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EVANGELIZACIÓN O ACOGIDA DEL EVANGELIO POR FRANCISCO Y SUS HERMANOS THADÉE MATURA, OFM |
. | I. INTRODUCCIÓN El tema que voy a tratar tal vez parezca un tanto insólito; en todo caso, raramente es analizado desde el punto de vista que voy a hacerlo. En el uso corriente, el término «evangelización» casi siempre tiene sentido activo: evangelizar significa transmitir el evangelio. Ello implica, sin duda, un contenido, el evangelio, así como, y con frecuencia en primer lugar, el modo de transmitirlo, sus métodos y destinatarios. Pues bien, en este estudio no se tratará de la transmisión del evangelio (sentido activo), sino de su acogida (sentido pasivo) por parte de Francisco, primero, y, luego, de sus hermanos a quienes destina sus Escritos. Más que reflexionar sobre cómo anunciar el evangelio, procuraremos ver cómo lo acoge Francisco y cómo estimula a sus hermanos a acogerlo. Antes de adentrarme en el tema, me parece necesario precisar el sentido de los términos empleados en este trabajo, que no es una presentación técnica y profunda, sino más bien un recuerdo de lo que se da por sabido, pero que no es inútil recordar. Evangelio, como indica su etimología griega (eu=bien; angelion =mensaje), es una buena y gozosa noticia. Es el anuncio de la gracia amor incondicional de Dios al hombre, de la salvación, de la nueva vida que Dios inaugura en la historia con la venida de su Cristo. En el evangelio se nos revela el misterio de Dios, la dignidad del hombre, la transfiguración del mundo. El evangelio no es ante todo una exigencia, sino un don inaudito que entraña exigencias de vida nueva. El contenido central del evangelio consiste, pues, en la iniciativa gratuita y soberanamente bienhechora de Dios que se encarna en Jesucristo. El anuncio (evangelio en sentido activo) consiste en la palabra (¡y los signos!) que proclama el advenimiento de la gracia, promete su realización gradual y su consumación, crea ya lo nuevo. En esta perspectiva, evangelizar quiere decir haber recibido el encargo o mandato de proclamar la venida de los tiempos nuevos, de ser el heraldo, el pregonero público de lo que Dios lleva a cabo. En este itinerario de la evangelización hay que tener en cuenta dos elementos inseparables: la proclamación activa de un contenido que el mensajero tiene el encargo de anunciar, por una parte; y, por otra, la acogida, es decir, la recepción de dicho contenido. Creer el evangelio, cambiar de vida, convertirse, es tan importante como proclamarlo. Sin acogida, el anuncio no sirve de nada. Estos datos preliminares nos permiten situar mejor el objeto preciso de nuestra reflexión: la acogida del evangelio por parte de Francisco y sus hermanos. Queremos descubrir, primero, cómo Francisco acogió el evangelio, cómo se dejó evangelizar, y, en un segundo momento, cómo instruyó a sus hermanos para que acogieran ese evangelio. No se trata, por consiguiente, de describir a Francisco y a sus hermanos como evangelizadores, sino como receptores de la evangelización. Y aquí se plantea una cuestión metodológica previa. Francisco y sus primeros hermanos son figuras históricas que vivieron en un pasado lejano. ¿Cómo podemos llegar hasta ellos? ¿Cómo podemos describir sin parcialidad ni subjetivismo su itinerario espiritual de hombres que se entregan al evangelio? Espontáneamente brota una primera respuesta: recurriendo a los biógrafos primitivos, Celano, Buenaventura y los Escritos anónimos; el material que sobre nuestro tema ofrecen es abundante aunque dispar. Este método es, evidentemente, posible y, no cabe duda, interesante. El inconveniente radica en que dichas biografías nos revelan más el modo como sus autores veían el itinerario espiritual de Francisco, que ese itinerario tal y como Francisco lo vivió. Sin excluir este método, opto aquí por otro. Los Escritos de Francisco, y no sus biografías, serán el lugar donde procuraré leer cómo aceptó él ser evangelizado. Salvo la rara excepción del Testamento 1-3, Francisco no nos describe cómo fue captado por el evangelio de Cristo. Así y todo, sus Escritos nos muestran claramente cómo evangeliza y forma a sus hermanos, y a los cristianos que viven en el mundo (Carta a todos los fieles). Se descubre entonces, indirectamente, sin duda, pero basándose sobre el testimonio de Francisco mismo, cómo recibió y comprendió el evangelio, y cómo se dejó impregnar por él. No hay duda de que este método implica ciertos límites. Los Escritos contienen muy pocos datos autobiográficos; lo único que mencionan como un hito crucial es el encuentro con los leprosos (Test 1-3). La visión de San Damián (2 Cel 10; TC 13), el evangelio de la Porciúncula (1 Cel 22; TC 25), la consulta de la Biblia (2 Cel 13; TC 29), hechos considerados determinantes por los primeros biógrafos, no aparecen en los Escritos. Sin embargo, éstos nos trazan, si los leemos atentamente, un itinerario del descubrimiento del evangelio, de conversión, que Francisco recorrió personalmente antes de proponerlo en sus Reglas y demás Escritos. Este itinerario puede parecer intemporal. Nos toca a nosotros situarlo en su contexto humano concreto, un contexto, la verdad sea dicha, casi inaccesible históricamente... De cualquier modo, lo que los Escritos nos permiten captar coincide con la esencia de todo itinerario de apertura al evangelio.
