DIRECTORIO FRANCISCANO
San Francisco de Asís

LA LECCIÓN DEL MONTE ALVERNA

por Constantino Koser, o.f.m.

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Carta Encíclica del Ministro General de los Franciscanos [24-VIII-75], con motivo de la celebración del 750 aniversario de la impresión de las Llagas de San Francisco en la cima del monte Alverna.

1. «Llevaba arraigada en el corazón la cruz de Cristo. Y por eso le brillaban las llagas al exterior, en la carne, porque la cruz había echado muy hondas raíces dentro, en el alma» (2 Cel 211). Estas palabras de Tomás de Celano encierran las cosas más profundas y verdaderas que puedan decirse acerca del hecho singular de las Llagas de Cristo impresas en la carne de nuestro seráfico padre San Francisco.

Dentro de poco vamos a concluir las celebraciones conmemorativas del 750 aniversario de la estigmatización en el monte Alverna. Para todos nosotros que, por vocación y profesión, estamos comprometidos en la imitación de nuestro Padre, este hecho es un desafío permanente para que la cruz eche raíces, cada vez más profundas, en nuestra alma.

2. Este año jubilar de las Llagas ha visto a muchos franciscanos en peregrinación contemplativa sobre la cima de nuestro monte santo. Pero son muchos más los que, repartidos por el mundo entero y sin posibilidad de llegar hasta él, se han esforzado ejemplarmente en la misma meditación y han formulado nuevos propósitos para una renovada y mayor fidelidad a nuestra «forma de vida». Creo, sin embargo, que si bien han sido muchas las reflexiones y los propósitos, no estará de más que os dirija todavía una palabra antes de finalizar las celebraciones jubilares.

Tal vez no tenga importancia cuanto os puedo decir; quiero, sin embargo, dirigirme a vosotros y hablaros con suma humildad: acogedlo en vuestro espíritu y hacedlo florecer en vuestra vida con humildad también.

I. Desafío de las Llagas de San Francisco

3. Un signo. Las Llagas de San Francisco son una realidad que encierra su propio misterio, y constituyen un signo que evoca una realidad todavía más misteriosa.

Tuvieron sentido para el mismo San Francisco y lo tienen para otros, especialmente para nosotros que somos seguidores del Santo de Asís.

Por nuestra condición de hombres, sólo podemos llegar a las realidades sobrenaturales mediante signos sensibles: el lenguaje hablado, los signos-cosas, que expresan algo por lo que son o por el sentido adicional convenido.

La viveza de un signo depende de él mismo, pero mucho más de quien lo percibe e interpreta.

4. Crisis de los signos. La crisis en que se debate la Iglesia en nuestros días y particularmente la crisis de la vida religiosa, y también de la vida franciscana, se origina, en buena parte, en la pérdida de vigor de los signos sensibles, en la dimensión interpretativa. Desafortunadamente no es fácil recuperar los signos desgastados y hasta anulados en cuanto a su valor expresivo, y asimismo es difícil sustituirlos adecuadamente por otros. Para nosotros, sin embargo, como hombres que somos, es de suma importancia recuperar los signos que han perdido su fuerza, o sustituirlos por otros que influyan eficazmente sobre nuestra subjetividad de percepción y de realización; de no ser así, la crisis aumentará en su intensidad demoledora.

5. Las Llagas son todavía signo vigoroso. Las Llagas de Cristo y su realidad impresa en el cuerpo de San Francisco continúan teniendo una fuerza enorme de significación; continúan siendo signo. Son un signo al que se contradice para perdición, o se integra en la propia vida para resurrección (cf. Lc 2,34).

Las Llagas de Cristo, abiertas en la cruz y mantenidas en la resurrección, tienen una fuerza significativa inmensa e insospechada; nadie puede permanecer neutral y sin respuesta ante ellas. Las Llagas de San Francisco reciben de las de Cristo su vigor significativo. Poseen, no obstante, su propio valor: en cuanto hecho que la crítica abundante de quienes se resisten a aceptarlas no ha podido eliminar de la historia, y en cuanto signo de que la realidad de las Llagas de Cristo continúa viva hasta el punto de manifestarse de esta manera intensa y maravillosa. La fuerza del signo pervive, y es necesario abrir nuestras almas y las de los demás para que esta fuerza de significación transformante pueda actuar.

6. Mucha crisis, mucha duda, poca fuerza. La crisis en que nos vemos inmersos no es de ayer, pero se ha intensificado en nuestros días. Su influencia en las almas proviene de un cuestionamiento o puesta en tela de juicio generalizado. Todo cuestionamiento puede ser vida si su desafío es aceptado y conducido hasta la respuesta; pero engendra la muerte cuando no se acepta el reto y los interrogantes que suscita permanecen sin esa respuesta: produce la muerte a través de la duda que fácilmente se convierte en escepticismo; y el escepticismo hace de la vida un cementerio.

