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DIRECTORIO FRANCISCANO
San Francisco de Asís
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SAN FRANCISCO ANTE LA HISTORIA

ENRIQUE RIVERA, OFMCap

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De la simbiosis entre Francisco y su pueblo surgió en el siglo XIII un movimiento de historia ascendente, cuyas repercusiones llegan hasta nosotros. El A. expone la aportación peculiar de S. Francisco a la marcha de la historia según los pensadores modernos A. Toynbee y R. Schneider, y algunos otros.

 

El hombre de hoy se siente inmerso en la historia más que nunca. En el devenir de ésta percibe no pocas nubes cargadas de negros presagios, aunque clareadas a veces por la esperanza. El Concilio Vaticano II ha recogido estos pesares y estos anhelos humanos y ha querido contribuir a que el hombre halle la senda que le lleve a un mundo mejor. En frase concisa enuncia esta fórmula que todo cristiano consciente debiera en serio meditar: «El curso de la historia pide una respuesta, más aún la exige» (Gaudium et Spes 4).

De esta fórmula del Vaticano II queremos partir en esta reflexión sobre San Francisco ante la historia. La fórmula enuncia una constante, pues la historia humana es constitutivamente problemática. De aquí que en ella surja siempre un problema diario al que haya que responder, más aún, que exige respuesta. La época de san Francisco no es una excepción. Al contrario. Fuerzas contrarias y muy intensas motivan que el mar humano se encrespe en los días del Santo. ¿Cuál fue entonces la actitud de éste? ¿Cuál su aportación a la marcha de la historia?

Distingamos primeramente dentro de ésta dos agentes primordiales: el hombre grande y la masa. El hombre grande puede recibir el apelativo de genio, de héroe, de santo. La masa puede venir significada por el de pueblo, multitud, sociedad. No se trata ahora de precisar estos conceptos sociológicos sino de calar en la tensión y acercamiento que se da entre el hombre grande y la masa. J. Ortega y Gasset, al aplicar estos conceptos a la historia de España, ha distinguido en ella horas de historia ascendente y de historia descendente. En las primeras la masa deposita su entusiasmo vital en los próceres que la dirigen. Al hombre grande que se muestra perspicaz le sigue con entusiasmo la multitud anónima, satisfecha por sentirse bien dirigida.

Esto se ha dado en san Francisco y las multitudes que le seguían. Que fue un gran santo nadie lo discute. Que estuvo inserto en el alma de su pueblo lo dice bien la expresión oratoria de J. Vázquez de Mella, al dirigirse a los terciarios del Congreso de Madrid, año 1914: «San Francisco fue un ángel robado al cielo por la fe de la Edad Media.» Esta frase cala hondo en la interferencia vital entre el gran santo y su pueblo. De esta simbiosis, que no fue única, pero sí excepcional, surge en el siglo XIII un movimiento de historia ascendente con repercusiones que llegan hasta nosotros.

En este enmarque histórico, en el que se han dado cita dos grandes fuerzas históricas, el hombre grande y la masa, queremos preguntar por la aportación peculiar de san Francisco a la marcha de la historia. La respuesta, sin embargo, no va a ser formulada según nuestra perspectiva personal. Queremos que sea el pensador de hoy, el actual filósofo de la historia, quien nos responda. Hemos escogido a dos. El primero es el inglés Arnold J. Toynbee, profesional de la investigación histórica y el que ha intentado dar una visión más panorámica de la Historia Universal. No se preocupa tanto en constatar «técnicamente» lo acaecido cuanto en conocer los agentes que interfieren en la historia y en precisar su respectiva influencia en la misma. El segundo, el alemán Reinhold Schneider, es primariamente un poeta, con la característica sensibilidad que acompaña siempre al que lo es auténticamente. Pero con su sensibilidad poética ha penetrado en los entresijos de la historia y ha intuido el modo de actuar los agentes de la misma. Es cierto que sus intuiciones, desmesuradas en ocasiones, hay que pasarlas por el tamiz de la crítica histórica. Sin embargo hacen ver siempre problemas hondos y preanuncian soluciones a los mismos.

Ambos pensadores se han acercado a san Francisco. El primero ha visto en él una gran fuerza espiritual que perdura hasta nuestros días, en los que está llamada a henchir de contenido religioso el inmenso vacío que un tecnicismo deshumanizador está creando en tantas conciencias humanas. El segundo intuye que la fuerza espiritual de san Francisco actúa de modo diametralmente opuesto a como actúan los prepotentes de la historia. El contraste entre la acción de san Francisco y la de los poderosos es puesto de relieve por este profeta, apasionado por la silente fuerza de la gracia frente a la deslumbrante, pero en el fondo efímera, fuerza del poder.

 

I. SAN FRANCISCO, FUERZA ESPIRITUAL DE LA HISTORIA

El hombre se ve forzado a reflexionar sobre la historia ante el sofrenazo de la catástrofe. La primera gran visión unitaria de la historia, el ver la historia humana como la historia de una gran familia a lo largo de los siglos, la ha prospectado san Agustín en su De Civitate Dei ante los escombros de Roma asaltada por los godos de Alarico, el 24 de agosto de 410. Se recuerda este hecho a propósito del «libro más estruendoso» que se ha escrito en este siglo sobre el tema de la historia, el de O. Spengler, La decadencia de Occidente (Madrid 1944-46; 4 vols.). Publicado en 1918, se halla bajo el impacto del desplome de Centroeuropa al final de la primera guerra mundial. Tiene el gran mérito de volver a la visión unitaria de san Agustín. Pero al interpretar las culturas como ciclos biológicos y considerar en sus últimas reflexiones que la clave de la historia se halla en quien detenta el poder político, se encuentra muy lejos de reconocer la decisiva influencia de los factores espirituales. Un personaje como san Francisco le interesa tan sólo como representante de la cultura medieval gótica cristiana, que vive en tensión hacia la Trascendencia. De su interpretación del mismo merece recogerse esta frase de larga perspectiva en la que contrapone al Dios, «el Padre de san Francisco de Asís», con el Dios «Sumo Poder», que va a dominar toda la cultura occidental a partir del Renacimiento. Hasta en su vertiente religiosa de Loyola y de Lutero (O.c., II, 269). Discutible esta frase como expresión sintética del contraste entre la edad media y el mundo moderno, pone en relieve el camino espiritual que sigue Francisco frente a los duros poderes que se harán sentir en la última época de nuestra historia. No precisa Spengler, ni lo podía hacer, en qué consiste el camino espiritual que sigue Francisco y cómo viene a ser una fuerza histórica. Pero sí lo intentará hacer ver el otro gran pensador de la filosofía de la historia en nuestros días, Arnold J. Toynbee.

Éste sigue a Spengler en su planificación unitaria de la historia. En 1934 publica sus tres primeros volúmenes de Estudio de la Historia. Cuarenta días antes de que estallara la segunda guerra mundial –lo constata él mismo–, los tres siguientes. La guerra le fuerza a interrumpir su trabajo para intervenir activamente en la contienda, poniendo al servicio de su patria sus amplísimos conocimientos. Concluida ésta, aparecen en 1954 los cuatro últimos de la gran obra (1). Interesa resaltar estas fechas por su vinculación a la problemática de Spengler sobre el destino de la humanidad en su historia, nunca más acuciante esta problemática que ante el impacto experiencial de las destrucciones causadas por la guerra. Lo que sucede es que si A. Toynbee acepta la visión unitaria de la historia en línea con Spengler, mejor diríamos que con san Agustín, no comparte el biologismo naturalista spengleriano, ni su determinismo subsiguiente. Con Toynbee la historia adquiere un carácter netamente humano, pues en ella solamente el hombre, con su acción y reacción, responsable y libre, es el factor decisivo. Se halla éste ciertamente condicionado por factores geográficos, raciales, ambientales, etc... Pero la última respuesta al enigma de la historia la da siempre el hombre (2).

Durante veinticinco años, de 1930 en adelante, Toynbee trabaja en su obra fundamental, Estudio de la Historia. Sobre dos goznes hace girar este estudio. Son éstos el binomio impersonal «reto-respuesta» –«Challenge-response» en el lenguaje de Toynbee– y la acción personal de la masa y la minoría. Pero a medida que avanza en su estudio se advierte que la religión se hace tema central en su visión de la historia. Una invitación a dar dos conferencias Gifford en la universidad de Edimburgo, los años 1952 y 53, le incita a adentrarse detenidamente por este tema. Fruto de sus reflexiones es su obra, El historiador y la religión (3). En el momento cumbre de las mismas ve aparecer sobre el fondo de la historia la epifanía de las religiones superiores que se alzan sobre el fracaso de las civilizaciones humanas. Dentro de estas religiones, los santos son el testimonio máximo de su acción y de su eficacia. Entre ellos percibe a san Francisco de Asís como una cumbre en las vías ascensionales de la santidad. El pasaje en que lo afirma es grandioso pero muy breve (p. 97). Sólo un detenido análisis de la obra pondrá en claro la dimensión histórica que Toynbee atribuye a los santos. Y en grado eminente, a san Francisco de Asís.

Este nuevo estudio de Toynbee se polariza en torno a tres ideas claves: el egocentrismo, como estrato básico de la vida histórica humana; el vacío que sigue al esfuerzo por satisfacer las exigencias de este egocentrismo; la Realidad Absoluta, única capaz de llenar este vacío, según se revela en las religiones superiores.