II. FRANCISCO SE DEJA EVANGELIZAR Los Escritos de Francisco no ofrecen, pues, la descripción directa de su itinerario espiritual, es decir en la perspectiva de este estudio, de cómo acogió el mensaje de la buena noticia venida de Dios y su poder transformador. Sin embargo, el conjunto de la obra escrita de Francisco muestra cómo éste se dejó captar y formar por el evangelio, hasta el punto de llegar a ser considerado por todos como el hombre evangélico por excelencia. 1. El evangelio en la vida de Francisco a) Acceso directo al evangelio=Revelación Escribe Francisco: «Nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio» (Test 14). Semejante afirmación implica una pretensión inaudita: Francisco asegura que ha recibido el mensaje evangélico sin intermediarios humanos, sin la mediación de un guía, de un padre espiritual, de la Iglesia. Nos hallamos ante un caso raro (si no único) y no exento de peligro. La verdad es que Francisco mismo matiza esta afirmación, como veremos más adelante. Así pues, el Señor en persona es el mensajero, el portador del evangelio, el que le revela a Francisco (el término «revelar» aparece dos veces en el Testamento, en los vv. 14 y 23) qué camino debe seguir. Esta «revelación» no hay que entenderla como una inspiración interior, ni como una visión o una voz. Por otros lugares sabemos que Francisco considera la escucha de la palabra evangélica como una revelación que lo interpela a él en persona y que es un don de Dios (véase la frecuencia del verbo «dar» en el Testamento, vv. 1.4.6.14.39). b) Impregnación por el evangelio Cuando se expresa libremente, como lo hace en sus Escritos, Francisco aparece impregnado por la palabra bíblica. Sus textos están tejidos con citas de la Escritura (véase, por ejemplo, 1 R 11; 14; 16; 22). El índice escriturístico de la edición de K. Esser indica 436 citas bíblicas: 156 del Antiguo Testamento y 280 del Nuevo; es una proporción importante para un texto de tan sólo 130 páginas. El término «evangelio» aparece 24 veces, bajo formas distintas: «evangelio», 6 veces; «según el evangelio» (o la perfección, o la forma del evangelio), 7 veces; «Dice el Señor en el evangelio», 11 veces. Los textos en los que aparece este término son, casi exclusivamente, los proyectos de vida, bien sea para los hermanos (16 veces: 1 R Pról, 2; 2,10.14; 3, 13; 5, 10.17; 8, 1; 22, 6.10.41; 2 R 1, 1; 2, 5.13; 3,14; 12, 4), bien sea para los fieles que viven en el mundo (4 veces en: 1CtaF 2, 12; 2CtaF 18.37.69), como subrayando que el evangelio es su fundamento. Los textos bíblicos no están simplemente alineados uno tras otro; su utilización y colocación suponen una lógica y una visión de conjunto. Francisco, más que emplearlos como una confirmación de las ideas que enuncia, los toma como punto de partida: los medita, los saborea, saca de ellos consecuencias prácticas. Tal es el caso de la mayoría de las Admoniciones (Adm 1-4, 7-9,13-16) y de algunos capítulos de la Regla no bulada ((1 R 1; 3; 8; 16; 22). Los textos bíblicos son interpretados unas veces explícitamente, como sucede en los ejemplos antes citados, y otras, implícitamente, por la manera en que son agrupados y colocados en un determinado contexto. c) ¿Qué es el evangelio? ¿Qué significaba exactamente el término «evangelio» para Francisco? Habitualmente, cuando se habla de Francisco como hombre «evangélico», cuando se proclama su radicalidad en la acogida y en la obediencia al evangelio, se piensa sobre todo en la pobreza: Francisco acoge radicalmente el evangelio, tomando más o menos a la letra sus prescripciones sobre el rechazo de toda posesión y de todo dinero; o también, según algunos, comprende a la letra el evangelio del envío en misión. Sin ser completamente falsa, esta visión es cuando menos incompleta y terriblemente reductora. Acorta asombrosamente el evangelismo de Francisco, reduciéndolo a puntos, en definitiva, muy secundarios. La familiaridad con los Escritos de Francisco, su confrontación con el mensaje evangélico en su totalidad y equilibrio demuestran, por el contrario, que su comprensión del evangelio es global y plenaria. Así, se comprueba que la clave teológica de Francisco, su visión de Dios Trino, es joánica, y esto independientemente incluso del número, cuantioso sin duda, de citas de san Juan. En cambio, su antropología, que insiste en el pecado y la miseria del hombre, posee fuertes y marcados rasgos paulinos, aun cuando las citas de san Pablo sean poco frecuentes. Las enseñanzas sinópticas, que han sido presentadas demasiadas veces como privilegiadas cuando no como exclusivas, indican habitualmente cuáles son los comportamientos que deben adoptarse para caminar tras las huellas de Jesús. La ética de Francisco es lo que más lleva la marca sinóptica. De todo ello se infiere que lo que Francisco quiere acoger y lo que propone a los demás es la totalidad del evangelio de Cristo (y, por tanto, de la revelación bíblica). A saber, la visión de Dios-Amor manifestada en Jesucristo por el Espíritu del Señor; también, la visión contrastante del hombre, pecador y miserable, pero que, a pesar de ello, es imagen de Dios y está llamado a un destino sublime, la vida en el Espíritu. Desde Dios Padre baja hasta el hombre una corriente gratuita, el «santo amor», que salva por su sola gracia y su sola misericordia. d) Evangelio recibido en la Iglesia Antes de su conversión y durante aquellos años oscuros en los que buscaba su propio camino, Francisco no podía estar en contacto directo con la Sagrada Escritura. No la leía, puesto que no podía disponer de su texto; a lo sumo, en algunas ocasiones debió de escuchar y captar, mal que bien, algún fragmento de las lecturas litúrgicas. Sin embargo, no hay que imaginarse alguna especie de revelación inmediata que le habría dictado las opciones que debía hacer. La escucha de la Palabra proclamada por la Iglesia se convertirá poco a poco y durante toda su vida en el lugar privilegiado de su conocimiento y de su familiaridad con la Escritura. Sea cual fuere la fiabilidad histórica de los relatos sobre el evangelio de la Porciúncula o sobre la triple consulta de las Escrituras, lo cierto es que Francisco no penetra en la Biblia a través del «estudio» personal, sino a través de la mediación de la Iglesia. El uso litúrgico del salterio llegará a proporcionarle un extraordinario conocimiento de los salmos; los evangelios, y no sólo los sinópticos, le interesan tanto, que los manda copiar en su breviario, para recurrir a ellos con frecuencia. Si la apertura al azar del libro de los evangelios para consultarlos, roza la superstición y es un reflejo de la condición laica de los consultantes, la función que Francisco atribuye a los sacerdotes y a los teólogos en la «administración» de la Palabra (Test 13; 2CtaF 34-35), demuestra que debió de recurrir con frecuencia a ellos para recibir y comprender esa Palabra. Puede afirmarse con razón que la liturgia (eucaristía y oficio divino), celebrada en y por la Iglesia, fue lo que le permitió a Francisco llegar a la verdadera inteligencia del evangelio en toda su plenitud. 