DIRECTORIO FRANCISCANO
Documentos Pontificios

ENCUENTRO DE ORACIÓN POR LA PAZ EN EUROPA PRESIDIDO POR EL PAPA JUAN PABLO II.
ASÍS, 9 Y 10 DE ENERO DE 1993

 

.

Índice:

  1. Discurso a los jóvenes minusválidos del Instituto Seráfico de Asís

  2. Discurso pronunciado en el encuentro fraterno con los participantes

  3. Homilía de la vigilia de oración en la basílica superior de Asís

  4. Discurso a los representantes de la comunidad musulmana europea

  5. Meditación del Ángelus en Asís

  6. Palabras del Papa durante la visita a la tumba de S. Francisco

  7. Discurso a las monjas de clausura en la basílica de Santa Clara

[Textos tomados de L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, del 15-1-93; cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. XXII, n. 64 (1993) 5-13]

* * * * *

Crónica del Encuentro

Asís, la ciudad de san Francisco, fue testigo de un acontecimiento extraordinario los días 9 y 10 de enero de 1993: cristianos, judíos y musulmanes se reunieron por segunda vez, convocados nuevamente por el Papa, para ayunar y pedir juntos el don de la paz para el continente europeo, en particular en Bosnia-Herzegovina. Los representantes de todos los episcopados católicos europeos y miles de personas, sobre todo jóvenes, se unieron a esta iniciativa. Siguieron el evento alrededor de 500 periodistas. Mensajes de solidaridad y participación espiritual llegaron a Asís de toda Europa, y en las iglesias, sinagogas y mezquitas de todo el continente se rezó en sintonía con los protagonistas.

El sábado día 9, Juan Pablo II fue a Asís en helicóptero, donde llegó a las 17. Lo acogieron el cardenal Silvio Oddi, legado pontificio para la basílica de San Francisco; el padre Lanfranco Serrini, Ministro general de los Hermanos Menores Conventuales, que tienen a su cargo la basílica y el sacro convento; y el custodio del sacro convento, padre Giulio Berrettoni.

En la capilla del Instituto Seráfico de Asís, Su Santidad saludó y bendijo a un grupo de niños minusválidos, asistidos por la comunidad eclesial de Asís, y les dirigió un discurso que ofrecemos más abajo [1]. Luego, dio la bienvenida a los representantes de las otras Iglesias y confesiones cristianas, musulmanes y judíos. Todos se dirigieron a la sala de fray Elías, donde tuvo lugar el encuentro fraterno. Allí comieron juntos pan y sal, el antiguo rito medio-oriental de paz. Un único pan partido para todos, que crea comunión, y la sal, que da sabor y vida a esta unión de tantos trocitos de pan. Durante esta parte, Su Santidad pronunció en italiano el discurso que ofrecemos en segundo lugar [2], y los representantes de las comunidades religiosas de los atormentados Balcanes ofrecieron testimonios de la situación en que se encuentra la población. Nadie habló a título personal, ni se expresó sólo como seguidor de un credo, ni buscó los motivos de división: sin sincretismos y sin ignorar que son diversos los caminos que llevan a la única meta, la paz, la paz para todos, la paz entre todos. Cada uno rezó a Dios a su modo, cada uno buscó sus propias palabras, pero en todas las lenguas del mundo «paz» se puede escribir sólo con gestos concretos. [...]

Después se retiraron a diversos salones preparados para que las distintas religiones pudiesen orar por separado. En la basílica superior del sacro convento tuvo lugar la vigilia de oración, presidida por Juan Pablo II, en la que tomaron parte las confesiones cristianas y también los fieles que se hallaban en la basílica inferior y en las plazas y calles adyacentes, siguiendo la ceremonia a través de una pantalla gigante de televisión. A este encuentro asistieron también algunos musulmanes, como signo de amistad. Antes del comienzo de la gran vigilia, el obispo Pierre Duprey, m. afr., secretario del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, leyó a la asamblea los mensajes que habían enviado para este encuentro histórico el patriarca ecuménico de Constantinopla, Bartolomé I, y el patriarca serbio Pavle.

El Santo Padre, los obispos de las diócesis de los Balcanes y los representantes de las otras Iglesias y comunidades eclesiales entraron en la basílica y se detuvieron delante del portal central, donde tuvo lugar la ceremonia del lucernario. De la lámpara del diácono se encendieron las lámparas de los obispos y de los representantes de las otras Iglesias y comunidades eclesiales. Terminado el himno a Cristo, luz, y las aclamaciones, la procesión se dirigió al altar, mientras la asamblea cantaba con el coro el salmo 118. El diácono entronizó los santos evangelios en el altar, y alrededor el Romano Pontífice y todos los demás colocaron las lámparas. Se hicieron cuatro lecturas: Isaías 57,14-21; del mensaje de Pablo VI para la III Jornada mundial de la paz (1-I-1970); de la carta de san Pablo a los Efesios; del mensaje de Navidad de 1990 del patriarca ecuménico Dimitrios I. El evangelio se tomó del libro de san Juan, capítulo 14,15-17.26-27. El Santo Padre pronunció la homilía que reproducimos más abajo [3]. Después de cantar el Magníficat, se oró por la paz en diversas lenguas: griego, hebreo, árabe, alemán, español, portugués, con invocaciones en las principales lenguas que se hablan en Europa. Las peticiones se concluyeron con el canto del padrenuestro, al que siguió el rito de la paz, como signo de comunión fraterna. Al final de la vigilia, el Santo Padre, los obispos y los representantes de las otras Iglesias y comunidades eclesiales recogieron las lámparas que habían depositado en el altar y las entregaron a los jóvenes, que iniciaron una procesión de antorchas por la ciudad de Asís y se distribuyeron por las diversas iglesias para proseguir la vigilia de oración.