Sobre la primera de estas ideas claves Toynbee enuncia este juicio categórico: «El egocentrismo es, pues, una necesidad de la vida, pero esta necesidad es al mismo tiempo un pecado. El egocentrismo es un error intelectual, porque en verdad ningún ser vivo es el centro del universo; y es también un error moral, porque ningún ser vivo tiene el derecho de obrar como si fuera centro del universo» (p. 14). Partiendo de esta constatación, Toynbee analiza en cuatro estratos distintos de la historia la acción del egocentrismo y del ineludible vacío subsiguiente.

El primer estrato lo forma ese largo período en el que el hombre rinde culto a la naturaleza. Pero la naturaleza viene a ser para el hombre un Jano Bifronte. Su epifanía la muestra en su doble función de creadora y de destructora, según lo atestiguan los diversos mitos de las antiguas religiones y los de la época clásica, como los de Cibeles y de Hércules. Llega, con todo, un momento en el que el hombre cesa de adorar la naturaleza, al sentir su radical nulidad en el tiempo. Aparece entonces, ya en este primer estrato, el pavoroso tema del vacío, ese sentido negativo de la vida humana que el hombre se ve impelido a llenar. Dos opciones se le ofrecen en este momento: buscar la superación del vacío en sí mismo o en la Realidad Absoluta. Durante siglos él optó por henchirlo de sí mismo. Tres conatos sucesivos señala Toynbee: los dos primeros los realiza el hombre en sus intentos por organizar la vida colectiva humana. Al fracasar ambos, no le queda al hombre más que la indomable altanería de su vida solitaria (pp. 28-37).

El primer conato por superar el vacío lo realiza el hombre en las «comunidades parroquiales», término con el que Toynbee significa las sociedades autónomas, llámense ciudad-estado, estilo clásico, o nación, estilo moderno. En estas comunidades el ego colectivo es más peligroso que en la anterior situación de naturaleza porque tiene mayor poder y se cree menos indigno del culto que se le tributa. Este ego colectivo culmina en el poder del estado «Leviatán». Lo malo del caso es que una acción injusta, que una conciencia individual se reprocha, queda condonado cuando la realiza el colectivo Leviatán. Se le absuelve de su egoísmo porque éste se ha desplazado del plano individual al plano comunitario. Este desplazamiento, siempre inaceptable y en tantas ocasiones criminal, es denunciado por la dura frase que retoma Toynbee de un olvidado sermonario: «El patriotismo es el último refugio del bribón» (p. 43). En su misma exageración evoca el juicio más sereno pero igualmente duro de L. von Pastor cuando éste afirma que, a partir del Renacimiento, el amor a la patria es más una enfermedad que una virtud cristiana. Los efectos de esa terrible enfermedad han sido las guerras que en cadena se han sucedido en Europa durante los últimos siglos. Toynbee piensa más en el mundo clásico y ve que los estados parroquiales, deificados por el egocentrismo, fueron inducidos ineludiblemente a una guerra de exterminio. A acabar con el contrario. Si el culto de la naturaleza quedó superado por el culto de la comunidad parroquial, este nuevo culto, materialmente desastroso y moralmente malo, estaba pidiendo igualmente una superación. Aparece ya en lontananza la Realidad Absoluta con el culto que le es debido. Pero antes de optar por esta vía, el hombre intenta superar la lucha a muerte de las comunidades parroquiales por la comunidad ecuménica, por el imperio (pp. 39-48).

De nuevo Toynbee está pensando en el mundo clásico. Sobre todo en aquella Hélade desgarrada, que lo supo todo, menos entenderse políticamente unas comunidades con otras. De ello se aprovecharon primero Macedonia y más tarde Roma, para crear las primeras comunidades ecuménicas. Los ideales de cooperación, concordia y paz, siempre latentes en la conciencia humana, hallaron un respaldo en las comunidades ecuménicas, sobre todo en el imperio romano. Toynbee no alude en esta ocasión a Polibio. Pero ya es significativo que este gran historiador griego se abra a una filosofía de la historia en el mundo clásico, para justificar la gran hazaña de unión de pueblos, realizada por Roma. Por esto, llegó ésta a ser idolatrada. Pero alega Toynbee: «La representación institucional del ídolo es demasiado remota, impersonal y distante para ganar afecto suficiente, en tanto que la encarnación personal del ídolo es demasiado familiar e incapaz de inspirar el suficiente respeto. El carácter impersonal de un imperio ecuménico como institución se hace sentir en la lejanía de su metrópoli respecto de la vida cotidiana de la gran mayoría de sus súbditos» (p. 55). Estas frases de Toynbee nos hacen ver que la segunda opción elegida tampoco podía llenar el inmenso vacío humano. Fue entonces cuando se buscó un tercer camino: el culto del hombre como filósofo autosuficiente.

Esta opción pudiera hacer el ridículo en ciertos ambientes actuales de desestima hacia el filósofo. Si Toynbee hablara del sabio autosuficiente de nuestros días... Pero este filósofo de la historia mira de nuevo a la época del gran imperio de Roma para percibirlo corroído por la desilusión y la desesperanza. Entonces ve que se yergue en el centro de aquella historia un hombre que se cree capaz de dirigir las conciencias y darles una ilusión salvadora. Este hombre es el filósofo estoico. Interesa subrayar esta última opción para superar el vacío humano porque muchas veces, sobre todo en plan de confrontación ilustrada, se ha contrapuesto al santo el filósofo estoico. Sepamos, por lo mismo, qué opina Toynbee sobre el culto que se le dio como a hombre autosuficiente. Adviértase, como guión orientador, que el sistema estoico rodeó, con prevalencia sobre otros sistemas filosóficos, la cuna del Cristianismo.

En la actitud de Sócrates, con su conducta heroica ante el ataque del estado, ve Toynbee una egregia figura de filósofo autosuficiente, que asestó duro golpe al culto de la comunidad parroquial. De este golpe fueron incapaces de recobrarse no sólo Atenas sino todo el mundo helénico. Cuando éste sucumbe al imperio romano, las escuelas filosóficas del helenismo siguen el camino socrático en busca de la serenidad y de la imperturbabilidad propias del sabio. El filósofo estoico es ante todo quien encarna esta tendencia. Toynbee le reprocha el que de propósito busque la extinción de los sentimientos generosos de amor y de piedad hacia sus semejantes. Una cita de Epicteto y otra de Séneca ponen en evidencia cómo estos próceres del pensar estoico consideraban la piedad como una dolencia y la emoción como un estado afectivo que debía reprimirse siempre. Desde supuestos tan inhumanos fue imposible que el filósofo estoico colmara el vacío cada día más sensible del vivir del hombre.

Sólo una filosofía, transformada de amor al saber en amor religioso, podría llevar el hálito de la esperanza a la conciencia humana, pues una filosofía, alega Toynbee, que no se transforma en religión, resulta ineficaz. Los motivos de esta ineficacia los halla en que la filosofía es exclusiva de una élite intelectual que la administra desde muy lejos al común de las gentes; en que utiliza el lenguaje científico del intelecto y no el poético del corazón; en que habla tan sólo de deber y no hace sentir el sincero impulso del amor. Por otra parte, si el sentido humano que anima al filósofo, le impone el deber de iluminar a sus semejantes, la búsqueda egoísta de su autosuficiencia le exige el no desentenderse nunca de sí mismo, sucumbiendo por la piedad y el amor a algo que le sea ajeno.

En fuerza de este razonamiento, he aquí la conclusión que el gran pensador de la historia deduce: «De esta suerte, la filosofía no logra llenar el vacío espiritual creado por los sucesivos fracasos del culto de la comunidad parroquial y del culto de la comunidad ecuménica; y este fracaso final del culto del hombre en la forma de la idolización de la autosuficiencia individual, muestra que el culto del hombre, en cualquiera de sus formas, es incapaz de satisfacer las necesidades espirituales humanas» (p. 83).

Ante este reiterado fracaso, Toynbee percibe en el horizonte de la historia la promesa y esperanza que aportan las religiones superiores con el culto que promueven a la Realidad Absoluta. El fracaso incita al hombre a poner sus ojos en Dios. Al mirarlo, entrevé que Dios es primariamente amor y poder. No es deificación de la naturaleza, como en las sociedades primitivas, sino liberación del egocentrismo a que todo ser humano se halla ineludiblemente sujeto. El egocentrismo sólo es superable en comunión viva con la divinidad. Esta superación es el gran mensaje que traen consigo las religiones superiores. En todas ellas se verifica, según Toynbee, lo que de la cristiana afirma san Juan en el prólogo de su Evangelio: «La luz resplandece en las tinieblas» (Jn 1,5; O. c., p. 96).

No es el caso de discutir ahora la validez del sincretismo religioso, propugnado por Toynbee aquí y en toda la época final de su vida. Lo importante y decisivo para nuestro propósito es poder constatar el grandioso momento de la epifanía de las religiones superiores. Y dentro de ellas comprender la acción ejemplar del santo. Ilustra Toynbee su perspectiva histórica con la parábola evangélica del sembrador. La historia muestra al ojo la posibilidad de tres frustraciones de la simiente buena, arrojada a los surcos de la misma. Pero se da otra circunstancia en la que la simiente resiste a la frustración. Es cuando la semilla crece y se multiplica. Ha renacido entonces la esperanza.