El cuestionamiento, ante el cual nos estamos viendo emplazados, ha sido y continúa siendo muy grande; y por desgracia es muy grande también la proporción en que no es afrontado con responsabilidad y llevado hasta desembocar en la respuesta necesaria. Son muchos los que se complacen en controversias estériles. Así es como ha nacido la duda en muchas mentes, ha crecido un sentimiento difuso de reservas y frecuentemente se ha instaurado un escepticismo progresivo que viene produciendo la muerte de la vida cristiana y de la vida religiosa. Es urgente afrontar con responsabilidad toda puesta en tela de juicio y caminar hasta encontrarle la respuesta. El monte Alverna constituye para ello una lección fecunda.

7. San Francisco estigmatizado sugiere una orientación nueva. Si con toda seriedad nos confrontáramos con San Francisco, si no huyéramos de su mirada escrutadora, estaríamos ya en camino para hacer frente con responsabilidad al cuestionamiento crítico en que nos debatimos. Si lo hiciéramos efectivamente así, surgiría en nosotros una nueva orientación de vida y la inversión de la marcha letal de la duda o del escepticismo.

8. También es necesaria la integración de nuestro hoy. Para que esta confrontación produzca en nosotros sus efectos saludables, es imprescindible que al realizarla asumamos e integremos nuestra realidad concreta, la situación precisa en que nos encontramos. El pasado, con todas sus conquistas, nos puede ayudar eficazmente; pero esto no basta: hay que integrar también las realidades de hoy. Aceptemos el desafío con seriedad e integridad, con honestidad y valor. Debemos llevar a cabo la parte que nos corresponde con decisión y coherencia.

II. Las Llagas de San Francisco son un hecho

9. La voz de la crítica histórica. Uno de los elementos de la crisis que vivimos es la duda relativa a los hechos, como, por ejemplo, la estigmatización que sucedió sobre el monte Alverna. Hay que superar esa duda acerca del hecho para que la estigmatización ejerza su influencia en nosotros. Comencemos por aquí la recuperación.

A finales del siglo XVIII, la recién nacida ciencia histórica, que se apellidaba «crítica», negó el hecho de la impresión de las Llagas en el Alverna e intentó liquidar cuanto al respecto se venía afirmando. No pocos hermanos nuestros de entonces se sintieron profundamente heridos en su visión de la vida de San Francisco; tuvieron que soportar la tempestad de la negación y del ridículo: no tenían una respuesta a tal negación.

Nosotros hoy, acostumbrados al método histórico-crítico, nos asustamos menos; nos parece un modo necesario de ver las cosas; y tenemos, además, la ventaja de que otros, antes de nosotros, han superado las negaciones artificiosas de lo que se presentaba como ciencia, legándonos una certeza críticamente garantizada sobre lo sucedido. Cuanto sabemos, como fruto del análisis histórico crítico de los documentos, no es mucho en realidad; no tiene la amplia dimensión de cuanto desearíamos saber. Es suficiente, sin embargo, para cimentar nuestras reflexiones y para que la lección del Alverna tenga en nosotros consistencia y valor.

Como es obvio, en estas páginas no pretendemos asumir el papel del investigador; nos proponemos resumir los logros suficientemente garantizados como fundamento de las reflexiones posteriores. Nos limitamos estrictamente al hecho de las Llagas.

10. Cien años atrás: un resumen negativo. Carlos Augusto Hase hizo un primer resumen de los resultados obtenidos mediante la aplicación del método histórico-crítico a los relatos de la estigmatización de 1224: la conclusión era negativa (Franz von Assisi, Ein Heiligenbild, Leipzig 1856, pp. 143-202: «Sospecha: Investigación sobre las Llagas»). Se creyó en el derecho y deber de restringir los documentos auténticos a la Carta Encíclica sobre el tránsito de San Francisco de Fr. Elías (An. Franc. X, 526, n. 5). Los demás documentos fueron considerados como fruto de la fantasía, carentes de todo valor histórico; y aun la Carta de Fr. Elías la interpretó en clave minimizante. No tuvo escrúpulo en atribuir las Llagas a una falsificación desleal y criminosa realizada en el cuerpo de San Francisco, inmediatamente después de su muerte, por el propio Fr. Elías, hombre capaz -afirma Hase- de semejante monstruosidad.

