a Nocera y a Gualdo Tadino. Puerta de las más antiguas y mejor conservadas, encierra un recuerdo todo franciscano, que me place recordar al lector. Pocos meses antes de morir, probablemente en el verano de 1226, San Francisco, que se encontraba enfermo en el eremitorio de las Celle de Cortona, deseó retornar a ver su cara Asís, y se puso en viaje acompañado de algunos de sus compañeros. Fray Elías, que guiaba la pequeña comitiva, por temor a que los habitantes de Perusa se apoderasen por la fuerza del cuerpo del Santo, quiso evitar el tránsito por aquella ciudad, tomando el camino de Gubbio. En las cercanías de Nocera, al Santo, enfermo de hidropesía, se le hincharon los pies, y se agravó de tal manera que se vieron obligados a detenerse nuevamente. Cuenta Celano que los soldados que los escoltaban, cerca de una pobrísima aldea llamada Satriano, sintiéndose hambrientos y no encontrando por parte alguna alimentos que adquirir, tornaron al Santo y le dijeron: «Necesitamos que nos des de tus limosnas, porque aquí no hemos encontrado nada que comprar». Respondióles el Santo: «No habéis encontrado alimentos porque habéis confiado menos en Dios que en vuestras moscas (llamaba moscas a los dineros); pero volved de nuevo a las casas que habéis visitado y, apelando al amor de Dios en lugar de apelar a vuestros dineros, pedid humildemente limosna. No os avergoncéis de ello porque todo bien, después del pecado, es concedido de limosna por aquel gran Limosnero que lo otorga con clemente generosidad a los que lo merecen y a los que no lo merecen». Los soldados, depuesta su vergüenza, fueron a pedir limosna, y obtuvieron por amor de Dios más que con sus dineros, porque todos a porfía los socorrieron con gesto risueño (2 Cel 77). Después de este episodio la piadosa caravana reemprendió el camino y llegó felizmente a Asís. Hasta estos últimos tiempos creían los historiadores que el camino recorrido por el Poverello en su último viaje a la ciudad natal, era el que viene de Nocera a Asís por las montañas, sobre Spello, y por esto se inclinaban a creer que la entrada por la cual el Seráfico estigmatizado hizo su postrer ingreso en la ciudad fue la Porta Nuova. Esta opinión nacía de la dificultad de sentar la ubicación de Satriano. Hoy, sin embargo, gracias a los estudios del eminente escritor medieval y franciscanófilo, el benemérito abogado Arnaldo Fortini, dignísimo magistrado de la ciudad, parece que se puede sostener con certeza que el camino recorrido por el Santo fue el que costea el valle del Tescio y desemboca en Porta Perlici. SAN FRANCISQUITO O SAN FRANCISCO «PICCOLINO» Con este diminutivo se conoce un pequeño establo, transformado en capillita desde el siglo XVII, que se encuentra en la calle de San Antonio, a pocos pasos de la casa de Bernardone, detrás del palacio de los Priores, al este de la plaza de Víctor Manuel. Dentro de estos pobres muros, ennegrecidos por el tiempo, refugio del asno y del buey, parece, según una piadosa tradición, que nació San Francisco, en septiembre de 1182. «A semejanza de N. S. Jesucristo, aquí nació San Francisco», afirma solemnemente una inscripción que puede leerse sobre los muros del minúsculo santuario. Pero la poética leyenda ha sido quizás urdida por historiadores posteriores, en el buen deseo de que el paralelismo entre el perfecto seguidor de Cristo y su divino Maestro apareciera ya desde la cuna. De todos modos la encontramos estampada por primera vez en un fresco de Benozzo Gozzoli (s. XV), en Montefalco. También se enseña hoy, en la casa que fue tienda de paños y telas, el arco de la puerta por la que salió la afortunada madre. Todo el habitáculo fue convertido en el siglo XVII en una capilla de forma de cruz griega, coronada por cinco cúpulas en honor de las sagradas Llagas. Este santuario, llamado «Iglesia Nueva» o «Chiesa Nuova», está lleno de vivos y dulcísimos recuerdos de la infancia de Francisco. Aquí pasó sus primeros años durmiendo o jugando bajo la vigilante