|
LA VÍA DE LA CONVERSIÓN EN
SAN FRANCISCO DE ASÍS por Lázaro Iriarte, o.f.m.cap. |
. |
La conversión, en sentido teológico, puede entenderse como el triunfo de la acción salvífica de Dios, que logra la respuesta del hombre en un grado tal de disponibilidad que éste experimenta «el arrancarse del pecado y ser introducido en el misterio del amor del Creador, de quien se siente llamado a iniciar una comunicación con Él en Cristo. El nuevo convertido, en efecto, por la acción de la gracia divina, emprende un camino espiritual por el que, participando ya por la fe del misterio de la muerte y de la resurrección, pasa del hombre viejo al nuevo hombre perfecto en Cristo» (Vaticano II: Ad gentes 13). Francisco tuvo conciencia clara de este cambio total de postura que se produjo en su vida por obra de la gracia. Quedaba atrás un pasado de pecados -no importa cuántos ni cuales- y daba comienzo una vida nueva, iluminada plenamente por el misterio del amor del Padre celestial y por la presencia de Cristo en su camino. No es tarea fácil trazar el proceso psicológico de este cambio a base de las fuentes biográficas, y no precisamente por falta de datos, sino por la versión diferente que éstos reciben según la época en que cada relato se compuso. El P. Francis de Beer, en su obra La conversion de saint François, realizó recientemente un esfuerzo de análisis exegético, y de sagacidad no siempre ceñida a los justos límites, para poner de manifiesto el contexto espiritual tan diverso en que se escribieron la Vida I y la Vida II de Tomás de Celano. La Vida I nos ofrecería el esquema corriente del convertido, en que la gracia triunfa de una vida de desorden a través de una superación progresiva, generosa sí, pero costosa, hasta la consumación. Por el contrario, la Vida II nos daría, como fruto de una reflexión retrospectiva, los designios providenciales de Dios sobre el Fundador y el gran Estigmatizado. Más que de una conversión se trataría ya del descubrimiento que un santo hace de su propio destino excepcional. Celano dependió casi totalmente de sus informadores -fray León, fray Rufino, fray Ángel, y otros «compañeros» del santo-, no sólo en lo que se refiere a los datos, sino quizá aún más en la visión de los mismos. Y esta visión es la de una generación que, si por una parte siente intensamente la grandeza de los ideales del Poverello, se halla por otra encarrilada en una evolución irreversible, que intenta unas veces justificar, otras veces contener, mediante formulaciones que llevan paulatinamente a un sistema ascético de familia. Y es este sistema ascético el que viene proyectado sobre la vida del fundador en la segunda de Celano, en los Tres Compañeros, en el Espejo de Perfección -el título es bien significativo-, en Actus-Fioretti y, en una perspectiva diferente, también en la Leyenda mayor de san Buenaventura. Dejando aparte aspectos que pueden interesar a la psicología de la conversión, y renunciando a la ardua labor de concordar las antiguas fuentes biográficas, hallo más acertado leer los relatos en ellas contenidos a partir de la experiencia personal de san Francisco sobre la táctica seguida por la gracia en su conversión. Y esa experiencia, reflejada un poco en todos sus escritos, hállase plasmada en términos inequívocos al comienzo del Testamento: «De esta forma me concedió el Señor a mí, fray Francisco, dar comienzo a mi vida de penitencia: porque, cuando yo estaba en los pecados, se me hacía amarga en extremo la vista de los leprosos. Pero el mismo Señor me llevó entre ellos y usé de misericordia con ellos. Y al apartarme de ellos, lo que antes me parecía amargo me fue convertido en dulcedumbre del alma y del cuerpo. Y, pasado algún tiempo, salí del siglo». No se ve claro si la locución «al apartarme de ellos» -recedente me ab ipsis- se