DIRECTORIO FRANCISCANO
Santa Clara de Asís

CLARA, LA MUJER DE LA ESPERANZA

por Suor Chiara Augusta Lainati, o.s.c.

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Una hija de Santa Clara pone de relieve en este artículo algunos aspectos íntimos y pocas veces abordados de la conversión y experiencia de fe de la más fiel seguidora de San Francisco. Son reflexiones que pueden ayudar a más de uno a mantenerse firme en la esperanza puesta en el Señor y en el ideal de Clara y de Francisco en medio de los vaivenes, incertidumbres e inseguridades tan acusadas en nuestro tiempo.

«Los pobres tienen el secreto de la esperanza. Comen cada día en la mano de Dios. Los otros hombres desean, exigen, reivindican, y llaman a todo esto esperanza... Por otra parte, el mundo moderno vive demasiado acelerado, no tiene ya tiempo de esperar. La vida interior del hombre moderno tiene hoy un ritmo excesivamente veloz para que nazca y permanezca un sentimiento tan fuerte y dulce como la esperanza...

Sólo los pobres esperan por todos nosotros, como sólo los santos aman y expían por todos nosotros...

Llegará un día en el que se cumplirá la palabra de Dios y los pobres poseerán la tierra, y la poseerán sencillamente porque no habrán perdido la esperanza en este mundo de desesperados» (G. Bernanos).

Una inmersión en lo incierto

El primer paso de Clara fuera de la seguridad de su casa, hacia la Porciúncula envuelta en la oscuridad de un bosque –¡un sumergirse en la incertidumbre!–, es su paso decisivo en la carrera de la esperanza.

Un paso sin timidez (no aparece nunca tímida la hija de Favarone), pero que pronto tomará otro ritmo, casi de danza sobre las alas del Espíritu. Será ella misma quien escriba: «Con andar apresurado, con paso ligero, sin que tropiecen tus pies, para que tus pasos no recojan siquiera el polvo, segura, gozosa y alegre, marcha con prudencia por el camino de la felicidad...» (2 CtaCl).

De hecho, poco a poco, la dama asisiense aprende, en San Damián, a «comer cada día en la mano de Dios»; una mano que ofrece, sí, en abundancia, «pobreza, fatiga, tribulación, humillación y desprecio por parte del mundo» (RCl), pero también que convierte todo esto en «delicia», porque derrama precisamente sin medida en los surcos del corazón una semilla viva: la esperanza.

Casi con los ojos puedes ver ahondar, germinar y crecer esta semilla en la vida de Santa Clara: un árbol tierno, después más robusto, vigoroso, bajo el sol de San Damián, finalmente, ondeante con seguridad en el cielo eterno de Dios, como eje de esperanza de la Iglesia entera; como el árbol de mostaza evangélico donde se resguardan en gran número los pájaros.

En la mano de Dios

Toda la vida de Clara se ancla, de hecho, en la esperanza.

Sola, abandona para siempre su casa a los dieciocho años por seguir los pasos de un hombre, de un burgués, Francisco, a quien los más consideran todavía un loco. Un salto en el vacío. Contra la tradición de la familia. Contra las conveniencias sociales. Contra la misma práctica normal de la Iglesia de aquel tiempo. Un cerrar los ojos y dejarse llevar al abismo de la fe «contra toda esperanza» (Rom 4,18). «La fe que yo amo –hace decir Péguy a Dios– es la esperanza...»

La ves rechazar después la tranquila y organizada seguridad de los monasterios benedictinos en los que se hospedó por pocos días, y resistir contra la presión y la violencia de los familiares, contra la seguridad humana que vuelve a llamar a su puerta.

Va a San Damián. En la incertidumbre. Allí aún está todo por hacer. Allí está sola, pero «no se espanta por la soledad» (LCl 9). Porque cuanto más profundo se hace su despojamiento, su pobreza de seguridades humanas, «a imitación del Crucificado pobre», tanto más canta libre y brilla al sol, sobre su camino, la esperanza, la esperanza que colma de gozo porque hace «pregustar desde aquí abajo la secreta dulzura que Dios reservó desde el principio a los que le aman» (3 CtaCl).

En San Damián hay poco o nada. Y, lo que más cuenta, no hay ni tan siquiera perspectivas seguras.

