|
San Francisco y la Virgen María por Martín Steiner, o.f.m. |
. |
Francisco «rodeaba de amor indecible a la Madre de Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad» (2 Cel 198). Esta afirmación de Tomás de Celano nos invita, en primer lugar, a la modestia: si el amor que Francisco profesaba a María es «indecible», quiere decirse que nos hallamos ante un misterio que no podemos llegar a comprender; es imposible abarcarlo con nuestras palabras e ideas. El secreto de Francisco no se deja penetrar fácilmente en ningún sector. Se entra en él poco a poco, sin conseguir nunca la impresión de haberlo descifrado exhaustivamente. El autor nos indica al mismo tiempo en qué dirección debemos buscar: Francisco ama a María con un «amor indecible» por la relación singular que María mantiene con Aquel a quien se dirige el apasionado amor del Poverello: Cristo. ¡Es la Madre del Hijo de Dios! Francisco va de golpe a lo esencial: María está referida por entero a su Hijo. De ahí que su contemplación y devoción no separen jamás a María de Jesús. Postura tradicional y única base sólida para un amor recto y auténtico a María. I. CÓMO CONSIDERA FRANCISCO A MARÍA 1. María y la Encarnación ¿Cómo percibía y admiraba Francisco, ya más concretamente, la maternidad divina de María? «Por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad», decía Tomás de Celano (2 Cel 198). Escribe Francisco: «Este Verbo del Padre, tan digno, tan santo y glorioso, anunciándolo el santo ángel Gabriel, fue enviado por el mismo altísimo Padre desde el cielo al seno de la santa y gloriosa Virgen María, y en él recibió la carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad» (2CtaF 4; cf. OfP 15,3). Francisco engloba así a María en su contemplación de la humanidad de la encarnación. Para comprender cómo Francisco pone sus ojos en el misterio de la encarnación, es preciso remontarse a la experiencia de dulzura vivida en el momento de su conversión (1). Experiencia del Altísimo, del Señor de la majestad que se abaja hasta el extremo de hacerse en Jesús nuestro Hermano; del Omnipotente, que viene a compartir en Jesús nuestra fragilidad; del Santísimo, que desciende a ocupar un puesto entre los pecadores; del infinitamente digno, que se humilla en su Hijo hasta el extremo de condividir nuestra abyección. Es la revelación, en Jesús, del ágape divino. Dios manifiesta hasta dónde llega su amor. Había creado al hombre a su imagen y semejanza. El hombre, con su ingratitud, se había apartado de él. Dios muestra entonces que su amor a su criatura es santo, es decir, completamente otro, infinitamente más fiel que el que brota del corazón del hombre: «Al igual que nos creaste por tu Hijo, así, por el santo amor con que nos amaste, quisiste que Él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima Santa María...» (1 R 23,3). María está en el centro de este misterio de humildad y de amor: de ella ha tomado el Hijo de Dios nuestra carne, nuestra debilidad y fragilidad; por medio de ella se ha hecho Hermano nuestro, ese Hermano a quien contempla Francisco extasiándose: «¡Oh, cuán santo y cuán amado es tener un tal hermano y un tal hijo, agradable, humilde, pacífico, dulce, amable y más que todas las cosas deseable!» (1CtaF 13; cf. 2CtaF 56). Se comprende que englobe a María en su amor sin medida a su Señor. «Por haber nosotros alcanzado misericordia mediante ella» (LM 9,3): por medio de ella ha venido a nosotros, pecadores, el que nos trae la misericordia, la ternura del Padre. 