refiere a los leprosos o a los pecados. En el contexto parece más probable lo segundo, es decir: Francisco ve en la transformación experimentada -lo amargo en dulce- un efecto de la liberación de los pecados, que antes le impedían una apreciación recta y un gusto cabal de las cosas. Es lo que había expresado ya en su Carta a todos los fieles. «Todos aquellos que no viven en penitencia..., antes se entregan a los vicios y pecados, y van tras su concupiscencia y malos deseos..., son ciegos, porque no ven la verdadera luz, que es Jesucristo nuestro Señor. Y éstos no tienen la sabiduría del espíritu... Mirad, vosotros, ciegos..., que es dulce cometer pecado y amargo servir a Dios». Los biógrafos modernos no han dejado de notar la importancia de la aproximación progresiva del joven Francisco a los pobres en el proceso de su conversión; pero ninguno, que yo sepa, ha puesto de relieve el papel de esos hechos en cuanto respuesta a una revelación cada vez más clara, cada vez más apremiante, del Salvador, y en cuanto descubrimiento del ideal de la «pobreza y humildad de nuestro Señor Jesucristo», que llegaría a ser el centro de su vida según el Evangelio. En san Pablo el «Yo soy Jesús a quien tú persigues» fue un rompiente de luz insospechada que vivificaría toda su visión teológica del misterio de Cristo presente en sus miembros los fieles; así también para Francisco el hecho de haber llegado al encuentro con el Cristo a través del pobre, sobre todo a través del leproso, iluminaría su concepción total de la Encarnación y del seguimiento del «Cristo pobre y crucificado». La trayectoria seguida por la gracia en el caso del hijo de Pedro Bernardone no es una excepción, sino estilo muy normal en la economía de la salvación. «La elección de Israel y su historia muestran que Dios se revela en la pobreza», ha escrito el padre Congar. Es, sobre todo, vía auténtica de conversión: «Día tras día me buscan y quieren saber mis caminos, como si fueran un pueblo que ama la justicia... ¿Sabéis qué ayuno quiero yo? dice el Señor Yahvé: Romper las ataduras inicuas, dejar ir libres a los oprimidos..., partir el pan con el hambriento, albergar al pobre sin abrigo, vestir al desnudo y no volver tu rostro ante tu hermano. Entonces brillará tu luz como la aurora, y se dejará ver pronto tu salud... Entonces llamarás y Dios te oirá; le invocarás, y Él dirá: Aquí me tienes...» (Is 58,1-12). Lo que era pauta de aproximación a Dios para el pueblo escogido lo es mucho más, en la doctrina del Nuevo Testamento, para la entrada de cada redimido en la comunión con Dios. «El que no ama al prójimo a quien ve, ¿cómo amará a Dios a quien no ve?» (1 Jn 4,20). Ir al hermano, al hermano pobre en el más amplio sentido de la palabra, es ir a Dios. El camino para ir al Padre es Cristo, el «hijo del hombre», y el camino para encontrar a Cristo es el pobre, como Él mismo lo ha afirmado (Mt 25,31-46). El pobre es el «sacramento» de la presencia de Cristo en medio de nosotros, en medio de la Iglesia mientras dura su peregrinación en el tiempo. 1. «Cuando estaba en los pecados» Dado el temperamento de Francisco, rico como pocos de sensibilidad humana, no debe extrañar el que Celano y los Tres Compañeros nos le presenten desprendido en sumo grado, compasivo y liberal para con los necesitados o afligidos. El primer hecho que le acredita de tal es la victoria alcanzada en la prisión de Perusa, a fuerza de delicada cortesía, con el caballero insoportable, condenado por los camaradas de cautiverio al ostracismo (2 Cel 4; TC 4). Y anota Celano que, «libre de la prisión, se le vio más inclinado a la piedad para con los indigentes» (2 Cel 5). Por entonces ocurrió el episodio del mendigo despedido sin limosna en un momento de afanosa atención al mostrador en la tienda de paños. Lo refiere Celano en la