DIRECTORIO FRANCISCANO
Documentos Pontificios

VISITA APOSTÓLICA DEL PAPA JUAN PABLO II A ASÍS EN EL VIII CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE SAN FRANCISCO
(12 de marzo de 1982)

 

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El 12 de marzo de 1982, Juan Pablo II visitó Asís y, con esta peregrinación, con sus celebraciones litúrgicas en las basílicas franciscanas, sus discursos y sus gestos, ha enfocado la atención de la Iglesia y del mundo sobre el mensaje de San Francisco, en el año conmemorativo del VIII centenario del nacimiento del Santo. En una intensa jornada de trabajo pastoral, que comenzó a las 8 de la mañana y terminó casi a las 8 de la tarde, Juan Pablo II se encontró con los obispos de Italia en el convento de San Francisco; celebró la Eucaristía con ellos junto al sepulcro del Santo; se reunió con los sacerdotes, religiosos y religiosas en la catedral; visitó el monasterio de Santa Clara y, en la basílica de Santa María de los Ángeles, habló a los fieles. Reproducimos a continuación los textos de las alocuciones pronunciadas por el Santo Padre, tomados de L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 21 de marzo de 1982.

Índice:

  1. Alocución a los obispos italianos

  2. Homilía en la basílica de San Francisco

  3. Alocución a los sacerdotes, religiosos y religiosas

  4. Discurso al pueblo en Santa María de los Ángeles

  5. Saludo a las autoridades civiles

  6. Discurso improvisado a las clarisas

EL CAMINO DEL EVANGELIO
Y DE LA IGLESIA EN LOS AÑOS 80
Alocución a los obispos italianos
reunidos en asamblea extraordinaria

Señores cardenales, y todos vosotros, venerables hermanos de la Conferencia Episcopal Italiana:

1. Concluidos los encuentros personales con cada uno de vosotros, y los colegiales con cada una de las Conferencias Episcopales, en la «visita ad Limina Apostolorum», hemos venido como peregrinos de amor y devoción a este luminoso «Oriente» (Paraíso, XI,54), para venerar los sagrados restos mortales del gran San Francisco, Patrono de Italia, y para tonificarnos en las fuentes de su espíritu y de su vocación.

Se trata de un acto de peregrinación y de comunión: «peregrinación», como es sabido, motivada concretamente por la celebración jubilar del VIII centenario del nacimiento del Pobrecillo de Asís; «comunión», como expresión de la unidad existente entre las Iglesias particulares y sus Pastores: «Communio Ecclesiarum» y «Communio Pastorum» de toda Italia.

Este sencillo acto constituye el culmen más alto y extraordinario de la «visita ad Limina» del año pasado, porque en ella están igualmente presentes la realidad de la «peregrinatio» y de la «communio».

La unidad universal del Pueblo de Dios

2. La Iglesia universal, «Pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Lumen gentium, 4), está llamada a vivir interior y visiblemente el gran misterio de la comunión, de la que el Sucesor de Pedro es principio y fundamento, y por la que «quien está en Roma, sabe que los Indios son sus miembros» (San Juan Crisóstomo, In Io. Hom. 65,1; PG 55, 361). Se trata de una relación articulada, múltiple y simple al mismo tiempo, que, respetando las diversas vocaciones, misiones, funciones y carismas, crea la unidad universal de un solo Pueblo de Dios, que tiende a recapitular toda la humanidad en Cristo Cabeza (cf. Lumen gentium, 13).

En el ámbito de tal unidad católica, existen las Iglesias particulares con sus legítimos obispos, a quienes «el Espíritu Santo ha constituido... » (Hch 20,28). Ellos, con la «visita ad Limina», llevan al Sucesor de Pedro la expresión viva y concreta de esa «comunión eclesial», que está vigente en el ámbito mismo de la Iglesia particular, entre el obispo, el clero y los fieles, en los diversos órdenes y funciones, para recibir visiblemente su confirmación, junto con la tutela de las legítimas verdades, y expresar al mismo tiempo la inserción total en la comunión de la única Iglesia católica.

3. En la «visita ad Limina» está presente también el aspecto peregrinante de la Iglesia misma: la Iglesia que está en camino; que, como nuevo Israel, camina en busca de la ciudad futura y permanente, entre tentaciones y tribulaciones, y no cesa de renovarse cada día, en la fidelidad al designio de Cristo, a fin de ser sacramento de salvación para todo el mundo (cf. Lumen gentium, 8. 9. 44).

De hecho, en estas visitas hemos recorrido de nuevo idealmente el camino de cada Iglesia particular en el curso de los últimos cinco años, con vistas a una más profunda sintonía de fe, de ministerio y de caridad, en el cuadro de las dinámicas de desarrollo y maduración del tipo de sociedad propio de cada región. Amor en el vínculo de la comunión eclesial y laboriosa corresponsabilidad al afrontar el camino cotidiano, encontraron su expresión en los coloquios y en los discursos, como también en las conversaciones subsiguientes.

Conciencia del pasado, apertura a las exigencias
del presente, proyección hacia el futuro

4. Ahora, reunidos en asamblea extraordinaria, se nos presenta, natural y apremiante, la necesidad de formular una visión de conjunto y una síntesis, inspirándonos precisamente en el Patrono de Italia, que es sin duda alguna un testigo excepcional de la peregrinación bimilenaria del Pueblo de Dios en esta privilegiada península. Él representa, en efecto, una de las más altas expresiones de ese humanismo cristiano, vivido y enriquecido por tantas generaciones de italianos, que han visto y siguen viendo en Francisco el genuino intérprete de sus valores éticos y de sus aspiraciones, como habéis puesto eficazmente en evidencia en vuestro mensaje de hoy a la comunidad italiana.

La circunstancia del VIII centenario franciscano invita naturalmente, ante todo, a volver la vista al pasado, para identificar esos contenidos siempre válidos que se mantienen como constantes de camino también en las sucesivas etapas de la peregrinación eclesial. Ciertamente, el empeño más preocupante sigue siendo el de delinear con realismo la etapa presente del camino, con vistas a programar y animar el recorrido futuro. Esta triple atención ha marcado los «ritmos» de nuestros encuentros ya terminados, y califica también el sentido del encuentro nacional de hoy. En esta actitud, sírvanos una vez más de luminoso apoyo el testimonio de San Francisco. Él, por una parte, fue un hombre «de frontera» -como se diría hoy-, por lo cual ejerce aún un fascinante atractivo, incluso entre los alejados; pero fue, sobre todo, un hombre de fe en Dios, discípulo ardiente de Cristo, hijo devoto de la Iglesia, hermano afectuoso de todos los hombres, más aún, de todas las criaturas. Respecto a él, todo rígido esquema de colocación resulta inadecuado. Fiel sin reservas, precisamente por razón de tal fidelidad, se sintió libre para observar a la letra el Evangelio, para seguir su camino propio, que sólo el Espíritu de Cristo le marcaba, y pudo ser así «este hombre nuevo, enviado al mundo por el cielo» (LM 12,8), en cuya aparición «todos -como se expresa Tomás de Celano- quedaron sorprendidos por los signos de esta novedad apostólica» (3 Cel 1). Francisco fue, por tanto, hombre de Iglesia, que vivió de lleno esta triple dimensión: conciencia del pasado, apertura a las exigencias del presente, proyección dinámica hacia las perspectivas del futuro; y todo ello en el contexto de una vivísima sensibilidad católica.

5. ¿Quién no ve la importancia eclesiológica de una actitud semejante? La Iglesia, en efecto, vive en todas sus partes la realidad total del Cuerpo místico de Cristo, bien sea en la dimensión temporal en cuanto actualiza en el hoy la redención efectuada por su Fundador, preanunciando su consumación escatológica, bien sea en el espacio, en cuanto ella está totalmente presente en cada Iglesia particular.

Las consecuencias que se pueden deducir de este dato eclesiológico para la situación particular de Italia, se pueden intuir fácilmente. En el contexto social de la nación se evidencian algunas tensiones y contraposiciones, que parecen obstaculizar más que favorecer la construcción de un conjunto armonioso: es paradigmática en este sentido la tensión existente entre Norte y Sur, ligada a múltiples causas sociales, culturales, económicas y políticas.

La Iglesia, al constituir por su naturaleza «un germen segurísimo de unidad, de esperanza y de salvación» (Lumen gentium, 9), está llamada a trabajar incesantemente por la superación de todas las divisiones, favoreciendo con medios perspicaces la integración y la unión en los diversos niveles de la ciudad humana, según el espíritu de la luminosa frase paulina: «Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas» (Gál 6,2).