2. Itinerario evangélico de Francisco Puesto que hemos optado por basarnos sobre los Escritos de Francisco para trazar su itinerario espiritual su manera de acoger el evangelio, hemos de repetir que en ellos no encontramos una descripción directa, autobiográfica. Pero, a partir de lo que dice a los otros, puede deducirse su andadura personal: el itinerario que Francisco propone a los demás está redactado sobre la base de su propia experiencia. Examinando los textos, procuraremos discernir cuál fue el mensaje, la revelación, la novedad que Francisco recibió, cómo se intensificaba con el tiempo su percepción del evangelio, qué camino tomó para llegar hasta el Altísimo Señor. a) Punto de partida ¿Qué visión de Dios y del hombre tenía Francisco al principio de su conversión? Gracias a la breve indicación del Testamento (vv. 1-3) y a los relatos complementarios (pero fragmentarios...) de los biógrafos, sabemos cuáles fueron las circunstancias de aquel cambio radical: encuentros con los leprosos, la «misericordia» con que los trató y su subsiguiente transformación interior; la ruptura con su familia y con su ambiente; el trabajo manual; la mendicidad más o menos vergonzante. En la Oración ante el Crucifijo de San Damián percibimos una descripción de su evolución profunda, de lo que vivía en su interioridad. Esta Oración se remonta a los años 1205-1206: Francisco la ha memorizado, la ha conservado y la ha consignado por escrito. Le servía de memorial, recuerdo de sus inicios. Este texto nos revela cómo veía a Dios y cómo se veía a sí mismo en aquella etapa de su vida espiritual. Dios la Oración no incluye ninguna referencia a Cristo aparece en su majestad: Altísimo y glorioso, es luz (ilumina), pero también es poder y bondad que da la capacidad para realizar, para cumplir su mandamiento. Frente a ese Dios de gloria y de luz tenemos al hombre Francisco en su individualidad y hablando en primera persona. Ese «yo» personal aparece expresado con el término corazón, que es el centro que estructura y unifica. Pero he aquí que ese centro está sumido en tinieblas. Colocado en la luz de Dios, Francisco se descubre oscuro, limitado, frágil, pecador y sin saber a donde ir. Pide que la luz de Dios penetre sus tinieblas; que se le conceda una visión correcta de la realidad divina y humana (fe recta), un deseo y esperanza no ilusoria de los bienes futuros (esperanza cierta), capacidad para recibir y dar amor (caridad perfecta), y todo ello no de modo teórico, sino como experiencia interior (sentido). Entonces tendrá un conocimiento verdadero de Dios y de él mismo, y podrá cumplir, poner en práctica, eficaz y concretamente, el santo y veraz mandamiento. Más allá de otros sentidos circunstanciales posibles (elección de la vida evangélica en pobreza...), ¿cómo no pensar aquí en el mandamiento por excelencia: el amor a Dios y al prójimo, que está en el corazón de la existencia cristiana? Esa parece ser la percepción del evangelio que Francisco posee durante los primeros pasos de su vida evangélica. La gloria, el esplendor y la bondad de Dios, y, enfrente, las tinieblas del corazón humano que, no obstante, es capaz de ser transformado mediante las virtudes y la experiencia, y, sobre todo, es capaz de cumplir lo que Dios le manda. Adviértase cómo en esas circunstancias de los inicios de su conversión, Francisco se sitúa en un contexto subjetivo e individual: es la única oración suya en la que aparece un «yo» singular, y una de las pocas en las que se expresa la súplica. b) Punto de llegada Más de quince años después, entre 1220 y 1224, Francisco expondrá, en textos mucho más elaborados, cuál es la visión de Dios y del hombre que él tiene cuando se encuentra ya cercano al fin de sus días. Entonces él había alcanzado su madurez espiritual; 1224 es el año de la estigmatización, dos años antes de su muerte. Lo que ahora nos dice sobre Dios y sobre el hombre representa un punto de llegada, y nos descubre a quien se ha abandonado por entero a la palabra reveladora. ¿Y qué es lo que proclama, ahora que Dios ha atendido su plegaria, cuando se han disipado ya las tinieblas de su corazón y ha vivido ya la experiencia? Tres textos de esta época son los que mejor nos lo dirán: 1 R 23, 2CtaF 48-56 y AlD. El primero presenta un bosquejo de su grandiosa visión de Dios y de su obra creadora y redentora; los dos restantes nos dejan entrever qué es lo que le ocurre al que se deja captar por Dios. Dios y su obra (1 R 23, 1-4). El Dios aquí nombrado del que se afirmará ciertamente que no somos dignos de nombrarlo (v. 5) y al que se le designa con 9 calificativos de poder y majestad (v. 1), es Dios Padre. Desde el primer versículo se nos desvela el misterio trinitario: el Padre tiene la primacía y la iniciativa, pero siempre actúa «por medio del único Hijo con el Espíritu Santo». Este grandioso cuadro de acción de gracias enumera las etapas en las que Dios interviene en la historia: la creación y la caída, la encarnación y la pasión redentora, el retorno glorioso del Hijo y el ingreso en el Reino. Es una visión cósmica (el mundo visible e invisible) e