DIRECTORIO FRANCISCANO
Santuarios Franciscanos

EL ALVERNA SEGÚN YO LO VI
por Agustín Gemelli, o.f.m.

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El Señor me concedió una inmensa gracia: la de hacer el curso anual de ejercicios espirituales aquí en el Alverna, en el Santo Monte Franciscano, donde tanto rezó nuestro San Francisco a Nuestro Señor, y donde tanto sufrió por Él, que llevó impresa en su cuerpo la señal de amor.

Fue para mí una gracia muy grande; sobre todo porque amo hacer los ejercicios así: solo, solo, solo, después de un año de continuo y estéril contacto con los hombres; además, porque soy tan perezoso en la vida espiritual que, si no me recojo en un lugar donde los recuerdos sagrados despiertan los sentimientos más profundos, puede suceder que me entibie y no llegue a nada. El año pasado los realicé en una ermita camaldulense. Pasé diez días en una pequeña casa toda para mí, rodeada de un jardín y un pequeño muro. No veía a los frailes sino en el coro. Fueron días de paraíso. Sólo faltaba un poco de atmósfera franciscana, que obtuve recordando que tiempo atrás en el lugar de aquella ermita, había un pequeño hospicio de Terciarios franciscanos, retirados para santificarse en ese monte, entre los bosques.

Pero el retiro que más profundas señales dejó en mi alma lo hice, después de la gran guerra, en San Damián, es decir, en Asís, dulce cuna de la Orden franciscana, donde las toscas piedras de la iglesia, del pequeño coro, del convento hablan, a quien sabe entender, de San Francisco y de la primera hermana Clarisa. Hacía ya quince años que vestía el seráfico hábito y aún no había visitado ese santo lugar. Pero estoy hecho a mi manera. Ir a un santuario, entrar y salir, distraída y aturdidamente, celebrar la misa, luego una rápida mirada a los recuerdos y después afuera otra vez, no me basta, no me satisface, no queda nada en el alma. Me gusta visitar los santuarios con ánimo reposado, sin preocupaciones, sin premura, sin angustias de horarios ferroviarios, sin solicitaciones de caleseros, o combinaciones de trenes. Quedarme lo necesario para conocer cada piedra, para hacer revivir en cada rincón los recuerdos, para sentir su perfume. Nosotros, pobres mortales que no recibimos de Dios dones extraordinarios, debemos contentarnos con ver, comprender, sentir con los medios comunes; pero también podemos gustar de esta manera alegrías de paraíso.

Decía, pues, que hacía ya muchos años que pensaba subir al Alverna y hacer allí los santos ejercicios. Una vez llegué como hacen tantos otros, por un día o dos; un ligero sorbo que me dejó sed más ardiente de la que antes sintiera; y bajé del Monte Sagrado disgustado conmigo mismo y con quien me había conducido allí; porque permanecí frío e insensible, sin alegría y con la decepción de algunos contratiempos.

Ahora no; aquí me siento cómodo; tengo ante mí, íntegros, diez hermosos días, para orar y conocer la voluntad del Señor; diez días que comprenden la semana santa, y a los cuales me he dado el lujo de agregar otros dos, substrayéndolos a mis trabajos, para recorrer y explorar el monte con toda libertad.

En la estación de Florencia saludé a un amigó que había sido hasta allí mi compañero de viaje, e inicié mi viaje hacia el Alverna. Noté en mí un sentimiento que ya otra vez había experimentado al partir para los ejercicios. Es como si se partiera para otro mundo, para un mundo nuevo, hacia algo que orienta distintamente la vida. Cuando esto sucede, no consigo sofocar una cierta agitación en lo profundo del alma. La campiña toscana, maravillosa en su vivaz despertar, encendida ya de magníficos colores por el cálido sol primaveral, no me interesa. Trato de distraerme porque este estado de ánimo deja en el alma un sentimiento de malestar, de descontento. Observo las colinas de suaves ondulaciones. He aquí en el fondo a Fiesole, amado nido de vida franciscana; vuelvo a ver en mi memoria el interior de la bella iglesita; he aquí el Incontro, la solitaria ermita de San Leonardo de Puerto Mauricio; he ahí la Capponcina, la Abadía; más abajo, la ciudad, el Cupolone, Santa Cruz; y a uno y a otro lado del canino viñas que comienzan a vestirse de verde y campos de trigo que brota poniendo la tonalidad de un verde claro en el paisaje, y las bellas casas toscanas, grandes, macizas, con pocas ventanas, con las puertas abiertas que parecen una cordial invitación; y junto a cada casa, los cipreses, altos, obscuros, que se mecen en el cielo cortando el horizonte y que parecen haber sido puestos allí para velar sobre las pequeñas familias; una campiña apacible, rica, abierta como una sonrisa. Pero es vano el esfuerzo por interesarme en estos detalles que otras veces me han seducido con su belleza; me obsesiona un pensamiento: "¿Qué haré en estos días? ¿Cómo transcurrirán?" Y después, oculta en el fondo, la razón del malestar: "¿Qué querrá Dios de mí?" Y las más absurdas hipótesis sobre lo que Dios me pediría desfilan ante mí, despertando, como consecuencia, este otro pensamiento: "Y si esto me pide el Señor, ¿seré capaz de cumplir su voluntad?"