Nosotros vemos ahora la vida de Santa Clara a la luz de lo que vino después... Pero Clara, al entrar en San Damián en aquel punzante marzo de Asís, tiene sólo la esperanza. Únicamente puede contar con la promesa evangélica: «Vuestro Padre sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas. Buscad su reino y estas cosas se os darán por añadidura» (Lc 12,30-31). En todo caso, puede contar sólo con otra promesa, la de Francisco, quien había predicho que el Señor las multiplicaría (TestCl). Pero en nada más puede confiar. No sabe qué será de ella, ni de su hermanita Inés que tiene consigo... Está viviendo la experiencia del «pájaro del cielo» y sabe que, en las manos de Dios, vale más que muchos pájaros (cf. Mt 6,26). Come en estas manos, día a día, como pobre. Ni tan siquiera sabe si el lugar en que se encuentra, San Damián, tendrá un porvenir: está vacío... No puede suponer que, a la vuelta de pocos meses, Dios, «por su misericordia y gracia», multiplicará el número de las alondras bajo su sol.

Por el momento, humanamente hablando, todo es oscuridad.

Como Abraham, Clara camina en la noche, sostenida sólo por la confianza inquebrantable en Aquel que es el Señor de lo imposible. «El Señor dijo a Abraham: Vete de tu país, de tu patria y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré» (Gén 12,1). Y Abraham «salió sin saber a dónde iba» (Heb 11,8).

Tampoco Clara sabe hacia dónde va. Es de noche. Mas todo se arriesga en la esperanza. «Yo miro a Yahvé, espero en el Dios de mi salvación; mi Dios me escuchará» (Miq 7,7). Y Clara está segura, más segura que en el viejo y resguardado castillo de sus familiares. Dios es fiel en sus promesas. Clara espera en su palabra.

Como una agonía

«Tú eres nuestra esperanza, grande y admirable Señor, Dios omnipotente, misericordioso Salvador». Estas palabras, que Francisco escribió para Fray León, pasaron ciertamente a las manos y de las manos al corazón de Clara. «Tú eres seguridad, Tú eres todas nuestras riquezas a satisfacción, Tú eres custodio y defensor» (Carta que dio Francisco a Fray León).

Toda otra seguridad –fuera de Ti, Amor pobre– es una traición.

Y he aquí a Clara lanzarse desde ahora, ya en todo momento, al vacío: vende su herencia y da lo obtenido a los pobres; hace aprobar de viva voz a Inocencio III aquel sorprendente Privilegio de la pobreza, que será luego concedido por escrito en 1228 y en el que podemos leer: «... no os aparta de vuestro propósito la penuria de las cosas, porque la izquierda de vuestro celestial Esposo está bajo vuestra cabeza para sostener las flaquezas de vuestro cuerpo... y Aquél que alimenta a los pájaros del cielo y viste los lirios del campo, no permitirá que os falte alimento y vestido...»

Dios hará que no os falte... Pero ¡cuánta expectación de esperanza para aquella mujer a quien un hijo espiritual, un futuro Papa, no dudará en llamar «madre de su salvación» (Carta «Ab illa hora» del Cardenal Hugolino).

Porque es de noche aquí abajo, noche más profunda que la del bosque de encinas alrededor de la Porciúncula. Noche también para Clara, noche en la que sólo la pura esperanza puede entrever una luz; noche en la que la única salvación es «mirarse» en aquel «espejo» que es el rostro de Cristo, el Amor pobre, privado del esplendor humano, que cuelga de la cruz: «Esperanza de Israel, su salvador en tiempo de angustia...» (Jer 14,8).

«Contempla, deseando imitarlo, a tu Esposo, el más hermoso de los hijos de los hombres, que, por tu salvación, se ha hecho el más vil de los hombres, despreciado, golpeado y flagelado de múltiples formas en todo su cuerpo... Si mueres con Él en la cruz de la tribulación, poseerás con Él las mansiones celestes... y tu nombre será inscrito en el libro de la vida...» (2 CtaCl).

Si me peguntaseis dónde aprendió Santa Clara a «agonizar» con Cristo agonizante (LCl 31) –aunque es una pregunta que no se puede formular, porque sólo puede responderla Aquel que se lo enseñó–, os respondería: probad a tener cincuenta hijas y nada con qué saciarles el hambre (Proc VI,6); probad a tener una «hermana Andrea» a la que la desesperación suscita en el corazón insanos propósitos (Proc III,16); probad a alimentar en el corazón, para todos, la esperanza que se ancla sólo en aquel «espejo colocado en el leño de la cruz» (4 CtaCl)... para todos: papa, cardenales, obispos, sacerdotes, hermanos, así como para los simples hombres del pueblo, para Asís entera, para todos: porque todos «mendigaron» esperanza de Clara, «madre de la salvación». Probad...