histórica. Dios se revela en ella en la plenitud de su ser de Padre-Hijo-Espíritu, en su santa voluntad y su santo amor al hombre. Éste es contemplado en su grandeza y en su dramática historia: creado a imagen y semejanza de Dios, colocado en el paraíso, se volvió esclavo por el pecado; no obstante ello, Dios lo amó con «el santo amor» y lo redimió por la encarnación y la cruz del Hijo; su futuro, con tal que conozca a Dios y se vuelva hacia Él, es el reino preparado desde el origen del mundo. He aquí la «buena noticia», el evangelio que Francisco ha recibido, que ha hecho carne propia y que ahora canta en una admirable eucaristía. Y no lo hace en solitario; lo que se oye, ya no es un «yo», sino un «nosotros», ese «nosotros» presente desde ahora en todas las oraciones y alabanzas de Francisco. Y como la realidad es así, y como Dios actúa siempre y su amor al hombre es invencible, el texto invitará seguidamente al Hijo, al Espíritu y a todos los santos a la alabanza universal (vv. 5-6), y proclamará a todos los hombres de todos los tiempos que la única respuesta válida es el amor a Dios y el anhelo de Dios (vv. 7-11). Experiencia de Francisco (AlD y 2CtaF 48-56). El texto antes citado se mantiene en una cierta reserva y objetividad. Su autor no nos dice si su canto le ha herido, si vive lo que proclama, aunque se perciba por su modo de cantar. Los otros dos textos nos ofrecen un testimonio más directo de lo que Francisco experimentaba al contacto con el misterio divino. Son como un eco, como la repercusión subjetiva de lo que Francisco sentía cuando ante sus ojos se desvelaba el esplendor de Dios y su amor al hombre. Las Alabanzas al Dios Altísimo (AlD) son un testimonio de primera mano (escrito, de hecho, de su puño y letra) de la experiencia de Francisco. Están vinculadas con el misterioso acontecimiento de la estigmatización, sin que por ello curiosamente reflejen, como sería de esperar, un sello crístico. El texto nos sitúa, con su acumulación litánica de nombres y adjetivos, en pleno centro del misterio divino del Padre, con su anverso tremendo y su reverso fascinante. Sin expresar ningún sentimiento, ni alabanza, ni acción de gracias, ni petición, estas palabras balbucientes y repetitivas nos dicen lo que Dios era para Francisco: humildad, paciencia, hermosura, familiaridad, gozo, alegría, refrigerio, mansedumbre, a la vez que grandeza, sublimidad, santidad, fuerza, omnipotencia. Son el grito extático de un hombre que ha salido de sí mismo, que se ha olvidado de sí y se ha identificado con el objeto de su contemplación. En la Carta a todos los fieles (2CtaF 48-56), y también en 1 R 22, 27, Francisco describe brevemente qué es lo que acontece en el hombre cuando es captado por Dios. Y lo hace en clave bíblica (Is 11, 2, y, sobre todo, Jn 14, 23, así como Ef 2, 22): «Y sobre todos aquellos y aquellas que cumplan estas cosas... se posará el Espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada.» La consecuencia de esta inhabitación del Espíritu (y de la Trinidad entera, según 1 R 22, 27) serán los lazos místicos con el Padre, en cuyo hijo se convierte el alma fiel, y con el Hijo, al que se une, por el Espíritu Santo, como esposo, hermano y madre. Ante las maravillas de esta comunión indecible, Francisco explota de júbilo. Es uno de los pocos lugares de los Escritos en que da rienda suelta a su emoción subjetiva, detallando el gozo producido por la experiencia espiritual. «¡Oh, cuán santo y cuán amado es tener un tal hermano e hijo, agradable, humilde, pacífico, dulce y amable y más que todas las cosas deseable.» Así es el encuentro con Dios que «nos agrada y deleita» (cf. 1 R 23, 9). Habiendo llegado, hacia el final de su vida, a la madurez espiritual, Francisco ha dejado de estar pendiente de él mismo como al principio de su conversión, y está vuelto sólo a Dios. Ya no le preocupa su propio itinerario espiritual. Está totalmente centrado en Dios, lo celebra por Él mismo («te damos gracias por ti mismo», 1 R 23, 1) y por la majestuosa evolución de su obra. Dejando de lado las exigencias y comportamientos prácticos en estos textos no se menciona siquiera el amor al prójimo, Francisco se asombra ante lo que Dios es y lo que Dios hace en la historia. Pero no olvida al hombre: en cuanto imagen de Dios y objeto del «santo amor» con que Dios nos ha amado, el hombre es un elemento, central, de la creación. De este modo, la visión con que Francisco contempla ahora la realidad entera en su conjunto, la revelación de la «buena noticia» que ha asimilado perfectamente, le permite celebrar, con un lenguaje doxológico, al «Dios único, el que hace maravillas» (AlD 1). Se ha dejado «evangelizar» hasta tal punto, que todo lo ve desde la perspectiva de Dios, en un desfile inmenso y glorioso. Sin olvidar las consecuencias que de ello se desprenden para el hombre, y que Francisco explica en otros textos, ahora fija su mirada asombrada y agradecida en el fundamento de todo, en «la buena noticia (evangelio) de la gracia de Dios» (Hch 20, 24). c) El camino ¿Pero qué camino hubo de recorrer Francisco, desde aquellos primeros pasos a tientas en la época de su conversión, hasta llegar a estas cumbres de donde contempla la gloria de Dios y el maravilloso destino del hombre? La densa oración con que concluye su Carta a toda la Orden (CtaO 50-52) nos describirá las etapas y exigencias de ese camino. En él hay dos protagonistas: Dios y el hombre. El Dios, cuya suprema grandeza (omnipotente, eterno, altísimo, que reina, vestido de gloria), justicia y misericordia proclama una vez más Francisco, es, como siempre, el Dios Trino, cuyo centro lo ocupa la figura del Padre. Hacia éste conduce el Hijo al hombre purificado, iluminado y encendido por el fuego del Espíritu. El hombre, aunque de entrada se le describa como un ser indigente y pecador, está no obstante