mirada de su madre. Aquí le recibía ella con tanto cariño cuando volvía con los libros bajo el brazo, de la próxima escuela de San Jorge. Aquí invitó más de una vez a comer Francisco a los pobres y desgraciados, a quienes llevaba en su corazón y a quienes tanto bien hacía. Aquí, al tiempo que se preparaba para seguir a un caballero de Asís para unirse ambos a las huestes de Gualterio de Briena y combatir en la Puglia, tuvo la famosa visión del palacio lleno de armas y oyó una voz misteriosa que le decía: «Todo esto es para ti y tus soldados». Aquí, finalmente, estuvo encerrado bajo una escalera, que aún existe, cuando el padre indignado lo castigó por sus prodigalidades. Claro es que la visita a la casa de San Francisco sería más sugestiva si la piqueta demoledora hubiera respetado la casa de Pedro Bernardone. Por esto, mientras nuestros ojos se detienen sobre lo que la piedad inteligente nos ha conservado, la fantasía vuela queriendo reconstruir el conjunto, deseosa de conocer el hogar donde sonrieron los primeros afectos de aquel Santo que tan ricos y ardientes los tuvo. LA CATEDRAL DE SAN RUFINO Saliendo de la Chiesa Nuova y atravesando rápidamente la plaza principal de Asís, nos encontramos en una de las calles mejor conservadas de la ciudad, que conduce a San Rufino, la actual iglesia catedral. Cuando nació el Patriarca de los Pobres, el espléndido edificio estaba aún en construcción; empero las obras debían de estar muy adelantadas para que el futuro apóstol fuese traído el mismo día de su natalicio a este templo, donde fue bautizado con el nombre de Juan, por voluntad de Madonna Pica, en ausencia de su consorte, el cual, entusiasta de Francia, donde iba con bastante frecuencia con evidente provecho de su fortuna, a su regreso empezó a llamarle con el nombre de Francisco, nombre que le quedó, pasando bendito a la historia. Se dice que, durante la ceremonia del bautismo, un misterioso peregrino, que ya se había aparecido primeramente a las puertas de la casa aconsejando a la que iba a dar a luz que se retirase al establo vecino, se hizo ver de nuevo, pidiendo por favor el sostener por sí mismo en la sagrada fuente al recién nacido, predestinado, según aquél decía, a ser uno de los hombres mejores del mundo. Todavía hoy sobre una piedra del frente del baptisterio se puede admirar la huella que el celeste mensajero allí dejó en perpetua memoria de su presencia. El interior de la Basílica no tiene nada de extraordinario, tanto más que las naves fueron desgraciadamente rehechas en estilo barroco; la fachada, en cambio, rica en figuras simbólicas, con tres puertas y tres rosetones, conservada como fue trazada por Giovanni de Gubbio, es una de las más armoniosas creaciones del arte románico. Atravesando el presbiterio, para visitar las sillas del coro, bellísima obra de talla con incrustaciones de Giangiacomo de San Severino, demos una mirada también a las dos estatuas que representan una a San Francisco, debida al mágico cincel de Juan Dupré (1882), y la otra a Santa Clara, modelada por una de las hijas de Dupré, Amalia (1888). Finalmente, visitemos el pequeño oratorio, junto a la sacristía, en el lugar donde parece estaba antiguamente el huerto de los canónigos, en el cual se encontraba el Seráfico cuando, lleno de nostalgia por sus queridos hermanos de Rivotorto, bajó a visitarlos, como ya hemos narrado, sobre un carro de fuego; y creemos también que en esta misma Catedral, y ciertamente por influencia del Apóstol de Asís, fue sellada más tarde, en 1210, la pacificación de los Mayores y de los Menores de la ciudad, así como aquí mismo, dos años más tarde, Clara Scifi, la "pequeña planta" espiritual de San Francisco, debía recibir de manos del obispo el ramo de olivo, símbolo de su próxima, magnífica y espiritual victoria. LA BASÍLICA DE SAN FRANCISCO La tumba del Pobrecillo.