DIRECTORIO FRANCISCANO
San Francisco de Asís

FRANCISCO, HOMBRE DE FE

por Gilbert Forel, o.f.m.cap.

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Con frecuencia hablamos y pensamos en el Francisco ya convertido, santo, en el que la gracia se ha posesionado de toda su persona y el Espíritu del Señor aflora a su antojo produciendo esos efectos que cautivan a cuantos contemplan al Poverello. Con menor frecuencia solemos reflexionar en el largo camino de conversión que Francisco recorrió y en su marcha por los senderos de la fe, no siempre luminosos.

Revisiones, progresos, cambios... Tales han sido, tales son todavía las palabras clave a través de las cuales la conciencia cristiana ha expresado la gran esperanza y la renovación de la Iglesia-en-Concilio. Si bien la esperanza permanece y la renovación se afianza, aparece hoy un malestar en el plano de la fe. No se sabe ya lo que es verdadero y lo que no lo es o lo es menos. Surge la pregunta: ¿En su metamorfosis conciliar, habrá perdido la fe sus cimientos? ¡De ninguna manera!, responden publicaciones cuyo número y títulos acusan la extensión del malestar más que suprimirlo: ¿Qué es necesario creer?

Esperar de Francisco la respuesta a semejante pregunta, ¿no es refugiarse en un pasado encantador y anticuado, y esquivar finalmente de forma cómoda la actual revisión? Este sería el caso, sin duda, si la fe no fuese más que una armonización de fórmulas y de dogmas a los que se prestaría su asentimiento de una vez por todas con ocasión, por ejemplo, del bautismo. De hecho, «credo» significa «yo creo», es decir, expresa un acto. Creer es reconocer, encontrar a Alguien, y amarlo. Si hacemos oposiciones al título de creyente al recibir el bautismo, ello no quiere decir que nos convirtamos en propietarios de la fe que se nos da. La fe no se posee jamás, no se adquiere jamás definitivamente. Su objeto no es un dogma o una idea sino una Persona, y nunca se acaba de escrutar el misterio que es toda persona, humana o divina.

San Francisco es considerado como el hombre que más se ha identificado con Cristo. Así se comprende que su acto de fe pueda, a pesar de los siglos que nos separan, proyectar alguna luz sobre el nuestro, a semejanza de esas estrellas, hace tiempo apagadas, que iluminan aún nuestra noche. Además, no vamos a examinar el contenido nocional de la fe del Poverello, sino sólo algunas experiencias mayores de su vida, a través de las cuales se trasparenta la andadura de una fe vivida.

Como la mayoría de nosotros, Francisco recibió muy pronto el bautismo (1 Cel 1). Bien temprano acumuló el conjunto más o menos coherente de nociones teológicas y morales que constituía el bagaje normal del buen cristiano de su época. Mas para que esta fe recibida se tornara fe vivida, Francisco tuvo que pasar tales nociones por la criba de la vida y de sus experiencias.

De los sueños de juventud a la fe en Jesucristo

Francisco se vio, en sueños, en la casa paterna, repleta de las armas de que se servían los caballeros. En el centro de la visión, una bella dama que él consideró de buenas a primeras como su novia. Una voz le anunció que estas armas eran para él y para sus soldados (2 Cel 6). En sí misma, esta visión no tiene nada de extraordinario. Como todos los buenos adolescentes, Francisco proyectó en su imaginación el porvenir que más le agradaba: amor, caballería... Pero la voz que se hizo oír es más significativa. Es la voz de un ser que se interesa por él y por su porvenir; ser misterioso, poderoso, que le promete llevar a buen término este sueño de juventud. Todo adolescente experimenta ciertamente la necesidad de que un adulto tome en serio sus proyectos para el futuro y le ayude a realizarlos. En nuestro tiempo, sin embargo, esta necesidad raramente lleva a apoyarse en Dios, pues en el ambiente de una mentalidad religiosa por demasiado tiempo jurídica y moralizante, la juventud ha llegado a sospechar que Dios pone trabas al desarrollo de su libertad, que se opone a su deseo de «vivir». La imagen de un Dios ligada a prohibiciones y tabúes no puede más que ocasionar una crisis de la fe en el momento de la adolescencia.