En este enmarque tenso y definido ya se pueden leer con clarividencia estas líneas en las que se remansa lo mejor que nos dice Toynbee sobre el tema en que venimos reflexionando: «Dentro de este breve período que ha transcurrido desde la primera epifanía de una religión superior en la tierra, la vida de los santos da testimonio de que algo de la simiente ha caído ya en buen terreno» (p. 97). Cita aquí el pasaje de san Mateo en que se dice que el fruto recogido puede ser de ciento por uno, de sesenta o de treinta. Para Toynbee los santos son el terreno de buen cultivo que hace florecer la gran cosecha del espíritu.

Entre los santos se halla san Francisco hacia el que el filósofo de la historia no cela su preferencia. Un franciscano en este momento siente cierta comezón en recopiar lo que se lee en su obra. La graduación que hace, en choque hiriente con la humildad franciscana, sólo a su cuenta puede correr: «Este vaticinio de las Escrituras (el de la simiente en tierra buena) ya se cumplió en vidas tales como las de John Wesley y san Francisco de Sales e, in excelsis, en la de san Francisco de Asís» (p. 97).

La frase rubrica la inmensa simpatía que el gran santo de Asís ha irradiado en la cultura moderna. A qué distancia nos hallamos de las impiedades y ligerezas de la Ilustración volteriana. Pero esta constatación del cambio de mentalidad ante la figura del santo en los filósofos de la historia no debe, en modo alguno, hacernos olvidar cuál ha sido el influjo histórico del mismo. Ha consistido ante todo en que por un camino de radical superación del propio egoísmo el santo se ha lanzado en brazos de la Realidad Absoluta y en ella se ha abierto a los demás hombres. San Francisco significa en la historia el ocaso del egoísmo humano y el amanecer de un nuevo día en el que los hombres van a sentirse más hermanos. Él vive lleno de Dios. Y de su plenitud se desbordan torrentes de luz y de vida que van a henchir el inmenso vacío humano que ha sido imposible llenar por los arenales de los egocentrismos humanos, puestos en relieve en la descripción que hace Toynbee, de la marcha de la historia.

En la última época de su vida, este pensador ha entrevisto que en un próximo futuro un vacío histórico agranda su pavorosa nihilidad por los caminos de la técnica. Antes, sin embargo, de enfrentar este nuevo vacío con la santidad, me permito un breve excursus, que creo aleccionador, por cuanto corrobora la reflexión que terminamos de hacer. Me induce a ello el filósofo argentino León Dujovne, cuando afirma que Toynbee se ha inspirado en H. Bergson al formular algunas de sus grandes ideas sobre filosofía de la historia (4).

En su obra de última madurez, Les deux sources..., Henri Bergson advierte cómo el hombre va ensanchando su amor en círculos concéntricos de radio cada vez mayor: familia, patria, humanidad. Esto parece decir que el resorte del amor a la familia y a la patria vendría a ser el mismo que el del amor a la humanidad. Sin embargo, la reflexión filosófica percibe que los dos amores primeros son instintivos, enraizados en la misma biología del ser humano. Por el contrario, las tendencias sociales no suscitan amor a la humanidad sino más bien la lucha de unos pueblos contra otros (5). ¿De dónde surge entonces ese gran amor que declara a todos los hombres hermanos?

Bergson acude en este momento a la mística. Advierte que el amor místico que arrebata a los santos no prolonga ningún instinto. Tampoco es efecto de una mera idea universalista. Proviene de que es un amor que coincide con el amor de Dios. «Es de esencia metafísica aun más que moral» (p. 1.174), sentencia Bergson. Ello se debe a que en el momento cumbre de la vida mística la libertad del santo coincide con la actividad divina (p. 1.194). Es ésta una tesitura enormemente atrevida que un pensador cristiano retoca con otras frases del mismo Bergson, menos atrevidas pero más rectas. En efecto, Bergson (p. 1.173) llama a los místicos, evocando a san Pablo: «adjutores Dei», cooperadores de Dios (1 Cor 3,9). En tal situación repara que son «pacientes» respecto de Dios, pero «agentes» respecto de los hombres. Es en este recibir de Dios y actuar sobre el hombre donde se halla la raíz del influjo histórico de la santidad, pues en este momento es cuando el santo rompe todo vínculo instintivo hasta llegar a esa plenitud sincera del amor en la que declara que todos los hombres son hermanos. Ante la objeción corriente, estilo marxista, de que tales misticismos son ensoñaciones ante los golpes duros de la historia, Bergson responde con esta sentencia que debiera hacer meditar a todo objetante, si ya no rendirle ante uno de los máximos misterios de la historia: «El misticismo no dice nada a aquel que no ha probado algo del mismo» (p. 1.177).

Bergson, más filósofo que Toynbee, le desborda. Pero al mismo tiempo potencia la gran visión histórica que éste propone de la santidad. En este campo de la santidad san Francisco ocupa un puesto de singular relieve en el pensamiento del gran historiador.

En la reflexión anterior acompañábamos a Toynbee en su visión de la historia del pasado. Vimos que el gozne de la historia era la religión. Y que dentro de la religión son los santos quienes mejor la encarnan. Entre ellos el gran filósofo de la historia ha mostrado una preferencia destacada por san Francisco. Sería un pecado histórico que el franciscano, seguidor de san Francisco, viera en ello un motivo de vanidad colectiva, cuando es un exigente apremio a la responsabilidad. Este apremio adquiere mayores grados de exigencia en la nueva reflexión que vamos a hacer cara al futuro.

En septiembre de 1970 tuve la oportunidad de asistir a un Congreso Internacional en la ciudad austríaca de Salzburgo. El tema me era sumamente sugestivo: El porvenir de la religión. En él se dieron cita los grandes pensadores sobre el tema: Karl Löwith, Harvey Cox, Ernst Bloch, etc... También fue invitado A. Toynbee. Anciano y enfermo, no pudo tomar parte. Pero envió su ponencia que nos fue entregada en folios sueltos. Sobre estos folios hago mi nueva reflexión en compañía del filósofo de la historia. El título de su ponencia se centraba en el del Congreso: El futuro de la religión (6).

Para muchos el futuro de la religión se torna hoy en tema inquietante. ¿No vemos que el hombre de nuestros días camina hacia un descreimiento masivo y total? Una respuesta afirmativa parece imponerse cada día con mayor insistencia. Toynbee abordó el tema con máxima seriedad en su ponencia de Salzburgo. En ella, después de constatar que la religión ha acompañado a la humanidad en su caminar a lo largo de los milenios de su historia, escribe esta sentencia apocalíptica, estilo bíblico: «Si la humanidad ha de sobrevivir en esta histórica crisis, la religión tendrá que jugar un papel aún más importante –«eine sogar noch grössere Rolle»– que en el pasado.» El vacío religioso le parece un imposible. De tal suerte que la merma religiosa actual está ocasionando el pulular de lamentables sustitutos, como el sexo, la crueldad o el afán de destrucción. Con cierto humor, muy a la inglesa, recuerda el caso evangélico del demonio que salió del poseso para volver con otros siete peores. Siete demonios volverán por otra puerta el día en que la religión haya sido expulsada por la principal.

Según G. Kranz los cuatro historiadores de la cultura, católicos ingleses, H. Belloc, Chesterton, C. S. Lewis y Ch. Dawson, condividen la opinión de que la religión cristiana ha sido la fuerza creadora más potente en nuestra civilización europea y que de nuevo volverá a serlo (7). A. Toynbee, desde una mentalidad menos ligada a un credo religioso determinado, pero inserta totalmente en la historia, comparte igualmente esta opinión. Late en nosotros, afirma, una esperanza que ciertamente no es certeza. Esta esperanza nos asegura que al final triunfarán las fuerzas religiosas del amor contra el mayor de los peligros que amenaza el porvenir. ¿Cuál es éste?

Al llegar aquí en su reflexión vuelve Toynbee a empalmar con H. Bergson sin citarlo. En efecto; el gran pensador francés nos hace asistir en el último capítulo de su obra citada, Les deux sources..., al encuentro de dos fuerzas históricas que han nacido para abrazarse y que, sin embargo, han trabado una lucha a muerte en el último siglo. Son éstas la mística y la mecánica. Por su destino primero ha debido servir la mecánica para liberar al hombre del agobio de procurarse el pan de cada día. Tiene que invertir en ello la casi totalidad de ese tiempo que le es tan necesario para dedicarse a la vida del espíritu. Durante milenios el hombre ha sentido este agobio. Recordemos que la cumbre de la cultura humana, el siglo quinto, a. C., de Grecia, gravitaba materialmente sobre las espaldas de los infelices esclavos que aseguraban el sobrio sustento de aquellos próceres de la vida del espíritu. El sentido de la máquina, en su misión histórica, consiste para Bergson en que supla con sus artefactos al esclavo antiguo y al trabajador moderno, para que el hombre pueda entregarse cada día con mayor plenitud a las grandes faenas de su vida espiritual.

Lamentablemente, constata el filósofo, ha acontecido lo contrario. La máquina, que ha debido ser instrumento para liberar al hombre, se ha trocado, de hecho, en pavoroso instrumento de opresión. El cuerpo se ha agrandado, razona. Los tentáculos de la técnica son imponentes, planetarios. Pero los fríos artilugios técnicos están pidiendo el calor del espíritu. En este cuerpo desmesuradamente agigantado, el alma no ha crecido igualmente. Es ésta demasiado pequeña para henchirlo, demasiado débil para gobernarlo. Nuevas reservas de energía espiritual son necesarias. La mecánica está haciendo llamadas a la mística. En su razonamiento, Bergson escribe una de esas frases para ser grabadas en mármol: «El cuerpo agrandado está a la espera de un suplemento de alma» (p. 1.239). La frase fue recogida por Pablo VI y comentada ante el cuerpo diplomático que le presentaba sus votos. Pero debiera ser recogida por cuantos miran con ilusión hacia el futuro humano. Éste sólo puede teñirse del verde de la esperanza si se va logrando ese suplemento de alma tan deseado.