Juan Pablo II bajó a la basílica inferior, rebosante principalmente de jóvenes, que pasaron la noche en oración.

El domingo día 10, el Papa se reunió con la numerosa comunidad islámica, a la que dirigió un importante discurso, que ofrecemos más abajo [4]. A continuación, celebró la misa en la basílica superior, a la que asistieron también los representantes de las otras Iglesias y comunidades eclesiales. Desde Belgrado enviaron el vino para que se utilizara en la misa. Concelebraron con el Papa más de cien obispos y sacerdotes. El Santo Padre pronunció la homilía que ofrecemos más adelante [5]. La plegaria universal de los fieles se hizo en diversas lenguas. Al final de la misa, Juan Pablo II entregó a los once obispos de las Iglesias de los Balcanes un cirio pascual, con el auspicio de que la próxima Pascua se celebre en esas Iglesias con el gozo de la paz recuperada.

Luego, se asomó a la plaza de la basílica y pronuncio antes del rezo del Ángelus las palabras que pueden verse más abajo [6]. Tras la meditación mariana, saludó a las autoridades civiles de Asís y se reunió con el presidente de la República Italiana, que había asistido a la misa junto con los presidentes de la Cámara y del Senado y algunos ministros. Al final del almuerzo en el gran refectorio del sacro convento, el Papa dio las gracias a los franciscanos y a la suprema autoridad de la República Italiana. Por la tarde visitó la tumba de san Francisco, donde se encontraba reunida toda la comunidad conventual, y pronunció las palabras que publicamos más adelante [7].

Antes de regresar al Vaticano tuvo lugar un encuentro con 170 monjas, en su mayoría clarisas, aunque había también algunas benedictinas y agustinas; muchas eran jóvenes, entre las que se veían varios rostros asiáticos: filipinos e indios. El Papa llegó al convento de Santa Clara a las 16'10. Escuchó el saludo de la madre abadesa, Cristina Stoppa, de 36 años, y pronunció las palabras que luego ofrecemos [8]. Su Santidad oró ante el Crucifijo de San Damián y ante la tumba de santa Clara. Eran las 18'15 cuando regresó al Vaticano.

* * * * *

SED INSTRUMENTOS DE PAZ Y FRATERNIDAD
Discurso del Santo Padre a los Jóvenes minusválidos
del Instituto Seráfico de Asís (9-I-93)

1. Me alegra y me conmueve detenerme unos minutos entre vosotros al comienzo de mi breve estancia en Asís. Os saludo con afecto a cada uno de vosotros, así como a vuestros educadores; saludo a los niños del vecino Instituto Padre Ludovico de Casoria, presentes aquí con las religiosas «Elisabettine» de Padua quienes, ayudadas por educadoras y voluntarios, prestan un precioso servicio de caridad.

Dirijo un pensamiento de viva gratitud al obispo diocesano, Mons. Sergio Goretti, a quien agradezco las cordiales palabras de bienvenida que ha pronunciado. Doy gracias, también, al presidente del Instituto, doctor Guido Jacono, que me acoge con gran amabilidad junto con todo el consejo de administración. Recuerdo, además, con mucho gusto a los responsables locales de la Asociación internacional «Amigos del Seráfico de Asís», que se propone contribuir también económicamente para apoyar la actividad educativa y asistencial de esta obra. Y saludo cordialmente a todos los presentes.

2. Queridos jóvenes que vivís aquí, os abrazo con afecto y me siento partícipe de vuestra vida, marcada por el sufrimiento, pero por la que el Señor siente especial predilección porque, como relatan los evangelios, está cercano sobre todo a las personas probadas más duramente por el dolor.

He aceptado de buena gana la invitación a visitaros, para empezar así mi peregrinación de oración en Asís, destacando el valor fundamental de la vida humana redimida por Cristo, pero que aún hoy, desgraciadamente, se respeta poco y se destruye muchas veces por medio de la violencia y de la guerra.