Francisco, por su parte, asiente a esta voz que, a su vez, se conforma a sus proyectos para el futuro. Esta conformidad recíproca no impide al futuro caballero partir a la conquista de sus ascensos bajo las órdenes de Gauthier de Brienne (1 Cel 4; 2 Cel 6). Pero en Espoleto un nuevo sueño viene a refrenar la fuga del joven guerrero. Una voz más personal se hace oír: ¡la voz de Cristo! Sigue el diálogo esencial (2 Cel 6):

-- «¿De quién puedes esperar más, del señor o del siervo?»

-- «Del señor», responde Francisco.

-- «¿Por qué, entonces, correr tras el siervo en lugar de buscar al señor?»

Este segundo sueño viene a explicar y precisar el primero. El interlocutor misterioso, en quien Francisco reconoce a Cristo, no viene a quebrar el sueño adolescente de vida y de grandeza. Como amigo, corrige lo que tal ensueño entraña de ilusión y desviación, pero lo hace sin imponer nada, aun cuando los términos de la elección sean claros: ¡el señor o el siervo!

Francisco acepta seguir al señor; haciendo esto, él acepta la Alianza que tendrá como meta renovar su ser. Francisco acepta no ser el único en crearse, él entra en la reciprocidad de la confianza. A su vez, Francisco, como Pablo, pregunta: «¿Qué queréis, Señor, que yo haga?»

La respuesta es enigmática: «Vuelve al país que te vio nacer; yo daré a tu visión una realización espiritual». Esto es poco, ¿pero puede el Señor ser más claro sin lesionar esa libertad que Él quiere promover, sin imponerse a su interlocutor que no tendría más elección que encerrarse en un inmovilismo en el que ya no tendría nada que buscar y nada que crear, puesto que todo se le daría desde el mismo punto de partida? La vida no se da de una vez para siempre, es necesario inventarla día tras día.

En este encuentro es extraordinaria la actitud de Cristo. Francisco permanece al centro de estos sueños de juventud en los que está en juego su porvenir y la adquisición de su libertad. Pero el proyecto es tan vasto y tan vago que Cristo viene a darle cuerpo y a precisarlo aportándole su propia idea sobre el futuro del joven. Su intervención es la de un amigo que es parte interesada en la empresa, mas sabe permanecer discreto. Francisco es invitado a superar, por sí mismo, su sueño de juventud, en una creación personal. La intervención del Señor es suficientemente misteriosa y anónima para reservar al joven un campo libre en el que podrá ejercer y desarrollar su personalidad recién adquirida.

A la iniciativa de Cristo responde la fe de Francisco. En el curso de esta primera y decisiva experiencia, Dios se le aparece como un ser todopoderoso y fiel, que viene por sí mismo al encuentro del hombre para ayudarle a realizar lo que todavía no tiene más consistencia que la de un sueño. Mas por muy próximo que esté, este ser permanece inasequible, indescifrable en su misterioso designio sobre el porvenir de Francisco. Es al filo de los días y de los acontecimientos cuando el Señor irá desvelando al joven cuáles son sus designios sobre él, más allá de la visión inicial.

Para expresar su fe, Francisco debe, pues, abrirse al momento presente, al suceso fortuito susceptible de desvelarle un rasgo nuevo del proyecto divino. Esta disponibilidad al momento presente y a los descubrimientos de la vida le permitirá sustituir progresivamente su propio sueño por el proyecto divino. Es así como tras su primer sueño, Francisco responde a la voz misteriosa partiendo a la guerra para obtener el título de caballero. Y lo mismo, después del sueño de Espoleto, renunciando a su expedición. En Asís, adonde el Señor le ha dicho que vuelva, y en el cuadro de su vida normal, comprenderá poco a poco todo el alcance de su sueño juvenil. Haciendo esto, Francisco expresa su fe, una fe ya total, puesto que él es enteramente fiel a lo que se le pide. A cambio, Cristo se muestra también fiel, incluso en la discreción con que envuelve su intervención. Nada se le revela a Francisco tras su retorno a Asís; el futuro caballero deberá inventar él mismo su vida sobre la marcha. Sin embargo, dado que Cristo ha barrido la tentación de las aventuras guerreras, Francisco tendrá que realizarse teniendo en cuenta esta eliminación: el porvenir está en otra parte. Al modo como Cristo se ha rebajado hasta hablarle, Francisco deberá elevarse a una mentalidad nueva. Su mirada debe transformarse para descubrir los nuevos cauces de su realización personal: Tu visión recibirá de mí una realización espiritual.