llamado a grandes cosas y, por pura gracia, es capaz de lograrlas. El camino que hay que recorrer es presentado primeramente en su aspecto pasivo: las profundidades interiores del hombre deben ser purificadas, luego iluminadas y por último encendidas por el fuego del Espíritu. El Espíritu es quien capacita, con su acción, al hombre así preparado, para comprometerse a caminar activamente: «seguir las huellas de tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo». Y esta marcha en seguimiento de Jesús no consiste sino en querer lo que a Dios le agrada complacerse en sus proyectos y en hacer lo que uno ha visto que es la voluntad de Dios. Por consiguiente, el itinerario espiritual del hombre consiste, en primer lugar, en entregarse a la influencia transformadora del Espíritu; en comprometerse, seguidamente, en la acción, identificando el propio querer con el querer de Dios; y, por último, en expresar esta identificación cumpliendo de verdad la voluntad de Dios. Pero tanto el esfuerzo activo, el «hacer lo que sabemos que quieres y querer siempre lo que te agrada», como el hecho de entregarse a las purificaciones e iluminaciones del Espíritu, dependen de Dios. Él es quien («por ti mismo») puede dar este querer y este hacer, y esto, «por sola su gracia». Pues la meta suprema del itinerario en seguimiento de Cristo es llegar, como él, hasta el Padre altísimo que vive y reina glorioso en su eternidad. Llegar al Padre no puede significar sino penetrar, como acompañante, en su inmensa gloria. Esta visión del camino que hay que recorrer está propuesta en un resumen asombroso, donde sólo figuran los puntos de referencia esenciales: la entrada en la intimidad trinitaria, el caminar tras las huellas del Señor crucificado, el abandono a la acción del Espíritu, el descubrimiento de lo que a Dios le agrada y de lo que Dios quiere, su cumplimiento con el querer y con el obrar. Este resumen incluye en germen todo: la fraternidad, la pobreza, la humildad, etc., aun cuando no explicite ninguna exigencia particular y concreta. Como en los textos anteriores, Francisco ilustra lo que fundamenta toda vida cristiana y se ofrece a todo creyente. d) Dificultades del camino Sería un error imaginar que el recorrido de este camino carece de dificultades. Francisco conoce por propia experiencia los muchos obstáculos que salen al paso de quien quiere seguir, en dirección a la gloria del Padre, las huellas dolorosas del Crucificado. Su realismo espiritual le permitió descubrir que se trata de un itinerario lento, progresivo y no desprovisto de rodeos y retrocesos. En la Admonición 8 afirma vigorosamente con dos citas bíblicas que el hombre es radicalmente incapaz de hacer algo bueno sin Dios: «Dice el Apóstol: Nadie puede decir: Jesús es el Señor, sino en el Espíritu Santo (cf. 1 Cor 12, 3); y: No hay quien haga el bien, no hay ni uno solo (Rom 3, 12)». El hombre es guiado y salvado «por sola su gracia» (CtaO 52), «por sola su misericordia» (1 R 23, 8). El máximo obstáculo está dentro del hombre, consiste en la tentación de apropiarse el bien presente en nosotros («las palabras y obras buenas... que Dios hace o dice y obra» en el ser humano: 1 R 17, 6); en la tentación de gloriarse de dicho bien, de exaltarse por él, de envidiarlo en los demás; de enorgullecerse de los logros externos: expansión de la Orden, éxito de la evangelización, gracias extraordinarias, más que de las propias flaquezas y del rechazo por parte de los otros (VerAl; Adm 5). A este obstáculo radical hay que añadir los agobios, inquietudes y preocupaciones por el trabajo, los servicios, el estudio (1 R 22; 23, 11; 2 R 5; 10), que se adueñan del hombre y le impiden mantener el corazón vuelto siempre hacia Dios Cuando Francisco escribe en la Regla no bulada (1 R 23, 10): «Nada, pues, impida, nada separe, nada se interponga» entre nosotros y Dios, está reconociendo que eso no cae de su peso, y que es más fácil permanecer centrado sobre sí mismo que abrirse a Aquel que, sin embargo, es la suprema felicidad del hombre. 3. Conclusión Este bosquejo muestra cómo descubrió gradualmente Francisco el don de Dios al hombre, proclamado como buena y alegre noticia, como evangelio. Habiendo captado el resplandeciente esplendor de Dios y del hombre tal como nos ha sido revelado en Jesús, se dejó impregnar y modelar por él, convirtiéndose así en un hombre evangélico en todos los aspectos de su vida. Cuando describamos cómo evangeliza e instruye Francisco a sus hermanos, no deberemos perder de vista que lo hace a partir de la experiencia que él mismo ha vivido previamente. III. FRANCISCO EVANGELIZA A SUS HERMANOS Salvo las oraciones, que constituyen aproximadamente un tercio de sus Escritos, los textos redactados por Francisco proponen un género de vida según el evangelio. Unos lo hacen de una manera general, que es de aplicación a todos los cristianos (Adm; VerAl); otros lo hacen dirigiéndose a grupos particulares: hermanos y hermanas (1 R; 2 R; Test; CtaO; FVCl; UltVol), cristianos próximos a Francisco que permanecen en el mundo (1 y 2CtaF). El modo como Francisco se dirige a sus hermanos y a los fieles que viven en el mundo revela unos rasgos que constituyen su «método» de evangelización. Leyendo atentamente esos textos, se ve en ellos a un hombre que, tras haber descubierto el evangelio para sí mismo y tras haberlo vivido, propone, a su vez, su contenido central y sus aplicaciones concretas, y esto de una manera muy pedagógica. Ese contenido no es distinto del que hemos presentado y analizado en las páginas precedentes. Por eso, no voy a detenerme explicándolo nuevamente. Francisco anuncia a sus hermanos lo que ha recibido de Dios, «lo que el Señor le reveló». Mi reflexión se centrará en la forma de transmisión, en la «pedagogía» de Francisco. Es evidente que Francisco no elaboró una pedagogía de la evangelización, pero el modo como él evangeliza nos revela cómo abría a sus hermanos los tesoros del evangelio. 