2. La «Paupercula Virgo», la «Virgen pobrecilla» El misterio de la encarnación es misterio de humildad y también, por tanto, de pobreza. Francisco apenas puede apartar de él su mirada interior (cf. 1 Cel 84-85). Y una vez más asocia a María a su amor a Cristo pobre. «Siendo Él sobremanera rico, quiso, junto con la bienaventurada Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza» (2CtaF 5). Siguiendo pues a san Pablo, Francisco señala expresamente esta opción deliberada, expresión de amor. Una pobreza sólo soportada sería signo del pecado del mundo, que excluye a los pobres del reparto de los bienes. A más de esto, Celano llama a María: paupercula Virgo, «la Virgen pobrecilla», la «poverella» (2 Cel 200), expresión de la que es muy lógico pensar que se remonta al mismo Francisco. Este poner de relieve la pobreza de María, en unión con la de su Hijo, tiene su explicación en la contemplación intensa del misterio de Navidad: «No recordaba sin lágrimas la penuria que rodeó aquel día a la Virgen pobrecilla» (ibíd.). La pobreza caracteriza la vida de María a lo largo de toda su trayectoria: «Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios vivo omnipotente..., fue pobre y huésped y vivió de limosna tanto Él como la Virgen bienaventurada y sus discípulos...» (1 R 4-5). Este pensamiento conmueve a Francisco: «Una vez que se sentó a comer le dijo un hermano que la Santísima Virgen era tan pobrecilla, que a la hora de comer no tenía nada que dar a su Hijo. Oyendo esto el varón de Dios, suspiró con gran angustia, y, apartándose de la mesa, comió pan sobre la desnuda tierra» (TC 15; cf. 2 Cel 200). En una palabra: «Frecuentemente evocaba -no sin lágrimas- la pobreza de Cristo Jesús y de su Madre» (LM 7,1). Y por eso saca la conclusión de que «la pobreza es la reina de las virtudes, pues con tal prestancia había resplandecido en el Rey de los reyes y en la Reina, su Madre» (ibíd.; cf. 2 Cel 200). Cristo es «el que ha de vivir eternamente y está glorificado» (CtaO 22). Pero desde el día en que Francisco se solidarizó con los leprosos y «practicó con ellos la misericordia» (cf. Test 2), comprendió que podía seguir encontrando a Cristo pobre en la persona de cualquier pobre. También aquí asocia espontáneamente a María a su Hijo: «Cuando ves a un pobre, ves un espejo del Señor y de su Madre pobre» (2 Cel 85; cf. LM 8,5). Celano comenta: «El alma de Francisco desfallecía a la vista de los pobres...; en todos los pobres veía al Hijo de la Señora pobre llevando desnudo en el corazón a quien ella llevaba desnudo en los brazos» (2 Cel 83). Y cada día se renueva para él en la Eucaristía la maravilla de la encarnación: «Ved que diariamente se humilla (el Hijo de Dios), como cuando desde el trono real descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre al altar en manos del sacerdote» (Adm 1,16-18). En resumen, no podremos extrañarnos de verle formular su proyecto de vida: «Yo el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre y perseverar en ella hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os aconsejo que viváis siempre en esta santísima vida y pobreza» (UltVol 1-2) (2). 3. María, elegida y consagrada por la Trinidad María está tan íntimamente vinculada al misterio de la encarnación que Francisco la contempla en el designio eterno de Dios, cuyo centro es la Encarnación. Hay que tener en cuenta al respecto sobre todo las oraciones que le dirige, y que sorprenden por la seguridad teológica de un hombre sin cultura especial. Refiriéndose a ellas, escribe Celano: «Le tributaba peculiares alabanzas, le multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos, tantos y tales como no puede expresar lengua humana (2 Cel 198). Reproducimos las dos oraciones que han llegado hasta nosotros. Saludo a la bienaventurada Virgen María (SalVM)
Antífona del Oficio de la Pasión (OfP Ant)
Con palabras sencillas y tradicionales, Francisco expone la síntesis de lo que la fe puede afirmar de María, en base a la Escritura. Destaquemos: -- en primer lugar, las afirmaciones doctrinales centrales sobre María, Madre de Dios y Virgen, punto de partida de cualquier reflexión sobre María (SalVM 1; OfP Ant 1-2); -- seguidamente, la insistencia en un doble título derivado de la maternidad divina y que representa también un homenaje: María es Reina (SalVM 1), pues es «hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial» (OfP Ant); María es «Domina», Señora (SalVM 1). Si el primero de estos títulos es tradicional, el segundo refleja un aspecto original de Francisco: como el caballero honra a su Dama y vive para ella, Francisco «ofrecía a María los afectos de su corazón» (offerebat illi affectus -2 Cel 198-); -- la