11. Cien años después, el P. Octaviano de Rieden (Schmucki), capuchino, publicó un trabajo titulado «Investigación histórico-crítica, a la luz de los testimonios del siglo XIII, acerca de la estigmatización de San Francisco» (en Collectanea Franciscana 1963-1964). Este estudio señala el punto en que se encuentran las investigaciones en el momento presente, con resultados mucho más positivos y serios que los presentados por Hase. Para nosotros significa la recuperación de los hechos a la luz de la crítica histórica, con las mayores garantías en la aplicación del método científico. No son ciertamente garantías absolutas: son garantías históricas, no metafísicas; pero garantías del más alto nivel dentro de la categoría histórica.

12. Los documentos así garantizados son los siguientes: La «Carta Encíclica sobre el tránsito de San Francisco», de Fr. Elías; la Nota que escribió Fr. León en el «Papel que dio a Fr. León» San Francisco; la «Vida primera de San Francisco», de Tomás de Celano, nn. 94-95 y 112-113.

La información que contienen estos documentos se repite en otros muchos con matices complementarios. Para la finalidad de la presente Carta bastan las noticias de los tres textos mencionados: por sí solos poseen luz suficiente para disipar cualquier duda acerca del hecho de la estigmatización.

13. La impresión de las Llagas es pues un hecho que no admite duda, siempre que se respeten las normas del método histórico-crítico. Las Llagas comenzaron a formarse durante o poco después de la experiencia mística de San Francisco en el monte Alverna en septiembre de 1224: dos años antes de su muerte vio «un hombre cual un serafín que tenía seis alas» (1 Cel 94). San Buenaventura nos proporciona una ulterior precisión cronológica: «Cierta mañana de un día próximo a la fiesta de la exaltación de la Santa Cruz» (LM 13,3). Las fuentes no permiten aquilatar más la fecha.

De la manera como se describe el acontecimiento se saca la impresión de que las Llagas no se formaron repentinamente durante la visión, sino que fueron apareciendo poco a poco, sin que podamos precisar lo que tardaron en formarse. «Comenzaron a aparecer -escribe Celano- en sus manos y pies las señales de los clavos, tales cuales las había visto poco antes en el hombre crucificado» (1 Cel 94). Y San Buenaventura: «Al momento comenzaron a aparecer (statim... apparere coeperunt) en sus manos y pies las señales de los clavos» (LM 13,3).

14. La forma de las Llagas merece especial atención. La descripción de Fr. Elías y la de Celano presentan diferencias que han sido interpretadas como contradictorias. Sin embargo, leyendo las dos relaciones con escrupulosa atención y sin prejuicios, hay que reconocer que no existen tales contradicciones, y que el texto de Celano, lejos de contradecir el texto de Fr. Elías, lo confirma. Hay que tener presentes las dos descripciones. Fray Elías escribe: «Sus manos y pies tuvieron como las punzadas de los clavos, las cuales atravesaban ambas partes, conservando las cicatrices y mostrando la negrura de los clavos. Su costado apareció alanceado y a menudo destilaba sangre» (An. Franc. X, 526-527, n. 5). Tomás de Celano, dos años después, a la vista de Fr. Elías y en vida de muchos que habían contemplado las Llagas, refiere: «Veíanse las manos y pies traspasados en su mitad o centro, y las cabezas de los clavos aparecían en la parte interior de las manos y en la superior de los pies, y sus puntas en la parte opuesta. Las señales de la palma de la mano eran redondas y por encima puntiagudas, de tal modo que se advertían algo más carnosas, como si las puntas salientes de los clavos hubieran sido retorcidas y machacadas, sobresaliendo del resto de la carne. En idéntica forma estaban impresas las señales de los pies y eran más prominentes que lo restante. El costado derecho estaba atravesado como por una lanza, por cuya cicatriz abierta manaba con frecuencia sangre tan abundante que llegaba muchas veces a teñir la túnica y aun los paños menores con la sagrada sangre» (1 Cel 94).

15. ¿Quiénes vieron las Llagas? San Francisco sintió el deber de guardar suma cautela acerca de las Llagas, siguiendo en ello una de sus normas más inolvidables: «Bienaventurado el siervo que custodia en su corazón los misterios del Señor» (Adm 28). Los primeros biógrafos subrayan muchas veces esta cautela del Santo (Cf. 1 Cel 94-95; 2 Cel 99 y 133; LM 6,3; 10,4; 13,4). Según Tomás de Celano, sólo Fr. Elías y Fr. Rufino contemplaron la Llaga del costado en vida de San Francisco (1 Cel 95). Las Llagas de las manos y de los pies no se podían ocultar tan fácilmente y, a buen seguro, los más íntimos compañeros del Santo las contemplaron con cierta frecuencia. No obstante, durante los dos años de estigmatización, tanto Francisco como los pocos íntimos que conocían lo sucedido mantuvieron en secreto las Llagas. Así lo confirman las noticias que nos han trasmitido los documentos del siglo XIII: corrían rumores discretos al respecto, pero nada cierto se supo en vida del Santo. Esta es la impresión que le queda a quien lee atentamente las referencias que han llegado hasta nosotros, teniendo en cuenta el característico modo de hablar de las fuentes.