Esta referencia a H. Bergson pone de manera evidente el pensamiento de A. Toynbee en el Congreso de Salzburgo. De modo paralelo al filósofo francés, Toynbee advierte en la técnica ingentes posibilidades y un máximo peligro. Llega a dar como posible, tanto la explosión de un mundo maldito por sus monstruosidades cuanto la realización de la esperanza en una sobrevivencia cósmica. Pero en uno y otro caso le es patente que la humanidad sólo hallará su necesario sostén en un profundo sentido religioso que han de aportar los santos por los dulces caminos del amor. «El amor, escribe, es una fuerza espiritual sobrehumana. El amor y sólo el amor nos puede mover a salvarnos ante la Némesis del triunfo de la técnica» (8).

Vuelve Toynbee en su postrera reflexión a recordar el tema central de su filosofía de la historia: la lucha en torno al egocentrismo. Éste sólo es superable por la fuerza del amor que rompe toda amarra de egoísmo. Ahora bien, es el santo el consciente portador de ese amor, triunfante del egoísmo, hasta el plano humilde de la realidad cotidiana.

Desde esta nueva perspectiva san Francisco viene otra vez a la mente de Toynbee. Parece como que se ha encaprichado con él. En su obra, El cristianismo entre las religiones de la tierra (Buenos Aires 1960, 98), afirma que es «el alma más grande que haya surgido hasta ahora en nuestro mundo occidental». En otro estudio para la Unesco, preparado en colaboración, se detiene a analizar la significación del santo para el futuro de la humanidad. Lo aborda como líder, como guía de vida espiritual. Respecto de san Francisco reitera aquí que es el alma más grande del cristianismo occidental (9). Luego reflexiona sobre su misión histórica, inspirándose por segunda vez en la parábola evangélica del sembrador. Ve a los cristianos ir detrás de Cristo y a los franciscanos en pos de Francisco. Ante este doble seguimiento de que nos habla la historia, escribe: «Muchos granos germinaron, pero más de uno se perdió. Los cristianos no son otros Cristos; ni los franciscanos otros Franciscos. Sin embargo, una aura preciosa del espíritu de Cristo y de Francisco sopla aún en las instituciones que llevan su nombre» (10).

Estas palabras del gran historiador pesan sobre el franciscano para hacerle sentir hoy una tremenda responsabilidad. Esta responsabilidad no es sólo personal. Es primariamente histórica. Pues es la historia quien pide al franciscano su intervención en el mundo para dar a este mundo sin alma el suplemento místico que tanto necesita.

Nuestra meditación filosófica ha tenido que concluir ineludiblemente en meditación ascética. No ha sido ello buscado. No ha sido más que volver a aquellos tiempos en los que no se pensaba por pensar, sino que se pensaba para aprender a vivir. La vida del espíritu tiene hoy más urgencias que la del pan de cada día. Son más las almas famélicas de espíritu que hambrientas de pan. Un filósofo de la historia nos ha señalado los caminos para saciar esa hambre y llenar el vacío de los hombres de hoy. Entre esos caminos está el de san Francisco, que tiene para él una específica misión histórica. Pero esta misión sólo puede ser cumplida si el franciscano actual mantiene la fidelidad a su dechado espiritual, san Francisco (11).

 

II. CÓMO ACTÚA EN LA HISTORIA

LA FUERZA ESPIRITUAL DE SAN FRANCISCO

Las reflexiones de A. Toynbee nos han introducido en uno de los entresijos más intrincados de la historia, al confrontar el egocentrismo y el vacío subsiguiente con la acción del santo que da a la historia humana un contenido de plenitud, al superar el replegamiento egoísta por la abertura a los demás hasta llegar a declarar a todos «hermanos». En esta línea de pensamiento J. Donoso Cortés, pionero en la interpretación teológica de la historia, al encararse con los graves problemas de nuestra civilización, dicta esta sentencia: «Los santos sólo pueden hoy día salvar a las naciones» (12). Otro gran historiador español, M. Menéndez Pelayo, cuando medita en el porqué de la eficacia del santo rey Fernando, hace esta declaración: «No hay medio tan seguro de caminar por la tierra como llevar puestos los ojos en el cielo. Los santos nos dan la clave de los sabios y de los héroes; en la vida oculta del asceta que parece ocupado tan sólo en el gran negocio de purificar y embellecer su alma para hacerla templo vivo del espíritu, se esconde a veces la revelación del gran misterio de la historia, oculto a los ojos de la filosofía carnal y parlera; quitad del mundo a los que rezan y habréis quitado a los que piensan, y a los que pelean por una justa causa, y a los que saben morir» (13).

Ante estos atestados de mentes preclaras viene a la mente una ulterior pregunta. Si la eficacia de la santidad es innegable en la historia, ¿de dónde proviene esta eficacia? ¿Cuál es su peculiar modo de actuación?

La pregunta es tan honda que es preciso desdoblarla en un doble aspecto: teológico e histórico. El primero lo investiga el teólogo que tiene por misión aclarar la acción de la gracia desde el despegue del pecado hasta la sublimación de la santidad. Toca al historiador percibir el segundo aspecto, es decir, la efectividad de la gracia tal como se refleja en la historia, especialmente su interferencia u oposición con otros agentes. Indudablemente, uno de estos máximos agentes es el poder del mando. Hay otras fuerzas históricas, como las económicas, las culturales, las científicas, las literarias, etc... Con todas se ha relacionado la gracia en el devenir histórico. Pero ha habido una reiterada tentación de vincularla con el poder. Ante esta tentativa surge ineludible este interrogante: ¿gana o pierde la gracia al ir del brazo con el poder? Una mirada superficial parece mostrar que pueden ir juntos y que pueden reforzar mutuamente su eficacia. ¿Es esto históricamente verdadero?

El tema ha suscitado meditaciones muy detenidas. No podemos en esta ocasión adentrarnos por ellas. Si hemos planteado el tema, es para mejor prospectar la interpretación que el poeta alemán, R. Schneider, ha dado de la acción espiritual de san Francisco en la historia. Sólo a la luz de la tensión entre poder y gracia, que percibe este gran poeta, que «piensa» al mismo tiempo que «siente», es comprensible su visión de san Francisco y la problemática histórica y actual que esta visión suscita.

Pero antes de penetrar en tema tan sugestivo parece necesario presentar este espíritu, tan sensible a la emoción estética como a los grandes temas que intenta aclarar el filósofo de la historia. De sí mismo R. Schneider confiesa con ingenuidad: «No soy un pensador. Solamente forjando imágenes y previendo destinos yo voy un poco lejos» (14). Ante esta autoconfesión es de notar que siendo R. Schneider un poeta que va lejos, es igualmente un pensador. A la luz de la inspiración poética medita como un reflexivo pensador de la historia. En su misma patria se le niegan las dotes del historiador profesional. Pero no una gran capacidad para exponer sus intuiciones, en ocasiones geniales, que intentan aclarar el misterio de la historia y que a nosotros nos hacen seriamente reflexionar.

Al decir de sí mismo que ha forjado imágenes y ha oteado destinos, declara con ello la forma y fondo de su pensamiento. Recuerda de lejos al apóstol san Juan, retirado en la isla de Patmos, donde prospecta los destinos de la Iglesia y expresa esos destinos en imágenes. Como el apóstol en Patmos, vive R. Schneider momentos apocalípticos, de choque brutal entre los grandes poderes de la historia entonces vigentes. Durante la noche por la que pasa su pueblo en la época del nazismo, sus poemas, hondamente sentidos, pasan de mano en mano, llevando luz y esperanza a los corazones tentados de desaliento. Sus escritos vienen a ser un nuevo Apocalipsis de consuelo para la Iglesia de su patria.

A los siniestros resplandores de aquella larga noche entrevé nuestra milenaria civilización arrastrada por las fuerzas del mal, por poderes cargados de satanismo. Cual profeta bíblico, advierte que la historia de Job se halla de nuevo en marcha, pero con proporciones de historia universal. Como si Dios hubiera dado otra vez al Satán de este mundo el poder de la destrucción y de la muerte. Pero, ¿es que todo poder no lleva consigo algo de satánico?, se pregunta este poeta-pensador. ¿Es que Dios, al conceder el poder a sus creaturas, no lo ha cedido parcialmente a potestades malignas? Los crueles abusos del poder, de que tuvo una experiencia tan larga y tan inmediata, motivaron en su conciencia una reflexión muy detenida y preocupada sobre el influjo del poder en los destinos de las almas y de los pueblos. Sus versos, sus dramas, sus libros, mitad invención, mitad historia, exponen en multitud de imágenes casi este único tema: ¿Qué es el poder? ¿Qué significación tiene en la historia? ¿Qué fuerzas dominan en la marcha de la misma? (15).