Mi pensamiento va en este momento a san Francisco que, habiendo quedado casi ciego durante los últimos años de su vida, compuso precisamente aquí, en Asís, el Cántico de las criaturas, extraordinaria lírica de alabanza y de acción de gracias a Dios creador, en la que sobresalen la fe y la sensibilidad poética del Poverello frente al universo y al hombre. Este himno de elevada espiritualidad y de abandono edificante en manos de Dios comienza con este acto de adoración total: «Altísimo, omnipotente, buen Señor, tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición», y termina con esta expresión de obediencia suprema: «Con gran humildad».

Queridos jóvenes huéspedes, que san Francisco os ayude a vivir siempre con estos sentimientos de confianza serena en el Señor y os consuele en los momentos de dificultad. Queridos responsables y educadores, que os apoye a todos vosotros en vuestro trabajo diario y haga que vuestro Instituto -como subraya su Estatuto- persiga con fruto «el objetivo de promover la rehabilitación, la recuperación funcional y social, la instrucción, la educación moral y la formación cristiana» de todos aquellos a quienes la Providencia confía a vuestros cuidados.

3. Hemos venido a Asís para orar por la paz en Europa y en el mundo entero. Estoy convencido de vuestra participación activa y fervorosa en esta iniciativa espiritual tan importante.

El mundo tiene necesidad de paz, de concordia y de comprensión recíproca. El Maestro divino dejó a la Iglesia y a los hombres de todos los tiempos el testamento perenne del amor: «Amaos los unos a los otros, como yo os he amado». Un sentimiento de gran tristeza nos invade cuando pensamos en la bondad infinita de Dios y en la indiferencia humana, en el odio y en las guerras que ofuscan en la tierra el proyecto de la divina Providencia. Con vuestras oraciones y con el testimonio de vuestra bondad podéis ofrecer una contribución diaria a la causa de la pacificación de los corazones y al establecimiento de la paz entre los hombres. He venido para deciros que el Papa cuenta con vuestra aportación oculta, pero eficaz: pedid a Dios el don de la paz de los corazones, de las familias y de los pueblos.

Queridos jóvenes, las oraciones pueden parecer ineficaces y vanas frente a las tragedias de los hombres; pero abren siempre nuevos horizontes de esperanza, sobre todo cuando están animadas por el dolor que se transforma en amor.

Espero que también vosotros, siguiendo el ejemplo de san Francisco y de santa Clara, seáis instrumentos de paz y fraternidad, con la ayuda de la Santísima Virgen.

Os acompañe para esto también mi bendición, que ahora os imparto con gran afecto.

* * * * *

QUE NUESTRA CONCORDIA CONTRIBUYA
A SUPERAR LOS CONFLICTOS
Discurso pronunciado en el encuentro fraterno
con todos los participantes (9-I-93)

Queridos hermanos en el episcopado; queridos representantes de las Iglesias y comunidades eclesiales cristianas; queridos representantes del judaísmo y del islam; queridos hermanos y hermanas aquí presentes o que seguís esta vigilia solemne para pedir por la paz a través de la radio o la televisión: paz a todos vosotros, paz de parte del Dios de Abraham, del Dios grande y misericordioso, del Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo, del «Dios de la paz» (cf. Rm 15,33), cuyo nombre es precisamente «Paz» (cf. Ef 2,14).

1. En primer lugar, al comienzo de nuestro encuentro, deseo dar mi más cordial bienvenida a todos los presentes.

Habéis querido responder a la invitación que, junto con los presidentes de las Conferencias episcopales de Europa, dirigí a los obispos europeos, a las Iglesias y comunidades eclesiales cristianas del continente, así como a los jefes de las comunidades judía y musulmana de este mismo continente, a fin de volver a encontramos en esta ciudad santa de Asís para reflexionar sobre la paz en Europa, especialmente en los Balcanes, y orar.

Y ahora nos encontramos aquí, animados por la preocupación común ante un bien de la humanidad tan fundamental. Nos encontramos recogidos para dirigir al Señor de la historia nuestras oraciones, cada uno a su modo y según su tradición religiosa, implorándole a él, el único que puede garantizarlo, el don precioso de la paz. Los cristianos oraremos juntos, en el segundo momento de esta vigilia, en la basílica superior de San Francisco. En este convento y, por tanto, bajo el mismo techo, nuestros hermanos judíos y musulmanes dispondrán de lugares adecuados para su oración. Todos hemos querido acompañar la oración con el ayuno, porque es también algo común a todos nosotros.

2. Lo que nos ha impulsado a trasladarnos desde nuestras respectivas sedes hasta aquí para recogernos, dejando a un lado otros compromisos, es la profunda conciencia de que la tragedia de la guerra en Europa, en Bosnia-Herzegovina, en el Cáucaso y también en otras partes de la tierra, constituye un llamamiento a nuestras responsabilidades más específicas, en cuanto hombres y mujeres religiosos.

Cada uno de nosotros sabe que la propia concepción religiosa está a favor de la vida y en contra de la muerte; está a favor del respeto a todo ser humano en todos sus derechos y en contra de la opresión del hombre por el hombre; está a favor de la convivencia pacífica de etnias, pueblos y religiones, y en contra de la violencia y de la guerra.