Es difícil comprender cómo San Francisco consiguió mantener el secreto; sin embargo, es un hecho. Podemos suponer que las Llagas, a lo largo de los dos años, sufrirían modificaciones diversas: cicatrización, reapertura, aumento, disminución, etc., de tal modo que los períodos que podríamos llamar agudos serían cortos, lo que facilitaría el secreto y explicaría el hecho de la discreta difusión. Se afirma que de la Llaga del costado a veces, no siempre, destilaba sangre; esto es todo lo que sabemos (Fr. Elías, en la citada Carta, y Celano, 1 Cel 95, dicen saepe).

16. Muchos pudieron contemplar las Llagas después de muerto. «En apiñada multitud salió la ciudad de Asís y acudió la región entera a presenciar las maravillas de Dios» (1 Cel 112). «Era maravilloso admirar en medio de las manos y de los pies, no ya las señales de los clavos, sino los mismos clavos formados de su propia carne, y de negrura idéntica a la del hierro, y su costado derecho teñido de sangre... Acudían solícitos los hermanos e hijos, y con lágrimas besaban los pies y las manos de tan apreciado padre que los acababa de dejar, y también su costado derecho... Todos juzgaban como el mayor regalo que se les permitiera, no ya besar, sino contemplar tan sólo las sagradas Llagas de Jesucristo, que el bienaventurado Francisco ostentaba en su cuerpo» (1 Cel 113).

También Santa Clara y sus hijas vieron las Llagas y pudieron besarlas cuando el cuerpo del Santo fue depositado, por breves instantes, en la Iglesia de San Damián, antes de ser sepultado en la de San Jorge (1 Cel 116-117).

El hecho de que tantos vieran las Llagas después de la muerte de San Francisco, hace más difícil explicar el laconismo de Fr. Elías en su comunicación, y la no menor concisión de Tomás de Celano, y el silencio de la Bula de canonización («Mira circa nos» de 19-VII-1228, aunque Gregorio IX en «Usque ad terminos», de 31-III-1237, afirme que las Llagas fueron para él «causa especial» para la canonización). Con todo, esta dificultad no disminuye la certeza de cuanto nos refieren Fr. Elías y Celano.

17. Un hecho extraordinario, un mensaje. La estigmatización de San Francisco es un hecho cierto, no una leyenda. Sobre ser un hecho y sin dejar de serlo, pertenece a la categoría de los signos y, como tal, solicita la respuesta de una «lectura».

La fuerza del signo existe, pero aguarda a quien haga esa «lectura». Cada cual la debe hacer para sí, y sólo de esa manera estará en condiciones de comunicarla a los demás. Comunicada, alcanzará su eficacia en comunidad, como debe ser entre franciscanos.

Nos corresponde intentar esa «lectura»; demos, al menos, los primeros pasos.

III. Confrontación con el Alverna

18. Primado de Dios. Lo que aconteció sobre el Monte Santo en septiembre de 1224 y las Llagas impresas en la carne de nuestro Padre San Francisco, significa y manifiesta sobre todo que «Dios es Señor». Dios se adueñó del Hombrecillo de Asís y en él actuó como le plugo. Esta verdad eterna e inamovible, «Dios es Señor», constituye el fundamento de toda nuestra vida natural y de nuestra vida de gracia. Sin esta realidad todo es absurdo; con ella todo es luz.

Así entendió San Francisco el señorío de Dios y lo aceptó con júbilo reconocido: hizo de esta verdad el punto de referencia de su vida entera, sobre todo en el Alverna. Poseemos una información excepcional al respecto, escrita de puño y letra del mismo San Francisco en el Monte Santo, después de la estigmatización y todavía en la cima de la experiencia mística: «El Papel que dio a Fr. León» nos asegura lo que Dios era para él:

«Tú eres santo, Señor Dios único, que haces maravillas.

Tú eres fuerte, tú eres grande, tú eres altísimo, tú eres rey omnipotente, tú, Padre santo, rey del cielo y de la tierra.

Tú eres trino y uno, Señor Dios de dioses, tú eres el bien, todo el bien, el sumo bien, Señor Dios vivo y verdadero.

Tú eres amor, caridad; tú eres sabiduría, tú eres humildad, tú eres paciencia, tú eres belleza, tú eres mansedumbre, tú eres seguridad, tú eres quietud, tú eres gozo, tú eres nuestra esperanza y alegría, tú eres justicia, tú eres templanza, tú eres toda nuestra riqueza a satisfacción.

