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SAN DAMIÁN |
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San Damián, verdadero oasis de serenidad y de paz, surge en medio del verde de los cipreses, de los viñedos y de los olivos, bajo el declive del Subasio, fuera de Porta Nuova, al oriente de la ciudad. Llégase allí después de diez minutos de camino por una senda campestre, llena de encantos y sonrisas, y aparece rodeado de toscos muros, como de austero y blanco collar. En los tiempos del Pobrecillo no era más que una pobre capilla, dedicada al Santo Mártir cuyo nombre lleva; pertenecía a los Canónigos de la Catedral, los cuales, como estaba casi completamente en ruinas y por todos abandonada, la cedieron con gusto a Francisco, en los primeros tiempos de su conversión. El piadosísimo joven había aprendido a amarla en aquellos días de lucha y de congoja en que pensaba abandonar el mundo y se dedicaba con entusiasmo al servicio de los pobres y de los leprosos, alternando aquellos cuidados con largas y ardientes oraciones solitarias ante la imagen del Crucifijo que se levantaba sobre el altar de la pequeña capilla. Una mañana, mientras Francisco rogaba con extraordinario fervor al Altísimo para que se dignase hacerle conocer su divina voluntad, se animó el rostro del Cristo y por tres veces dejó salir de los labios estas palabras: «Ve, Francisco, y repara mi iglesia que se cae». El joven, volviendo tembloroso la mirada en torno suyo, notó que la capilla tenía urgente necesidad de ser restaurada, y se ofreció en seguida a seguir el mandato del cielo. Empezó regalando a D. Pedro, el viejo custodio del santuario, su bolsa, rogándole tuviese siempre encendida una lámpara, por él, delante de la imagen del Crucifijo. Luego corrió a su casa, cargó su caballo de telas preciosas, las vendió todas en el mercado de Foligno y entregó lo recaudado en manos del sacerdote. Después de la prisión en la cárcel familiar, la renuncia de la propiedad hecha a los pies del Obispo y el noviciado en el hospital de Gubbio, el Pobrecillo de Dios volvió nuevamente a San Damián para empezar la restauración de la capilla, con las piedras mendigadas en limosna. Con la alegría del pajarillo que construye a sus pequeñuelos un blando nido viósele laborar día y noche en torno de la capillita, y a los que se maravillaban de ver al antiguo rey de los convites y de las fiestas transformado en un sencillo albañil, Francisco se contentaba con responderles: «Venid más bien a ayudarme también vosotros en esta obra, porque pronto surgirá aquí un monasterio de mujeres, cuya santa vida dará gloria, en toda la Iglesia, al Padre Celestial». El místico y pequeño coro La profecía del Pobrecillo no tardó en cumplirse. Estamos en 1212. Clara Scifi, la virgen pura elegida por Dios para ser colaboradora de Francisco en la restauración religiosa y social que la Providencia le confiara, ha cumplido ya su heroico sacrificio sobre el altar de la Porciúncula. El Padre santo, después de la breve estancia en Bastia, la manda a vivir en el monasterio de benedictinas de San Pablo de Panzo, donde se le une su hermana Inés. Pero tampoco será esta la morada estable de las seráficas palomas, porque habrían de tener su nido en la soledad de San Damián. Y un día de aquella florida primavera seráfica, las fundadoras de las Clarisas dejaron el hospedaje en la Abadía para encerrarse en pobre claustro franciscano, cercano al devoto santuario, que poco después había de ser rodeado por el dormitorio de las hermanas, el coro donde recitaban el oficio, y el refectorio encima del cual estaba la enfermería. Desde aquel día, no obstante las ampliaciones hechas posteriormente para adaptarlo a la morada de los religiosos, bien poco es lo que se ha cambiado en San Damián, «la roca espiritual de la señora pobreza», que habla a nuestro corazón el más místico de los lenguajes. En efecto, allí la piadosa plantita del bienaventurado Francisco, rodeada de sus virginales hermanas, hizo una vida de oración, de pureza, de caridad, de inmolación y de sacrificio. Confiando en su Esposo eucarístico, pudo un día desde aquellos muros echar a los sarracenos que rodeaban y asediaban la ciudad y habían ya asaltado el monasterio; desde la pequeña puerta que servía a las hermanas para recibir la santa comunión, Clara con sus hijas pudo mirar por última vez las reliquias del dulce Padre y Maestro, contemplar los restos transfigurados por el dolor y por el amor, besarle devotamente los prodigiosos estigmas. El minúsculo coro, tan recogido, tan sencillo, tan pobre, con los toscos bancos, y los facistoles de madera apenas desbastada, que sirvió ya de prodigioso refugio a Francisco perseguido por la cólera paterna, bien merece una ilustración particular. Todo el que lo visita se queda aún hoy conmovido por tanta sencillez. Arrodillándose por algunos instantes en aquella tabla carcomida, dejándose embriagar el espíritu del silencio fascinador que envuelve el mísero oratorio ¿no sentís el perfume angélico de las Damianitas sepultadas allí cerca? ¿ No veis entrar de nuevo, devotas y modestas, a las piadosas religiosas, llamadas de sus celdas al