Es noche, de hecho, aquí abajo. Y la salvación viene únicamente de Dios, de aquel Dios clavado a una cruz, que se ha hecho «esperanza de Israel, su salvador en tiempo de angustia». Y es fatigoso –una verdadera agonía– caminar, por todos, en la arena candente de este desierto que conduce a la tierra prometida. Pero está escrito: «Será como rocío procedente de Yahvé, cual lluvia sobre la hierba aquel que no espera en el hombre ni aguarda nada de los hijos de los hombres» (Miq 5,6).

Y la certeza de que «no habrá allí más noche» (Ap 22,5), ¿acaso no diseña ya, desde acá abajo, un alba en el horizonte?

Éxodo

Francisco va por los caminos del mundo sin bolsa, ni alforja, ni bastón.

Mas también Clara –con la percepción de haber dejado en la otra orilla del Mar Rojo la «vanidad del mundo» (TestCl)–, cerrada en San Damián, recorre desde ahora los caminos misteriosos de un éxodo en el desierto, donde sólo Yahvé guía (Dt 32,12), Yahvé, el «Dios de la esperanza» (Rom 15,13), el Dios que desde siempre hace palpitar en el corazón del hombre el deseo de la tierra de ensueño, que se extiende más allá de las áridas estepas y de las dunas arenosas de este nuestro vivir cotidiano.

También Clara entrevé esta tierra. «Correré y no desfalleceré hasta que me introduzcas en la bodega, hasta que tu izquierda se pose bajo mi cabeza y tu diestra me abrace felizmente, y me beses con el ósculo felicísimo de tu boca» (4 CtaCl; Cant 1,2 y 2,6). En sus escritos se trasluce continuamente la «tierra prometida», reino de gloria hacia el cual estamos en camino.

En la experiencia espiritual de todos los tiempos, como en la historia de Israel, el «desierto» es siempre el escenario del encuentro con Yahvé. «Lo encuentra en tierra desértica, en yermo, henchido del ulular de la estepa; lo cerca de vallado, lo atiende, cuídalo como a la niña de sus ojos. Como el águila provoca al vuelo a su nidada y revolotea por encima de sus polluelos, así extiende Yahvé sus alas, lo recoge y lo lleva sobre sus plumas. Sólo Él lo guía...» (Dt 32,10-12).

Clara lo sabe: es el Espíritu quien se lo enseña. Y en el cuadro de su clausura organiza una vida «nómada», vida de pueblo peregrinante hacia la tierra que se extiende más allá del gran río. «Como peregrinas y forasteras en este mundo, sirviendo al Señor en pobreza y humildad», «nada se apropien, ni casa, ni lugar, ni cosa alguna» (RCl 8).

¡Nada! Simplemente un marchar adelante hacia la tierra prometida, como un pueblo en camino, que no tiene ciudad aquí abajo, ni tienda estable donde refugiarse, a imitación del Hijo del hombre que «no tuvo dónde reclinar la cabeza, y cuando la inclinó fue para entregar su espíritu» (1 CtaCl). Un «pequeño rebaño» que avanza en la esperanza, cuya «porción» es una «altísima pobreza», que «hace pobres en bienes materiales, pero ricas en virtudes y lleva a la vida de los vivientes». «No queráis jamás tener otra cosa bajo el cielo» (RCl 8). En efecto, ¿por qué pararse? ¿Por qué ligarse aquí abajo a una morada? «Yahvé, tu Dios, te está conduciendo a una tierra próspera, país de torrentes de agua y de fuentes... Tierra de trigo, cebada, viñas, higueras y granados; tierra de olivares, de aceite y de miel... país donde no carecerás de nada» (Dt 8,7ss).

La esperanza, escribe Péguy, conduce a Israel hacia la posesión de la tierra prometida. La esperanza sostiene al pueblo en marcha a través de todo género de dificultades; la esperanza infunde coraje ante la segura perspectiva de que un día las promesas de Dios se realizarán.

La misma esperanza que guía a Israel es la secreta dinámica del Privilegio de la pobreza. Clara camina con la certeza de que Dios es fiel a sus promesas: «No temáis, hija queridísima; Dios, que es fiel en todas sus promesas..., será vuestra ayuda, vuestro insuperable consuelo, como es nuestro redentor y nuestra eterna recompensa» (5 CtaCl). Y la tierra que se perfila más allá del río lejano, es demasiado atrayente para cambiarla por un puñado de tierra rojiza de estas áridas dunas. «Adheríos, por tanto, pobrecilla virgen, a Cristo pobre», porque «es negocio grande y laudable dejar los bienes de la tierra por los eternos, merecer los bienes celestiales a cambio de los terrenos, recibir el ciento por uno y poseer para siempre la vida bienaventurada» (1 CtaCl).