Tú eres belleza, tú eres mansedumbre; tú eres protector, tú eres custodio y defensor nuestro; tú eres fortaleza, tú eres refrigerio.

Tú eres esperanza nuestra, tú eres fe nuestra, tú eres caridad nuestra, tú eres toda dulzura nuestra, tú eres vida eterna nuestra: Grande y admirable Señor, Dios omnipotente, misericordioso Salvador».

19. El señorío de Dios en la vida de San Francisco no comenzó a ser aceptado y vivido por él en el monte Alverna; la respuesta del Pobrecillo se inició antes. El señorío de Dios fue de siempre; la respuesta del hijo de Pedro Bernardone empezó con intensidad veinte años atrás, en Espoleto. El Alverna de 1224 significa una cumbre no superada. «El Papel que dio a Fr. León» es la síntesis de una experiencia de Dios muy singular y única. Cada una de sus expresiones merece una larga meditación, y debe ser traducida a la existencia concreta y cotidiana. Es necesario meditar lo que significa cada palabra en una experiencia cual fue la de San Francisco, tan viva, tan intensa, tan honda, tan sincera, tan auténtica, hasta el punto de que la más encendida expresión poética es tributaria de la realidad experimentada. Es necesario meditar y vivir en esta misma dirección, para caminar y alcanzar las cimas más elevadas, hasta que este himno se transforme, empezando por nuestra vida, en la expresión sincera de toda nuestra existencia.

20. Dios es conquista e interiorización del hombre, no alienación. Vivimos sumergidos en la densa y oprimente nube de una acusación blasfema: «Dios es alienante»; «el hombre, para encontrarse a sí mismo, debe liberarse de Dios». Es obvio que si Dios no existe -tesis cada vez más difundida; ateísmo de nuestros días-, nada más alienante para el hombre y para la humanidad que la religión, el cultivo de las relaciones con Dios; relaciones éstas que lo afirman y absorben todo, por fuerza intrínseca, en el absoluto y único Dios, y reducen al hombre a la total, ilimitada e inconmensurable dependencia, sumisión, heteronomía, propiedad «de otro». Nada más absurdo ni más nocivo si Dios no existe. Pero... Dios existe. Es un hecho inmutable e indestructible. Es una verdad. Por eso, nada más aniquilador del hombre que negar a Dios y no querer reconocer su primacía. Nosotros los hombres, «el hombre» y «la humanidad», no somos realidades absolutas. Si algo demuestra nuestro tiempo es que el hombre, al situarse en el centro de la realidad, al centrarse en sí mismo, se anula absolutamente, se «aliena» de la manera más radical, se convierte en absurdo para sí mismo. Sólo nos liberamos y nos encontramos a nosotros mismos, sólo huimos de la alienación y tenemos sentido, meta y destino, sólo tenemos historia y consistencia «en Dios». Pero no «en Dios» en el sentido panteísta de identificación, ni en el sentido aniquilador de absorción, sino en el sentido difícil y misterioso de criaturas que existen de hecho y en verdad, pero finitas y en relación.

San Francisco, principalmente en la culminación mística del Alverna, lo evidencia de la manera más patente: nadie más «él mismo», en identidad y distinción, que el bienaventurado Francisco; porque nadie, como él, referido a Dios; nadie más «realizado» y «promovido»; y él nunca más realizado y promovido que cuando Dios se adueñó de su ser de manera tan radical en el monte Alverna.

Hagamos resonar este mensaje en nuestra alma y convirtamos nuestra vida en resonancia del mismo.

21. «Con todas las fuerzas...» Dios es, en el sentido más radical, el centro, la cima, el núcleo del hombre. Un hecho, en el plano de la realidad; pero, al mismo tiempo y extrañamente, un hecho que debemos «realizar» en nuestra inteligencia y voluntad, en nuestra subjetividad y efectividad..., en todo lo que somos. Es la tarea y la meta de la vida presente; tarea que tenemos que realizar nosotros mismos, personalmente; tarea que no excluye, sino que implica, a los demás, a los «otros». No es una tarea que se pueda llevar a cabo en solitario, aislados y separados, individualistas, sino en comunión con los «otros». La dimensión de los «otros» es inseparable de nuestra tarea personal; pero sin olvidar que la tarea continúa siendo personal y que nadie puede asumirla en sustitución nuestra.