La Conferencia Episcopal Italiana desarrolla ciertamente una labor de integración en tal sentido; pero los medios empleados hasta ahora, ¿pueden considerarse realmente adecuados y suficientes? Es necesario estudiar toda oportuna iniciativa de carácter nacional que pueda conducir a la deseada meta de una unidad de espíritus, siempre más profunda y operante, incluso en el campo de la convivencia civil, a ejemplo del Pobrecillo de Asís, de quien decía su contemporáneo Tommaso da Spalato: «Todo el contenido de sus palabras iba encaminado a extinguir las enemistades entre los ciudadanos y a restablecer entre ellos los convenios de paz» (BAC, 1978, pág. 970).

Comunión y peregrinación,
siguiendo las huellas de San Francisco

6. Deseo, además, siempre con una mirada sintética, aludir a otro problema de conjunto, que afecta directamente a la misión de la Iglesia, y que se relaciona con las consideraciones hechas anteriormente sobre los dos aspectos de la «comunión» y de la «peregrinación». Surge espontáneamente la pregunta: ¿Qué tipo de comunión debe tratar de realizar la Iglesia en Italia para hacerse presente de forma estimulante a lo largo del actual tramo de camino de la sociedad nacional, dentro de los límites que se extienden desde los Alpes hasta Sicilia?

Hemos recibido de Cristo una misión. Misión y comunión se reclaman mutuamente con una relación íntima, siendo ambas constitutivas del único misterio de la Iglesia. «El Verbo Encarnado -habéis dicho con palabras incisivas en el documento "comunión y comunidad", publicado en octubre pasado-, al acoger a la Iglesia en la comunidad divina, la hace partícipe de la misión de salvación recibida del Padre, y en ella y por ella la realiza continuamente en la historia» (n. 2).

Ahora bien, la base para cumplir esta tarea de animación, de fermento evangélico, de inspiración cristiana es precisamente una activa presencia en los diversos momentos y estructuras de la vida social. Esta presencia dinámica e iluminada debemos saberla contraponer en la práctica, con acción humilde y serena, pero clara y decidida, a los programas que desearían eliminar dicha presencia, y mantener a la Iglesia «ausente», desvaneciendo su influjo inspirador.

Tal es la característica de la misión, es decir, de la apostolicidad: ella no contradice ni el diálogo, ni la libertad de conciencia, más aún, en cierto sentido es exigida por estas actitudes, ya que no puede existir respeto a los demás si no se les consiente expresarse a sí mismos en la forma debida. Por ello este encuentro nuestro, junto a la tumba del Patrono de Italia, nos impulsa a preguntarnos cuáles son los caminos más adecuados para asegurar una presencia eficaz del Evangelio y de la Iglesia en toda la península, durante las últimas décadas del siglo XX.

Otra lección nos ofrece San Francisco, aunque vivamos en una época tan diversa de la suya: es el mensaje de amor a la pobreza.

Francisco descubre a Cristo precisamente en los pobres, cuando, al bajar a San Damián, encuentra al leproso y le besa, dándole todo lo que tiene. El rico hijo de Pietro di Bernardone, ante el obispo de Asís, renuncia a todos los bienes del mundo, ofreciendo una espléndida lección de desprendimiento, de libertad interior, de verdadera pobreza, tanto que, en el eco estremecido de los contemporáneos, su opción ha sido contemplada a la luz de un enlace nupcial con la «Dama Pobreza».

Por ello, también hoy la Iglesia italiana, en su conjunto, está llamada a reflexionar sobre esta gran lección de Francisco, para encarnar cada vez más en su contexto y en su vida este valor evangélico, del que ha brotado a lo largo de los siglos una admirable tradición de ascesis eclesial, tanto en las personas particulares como en las instituciones. Es necesario que también las nuevas generaciones sean educadas en la sobriedad y en el sacrificio, virtudes indispensables en un sano proceso pedagógico, que intente formar personalidades maduras.

A este respecto me agrada rendir homenaje a la sencillez de vida del clero italiano, que con medios en general muy limitados sabe desempeñar dignamente su propio ministerio y sostener obras pastorales de vasto alcance. Una Iglesia pobre, en efecto, no deja de suscitar una actitud de responsable solidaridad entre los fieles, conscientes de su compromiso de ofrecer el propio apoyo. La experiencia de la Iglesia en diversas épocas y en diferentes naciones lo demuestra ampliamente.

La opción de Francisco, radical y revolucionaria, tiene, pues, un profundo significado, también hoy, para la Iglesia en Italia y en el mundo.

7. Estos caminos del Evangelio y de la Iglesia para la generación de hoy y para las sucesivas, han sido trazados por el Concilio Vaticano II, que -como dije al principio de mi pontificado- «es... una piedra miliar en la historia bimilenaria de la Iglesia y, consiguientemente, en la historia religiosa y también cultural del mundo» (cf. 17-X-1978; Juan Pablo II: Enseñanzas al Pueblo de Dios, vol. I, pág. 340; L'Osservatore Romano, Ed. en Lengua Española, 22-X-1978, pág. 3).

A este propósito, merece la pena reflexionar hasta qué punto ha sido asimilado por el Pueblo de Dios que está en Italia, el significado auténtico de la orientación pastoral del Concilio, que desgraciadamente se ha visto pronto marcada por elementos de división.

Las orientaciones del Concilio deben ser estudiadas, meditadas, releídas y practicadas: no sólo siguiendo los específicos Documentos conciliares, ya en sí mismos tan ricos en indicaciones y sugerencias pastorales, sino también con la ayuda de lo que podernos llamar la «clave sinodal» de lectura del mismo Concilio, es decir, mediante las indicaciones aportadas por los trabajos de los Sínodos de los Obispos, hasta ahora celebrados, y propuestas en documentos de amplio alcance, como la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi de Pablo VI, después del Sínodo de 1974; mi Exhortación Apostólica Catechesi tradendae, después del de 1977; la Exhortación Apostólica Familiaris consortio, después del de 1980; teniendo también presentes las celebraciones del Sínodo de 1971 por lo que se refiere a la «identidad» de los sacerdotes, así como al problema de la «justicia en el mundo», problema éste de vastas implicaciones y que ha encontrado a la Iglesia siempre sensible y atenta a las inspiraciones del Evangelio y de la Tradición, siempre fiel a su enseñanza original en el campo social, en una coherente continuidad, que, en la época más reciente de nuestra historia, va desde la Encíclica Rerum novarum de León XIII, a la Quadragesimo anno de Pío XI, a los Radiomensajes de Pío XII, a las Encíclicas Mater et Magistra y Pacem in terris de Juan XXIII, a la Encíclica Populorum progressio y la Carta Apostólica Octogesima adveniens de Pablo VI, hasta mi reciente Encíclica Laborem exercens.

El significado auténtico de
la orientación pastoral del Concilio

Será precisamente con la ayuda de esta «clave sinodal» como se deberán desarrollar, evitando los peligros de la ya mencionada división, las exigencias fundamentales del Concilio Vaticano II. Se trata de aplicar «en lo pequeño» aquellas «grandes» orientaciones que han trazado la historia reciente de la vida de la Iglesia; porque, efectivamente, es en lo pequeño donde se realiza lo grande, y por eso precisamente ¡lo pequeño es siempre algo grande!

He aquí, pues, la importancia y urgencia que reviste el trabajo pastoral en los diversos sectores de vuestras Iglesias. Aludo, ante todo, a la preocupación por las vocaciones eclesiásticas y por los seminarios. La Iglesia que está en Italia debe empeñarse en una acción cada vez más metódica, incisiva y capilar para el fomento y cuidado de las vocaciones. Es sabido que, a la par que aumentan en la nación los problemas pastorales y eclesiales, no se tienen siempre, en cambio, sacerdotes suficientes para hacer frente a las múltiples exigencias espirituales de los fieles.

Vosotros debéis manifestar todo cuidado, predilección y solicitud por los sacerdotes, que son vuestros colaboradores inmediatos, los auténticos «educadores en la fe» (cf. Presbysterorum ordinis, 6). En este momento tan solemne del encuentro del Obispo de Roma con los obispos de toda Italia, mi pensamiento se dirige, con profundo aprecio y con afecto fraternal, a los 40.000 sacerdotes italianos -y a los 20.000 religiosos-, quienes, como párrocos en las grandes parroquias urbanas o en los pequeños núcleos rurales o de montaña, o como animadores de pequeñas o grandes comunidades, y sobre todo de grupos de jóvenes y de obreros, o comprometidos en la pastoral a todos los niveles -enseñantes de escuela, de liceo, de universidad- trabajan cada día por el reino de Dios. Italia, por su plurisecular tradición histórica y cultural, tiene necesidad de la presencia y del testimonio de los sacerdotes, quienes en esta nación han dado pruebas de gran espiritualidad y caridad hacia los necesitados, enfermos y marginados.