Vida I, como mera asociación retrospectiva, al hablar de la caridad con los leprosos después de la conversión. Y se halla asimismo en el Anónimo de Perusa, en los Tres Compañeros y en San Buenaventura sin variantes notables. Al caer en la cuenta Francisco de lo que había hecho, reprochóse a sí mismo tamaña descortesía, diciéndose: «Si ese pobre te hubiera pedido algo de parte de un conde o de un barón, a buen seguro le hubieras contentado; ¡y no has querido hacerlo a quien venía en nombre del Rey de reyes y Señor de todo!» Desde aquel día propúsose no negar socorro a nadie que se lo pidiera en nombre de Dios (1 Cel 17; TC 3; LM 1,1). ¡Descortesía! En tal grado poseía el sentido de la caballerosidad -lo sabemos por su vida toda-, que se sintió profundamente rebajado a sus propios ojos por aquella acción. Lo hacen notar las fuentes: «contra su costumbre, pues era muy cortés» (Celano); «comenzó a recriminarse por su gran grosería» (AP, TC). San Buenaventura, por el contrario, da al lance un giro más ascético, y añade, con el Anónimo de Perusa, que Francisco, arrepentido al instante, corrió tras el pordiosero y le dio la limosna. Es, con todo, una caballerosidad que halla su centro de referencia en el fondo sólidamente religioso del joven mercader: Dios. Ese centro de referencia irá recibiendo poco a poco los rasgos de un rostro familiar: el de Cristo. Francisco, ganoso de renombre, camina rumbo a Apulia entre los caballeros de Gualterio de Brienne. Un día topa con un caballero pobre, casi desnudo, y le regala su propia indumentaria flamante «por amor a Cristo». A la noche siguiente tiene el sueño del palacio lleno de arreos militares, completado poco después con otro sueño en que la voz del Señor le disuade de proseguir en la expedición y le manda regresar a Asís (1 Cel 5; 2 Cel 5s; TC 5-6; LM 1,2s). No es fácil precisar hasta dónde el paralelo con el episodio similar de la vida de san Martín, tan insistentemente recordado por Celano, obedece a un esquema previamente adoptado o responde a la realidad de los hechos; pero al menos aparece patente el nexo entre esta liberalidad y el comienzo de la conversión. Vuelto a su patria, experimentó profundo hastío de las diversiones juveniles, mientras sentía acrecentarse en su corazón el interés por los pobres y el goce nuevo de sentarse a la mesa rodeado de ellos. Daba limosnas más frecuentes y generosas y, cuando no tenía dinero a mano, desprendíase del ceñidor o se despojaba de la camisa para remediar al necesitado; compraba utensilios sagrados y los enviaba secretamente a sacerdotes pobres; y, en ausencia de su padre, hacía preparar a Pica, su madre, la mesa completa en beneficio de los pobres; a estos no se contentaba con socorrerlos, sino que «gustaba de verlos y oírlos». El texto de los Tres Compañeros, que parece mantenerse aquí bastante fiel a los recuerdos personales de Francisco, termina con esta observación: «Cambiado de esta manera por la gracia, aunque todavía llevaba vida secular, hubiera deseado hallarse en alguna ciudad donde no fuese conocido para despojarse de los propios vestidos y cubrirse con los de algún pobre pidiéndoselos de prestado, y para experimentar lo que es pedir limosna por amor de Dios» (TC 10). La ocasión presentósele a la medida de sus deseos en una peregrinación que hizo a Roma. Después de vaciar, con liberalidad no exenta aún de cierta provocativa ostentación, su bolsillo repleto sobre el sepulcro de san Pedro, salió al atrio de la basílica y allí cambió sus vestidos con los andrajos de uno de los muchos mendigos que, en las gradas de la escalinata, imploraban la caridad de los peregrinos; luego, colocado en medio de ellos, pedía limosna en francés (2 Cel 8; TC 10; LM 1,6). El francés, o más exactamente el provenzal, era la lengua que usaba Francisco cuando, en