El futuro de Francisco está en juego en este encuentro con Cristo y en la alianza subsiguiente. La seguridad de la que Cristo da pruebas, deja entender que Él conoce ya la meta, aun cuando no desvele el camino a seguir. Este porvenir engloba necesariamente todo el ser de Francisco -humano y espiritual- ya que el hombre, carne y espíritu, no es más que uno. Esta unidad, que el hombre no puede realizar solo a causa de sus tendencias diversas y opuestas, Dios puede realizarla en colaboración con el hombre, en la medida en que Él es acogido y su alianza aceptada.

Puesta en marcha de la fe

Un acontecimiento importante, aunque banal y corriente en aquella época, ayudará a Francisco a realizar la conversión del enfoque de su vida, a preferir «la amargura a la dulzura». Al encontrar un día a un leproso, desciende del caballo y lo abraza (2 Cel 9; LM 1,5). Esta victoria sobre sí mismo está repleta de consecuencias. Hasta entonces Francisco evitaba a los leprosos, cuya vista no le procuraba más que repugnancia y horror. Al aceptar mirar al mundo de frente, tal cual es, con sus más indignantes miserias, su fe quedó sometida a una cruel prueba. ¿Qué quedaba de ese Dios todopoderoso que se había comprometido a procurarle lo que él deseaba desde lo más profundo de su corazón, qué le quedaba ante el semblante del leproso? Este hombre desfigurado que moría lentamente, segregado de la sociedad. ¿No siente también éste un profundo deseo de vivir y de ser feliz? ¿Quién es este Dios que reserva su salvación a algunos?

¿Cómo resolver este dilema sin recurrir a la Revelación en la que Dios afirma que ama al mundo hasta el punto de entregarle a su Hijo único? En ella da a conocer también su voluntad universal de salvación a través de la muerte de su Hijo, signo de unión de sus hijos dispersos y garantía del don de la vida en abundancia (cf. Jn 3,16; 6,51; 11,52).

Confrontar así su vida con la Palabra de Dios, es para Francisco ocasión de una doble profundización en su fe. Por una parte, su experiencia espiritual, que hasta entonces le había interpelado a él sólo, le enfrenta con el aspecto colectivo de la salvación: la alianza concierne a todos los hombres. Francisco deberá relativizar progresivamente su posición personal para reconocerse miembro de un inmenso pueblo afectado por el designio de Dios; deberá encontrar su lugar personal y particular en ese amplio conjunto. Por otra parte, el espectáculo de un mundo en el que se desencadenan las injusticias y los sufrimientos parece denunciar la debilidad e impotencia de Dios frente a la inmensidad del mal. ¿Sería Dios incapaz de instaurar su Reino y habría que deducir el fracaso de Dios? ¿O más bien, en lugar de desesperar, no valdría más profundizar la débil inteligencia que tenemos de Dios y de sus formas de proceder? Ante la elección que se impone a todo hombre, como se le impuso a Francisco, ¿no es preferible tratar de comprender mejor el designio de salvación de Dios, antes que rechazarlo? La libertad humana encuentra aquí una de sus más elevadas expresiones.

Además, el Evangelio es ese grito que Dios lanza en Jesucristo contra el sufrimiento, el pecado y la muerte. El significado último de los milagros es hacer comprender que el Reino está ya entre nosotros y no es sólo un mundo por venir: los milagros se realizaron en nuestro tiempo. Para sujetar el poder de la muerte, Dios se ha hecho hombre en su Hijo, pobre con los pobres, «pecado» por nosotros, como dice San Pablo (2 Cor 5,21).