A los sacerdotes está confiado, de modo especial, el culto a Cristo Eucaristía, fuente, centro y culmen de la vida cristiana (cf. Lumen gentium, 11; Ad gentes, 9). El próximo Congreso Eucarístico Nacional, que se celebrará en Milán, ha de contribuir a hacer más intenso el amor adorante al Sacramento del altar, no sólo en todos los fieles, sino sobre todo en los sacerdotes.

Renuevo la expresión de mi solicitud por las religiosas y por cuantas viven una vocación de consagración, quienes, en el don de sí a Cristo, y siguiendo las huellas de María Santísima, aportan a la Iglesia de Dios una riqueza de espiritualidad, de caridad, de entrega en los diversos campos de la asistencia a los enfermos, a los pobres, a los ancianos y a los niños; o en la enseñanza, o en esas situaciones en que la delicada sensibilidad femenina puede superar barreras difíciles; o en el voluntario silencio de la clausura; pero especialmente en la oración continua y en el sacrificio reparador.

Espero que las jóvenes de esta nación, deseosas de dar a la vida su verdadero y pleno significado, sepan responder con entusiasmo y generosidad a la invitación de Cristo, que las llama al don de sí mismas en las diversas formas de vocación consagrada.

Insisto luego todavía sobre la catequesis y, en especial, sobre la formación catequística de los jóvenes, que tenga presentes sus problemas, sus exigencias, sus expectativas y su cultura. Como también insisto sobre el problema de la pastoral universitaria, sobre la constitución o revitalización de los centros de cultura, y sobre la cada vez más urgente pastoral en el mundo del trabajo. Es decir, se necesita un esfuerzo común cada vez mayor por parte de vosotros, los Pastores, para la formación y la promoción del laicado. Los laicos deben dar testimonio de Cristo con su vida, en la familia, en el grupo social a que pertenecen y en el ámbito de la profesión que ejercen. Ellos deben asumir la instauración del orden temporal como función propia, y, guiados por la luz del Evangelio y por la doctrina de la Iglesia, actuar directamente y de modo concreto; como ciudadanos, colaborar con los demás ciudadanos, según su específica competencia y responsabilidad; buscar en todas partes y en todas las cosas la justicia del reino de Dios (cf. Apostolicam actuositatem, 7). Los laicos católicos italianos tienen una magnífica y ejemplar historia de acción, de empeño y de fidelidad a la Iglesia, como también a la nación. Hay que hacer más intensa y profunda su formación cultural y espiritual mediante oportunas iniciativas de carácter permanente, a fin de que ellos estén siempre preparados para asumir esas responsabilidades eclesiales que vosotros, obispos, estiméis confiarles.

8. De lo que llevamos dicho se deduce, en cierto sentido, una ulterior dimensión de la «peregrinación y de la comunión». Hemos venido aquí, al sepulcro glorioso de San Francisco, para meditar sobre esta dimensión, para reflexionar juntos sobre nuestras tareas y nuestros compromisos, y para gozarnos en ellos, como en la perspectiva de nuestra misión y de nuestra comunidad.

Tratemos de ver este nuestro «camino» común: el camino del Evangelio y de la Iglesia de los años 80 a través de la península, desde los Alpes hasta Sicilia y Cerdeña.

Sin embargo, si debemos mantenernos en la verdad de nuestra vocación, habrá que tratar de ahondar y considerar este «camino» también en relación con los demás: con las demás Iglesias, con las demás sociedades. Puesto que la Providencia divina ha dado a la tierra italiana a San Francisco y tantos otros innumerables Santos, y puesto que ha guiado misteriosamente a este país los pasos de Pedro, el Pescador de Galilea, no podemos extrañarnos de que los demás «miren» a esta Iglesia, que está en Italia, y de que muchas veces se confronten a sí mismos con ella en los diversos problemas. Respecto a los demás tenemos, pues, una auténtica y seria responsabilidad.

Para responder plena y adecuadamente a esta permanente responsabilidad, la Iglesia de Dios que está en Italia debe vivir intensamente su propia dimensión «misionera». Dimensión misionera ad extra, como se ha manifestado a lo largo de los siglos, y se manifiesta aún hoy, en la generosidad de tantos hijos e hijas de esta nación, que han abandonado patria, familia, amigos y seguridad, para lanzarse al mundo a predicar el Evangelio: Italia puede estar legítimamente orgullosa de los misioneros y de las misioneras que, en todas las regiones de la tierra, han llevado y llevan, como San Francisco, la paz y el bien, tal como son proclamados por el mensaje de Cristo. Pero méritos tan notorios de Italia en el campo de su multisecular dimensión misionera ad extra son el fruto de lo que podemos llamar la dimensión misionera ad intra, es decir, su dinamismo y su vitalidad, por los que la Iglesia de Dios que está en Italia -como por lo demás toda la Iglesia- se halla perennemente in statu missionis: «La Iglesia peregrinante es, por su naturaleza, misionera, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el propósito de Dios Padre» (Ad gentes, 2). Esta dimensión misionera ad intra se contrapone, por tanto, al tradicionalismo y al inmovilismo; choca con el diseño de la «secularización» programada de la vida en los diversos sectores; y descubre, además, no solamente su «ayer» sacro y cristiano, sino también el «hoy» atormentado y fascinante, y el «mañana» aún imprevisto e imprevisible.

Es esta la perspectiva con que deben captarse los síntomas de la solidaridad, que está fraguándose con diversas Sociedades e Iglesias de Europa y del mundo, y secundar su desarrollo para un entendimiento cada vez más inteligente y efectivo.

9. Toda la comunidad eclesial en Italia -los obispos, los sacerdotes, las almas consagradas y los laicos-, en este momento de crisis de valores, de desorientación moral, pero también de ansiosa búsqueda de nuevas síntesis culturales, de tensión hacia una vida más conforme con las profundas aspiraciones del corazón humano, está llamada a participar en la remodelación del entramado civil de la nación, fundado sobre los valores éticos del humanismo cristiano.

En la línea del humanismo cristiano

Y esta misión histórica suya sólo la podrá realizar si cada vez toma más conciencia de su identidad, si se hace cada vez más obediente a la llamada al testimonio, si se convence cada vez más de la intrínseca e insustituible autenticidad y fuerza de los propios valores, si se hace cada vez más generosa en su compromiso de presencia y de participación y más coherente y tenaz en la acción, para que Italia descubra nuevamente y viva con renovado fervor su riqueza humana y su talante cristiano.

Así como no es posible comprender en toda su plenitud la figura del Pobrecillo de Asís sin su ser creyente, cristiano y católico, tampoco es posible agotar la comprensión de la historia y de la vida de Italia, si se prescinde de la fe.

Al final de esta reunión, que representa como una síntesis ideal de todos los encuentros, personales y colegiales, que he tenido con vosotros con ocasión de vuestras visitas «ad Limina», elevo mi oración fervorosa a los Santos y a las Santas, que la tierra de Italia ha dado a la Iglesia y al mundo a lo largo de 20 siglos, y en particular la elevo aquí, junto a su sepulcro, al Patrono de Italia, San Francisco, para que extienda a toda su patria terrena aquella bendición que, antes de morir, formuló para su querida ciudad de Asís: «... Señor... por tu misericordia sobreabundante... la ciudad sea estancia y habitación de quienes te conozcan, den gloria a tu nombre y difundan en todo el pueblo cristiano el perfume de una vida pura, de una doctrina ortodoxa y de una buena reputación. Te pido, por tanto, Señor Jesucristo, Padre de las misericordias, que no tengas en cuenta nuestra ingratitud, sino que recuerdes siempre la abundante misericordia que has mostrado en esta ciudad, para que ella sea siempre morada y estancia de quienes te conozcan y glorifiquen tu nombre bendito y glorioso en los siglos de los siglos» (LP 5).

Y encomiendo estos deseos y estos pensamientos míos a la Virgen Santísima, la «Castellana de Italia», a quien las buenas gentes de este país profesan una devoción tierna y fuerte, cargada de sentimientos, pero nutrida también de auténticos contenidos teológicos. La Virgen Santísima vuelva siempre su mirada maternal a este país.

Que mi bendición apostólica os acompañe siempre a vosotros, queridos hermanos en el Episcopado, y a todo el Pueblo de Dios que está en Italia.

[Selecciones de Franciscanismo, vol. XI, n. 32 (1982) 180-189].

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ALABANZA A DIOS NUESTRO PADRE
Y SERVICIO PASTORAL A LOS HERMANOS
Homilía durante la concelebración eucarística
en la basílica de San Francisco

1. «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos» (Mt 11,25).