fe en la elección de María, «elegida por el santísimo Padre del cielo» (SalVM 2); su misión corresponde a su elección por Dios desde toda la eternidad; -- la certeza de que esta elección ha desembocado en su consagración por toda la Trinidad: «consagrada por Él con su santísimo Hijo amado y el Espíritu Santo Paráclito» (SalVM 2). La Antífona aclara la relación de María con cada una de las tres divinas personas. María es «hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre celestial, madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo» (OfP Ant 2). Con el P. Efrén Longpré puede advertirse que Francisco no habla de purificación y de santificación de María, sino únicamente de su consagración; afirma que María tuvo desde siempre la plenitud de la gracia y todo bien (SalVM) y que no ha nacido entre las mujeres ninguna semejante a ella (OfP Ant). Así, ilustres defensores del dogma de la Inmaculada Concepción han podido evocar estos textos como particularmente acordes con dicho dogma (3). Es menester dejarse impregnar por la mirada de Francisco, que contempla a María en su relación con los Tres que son Dios, y por el clima de infinito respeto que se desprende de estas oraciones, para adivinar a través de palabras tan sencillas la solidez de su doctrina mariana y, a la vez, algo de la profundidad y delicadeza de su amor hacia la Virgen. En el Saludo a la bienaventurada Virgen María, Francisco despliega su veneración a María en una especie de letanía, de Laudes, en que enumera los atributos de la Madre de Dios. Esta letanía requeriría no pocas observaciones interesantes. Advirtamos simplemente la acumulación de términos que presentan a María como teófora, que lleva y contiene a Dios: Palacio de Dios, Tabernáculo de Dios, Casa de Dios, Vestidura de Dios. La lectura del v. 1 retenida por la última edición crítica: «quae es virgo ecclesia facta», cobra mayor credibilidad: María, «hecha iglesia», elegida y consagrada por Dios, es Palacio, Tabernáculo, Casa, Vestidura de Dios... Además, la enumeración va en el sentido de una humildad creciente y de una ascendente intimidad (¡de Palacio a Vestidura!), para desembocar en el triunfo de la humildad: «Esclava de Dios», convertida en «Madre de Dios». Profundísima expresión poética del lugar de María en este misterio del anonadamiento del Verbo que se hace hombre y permanece entre nosotros. La parte final del Saludo hace pensar en el Saludo a las Virtudes. Por lo demás, este último escrito lleva en varios de los buenos manuscritos el título de: Las Virtudes (o bien, Saludo de las Virtudes) con las que fue adornada la bienaventurada Virgen María y debe serlo toda alma santa. II. MARÍA Y LA VOCACIÓN EVANGÉLICA FRANCISCANA 1. Alumbramiento del espíritu del Evangelio por los méritos de María ¿Hasta dónde se remonta en la historia de Francisco su «amor indecible» a la Virgen María? Es imposible determinarlo con precisión absoluta. Encontramos la primera manifestación en su celo por restaurar la capillita de la Porciúncula. ¿En qué estadio de su evolución se encontraba entonces Francisco? La experiencia de la «dulzura» (Test 3) le había permitido presentir ya el alcance del misterio de la encarnación; posteriormente, la revelación del Crucificado, vinculada a su heroica experiencia con los leprosos (LM 1,5), le había hecho descubrir el amor sin límites del Señor en su pasión; el mandato del crucifijo de San Damián le había confiado una tarea provisional; y el conflicto con su padre había desembocado en su «salida del siglo» (Test 3). Francisco ignoraba todavía cuál sería su vocación definitiva. Ni el servicio a los leprosos, ni la reparación de iglesias le parecía que debían agotar lo que el Señor esperaba de él. En espera de nuevas luces, se consagra sin embargo con entusiasmo a estos cometidos. Después de restaurar la iglesia de San Damián, emprende la restauración de la de San Pedro. Concluidas dichas obras, Francisco dirige la mirada hacia la capilla de la Porciúncula, en la planicie de Asís. También este antiguo santuario se hallaba en ruinas. «Al contemplarla el varón de