Como fuerza histórica, lo considera en esta doble vertiente: individual y social, aunque se entreveran en su mente los destinos del individuo y de la sociedad. El hombre como individuo es sólo inteligible dentro de la sociedad en que vive y sobre la que actúa. Pero no porque sea mero producto o resultado de la misma, sino, más bien, por ser agente que impulsa su marcha y su destino. De aquí que para comprender al hombre en su dimensión histórica no haya que atender primariamente a las circunstancias que le rodean, aunque tenga que contar con ellas. Nada más opuesto a la mentalidad de R. Schneider que esa filosofía social que hace depender al hombre del medio que le circunda, como si fuera mero producto de ese medio. Para este pensador el hombre histórico es ante todo una preocupación inquietante, que le acosa con su reto, y un mensaje que, como respuesta al reto, se ve forzado a vocear. En la preocupación se halla formulado el problema que su tiempo ineludiblemente le propone. En el mensaje que vocea se halla la solución que él mismo ha hallado a dicho problema.

Ambas dimensiones del hombre histórico, preocupación y mensaje, R. Schneider las sintió vivamente paseando un día por las calles de Londres. Allí se apoderó de su mente la inquietante preocupación por los abusos del poder y se hizo cuestión de cuál debería ser su mensaje ante tales abusos. En su paseo por la ciudad de la niebla, vio con claridad toda la fuerza del poder humano en lo que éste tiene de maléfico. Porque es algo maléfico que toda la enorme fuerza que se respira en Londres haya tenido su origen en la repulsa de una praxis religiosa. La decisión que un día toma Enrique VIII por la que rompe con sacras vinculaciones espirituales a las que debía obediencia, fue una formidable decisión de poder por la que desafiaba a diez siglos de historia cristiana. ¿No hay mucho de maléfico en esta decisión y en este desafío, como ejercicio de poder? (16).

Mas detrás del poder de la moderna Inglaterra este pensador veía así mismo otros poderes de la historia. En primera línea el poder de Roma, la de los césares. L. von Ranke ha llamado a Roma un gran taller de mando. A lo largo de los siglos se forjaron mandos en el taller de Roma como en una fábrica siderúrgica máquinas de acero. En el caso de Roma como en el caso de Londres y en tantos otros casos el poder muestra en la historia un lado tenebroso que empavorece.

Ante esta tesis pesimista, que frisa en ocasiones la concepción maniquea de la duplicidad de poderes, se hubiera desplomado este pensador-poeta si no hubiera sentido en la historia la presencia de otra fuerza, no sólo más noble sino también más potente: la gracia. A uno de sus libros lo titula Poder y Gracia. Es en el que de modo más sistemático estudia sus relaciones y sus contrastes. Este enfrentamiento entre el poder y la gracia lo siente sobre todo en su viaje a España, según él mismo lo testifica (17). A raíz de la primera guerra mundial, ante la ingente ruina material, acompañada de gran depresión moral, se pone en camino hacia la península. En Portugal medita sobre ese pueblo que durante una época transformó su vida en entusiasmo y ensoñación. Fruto de aquella meditación fue su obra muy sentida: La pasión de Cam_es. En España contempla sobrecogido el monumento de San Lorenzo del Escorial. Reflexiona en que España lo quiso ser todo. Su obra Felipe II o Religión y poder (Madrid 1943) expone los anhelos de este rey que junto con su pueblo puso todo su poder al servicio de una causa grande, la defensa de la verdad católica. Hasta quiso vincular consigo la santidad, encarnada en sus días en Teresa de Jesús. He aquí lo que escribe de las relaciones entre el rey y la santa: «En definitiva, es al rey a quien Teresa debe agradecer la aprobación de su Orden por el Papa. Para Felipe el santo es el hombre supremo. No se siente orgulloso de su poder y de sus victorias como del hecho de que bajo su dominio viven santos. Ellos son los verdaderos realizadores de la existencia terrestre... Ellos son los que eternizan las obras pasajeras» (pp. 190-191). Sin embargo, pese a su intento de unir gracia y poder, Felipe II no logró triunfar en sus designios históricos. ¿Por qué?

Contestemos a este por qué con una nueva pregunta: ¿es que la gracia necesita del poder? Así lo creyó el rey español, Felipe II. Y por eso colocó todo su poder en la balanza de la gracia para que, juntos, gracia y poder triunfaran del desgarro de la escisión luterana producido en la cristiandad. Ambos juntos fracasaron. ¿No será porque la gracia va mejor sin los arrimos del poder? ¿No pierde la gracia eficacia coadyuvada por el poder? Por otra parte, ¿es humanamente posible ejercer el poder sin detrimento de la gracia? ¿Quién jamás desenvainó la espada que no se haya manchado con los excesos de la misma, sin haberse tenido, a la postre, que arrepentir? He aquí las inquietantes preguntas que suscita la obra de R. Schneider sobre Felipe II. Las hemos formulado porque su escueto enunciado es la mejor preparación a su interpretación de san Francisco como fuerza histórica.

Si ha habido un ser humano que sistemáticamente haya rehuido la eficacia del poder para fiarlo todo de la gracia ha sido Francisco de Asís. Pero frente a esta actitud, exquisitamente divina, está la del gran Papa Inocencio III, extremadamente humana. Quizá nunca la historia de la Iglesia ha puesto frente a frente a dos hombres con procedimientos más dispares para alcanzar una meta común: el reino de Dios en la tierra. Para alcanzar dicha meta, Inocencio III, puesto en la cumbre del poder del Papado, se sirve de todos los medios que están a su alcance en aquella circunstancia histórica. Hasta las fuerzas a ras de tierra de la diplomacia y de las armas las pone al servicio de la gran causa del reino de Dios. Francisco de Asís, por el contrario, se vale tan sólo de su pobreza y de su bondad. A la postre, ¿quién triunfó?

Este asunto, en toda su intensa fuerza dramática ha sido llevado al teatro por R. Schneider en su obra Innozenz und Franziskus. Vamos a hacer una exposición detenida de la misma, pues puede ayudarnos a descorrer el velo misterioso de la historia en lo que ésta tiene de más hondo y decisivo: la tensión y pugna entre las fuerzas espirituales y terrenas. En cinco actos se desarrolla este drama. En ellos se dan cita los grandes hombres de las tres primeras décadas del siglo XIII. En figura o en símbolo éstos encarnan las grandes fuerzas de la historia en aquel momento de máxima tensión. Cómo actúan y chocan, se desvanecen y perpetúan, constituye el nudo de este grandioso drama.

En el primer acto se hace una especie de presentación de los personajes –dramatis personae–. El primero que hace su entrada en escena es Inocencio III. Con frases tomadas de la entraña de la filosofía de la historia traza su médico la silueta de este Papa, cuando constata que ni siquiera en las horas del descanso nocturno halla reposo. Tiene siempre fiebre. El día penetra en su sueño y el sueño en su día. Se debe ello a que todo lo que pasa en el mundo lo vive su alma. También el pasado y el futuro. No vive como todos los demás. En él solo se embalsa todo un siglo. En sus momentos de delirio, el mismo Inocencio revela sus preocupaciones sobre la historia universal con estas frases: «Esto se incurva, se rompe. ¿No hay nadie que lo pueda sostener?»

En este instante entra en escena el otro gran actor del drama, Francisco de Asís. Como una sombra se acerca al Papa que maldescansa en su lecho para entablar con él un diálogo en el que confiesa ser el más pobre de los pobres. A la observación de Inocencio de si es un enviado que tiene algún poder, Francisco le replica que no tiene más poder que la pobreza. En este diálogo elemental, diálogo entre sombras, los dos inmortales personajes nos revelan el tema de su peculiar preocupación. Inocencio, al ver a la Iglesia de Letrán que amenaza desplomarse, pide un poder, una máquina que la contenga y evite la ruina. En visión nocturna le llega el refuerzo. Pero este refuerzo es la debilidad de la pobreza, encarnada en el pobre de Asís. Ambos, Inocencio y Francisco, se ponen a su respectiva faena: el uno, por el camino grande del poder al servicio de Dios; el otro, por los caminos humildes de la pobreza para el mismo servicio.

Inocencio da principio a la suya increpando duramente a un hereje. A continuación da órdenes a Pedro de Castelnau, a quien envía como legado a Provenza para que combata en todo el sur de Francia a los cátaros y albigenses. El legado le muestra que tiene la preocupación de que va a morir. A lo que Inocencio le replica con estas palabras en las que revela toda la conciencia que tiene de su dignidad y de su misión: «Soy más que un hombre y menos que un Dios. El martirio es un don de Dios y un misterio que él solo se ha reservado.»