La realización de esta tarea es precisamente lo que hace «comunión». Sin ella no es posible una verdadera comunión de hombres; a ella se reduce toda comunión posible. Con ella se llenan todas las legítimas aspiraciones del hombre, y del hombre en comunión. Por voluntad divina, no sólo se realizan, sino que se cumplen con creces, en una comunión con Dios, que sobrepasa hasta las posibilidades activas de ésta y de cualquier otra creación posible: en la comunión que nos hace «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pedro 1,4).

Nuestra comunión forma parte del misterio de Dios. Es una comunión en la que no somos aniquilados, sino que permanecemos nosotros mismos. Todos somos uno y, sin embargo, permanecemos individuos y personas.

Nadie más «él mismo» que San Francisco; nadie más individuo y persona; nadie más sumergido en comunión.

22. «Y la misma creación será liberada... en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rom 8,21). En Dios no sólo nos liberamos nosotros los hombres, sino que nosotros liberamos la creación entera, todo el cosmos: animales, plantas, minerales, cosas, estructuras, sistemas, economía, política, ciencia, técnica, leyes, normas, preceptos, relaciones, progreso, madurez..., todo.

En el «Cántico del Hermano Sol» de San Francisco nos parece entrever consumada esta liberación integral del cosmos en la transfiguración final. Sin Dios el cosmos está «alienado», está «en pecado»; en Dios, se encuentra a sí mismo. El camino para esta liberación es largo y penoso -«como en dolores de parto»-, y se recorre de mil maneras y por senderos muy diversos, pero convergentes -si no son errados- hacia la liberación final. Incluso la ciencia y la técnica coadyuvan valiosamente; pero son instrumentos, no objetivos; son medios sí, pero parciales y no definitivos, «in via», ineficaces ante la culminación última. A pesar de todas sus limitaciones, crisis, alternativas y equívocos, son parte del camino «en dolores de parto».

Nosotros debemos continuar el «Cántico del Hermano Sol» de San Francisco con nuestras propias estrofas; porque este Cántico no termina en la naturaleza «natural», sino que abarca también la «nueva naturaleza» de la técnica.

El desarrollo de este propósito y su realización progresiva en nuestra existencia acoge todas las aspiraciones del hombre de todos los tiempos, incluidas las del hombre de hoy; las purifica de manchas y de equívocos, corrige los errores, supera las crisis y conduce a la realización en Dios sobre todas las cosas.

Esta es la tarea global que nos incumbe llenar en nuestra vida, en la parte que nos corresponde. San Francisco es un ejemplo vigoroso y lleno de atractivo irresistible. Seámoslo también nosotros mismos y todos nuestros hermanos.

23. «En Cristo Jesús». Dios, en sus altos designios, realiza su proyecto de tal modo que converge en el Hombre-Jesús unido al Verbo «reconciliar por Él todas las cosas» (Col 1,20).

San Francisco no es «el» modelo, y mucho menos el punto de convergencia: lo es Cristo Jesús. San Francisco es sin duda una realización maravillosa de la inserción en Cristo, de la convergencia de todo en Cristo. Precisamente por esto se ha convertido en mensaje y signo para nosotros: escuchándolo e imitándolo adelantaremos mucho en el camino real de la convergencia en Cristo y del cumplimiento de los designios de Dios sobre la creación. Nada más evidente en la vida del Hombrecillo de Asís que esta posición «en Cristo Jesús».

En ese asemejarse a Cristo siguió el camino más corto, pero más empinado: la obediencia incondicional al Evangelio de una forma tan directa e inmediata que, por un don particular de Dios, hasta en su porte externo se asemejó a Cristo en su peregrinación por este mundo. Porque Cristo es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6), fuera de Él no hay posibilidad de realización del hombre. Todo cuanto es realización del hombre, lo es en Cristo; aquello que no lo sea en Cristo, no es realización del hombre.

Esto es evidente en la vida de San Francisco; con la impresión de las Llagas su fuerza de signo ha crecido en cuanto a significación sensible.

24. «Si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo...» (Gál 6,14). En la vida del bienaventurado Francisco, la cima del Alverna nos sitúa frente al misterio de la cruz. Comprendemos el profundo contraste de las Llagas con el camino que la humanidad hodierna -como la de todos los tiempos- se empeña en seguir: fuga de la cruz de Cristo en busca del sueño ilusorio de un paraíso terrenal, lo que contrasta con los designios de Dios. Contra esta ilusión peligrosa, que hoy se cifra en el consumismo desenfrenado e idolátrico, la estigmatización del Alverna constituye un signo y mensaje vigoroso. Los esfuerzos gigantescos y desmedidos que hoy se realizan en busca de ese paraíso son vanos, como lo fueron siempre: sólo son capaces de producir amarga desilusión.