1. Lugar central de la Palabra de Dios El Prólogo de la Regla no bulada, que es como su resumen, dice textualmente: «Esta es la vida del Evangelio de Jesucristo». En la introducción a la segunda redacción de la Carta a todos los fieles, Francisco se presenta como el siervo obligado a servir y suministrar las «odoríferas palabras de su (mi) Señor», por lo que se propone comunicar a sus corresponsales «las palabras de nuestro Señor Jesucristo, que es la Palabra del Padre, y las palabras del Espíritu Santo...» (2CtaF 2-3). ¡En estos primeros versículos aparece 4 veces el término «palabra»! La Carta a toda la Orden identifica la palabra de Francisco con la del Hijo de Dios: «Escuchad... prestad atención a mis palabras... obedeced a la voz del Hijo de Dios» (CtaO 5-6). Estos tres pasajes aparecen como resúmenes de los textos que les siguen y que armonizan la vida franciscana. Eso quiere decir, según Francisco, que los textos que vienen a continuación de estos tres no hacen otra cosa sino explicitar y concretizar la palabra de Dios. Ella es la referencia central, el punto de apoyo para la vida. Esta «palabra» no hay que entenderla en sentido restrictivo, como términos, como vocablos pronunciados, ni como simples normas de conducta; en 2CtaF 2-14 Francisco le da a este término una importancia teológica muy profunda. Las palabras del Señor (evangelio en sentido de proclamación verbal) son expresiones, emanaciones de la Palabra (del Verbo), que procede a su vez del Padre. El Espíritu Santo también desempeña un cometido específico en el enunciado de las palabras del Verbo: son sus propias palabras y, en cuanto tales, son espíritu y vida. Y, rareza y osadía, Francisco tiene la certeza de que su palabra, lo que él propone a los hombres como vida, es palabra de Dios. La Regla elaborada por él junto con sus hermanos, la amplia exhortación a todos los fieles, son para él una expresión fiel, una explicación auténtica de la Palabra. Esta especie de identificación de su proyecto y su mensaje con la Palabra misma de Dios y su Verbo podría parecer y ser pretenciosa, si dicho proyecto y mensaje no reflejaran, como verdaderamente reflejan, las auténticas raíces evangélicas. Así, el núcleo de la vida propuesta por Francisco a los hombres es la Palabra de Dios, el evangelio de Cristo, roca sólida sobre la que se puede y se debe edificar. 2. Cómo acoger la Palabra Habiendo identificado el proyecto que él propone visión de fe y normas de vida con la Palabra misma de Dios, no resulta sorprendente que Francisco dé tanta importancia a sus Escritos. Ocho de ellos (1 R; Test; CtaO; 2CtaF; CtaCle; CtaCus; CtaA; CtaM) concluyen con la urgente recomendación de conservarlos y «acoger, poner por obra y guardar con humildad y amor estas palabras y las demás de nuestro Señor Jesucristo» (2CtaF 87). Francisco insiste primeramente en una acogida material: guardar consigo el texto, conservarlo con amor, leerlo o darlo a leer, propagarlo haciendo sacar copias (2CtaF; CtaCus). Pero lo más importante es la acogida interior: hay que amar mucho esas palabras (1 R 24, 3), aprenderlas (1 R 24, 2), entenderlas (2CtaF 88), recordarlas, repetirlas y, sobre todo, practicarlas (1 R 24, 1-3). Francisco invita a sus hermanos y demás corresponsales a una especie de «lectio divina», a una rumia continua, a dejarse impregnar por la Palabra. Nuestro presente esfuerzo por leer y meditar sus Escritos quisiera ser una respuesta a esa insistente invitación suya. 3. Cómo se expresa Francisco El modo como Francisco se expresa en sus Escritos es un reflejo de sus actitudes y de su palabra concretas. Ahora bien, lo primero que llama la atención es su humanidad, la ternura con que trata a sus hermanos. Los llama «hermanos míos» (CtaO 5.21; Test 38) o, con más delicadeza todavía, «hermanos míos benditos» (1 R 4, 3; 20, 1; Test 34; CtaO 38), «reverendos y muy amados hermanos» (CtaO 2). Nunca les llama «hijos». Y cuando se dirige a los cristianos que viven en el mundo les presenta «sus respetos con reverencia» (2CtaF 1); a las autoridades de los pueblos les escribe «con la reverencia que puedo» (CtaA 3). Además, cuando interpela a los otros, se incluye a él mismo en dicha interpelación, pues lo que les propone también le afecta y le concierne a él. Por ello, el primer lugar lo ocupará el «nosotros» y no un «vosotros». También por eso los textos mayores (1 R; Test; CtaF) emplearán muchísimas veces la primera persona del plural: debemos, sepamos, devolvamos, procuremos, prestemos atención, etc. Todo el capítulo 23 de la Regla no bulada, al igual que amplios pasajes de la Carta a todos los fieles (2CtaF 19-47) y del Testamento, están escritos en ese registro del plural. Y lo mismo vemos en todas las oraciones compuestas por Francisco, donde siempre se oye, a excepción de la ya indicada OrSD, la primera persona del plural. La «pedagogía» de Francisco se manifiesta también en el uso de una gran variedad de fórmulas, que van desde la simple exhortación al mandato enérgico, pasando por el ruego insistente y la súplica encarecida. La expresión «amonesto y exhorto» aparecerá cuatro veces en la Regla bulada (2 R 2, 17; 3, 10; 9, 3; 10, 7). «Aconsejo», una vez (CtaL 2); «animo», una vez (CtaO 35). Tras la exhortación benévola viene el ruego: «ruego» (rogo: diez veces), «suplico» (deprecor: una vez, en CtaO 12), «conjuro» (obsecro: una vez, en 2CtaF 87; exoro: una vez, en CtaO 48). Y, como si esto no bastara, recurre con frecuencia a la súplica encarecida, asociando a los verbos citados las realidades más sagradas: «en la (santa) caridad que es Dios, ruego» (tres veces, en 1 R 17, 5; 22, 26; 2CtaF 87), «con la caridad que puedo» (CtaO 12), «en el Señor Jesucristo» (2 R 10, 7; CtaO 14); en tres casos evoca el gesto arcaico de abrazar y besar los pies: «os ruego... con el deseo de besaros los pies» (2CtaF 87; 1 R 24, 3; CtaO 12). Sin embargo, llegado el caso, también sabrá, sobre todo hacia el final de su vida así lo atestiguan la Regla bulada y el Testamento, llamar a la obediencia y dar órdenes. Así, la palabra «mando» aparecerá seis veces, acompañada en dos casos por la expresión «por obediencia» (1 R 24; Test 38) y en los seis por el adverbio «firmemente» (1 R 24, 4; 2 R 4, 2; 10, 4; 11, 2; Test 25.38). En el Testamento, su último escrito, empleará nueve veces el imperioso e imperativo «quiero» (vv. 6.8.11.12.20 2 ve-ces.27.28). La insistencia de Francisco aparece en varios registros: sabe animar, aconsejar, rogar, suplicar; y también sabe, si el caso lo requiere, dar órdenes firmes, rígidas incluso. 