Trato de distraerme en otra forma: mis estudios, mis tareas, mis angustias, mis preocupaciones. Peor; el pensamiento insiste en volver allí de donde lo quería desviar. Pero desde el interior del alma prorrumpe de improviso una franca risotada al pensar que, si un partidario de la teoría de Freud quisiera aplicar el método psicoanalítico para descubrir la razón por la cual este pensamiento vuelve con tanta insistencia, quién sabe qué confirmación de la teoría descubriría. Decididamente, es necesario vencer la repugnancia. He ahí todo: "Escúchame, alma mía; este malestar que se manifiesta en ti respecto de lo que serán los ejercicios, se debe a la repugnancia que sientes por el sacrificio, por el renunciamiento que Dios te pide, por la renuncia a algo que te es demasiado querido. Pero ya estamos en el camino de los ejercicios y es necesario identificar el mal y determinar el remedio a adoptarse". Mas todo esto no te interesa, querido lector; tal vez no es oportuno decírtelo. No escribo esto para hablarte de mí, sino del Alverna según yo lo vi, según lo gusté yo.

* * *

El que viene de Arezzo para ir al Alverna advierte, en cierto momento, que está entrado en otro mundo. Arezzo, severa en su belleza, es el último saludo del mundo ruidoso. Luego se está preparado para subir al místico monte de la serena paz en el valle del Arno. Tal vez San Francisco recorrió muchas veces, viniendo de Asís, el valle del Tíber; pero también vino por aquí. Quizás, pienso, éste fue su camino la última vez, en 1224, hace ya siete siglos, cuando recibió los estigmas. Fue en agosto, para prepararse con un ayuno de cuarenta días a la fiesta de San Miguel, teniendo como compañeros a León, a Maseo y a Ángel. Ellos, como yo, siguieron el camino que sube, por detrás del curso del Arno, hasta Rassina y que, atravesando varias aldeas, al llegar al pie del Alverna, se desvía por el Valle Santo hacia la Romaña.

El tren corre veloz entre los viñedos; los campesinos que llenan el vagón hablan de bueyes, de abonos, y lo hacen en su lengua, matizada de expresiones que nosotros, lombardos, adivinamos más que comprendemos. Es una demostración de vida sencilla. Luego, en una curva, he aquí que de improviso se perfila en el horizonte el Alverna, el Alverna de mi San Francisco, con su cresta característica, como una enorme nave que surcara un mar inmenso y enfilara la proa hacia playas inexploradas. No he leído de nadie que haya venido aquí sin haber experimentado la impresión que desde lejos produce, por su forma característica, este Monte santo. Toda alma religiosa repite las palabras de San Francisco: ¡Salud a ti, Monte de Dios, Monte Santo, Mons coagulatus, mons in quo beneplacitum est habitare!