El camino hacia la meta del hombre es muy distinto: está señalizado con la cruz. Es urgente registrar de nuevo esta verdad en nuestra mente y realizarla en nuestra vida. Volveremos a encontrar el camino estrecho (cf. Mt 7,14): su derrotero es opuesto al que prefiere gran parte de los hombres; está codificado en las Bienaventuranzas, en el Sermón de la Montaña.

Estamos quizá habituados al camino ancho y fácil de los falsos profetas. Es hora de pasarse a la senda estrecha de Cristo, al camino de la cruz. De nuevo encontraremos la sana austeridad, la disciplina, el rigor de nuestra vida franciscana, la pobreza -¡la Dama Pobreza!- que San Francisco amó sólo porque la amó Cristo.

25. Pascua de Resurrección. A pesar de todo, la cruz no es la meta, es camino. No hemos sido creados para la cruz, sino para la Pascua de Resurrección.

En la mística de la cruz, en la mística del sufrimiento, de la austeridad, del martirio..., se olvida a menudo esta verdad. A primera vista pudiera parecer que San Francisco la olvidó también un poco. Basta, sin embargo, recordar la importancia que atribuyó siempre a la alegría, pensar en la alegría con que vivió y que no se cansó de proponer a sus hermanos, para comprender que también para él la cruz era camino y no la meta final. Basta rememorar el tránsito de San Francisco para descubrir cuán centrado estaba en la Pascua de Resurrección.

Afortunadamente esta verdad, la referencia de la cruz a la Pascua, ha sido restituida a su primitiva luz y está siendo proclamada con entusiasmo en nuestros días. Es necesario que sea propagada con mayor energía todavía, que sea vivida con mayor fidelidad, sentida con mayor intensidad y practicada con mayor alegría. No sólo se trata de una resurrección futura, de una esperanza, sino de una realidad ya presente y operante, ya cumplida en nuestra vida por el bautismo. Vivimos ya misteriosamente la Pascua de Resurrección; a esta nuestra Pascua le falta la resurrección subjetiva en nuestra vida: vivimos ya, pero todavía no, la Pascua. Entre el ya y el todavía no, se sitúa el camino de la cruz.

26. Verdaderamente ha sido afortunada la disposición de la nueva liturgia de Semana Santa, que ha sabido unir la cruz al «misterio pascual». San Francisco hizo semejante integración de los misterios pascuales; no en los mismos términos ni con la misma modalidad, pero sí en su vida práctica y en su experiencia espiritual.

El serafín alado que se le apareció en el Alverna -uno de los rasgos más vigorosos del signo y del mensaje-, se le presentó crucificado sí, pero con luminosidad de gloria. Lo inundó de alegría, de felicidad inmensa; sin embargo, como el siervo de Dios estaba todavía en camino, las Llagas le fueron dolorosas y aún sufrió esta crucifixión dos años. Durante estos dos años experimentó agonía y abandono, vivió la prueba de los sufrimientos corporales, y la terrible oscuridad de las noches místicas. Agonía y oscuridad que se trocaban en luz y gloria, en alegría profunda e indecible que jamás lo abandonaba. Repetidas veces lo recuerdan sus primeros biógrafos. Esta alegría provenía del sentirse asimilado a Cristo en el camino de la cruz, y de saber que de esta manera se aproximaba a la resurrección del Señor. La muerte fue para él un verdadero tránsito de esta vida a la perenne, en la esperanza de la resurrección del cuerpo.

Esta integración de todos los elementos del misterio pascual es un mensaje acuciante para nuestros días; mensaje contrario al «aleluya» falaz de los que creen estar más allá de la cruz y de la prueba. Es una respuesta que contradice la austeridad, ascesis, rigor, culto al sufrimiento, como meta y fundamento de la espiritualidad -deformación del mensaje cristiano y siembra o fruto de desviaciones psíquicas-, en vez de recurso para el camino, instrumento, condición de la vida presente, correctivo de muchas imperfecciones: de la concupiscencia que no muere, ni siquiera en los bautizados, mientras vivimos en este mundo.

27. Santa María. La ermita que San Francisco hizo construir en el Alverna a su llegada -en la cuaresma que el Santo pasó en el Santo Monte-, quiso que se dedicara a Santa María de los Angeles. María Santísima está siempre presente en su vida espiritual. Para San Francisco, con Cristo y en Cristo tenía que estar siempre la Madre de Cristo. La devoción a su Señora, a su Reina, a la Madre de su Señor, era muy profunda, delicada y sentida, con los acentos caballerescos del medievo.

Desconocemos más detalles acerca de su devoción mariana en el Alverna en 1224; pero el mero hecho de haber dedicado la ermita a Santa María de los Angeles demuestra que el Pobrecillo se entretendría no pocas veces con su Reina.