4. Un camino exigente y progresivo Por su propia experiencia y por la observación de la vida de sus hermanos, Francisco sabe que el descubrimiento y la práctica del evangelio no son cosa fácil. Francisco mira al hombre con realismo. Ve su grandeza: el hombre ha sido creado a imagen de Dios, está llamado a seguir las huellas de Jesús, su destino consiste en llegar al Altísimo y participar de su vida en la gloria. Pero también contempla la situación humana actual sin dejarse engañar por ilusiones quiméricas: el hombre es un ser pobre e indigente, no le pertenecen «sino los vicios y pecados» (1 R 17, 7), está corrompido (cf. 1 R 23, 8; 2CtaF 46) y, según la palabra del evangelio, de su corazón brotan todos los males (cf. 1 R 22, 7-8; 2CtaF 37). Francisco no se contenta con estas afirmaciones generales. Indica con precisión cuáles son los impulsos egoístas que agitan al hombre y lo lanzan por caminos carnales: la ambición, la envidia, el orgullo, el desprecio de los demás, la fornicación, las preocupaciones e inquietudes desmedidas, la desobediencia, el amor al dinero, el ansia de poder, el alejamiento de Dios y de la verdadera fe, etc. Algunos textos, por ejemplo, 1 R 17, 11-12; 22, 7.20; 2 R 8, 7, y varias Admoniciones, trazan una lista impresionante. Francisco no presenta un proyecto idealizado, antes bien reconoce el lugar que el mal espiritual ocupa en la vida de los hermanos, y los invita a enfrentársele con espíritu evangélico, combatiéndolo y soportándolo. En el largo capítulo 22 de la Regla no bulada, centrado en gran parte en el tema de la acogida de la Palabra, advierte en primer lugar a sus hermanos contra la insensibilidad ante esa palabra, les advierte contra los pretextos (merced, o quehacer, o favor, negocios y cuidados seculares) que les alejan de ella, es decir, les exhorta a no caer en el debilitamiento y hundimiento espiritual que también amenazan a los que han «abandonado el mundo» (1 R 22, 9). Pero, ¿qué es lo que tienen que hacer cuando pierden o apartan «del Señor su mente y su corazón» (cf. 1 R 22, 25)? El comportamiento que prescribe entonces Francisco y que él mismo pone en práctica cuando se ve ante el hecho del pecado en la fraternidad, es sobradamente conocido. La actitud de fondo no es otra que la de la misericordia y el perdón: «Guárdense todos los hermanos... de turbarse o airarse por el pecado o el mal del hermano... más bien, ayuden espiritualmente, como mejor puedan, al que pecó» (1 R 5, 7-8; cf. 2 R 7, 3; Adm 11). La Carta a un Ministro expresa todo esto conmovedoramente: «Que no haya en el mundo hermano que, por mucho que hubiere pecado, se aleje jamás de ti después de haber contemplado tus ojos sin haber obtenido misericordia, si es que la busca. Y, si no busca misericordia, pregúntale tú si la quiere. Y, si mil veces volviere a pecar ante tus propios ojos, ámale más que a mí... » (CtaM 9-11). Uno se queda tanto más sorprendido al leer en otros escritos, pasajes que van en sentido casi contrario y que denotan una firmeza rigurosa, cuando no dureza. Así, un hermano amigo del dinero es, a los ojos de Francisco, un falso hermano, apóstata, ladrón, bandolero y ¡Judas! (1 R 8, 7). El hermano enfermo excesivamente preocupado por su curación es «carnal, y no parece ser de los hermanos » (1 R 10, 4). De los hermanos poco escrupulosos en la observancia de las normas litúrgicas, escribe Francisco: «No los tengo por católicos ni por hermanos míos; tampoco quiero verlos ni hablarles ¼» (CtaO 44); y en el Testamento ordena que se los trate como a prisioneros hasta que sean presentados al juicio del cardenal protector (Test 31-33). En algunos casos fornicación (1 R 13) y herejía (1 R 19, 2), los hermanos deben ser despojados de su hábito y expulsados de la Orden. Por tanto, los hermanos se comprometen a seguir un camino estrecho: nada se ofrece ni se logra de una vez para siempre. Ellos y todos los hombres, que no deben instalarse ni creer que han alcanzado la meta, son invitados, con expresiones anhelantes, a recomenzar incesantemente: «nosotros todos, dondequiera, en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo, todos los días y continuamente¼ » (1 R 23, 11). Francisco inculca con fuerza la duración y la reanudación del esfuerzo, es decir, la perseverancia. La palabra del evangelio sobre la necesidad de la perseverancia: «El que persevere hasta el fin, ése se salvará» (Mt 10, 22; 24, 13), es citada tres veces (1 R 16, 21; 2 R 10, 12; 2CtaF 88), y el verbo «perseverar» se repite diez veces en los Escritos (1CtaF 1, 5; 2CtaF 48. 88; CtaO 10; 1 R 5, 17; 16, 21; 21, 9; 23, 7; 2 R 10, 12; UltVol 1). El caminar y el progresar en la vida evangélica se consiguen a ese precio. IV. OBSERVACIONES CONCLUSIVAS Si tomamos en consideración, dentro del marco que nos hemos fijado, los ejes de la evangelización en sentido pasivo, es decir, la acogida del evangelio por parte de Francisco y sus hermanos, veremos que son tres los puntos que merecen destacarse. 