Frente a esta convicción común, que para las religiones aquí presentes deriva de su concepción religiosa y de un sentido preciso de la dignidad de la persona humana, el espectáculo de los horrores de las guerras que se libran en el continente, especialmente en los Balcanes, no puede menos de impulsarnos a recurrir al medio característico de quien cree: la oración.

Ésta es nuestra fuerza y nuestra arma. Frente a los instrumentos de destrucción y muerte, frente a la violencia y la crueldad, sólo podemos recurrir a Dios con las palabras y el corazón. No somos ni fuertes ni poderosos, pero sabemos que Dios no deja sin respuesta la suplica de quien se dirige a él con fe sincera, sobre todo cuando está en juego el destino presente y futuro de millones de personas.

3. Éste es el sentido de nuestra vigilia.

En esta primera parte común a todos nosotros se ha pensado que, como introducción y preparación a las oraciones que se rezarán después, sería oportuno oír algunos testimonios de personas afectadas, de un modo u otro, por la guerra o la violencia que perturban actualmente Europa. Por este motivo hemos invitado a una delegación ecuménica e interreligiosa de los Balcanes a que trajera consigo los signos del sufrimiento y la irracionalidad de la guerra, de esta guerra y de todas las otras guerras.

Hemos querido que se oyera también la voz de los refugiados, víctimas, como los otros y más aún, de esta disputa absurda entre hermanos.

Después de oírlos en silencio y de reflexionar sobre todo lo que su experiencia nos haga sentir aún más profundamente, estaremos más dispuestos a orar por la paz, como don divino.

4. Quisiera agregar que nuestro encuentro, y las oraciones que seguirán luego en los diferentes lugares de este convento sagrado, aspiran a ser en sí mismas un testimonio vivo y una prefiguración acertada del don que deseamos pedir para nuestros hermanos y hermanas tanto de Europa como del resto del mundo.

Cada uno de nosotros ha venido aquí impulsado por la fidelidad a su tradición religiosa pero, al mismo tiempo, es consciente y respetuoso de las tradiciones de los otros, porque nos encontramos reunidos aquí con la misma finalidad: orar y ayunar por la paz.

La paz reina entre nosotros. Cada uno acepta al otro como es, y lo respeta como hermano y hermana en la unidad común y en sus convicciones personales. Las diferencias que nos separan permanecen. Éste es el punto esencial y el sentido de nuestro encuentro y de las oraciones que rezaremos después: mostrar a todos que sólo en la aceptación mutua del otro y en el consiguiente respeto mutuo, que el amor hace más profundo, reside el secreto de una humanidad finalmente reconciliada y de una Europa digna de su verdadera vocación. A las guerras y a los conflictos queremos oponer con humildad, pero también con vigor, el espectáculo de nuestra concordia, en el respeto a la identidad de cada uno.

Permitidme citar, a este propósito, el primer versículo del salmo 133: «¡Oh, qué bueno, qué dulce habitar los hermanos todos juntos!».

5. Queridos hermanos y hermanas, vuelve espontáneamente a la memoria el recuerdo de la gran Jornada de oración por la paz celebrada aquí en Asís en octubre de 1986. En esa ocasión la preocupación de los presentes se dirigía a todo el mundo, sobre el que se acumulaban densos nubarrones. Por eso hubo representantes de muchas otras religiones.

Hoy nuestra mirada se dirige a Europa. La invitación ha sido enviada, pues, a los representantes de las tres grandes tradiciones religiosas que desde hace siglos se encuentran en este continente, a cuya lenta formación en el tiempo han dado su contribución y siguen dándola aún: judíos, cristianos y musulmanes.

Se nos pide contribuir ahora de un modo específico, con nuestras oraciones y la ofrenda de nuestro ayuno, a la reconstrucción del continente europeo; y, quizá, a su supervivencia, continuando el mismo espíritu que animó la Jornada de oración por la paz de octubre de 1986. Al igual que entonces nos encomendamos al Señor de la historia, que nos ha dado signos, incluso tangibles, de habernos escuchado, así también nos encomendamos ahora, una vez más, a su misericordia, seguros de ser escuchados.

Esta ciudad, con Francisco, el santo que asoció su nombre a ella y que representa para todos un punto de referencia como ejemplo y prototipo de paz con los hombres, con la creación y con Dios, sirve esta noche de escenario sugestivo de nuestra vigilia. Cuando termine, otros, especialmente jóvenes, la prolongarán mediante procesiones con antorchas y oraciones hasta que raye el alba.

¡El alba! Que sea símbolo y anuncio de aquella alba de luz y de paz que esperamos raye finalmente sobre toda Europa.

Que el Dios de la paz esté con nosotros. Amén.

* * * * *

NO PUEDE HABER PAZ SIN CRISTO
Homilía del papa Juan Pablo II durante la vigilia de oración
celebrada en la basílica superior de Asís (9-I-93)

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

1. Ésta es la hora de la oración.