En la estación me recibió la sonrisa fraternal, buena, de un fraile que comenzó a hablarme de sus estudios como si la conversación hubiese sido interrumpida pocos momentos antes. Es un joven que está estudiando la historia del arte franciscano; pero de pronto se interrumpe, y me habla de cierto padre, muerto hace varios años, que había adquirido por sí mismo una gran cultura botánica, que había encontrado el modo de conservar las plantas en los herbarios con los colores de las flores como recién cortadas, que había hecho un maravilloso herbario. Yo lo dejaba razonar. ¡Qué maravillosa esta vocación franciscana! Atrae a los hombres de más diversa cultura, de más variadas tendencias, de niveles intelectuales comprendidos entre los dos extremos de la escala, y, mientras a todos hace vestir un mismo hábito, y a todo da una celda y un jergón, un crucifijo y una mesa, deja después que cada uno desarrolle su actividad por su camino, que puede ser enteramente distinto al de los demás, con una libertad, con una pasión y con un amor que es difícil encontrar en otras Ordenes religiosas. Por este camino se hizo artista el frailecito que aprendió a tallar en madera y fijar los rasgos de los hermanos en algunos tallados de la pequeña Iglesia de los Estigmas; he aquí otro artista, el organista del Alverna, que de su órgano saca maravillosas melodías, y otros más aún; hay en nuestros conventos obreros de todos los oficios, hombres de todas inclinaciones: desde el cocinero que repite las antiguas y sabias recetas, heredadas de los viejos, para hacer menos insípido el bacalao de la cuaresma, hasta el docto que se consume sobre los pergaminos para descifrar las sabias escrituras. Hay de todo en estas comunidades en las que no desaparece la individualidad y en las que cada uno cuida de hacer su trabajo. Se explica así que hayan existido vocaciones como la de San Bernardino de Siena, de San Jaime de la Marca, de San Juan de Capistrano, de San Leonardo de Puerto Mauricio, y así hasta los muchos santos y muchísimos beatos que la Iglesia ha elevado a los altares de todas las épocas. ¡Verdadero árbol maravilloso este árbol franciscano! Cuando parece seco, brota de él una nueva rama; siempre hay alguno que crea una nueva empresa; a veces, algunas que parecen las más descabelladas y las más irrealizables. ¿Deseáis un ejemplo relativamente reciente? Leed la vida del venerable Ludovico de Casoria. Por todas partes hay de estos hombres, en todo tiempo, en todo país, en todo convento; grandes hombres junto a hombres pequeños; hombres que consiguen realizar grandes empresas junto a hombres que concluyen comprendiendo que no son capaces de nada. Luego mueren, y nos olvidamos de ellos, de quien lo ha hecho, pero recordamos la obra, la empresa, como si fuese de un desconocido. Así está hecha esta tradición franciscana; es obra de la actividad más individual que existe en este mundo; cada uno trabaja por sí mismo en su empresa, sin que otros lo ayuden ni le den mucha importancia; después, cuando muere el hombre, queda la obra e ingresa en esta maravillosa y secular tradición franciscana que es mi patrimonio así como el de todos mis hermanos de religión. Esta tradición que volvemos a encontrar en nuestros antiguos conventos, a la que los amados frailes viejos están apegados y que para defenderla protestan contra los jóvenes que no saben y que la desprecian, esta tradición que es una poesía y un sufrimiento, porque para vivirla es necesario vivir con pasión esta vida nuestra de soledad de los pequeños conventos perdidos en la montaña, o esta vida febril de los conventos de ciudad, meta de todos los desventurados y de todas las almas en pena. ¿Qué es esta tradición? ¿De qué está hecha? No lo sé. Tal vez, si tratara de analizarla, ya no la encontraría. Sé, sin embargo, que la he comprendido sin que nadie me haya explicado jamás en qué consiste; y la he comprendido de pronto, cuando mi Provincial me vistió las seráficas ropas. Me encontré franciscano, más aún, me descubrí como tal, y descubrí que había nacido así; que si no hubiese sido tal, quizá no lo hubiera sido nunca, a pesar de todos los maestros; nací así, Dios me dio esta vocación; amaré, sufriré, gozaré, y así moriré bendiciendo a Dios que ha puesto también en mi pobre alma un poco del ideal de San Francisco.

* * *

La mula arrastraba penosamente el carro por las rapidísimas subidas. Un paisaje que cambia a cada paso. Bosques de hayas y de encinas; luego, un claro; luego, los abetos, raquíticos y raros al principio, majestuosos y numerosos después; otra vez, hayas; después, rocas pequeñas y pequeños valles; me vuelvo para mirar atrás; he ahí a mis pies el valle Santo que siete Obispos bendijeron cuando asistieron a la consagración de la pequeña iglesia de Santa María de los Angeles; allá, en el fondo, los negros bosques de Camaldoli; aquí Pratomagno, con sus laderas nevadas; en el fondo, Chitignano, donde naciera un querido viejecito que nos dejó a nosotros, franciscanos, algunos libros que hablan de Dios, de la Virgen, de los Santos en un toscano tan puro que es una delicia leerlos; después, Sarno, Dama; henos llegados a Case Nuove, lugares todos por los que pasó, bendiciendo, San Francisco. El Alverna ahora ya no se ve, escondido como está detrás de los bosques y de las pequeñas cumbres. Pero al llegar a un pequeño llano repentinamente reaparece en toda su majestad, con sus hayas todavía sin hojas, como brazos extendidos hacia el cielo; con sus oscuros abetos, con sus enormes rocas. La mula se detiene jadeando. No me atrevo a animarla con la voz. Callo, medito: "¿Qué querrá Dios de mí en este monte sagrado? ¿Qué gracias de reforma espiritual le pediré?" Y he aquí que de improviso baja, suave, un repicar: dos campanas graves, y a ellas hace eco una campanita de sonora voz. Es el saludo del mediodía: "¡Ave María!". ¡Cuánta paz! ¡Y nosotros nos agitamos tanto en la vida cotidiana y no conocemos estos oasis de paz!