- Se levanta sobre una roca, en el extremo de la ciudad. Desde cualquier parte que se mire la mole gigantesca de la Basílica, que la encierra, llena de estupor y de admiración aun al viajero más distraído. El Sacro Convento parece entonces una fortaleza inexpugnable, rodeada de numerosas y gallardas arcadas, defendida por torres que se elevan a los costados de la iglesia superior. Allí mismo, bajo aquel augusto templo, «primer milagro de nuestro arte resucitado», reposa desde hace más siete siglos el Esposo de la Dama Pobreza. Él mismo escogió aquella colina como cementerio, porque sobre ser llamado «Collado del Infierno», eran allí ajusticiados los malhechores. Pero desde el día en que fue allí enterrado el cuerpo bendito del Fundador de los Menores, aquella roca mudó de nombre, y vino a llamarse el «Collado del Paraíso». Acaso sepa el lector lo que sucedió en aquella circunstancia. El Ministro General de entonces, Fray Juan Parente, para hacer más solemne la función del traslado del cuerpo del Santo desde la iglesia de San Jorge a la nueva tumba, convocó en Asís el Capítulo General, en el afán de que una espléndida corona de hijos rodease el féretro del Patriarca el 25 de mayo de 1230. Pero la ceremonia no iba a desenvolverse con aquel orden que todos auguraban. Fray Elías, temiendo acaso que, al conocerse el lugar preciso de la inhumación de los restos, se intentase arrebatarlos por los envidiosos perusinos o por cualquier otro pueblo circunvecino, en el momento culminante de la procesión provocó un gran alboroto, durante el cual los magistrados, apoderándose violentamente del sagrado féretro que llevaban los Ministros del Santuario, lo llevaron al interior del templo, cerraron las puertas a toda prisa y allí, sin clero y sin testigos, colocaron las preciosas reliquias en el sarcófago de piedra preparado antes misteriosamente. Durante seiscientos años, aquella tumba cerrada e ignorada escondió a la humanidad los restos del cuerpo estigmatizado. Sólo en 1818, empezando de nuevo las afanosas pesquisas, después de cincuenta y dos noches de secreta y asidua labor, se llegó a descubrir un pobre esqueleto en el que pronto se identificaron los restos del Seráfico Padre. Al misterio que rodeó en los siglos pasados la tumba del humilde Pobrecillo va unida una simbólica leyenda: ¡El Apóstol de Asís fue encontrado derecho, en pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, en el fondo del sepulcro! Y, por cierto, que en la ciudad del Subasio está bien viva la memoria del Santo y en la conciencia del pueblo cristiano palpita todavía su espíritu. La iglesia inferior.- El ingreso a la iglesia inferior, así como a la del Sacro Convento, transformado en 1867 en colegio nacional de huérfanos del magisterio, y devuelto luego a los hijos de san Francisco, se encuentra en la gran plaza, rodeada de pórticos y extendiéndose majestuosa al lado sur de la triple basílica: ¡la magnificencia del doble pórtico, finamente trabajado en piedra y mármol, todo columnitas, encajes y calados, sorprende al que lo mira, que no acierta a pasar aquel umbral siete veces secular sin emocionarse profundamente! La baja bóveda romana, marcadamente arqueada, apoyada sobre enormes pilastras, parece hundida en un esfuerzo gigantesco para sostener y levantar la iglesia gótica, de una sola nave, que sobre aquella semeja elevar hasta el cielo la gloria del Seráfico. Hay en la primera una sombría suntuosidad, que parece simbolizar la humildad y la renuncia, la angustia del combate, el afán del alma que lucha en la prisión terrena. Mas, cuando sobre los antiguos frescos, a través de las magníficas vidrieras pasan torrentes de luz polícroma, semejante a una lluvia de flores, las pinturas parecen animarse y poblar la enorme nave y el templo de una vida que invade la mística soledad. Las maravillas de este «Templo de la belleza más sugestiva» son tales y tan copiosas, que sería absurdo pretender resumirlas en pocos renglones. Puede afirmarse que en todo el inmenso edificio no hay un solo palmo en donde el artista -Giotto y su escuela principalmente- no haya trazado una obra genial, o dado brillo a una historia. Las diez capillas laterales están enriquecidas por magníficos frescos, por vidrieras maravillosas, y por soberbios mausoleos. El crucero, sobre todo, embelesa. Bajo este cielo se ven pintadas, en un triunfo de azul y oro, las conocidas alegorías Giottescas, que cantan el poema de la Pobreza, de la Castidad y de la Obediencia de Aquel que fue todo seráfico en amor y mereció ascender, vestido de diácono, a la fúlgida gloria triunfal de los santos. La iglesia superior.