Venimos aquí, queridos hermanos, para repetir con Cristo el Señor estas palabras, para «alabar al Padre»;

-- venimos para alabarlo con motivo de lo que Él ha revelado, hace ocho siglos, a un Pequeño, al Pobrecillo de Asís;

-- las cosas del cielo y de la tierra, que los filósofos «no habían ni siquiera soñado»;

-- las cosas escondidas a quienes son «sabios» sólo humanamente, y sólo humanamente «inteligentes»;

-- estas «cosas» el Padre, el Señor del cielo y de la tierra, las ha revelado a Francisco y por medio de Francisco.

Por medio de Francisco de Pietro di Bernardone, es decir, el hijo de un rico comerciante de Asís, que abandonó toda la heredad del padre terreno y se desposó con «Madonna Povertà», la heredad del Padre celestial, que le era ofrecida en Cristo crucificado y resucitado.

El primer objetivo de nuestra peregrinación a Asís en este año es el de dar gloria a Dios.

Con espíritu de veneración, celebramos también juntos la Eucaristía, todos nosotros, Pastores de la Iglesia que está en Italia, con el Obispo de Roma, Sucesor de Pedro.

2. «Sí, Padre, porque así te ha parecido bien» (Mt 11,26).

Pasados ocho siglos, han quedado las reliquias y los recuerdos. Todo Asís es una reliquia viva y un testimonio del hombre. ¿Sólo del hombre? ¿Sólo de un hombre fuera de serie?

Asís es el testimonio de una particular complacencia que el Padre celestial, por obra de su Hijo Unigénito, experimentó en este hombre, en este «pequeñuelo», en el «Pobrecillo», en Francisco, que -como poquísimos en el curso de la historia de la Iglesia y de la humanidad- aprendió de Cristo a ser manso y humilde de corazón.

Sí, Padre, esta fue tu complacencia. Muchos hombres vienen aquí para seguir las huellas de tu complacencia. Hoy venimos nosotros, obispos de Italia.

Hemos venido para clausurar y, al mismo tiempo, coronar en este año jubilar de San Francisco de Asís la obra realizada durante todo el año de la visita «ad Limina Apostolorum», a la que nuestro Episcopado ha sido invitado precisamente en este tiempo por la tradición y la ley de la Iglesia.

Vocación a la santidad

3. Nos encontramos aquí en presencia del Santo, que es a la vez el Patrono de Italia, por tanto aquel que entre los numerosos hijos e hijas de esta tierra, canonizados y beatificados, une de modo particular a Italia con la Iglesia. En efecto, es misión de la Iglesia proclamar y realizar en cada nación esa vocación a la santidad que hemos recibido del Padre en el Espíritu Santo por obra de Cristo crucificado y resucitado; de ese Cristo, cuyas heridas llevó en su cuerpo San Francisco de Asís: «porque llevo en mi cuerpo las señales de Cristo Jesús» (Gál 6,17).

Nos encontramos, pues, en su presencia y meditamos sobre las palabras del Evangelio, frase por frase:

«Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo» (Mt 11,27).

Nos encontramos, pues, ante un hombre, a quien el Hijo de Dios quiso revelar, con medida especial y especial abundancia, lo que el Padre le había entregado para todos los hombres, para todos los tiempos. Ciertamente, Francisco fue enviado con el Evangelio de Cristo de manera especial a su tiempo, de transición entre el siglo XII y el XIII, en pleno Medioevo italiano, que fue una época espléndida y a la vez difícil: pero todas las épocas han conservado algo de ella. Sin embargo, la misión franciscana no se concluyó entonces; dura todavía.

Y ahora nosotros, Obispos y Pastores de la Iglesia, a quienes están confiados el Evangelio y la Iglesia de nuestro tiempo -¡qué aparentemente espléndidos, qué lejanos de la Edad Media según la medida del progreso terreno!, y a la vez, ¡qué difíciles, qué difíciles!-, nosotros, Obispos y Pastores de la Iglesia en esta misma Italia, pedimos sobre todo una cosa. Pedimos que se cumplan en nosotros las mismas palabras de nuestro Maestro que se cumplieron en San Francisco; que seamos los depositarios seguros de la Revelación del Hijo, que seamos los fieles administradores de lo que el Padre mismo ha transmitido al Hijo unigénito, nacido de la Virgen María por obra del Espíritu Santo. Que seamos administradores de esa verdad y de ese amor, de esa palabra y de esa salvación, que toda la humanidad y todo hombre y toda nación tienen en Él y por Él; porque «nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo» (Mt 11,27).

Este es el objetivo pastoral y apostólico de nuestra peregrinación de hoy.

El Evangelio de la cruz

4. Y he aquí que Francisco parece dirigirse a nosotros y hablarnos con las palabras del Apóstol Pablo: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con vuestro espíritu, hermanos» (Gál 6,18).

¡Gracias, Santo «Pobrecillo», por este saludo con que nos recibes!

Contemplando con los ojos del espíritu tu figura, y meditando sobre las palabras de la Carta a los Gálatas, con que nos habla la liturgia de hoy, deseamos aprender de ti este modo de «pertenecer a Jesús», del que toda tu vida constituye un ejemplo y modelo tan perfecto.

«Cuanto a mí, jamás me gloriaré a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gál 6,14).

Escuchamos las palabras de Pablo, que son también, Francisco, tus palabras. Tu espíritu se expresa a través de ellas. Jesucristo te ha consentido, como en su tiempo había consentido a aquel Apóstol, que fue su «instrumento elegido» (Hch 9,15), «gloriarse», sólo y exclusivamente, en la cruz de nuestra redención.

De este modo has llegado al corazón mismo del conocimiento de la verdad sobre Dios, sobre el mundo y sobre el hombre; verdad que se puede ver solamente con los ojos del amor.

Ahora que nos encontramos ante ti, como sucesores de los Apóstoles, enviados a los hombres de nuestro tiempo con el mismo Evangelio de la cruz de Cristo, te suplicamos: enséñanos, como el Apóstol Pablo te lo enseñó a ti, a no gloriarnos jamás, «a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo». Que cada uno de nosotros, con toda la perspicacia del don de temor, de sabiduría y de fortaleza, sepa ahondar en la verdad de estas palabras sobre la cruz en que comienza la «nueva criatura», sobre la cruz que trae constantemente a la humanidad «la paz y la misericordia».

Por medio de la cruz Dios se ha expresado hasta el extremo en la historia del hombre; Dios, que es «rico en misericordia» (Ef 2,4). En la cruz se ha revelado la gloria del Amor dispuesto a todo. Sólo con la cruz en la mano -como un libro abierto- el hombre puede conocerse hasta el fondo a sí mismo y su dignidad.

Él debe finalmente, fijando los ojos en la cruz, preguntarse: ¡Quién soy yo, hombre, a los ojos de Dios, para que Él pague por mí y por mi amor un precio tan grande!

«La cruz sobre el Calvario -he escrito en la Encíclica Redemptor hominis-, por medio de la cual Jesucristo -hombre, hijo de María Virgen, hijo putativo de José de Nazaret- "deja" este mundo, es al mismo tiempo una nueva manifestación de la eterna paternidad de Dios, el cual se acerca de nuevo en Él a la humanidad, a todo hombre, dándole el tres veces santo "Espíritu de verdad" (cf. Jn 16,13)... El suyo es amor que no retrocede ante nada de lo que en Él mismo exige la justicia. Y por esto al Hijo, "a quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros para que en Él fuéramos justicia de Dios" (2 Cor 5,21; cf. Gál 3,13). Si "trató como pecado" a Aquel que estaba absolutamente sin pecado alguno, lo hizo para revelar el amor que es siempre más grande que todo lo creado, el amor que es Él mismo, porque "Dios es amor" (1 Jn 4,8.16)» (n. 9).

Es exactamente así como tú, Francisco, contemplaste las cosas. Te han llamado «Pobrecillo» de Asís, y tú eras y sigues siendo uno de los hombres que se han dado más generosamente a los demás. Tenías, pues, una enorme riqueza, un gran tesoro. Y el secreto de tu riqueza se escondía en la cruz de Cristo.

Enséñanos a nosotros, Obispos y Pastores de este siglo XX, que se encamina a su final, a gloriarnos igualmente en la cruz, enséñanos esta riqueza en la pobreza y este afán de darse en la abundancia.

5. En la primera lectura del libro del Eclesiástico se recuerdan las palabras referidas al sumo sacerdote Simón, hijo de Onías, que «en su vida restauró el templo, y en sus días consolidó el santuario» (Eclo 50,1).

La liturgia aplica estas palabras a Francisco de Asís. Él quedó caracterizado en la tradición, en la literatura y en el arte como el que «restauró el templo... y consolidó el santuario». Como el que «puso empeño en evitar la caída de su pueblo, y fortificó la ciudad para el asedio» (Eclo 50,4).