Para nosotros, Frailes Menores, el Alverna forma, junto con la Porciúncula y con San Damián de Asís, el gran trinomio de Santuarios a los cuales venimos a beber, como a fuente perenne, el espíritu de San Francisco. La pequeña iglesia de Santa María de los Angeles, la Porciúncula, la iglesita que San Francisco amó con particular amor, donde la Virgen Santísima y Jesús le concedieron el inestimable tesoro del Perdón, la primera iglesia de la Orden, donde también Santa Clara fue admitida en la seráfica milicia, la pequeña iglesia celosamente custodiada bajo la cúpula del Vignola, que dicen ser tan bella, es el centro de la vida franciscana; porque allí, por medio de San Francisco, el Señor dispensa, aun hoy, sus gracias a sus hijos. San Damián es, en cambio, la cuna de la Orden, el convento ideal de la vida franciscana, es el templo de la pobreza; en él se recuerdan los primeros pasos de San Francisco en el nuevo camino por el que debía llevar tantas criaturas a imitar a Jesús. San Damián encierra el pequeño coro de Santa Clara de donde salieron o, al menos, fueron concebidas tantas obras franciscanas. Pero el Alverna es el Calvario de nuestro Padre; el Calvario que puso fin, aquí abajo, a su vida y a su apostolado.

Releamos las páginas de las Florecillas:

«Por último dijo messer Orlando a San Francisco:

-- Tengo en Toscana un monte muy a propósito para la devoción, que se llama monte Alverna; es muy solitario y está poblado de bosque, muy apropiado para quien quisiera hacer penitencia en un lugar retirado de la gente o llevar vida solitaria. Si lo hallaras de tu agrado, de buen grado te lo donaría a ti y a tus compañeros por la salud de mi alma.

Al escuchar San Francisco tan generoso ofrecimiento de algo que él deseaba mucho, sintió grandísima alegría, y, alabando y dando gracias, ante todo, a Dios y después a messer Orlando, le habló en estos términos:

-- Messer, cuando estéis de vuelta en vuestra casa, os enviaré a algunos de mis compañeros y les mostraréis ese monte. Si a ellos les parece apto para la oración y para hacer penitencia, ya desde ahora acepto vuestro caritativo ofrecimiento.

Dicho esto, San Francisco se marchó, y, terminado su viaje, regresó a Santa María de los Ángeles. Por su parte, messer Orlando, terminados los festejos de aquel cortejo, volvió a aquel castillo suyo que se llama Chiusi y se halla a una milla del Alverna.

Vuelto, pues, San Francisco a Santa María de los Ángeles, envió a dos de sus hermanos al dicho messer Orlando; cuando hubieron llegado, fueron recibidos por él con grandísima alegría y caridad. Y, queriendo mostrarles el monte Alverna, los hizo acompañar de más de cincuenta hombres armados para que los defendieran de las fieras salvajes. Con tal compañía, los hermanos subieron al monte y lo exploraron atentamente; por fin llegaron a un paraje muy recogido y muy apto para la contemplación, con una explanada; éste fue el lugar que escogieron para morada de ellos y de San Francisco. Y entonces mismo, con la ayuda de aquellos hombres armados que les acompañaban, levantaron un cobertizo de ramas de árboles. Así aceptaron y tomaron posesión, en nombre de Dios, del monte Alverna y del lugar de los hermanos en este monte. Después partieron y regresaron donde San Francisco.

Llegado que hubieron a él, le refirieron cómo y en qué manera habían tomado posesión del lugar en el monte Alverna, muy apropiado para la oración y la contemplación. Al oír San Francisco estas nuevas, se alegró mucho, y, alabando y dando gracias a Dios, habló a estos hermanos con rostro alegre, diciéndoles:

-- Hijos míos, se acerca nuestra cuaresma de San Miguel Arcángel, y yo creo firmemente que es voluntad de Dios que hagamos esta cuaresma en el monte Alverna, que nos ha sido preparado, por providencia divina, para que, a honra y gloria de Dios, de la gloriosa Virgen María y de los santos ángeles, merezcamos de Cristo consagrar aquel monte bendito con la penitencia.

Dicho esto, San Francisco tomó consigo al hermano Maseo de Marignano de Asís, que era hombre de gran discreción y de gran elocuencia; al hermano Ángel Tancredi de Rieti, que era muy cortés y había sido caballero en el siglo, y al hermano León, hombre de gran sencillez y candor, por lo que San Francisco lo amaba mucho y le tenía al tanto de casi todos sus secretos. Con estos tres hermanos se puso San Francisco en oración; terminada ésta, encomendándose a sí mismo y a sus compañeros a las oraciones de los hermanos que se quedaban, se puso en camino con los tres, en nombre de Jesucristo crucificado, hacia el monte Alverna» (Consideración I sobre las llagas).