Con el cardenal de Ostia, Hugo –el Hugolino de la historiografía franciscana–, discute los graves asuntos de la política. Eran años difíciles y turbulentos. El imperio sufre una de sus peores crisis. A la muerte de Enrique VI se enciende en Alemania la guerra civil entre Otón de Brunswich y Felipe de Suabia, aspirantes a la corona imperial. Otro tercer candidato en causa es el niño Federico, hijo de Enrique VI. Todo esto lo dramatizan las escenas centrales de este primer acto, que son un hervir de fiebre de mando y de pasión, de luchas por la fe y de terquedad herética. Se entrecruzan y chocan los intereses divinos y las ambiciones humanas. El legado papal es asesinado en Francia y la guerra contra los cátaros llega a su paroxismo. En Alemania, Felipe de Suabia muere en riña con un caballero. Al saber esta muerte, Inocencio se desahoga con el Señor, diciéndole: «Donde está tu voluntad, allí debe estar el poder. Si está escrito que los santos poseerán la tierra, da, Señor, el poder a aquellos que prepararán el camino de tus santos

Ante la evocación de los «santos» por Inocencio, entra de nuevo en escena el pobre de Asís, no ya en apariencia, como la primera vez, sino en carne viva, para decir al Papa: «Tu bendición, Santo Padre. Nosotros queremos ser los mínimos en el camino de la verdad.» A lo que replica Inocencio: «Los que pretenden esto, están en peligro de creer que llegarán a ser los primeros.» Francisco, en línea con el Papa, insiste: «Es esto ciertamente un peligro que tenemos que soportar. Por ello prometemos, Señor, obediencia.» Inocencio, nada condescendiente, hace llover sobre Francisco un diluvio de objeciones, que éste va resolviendo según inspiración superior. A la primera que declara ser imposible vivir sin pan, responde Francisco que el pan diario de él y de los que le sigan es la palabra que distribuyen largamente día a día. A la segunda que ve en la vida de Francisco un imposible, redarguye éste con el hecho de que ya la practica y de que la senda se irá ensanchando según crezca el número de los que vayan por ella. A la tercera que pone en guarda contra la huida del mundo, algo no permitido al cristiano, Francisco la refuta plenamente al aceptar como gran pecado el desentenderse de los otros, pecado que él y los suyos no cometerán, puesto que quieren acosar al mundo en su hora más difícil, cumpliendo la misión que se ha dado a los pobres: Sed luz... Pero la luz es la doctrina, alega el Papa, y ésta se guarda en la Iglesia de Cristo. Francisco asiente plenamente. Pero añade que también los pobres pueden ser luz cuando ellos mismos llegan a quemarse en el fuego de la divina palabra. Concluye Francisco su alegato renovando su humilde petición: «¿Quieres bendecirnos, Santo Padre, para esta empresa?» Y sigue dirigiendo al Papa estas palabras de inmaculado candor, que anuncian el alba espiritual franciscana: «Las golondrinas ya están de vela en el alero del tejado. Es aún de noche, pero ya la alegría no las deja dormir por más tiempo. Queremos dar principio a nuestro peregrinar. Basta que tú, Santo Padre, nos quieras bendecir.»

Inocencio se repliega sobre sí. Luego dice a Francisco: «Meditaré sobre estas cosas. Me aconsejaré con varones de larga vista. Quédate en Roma, Francisco. Te mandaré llamar.» Al quedarse solo Inocencio, medita consigo mismo: «Y si el sueño que tuve es verdadero, si las columnas del templo de la Iglesia se doblan y el techo se hunde, ¿no será este pobrecillo quien ha de salvarnos? Y si esta debilidad no es suficientemente firme, ¿de quién vendrá el auxilio?» Rumiando el inescrutable misterio histórico del poder y de la gracia, Inocencio se dice a sí mismo: «Jamás he visto un hombre como éste. ¿Quién puede desechar la palabra de Cristo que dice que no ha de ser entre los suyos como entre aquellos que tienen la potestad y la fuerza? ¿Dónde está entonces el poder?» Estas palabras de Inocencio indican que ha entrevisto el nuevo poder espiritual, la nueva gracia que viene en auxilio de la Iglesia. Pero no puede renunciar a su política humana. También la política debe ser instrumento del reino de Dios.

Las escenas del acto segundo y tercero van descorriendo el velo del tinglado político que rodea a Inocencio III, con sus luchas y partidismos, con sus cálculos, unas veces grandiosos y otras mezquinos. Pero sea en Viterbo o en Roma, en Provenza o en Palermo, las pasiones de la política humana se topan siempre con una voluntad firme y decidida, la de Inocencio III, quien está empeñado en que hasta el infierno de las pasiones políticas sirva al cielo del reino de Dios.

En buscado contraste con los actos segundo y tercero, que han dejado al descubierto los tortuosos caminos del poder humano, el acto cuarto quiere mostrar el poder de la gracia en la plenitud de su acción. Los dos centros de la misma son una pobre choza junto a Rivotorto y el castillo de Wartburgo, sito en el corazón de Alemania. En Rivotorto el agente de la gracia es Francisco. Quien prende el fuego espiritual en el castillo alemán es un discípulo suyo.

Un diálogo entre Francisco y el emperador Otón IV, que pasa junto a Rivotorto, nos pone de nuevo, y en acerado contraste, ante las dos grandes fuerzas de la historia: el poder y la gracia. El emperador entrevé que algo extraordinario emana de Francisco. Una bendición suya pudiera traerle triunfos y victorias. «Bendíceme», le dice a Francisco. Mas éste le replica: «No tengo ningún poder de bendición para la espada. Sin embargo, rogaré al cielo por ti.»

No se contenta Francisco sólo con rogar al cielo. Juzga que tanto el emperador como el pueblo alemán que tiene a su lado tienen una misión espiritual que cumplir. Para ayudarles a realizar esta misión manda a uno de sus frailes, Fr. Rodrigo, que se ponga en camino de Alemania. Debe testificar en aquellas cortes imperiales, donde sólo se sueña en grandezas mundanas, que el Rey de Reyes se hizo un día «siervo» por nosotros. En el castillo de Wartburgo, Fr. Rodrigo habla con la duquesa de aquellas tierras de Turingia. Se llama Isabel, hija de los reyes de Hungría. Siempre fue buena e inocente. Sólo ha amado lo noble y lo santo. Pero en los coloquios con Fr. Rodrigo entrevé un nuevo camino de luz en la perfección de la santidad. Éste le cuenta que Francisco ama la pobreza como a una esposa, porque un día se le apareció en forma de mujer, con vestido de ceniza, entre halos de gloria. Isabel se queda sola y medita: «Una mujer, vestida de color de ceniza saludó a Francisco. ¿Qué significa esto?... Lo presiento en mi interior... Ya no puedo vivir más días en mi palacio... Sin embargo, tengo que soportar todavía este techo que es el cobijo de mis niños... Pero la mujer vestida de gris me llama también a mí. Llama a mis hijos. Yo no puedo quedarme aquí.»

Desde el castillo de Wartburgo, donde ha prendido ya el fuego franciscano del amor a la pobreza, el drama nos traslada a Roma para hacernos asistir al Concilio IV de Letrán. En él tiene lugar la despedida solemne de uno de los mayores Papas de la Iglesia. El gran Inocencio sueña todavía con el reino de Dios en la tierra. Uno de los fines que ha tenido al convocar el Concilio es organizar la última y definitiva cruzada que traiga la victoria de la cruz. Pero un deje de melancolía y de fracaso parece envolver las palabras del Pontífice. Delatan éstas, no tanto el gesto del capitán que parte, cuanto el aspecto del soldado cansado que regresa. Soñó más de lo que ha logrado. De ahí el deje de resignación y dulzura, de suavidad e intimismo, que rezuma su mensaje de despedida. Los comentarios se suceden. El más hondo es el del abad, que hace estas preguntas ante el gran tema del reino de Dios: «¿Es la dominación? ¿Es tan sólo el testimonio? ¿Es el orden y el derecho? ¿O es solamente el sacrificio?» Uno más que percibe el inquietante contraste entre el poder y la gracia bajo el signo de la historia.

El último acto del drama nos hace ver cómo después que se han utilizado todos los poderes de aquí abajo a favor del reino de Dios, para hacerlo triunfar en la tierra, es necesario echarse al fin en brazos de la gracia. Sólo la gracia logra los triunfos definitivos sobre las almas. En tres almas se detiene especialmente el dramaturgo: en la de Isabel, la Duquesa de Turingia, cuando con sus niños va pidiendo limosna por las calles de Eisenach; en la de Francisco, que en el monte Alvernia percibe los supremos y dolorosos efectos de la gracia al sentirse transformado en crucifijo viviente; en la del gran Papa Inocencio, quien en su agonía advierte que Francisco se acerca junto a él para cubrirle con el poder de la gracia que es el manto de su pobreza.

Se suceden en este momento supremo del drama diálogos de íntima tensión. Son calas muy profundas hacia el centro de estas almas que viven para la historia. El primero de estos diálogos tiene lugar en las calles de Eisenach entre Isabel y sus niños. Madre e hijos van pidiendo limosna por amor de Dios. Ante negativas crueles y desagradecidas, Isabel exclama: «Jamás había podido percibir lo pavoroso que es una puerta cerrada. Es como una repulsa dada al Dios que pasa y llama...»

En la casa de incurables de Marburgo, a donde Isabel, la duquesa, se ha retirado, saca a una pobrecita ciega a gozar del buen día. Isabel le dice: «De nuevo nos ha venido el sol de Dios esta mañana. El sol de Dios te va a sanar.» A lo que replica la enferma: «Dime una cosa, Isabel. ¿Qué es la enfermedad? ¿Qué quiere de mí?» La respuesta de Isabel apunta a otro máximo triunfo de la gracia: «La enfermedad es una visita de Dios; es su gracia que se acerca a ti... La enfermedad es un canto a la gloria de Dios.» Triunfa la gracia sobre la repugnante enfermedad a la que trueca en punto de partida para un himno de alabanza al Dios bueno. Pero a este triunfo Isabel va a añadir otro: el más decisivo de su vida.