momentos de exaltación espiritual, afloraba su alma juglaresca. Tenía ahora la experiencia de la pobreza real, la del pobre, que es al mismo tiempo humillación, inferioridad, falta de promoción pública, y a veces degeneración física y moral. Se había sentido visto así por la gente bien. El gesto burgués de remediar la necesidad del pobre con un puñado de dinero lo hallaba ya absurdo; mientras subsiste, en efecto, la desigualdad derivada del nacimiento o de la fortuna, el amor al prójimo no sazona evangélicamente. Más que dar, es preciso darse, ponerse al nivel del hermano. Pero ¿quién es capaz de saber los límites a que puede llegar esa experiencia de igualarse al desgraciado? En este particular momento espiritual del joven mercader hay que situar la «tentación» referida por las fuentes en términos ascéticos convencionales. Había en Asís una mujer monstruosamente jorobada, que causaba repugnancia invencible a cuantos la veían. Y el diablo asediaba a Francisco con la aprensión de que, por el camino emprendido, un día él también se vería en la situación de aquel ser humano que tanta compasión le inspiraba (2 Cel 9; TC 12). Eran los días de la trabajosa metamorfosis interior, que se estaba operando en él bajo la luz que su alma recibía intensamente en las prolijas contemplaciones de la cueva del «tesoro oculto» (1 Cel 6). 2. La experiencia suprema La Leyenda de los Tres Compañeros se introduce con el siguiente relato en esta nueva etapa de la conversión: «Hallándose cierto día en ferviente oración ante el Señor, percibió estas palabras: Francisco, todo lo que amaste carnalmente y todo lo que ambicionaste es preciso que lo desprecies y aborrezcas, si deseas conocer mi voluntad; y una vez que hayas comenzado a realizarlo, lo que antes te parecía suave y dulce se te hará insoportable y amargo, y en lo que hasta ahora hallabas repugnancia encontrarás gran dulcedumbre y suavidad inmensa» (TC 11; cf. 2 Cel 9). Es posible que nos hallemos ante una mera construcción literaria a base de las palabras del santo en su Testamento. Lo que importa hacer notar es que el vencimiento máximo de llegarse a los leprosos fue la experiencia decisiva en el triunfo de la gracia, la que le hizo dar la vuelta, valga la expresión. He dicho vencimiento máximo. Toda la naturaleza de Francisco, delicada, hecha al refinamiento, se revolvía al espectáculo de las carnes putrefactas de un leproso. Celano, en la Vida I, recogiendo una confesión personal del santo -«ut dicebat»-, observa que «era tal entonces su repugnancia a la vista de los leprosos, que, al divisar desde dos millas de distancia una leprosería, se tapaba con las manos las narices para no sentir el hedor» (1 Cel 17). «Y aunque su compasión por ellos le llevaba a socorrerlos con limosnas, lo hacía por intermediario, volviendo el rostro a otra parte y tapándose las narices» (TC 11). Cabalgaba un día por la llanura de Asís cuando le salió al camino un leproso. Era el momento de dar a Cristo la prueba decisiva de su disponibilidad para «conocer su voluntad». Haciéndose enorme violencia, apeóse del caballo, puso la limosna en la mano del leproso y se la besó; el leproso, a su vez, apretó contra sus labios la mano del bienhechor. Montando otra vez, Francisco prosiguió su camino con el alma llena de un sabor desconocido, llena de gozosa expansión (1 Cel 17; 2 Cel 9; TC 11). Celano, en la Vida I, dice sencillamente: «y lo besó»; en la Vida II precisa que el beso fue en la mano, mientras le daba la limosna, y en ello sigue la fuente informativa usada también por los Tres Compañeros. Pero se separa de ella al omitir el beso con que respondió el leproso, muy creíble por lo demás; y, obedeciendo a uno de esos tópicos hagiográficos que tantas veces hacen descender el valor de sus relatos, añade por su cuenta: «Y montando al