Obtenido el precioso don, San Francisco volvió muchas veces al Alverna a hacer oración, y aquí pasaba sus días en la oración.

Reproduzco una página bella de la vida de San Francisco de Asís, de Celano:

«Francisco buscaba siempre lugares escondidos, donde no sólo en el espíritu, sino en cada uno de los miembros, pudiera adherirse por entero a Dios. Cuando, estando en público, se sentía de pronto afectado por visitas del Señor, para no estar ni entonces fuera de la celda hacía de su manto una celdilla; a veces -cuando no llevaba el manto- cubría la cara con la manga para no poner de manifiesto el maná escondido. Siempre encontraba manera de ocultarse a la mirada de los presentes, para que no se dieran cuenta de los toques del Esposo, hasta el punto de orar entre muchos sin que lo advirtieran en la estrechez de la nave. En fin, cuando no podía hacer nada de esto, hacía de su corazón un templo. Enajenado, desaparecía todo carraspeo, todo gemido; absorto en Dios, toda señal de disnea, todo visaje.

Esto en casa. Pero, cuando oraba en selvas y soledades, llenaba de gemidos los bosques, bañaba el suelo en lágrimas, se golpeaba el pecho con la mano, y allí -como quien ha encontrado un santuario más recóndito- hablaba muchas veces con su Señor. Allí respondía al Juez, oraba al Padre, conversaba con el Amigo, se deleitaba con el Esposo. Y, en efecto, para convertir en formas múltiples de holocausto las intimidades todas más ricas de su corazón, reducía a suma simplicidad lo que a los ojos se presentaba múltiple. Rumiaba muchas veces en su interior sin mover los labios, e, interiorizando todo lo externo, elevaba su espíritu a los cielos. Así, hecho todo él no ya sólo orante, sino oración, enderezaba todo en él -mirada interior y afectos- hacia lo único que buscaba en el Señor» (2 Cel 94-95).

He reproducido este pasaje pues es particularmente apto para hacernos conocer y comprender a San Francisco.

Había llegado a ser, al final de su vida, el hombre del dolor, de la pobreza, del renunciamiento, porque era el hombre del amor.

Sin embargo, San Francisco es presentado por algunos como el hombre de la alegría, como el hombre de la naturaleza, como el artista, el poeta; otros creen descubrir el secreto del espíritu franciscano en la pobreza, es decir, en un total renunciamiento de todo.

Los primeros se detienen a considerar el San Francisco de los primeros años, cuando, hecho heraldo del gran Rey, recorría las calles de Asís cantando: "El amor me ha abrasado". Estos no advierten que la contemplación de la naturaleza tenía para San Francisco un significado particular, pues le hacía encontrar a Dios y le sugería las palabras con que alabarlo y cantar sus grandezas. Pero no ven que San Francisco fue el hombre del sufrimiento y de la penitencia. Estos rasgos de su fisonomía escapan a quienes no saben doblar la dura cerviz de la inteligencia para reconocer lo sobrenatural; no ven sino a un San Francisco hombre, demasiado hombre, artista, demasiado artista, amante de la naturaleza, demasiado amante de la naturaleza.

Pero tampoco los otros comprenden quién fue San Francisco; lo limitan exclusivamente en el celoso cuidado de la pobreza, el punto céntrico de la vida franciscana, sin ir a la fuente de la misma.

Puede comprenderse cómo todos ellos se formaron su propia convicción. No es necesario repetir las páginas de las Florecillas, del Espejo de Perfección, de las dos vidas de Celano, de la de San Buenaventura, de las otras fuentes franciscanas para reconocer que todo esto existe en San Francisco; existe el amor por la naturaleza que habla de Dios; existe el poeta que expresa en el verso la plenitud del alma; existe la delicadeza del hombre que habla a los pájaros del espacio y acaricia al hermano lobo; existe el celoso guardián de la pobreza con la que contrae espirituales nupcias. Pero estos sentimientos no son sino la base sobre la cual la gracia construirá un maravilloso edificio espiritual; la naturaleza con su belleza y con los encantos de sus montes y de sus selvas, la naturaleza que habla en sus flores y en sus pájaros, no es sino un instrumento para conocer a Dios. Todo sirve a Francisco para arrobarse en la contemplación de Aquel que murió por nuestro amor. Maravillosa sabiduría, gracias a la cual los hombres que no son capaces de llegar directamente a Dios son llevados a conocerle por medio de los sentimientos humanos.