Los caballeros cruzados, que acompañaron al esposo de Isabel, duque de Turingia, camino de Tierra Santa, le traen ahora el cadáver desde las lejanas playas italianas donde expiró. Vienen con la intención de que Isabel vuelva de nuevo a regirles como Duquesa. Ella tiene pleno derecho al gobierno. Y ellos, como caballeros, tienen el deber sacro de defenderla. ¿Qué responderá Isabel ante una actitud tan noble de sus fieles servidores? Ante el cadáver de Luis, su esposo, evoca los días de la dulce intimidad, las serenas alegrías de la convivencia. Pero reflexiona en que un día él se puso la cruz sobre el pecho y partió. Tenía 27 años; ella 21. Su amor conyugal se hallaba reforzado por el vínculo inocente y fortísimo de cuatro niños de bendición. Todo esto lo recuerda Isabel en aquellos instantes de repliegue y ensimismamiento. Después de larga meditación dirige a sus leales caballeros estas palabras: «Él obedeció... Mi Luis lo dejó todo y murió en lejanas tierras... Me dejó viuda con cuatro niños... Pero obedeció... Los despojos que aquí me mostráis dan testimonio... Es que la llamada y la respuesta son todo en la vida.» Estas palabras de Isabel muestran que de tal suerte triunfó en ella la gracia que renuncia hasta del poder más legítimo para seguir a la gracia camino de la santidad.

Le quedaba todavía dar una última prueba de que había optado definitivamente por la gracia. El Obispo de Bamberga le trae la propuesta de celebrar bodas con el emperador Federico II. ¿Qué mejor partido para cuantos soñaban con el reino de Dios en la tierra que poner al lado del emperador a una mujer santa y discreta? He aquí, sin embargo, lo que responde Isabel: «Por el emperador mi sacrificio y mi plegaria. Es todo lo que le puedo ofrecer.» El obispo le pide lo otro. La suerte del imperio lo exige. Pero ella se mantiene en su propósito, pronunciando con decisión estas palabras: «No tengo otra meta ni otra aspiración que la plenitud de la santidad.» A Isabel ya no le queda otra cosa sino recibir la santa comunión eucarística y pronunciar las palabras de la eterna humildad cristiana: «Domine, non sum digna», «Señor, yo no soy digna».

Con esta jaculatoria desaparece Isabel, la duquesa de Turingia, del teatro de este mundo. Figura relevante en la historia de los triunfos de la gracia cuando ésta se apodera de un corazón generoso. Pero es de notar que este triunfo se logra por el camino franciscano de la pobreza y del amor.

Sobre el monte Alvernia la gracia triunfa en Francisco cuando éste experimenta la dura prueba del Señor en el alma y en el cuerpo. Su alma, dolorida por la duda, entabla este coloquio con su Dios: «Señor, me entregaste tu palabra y yo he intentado vivirla con tu gracia. Pero, ¿no he seguido quizá un camino falso? Mis hermanos me dicen que la senda que les he trazado es imposible. ¿Me habré tal vez engañado? Respóndeme, Señor... Comprendo que te pido demasiado. Tú sólo quieres mi sacrificio. El sacrificio de mi voluntad...» También el cuerpo de Francisco acompaña a su alma en el dolor. Su carne escuálida es lacerada con los estigmas sangrantes del Crucificado. El monte Alvernia viene a ser una réplica humana del misterio divino del monte Calvario. Plenitud del poder de la gracia por la senda escondida de la santidad.

El drama, que se inicia con el sueño de Inocencio III febricitante, concluye en la sala funeraria donde muere. Las últimas palabras del gran Papa son una protesta ante el Señor de que ha querido su triunfo. Al ver a Francisco, que entra entonces en la estancia papal, Inocencio le dice: «El reino de Dios ha bajado ya a la tierra. Se halla en ti. Tómame contigo.» Francisco cubre entonces con su manto al Papa, a quien besa respetuosamente, mientras le dirige estas palabras: «En nombre de la mujer que un día me saludó vestida de color ceniza, en nombre de la santa pobreza...» El Papa le interrumpe para exclamar fuera de sí: «¿Qué veo? ¿Clavos en tus manos, sangre en tu costado? Tú eres el reino. Tú sólo.» Son sus últimas palabras, pues muere en aquel instante.

La visita de Francisco al Papa moribundo recapitula todo el drama de las tensiones entre el poder y la gracia. Inocencio aún en su lecho de muerte sueña con el reino de Dios en la forma visible de un poder humano. Francisco no le trae ese poder en su última visita. Tan sólo el manto de la pobreza con el que le cubre. Pero al contemplar el gran Papa que las llagas de Cristo tienen una réplica en Francisco, opta definitivamente por el supremo poder de la santidad. Todo el drama pudiera sintetizarse en las breves palabras que hemos ya subrayado. Las dirige a Francisco en el momento de expirar el mayor Pontífice en la historia del poder papal: «Du bist das Reich. Du allein»: «Tú eres el reino. Tú sólo».

Al terminar este resumen ideológico del drama de R. Schneider, Innozenz und Franziskus, advertimos una vez más que el intenso sucederse de las escenas ponen en evidencia las dos fuerzas máximas de la historia: el poder y la gracia. El dramaturgo no sólo ha querido hacer ver que Francisco es una gran fuerza histórica, como ya anotamos con el filósofo de la historia, A. Toynbee, sino que nos ha hecho asistir al modo de su acción, como fuerza espiritual. Este modo de actuar no es otro que el de la gracia.

La teología habla de «gracia eficaz». Pero casi siempre se ha visto a ésta en lucha con los impulsos siniestros en el fondo del abismo humano del hombre concreto. Saulo de Tarso sintió cómo triunfaba la gracia en él. En nuestros días, Miguel de Unamuno sufrió el tremendo desgarro de la lucha, pero sin llegar a conocer las dulces alegrías de la alborada del triunfo de la gracia. R. Schneider percibe cómo la gracia triunfa en Francisco. Penetra en su interior y ve cómo su alma y su cuerpo son henchidos por la gracia que en el monte santo franciscano irradia santidad.

Pero nos hace asistir igualmente a la irradiación de la santidad de Francisco en el mundo histórico que le rodea. Un primer momento estelar de esta irradiación es la culminación de la bondad ingenua de Isabel de Turingia en el heroísmo de la santa que con sus niños sale a pedir limosna por amor a la pobreza franciscana y se retira al hospital de incurables para atender a los infelices leprosos con amor más que materno. Como la vio el delicado pincel de Murillo en el conocido cuadro para la Casa de la Caridad de Sevilla, incontables veces reproducido. Para testimonio eterno del omnipotente poder de la gracia.

El otro momento estelar del triunfo de la gracia que irradia Francisco es la acción sobre Inocencio III. Nos permitimos advertir al docto historiógrafo que es improcedente aquí el poner en evidencia los numerosos anacronismos del drama, al presentarnos como sincrónicos sucesos que históricamente tuvieron lugar diez o veinte años más tarde. Lo que intenta R. Schneider es mostrarnos en un reducido espacio de tiempo el dramatismo de las fuerzas históricas que actúan serena o tumultuosamente a lo largo de los siglos. Este es el gran tema. Llega a su culmen cuando Inocencio en su lecho de muerte permite que Francisco se le acerque y le cubra con el manto de la pobreza. Ante la pobreza que lo envuelve y a vistas de las llagas de Francisco, las palabras que a éste dirige el gran Papa tienen dimensiones de historia universal. Escritas una vez, las volvemos a repetir. Tan importantes las juzgamos desde una visión cristiana de la historia: «Tú eres el reino. Tú sólo

Comentario y amplificación del contenido de este drama son otras páginas de este escritor en las que mantiene, sin tanto patetismo, la misma tesis. En un pequeño esbozo de la vida de san Francisco escribe: «Inocencio es muy posible que luchara íntimamente entre la pobreza y el poder. ¿No había escrito en su juventud un libro acerca del desprecio del mundo? Pero creyó su deber dirigir a los pueblos y a los reyes desde su trono. Planea un nuevo orden desde su alto cargo. Sin embargo, la fundación del pobre de Asís, cuyo único poder procedía de su entrega total a su Señor, llegaría a ejercer un influjo mucho mayor en la historia que los sabios planes ideados por el Papa. El misterio del reino de Dios consiste en que solamente las voces que proceden de la verdad se dejan oír en el mundo y le mueven» (18).

En su tensa perspectiva histórica este texto nos dice que R. Schneider percibía la resonancia histórica del mensaje de Francisco. Y al tomar conciencia de lo lejos que nos hallamos en nuestros días de planear cruzadas, de emprender luchas contra herejes y, por el contrario, cuán cerca está de nosotros el mensaje franciscano de paz y bien, dramatiza R. Schneider los fracasos del poder, aunque sea el de un Papa como Inocencio, y los éxitos de la gracia en un mensaje que es hoy tan actual como el día que salió de los labios del Santo de Asís. Con sensibilidad hacia nuestro momento histórico titula uno de sus libros, La hora de san Francisco (19). Este título nos indica que estamos en el mejor momento para vivir lo franciscano. Con él se proclama la perennidad de una fuerza que no ha tenido más apoyo y sostén que la gracia.

En este clima de entusiasmo por el Pobrecillo de Dios, Francisco, hay que enmarcar el juicio definitivo que nos da sobre la obra histórica del gran Papa Inocencio: «Quizá la acción más potente, escribe R. Schneider, la más penetrante en el lejano futuro que realizó Inocencio, fue el haber comprendido y haber bendecido a Francisco y a sus compañeros.» Y en otro pasaje: «La pobreza de san Francisco fue la más alta gracia del Pontificado de Inocencio» (20).