momento, miró a uno y otro lado por la llanura, que se veía sin obstáculo alguno en toda su extensión, pero no vio ya a tal leproso». San Buenaventura no hace sino copiar a Celano, y completa la relación: «Lleno de admiración y de gozo, comenzó a cantar devotamente las alabanzas de Dios, resuelto a esforzarse en adelante por llegar a mayor altura» (LM 1,5). Es uno de los pasajes que Sabatier, muy justamente, alegaba para demostrar la anterioridad -o mayor fidelidad- del texto de la Leyenda de los Tres Compañeros respecto a la Vita II de Celano. Pocos días después busca él mismo la experiencia dirigiéndose al lazareto, probablemente el de San Lázaro de Arce, situado a tres kilómetros de Asís. Va bien provisto de dinero. Reuniendo a todos los leprosos, da a cada uno su limosna besándoles la mano. Celano añade: «la mano y la boca»; pero suena a redundancia de propia cosecha, como también el comentario de san Buenaventura, fiel siempre a su peculiar esquema biográfico de ver en Francisco una perfecta copia de Cristo crucificado: «Lo hacía ya por Cristo crucificado, quien, según el profeta, apareció despreciable como un leproso». Hay una sobriedad más fiel a la historia en la Leyenda de los Tres Compañeros, que, en los dos pasajes, presenta a Francisco besando la mano en un gesto más bien de agradecida gentileza y de respeto caballeresco hacia el hermano desgraciado, que de propia mortificación (1 Cel 17; 2 Cel 9; TC 11; LM 1,6). Para Francisco el pobre no sería nunca esa especie de instrumento del ejercicio ascético personal, que suele hallarse en ciertas interpretaciones clasistas del espíritu evangélico. El Cristo se le ha revelado por fin en el pobre más pobre de la Edad Media. Desde ahora irá a encontrarse gustosamente con Él en los hermanos cristianos. Y ¡cómo le agradaba a Francisco designar con esta denominación popular a aquellas configuraciones vivas del Cristo paciente! Lo que a sus ojos los hacía más dignos de lástima no era, sin embargo, su pobreza ni sus dolencias, sino aquel alejamiento del consorcio humano a que se veían condenados como seres vitandos. Comprendemos ahora mejor, en su contexto histórico, la afirmación inicial del Testamento: la transformación operada en el alma de Francisco fue fruto de su donación a los leprosos; y fue el Señor quien «le llevó entre ellos» para convertirle. Así es cómo «lo que antes le parecía amargo le fue convertido en dulcedumbre de alma y cuerpo». Descubierto el Cristo en el pobre, ya se halla preparado para descubrirlo como «Hermano», y «tal Hermano, que entregó su vida por sus ovejas...» (Carta a los Fieles), en la imagen del Crucifijo de San Damián, cuya visión se refiere seguidamente en todas las fuentes biográficas (2 Cel 10; TC 13; LM 2,1). Celano le supone ya antes «enteramente transformado en su corazón», mientras san Buenaventura atribuye al episodio la «perfecta conversión a Dios», nuevamente en la línea de su imagen de la espiritualidad del santo. Los Tres Compañeros refieren acto seguido, y como una resolución tomada como efecto de la visión, el viaje a Foligno con el caballo cargado de buena mercancía de paños; vende allí paños y caballo, y vuelto a la capilla de San Damián, entrega el importe al sacerdote pobrecito que cuida de ella; éste rehúsa quedarse con el dinero, y Francisco arroja las monedas, con un gesto de desprecio total, en el hueco de una ventana. Siguen luego los trágicos días de la furia de Pedro Bernardone, en que Francisco toma la decisión pública de entregarse a Dios, decisión que tiene su desenlace solemne ante el obispo, cuando el convertido, desnudo, entrega vestidos y dinero al padre, aquel dinero que aún creyó, por última vez, podía servir para remediar necesidades ajenas: «Hubiera querido el varón de Dios emplearlo en procurar alimento a los pobres y en