Hace un rato nos reunimos todos para escuchar los testimonios de quienes han experimentando de cerca la guerra y sus consecuencias. Reflexionamos en silencio sobre las penosas vicisitudes expuestas y nos sentimos partícipes de los sufrimientos de esas poblaciones martirizadas.

Era el primer objetivo de esta vigilia: que todos los hombres y mujeres que en Europa están abiertos a los valores religiosos sientan, como producidas en su misma carne, las heridas de la guerra: la angustia, la soledad, la impotencia, el llanto, el dolor y la muerte. Quizá también la desesperación. Nos hemos convencido así con mayor fuerza de que esos males son algo que pesa en nuestras espaldas y oprime nuestros corazones. Ante semejante tragedia no podemos permanecer indiferentes: no podemos quedarnos dormidos. Por el contrario, tenemos que velar y orar como el Señor Jesús en el Huerto de los Olivos, cuando cargó con todos nuestros pecados hasta el punto de sudar sangre (cf. Lc 22,44). En efecto, Cristo «está en agonía hasta el fin del mundo» (Pascal, Pensées, 736). Y nosotros queremos acompañarlo esta noche, velando y orando.

2. Éste es el segundo momento de nuestra vigilia. Para nosotros, los cristianos, se desarrolla en la basílica superior de San Francisco. Los representantes del islam, al igual que algunos representantes del judaísmo, se han reunido en otro lugar de este convento sagrado. Muchos otros judíos, que por sus obligaciones religiosas no han podido reunirse con nosotros aquí en Asís, se unen a nuestra súplica orando en sus sinagogas.

Al entrar en la Iglesia hemos encendido nuestras velas del cirio puesto en un lugar principal como símbolo de la presencia en medio de nosotros de Cristo, «luz del mundo». De hecho, Cristo nos prometió: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18,20).

Pero el cirio es igualmente el símbolo de la luz interior del Espíritu Santo, del que tenemos necesidad particular en este momento de oración.

Hemos escuchado juntos la palabra de la sagrada Escritura. El cirio también es símbolo de esta luz. La sagrada Escritura nos ilumina porque el Verbo habla en ella y por medio de ella. Más aún, el Verbo se hace presente en las palabras de los profetas, de los Apóstoles y de los evangelistas. Se nos da así la posibilidad de comprender mejor lo que debemos pedir a Dios uno y trino en esta vigilia de oración por la paz; lo que tenemos que pedir en esta noche santa.

3. La clave de lectura de las palabras que hemos oído, y el sentido de nuestra oración, se encuentra en el segundo pasaje que hemos proclamado hace un momento. El Apóstol afirma que Cristo es nuestra paz: «Él -dice san Pablo- es nuestra paz» (Ef 2,14).

¿Qué significan para nosotros esta noche las lapidarias palabras del Apóstol?

Significan, ante todo, que no tenemos que buscar la paz fuera de Cristo; y, mucho menos, poniéndonos contra él. Por el contrario, tenemos que esforzamos por vivir las palabras de Pablo: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo» (Flp 2,5).

Esto supone nuestra conversión personal, que el mismo Apóstol expresó eficazmente con estos términos: «Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los demás» (Flp 2,3-4).

Si Cristo «derribó el muro que los separaba, la enemistad» (cf. Ef 2,14), si Cristo «dio en sí mismo muerte a la enemistad» para «reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, por medio de la cruz» (cf. Ef 2,16), ¿cómo puede existir todavía la enemistad en el mundo? ¿Cómo puede existir el odio? ¿Cómo es posible que se maten unos a otros?

4. Éstas son las preguntas que debemos plantear a todos esta noche y, sobre todo, a nosotros mismos, ante la tragedia de Bosnia-Herzegovina y las tragedias presentes en otras partes de Europa y del mundo.

Para estas preguntas sólo existe la respuesta de la humilde petición de perdón a los pies de la cruz en la que el Señor está crucificado: para nosotros y para todos. Precisamente por esto, nuestra vigilia de oración es también una vigilia de penitencia y conversión. No habrá paz sin este regreso a Jesucristo crucificado a través de la oración, pero también a través de la renuncia a las ambiciones, a la sed de poder, a la voluntad de sojuzgar a los otros y a la falta de respeto a los derechos de los demás.

Éstas son, de hecho, las causas de la guerra, como ya enseñaba el apóstol Santiago en su carta: «¿De dónde proceden las guerras y las contiendas entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones que luchan en vuestros miembros?» (St 4,1).

Cristo es nuestra paz. Cuando nos alejamos de él -en nuestra vida privada, en las estructuras de la vida social, en las relaciones entre las personas y los pueblos-, ¿qué nos queda sino el odio, la enemistad, el conflicto, la crueldad y la guerra?