Dios en tal estado, movido a compasión, porque le hervía el corazón en devoción hacia la madre de toda bondad, decidió quedarse allí mismo. Cuando acabó de reparar dicha iglesia, se encontraba ya en el tercer año de su conversión» (1 Cel 21; cf. LM 2,8). De este modo es como aflora la primera manifestación de amor a María en la vida de Francisco: no fija su residencia en San Damián ni en San Pedro, sino en la Porciúncula, revelando así su devoción a Nuestra Señora. Había adquirido la certeza de que la Virgen prefería esa minúscula iglesia entre todas. Y cuando le parece que una certidumbre es inspirada por Dios, habla de ella en términos de «revelación» (cf. Test 14. 23): «El dichoso Padre solía decir que por revelación de Dios sabía que la Virgen Santísima amaba con especial amor aquella iglesia entre todas las construidas en su honor a lo ancho del mundo, y por eso el Santo la amaba más que a todas» (2 Cel 19; cf. TC 56). Pero volvamos al hilo de los acontecimientos. Francisco repara iglesias durante cerca de tres años, a la vez que atiende también a los leprosos. Es un período de dura prueba, de búsqueda de su propio camino. Tiene que acostumbrarse a su vida tremendamente penosa de pobre desprovisto de todo, abandonado a la benevolencia o a la malevolencia de las gentes a quienes mendiga su subsistencia y los materiales necesarios para llevar a cabo sus obras de reparación (4). Aunque sabe que está en paz, porque ha obedecido a Dios en todo, presiente que su Señor no le ha revelado todavía su vocación definitiva. Es un espacio de tiempo doloroso desde muchos puntos de vista. Y entonces Francisco se dirige a María: «Mientras moraba en la iglesia de la Virgen, Madre de Dios, su siervo Francisco insistía, con continuos gemidos ante aquella que engendró al Verbo lleno de gracia y de verdad, en que se dignara ser su abogada» (ut fieri dignaretur advocata ipsius) (LM 3,1). Durante este período crucial se encomienda pues a María para que ella sea su «advocata»: la que le proteja y, al mismo tiempo, interceda por él. San Buenaventura comenta en una magnífica frase el resultado de esta gestión: «Al fin logró -por los méritos de la madre de misericordia- concebir y dar a luz el espíritu de la verdad evangélica» (ibíd.). Por tanto, el autor atribuye a la intervención de María el descubrimiento que Francisco hizo de su vocación, cuando oyó el evangelio de la misión. Todo hace pensar que no traiciona las convicciones del mismo Francisco. Francisco califica como una «revelación» la iluminación súbita que tuvo entonces: «El Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14). San Buenaventura lo interpreta como una concepción y un alumbramiento paralelos a la concepción del Verbo de Dios en María. La idea no es extraña a Francisco, como lo atestigua su comentario sobre nuestra función maternal en relación a Cristo (cf. 1CtaF 10; 2CtaF 53). Aquí la podemos comprender teniendo en cuenta el paralelismo entre Cristo y Francisco, su más fiel discípulo. Como el Verbo lleno de gracia y de verdad se ha encarnado en María para ser la revelación del amor del Padre, para ser, por tanto, en su Persona la Buena Nueva para los hombres, de igual modo el evangelio va a encarnarse en Francisco sin atenuaciones ni falsificaciones, recobrando en él toda su radical novedad y siendo de nuevo convincente para todos. Esa es la misión de Francisco, quien debe tal descubrimiento a los méritos de María, a quien ha tomado como «advocata». Se comprende la explosión de júbilo de Francisco, tras tan larga búsqueda de su propio camino: «Al instante, saltando de gozo, lleno del Espíritu del Señor, exclamó: "Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica"» (1 Cel 22). ¿Cómo no habría de reforzarse definitivamente su amor a María, a quien le debía tan gran favor? Como auténtico pobre, ¡qué gran sentido tenía Francisco de la gratitud! 