reconstruir la capilla» (1 Cel 8-15; TC 16-20; LM 2,1-4). La versión del Anónimo de Perusa es muy diferente: Francisco, después de la visión de Espoleto, desiste de la expedición a Apulia y emprende el regreso a Asís; pasando por Foligno, vende el caballo en que montaba y «los vestidos de que se había provisto para ir a Apulia, cubriéndose con otros más viles»; al acercarse a Asís, «se llega a la iglesia de San Damián y entrega el importe al sacerdote...». La Vida I de Celano nos describe a Francisco, ebrio de gozo por la libertad nueva que ahora gustaba su espíritu, pregonando su dicha en francés bosque adelante; los ladrones lo arrojan en una hoya de nieve; se levanta y sigue cantando con mayor gozo las alabanzas del Creador. Va a pedir trabajo a una abadía, y allí tiene que probar desnudez y hambre, en tal grado, que se ve precisado a tentar mejor acogida en otra parte. En Gubbio un amigo le proporciona el vestido indispensable; por fin, sigue el biógrafo, «se trasladó a los leprosos; vivía con ellos, sirviéndoles a todos con suma diligencia por Dios; lavábales las llagas pútridas y se las curaba» (1 Cel 17; LM 2,6). Fue su noviciado. Y sería también el noviciado de sus primeros seguidores. Persuadido de que el Cristo acaba por revelarse siempre a quien le busca en el pobre, en el humilde y paciente, les ofrecerá como un regalo esa experiencia tan rica para él de dulces consecuencias. «Durante el día trabajaban con sus manos, los que sabían hacerlo, morando en las leproserías, o en otros lugares honestos, sirviendo a todos humilde y devotamente» (1 Cel 39). La Regla I supone muy normal esa vida de comunión fraterna con los «hermanos cristianos», más aún, deja pensar en cierto compromiso, que ligaba a la fraternidad como tal, de servirles y procurarles el sustento: «En caso de manifiesta necesidad de los leprosos pueden los hermanos pedir limosna para ellos» (c. 8); «Todos los hermanos deben esforzarse por seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo... Y han de alegrarse cuando viven entre personas viles y despreciadas, entre los pobres y los débiles, enfermos y leprosos, y mendigos a la vera del camino» (c. 9). El Espejo de Perfección (c. 44) nos ofrece un notable testimonio de la pedagogía evangélica empleada por el joven fundador con los novicios: «En los principios de la orden quiso que los hermanos moraran en los hospitales de los leprosos para servir a éstos, con el fin de que allí se fundamentaran en la santa humildad. Y así, cuando pretendían entrar en la orden, fuesen nobles o plebeyos, entre otras cosas se les comunicaba sobre todo que debían consagrarse al servicio de los leprosos y vivir con ellos en los lazaretos». Prescindamos una vez más de la perspectiva ascética que supone como finalidad ejercitar a los novicios en la «santa humildad». Sabemos ya cuál era el fruto que Francisco pretendía: la conversión mediante la convivencia fraterna con los leprosos. Son abundantes los textos que dan fe de la relación de las primeras fraternidades franciscanas con los leprosos. La de la Porciúncula se encargaba de atender la leprosería de Asís, distante un cuarto de hora. Lo sabernos por el episodio de fray Giacomo el Simple, a quien Francisco había confiado el cuidado de los leprosos, como enfermero fijo, y en especial de uno que se hallaba en grado avanzado. Fray Giacomo, en su simplicidad, llegó a presentarse más de una vez con su comitiva de cuerpos ulcerosos en Santa María de los Angeles. Vuelto el santo de un viaje, reconvino al imprudente enfermero: «No debieras traer así a los hermanos cristianos; no es decoroso ni para ti ni para ellos». Pero al darse cuenta de que estas palabras habían humillado al leproso grave, allí presente, se acusó de esta culpa ante Pedro Catani, ministro general a la sazón, y se impuso