No es tampoco elemento fundamental del espíritu franciscano, por mucha importancia que tenga, la misma pobreza. Es verdad: San Francisco recomienda a sus hijos no ofender en modo alguno a dama Pobreza; y nuestros "lugares" (como llamaba el Santo a nuestras moradas), y nuestras celdas y toda nuestra vida deben adaptarse a los preceptos de la santa Pobreza. Pero la vida franciscana no se restringe a la búsqueda de la pobreza, aunque ella sea sublime virtud. San Francisco recomienda así, y recomienda amar la Pobreza: «En la medida en que los hermanos se alejan de la pobreza, se alejará también de ellos el mundo; buscarán y no hallarán. Pero, si permanecieren abrazados a mi señora la pobreza, el mundo los nutrirá, porque han sido dados al mundo para salvarlo» (2 Cel 70). La pobreza es un medio, y el medio más poderoso para atraer las criaturas a Dios.

El elemento fundamental del Franciscanismo es el amor de Dios, este amor que consumió al Pobrecillo y que lo llevó a buscar asilo de paz en el Alverna.

«Yo creo -dijo Francisco a sus hermanos- que a nuestro Señor Jesucristo le agrada que moremos en este monte solitario, ya que tanta alegría muestran por nuestra llegada nuestros hermanos los pájaros» (Consideración I). Y después de haber explicado a los hermanos León, Maseo y Ángel cómo debían vivir, agregó: «Este es el modo de vivir que he determinado para mí y para vosotros. Y, puesto que me voy acercando a la muerte, es mi intención estar a solas y recogido en Dios, llorando ante Él mis pecados. El hermano León, cuando le parezca bien, me traerá un poco de pan y un poco de agua; y por ningún motivo habéis de permitir que se acerque ningún seglar, sino que vosotros les responderéis de mi parte» (Consideración II).

Y heme aquí también a mí para meditar sobre mis pecados, para rezar, para recogerme en Dios.

Desde que puse los pies aquí, desde que los hermanos salieren a mi encuentro saludándome con renovado regocijo, casi como si fuera yo quien los honrara viniendo, se apoderó de mi alma una alegría, una fe, una serenidad, tan grande, como raramente sintiera anteriormente.

Angustias, dolores, me parecen cosas lejanas, y aún más: sé que dentro de pocos días deberé volver a la lucha, al trabajo duro y fatigoso de todos los días, al lugar en que el Señor me ha colocado; conozco bien las dificultades y los dolores que me esperan, como en una encrucijada; pero ya todo me parece más fácil. Tengo tanta alegría en el corazón que me sobrecoge la duda de que tal vez no haya venido aquí suficientemente compenetrado de la decisiva importancia que tienen en nuestra vida los ejercicios espirituales. Pero luego me recobro; hice una corta visita a todas las capillas erigidas en recuerdo de las distintas estadías y de los distintos episodios de la vida de San Francisco; volví a ver la querida capilla de los Estigmas, el lecho de San Francisco, su celda, la pequeña iglesia; me he deleitado ante las cerámicas de Della Robbia; volví a encontrar el coro, amplio, luminoso, con los jóvenes novicios atentamente recogidos; visité el refectorio, la larga fila de celdas; los rústicos patios que te hacen perder el norte como las vueltas de un laberinto; visité las huertas; me mostraron el capelo del Cardenal Ferrari que vino aquí a rezar antes de morir y que aquí comprendió por primera vez, me lo dijo él mismo, lo que quiere decir ser terciario franciscano; volví a encontrar a algunos viejos frailes que vieron las tempestades del Alverna; me arrodillé en todos los lugares cuyos nombres la tradición une a la vida de San Francisco y de sus compañeros, más tarde, me encerré en la celda que me fue asignada, una celda pobre y desnuda y por esto más querida.

Me sirve, con una gracia conmovedora, un joven lego, llegado de Albania para hacerse fraile; cuando se arrodilla a mi lado para preguntarme qué es lo que deseo, tiene ciertos gestos infantiles y ciertas delicadezas que me recuerdan a fray León, ovejuela de Dios.

Heme aquí solo, delante de Dios, para rendirle cuenta de un año de vida y para pedirle luz y fuerza. Intento abrir la valija y sacar mis cosas, pero siento que algo se enternece en mí; los ojos se me nublan; las lágrimas caen cálidas; y me encuentro de rodillas besando esta sagrada tierra.

¡Señor, dame la fuerza y el valor para hacerme santo!