- Pero apresurémonos a visitar la iglesia superior, bañada de luz por las vidrieras del siglo XIII, que Cristofani llama las más bellas de Italia, y sentiremos operarse en nosotros una profunda y espiritual transformación. Admirando los frescos que representan historias del Antiguo y del Nuevo Testamento, el estupendo altar mayor, el trono papal, con el baldaquino, y los capiteles esculpidos finamente, el gracioso y pequeño púlpito que mira al del pórtico abierto, y que tiene por tornavoz, digámoslo así, el azul intenso del cielo, brota el himno de la alegría con el suspiro de lo infinito. El retrato del Santo.- Entre las múltiples imágenes del Asisiense en los frescos de la Basílica superior del Santo, merece particular atención la imagen debida al pincel de Cimabue, el maestro de Giotto. Esta pintura, que forma parte de una suave composición cuya figura central es la Virgen de dulcísimo rostro celestial con el divino Niño en el regazo, no es tan sólo una acabadísima imagen del Pobrecillo, sino una verdadera joya histórica. Porque el genial artista parece haberse preocupado de delinear el rostro del Seráfico Padre, siguiendo las líneas características fijadas por Tomás de Celano en su bien conocido retrato literario: «Hombre de estatura mediana, tirando a pequeño; su cabeza, de tamaño también mediano y redonda; la cara, un poco alargada y saliente; la frente, plana y pequeña; sus ojos eran regulares, negros y candorosos; tenía el cabello negro; las cejas, rectas; la nariz, proporcionada, fina y recta; las orejas, erguidas y pequeñas; las sienes, planas; su lengua era dulce, ardorosa y aguda; su voz, vehemente, suave, clara y timbrada; los dientes, apretados, regulares y blancos; los labios, pequeños y finos; la barba, negra y rala; el cuello, delgado; la espalda, recta; los brazos, cortos; las manos, delicadas; los dedos, largos; las uñas, salientes; las piernas, delgadas; los pies, pequeños; la piel, suave; era enjuto de carnes; vestía un hábito burdo; dormía muy poco y era sumamente generoso. Y como era humildísimo, se mostraba manso con todos los hombres, haciéndose con acierto al modo de ser de todos» (1 Cel 83). Es verdad que el fresco ha sido retocado en la época barroca, pero todavía así, tal como está, representa felizmente al Santo de Asís, allí, en aquel ángulo de la escena deliciosa, todo absorto y como tímido en su actitud de humildad resignada y tranquila. Con rasgos somáticos el artista se esforzó en retratar el alma, el espíritu, el corazón del dulcísimo Poverello absorto en la contemplación de las cosas celestiales, en el ansia de cumplir la Regla de vida que lleva entre las manos, en la meditación de los dolores y muerte de Cristo. Cimabue completa aquí a Celano, añadiendo en la imagen los Estigmas, de los cuales es especialmente visible el del costado, a través de la larga hendidura de la tosca túnica. Si los artistas de los siglos posteriores, que intentaron de nuevo la representación iconográfica del Pobrecillo, hubiesen inspirado sus creaciones en este gran modelo, en lugar de seguir los caprichos de su fantasía, no existiría esa galería de retratos del Asisiense, muy numerosa, pero tan varia que, ofreciendo los más extraños contrastes, hace a veces imposible reconocer en ellos al Santo del amor. [Vittorino Facchinetti, O.F.M., Los Santuarios Franciscanos. Tomo II: Asís, en la Umbría. Barcelona, Biblioteca Franciscana, 1928, pp. 22-79 y 85-99] |
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