La vida y los escritos de Francisco muestran que él realizó esta profundización en su fe. A su vez, se hizo pobre para responder al proyecto de Dios. Se puso al servicio de los leprosos para luchar junto a ellos, sin milagros, simplemente con sus fuerzas humanas. De esta manera expresó Francisco su fe en la impotencia y en la pobreza, al estilo evangélico. La omnipotencia de Dios se ejerce en el mundo a través de la Cruz: la Cruz, signo de la impotencia voluntaria de Dios, es el signo de su amor, de su respeto a la libertad humana.

Más tarde, la aparición de Cristo en San Damián, confirmación de las visiones precedentes, marca otro paso en esta profundización. Ya no es el Cristo de sus sueños juveniles quien habla a Francisco, sino Cristo en su pasión prolongada hasta nosotros, el Cristo que prolonga su resurrección hasta la nuestra. Dios no puede ser conocido más que en su encuentro con el hombre. Una nueva revelación, un nuevo punto de partida se le propone a Francisco: la vida de fe es un perpetuo comienzo y revelación. En las palabras «Francisco, ve y repara mi casa que amenaza ruina» (2 Cel 10), Francisco toma conciencia de una nueva modalidad del Designio de Dios sobre él: la misión de reunir alrededor de Cristo a los hombres dispersos. La interpretación de su misión, demasiado literal al principio, será una vez más corregida, el 24 de febrero de 1209, por el Evangelio de la misión de los Doce, que le revela el sentido real de esta construcción de la iglesia, familia y casa de Dios.

El sueño de juventud se ha tornado llamada apremiante y concreta, al tiempo que la fe del joven se ha purificado y enriquecido. A tal llamada, Francisco responde ahora marchando por los caminos con una sola túnica, descalzo, sin bastón ni zurrón. Va al encuentro de los hombres para reunirlos en torno a Jesucristo. Como su Señor, en quien él tiene fe, se convierte en artesano de la paz y de la justicia: enseña a los hombres a amarse y se transforma para todos en el «hombre-hermano».

Fecundidad de la fe en el misterio pascual

A medida que Francisco profundiza su fe y le da una expresión concreta, encuentra la repulsa, la ironía y a veces el odio. El entusiasmo de las masas queda para más tarde. Entre tanto, su padre reniega de él y lo cita ante el tribunal del obispo de Asís. De sus conciudadanos no recibe más que socarronerías y burlas. Abandonado de todos, Francisco puede hacer suyo el aspecto de Cristo en la Cruz. Revive en sí mismo la experiencia dolorosa de la aparente ineficacia de Dios, convirtiéndose así en el perfecto imitador de Cristo en la desnudez y desamparo del Gólgota.

¿Es esto el fracaso? Lo es al menos en apariencia, y en esta apariencia de fracaso es donde encuentra todo cristiano más peligrosamente la tentación del abatimiento y del abandono. Francisco empero permanece fiel a la alianza de su juventud que su fe reanuda y profundiza constantemente a través de los acontecimientos de su vida referidos al Evangelio. Por encima de las apariencias, Francisco experimenta la misteriosa eficacia de la cruz, participa en la Resurrección de Cristo (cf. Jn 16,33).

Francisco vivió la noche de la fe en el sentimiento de la impotencia aparentemente insuperable. Permaneció fiel y abierto a los sucesos que venían a precisar y fortalecer su fe, y a las obras, cada vez más difíciles, que esta fe exigía. Semejante fidelidad le llevó a la fecundidad espiritual, le permitió compartir la victoria visible de Pascua, mientras continuaba viviendo la Cruz en la unidad del misterio pascual.