La lectura continúa hablando todavía de Simón, hijo de Onías, y nosotros referimos esas palabras a Francisco, hijo de Pietro di Bernardone. A él aplicamos también estas comparaciones:

«Como la estrella de la mañana entre nubes, / como luna llena en día de fiesta, / como sol refulgente sobre el templo real, / como arco iris que aparece entre nubes» (ibíd. 50,6-7).

6. Gustosamente pedimos prestadas al libro del Eclesiástico estas palabras para venerar, después de 800 años, a Francisco de Asís, Patrono de Italia.

Para eso hemos venido aquí todos nosotros, Obispos y Pastores de la Iglesia que está en toda Italia, junto con el Obispo de Roma, Sucesor de Pedro.

Sin embargo, el objetivo de nuestra peregrinación es particularmente apostólico y pastoral.

Cuando escuchamos las palabras de Cristo sobre el yugo que es llevadero y sobre la carga que es ligera (cf. Mt 11,30), pensamos en nuestra misión de obispos y en el servicio pastoral.

Y repetimos con alegría y confianza las palabras del Salmo responsorial:

«Yo digo al Señor: "Tú eres mi dueño, mi sumo bien". / El Señor tiene en su mano mi copa, / con mi suerte y mi lote. / Bendeciré al Señor, que me aconseja... / Tengo siempre presente al Señor, / con Él a mi derecha no vacilaré» (Sal 15).

Con gozo hemos aceptado la invitación de venir aquí a Asís, escuchada en cierto modo en las palabras de nuestro Señor y Maestro: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré» (Mt 11,28). Esperamos que se cumplan sobre todos nosotros, como también las que siguen: «Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas» (Mt 11,29).

¡Así lo queremos, oh Cristo! ¡Así lo deseamos! Con esta intención hemos venido hoy a Asís. Te damos gracias por la santa «carga» del sacerdocio y del episcopado. Te damos gracias por San Francisco, que no se sintió digno de aceptar la ordenación sacerdotal. Y, sin embargo, a él le has confiado, de un modo tan excepcional, tu Iglesia.

7. Y ahora, mirando a Francisco que «pobre y humilde, entra rico en el cielo, honrado con himnos celestes» (Aclam. al Evang.), quisiéramos todavía aplicarle las palabras del libro del Eclesiástico, que tan bien resumen su célebre visión: «¡Francisco, pon empeño en evitar la caída de tu pueblo!»

¡Francisco, como durante tu vida, también ahora, restaura el templo! ¡Consolida el santuario!

Esto pedimos nosotros, Pastores de la Iglesia, que en la escuela del Concilio Vaticano II hemos aprendido nuevamente a abrazar con una solicitud común a la Iglesia, a Italia y al mundo contemporáneo.

Y con nuestras queridísimas gentes repetimos:

«El Señor tiene en su mano mi copa, / con mi suerte y mi lote. / Bendeciré al Señor, que me aconseja... / Tengo siempre presente al Señor.»

¡Sí, hermanos y hermanas, siempre! Así sea.

[Selecciones de Franciscanismo, vol. XI, n. 32 (1982) 189-193].

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SEGUIR LAS HUELLAS DE SAN
FRANCISCO
Alocución a los sacerdotes, religiosos y religiosas en la catedral

Queridos hermanos en el sacerdocio, queridos religiosos y religiosas:

1. He venido a Asís para tomar parte en los trabajos de la asamblea extraordinaria de la Conferencia Episcopal Italiana y, ¿cómo podría faltar un encuentro, aunque sea breve, con vosotros sacerdotes y religiosos, en esta histórica catedral dedicada al mártir Rufino, primer obispo y patrono principal de la ciudad? La concelebración de esta mañana con mis hermanos los obispos más bien me invita, en lugar de dispensarme, a dirigiros un saludo particular que sea como un recuerdo de mi presencia hoy en esta iglesia local y un estímulo, al mismo tiempo, para todos vosotros que en su ámbito desarrolláis la labor pastoral.

Os saludo cordialmente y saludo con vosotros a los laicos cualificados que han acudido aquí en representación de los Movimientos católicos de las diócesis de Asís y de Nocera Umbra-Gualdo Tadino. Un saludo especial junto con un vivo agradecimiento por las palabras que me ha dirigido, va a monseñor Sergio Goretti, a quien están confiadas ambas comunidades; y desde ahora le encargo a él y a vosotros de extender mi saludo, en señal de bendición y buenos deseos, a los fieles de todas las parroquias y de todos los centros esparcidos por las llanuras y montes de esta porción elegida de Umbría.

«Franciscus, alter Christus»

2. Fácil y obligado -al menos en cuanto a la elección- se me presenta el tema de este diálogo. Es tan estrecho y estable el nexo entre Asís y Francisco que se presta a consideraciones oportunas y provechosas especialmente en la circunstancia del año centenario. Nació en esta ciudad; con Guido, obispo de la ciudad -su obispo-, tuvo relaciones de veneración, obediencia y amistad; aquí se desenvolvió gran parte del admirable camino no largo de su existencia terrena; de aquí irradió el ejemplo de sus virtudes y su mensaje de fraternidad y paz que se difundió como en círculos cada vez más amplios por las regiones circundantes, las zonas limítrofes de Toscana y Lacio, y luego por Italia, Europa y el mundo.

La figura de Francisco «pauper et humilis» se impone todavía hoy por encima de los límites geográficos de esta tierra suya. ¿Por qué? Es una pregunta legítima que podemos plantearnos todos, pero sobre todo vosotros que sois sus conciudadanos y paisanos. Y siendo sacerdotes o, de todos modos, personas consagradas, procuráis descubrir en los repliegues de la respuesta, los elementos y aspectos que caracterizan el animus de Francisco y son en cuanto tales no sólo verdaderos y genuinos, sino también especialmente válidos e indicativos para vosotros y para las obras del ministerio sagrado.

3. A ocho siglos de su nacimiento, el mundo -incluso el de los alejados o indiferentes a los valores religiosos- contempla con admiración a San Francisco porque ve en él una copia auténtica, fiel y por lo mismo creíble de Cristo Jesús. He aquí el nudo de la respuesta. Él es alter Christus, pero no de palabra ni de iure solamente (como lo sería en fin de cuentas quien se profese cristiano); él es tal también y sobre todo en la realidad de su vida.

En un determinado momento, como bien sabéis, cuando era un muchacho brillante de la Asís medieval pletórica de vitalidad, hizo una opción radical y generosa; se despojó de todo, renunció a la herencia paterna, y desnudo ya y marginado decidió seguir total e irrevocablemente al Señor Jesús desde el nacimiento en la gruta de Belén hasta el Calvario. Y se mantuvo fiel a esta «opción fundamental» poniendo en práctica un seguimiento efectivo paso a paso de las huellas del Redentor, hasta los estigmas del monte Alverna, hasta la muerte en la tierra desnuda allí abajo en la llanura al pie de la ciudad...

Amados hermanos: ¿Cómo negar que esta línea de correspondencia y coherencia perfecta entre Francisco y Cristo se presenta de nuevo neta y clara a cada uno de vosotros por la análoga opción que cada uno ha hecho, si bien en circunstancias y modos diferentes, de seguir a Cristo? ¿Acaso no es también el sacerdote alter Christus? Lo es y debe serlo por el carácter sacramental impreso en su alma por la ordenación presbiteral; lo es y debe serlo por la función de representante legítimo de Cristo a que ha sido elevado; lo es y debe serlo por los contactos ininterrumpidos y diarios que en virtud de su ministerio mantiene con Cristo presente y vivo en la Eucaristía, en el tesoro de su Palabra, en la persona de los hermanos.

Ved, pues, cómo la respuesta rápida y esencial que nos da la medida de la grandeza de Francisco, puede ser aplicada provechosamente a cada uno de vosotros como alto reclamo ideal y autorizada enseñanza de vida. Sacerdos alter Christus: ut Franciscus, ita et tu!

4. Si la escasez de tiempo me impide desarrollar los numerosos y valiosos ejemplos de virtud que Francisco, el cual se mantuvo siempre diácono, ofrece a quien ha alcanzado el grado y dignidad de presbítero, no puedo omitir otro dato de trascendencia particular que siendo bien característico de su biografía, puede motivar también la actuación del sacerdote en el mundo de hoy.