Es necesario visitar de noche la capilla de los Estigmas, lugar sagrado donde Jesucristo quiso mostrar a su siervo que había llegado a la cima del Calvario en su imitación. Había yo esperado ese momento ansiosamente. Sabía que el Señor había dado, en esa hora, tanta luz a tantas almas franciscanas llegadas aquí para apaciguar su sed en la fuente de agua viva. Se cena cuando el sol aún no se ha ocultado; se recoge cuando el cielo está aún rosado allí donde el sol se ha puesto. Pero en la espera, no dormí; estaba ya en pie, listo, cuando las campanas a medianoche anunciaron maitines. El oficio divino terminó rápido. Recité los salmos de maitines y de laudes sumergido en un único pensamiento: la capilla que recuerda los estigmas.

Quien no ha visitado el Alverna difícilmente puede darse cuenta de lo que es esta pequeña iglesia y de lo que ella evoca. No trataré de decirlo. Pero es necesario que diga algunas palabras para seguir el curso de mis pensamientos.

El monte del Alverna es un monte rocoso, calcáreo, sobre el que las hayas y los abetos han crecido formando una maravillosa corona. Aquí y allá se muestran desnudas rocas, enormes peñas, columnas colosales; una parte del monte se precipita al fondo del valle y las rocas que permanecen erguidas tienen un aspecto salvaje. Algunas peñas se han desprendido en parte y se mantienen gracias a un milagroso equilibrio; sobre otras se han asentado las hayas y sus raíces abrazan a las rocas en contorsiones extrañas. Las rocas, en parte desnudas, en parte cubiertas de vegetación, presentan un aspecto horrible y salvaje; entre ellas San Francisco escogía sus lugares preferidos para la oración; he aquí el "Sasso Spico": una enorme piedra que permanece como sostenida en el aire y bajo la cual se refugiaba el Santo para rezar; más allá, en una caverna, está el lecho de San Francisco, es decir, otra piedra sobre la que se arrodillaba para rezar y sobre la que se recostaba para descansar. Sobre una de estas enormes rocas es precisamente donde hoy se levanta a pique la pequeña iglesia de los Estigmas y donde más frecuentemente se retiraba el Santo en la última visita al Alverna, en 1224. Una roca separada del resto del monte; para llegar a ella fray León y fray Maseo tendían maderos sobre el precipicio; por estos pasaba el Santo, que se retiraba completamente solo a una choza de barro y ramas construida a la sombra de una gran haya.

Aquí la noche del 14 de septiembre de 1224 ocurrió el milagro de la estigmatización. Para recordarlo, los religiosos van todas las noches en procesión a ese lugar sagrado.

Parten de la iglesia grande después del Oficio: precede un novicio que lleva una gran cruz; a su lado otros dos novicios con dos grandes linternas; lo siguen de dos en dos los religiosos salmodiantes: un canto lento, grave, solemne: Crucis Christi Mons Alvernae / Recenset mysteria, / Ubi salutis aeternae / Dantur privilegia: / Dum Franciscus dat lucernae / Crucis sua studia...

Sigo la procesión con los religiosos; la noche está ya entrada; son casi las dos, pero no siento ningún cansancio; el canto sale espontáneo y lento de los pechos y, sin embargo, repito: "Hoc in monte vir devotus, specu solitaria, pauper, a mundo semotus, condensat jejunia, vigil, nudus, ardens totus, crebra dat suspiria". He aquí por qué no me benefician las oraciones -comento en mi corazón-, no soy suficientemente pobre, no estoy suficientemente alejado del mundo, suficientemente atento contra las tentaciones, suficientemente despojado de deseos, suficientemente ardiente de amor. Un viento frío que llega del portal de la iglesia me llama a la realidad del momento; las estrellas están altas, esplendorosas en un cielo profundo; adivino el perfil de los montes; es un instante; hénos de nuevo en el corredor semioscuro. El canto prosigue lento y grave. Los frailes caminan todos con la cabeza inclinada, meditando sus problemas. Por aquí pasaba San Francisco por la noche; hasta aquí lo acompañaba fray León, ovejuela de Dios. Una pequeña ventana me deja adivinar los lugares donde San Francisco pasaba las noches en vela; se filtra un tenue rayo de la luna que surge de entre las nubes; y las rocas y los árboles se aclaran bajo esa lluvia de luz. Todavía algunos pasos; una serie de capillas; los nombres vienen a la memoria. Aquí vino San Buenaventura, y aquí escribió el Itinerarium mentis in Deum; aquí vino San Antonio a inspirarse para su enseñanza teológica; aquí vino San Leonardo de Puerto Mauricio para animarse a la predicación de las Misiones. Y yo ¿qué obtendré para mi alma?

Estamos en la pequeña iglesia. La cerámica de Della Robbia, iluminada por la luz de la linterna, vuelca en la iglesia la fascinación de su sugestiva belleza.