la reparación de comer con el hermano cristiano en la misma escudilla. El dato de ser entonces Pedro Catani ministro general demuestra que la hermandad con los leprosos no fue sólo en los comienzos; el suceso debió ocurrir a fines de 1220 o principios de 1221 (EP 58). Los primeros franciscanos establecidos en tierras germánicas comenzaron asimismo morando en las leproserías (cf. Jordán de Giano, Crónica 33 y 39). Salimbene conoció todavía religiosos que servían a los enfermos en los hospitales. Y san Buenaventura, en uno de sus sermones sobre san Francisco, dice: «Él y sus hermanos socorrían y servían a los enfermos, mendigaban el alimento para ellos o lo procuraban trabajando con sus manos; moraban en los hospitales y en las leproserías, y compartían su suerte con los indigentes que no podían proporcionarse el sustento, sirviéndoles y ayudándoles» (Op. omnia IX, 587). En otro lugar refiere una anécdota curiosa de Hugolino siendo ya papa: «Gregorio IX, lleno de sabiduría, por la familiaridad que tuvo con san Francisco, hízose imitador suyo, y quiso tener en su cámara un leproso, a quien servía en hábito de fraile menor. Un día dijo el leproso: ¿Qué, no tiene el sumo pontífice sino este pobre viejo para servirme? Ya tiene bastante consigo mismo» (Ibid., 577). Pero parece que no todos estaban para llevar con alegría semejante heroísmo. Por un recuerdo de fray Conrado de Offida sabemos de una «tentación» de fray Rufino -¡le proporcionaba tantas su timidez!-, quien no podía hacerse a la idea de que los hermanos anduvieran recorriendo de aquella manera las leproserías, sin sosiego para la oración; ¿no era más seguro el género de vida de san Antonio y demás anacoretas? Y le asaltaban dudas sobre la sensatez del fundador (cf. An. Franc. III, 49 y 161). Por lo que hace a san Francisco, sabemos por Celano que, al final de su vida, gastado el cuerpo de fatigas, maceraciones y vivencias místicas, sentíase aún con arrestos de conversión y añoraba el primer sabor de su donación juvenil a los necesitados: «Pensaba siempre en nuevos arranques de mayor perfección..., en acometer nuevas empresas al servicio de Cristo... Anhelaba ardorosamente volver a la humildad de los comienzos... Quería volver otra vez al servicio de los leprosos y verse despreciado como en otro tiempo...» (1 Cel 103). 3. «La pobreza y humildad de nuestro Señor Jesucristo» El ideal de pobreza evangélica no se le descubrió a Francisco en la fiesta de san Matías de 1209. Antes que en el Evangelio, había encontrado ya a Cristo en el hermano que sufre. (En el telefilme Francesco di Assisi, Liliana Cavani se ha servido de un recurso muy acertado para sensibilizar ese descubrimiento progresivo del rostro del Cristo en el pobre: cada vez que Francisco da un paso más en su afán de fraternizar con los necesitados, al volver a su crucifijo de San Damián tea en mano, se le muestran más claros los rasgos del rostro del Salvador). Y ese Cristo, pobre y paciente, no es una creación teológica ni un mero cauce del culto o de la piedad, sino una existencia real, como la de cualquier hombre que padece necesidad o humillación; pero es el Hijo del Dios Altísimo, «tan digno, tan santo y glorioso..., que tomó... la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad y que, siendo rico sobre todas las cosas, quiso no obstante escoger la pobreza» (Carta a los Fieles). El mismo Evangelio no es primariamente para Francisco una doctrina; es una vida, la del Cristo pobre; es un mensaje, el que Él trae a los pobres. Y esta pobreza captada en el Evangelio no es un sistema de vida ascética, como el que ya estaba acuñado por el monaquismo tradicional, ni un programa de reforma de la Iglesia, ni siquiera un medio de testimonio. La pobreza de Francisco es fruto de un amor. Como para Jesús, la pobreza es esa vida