1. Equilibrio y jerarquía del evangelio presentado por Francisco En el núcleo de la visión que progresivamente se le revela a Francisco, de la que él se impregna y luego comunica, se encuentra el misterio de Dios Trino, concentrado en la figura del Padre. El Padre es la fuente de la que brota, por su amor y misericordia, la admirable obra de la creación y su despliegue histórico, cuya corona es el hombre, imagen de Dios. La realidad plenaria de Cristo, indisolublemente Hijo Altísimo del Padre y hermano nuestro en fragilidad humana, así como la presencia del Espíritu difundida por todas partes, son puntos inseparables del misterio global del Padre, hacia el que los dos encaminan, en alabanza y acción de gracias, a todo el universo. Las páginas más importantes de Francisco, en las que condensa y resume toda su comprensión del evangelio, giran siempre en torno a este punto central y básico; tal es el caso de 1 R 22 y 23, 2CtaF 3-14 y 48-62, Adm 1. Ciertamente, no deja de proponer exigencias concretas, ya se trate de los hermanos (rupturas socio-económicas, rechazo del dinero y de toda posesión, pobreza en el vestido, trabajo dependiente y al servicio de otros, mendicidad) o de los cristianos que viven en el mundo (véanse múltiples exigencias en 2 CtaF); pero no es éste el punto sobre el que recae el peso de sus insistencias. Lo que a él más le preocupa y no cesará de repetir a sus hermanos y a todos los hombres (véase sobre todo 1 R 23, 7-11), es el corazón mismo del evangelio: Dios ama al mundo, y quiere salvarlo, y el hombre, si acoge esta buena noticia, es invitado a entrar, mediante una experiencia espiritual trinitaria profunda (2CtaF 48-56), en la corriente de amor y de alabanza que lleva al mundo. 2. Ser evangelizados más que evangelizar Con muchísima frecuencia se presenta a Francisco y a su movimiento como si fueran ante todo misioneros o apostólicos en el sentido moderno de la palabra, es decir, preocupados por el anuncio y la propagación del evangelio a todos los hombres. Inconscientemente se los identifica con la Orden de Predicadores que, según las Constituciones de Santo Domingo, fue «instituida para la predicación y la salvación de las almas». En nuestro caso, si bien es cierto que Francisco admite en sus dos Reglas la posibilidad de la predicación (1 R 17, 1-2; 2 R 9, 1-2) y que incluso propone un esquema de la misma (1 R 21), esa predicación aparece como una de las formas de presencia, y no es puesta especialmente de relieve. El Testamento, que repite con vigor los ejes esenciales de la vida de los hermanos, ni siquiera menciona esa actividad. El proyecto de Francisco está centrado en una forma de vida según el evangelio. Para él, se trata ante todo de convertirse en «siervos de Dios» (expresión que emplea muchas veces, sobre todo en las Admoniciones), enteramente entregados al poder de la Palabra, transformados por ella. Entonces es cuando cada hermano, cada hombre, podrá predicar «con las obras» (1 R 17, 3). Lo que se deduce con evidencia de los textos examinados es que Francisco se preocupa mucho más respecto a sí mismo y respecto a sus hermanos de ser primero evangelizado que de evangelizar. Si los hermanos están verdaderamente absorbidos por esta preocupación prioritaria, podrán, puesto que están presentes en medio de los hombres por su vida y su trabajo, proponerles, más con obras que con discursos y organizaciones, «las palabras de nuestro Señor Jesucristo¼ y las palabras del Espíritu Santo» (2CtaF 3). 3. Puntos fuertes y puntos débiles de la «evangelización» franciscana El evangelio y su acogida, tal como Francisco los presenta, están centrados en los grandes valores fundamentales; sobre éstos recae toda su insistencia. En cuanto a su aplicación y puesta en práctica, se deja un gran espacio de libertad a cada uno. Incluso las pocas exigencias concretas formuladas en los textos, con frecuencia van acompañadas de expresiones que las relativizan: «si quieren», «si pueden», «según los lugares y tiempos»... Así, el itinerario franciscano, una vez logrado el arraigamiento profundo, está abierto a la invención, a la creatividad, a la interpretación personal. Es, en suma, la puesta en práctica del adagio «ama a Dios y haz lo que quieras», como lo describe explícitamente por lo demás la Regla no bulada (1 R 23, 8-11). Esa es la grandeza de la corriente espiritual franciscana. Pero eso trae consigo también puntos flacos, como lo demuestra por su parte la historia de la vida franciscana. Si bien es cierto que lo esencial es afirmado y propuesto con vigor, hay que reconocer que los marcos precisos, los métodos de iniciación y de realización no están particularmente desarrollados. Así, por ejemplo, la oración, «el corazón limpio vuelto a Dios», ocupa el centro de todo; pero apenas se dice nada en concreto sobre la manera de ponerla en práctica (frecuencia, duración, medios). Comparada con algunas otras corrientes espirituales (la ignaciana, en particular), la espiritualidad franciscana aparece pobre en precisiones y determinaciones. Y aunque las personalidades fuertes y animosas encontrarán en ella su alimento sustancial y su marco de libertad, para otras, eso mismo, la falta de orientaciones y de métodos detallados, puede encerrar el peligro de la mediocridad y la dispersión. Pero esta debilidad, si lo es, es la debilidad del evangelio. También las enseñanzas del Señor han tenido que ser aplicadas a las circunstancias concretas mediante las órdenes e instrucciones de los discípulos y de los apóstoles. Los textos de Francisco sobre la acogida y puesta en práctica del evangelio no nos encierran en lo confeccionado; hacen un llamamiento a la libre decisión personal, al caminar adelante, a la verdadera conversión evangélica, jamás consumada. Traducción del francés: Fr. Rubén Camps, OFM [Selecciones de Franciscanismo, vol. XX, n. 60 (1991) 335-354] |
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