Un corazón pobre

Estamos, por lo tanto, en camino... Pero no es fácil caminar por este nuestro «desierto»; nos lo enseña la experiencia de cada uno de nosotros. Y ahora es más difícil que nunca porque parece que el viento –este árido «ghibli» que cambia el perfil de las dunas a cada ráfaga– se divierte dispersando el grupo, volcando las tiendas pacientemente levantadas entre una tempestad de arena y la siguiente, haciendo pedazos toda esperanza renacida...

Es indudable que en estos momentos nuestros ojos, los ojos de todos, están llenos de arena. No se puede ver.

Cierto que no basta, para caminar, la defensa de una Regla que prescribe la pobreza absoluta. Clara también sabe esto: «Como estrecha es la vía y angosta la puerta por donde se va y se entra a la vida, son pocos los que caminan y entran por ellas; y aunque hay algunos que por algún tiempo caminan por la misma, son poquísimos los que perseveran. Pero ¡bienaventurados aquellos a quienes les es dado caminar por ella y perseverar hasta el fin!» (TestCl).

Ni siquiera basta un esfuerzo de desasimiento renovado cada día... Ahora más que nunca, en el «desierto» resiste sólo quien tiene un corazón de pobre, quien vive una dinámica de espera, quien vive de disposición, de fidelidad, de aquella confianza en tensión que es precisamente la esperanza...

Cuando Israel se desvía, confiando más en las potencias políticas y en las seguridades terrenas que en su Dios, «una extraña certeza se apodera de los profetas: para que Israel vuelva a encontrar a su Dios, es necesario hacerle perder todo lo demás, es decir, todas las seguridades terrenas, todo lo que insensiblemente ha ocupado en su corazón el puesto del Dios viviente» (S. De Dietrich).

Tener un corazón de pobre significa, ni más ni menos, contar sólo con Dios. Por consiguiente, no con mis recursos personales, no con las provisiones hechas, no con los programas a realizar, no con la fuerza del grupo, no con el prestigio de la Orden o del monasterio, no con la fuerza de la tradición, no con un pasado glorioso, no con la capacidad de organización de los otros o mía, no con el número, no con la calidad, no con el manantial que según los cálculos debería aparecer tras algunos kilómetros, no con la salud que tengo, no con la salud que quizás tendré mañana, no con las ayudas del exterior, no con las ideas de tal o de cual... Sólo con Dios: como el «pequeño resto» de la profecía: «Dejaré en medio de ti un pueblo humilde y pobre, que buscará refugio en el nombre de Yahvé» (Sofonías 3,12).

Señor, sólo Tú. Apoyo y plenitud eres Tú. Fuera de Ti, nada tiene color, todo es de un gris que sabe a desesperanza. «Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad; sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre. Espere Israel en el Señor ahora y siempre» (Sal 130).

El «desierto» lo ha quemado todo en Clara. «Cual sello sobre su corazón, como un sello en su brazo» (Cant 8,6) ha quedado sólo el rostro de su Cristo, pobre y crucificado. No tiene otra cosa. Él. No se dispersa. Sólo tiene tiempo para ocuparse de Cristo, Cristo Verbo Encarnado, que exige amor de aquellos a quienes Él mismo «separa» por amor.

Así también el «desierto» florece en un oasis que da vida a la Iglesia entera: «Ya no te llamarán “Abandonada”; ni a tu tierra, “Devastada”; a ti te llamarán “Mi favorita”... y así, la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo» (Is 62,4-5). En efecto, «su afecto conmueve, su contemplación reconforta, su benignidad sacia, su suavidad colma, su memoria ilumina suavemente» (4 CtaCl).

Si Clara viviese ahora –y no creo que nadie pueda contradecirme– estaría también hoy demasiado ocupada en amar a Cristo (Verbo Encarnado, niño, crucificado, vecino, que llena su vida y exige a cambio amor y por consiguiente atención a cada instante, Dios que siembra el silencio de la escucha en el corazón) para tener tiempo de recriminar un pasado que no le pertenece, de «contestar» un presente que sólo la fuerza del amor puede redimir, de ponerse inútiles interrogantes o nutrir aprensiones por el futuro. Todo eso son pecados contra la esperanza.

¿Cuándo comprenderemos que no tenemos que hacer sino ocuparnos de Él –Salvador del mundo, comprometido en hacer nuevas todas las cosas– con aquella atención, con aquel amor, con aquella fidelidad, con aquella confianza que es propia de una esposa, de una madre, de una hija, de una hermana que ama? ¿Cuándo?