De todo ello, concluimos por nuestra parte: Feliz hora en la que el poder de Inocencio y la gracia de Francisco se abrazaron. Ya los muros de Letrán, que el Papa veía desplomarse pese a su esfuerzo sobrehumano, serán perennemente apuntalados por el Pobrecito de Dios, Francisco.

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Aquí pudiéramos cerrar nuestra reflexión sobre San Francisco ante la historia. El tema nos parece ahora tan transparente que podría reflejarse en la mente del que haya seguido estas reflexiones. Pero esa asociación que dulce y tenazmente acompaña al lector asiduo de la historia, nos incita a que evoquemos en este final a dos historiadores que han reflexionado de modo diametralmente opuesto ante el influjo de la santidad en la historia. Aludimos al historiador inglés de la época de la Ilustración, E. Gibbon, y al romántico francés, F. Ozanam. Agustín Gemelli, después de mentar la impía y sardónica elegancia volteriana contra todo lo franciscano, donde sólo la malicia supera la ignorancia, afirma con grave sentencia de historiador: «El siglo XVIII es el que menos ha comprendido y menos ha amado a san Francisco» (21). Corto y suave es el juicio del P. Gemelli contra el siglo ilustrado ante este texto de E. Gibbon que nos da acotado su connacional Chr. Dawson: «La plaga, escribe Gibbon, de frailes mendicantes –franciscanos, dominicos, agustinos, carmelitas, que asolan este siglo con hábitos e instituciones, ridículos por diversas razones– es un oprobio para la religión, la ciencia y el sentido común» (22). Basta este juicio para penetrar en el alma de este historiador, celebérrimo por su History of the Decline and Fall of the Roman Empire, cuya tesis sobre el influjo nefasto del cristianismo en el declive del Imperio Romano halló inmenso eco en los espíritus volterianos de la época. Medio siglo más tarde, el romanticismo de J. Goerres reacciona contra la blasfemia ilustrada en su opúsculo de resonancia histórica, Der heilige Franziskus, ein Troubadour. Con él se inicia una justicia histórica a favor del influjo de las fuerzas espirituales en la trama de la historia. Le sigue muy de cerca F. Ozanam, quien sentía el deber de «crucificarse sobre la pluma y la cátedra», pero con tiempo para ejercer acendradas obras de caridad, dando vigoroso impulso a las Conferencias de San Vicente de Paúl. Dedica F. Ozanam uno de sus más bellos libros a Los poetas franciscanos de Italia en el siglo XIII (Buenos Aires 1949). Este hecho literario lo comenta así el P. Gemelli: «Con seriedad de erudito, con espiritualidad de creyente, con finura de esteta, Ozanam saludaba en san Francisco al Orfeo de la Edad Media» (p. 272).

Este preámbulo lo hemos juzgado necesario para que el lector interprete con facilidad el estridente contraste cuya anécdota nos refiere el mismo F. Ozanam. La recopiamos pese a ser un tanto larga. Pero vale por todo un libro y, en nuestro caso, resume cuanto llevamos pensado en estas meditadas páginas. Dice así F. Ozanam: «El historiador Gibbon había visitado Roma en su juventud. Un día que, invadido por recuerdos, discurría por el Capitolio, escuchó de pronto cánticos de iglesia, y vio salir por las puertas de la basílica de Ara coeli una larga procesión de franciscanos que hollaban, cubiertos los pies con sandalias, el suelo donde discurrieron tantos cortejos triunfales. Sintióse entonces inspirado por la indignación y engendró el designio de vengar a la antigüedad ultrajada por la barbarie cristiana, y concibió la idea de escribir la Historia de la decadencia del Imperio Romano. Pues bien, yo también he visto a los religiosos de Ara coeli hollar las viejas losas del Júpiter Capitolino; y me he regocijado del triunfo del amor sobre la fuerza (23), y he resuelto escribir la historia del progreso en aquella época en que el filósofo inglés no supo ver más que decadencia; la historia de la civilización en los tiempos bárbaros; la historia del pensamiento que sobrenadaba en el naufragio del imperio; la historia de las letras, en fin, surcando las olas de las invasiones, a la manera como los hebreos pasaron el Mar Rojo, conducidos por el mismo forti tegente brachio. No conozco nada más sobrenatural, ni que pruebe mejor la divinidad del cristianismo, que el hecho de haber salvado al espíritu humano» (24).

En nuestra reflexión hemos expuesto cómo en san Francisco la gracia triunfa sobre el poder. F. Ozanam ha hallado otra expresión, si cabe más bella, y habla: «del triunfo del amor sobre la fuerza». Que ningún franciscano olvide, ni siquiera ponga en segundo plano, la gran lección que se deduce de esta meditación sobre el influjo de la santidad del Pobrecillo de Asís en la historia y que Ozanam ha visto como «el triunfo del amor sobre la fuerza».

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1. A. J. Toynbee, A Study of History, vols. I-III, 1934; IV-VI, 1939; VII-X, 1954. D. C. Somervell ha dado un compendio de la obra en dos vols., autorizado con el refrendo de Toynbee. Traducido al español por L. Grasset (Buenos Aires 1952-1959), facilita el acceso a la obra original.

2. Entre la multitud de comentarios de que ha sido objeto la filosofía de la Historia de A. Toynbee juzgamos muy valioso e iluminador el del gran filósofo católico de la historia Ch. Dawson, Dinámica de la historia universal, Madrid 1961, 290-300.

3. A. J. Toynbee, El historiador y la religión, Buenos Aires 1958. En los párrafos siguientes citamos las páginas de esta obra.

4. L. Dujovne, La filosofía de la historia de Nietzsche a Toynbee, Buenos Aires 1957, 197-201.

5. H. Bergson, Les deux sources de la morale et de la religion. Oeuvres (édit. du centenaire), 1.173-1.174. En los párrafos siguientes citamos las páginas de esta obra.

6. Lamento no haber podido hasta la fecha tener a mano las Actas del Congreso. Los folios de su ponencia que conservo en mi pequeño archivo dan garantía suficiente a mis afirmaciones.

7. G. Kranz, Europas christliche Literatur, Achaffenburg 1961, 432.

8. Palabras finales de la ponencia de A. Toynbee en el Congreso de Salzburgo. Némesis, diosa griega de la venganza y de la justicia.

9. El tiempo y las filosofías, Salamanca 1979, 277. (Por encargo de la Unesco hice la traducción de esta obra; pero sus correctores introdujeron variantes de las que en ninguna manera me puedo hacer responsable. Una de las más inaceptables es haber cambiado el título clásico entre los franciscanistas hispánicos de «Dama Pobreza» por el de «doña Pobreza», p. 277.)

10. O.c., 288. Tal vez llame la atención el que no se haya utilizado la conocida obra de A. Toynbee, Civilization on trial, Oxford University Press 1946. Pero al componer esta obra no se hallaba tan sensibilizado al tema religioso como lo estará más tarde.

11. Adviértase que no se ha querido hacer aquí un estudio crítico de A. Toynbee, sino que se le ha estudiado solamente en cuanto recoge el eco franciscano en este momento histórico. En una crítica serena, un pensador cristiano pondrá serios reparos a su interpretación del primitivo Cristianismo como «proletariado interno» y más aun a su oposición a interpretar la Realidad Absoluta como personal. Desde la mera filosofía, J. Ortega y Gasset, Una interpretación de la historia universal. En torno a Toynbee, Obras Completas, Madrid, Rev. de Occidente, IX, 13-242, ha hecho serios reparos al binomio «challenge-response» de Toynbee.

12. En Obras completas, Madrid, BAC, 1946, t. II, 598.

13. El siglo XIII y san Fernando, en Obras Completas, ed. Nacional, t. XII, 48-49.

14. Verhüllter Tag, Colonia 1956, 4.ª ed., 84.

15. De modo dramático aborda el tema en Innozenz und Franziskus, Wiesbaden 1952, obra teatral que comentaremos detenidamente en el texto. Teóricamente lo estudia en Macht und Gnade, Wiesbaden 1946; Weltreich und Gottesreich, Munich 1946; Herrscher und Heilige, Colonia 1953; Wesen und Verwaltung der Macht, Wiesbaden 1954. Para una visión general de su pensamiento, cf. Urs von Balthasar, Reinhold Schneider. Sein Weg und sein Werk, Colonia 1953.

16. Verhüllter Tag, 129.

17. Verhüllter Tag, 26.

18. Weltreich und Gottesreich, Munich 1946, 137.

19. Die Stunde des hl. Franz von Assisi, Heidelberg 1946. Adviértase el título de la traducción francesa, muy en línea con este estudio: Le saint, maître de I'histoire, París 1958.

20. Die Stunde..., 38-39.

21. El Franciscanismo, Barcelona 1940, 260.

22. Dinámica de la Historia universal, Madrid 1961, 258.

23. El subrayado es nuestro.

24. Tomamos este texto de la obra de A. F. Ozanam, Los orígenes de la civilización cristiana, México 1946. Se halla en el prólogo que hizo a la misma el Arzobispo de México Dr. Luis M. Martínez (pp. 31-32), quien dice tomarla de la Introducción de Ozanam a su obra. Esta Introducción no aparece en esta edición y no hemos podido leer el texto original de Ozanam. Nos fiamos, por tanto, del acotamiento del Arzobispo.

San Francisco ante la historia, en Naturaleza y Gracia 28 (1981) 269-299.

[Selecciones de Franciscanismo, vol. XI, n. 32 (1982) 275-297]

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