son de la campanilla de Clara, para venir a saludar al Esposo, cantando los divinos oficios, leyendo en el breviario miniado por Fray León? El refectorio de Santa Clara Otro lugar que conmueve profundamente el alma de los piadosos visitantes del santuario de San Damián, es el antiguo refectorio, que se conserva casi como estaba en el tiempo en que servía de cenáculo a las pobres religiosas. En las paredes ennegrecidas y en el pavimento desgastado vénse vivas las huellas de siete siglos de historia. También los toscos tableros de la mesa, carcomidos, son todavía los que sirvieron a Clara y a sus hijas para su frugal comida; una pequeña cruz de madera amarilla incrustada señala el puesto que solía ocupar la santa Abadesa. Aquí, en el año 1228, Gregorio IX, encontrándose en Asís, quiso visitar, según es costumbre, a las santas Damianitas para hablar con ellas de cosas divinas, y sucedió el prodigio registrado en el capítulo XXXIII de las Florecillas: «Mientras se hallaban así entretenidos en divinos razonamientos, Santa Clara hizo preparar las mesas y poner el pan en ellas, para que el Santo Padre lo bendijera. Concluido el coloquio espiritual, Santa Clara, arrodillada con gran reverencia, le rogaba tuviera a bien bendecir el pan que estaba sobre la mesa. Respondió el Santo Padre: -- Hermana Clara fidelísima, quiero que seas tú quien bendiga este pan y que hagas sobre él esa señal de la cruz de Cristo, a quien tú te has entregado enteramente. -- Santísimo Padre, perdonadme -repuso Santa Clara-; sería merecedora de gran reproche si, delante del Vicario de Cristo, yo, pobre mujercilla, me atreviera a trazar esta bendición. -- Para que no pueda atribuirse a presunción -insistió el Papa-, sino a mérito de obediencia, te mando, por santa obediencia, que hagas la señal de la cruz sobre estos panes y los bendigas en el nombre de Dios. Entonces, Santa Clara, como verdadera hija de obediencia, bendijo muy devotamente aquellos panes con la señal de la cruz. Y, ¡cosa admirable!, al instante apareció en todos los panes la señal de la cruz, bellísimamente trazada. Entonces comieron una parte de los panes, y la otra parte fue guardada en recuerdo del milagro. El Santo Padre, al ver el milagro, tomó de aquel pan y se marchó dando gracias a Dios, dejando a Santa Clara con su bendición». El refectorio de las Clarisas está ahora ocupado por los Menores, que habitan el convento y custodian el santuario. Los devotos pueden verlo por una pequeña ventanilla abierta en el coro. No es raro el ver dentro a cualquier pintor afanoso de reproducir aquel ambiente sugestivo y poético, imaginándose tal vez sentadas en la parca mesa y atentas, más que al alimento del cuerpo al sustento del espíritu, a las inocentes comensales. El jardincillo También Francisco, sobre todo en los primeros tiempos de la fundación de la Orden, solía retirarse a San Damián para conversar sobre temas espirituales con la hermana Clara y las demás religiosas, para descansar algo de las fatigas del apostolado, y edificarse contemplando y admirando los ejemplos de virtud de los que cada una de aquellas místicas esposas de Nuestro Señor era una radiante encarnación. La visita más memorable de todas fue la del otoño de 1225, cuando habiendo ya recibido de Cristo el último sello sobre la roca de la Verna, el Pobrecillo de Dios se retiró cerca de aquel asilo de paz, donde Santa Clara se apresuraba a construir con sus manos virginales, próxima al minúsculo jardincito, una pequeña cabaña para el dulce Maestro. Ocurrió que una mañana, mientras el sol se levantaba sobre el horizonte, y los pájaros entonaban sus canciones de amor, y el viento cantaba entre los cipreses, y las flores sonreían en torno, y la hermana agua murmuraba cerca, y todas las maravillas del poético valle espoletano se desplegaban ante sus ojos, Francisco, en aquel mismo pequeño jardín, improvisó las primeras estrofas del Cántico del Hermano Sol: Altísimo, omnipotente, buen
Señor, A ti solo, Altísimo, corresponden,
Loado seas, mi Señor, con todas tus
criaturas, Y él es bello y radiante con gran
esplendor, Loado seas, mi Señor, por la hermana
luna y las estrellas, Loado seas, mi Señor, por el hermano
viento, Loado seas, mi Señor, por la hermana
agua, Loado seas, mi Señor, por el hermano
fuego, Loado seas, mi Señor, por nuestra
hermana la madre tierra, Inútil todo comentario al himno maravilloso, celeste poema de fraternidad y de amor, alba radiante de la Divina Comedia, primera página de la literatura italiana. Notaremos solamente con Nediani que «jamás cántico humano y divino a la vez fue entonado en lugar más santo y más puro, más lejos del mundo y más cerca de Dios». Las dos estrofas del perdón y de la muerte fueron añadidas poco después en circunstancias diversas; pero entonces ciertamente que del corazón del Seráfico Padre brotó otra estrofa peregrina que no fue transcrita por la pluma de los hagiógrafos: Laudato si', mi Signore, per sora nostra
Chiara, Vittorino Facchinetti, O.F.M., Los Santuarios Franciscanos. Tomo II: Asís, en la Umbría. Barcelona, Biblioteca Franciscana, 1928, pp. 100-119. |
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