Debemos orar para que su «sangre» nos haga «vecinos», es decir, cercanos los unos a los otros, puesto que nosotros mismos sólo sabemos estar «lejos» (cf. Ef 2,13); sólo sabemos darnos recíprocamente la espalda. «Dejémonos, pues, reconciliar con Dios» (cf. 2 Co 5,20), para poder reconciliarnos entre nosotros.

5. Los conflictos que surgen alrededor de nosotros, el hambre, las privaciones, las carencias que afligen y atormentan a tantos seres humanos de un extremo al otro del mundo son un desafío para todos los que se dicen seguidores de Cristo. ¿Acaso muchos desastres no son el reflejo de la lucha que opone el mal al bien, que contrapone la civilización del amor a una sociedad basada en el egoísmo y en la codicia? Cristo nos invita a no dejarnos vencer por el mal, sino a vencer el mal con el bien (cf. Rm 12,21), a construir una civilización en la que reine plenamente el amor y que ponga en primer lugar el respeto al «otro».

¿Es posible privar a un hombre del derecho a la vida y a la seguridad porque no es uno de nosotros, porque es «de los otros»? ¿Privar a una mujer del derecho a su integridad y su dignidad porque no es una de nosotros, porque es «de los otros»? Y, también, ¿privar a un niño del derecho a un techo que lo proteja y del derecho a alimentarse porque es un niño que pertenece a los «otros»? «Nosotros», «ellos», ¿acaso no somos todos nosotros hijos de un único Dios, sus hijos amados? ¿Acaso Jesucristo, «la luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9), no vino al mundo para liberamos del pecado de la división y reunimos a todos en el amor? Y cuando se mofa, se denigra, se desprecia y se maltrata «al otro», cuando «el otro» no tiene un lugar donde reclinar la cabeza, no tiene alimentos y no tiene con qué calentarse, ¿no se mofa, se denigra, se desprecia y se ofende una vez más a Jesucristo mismo? (cf. Mt 25,31-46).

¿Quién podrá aflojar el abrazo cruel del mal que nos rodea?

Podemos y debemos responder con las palabras de san Pablo: «¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!» (Rm 7,25).

6. Cristo, que es nuestra paz, la paz verdadera, ¿qué otra herencia podría habernos dejado sino esa misma paz?

Hemos escuchado sus palabras, referidas en la página evangélica. Son palabras que conocemos muy bien. Que en esta vigilia de oración resuenen con mayor fuerza en nuestros corazones, suscitando una respuesta más convencida y generosa.

«Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo» (Jn 14,27). Si miramos a nuestro alrededor, en el recogimiento de esta noche de Asís, ¿qué es lo que vemos? ¿De verdad nos ha dejado el Señor Jesús la paz? Entonces, ¿cómo es que hay tanta violencia a nuestro alrededor, y algunos países de los que venimos se hallan incluso en guerra? ¿Qué hemos hecho con el don del Señor y con su herencia preciosa? ¿No será que hemos preferido una paz «como la da el mundo»: una paz que consiste en el silencio de los oprimidos, en la impotencia de los vencidos y en la humillación de cuantos -hombres y pueblos- ven sus derechos pisoteados?

La paz verdadera, que Jesús nos ha dejado, se apoya en la justicia y florece en el amor y en la reconciliación. Es fruto del Espíritu Santo, «a quien el mundo no puede recibir» (Jn 14,17). ¿Acaso no enseña el Apóstol que «el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz...» (Ga 5,22)? «"No hay paz para los malvados" -dice mi Dios-», nos ha recordado hace un rato el profeta Isaías (57,21).

7. «Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26). Esta noche el Espíritu nos enseña y nos recuerda cuál es la fuente de la paz verdadera y dónde hay que buscarla. Por eso nos hemos reunido en este lugar sagrado, bajo la mirada y la protección de san Francisco.

«Señor, haz de mí un instrumento de tu paz».

«Señor, danos la paz», dala a todos, tal como ya nos la hemos dado recíprocamente y ahora nos la daremos unos a otros en esta celebración litúrgica.

Que se derrame esta noche sobre Europa y el mundo desde el costado abierto de Cristo. En el mensaje navideño de 1990, que hemos oído hace poco, ¿acaso no nos decía el llorado patriarca Dimitrios I: «Esta paz no es una idea o un lema; es una realidad que deriva de la humildad extrema, la kénosis, y del autosacrificio del Hijo de Dios»?

Frente al misterio de sufrimiento y muerte que son las guerras, nuestra vigilia de oración no quiere ser una respuesta aislada, fugaz y momentánea, sino más bien la aceptación renovada de la herencia que Cristo nos ha dejado. ¿Acaso no nos dejó la paz cuando se encaminó hacia la cruz y cuando, habiendo resucitado, volvió a nosotros? (cf. Jn 20,19).