pobre que yo tengo delante: el mendigo que tiende la mano, el trabajador mal retribuido, el enfermo, el incomprendido, el angustiado, el degenerado... Francisco no daría nunca una definición teórica de su ideal de pobreza; no era hombre de definiciones. Para cuantos le pedían una formulación de ese ideal tendría siempre su respuesta precisa, suficientemente clara para él: «La pobreza y humildad de nuestro Señor Jesucristo». Pobreza sola no daba el contenido completo; su expresión usual, intencionada, era: «pobreza y humildad» (1 R 9; 2 R 6 y 12; SalVirt). Hoy, a la luz de la teología paulina, damos a ese misterio de pobreza-humildad en la Encarnación el término de kenosis. La fe de Francisco siguió vivificada toda la vida por la primera experiencia del «sacramento» del Cristo presente en el necesitado: «Cuanto hallaba de deficiencia o de penuria en cualquiera que fuese, lo refería a Cristo con rapidez y espontaneidad. De este modo veía en todos los pobres al Hijo de la Señora pobre... Cuando ves un pobre -decía a sus hermanos-, tienes delante un espejo donde ver al Señor y a su Madre pobre. Y asimismo en los enfermos debes considerar las enfermedades que Él tomó por nosotros» (2 Cel 83 y 85). No es san Francisco el único gran convertido que halló a Cristo a través del prójimo. De la hagiografía cristiana podría sacarse un largo catálogo de grandes seguidores de Cristo en quienes la gracia siguió la misma vía. Pensemos en santa Isabel de Hungría, mezclada con los pordioseros y acostando a los leprosos hasta en su propio lecho. En santa Margarita de Cortona, repartiendo limosnas a manos llenas y alternando con los pobres, cuando todavía estaba unida en concubinato con el Marqués de Montepulciano; no admite muestra alguna de agradecimiento, porque es ella la que se siente favorecida por los socorridos; y una vez convertida, tiene prisa por experimentar, junto con su hijito, el rigor de la miseria. En san Juan de Dios, dedicándose al servicio de los enfermos en el hospital de Ayamonte y después en Ceuta trabajando duramente para ayudar a una familia probada por la enfermedad y reducida a la indigencia; el primer efecto de su aparatosa conversión en Granada es fingirse loco hasta hacerse recluir en el manicomio, con el fin de sentir en sí la suerte de los infelices privados de razón. En san Camilo de Lellis, pasando de enfermo a enfermero en el hospital de Santiago de Roma. En san Vicente de Paúl, saliendo vencedor de su crisis de fe cuando decide consagrar su vida al servicio del prójimo. En san Ignacio de Loyola, ya en pleno proceso de transformación, cambiando sus vestidos con los de un pobre en Montserrat y alternando, en Manresa, sus jornadas de contemplación luminosa con el servicio en los hospitales; este «ejercicio» lo consideraría esencial en los primeros años de la Compañía y dejaría prescrito el «mes de hospitales» durante el noviciado, como complemento necesario del mes de ejercicios espirituales; los novicios habrían de convivir plenamente con los enfermos mientras duraba esta prueba decisiva de una verdadera conversión. En el trance de renovación en que hoy nos hallamos empeñados no estará de más tener en cuenta esta verdad. Muchas crisis de fe se iluminarían, muchas existencias angustiadas hallarían el sentido de su misión, muchas conductas cambiarían, con sólo escoger el mismo camino. Y muchos institutos religiosos darían sin más con el secreto de la vuelta a su propio carisma en la Iglesia. Hay unos versos anónimos ingleses que lo dicen muy exactamente: Busqué a mi alma, pero no la podía ver. Busqué a mi Dios, pero mi Dios se me iba. Busqué a mi hermano..., y encontré a los tres. Lázaro Iriarte, O.F.M.Cap., La vía de la conversión en San Francisco de Asís, en Selecciones de Franciscanismo, vol. IV, n. 11 (1975) 181-190. |
. |
|