2. María, «advocata» de la Orden de los Menores Francisco sigue confiándose a María, con los hermanos que pronto le ha dado el Señor. «Después de Cristo, depositaba principalmente en la misma su confianza..., por eso la constituyó abogada (advocata) suya y de todos sus hermanos» (LM 9,3). La Orden naciente, por tanto, es puesta bajo el patronazgo de la Virgen María. Impresionado por el rápido y magnífico crecimiento de la Orden (señal de que Dios está actuando poderosamente en dicha obra), san Buenaventura atribuye tal desarrollo prodigioso a la solicitud de María: «Francisco, pastor de la pequeña grey, condujo -movido por la gracia divina- a sus doce hermanos a Santa María de la Porciúncula, con el fin de que allí donde, por los méritos de la madre de Dios, había tenido su origen la Orden de los Menores, recibiera también -con su auxilio- un renovado incremento» (LM 4,5). Y san Buenaventura describe a continuación cómo el «Pregonero evangélico» consigue incrementar la Orden, e incluso suscita las otras dos Ordenes, con sus viajes misioneros a partir de la Porciúncula (LM 4,5-6). Sin embargo, Francisco espera de María algo más que el simple desarrollo numérico de la Orden. De la misma forma que él había concebido y dado a luz el espíritu de la verdad evangélica por los méritos de María, de igual modo le agrada referirse a ella en los casos en que entra en juego la fidelidad a la inspiración evangélica. Bastarán dos ejemplos para confirmárnoslo. El primero se refiere a la pobreza evangélica. Afluían de paso tantos hermanos a la Porciúncula que Pedro Cattani, vicario de san Francisco, le pidió permiso para retener parte de los bienes de los novicios y reservarlos para poder atender a las necesidades de dichos huéspedes. «Lejos de nosotros esa piedad, carísimo hermano -respondió el Santo-, que, por favorecer a los hombres, actuemos impíamente contra la Regla». «Y ¿qué hacer?», replicó el vicario. «Si no puedes atender de otro modo a los que vienen -le respondió-, quita los atavíos y las variadas galas de la Virgen. Créeme: la Virgen verá más a gusto observado el Evangelio de su Hijo y despojado su altar, que adornado su altar y despreciado su Hijo. El Señor enviará quien restituya a la Madre lo que ella nos ha prestado» (2 Cel 67; cf. LM 7,4). El segundo ejemplo apunta al amor a los pobres. Es la célebre historia de la madre de dos religiosos que se hallaba en una necesidad extrema y a quien los hermanos no tenían nada que poderle dar. Francisco ordena: «Da a nuestra madre el Nuevo Testamento para que lo venda y remedie su necesidad. Creo firmemente que agradará más al Señor y a la bienaventurada Virgen, su madre, que demos el Nuevo Testamento que el que leamos de él» (LP 93; 2 Cel 91). Así pues, en la vida concreta, a Francisco le gustaba asociar a María a Cristo como fuente de inspiración en las decisiones que afectaban a la fidelidad al Evangelio. La contemplación de la «paupercula Virgo», humilde y disponible, le ayudó ciertamente, así nos lo demuestran los ejemplos citados, a captar la revolución que el Evangelio ha aportado en el campo de lo «sagrado» en casos prácticos y cotidianos. Lo más sagrado no es el libro de la Palabra de Dios (¡que él quiere que se venere!), ni cuanto atañe al culto (¡que él quiere que sea decente, suntuoso incluso!), sino el hombre en su indigencia, con el que se solidariza el Dios del Evangelio. Como puede verse, pues, Francisco asocia por lo general a María a Cristo, cuyas huellas y pobreza quiere seguir. La referencia a María es particularmente explícita en el motivo de la mendicación, la cual es una forma privilegiada de la sequela, seguimiento, de Cristo humilde y pobre; esta referencia, además, está garantizada por un texto de la primera Regla: «Mis queridos hermanos e hijitos míos, no os avergoncéis de ir a pedir limosna, pues por nosotros el Señor se hizo pobre en este mundo. Por eso, a ejemplo suyo y de su santísima Madre, hemos escogido el camino de la auténtica pobreza. Esta es nuestra herencia, que ganó y dejó nuestro Señor Jesucristo para nosotros y para todos los que, siguiendo su ejemplo, quieren vivir en santa pobreza» (LP 51; cf. 1 R 9,4-9). Efectivamente, la sequela de Cristo pobre, unida a la manera como Francisco contempla la Encarnación (Cristo pobre y «paupercula Virgo»), es la