La paz en la tierra es tarea nuestra, de los hombres y las mujeres «de buena voluntad». Es tarea, en particular, de los cristianos. Somos responsables de ella ante el mundo y en el mundo, que sigue privado de la paz verdadera si Jesucristo no se la da mediante sus «instrumentos de paz», mediante los «constructores de paz» (cf. Mt 5,9). Decía Pablo VI en el fragmento que hemos leído hace unos instantes: «Nuestra misión es lanzar la palabra "paz" en medio de los hombres que luchan entre sí. Nuestra misión es recordar a los hombres que son hermanos. Nuestra misión es enseñar a los hombres a amarse, a reconciliarse y a educarse en la paz».

8. Reunidos aquí esta noche, estamos invitados a reflexionar sobre la contribución que cada uno de nosotros, cada una de nuestras Iglesias, está llamada a ofrecer al servicio de la paz.

Hay una contribución, sin embargo, que ciertamente es común a todos nosotros: se trata de la oración. Por eso, el Obispo de Roma, junto con los presidentes de las Conferencias episcopales de Europa, ha querido invitar a sus hermanos y hermanas en la fe, y a los jefes de las otras Iglesias y comunidades cristianas, así como a los judíos y a los musulmanes, a venir a Asís para orar por la paz. Y ha invitado también a las Iglesias particulares de Europa a hacer lo mismo. Durante esta vigilia Europa alzará en todas sus lenguas una suplica acongojada al Dios de la paz, a fin de que conceda finalmente este bien esencial a muchos de sus pueblos que todavía se encuentran desgarrados por el azote de la guerra.

Aceptar la herencia de Cristo en este campo significa, antes que nada, orar por la paz. Significa también dar un testimonio común de la herencia recibida, de nuestra responsabilidad ante ella y de nuestro compromiso constante en favor de la paz.

Al lado de este compromiso primario está, también, el compromiso en favor de la justicia: «En lo excelso y sagrado yo moro -dice el Señor por boca de Isaías-, y estoy también con el humillado y abatido de espíritu, para avivar el espíritu de los abatidos, para avivar el ánimo de los humillados» (57,15). Esta noche todos queremos renovar nuestro compromiso en favor de los últimos, de las víctimas de las guerras, cuyo grito silencioso penetra en los cielos.

9. En el mensaje para la Jornada mundial de la paz de este año me he detenido en la relación entre pobreza y paz. Los pobres son el cortejo triste que acompaña los conflictos, pero las injusticias cometidas contra ellos son las que provocan y alimentan los conflictos. El respeto a las personas y a los pueblos es el camino seguro para llegar a la paz.

Cada uno de nosotros está llamado a seguir ese camino. Cada paso, incluso pequeño, por este camino bendito nos lleva más cerca de la concordia y de la paz: proclamar los derechos de todos y de cada uno; afirmar la dignidad de todo hombre y de toda mujer, cualquiera que sea su etnia, el color de su piel y su profesión religiosa; denunciar los abusos..., éstos son algunos de los pasos que queremos comprometernos a dar esta noche como herederos de la paz de Jesús.

Cristo es nuestra paz. La conquistó para nosotros en la cruz, y nos la da también en esta noche santa para que nosotros, mediante la gracia del Espíritu Santo, con la palabra y la acción, con la actitud de cada hora y cada día, la transmitamos al mundo que no tiene paz.

Dice Isaías: «Poniendo alabanza en los labios: "¡Paz, paz al de lejos y al de cerca!" -dice el Señor-. "Yo le curaré"» (57,19).

Que esta noche el Señor ponga en nuestros labios la palabra paz, para curarnos a todos. Amén.

* * * * *

LA UNIÓN DE LOS CREYENTES PROMUEVE LA PAZ
Discurso a los representantes
de la comunidad musulmana europea (10-I-93)

Queridos hermanos y amigos musulmanes:

1. Quizá pueda decirse que ningún otro santo de la Iglesia cantó las alabanzas de paz y de fraternidad universal de todos los hijos de Dios como san Francisco de Asís. Nos hemos reunido aquí, en la ciudad donde nació y murió, a fin de implorar la paz para los pueblos de este continente europeo y, especialmente, para los países balcánicos. Deseo agradeceros, distinguidos líderes de la comunidad islámica de Europa, que hayáis aceptado la invitación a participar en esta Jornada de oración. Hemos orado, y es nuestra esperanza más profunda, para que 1993 sea un año de paz en todo el mundo, sin excluir ninguna área en que haya conflictos en curso.

2. A través de los testimonios que escuchamos anoche, hemos caído en la cuenta de lo mucho que está sufriendo la gente en la región de los Balcanes, destrozada por la guerra. El aspecto más trágico de esa guerra, como de toda guerra, es el hecho de que quienes sufren más son, por lo general, los ciudadanos normales -padres, ancianos, mujeres y niños-, gente que desea sencillamente ocuparse de su familia, trabajar, vivir y cumplir sus deberes religiosos en paz. A estas personas, cuyas voces raramente se oyen en los fueros internacionales, es preciso que prestemos en primer lugar nuestra atención.