Jesús está en lo alto, sobre la cruz; ha reclinado su cabeza; el cuerpo descansa después del sobresalto de la muerte. Todo está consumado. Al pie de la Cruz, María, en cuyo rostro se refleja lo irremediable, tiene la vista fija en el vacío; también ella ha ofrecido todo lo que podía dar; San Juan, del otro lado, contempla al Maestro. Parece sereno, recuerda tal vez las últimas palabras, espera la Resurrección. Y he aquí, a un lado, San Francisco que abre los brazos y presenta el costado a la estigmatización que renueva en él el dolor de la crucifixión; más allá, San Jerónimo que se golpea el pecho con una piedra. La luna y el sol asisten llorando desde lo alto, y, desde más alto todavía, el Padre y el Espíritu Santo bendiciendo, dominan la visión; todo alrededor, los ángeles adoran con actos de dolor, quienes con las manos juntas, quienes cubriéndose el rostro. Es el cuadro de la Pasión tal como nosotros, franciscanos, gustamos figurárnoslo desde el Giotto hasta hoy, como nos lo ha enseñado Francisco; el cuadro de la Pasión que nos ha hecho Misioneros de ese Divino Amor que todo pudo, hasta la muerte, "y una muerte de cruz".

Soy todo ojos. Los novicios que llevan la cruz y las linternas, las depositan; luego, de dos en dos, se arrojan al suelo para besar la roca sobre la cual estuvo San Francisco en aquella memorable noche. Y se reinicia el canto; he aquí la antífona: Signasti, Domine, hic, servum tuum signis Redemptionis nostrae: «Aquí sellaste, Señor, a tu siervo con el sello de nuestra redención».

En cierto momento no queda sino arrojarse al suelo y rezar. Lo exige la ceremonia, y yo lo hago con ardor: «Concédeme, Señor, un verdadero espíritu franciscano; el mundo debe ser conquistado para Ti; no te ama. Para conducirlo a Ti se necesitan buenos obreros, siervos fieles, almas abrasadas de amor. Concédeme todo esto; que descienda de este monte habiendo comprendido mi deber y poseyendo las fuerzas necesarias de renunciamiento para cumplirlo. Señor, ten piedad de mí, que siento repugnancia por el sacrificio; concédeme la fuerza para servirte hasta el fin».

Me levanto sereno. El canto es ahora alegre y festivo. Son las letanías de la Virgen. La invocamos porque ella es la consoladora de los afligidos y porque es el refugio de los pecadores. La procesión se reinicia lenta; la cruz y los fanales son llevados por jóvenes novicios; junto a mí, camina un viejo; adelante, un fraile joven, robusto y gallardo, en la plenitud de sus fuerzas. ¡Adelante, santa milicia de Francisco, el mundo te espera para sus luchas, para tus santas victorias; adelante, hasta que el reino de Cristo se establezca en la tierra, siempre adelante!

Después de un día de lluvia, de viento, de humedad, mientras ceno, el sol quiebra las nubes y entra con decisión por las ventanas del refectorio. Un sol de atardecer como se ve únicamente en Toscana y Umbría; un sol que desprende rayos hechos de un polvo de oro que da a las cosas, a los montes sobre todo, pero también a las nubes, un tinte violáceo, luego púrpura; algo tan vivo que llega directamente al corazón; al verlo se enmudece y se siente apretada la garganta, tan repentina y fuerte es la impresión. Ante esa ola de luz, el musgo acumulado debido a la lluvia y a la humedad desaparece de golpe. Y veo los montes de los alrededores incendiados por el crepúsculo y, en el fondo, más oscuros, los valles; en el cielo, suaves extractos de nubes, negras en la parte superior, violáceas y purpúreas en la inferior, se extienden como bandas, a semejanza de lo que se ve en ciertos cuadros antiguos que todos conocemos y amamos; el aire es el dulce aire del crepúsculo lleno de la tristeza y de la tranquilidad del paisaje toscano.

Todo esto vi, y en seguida formulé en la mente un propósito: con un pretexto, fácil a un religioso que no pertenece a la familia, me propongo salir del refectorio, llegar de un salto a la gran terraza sobre el valle y beber toda esta belleza de un sorbo, para llevármela a Milán, como recuerdo querido para evocar en ciertos días de niebla. ¿Y si hiciese un pequeño renunciamiento por amor a Nuestro Señor, para pedirle que esta noche, a maitines, me conceda su luz, esa luz que no teme las nieblas de Milán?

Detuve las piernas prontas a ponerse en movimiento y me dispuse a comer con rapidez la sabrosa ensalada de mi cena cuaresmal.

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CONTINÚA

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