El Concilio nos ha invitado encarecidamente a perfeccionar nuestra piedad mariana, purificándola de exageraciones y desviaciones. No es una invitación a eliminar la devoción, ni a actuar indiscriminadamente contra la religiosidad popular de veneración y confianza en la Madre de Dios. El Concilio propugna un análisis en profundidad, una renovación, un progreso en las manifestaciones de devoción, en fe, confianza, amor e imitación.

Se había producido una inflexión sensible en la piedad mariana y ha sonado la hora de la restauración. Siguiendo el ejemplo de San Francisco, pongamos a Santa María en nuestro Alverna. Cuanto más auténtica y conforme a la fe sea nuestra espiritualidad mariana, será más intensa y ferviente. Como la de nuestro Padre.

28. Vida de oración. El monte Alverna es una demostración patente de que San Francisco, aun al final de sus días, sentía la necesidad apremiante de lo que hoy llamamos «tiempos fuertes» de oración y de «experiencia del desierto». Su absorción en Dios era tan fuerte y profunda, que de hecho todo era oración: el trabajo, el contacto con los hermanos, su peregrinar apostólico, su convivencia y encuentro con todas las criaturas. Sentía, no obstante, «el polvo del camino que se adhiere a los pies de los apóstoles»; sentía la necesidad de reavivar su vida de oración con estas «cuaresmas» de vida retirada, con más rigor de penitencia y mayor radicalidad de recogimiento; con mayor plenitud de oración. Se subraya acertadamente que oración y vida, oración y trabajo, oración y convivencia humana, oración y apostolado, oración y experiencia del cosmos, deben constituir una unidad indestructible y no una mera yuxtaposición y, menos todavía, un mutuo obstáculo. Pero fácilmente olvidamos que el «debe ser así» es una meta muy alta, y que en la vida presente esta convergencia e identificación no suelen ser un hecho cotidiano: son una meta lejana que difícilmente se logra. Nada más pernicioso para la vida de oración que pensar que se ha alcanzado la meta cuando todavía no se ha llegado a ella.

29. Oración que se convierte en vida del alma. Si es verdad, como lo es, que necesitamos «tiempos fuertes» de oración y «tiempos de desierto», no lo es menos que, durante los entretiempos, la oración no debe disminuir; debe ser realmente la vida del alma, la realidad ininterrumpida y perseverante de nuestra existencia. Sólo en la oración encontramos en Dios a los hermanos, la creación, el apostolado, el trabajo; hallamos nuestra realización y promoción completas: pues sólo en la oración realizamos subjetivamente la participación en la divina naturaleza, nuestro estar «en Cristo».

Nuestro Padre San Francisco hizo tales progresos en este camino que, por ello, se convirtió en signo y mensaje elocuente de cómo se realiza aun «lo humano» por estas altas sendas de la vida espiritual.

La vida del espíritu no progresa por «alienación», sino por integración: es el mensaje del Alverna. Hay que tener en cuenta, no obstante, nuestra debilidad y flaqueza, y no pretender quemar etapas. En la medida en que la oración se hace vida de nuestra alma de una manera total, en esa misma medida habremos logrado progresar en la integración de todo en Dios: todo será oración.

Conclusión

30. San Francisco abandonó el Alverna en 1224 con un gran misterio escondido en su alma. Si no pudo ocultar completamente las Llagas, supo mantener recóndito lo que había vivido durante tantos días de intimidad con Dios, con Cristo, con María Santísima; y, sobre todo, la singular experiencia durante la aparición del serafín crucificado y cuanto esta aparición significaba. Algo se trasparenta en «El Papel» que escribió a Fr. León; pero lo más importante se lo llevó consigo como «secreto del Rey». No obstante, aun sin conocer su contenido, sabemos que el Alverna fue para Francisco una experiencia irrepetible de vida con Dios. Las Llagas que llevó durante dos años fueron la señal permanente de esta experiencia y lo mantuvieron siempre unido a ella.

También para nosotros, aunque desconocedores de una tal experiencia mística, el Sagrado Monte es una lección tan sublime como intensa, un mensaje ardiente, un estímulo poderoso.

Desde hace 750 años, este Monte Santo está presente en el pensamiento de todos los hijos de San Francisco, incitándolos, estimulándolos a la vida con Dios, en Cristo, en la cruz: a la Pascua de Resurrección.

Que, al concluirse las celebraciones jubilares, el santo monte Alverna no deje de influir intensamente en nuestras almas.

Que nuestro Padre San Francisco nos alcance a todos esta gracia.


Constantino Koser, O.F.M., La lección del monte Alverna, en Selecciones de Franciscanismo, vol. IV, n. 11 (1975) 141-153.

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