Un día, volviendo de Roma, se puso a dialogar con sus compañeros sobre si debería retirarse a la soledad y aislamiento para contemplar y orar, o si más bien debería «pasar la vida en medio de la gente» para predicar el Evangelio y salvar a los hermanos con apostolado directo. Tras haber orado, halló enseguida la respuesta, y fue una nueva opción en coincidencia perfecta con la fundamental del seguimiento de Cristo (cf. LM 4,1-2). Como Él había recorrido los pueblos de Palestina invitando a la penitencia y anunciando el Evangelio del reino (Mc 1,14-15), igualmente harían Francisco y sus frailes desarrollando un ministerio itinerante de contactos, palabras y testimonio en la sociedad de su tiempo. En una época de crisis generalizada por las grandes transformaciones que ya desde el año mil se habían verificado en las varias naciones de Europa y que no podían dejar de interesar a la Iglesia, la decisión bien pensada del Pobrecillo de Asís supuso una aportación determinante en la recuperación religioso-moral tan deseada. Él y sus discípulos trabajaron denodadamente para hacer volver a Cristo a la sociedad, y lo realizaron no en oposición y polémica con la autoridad legítima de la Iglesia (como algunas sectas heréticas de su tiempo), sino en obediencia y cumplimiento perfecto de un mandato apostólico (cf. 1 R 17; 2 R 9).

La segunda lección que deseo proponeros está aquí precisamente, como bien podéis comprender; está en el esfuerzo que a ejemplo de San Francisco debe hacer el sacerdote de esta edad nuestra que se está acercando al año dos mil. Tiempo de crisis también hoy, se dice; tiempo de derrumbamiento de valores y de secularización generalizada. ¿Qué se debe hacer, pues, para que vuelvan Jesucristo y su Evangelio a los hombres? Al final del siglo pasado, cuando al llegar la primera sociedad industrial se comenzaron a advertir algunos síntomas de crisis, se dijo que había llegado ya el momento de que los sacerdotes «salieran de las sacristías» y fueran al encuentro de la gente. ¿Y hoy? Hoy todo parece imponerse con mayor urgencia y halla un significado «precedente» y un modelo emblemático en la conducta de Francisco y de los suyos, que andaban por los caminos del mundo siguiendo el mandato programático de Jesús: «Id, yo os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias... En cualquiera casa que entréis, decid primero: La paz sea con esta casa... En cualquiera ciudad en que entrareis y os recibieren... curad a los enfermos que en ella hubiere, y decidles: el reino de Dios está cerca de vosotros» (Lc 10,3-8; cf. 9,1-6; Mt 10,5.9-10; Mc 6,7-13).

Este es el estilo del operario evangélico: consiste en andar valientemente por los caminos del mundo, con desprendimiento total de las cosas de la tierra, portadores de paz y anunciadores de la venida del reino. Hoy, todavía más que en el pasado, hay que ir a proclamar a los hombres la Buena Noticia del amor misericordioso de Dios, y con ella el deber de responder a este amor anterior y preveniente; ir a promover el bien integral de los hombres; ir, sin contraponer la tarea del servicio a Dios y la del servicio a los hermanos; ir y más bien coordinar en síntesis equilibrada la llamada dimensión vertical hacia lo alto, hacia Dios, con la horizontal encaminada a los hombres.

Operario evangélico

Como los dos brazos de la cruz son símbolo de esta doble dimensión, del mismo modo Francisco, que siguió a Cristo hasta la cruz y con razón podía repetir las palabras de San Pablo: «Estoy crucificado con Cristo», nos recuerda a todos los sacerdotes la doble dirección que debemos mantener en el planteamiento y el ejercicio de nuestro ministerio: «Hombre de Dios» es ante todo esencialmente el sacerdote, pero al mismo tiempo y sin desmentir esta característica, ha sido constituido para el bien de los hombres (cf. 1 Tim 6,11; Heb 5,1).

5. No dudo que estas breves alusiones, válidas obviamente para todos, tienen una especial eficacia y -yo diría- una mayor fuerza impulsiva para vosotros que sois hijos de esta tierra y estáis «sintonizados» casi connaturalmente con el espíritu de Francisco, que fue -conviene repetirlo- espíritu apostólico y evangélico.

Sacerdotes o religiosos, sacerdotes y religiosos: Por encima de las diferencias legítimas y de las distinciones canónicas, existe una convergencia objetiva en lo que hacéis, según las competencias respectivas, en cada comunidad y en el ámbito de la diócesis y de la Iglesia universal. Actuad, por tanto, en armonía fraterna; trabajad en unión de caridad; proceded en colaboración entre vosotros y con el obispo para la edificación de la Iglesia de Cristo una e indivisa. De ello saldrá ganando no sólo la coordinación y organización del trabajo, necesarias ciertamente, sino también y sobre todo la credibilidad del mensaje unitario e inmutable que todos estáis llamados a anunciar.

Sobre todo vosotros, sacerdotes, siguiendo las huellas de vuestro gran paisano que prestó siempre singular respeto y honor a los obispos y sacerdotes, tened conciencia despierta y vigilante del don incomparable recibido de Dios (cf. Jn 4,10). De este modo confirmaréis y reforzaréis cada día vuestro compromiso de operarios evangélicos en unión con el obispo y con los hermanos y colaboradores religiosos y laicos. En el nombre del Señor, bajo la protección de San Francisco, a todos bendigo de corazón.

[Selecciones de Franciscanismo, vol. XI, n. 32 (1982) 193-197; texto italiano en Acta OFM 101 (1982) 214-216].

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EL MENSAJE DE SAN FRANCISCO
Discurso al pueblo reunido ante la basílica
de Santa María de los Ángeles

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Quiero expresamos ante todo mi profunda alegría por reunirme hoy nuevamente con vosotros, ciudadanos y cristianos de la diócesis de Asís, en este encuentro gozoso.

Os saludo a todos, uno por uno, con sincero afecto, dirigiéndome de manera especial a las autoridades civiles, que han querido cortésmente acompañarme en este día gozoso, y al obispo diocesano, monseñor Goretti, con quienes asocio aquí públicamente a cuantos se afanan con responsabilidad y empeño por el bien común de la convivencia humana y cristiana de Asís.

Os doy las gracias cordialmente por la sentida y calurosa acogida que me habéis tributado; en ella leo vuestra adhesión y afecto no sólo a mi persona, sino sobre todo a quien indignamente represento, es decir, a Pedro, como signo y garantía de la unidad de la Iglesia universal, y más aún a Jesucristo, que es la única verdadera Cabeza, Señor y Esposo de su Iglesia, de todos nosotros, que hemos sido rescatados con su sangre preciosa (cf. 1 Pe 1,18-19).

Después de la visita realizada a pocos días de distancia de mi llamada a la Cátedra de Pedro, el 5 de noviembre de 1978, es esta la segunda vez que vengo a Asís. Y, creedme, la emoción es siempre la misma, porque aquí se respira una atmósfera única de purísima fe cristiana y de altísimos valores humanos de civilización. Estos dos elementos encuentran, efectivamente, aquí su perfecta fusión en el nombre de Francisco, y, si constituyen desde luego una de las mayores glorias de la historia de Italia y de su noble pueblo, han tenido también una repercusión universal, ya que de ellos se ha beneficiado no poco el desarrollo religioso y civil de muchos pueblos de la tierra. Francisco, hijo de Pietro di Bernardone, ha hecho justamente célebre y honroso en el mundo entero el nombre de esta ciudad umbra, en la que él nació hace ocho siglos. Y la ha hecho también en cuanto hijo de la Iglesia, en plena comunión con el que entonces era obispo de la ciudad, y con los Obispos de Roma, que aprobaron y estimularon el nuevo movimiento iniciado por él, confiriéndole la posibilidad de un lanzamiento que tuvo múltiples repercusiones en el campo de la vida cristiana, de las misiones, y también de la literatura y del arte. Era justo, por tanto, que yo volviese de nuevo a Asís, en este solemne VIII centenario franciscano, para confirmar otra vez mi profunda veneración al Santo «Pobrecillo», mi aprecio y también la esperanza depositada en las grandes familias religiosas que han tenido su origen en él, a una de las cuales está confiada la atención de esta basílica de Santa María de los Ángeles; pero también mi alta consideración por la misma ciudad de Asís, que fue y sigue siendo la cuna privilegiada del gran «Juglar de Dios», que ha sido definido «el más santo de los italianos y el más italiano de los Santos».