Ante el espectáculo de una fidelidad tan incondicional en la misma adversidad, los allegados a Francisco comenzaron a interrogarse. La vida de este joven les incitaba a reflexionar sobre su propia vida. La admiración, y después la imitación, sustituyó las burlas. Bernardo de Quintaval se unió al Poverello; otros, procedentes de toda clase social y condición, le siguieron. Sin haberlo buscado y casi a pesar suyo, Francisco se transformaba en el testigo privilegiado de la misteriosa eficacia de Dios. Comprendió, sobre todo, que la constitución de la humanidad en pueblo fraternal no se realiza más que de una forma lenta, al ritmo de la libertad y de la colaboración de los hombres.

En cualquier caso, he aquí la fe de Francisco que afronta una nueva experiencia. Dios le envía hermanos. Pero, ¿cuál es el ideal a proponer a estos hombres que no reemplace la llamada de Dios? ¿Irán a engrosar las filas de las Órdenes religiosas ya existentes? Mas ellos quieren seguir a Francisco y no han ido a llamar a la puerta de una abadía. En su incertidumbre, Francisco consulta el Evangelio (LM 3,3), algo así como si devolviera al Señor los discípulos que el Señor le enviaba. Él no quiere ser más que el instrumento de la alianza que Dios quiere sellar con todo hombre, no pretende suplantar la libertad de ellos y su vocación personal por su propia experiencia, por rica que ésta sea. Obtenida la respuesta del Señor, un nuevo acto de fe permitirá a Francisco fundar una Orden completamente nueva sobre la base de algunos textos evangélicos y en el cuadro de unas estructuras democráticas, conformes a las aspiraciones de una época ávida de igualdad, de justicia y de libertad.

El amplio movimiento que lleva a las gentes hacia Francisco no se detendrá, al igual que el acto de fe del que emana. Tras los primeros compañeros, se le acercan personas casadas y Francisco debe, una vez más, inventar la modalidad concreta de su fidelidad a los acontecimientos. Él hubiese podido seguir el compás de la Iglesia que no preveía nada de particular para las personas casadas y refugiarse tras las leyes y la práctica de la Iglesia para enviar a estas gentes a sus casas. Pero ¿no hubiese sido esto mostrarse infiel al «anuncio» y mensaje del acontecimiento, salvo que no creyese en la autenticidad del deseo de santidad manifestado por estas gentes? En la fe y disponibilidad a los sucesos, Francisco inventa un nuevo camino espiritual creando las fraternidades de la Tercera Orden. Sin quererlo, sin saberlo tal vez, Francisco realiza una verdadera revolución al reconocer que los «simples» laicos pueden aspirar a una vida verdaderamente santificada, sin abandonar su situación profesional o familiar, sin romper todo lazo con el «mundo». ¿Democratización de la santidad?

Para Francisco, la vida continúa tejida de fe y de disponibilidad a los acontecimientos de cualquier naturaleza que sean. Favorables o desfavorables, esperados o inesperados, Francisco reflexiona sobre los acontecimientos a la luz tupida y purificante del Evangelio y los integra en su experiencia espiritual cada vez más rica y radiante. Así su actitud ante los bandidos o ante el Sultán no descansa más que sobre la fe. Al igual que su época, Francisco siente la llamada para la Cruzada; pero responde a ella de una forma original, la forma del Evangelio: no toma las armas, no trata de cambiar el mundo y a los hombres mediante el recurso a la fuerza. Él conoce, por haberla experimentado en sí mismo, la fuerza de la debilidad de Dios en este mundo, debilidad que se asemeja al amor del que es una forma. Francisco quería comportarse, para conducir a los otros a la fe, como Dios se había comportado con él.

He ahí por qué la inmensa irradiación que él conoció mientras aún vivía, hace admirar la fuerza de la Cruz de Cristo, la victoria de la Pascua. El Reino se construye al interior de un amplio movimiento de vida fraternal y evangélica, pero Cruz y Resurrección no son dos acontecimientos sucesivos: forman un misterio único, simultáneo y permanente. En medio del éxito y de la veneración popular, Francisco comparte aún la Cruz de Cristo que se le presenta bajo múltiples formas, sobre todo, por el sesgo de la incomprensión e infidelidad de algunos hermanos; pues aconteció que se pusieron a construir grandes conventos, a formar doctores, a copiar la vida y pompa monásticas tradicionales. No comprendían la intuición de fe a la que Francisco había sometido su vida y su empresa espiritual, con un rechazo del ambiente y de las estructuras que restringían la libertad y espontaneidad del Espíritu. Esta contestación en el seno mismo de los suyos recordaba a Francisco la fragilidad de toda victoria; la eficacia del plan de Dios permanece ligada a la libertad y colaboración humana: se trata de una alianza.