nota característica del evangelismo franciscano. Por eso, en opinión de san Buenaventura, Francisco establece un paralelismo sorprendente entre la encarnación del Hijo de Dios en María, su Madre pobrecilla, y el nacimiento de los hermanos a la vida evangélica en la «paupercula religio» (la Orden pobrecilla): «Nacidos, por virtud del Espíritu Santo, de una madre pobre, a imagen de Cristo Rey, han de ser engendrados en una religión pobrecilla por el espíritu de pobreza» (LM 3,10). Esta afirmación figura sólo en la versión bonaventuriana de la parábola expuesta por Francisco ante el papa, cuando le pidió la aprobación pontificia de su Regla; aunque no aparece en las versiones más antiguas (la de Eudes de Chériton y la de 2 Cel 16), puede observarse con todo que las palabras puestas por Buenaventura en boca de Francisco evocan el pasaje ya mencionado de la Carta a los fieles (1CtaF 10; 2CtaF 53) (5). Las ideas bonaventurianas se acercan aquí al pensamiento de Francisco más de lo que a simple vista pudiera parecer. Pero con este punto estamos abordando ya la función ejemplar de María. III. LA FUNCIÓN EJEMPLAR DE MARÍA 1. Para la Orden de los Menores Para mejor comprender la función ejemplar de María en la vida de la Orden naciente, conviene volver una vez más a la Porciúncula. Una serie de textos nos recuerdan el cometido irreemplazable ejercido por María en el corazón de Francisco y, más en general, en las primeras generaciones de la Orden (2 Cel 18-19; LP 56; TC 56; cf. 1 Cel 106; LM 2,8). Recordando que la capillita restaurada por Francisco era su iglesia preferida, como lo era también, según él pensaba, de María misma, evocan el nacimiento de la Orden bajo la protección de María, incluso su alumbramiento por ella (EP 84). Ponen de relieve la armonía existente entre la pequeñez de la iglesita de la Porciúncula, la humildad de María y la Orden de los Menores. La pequeña residencia de la Porciúncula se convierte en el centro de la Orden: en ella se acoge a los nuevos hermanos; allí tienen lugar los Capítulos. Según Francisco, su comunidad debía ser el «espejo de la Orden», obligada a mantenerse siempre en la humildad y la pobreza. Poco antes de morir, recomendó de manera especialísima la Porciúncula a los hermanos, prohibiéndoles que jamás la abandonaran e imponiéndoles mantener siempre allí una comunidad modelo (1 Cel 106; EP 83). Francisco quiere pues que aquí florezca un cierto número de virtudes, actitudes y estilo de vida propio que, a través de ese «espejo», se deben refractar sobre toda la Orden. Hace gran hincapié en la minoridad: humildad, pobreza, trabajo con los pobres en los campos; recuérdese cómo Francisco quiso oponerse a la construcción por el municipio de Asís de una casa para el Capítulo (LP 56). A pesar de la función un poco particular de la Porciúncula como centro de la Orden, Francisco quiere que en ella reine un clima de silencio y de recogimiento protegido por la clausura, y una oración continua sostenida por el canto del Oficio. Es el programa de vida establecido en la Regla para los eremitorios, reforzado incluso con prescripciones sobre el ayuno y las vigilias. Varios pasajes de los textos sobre la Porciúncula son claramente eco de preocupaciones ulteriores. Pero si se lee el conjunto con un espíritu sanamente crítico, no puede evitarse la impresión de hallarnos ante un estilo de vida marcado todo él por actitudes marianas: oración, recogimiento, humildad, caridad. La Virgen es, tal vez más de lo que a veces se subraya, inspiradora de la conducta de Francisco. Y esto daría mayor crédito aún al título que algunos manuscritos dan al Saludo a las Virtudes: «Saludo de las virtudes con las que fue adornada la bienaventurada Virgen María y debe serlo toda alma santa». 