Amor y misericordia

2. Pero a Asís no le debe Francisco sólo su nacimiento como hombre. Le debe aún más el haber descubierto aquí, por gracia divina, la extraordinaria riqueza de Cristo y de su Evangelio, que produjo en él, por así decirlo, un nuevo nacimiento, poniéndolo en una situación interior de absoluta armonía con el prójimo y la naturaleza. Nos encontramos en este momento junto a la basílica que incluye la antigua ermita de la Porciúncula. Precisamente en ella, después de haberla restaurado con sus propias manos, durante la lectura litúrgica del capítulo 10 del Evangelio según San Mateo, Francisco decidió abandonar su breve experiencia eremítica anterior para dedicarse a la predicación en medio de la gente «con palabra sencilla, pero con corazón maravilloso», como dice su primer biógrafo Tomás de Celano (1 Cel 23), dando así comienzo a su típico ministerio. Aquí tuvo lugar más tarde la toma de hábito de Santa Clara, con la fundación de la segunda Orden de las Clarisas o «Damas Pobres de San Damián». Aquí también Francisco impetró de Cristo, mediante la intercesión de la Reina de los Ángeles, el gran perdón o «Indulgencia de la Porciúncula», confirmada en seguida por mi predecesor el Papa Honorio III a partir del 2 de agosto de 1216; y fue después de esta fecha cuando se inició una gran actividad misionera, que llevó a Francisco y a sus frailes a algunos países musulmanes y a varias naciones de Europa. Aquí, por fin, el Santo acogió cantando a la «hermana nuestra muerte corporal» (Cánt 12), a los 45 años de edad. Estamos, pues, en uno de los lugares más venerados del franciscanismo, querido no sólo para la Orden franciscana, sino también para todos los cristianos, que aquí, casi como abrumados por la intensidad de los recuerdos históricos, reciben luz y estímulo para una renovación de la vida, bajo el signo de una fe más enraizada y de un amor más genuino.

3. En particular, siento el deber de subrayar el mensaje específico que nos ofrece la Porciúncula y su Indulgencia. Es un mensaje de perdón y de reconciliación, es decir, de gracia, de la que hemos sido objeto, con las debidas disposiciones, por parte de la misericordia divina. Dios, dice San Pablo, es verdaderamente «rico en misericordia» (Ef 2,4) y, como he escrito en la Encíclica que se titula precisamente con estas palabras, «la Iglesia debe profesar y proclamar la misericordia divina en toda su verdad, cual nos ha sido transmitida por la revelación» (Dives in misericordia, 13), es más, ella «vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia, el atributo más estupendo del Creador y del Redentor» (ibíd.). Pues bien, ¿quién de nosotros puede decir en su corazón que no tiene necesidad de esa misericordia, o sea, que está en total sintonía con Dios, de forma que no necesita de Él ninguna intervención purificadora? ¿Quién no tiene algo que hacerse perdonar por Él y por su paternal magnanimidad? O, dicho en términos evangélicos, ¿quién de nosotros podría arrojar la primera piedra (cf. Jn 8,7), sin mancharse de presunción o de irresponsabilidad? Sólo Jesucristo habría podido hacerlo, pero renunció a ello con un incomparable gesto de perdón, es decir, de amor, que revela a un tiempo una ilimitada generosidad y una constructiva confianza en el hombre. Todos los días deberíamos reavivar en nosotros tanto la invocación, humilde y gozosa, de la gracia reconciliadora de Dios, como el sentido de nuestra deuda para con Él, que nos ha ofrecido «de una vez para siempre» (Heb 9,12) y continuamente nos vuelve a ofrecer con inmutable bondad, un perdón al que no tendríamos derecho, que nos restablece en la paz con Él y con nosotros mismos, infundiéndonos una nueva alegría de vivir. Sólo sobre esta base se comprende la austera vida de penitencia que llevó Francisco y, por nuestra parte, podemos acoger la llamada a una constante conversión, que nos arranque de una existencia egoísta y nos concentre en Dios como punto focal de nuestra vida.

Reconciliación entre los hombres

El próximo Sínodo de los Obispos -como ya sabéis- tendrá como tema «La reconciliación y la penitencia en la misión de la Iglesia», y aquí en Asís tenemos que invocar desde este momento la asistencia iluminadora de San Francisco sobre las tareas sinodales.

4. Pero el Santo de Asís fue también, podemos decir, un campeón de la reconciliación entre los hombres. Su intensa actividad de predicador itinerante lo llevó de región en región y de pueblo en pueblo, a través de casi toda Italia. Su típico anuncio de «Paz y bien», que le hizo ser definido como un «nuevo evangelista» (1 Cel 89; 2 Cel 107), resonaba en todos los grupos sociales, a menudo en lucha recíproca, como invitación a buscar el arreglo de sus conflictos mediante el encuentro y no el enfrentamiento, la dulzura de la comprensión fraterna y no el rencor o la violencia que divide.

Y en el Cántico de las criaturas (v. 10) él confiesa aclamando: «Loado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor.» Es este un principio fundamental del cristianismo, que no significa pasividad o estéril resignación, sino que invita a afrontar todas las situaciones con serenidad interior, pero también con firmeza y con magnánima superioridad, que implica, sin embargo, un estricto juicio de valor y precisión de responsabilidades. Son bastante claros los reflejos de una actitud semejante también en el campo de la vida civil de las naciones. Allí donde los derechos humanos son pisoteados, bajo cualquier cielo, los cristianos no pueden adoptar las mismas armas del desprecio gratuito o de la violencia sanguinaria. Ellos tienen, en efecto, otras riquezas interiores y una dignidad, que nadie puede atacar. Pero esto no significa ni conmiseración inútil, ni cómplice asentimiento. El cristiano no puede nunca aceptar que la dignidad del hombre sea mutilada de una forma u otra, y por ello siempre e incansablemente levantará su voz para sugerir y favorecer una reconciliación mutua, que salvaguarde y promueva la paz y el bien de toda la sociedad. Y lo hará con sumo respeto por el hombre, un respeto que bien puede llamarse franciscano, y por tanto evangélico.

Dios y las criaturas

5. San Francisco está también entre nosotros como ejemplo de inalterable mansedumbre y de sincero amor para con los seres irracionales, que forman parte de la creación. En él resuena aquella armonía que es ilustrada con palabras sugestivas por las primeras páginas de la Biblia: «Dios puso al hombre en el jardín de Edén, para que lo cultivase y lo guardase» (Gén 2,15), y «trajo» los animales «ante el hombre, para que viese cómo los había de llamar» (Gén 2,19).

En San Francisco se entrevé como un anticipo de esa paz, anunciada ya por la Sagrada Escritura, cuando «el lobo habitará con el cordero, y el leopardo se acostará con el cabrito; y comerán juntos el becerro y el león, y un niño pequeño los pastoreará» (Is 11,6).

Él contemplaba la creación con los ojos de quien sabe reconocer en ella la obra maravillosa de la mano de Dios. Su voz, su mirada, sus cuidados solícitos no sólo para con los hombres, sino también para con los animales y la naturaleza en general, son un eco fiel del amor con que Dios pronunció al comienzo el «fiat» que les ha dado la existencia. ¿Cómo no sentir en el «Cántico de las criaturas» una cierta vibración de aquel gozo trascendente de Dios creador, de quien está escrito que «vio todo lo que había hecho: y era muy bueno» (Gén 1,31)? ¿No está quizás aquí la explicación del dulce apelativo de «hermano» y «hermana», con que el Pobrecillo se dirige a todos los seres creados?

A una actitud semejante estamos llamados también nosotros. Creados a imagen de Dios, debemos hacerle presente en medio de las criaturas «como dueños y custodios inteligentes y nobles» de la naturaleza, y «no como explotadores y destructores sin ningún reparo» (cf. Redemptor hominis, 15).

La educación para el respeto a los animales y, en general, para la armonía de todo lo creado produce, además, un efecto benéfico sobre el ser humano como tal, contribuyendo a desarrollar en él sentimientos de equilibrio, de moderación y de nobleza, y habituándole a remontarse «desde la grandeza y la belleza de las criaturas» hasta la transcendente belleza y grandeza de su Autor (cf. Sab 13,5).

6. Amadísimos hermanos y hermanas: Mientras doy gracias al Señor por haberme traído una vez más a esta ciudad de Asís, inimitable y tonificadora, os renuevo a todos vosotros la expresión de mi gratitud por vuestra sentida participación en este encuentro.

Os invito a todos a ensalzar con las palabras de Francisco al «Altísimo, omnipotente, buen Señor» (Cánt 1), porque sólo en Él encontramos siempre la fuerza suficiente para caminar cada día con nuevo entusiasmo. Y esto es lo que deseo de todo corazón para cada uno de vosotros y para todos vuestros seres queridos. Pienso particularmente en los jóvenes, que se preparan con empeño para sus tareas de mañana; en los trabajadores, que temen por el justo mantenimiento de su familia; en los enfermos y en los diversos sufrimientos que deben soportar, en las personas ancianas y en cuantos sienten el peso de la soledad; a todos aseguro mi recuerdo en la oración cotidiana. Y a todos, por la intercesión maternal de la Virgen de los Ángeles, os encomiendo a la benevolencia de Dios, para que os asista siempre y os colme con la abundancia de sus dones celestes, que de corazón invocaré al impartiros dentro de poco la bendición eucarística.

[Selecciones de Franciscanismo, vol. XI, n. 32 (1982) 197-201; texto italiano, en Acta OFM 101 (1982) 219-220].