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Francisco, hombre de fe... La fe es encuentro, movimiento, vida: vida que se desarrolla y se profundiza al filo de las experiencias, de las reflexiones y de los progresos que estas experiencias provocan. Francisco fue fiel a las lecciones de la vida, que él se esforzó en leer e interpretar a la luz del Evangelio. Si copiaba a Cristo, era para impregnarse de su espíritu. En esta lectura de los signos de Dios, la fe se hace incesantemente más profunda; a cada nuevo hallazgo, los precedentes deben ser asumidos en el plano de la vida concreta con una fidelidad nueva. Rechazar este movimiento, este progreso, es rechazar la fe. Pues la fe progresa o desaparece; no es estática, jamás es el objeto inerte de una posesión definitiva o de una comprensión inmediata.

La fe es movimiento, el encuentro de una persona, es decir, de un misterio que es necesario penetrar sin descanso. Si se alcanzara el final de este misterio, no habría ya vida, tanto en Dios como en el hombre. Si Dios estuviera al alcance del hombre, ya no sería el todo-otro que Jesucristo nos ha revelado, ya no sería inalcanzable. Cuando se ha descubierto la presencia de Dios en un acontecimiento, Él está ya en el acontecimiento siguiente donde nos espera para revelársenos un poco más, aunque jamás totalmente.

Es a través de las mil y una experiencias de la vida como las nociones del Credo nos devuelven el rostro de una Persona viva. Los acontecimientos de la vida y de este mundo son los signos actuales de la presencia y de las intenciones de Dios. Pero estos signos no son legibles si no es mediante su referencia al Evangelio.

Encuentro con una Persona presente en el mundo, la fe está constantemente en evolución, constituye una marcha ininterrumpida en presencia de esta Persona. Detenerse sería necesariamente alejarse de Dios y del mundo.

El Señor se lo hizo comprender a los discípulos la mañana de Pascua: ellos le creían muerto y enterrado en la tumba, Él los cita en Galilea (Mt 28,9). Para encontrarlo, pues, deben ponerse de nuevo en marcha. Del mismo modo, le dice al joven de Espoleto: «Vuelve a la tierra que te vio nacer». Francisco comprendió, como Abraham, padre de la fe, a quien Dios ordenó también partir, que será un nómada, «peregrino y extranjero en este mundo». Mientras la fe no haya alcanzado el pleno conocimiento de Dios y de su Designio de salvación, tendrá al creyente proyectado hacia adelante, a la búsqueda de un nuevo descubrimiento. Ella deja en su corazón una tensión e insatisfacción profundas, que impulsaron a Francisco a desear el martirio (LM 9) y, en su defecto, a compartir en su propio cuerpo los sufrimientos de la Pasión. A través de este signo de identificación, que son las llagas, pudo él comprender aún más la profundidad del Amor de su Señor (LM 13). El deseo del «cara a cara», término normal de la fe en lo invisible, le lleva a celebrar «nuestra hermana la muerte» como «la puerta de la vida» (2 Cel 217).

Francisco fue caballero mucho más allá de sus sueños de juventud. Su fe fue la de un hombre totalmente bajo el dominio de Dios. Ante cada interrogante de la vida, ante cada viraje hacia lo desconocido, Francisco, como San Juan de la Cruz, hubiera podido responder: «Al amor que se te lleva, no le preguntes dónde va».


Gilbert Forel, O.F.M.Cap., Francisco, hombre de fe, en Selecciones de Franciscanismo, vol. II, n. 5 (1973) 119-126.

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