2. Para los hermanos sacerdotes Hay una categoría de hermanos a quienes Francisco propone más directamente a María como modelo: los hermanos sacerdotes. Conocida es la veneración de Francisco a los sacerdotes y la razón única de este respeto: son ministros de las Palabras, del Cuerpo y de la Sangre del altísimo Señor Jesucristo. Francisco ve en ellos a Cristo, por muy pecadores que sean, puesto que Cristo habla y actúa en ellos (Test 6-13). Ahora bien, él compara directamente el ministerio del sacerdote en la celebración eucarística a María, en cuyo seno se encarnó el Hijo de Dios (Adm 1,16-18). Y en la Carta a toda la Orden propone en consecuencia a María como modelo de los hermanos sacerdotes: «Escuchad, hermanos míos: si la bienaventurada Virgen es tan honrada, como es justo, porque lo llevó en su santísimo seno..., ¡cuán santo, justo y digno debe ser quien toca con las manos, toma con la boca y el corazón y da a otros no a quien ha de morir, sino al que ha de vivir eternamente y está glorificado y en quien los ángeles desean sumirse en contemplación! Considerad vuestra dignidad, hermanos sacerdotes, y sed santos, porque Él es santo. Y así como os ha honrado el Señor Dios, por razón de este ministerio, por encima de todos, amadle, reverenciadle y honradle. Miseria grande y miserable flaqueza que, teniéndolo así presente, os podáis preocupar de cosa alguna de este mundo» (CtaO 21-25). ¡Magnífico llamamiento a la humildad de la fe y a la santidad! 3. Para todos los fieles Más allá de la Orden, Francisco propone a María como modelo a todos los fieles, al menos a aquellos que de alguna manera se sentían vinculados a él: «A todos los cristianos, religiosos, clérigos y laicos, hombres y mujeres, a cuantos habitan en el mundo entero, el hermano Francisco, su siervo y súbdito» (2CtaF 1). Conocido es el célebre texto en que Francisco pone de manifiesto las maravillas de la vida cristiana: «Nunca debemos desear estar sobre otros, sino, más bien, debemos ser siervos y estar sujetos a toda humana criatura por Dios. Y sobre todos aquellos y aquellas que cumplan estas cosas y perseveren hasta el fin, se posará el Espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada. Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras realizan. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo. Somos esposos cuando el alma fiel se une, por el Espíritu Santo, a Jesucristo. Y hermanos somos cuando cumplimos la voluntad del Padre, que está en el cielo; madres, cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por el amor y por una conciencia pura y sincera; lo damos a luz por las obras santas que deben ser luz para ejemplo de otros» (2CtaF 47-53; cf. los versículos siguientes). Dos puntos interesan especialmente a nuestro tema. a) Francisco describe de manera admirable la función maternal del fiel respecto a Cristo (v. 53). Hagamos la transposición de esta doctrina: De la misma forma que María, la humilde sierva, permitió al Señor de la gloria hacerse en ella nuestro hermano, por el poder del Espíritu que se posó sobre ella, así también, por el poder del mismo Espíritu que se posa sobre él (vv. 48-50), quien sigue el camino de la minoridad (v. 47) puede llevar en sí, mediante el amor y la pureza y sinceridad de corazón, al Señor Jesús y alumbrarlo en los demás mediante su vida santa, que es obra del Espíritu en él (v. 53; cf. 2 R 10,9). Francisco expone aquí la vida cristiana de manera propiamente mariana: en cuanto a su naturaleza, es la vida de un ser que lleva en sí a Cristo; en cuanto a su eficacia, da a luz a Cristo en los demás. Con términos sencillos y luminosos Francisco describe todo el misterio de la Iglesia y de su maternidad, cuya figura es María. b) Para definir la relación con Dios de quien se compromete en el camino de la minoridad, cumple con rectitud la voluntad de Dios y permanece unido al Señor Jesús con un amor sincero, Francisco emplea los mismos términos que utiliza para expresar, con toda la tradición, la unión de María con Dios: el Espíritu se posa sobre él y hace en él su morada; es hijo del Padre celestial; es esposo, y hermano, y madre de Cristo. Lo que vale por excelencia de María, «que tuvo y tiene toda la plenitud de la gracia y todo bien» (SalVM 3), vale también igualmente de cualquier fiel que toma en serio su vocación evangélica. Sí, María es verdaderamente la figura de la Iglesia. Y cualquiera que tome el camino que Francisco