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«PAZ Y BIEN». LA PERFECTA ALEGRÍA
Y EL IDEAL DE LA VIDA CRISTIANA
Saludo a las autoridades civiles

Le estoy agradecido, Sr. Ministro, de sus palabras cordiales y de su presencia aquí en calidad de representante del Gobierno Italiano, en la ciudad del Santo Patrono de Italia. Igualmente agradezco al Sr. Alcalde las amables palabras de bienvenida que me ha dirigido interpretando los sentimientos de toda la población de Asís, y también doy las gracias a las autoridades de la región umbra, de la provincia de Perusa y de la ciudad de Asís.

Doy las gracias y saludo cordialmente a la población entera que ha venido a darme una demostración de afecto tan vibrante y jubilosa.

Al principio de mi pontificado vine a esta tierra a rendir homenaje al Patrono de la querida Italia que es ya mi segunda patria. Vuelvo hoy con ocasión del VIII centenario de la muerte de San Francisco no sólo para unirme al Episcopado italiano que ha venido aquí en peregrinación, sino también para reunirme con esta ciudad y esta diócesis, y subrayar la importancia y actualidad del mensaje proclamado en Asís hace cerca de ocho siglos.

Desde que Francisco, hijo de Pietro di Bernardone, abandonó las comodidades de la casa paterna, el nombre de Asís ha quedado estrechamente vinculado al suyo cual binomio inseparable, y la ciudad se ha convertido en uno de los centros más frecuentados y sugestivos de atracción espiritual no sólo para Italia, sino para la Iglesia entera.

¿Quién no conoce en cualquier parte del mundo el nombre de San Francisco? ¿Quién no ha oído hablar de Asís? Aquí vienen multitudes incesantes en todas las estaciones del año, de todos los continentes, y vuelven a los varios rincones del mundo llevando en el corazón mayor fascinación todavía del Pobrecillo y de su tierra. La razón de esta fascinación singular no reside sólo en la belleza intacta de la naturaleza, en el ejemplo del hombre que de todo se despoja para desposarse con la Dama Pobreza, sino que está especialmente en el modelo de vida que nos brinda y que consiste en esforzarnos por imitar en todo y «sin glosa» al Hijo de Dios que vino a la tierra por nosotros. Y esta influencia de Francisco sigue siendo inmensa porque es estímulo a vivir -como el mismo Francisco escribió en su «Testamento»- «según la forma del Santo Evangelio».

Hace ochocientos años que partió de Asís el mensaje de la «perfecta alegría», que es mensaje de amor y de paz hacia todos. Mensaje cuya fuerza reside en la premisa de vivir antes que predicar, y encarnar concretamente en sí mismo el ideal de la vida cristiana.

Este mensaje de amor y de paz vuelve a irradiar hoy al cabo de ocho siglos hacia este mundo turbado por odios, luchas, violencias y peligros de guerra, para recordar que si de verdad queremos la paz, debemos vivir según «la forma del Santo Evangelio».

He vuelto aquí a los tres años aproximadamente de mi primera peregrinación, a invitar a todos a ir adelante con tesón y confianza por el camino del amor evangélico; a orar al Santo de Asís e invocar su intercesión sobre Italia, la Iglesia y el mundo; a pedir ayuda divina para los trabajos del Episcopado italiano. Y mi bendición quiere ser signo y auspicio de una constante asistencia divina.

[Selecciones de Franciscanismo, vol. XI, n. 32 (1982) 201-202].

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FRANCISCO Y CLARA, INSEPARABLES
Discurso improvisado a las clarisas

Me proporciona alegría esta visita. No estaba prevista, pero un protector vuestro oculto me ha dicho: hay que ir a las clarisas. He acogido esta sugerencia porque es realmente difícil separar estos dos nombres: Francisco y Clara, estos fenómenos: Francisco y Clara, estas dos leyendas: Francisco y Clara. No se celebra este año el centenario de Santa Clara; cuando lo celebréis, debéis hacerlo con gran solemnidad. Es difícil separar los nombres de Francisco y Clara. Es algo profundo, algo que no puede entenderse sino con criterios de espiritualidad franciscana, cristiana, evangélica; no puede entenderse con criterios humanos. El binomio Francisco-Clara es una realidad que sólo se entiende con categorías cristianas, espirituales, del cielo. Pero es también una realidad de esta tierra, de esta ciudad, de esta Iglesia. Todo ha tomado cuerpo aquí. No se trata sólo de espíritu; ni son ni eran espíritus puros; eran cuerpos, personas, espíritus. Pero en la tradición viva de la Iglesia, del cristianismo entero, no queda sólo la leyenda. Queda el modo en que San Francisco veía a su hermana, el modo en que ella se desposó con Cristo; se veía a sí mismo a imagen de ella, imagen de Cristo, en la que veía retratada la santidad que debía imitar; se veía a sí mismo como un hermano, un pobrecillo a imagen de la santidad de esta esposa auténtica de Cristo en la que encontraba la imagen de la Esposa perfectísima del Espíritu Santo, María Santísima. No es sólo leyenda humana, sino leyenda divina digna de contemplarse con categorías diferentes, de contemplarse en la oración. Este es el lugar a donde llegan, desde hace ocho siglos, muchos peregrinos para contemplar la leyenda divina de Clara junto a Francisco. No hay duda de que ello ha influido mucho en la vida de la Iglesia, en la historia de la espiritualidad cristiana. Ha sido uno de los momentos decisivos. La vida dedicada totalmente a Cristo por parte de Francisco y de su hermana Clara, y de tantos hermanos y hermanas de muchos lugares de Europa y del mundo, ha abierto un camino para las vocaciones. Yo mismo he vivido muchos años cerca de un monasterio de clarisas en Cracovia y conozco otros lugares de mi patria donde la tradición viva de Santa Clara y San Francisco ha encontrado siempre eco a lo largo de los siglos en la Iglesia y el mundo. Sólo quiero añadir la impresión siguiente. No es este un discurso oficial (de los que se leen en L'Osservatore Romano), es un discurso improvisado. En este momento quiero deciros solamente, queridísimas religiosas clarisas hermanas de Santa Clara, una preocupación que he manifestado a los obispos con palabras claras. A vosotras os la quiero confiar directamente: estoy preocupado y estamos preocupados los obispos de esta tierra, porque comienzan a escasear las vocaciones femeninas, las vocaciones religiosas femeninas. Parece como si la mujer contemporánea, sobre todo la joven, no sintiera esta vocación. Por tanto, os invito a orar; deseo que reproduzcáis en nuestra época el milagro de San Francisco y Santa Clara, porque la joven, la mujer contemporánea, debe volverse a hallar en esta vocación, en esta misión, en este espléndido carisma, escondido ciertamente y falto de exterioridades aparentes, pero ¡cuán profundo, cuán femenino! Esposa verdadera, el alma femenina es capaz de amor pleno e irrevocable hacia un esposo invisible. Es verdad que es invisible, pero ¡qué visible! Entre todos los esposos posibles del mundo, ciertamente Cristo es el Esposo más visible de todos los visibles; es siempre visible, pero permanece invisible y visible en el alma consagrada a Dios. San Francisco descubrió a Dios una vez, pero después lo volvió a descubrir teniendo a su lado a Clara. En nuestra época es necesario repetir el descubrimiento de Santa Clara, porque es importante para la vida de la Iglesia. No os imagináis lo importantes que sois para la vida de la Iglesia vosotras, escondidas, desconocidas; cuántos problemas, cuántas cosas dependen de vosotras. Es necesario redescubrir este carisma, esta vocación; urge redescubrir la leyenda divina de Francisco y Clara. Una palabra final. El amigo mío que me ha sugerido, o más bien obligado, a venir a las clarisas -lo conocéis- me ha dicho también que Santa Clara es patrona celestial de uno de los medios de comunicación social. Por esto os encomiendo también las comunicaciones sociales. Consideradas en cuanto tales son estructuras misteriosas, diría yo, de la naturaleza, más que sobrenaturales. Como todas las cosas de la naturaleza, como todas sus estructuras, son al mismo tiempo su sujeto pasivo, capaz de asumir realidades sobrenaturales; porque si con los medios de comunicación se transmite la palabra humana, el pensamiento humano, ¿acaso no se puede transmitir la palabra divina, la palabra evangélica? ¿Por qué no podría actuar con fuerza la palabra divina a través de los medios de comunicación? «Inter mirifica», con estas palabras comienza el documento conciliar sobre los medios de comunicación social; os encomiendo este «Inter mirifica» y a las personas -algunas están presentes- que dedican sus afanes a las comunicaciones sociales.

[Selecciones de Franciscanismo, vol. XI, n. 32 (1982) 202-204; cf. texto italiano en Acta OFM 101 (1982) 216-218].

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