Porque todo el resto, todo, vendrá por sí mismo para nosotros, para la Iglesia y para el universo entero: oráculo de Yahvé (cf. Mt 6,33).

Tiempo de esperar

«Hay un tiempo para cada cosa», afirma el Eclesiastés (3,1): «tiempo de nacer y tiempo de morir, tiempo de llorar y tiempo de reír, tiempo de callar y tiempo de hablar...»

Hay también un tiempo para esperar, y este tiempo ha llegado.

Ahora es tiempo de esperar: TIEMPO DE ESPERAR, de esperar POR TODOS, porque son muchos los que saborean hoy la angustia del desierto, y depende en gran parte de nosotras el que escuchen o no la voz del Dios vivo.

Creo que se nos perdonarán muchas cosas; pero de una nos pedirá ciertamente cuentas Aquel que se calificó «esperanza de Israel» y que nos ha sacado de la nada para que fuésemos hijas de Clara en estos años: si hemos sabido o no mantener viva la esperanza en el corazón del mundo y en el corazón de la Iglesia, la esperanza en esta nuestra tierra que se estremece de desesperación en sus profundidades y se «evade» hacia horizontes imposibles; si hemos sabido o no devolver el verde a la esperanza desalentada de los hombres, a la esperanza de la Iglesia, a la esperanza franciscana acobardada ante problemas enormes de evangelización en el exterior, de autenticidad en el interior. ¡Cuántas defecciones, cuantos hundimientos o acomodaciones por falta de esperanza!

Sí, es tiempo para nosotras, Clarisas, de sostener, con un corazón de pobre, anclado en Cristo y sólo en Él, la esperanza universal.

No se nos perdonará el pecado contra la esperanza, este pecado que muy raramente se manifiesta en gestos trágicos, pero que atenaza la vida de un modo engañoso, casi sin que nos demos cuenta; que nos paraliza, nos hace replegarnos sobre una serie de cuestiones marginales (la única «cuestión» no marginal es Él), o de posiciones cómodas. Este pecado que siembra la jornada de desilusión y desconsuelo, que roe el entusiasmo de la donación y lo socava con un mar de «si»: «si hubiese vocaciones...», «si no se tuviera que mantener en pie la casa...», «si tuviese salud...», «si..., si..., si...». Este pecado que quita la alegría de andar adelante como peregrinos, en una marcha llena de confianza en el Dios de la salvación, con un empeño que hace palanca sobre el Espíritu; este pecado que nos hace girar hacia atrás en inútiles lamentaciones: «En otros tiempos sí que...», que seca el canto en los labios, apaga el gozo en el corazón y, donde hay fervor, disemina la apatía.

No hay vocaciones... no hay salud... Pero ¿qué importa? ¿Acaso por esto ya no estamos en las manos de Dios o que la sombra de sus alas ha dejado de cubrirnos? ¿No será más bien que Él exige ahora también de nosotras, como de Santa Clara, un «salto en el vacío», un abandono sin límites a sus designios misteriosos?

¡Señor, me fío de Ti! Perdóname por este mi dudar, que ha marcado mi vida de desaliento y de tristeza. ¡Sí, Tú eres mi esperanza! «Mi suerte está en tu mano» (Sal 15,6). Hazme cantar de corazón la esperanza, la esperanza por todos... Debería ser precisamente yo, ahora; deberíamos ser precisamente todas nosotras, las Clarisas, en este momento, quienes cantásemos por el pueblo de Dios, por la Orden franciscana, por el mundo, el Cántico de Isaías (26): «¡Tenemos una ciudad fuerte! Abrid las puertas para que entre el pueblo que confía en Dios... ¡Confiad siempre en el Señor!, siempre, porque Yahvé es la Roca fuerte por los siglos».

Sí, porque en nuestras manos está, con tal que queramos usarla, toda la fuerza de los pobres, aquella fuerza que obligó a Dios a plegarse sobre Clara, a inclinarse sobre su pobreza, sobre su silencio denso de espera y de confianza.

«¡Dános, Señor, un corazón de pobres y ensancha los confines de nuestra capacidad de esperar, para que en nosotras pueda latir la espera de todos los siglos y la esperanza de todos los pueblos!»: por nuestro Señor Jesús, Amor pobre, espejo de Dama Clara.

[La donna della speranza, en Forma Sororum 9 (1972) 119-125]

[Selecciones de Franciscanismo, vol. II, n.º 5 (1973) 127-134]

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