le traza, con fidelidad al Evangelio, está configurado a imagen de María, sea cual fuere su estado de vida, su misión, su profesión, su edad, su sexo... No hay diferencia esencial entre el fiel más humilde y la Virgen María. CONCLUSIÓN Expresiones del amor de Francisco a María Su profundísima comprensión del cometido llevado a cabo por la «paupercula Virgo» en el designio de salvación, condujo a Francisco, como hemos podido constatar, tanto a la contemplación admirativa de María consagrada por la Trinidad, como a recurrir a ella lleno de confianza a lo largo de todo su itinerario espiritual. No es, pues, extraño cuanto relata Tomás de Celano: «Le tributaba peculiares alabanzas, le multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos, tantos y tales como no puede expresar lengua humana» (2 Cel 198). De sus «Laudes», sólo ha llegado hasta nosotros el maravilloso Saludo. Al igual que otros fragmentos, nos demuestra la influencia de la liturgia en Francisco y, sobre todo, cómo su amor filial sabía también traducir en imágenes poéticas, sencillas y apropiadas, el Misterio de María, de manera que se sintiese impregnado por él incluso el hombre más rudo. De sus oraciones, ha quedado la Antífona del Oficio de la Pasión, presentada anteriormente junto con el Saludo. María es invocada también en el «confiteor» de la Carta a toda la Orden (CtaO 38) y en la petición de perdón de la Paráfrasis del Padrenuestro (ParPN 7). Esto es tradicional. Pero ya sabemos la intensidad de la oración de Francisco: ¡Reconocerse también pecador ante María, contar también con sus méritos para obtener perdón, no podían ser fórmulas recitadas distraídamente por Francisco! Por último, volvemos a encontrar a María en un aspecto original de la piedad de Francisco. Él es el pobre que se sabe constantemente colmado inmerecidamente por Dios, Soberano Bien y Autor de todo bien. De ahí su actitud fundamental de agradecimiento. Pero se siente, a la vez, tan indigno e incapaz de dar gracias por todo lo que Dios ha realizado y no cesa de realizar por los hombres y por él, Francisco, en particular, que ruega al Hijo amado que Él mismo, junto con el Espíritu Santo, dé gracias al Padre como a Él le agrada. Luego dirige la misma petición a María (y a todos los ángeles y santos) (1 R 23,5-6). ¡Admirable hallazgo: pedir a María que dé gracias a Dios por nosotros, pues nosotros nos reconocemos incapaces de hacerlo! (6). La piedad mariana de Francisco es fruto de la historia personal del Poverello, iluminada por la mejor doctrina tradicional, tomada sobre todo de la liturgia, y vivida con su personal sensibilidad hacia un determinado número de valores centrales del Evangelio. Por ello, y por su contenido, sigue siendo ejemplar. 1) TC 7. Francisco no aclara el contenido de esta experiencia mística. Se puede deducir por los efectos que produjo en él: mayor acercamiento a los pobres, beso al leproso, etc. Cf. TC 8-11. 2) De todos los textos en que Francisco formula su proyecto de vida, éste es el único en que asocia la pobreza de María a la de Cristo. No carece de interés advertir que Francisco se dirige aquí a Clara, quien considera de buen grado la pobreza de María unida a la de Cristo; cf. 2 R 6,6 y RCl 8,2; 2 R 12,4 y RCl 12,2; 1 R 9,1 y TestCl 13. ¿Se sentiría Francisco más cómodo con sus hermanas para explicitar el componente mariano de su orientación de vida? 3) Cf. Ephrem Longpré, François d'Assise et son expérience spirituelle, París 1966, pág. 63. 4) El relato de TC 22-24 no deja lugar a dudas sobre este rudo aprendizaje de la pobreza. 5) Cf. EP 84: «La Madre de Dios tuvo aquí el doble y glorioso alumbramiento de los hermanos y las señoras, por los que volvió a derramar a Cristo por el mundo». 6) A la oración, Francisco añadía el ayuno en honor de María, habitualmente desde la fiesta de los Apóstoles Pedro y Pablo hasta la fiesta de la Asunción (LM 9,4), e incidentalmente en otros períodos (LP 118 presenta el caso en que, un año, ayunó desde la fiesta de la Asunción a la de san Miguel). [Selecciones de Franciscanismo, vol. X, n. 28 (1981) 53-65] |
. |
|