Somos solidarios con las víctimas de la opresión, del odio y de las atrocidades, con todos aquellos cuyas ciudades han sido quemadas y bombardeadas, con quienes escaparon de sus casas y se refugiaron en diversos lugares, y con cuantos han sido arrestados injustamente y encerrados en los campos de concentración. Tanto el cristianismo como el islam nos inculcan el esfuerzo por perseverar en la búsqueda de la justicia y la paz para ellos y para todas las víctimas del conflicto.

Hemos escuchado también los testimonios sobre la cooperación en favor de los necesitados. ¿Cómo puede uno dejar de reaccionar frente a tantos sufrimientos? Tenemos el deber de brindar ayuda a todos, porque todos los seres humanos han sido creados por Dios y todos son miembros de la misma familia humana.

3. Nos hemos reunido para postrarnos en actitud humilde de súplica ante Dios todopoderoso. A nuestras oraciones hemos añadido el ayuno. ¿No podemos ver en esto un doble signo: el reconocimiento de nuestra propia debilidad y nuestra apertura a la ayuda divina? Nuestras oraciones por la paz incluyen la súplica de que también nosotros seamos fortalecidos para obrar siempre como constructores de paz.

A este respecto la invitación del concilio Vaticano II dirigida a los cristianos y a los musulmanes para que trabajen juntos sigue siendo válida hoy en día: «Defiendan y promuevan unidos la justicia social, los bienes morales, la paz y libertad para todos los hombres» (Nostra aetate, 3). Os aseguro de nuevo que la Iglesia católica desea y está dispuesta a seguir cooperando con los musulmanes en esos distintos campos. Que Dios bendiga las iniciativas ya tomadas en este sentido y fortalezca nuestra voluntad de continuar trabajando juntos.

Vuestra presencia en Asís en esta ocasión reviste un gran significado: proclama que la creencia religiosa auténtica es fuente de comprensión mutua y de armonía, y que sólo la desnaturalización del sentimiento religioso produce discriminación y conflictos. Usar la religión como una excusa para la injusticia y la violencia constituye un abuso terrible, que debe ser condenado por todos los verdaderos creyentes en Dios.

4. Habéis venido desde diversos países de Europa para participar en esta Jornada de oración. Habéis venido porque deseáis la paz y la justicia para todos los pueblos que viven en este continente. Al igual que a los cristianos, os preocupan las formas de racismo y de intolerancia étnica que parecen estar resurgiendo. Se trata de actitudes negativas y, por eso, nosotros, que creemos en Dios y queremos cumplir su voluntad, tenemos que condenarlas enérgicamente siempre y en todo lugar del mundo donde se manifiesten. No puede haber una paz auténtica, a menos que los creyentes se unan para rechazar las políticas de odio y discriminación, y para afirmar el derecho a la libertad religiosa y cultural en todas las sociedades humanas.

Al agradeceros vuestra presencia, aprovecho esta oportunidad para ofreceros mis oraciones y mis mejores deseos a vosotros y a las comunidades islámicas que representáis. Que Dios todopoderoso bendiga nuestros esfuerzos por servir a la causa de la justicia y la paz.

* * * * *

QUE MARÍA PROTEJA NUESTRAS
ASPIRACIONES Y PROYECTOS DE PAZ
Meditación del Ángelus en Asís (10-I-93)

Queridos hermanos y hermanas:

1. Al término de este encuentro de oración en Asís, que comenzó con la vigilia de ayer y ha proseguido esta mañana con la celebración de la santa misa, siento el deber de compartir con vosotros, que habéis participado en ella con tanto fervor, superando incomodidades y dificultades, un sentimiento profundo de agradecimiento al Señor por la gracia especial que nos ha concedido a cada uno de nosotros.

En efecto, el llamamiento que dirigí el 1 de diciembre del año pasado, junto con los representantes de los Episcopados de Europa, ha encontrado una respuesta unánime y generosa en la Iglesia católica, y ha tenido eco por parte de las otras Iglesias y comunidades eclesiales cristianas, así como de los representantes del judaísmo y del islam. Éste es un signo claro de que la conciencia de los hombres y las mujeres sensibles a los valores religiosos y de cuantos buscan el bien de la humanidad está cada vez más atenta a los problemas del hombre que sufre, víctima de conflictos, cuyas razones y objetivos no comprende. En todos se agudiza el sentido del compromiso para poner fin a cualquier tipo de guerra y alcanzar una paz fundada en la justicia y en la reconciliación mutua.

Esta conciencia, que nace de la profundidad de nuestra respuesta a Dios, ¿acaso no es un don del Señor? Sí, es un don del Señor, como lo es la paz a que aspiramos y por la que nos hemos reunido de nuevo aquí en Asís.

Que Dios nos conceda la gracia de ser cada vez más fieles a este servicio desinteresado y urgente en favor de la paz. Dicho servicio es característico de toda actitud religiosa auténtica y constituye un signo distintivo para los discípulos de Cristo, a los que él, la víspera de su pasión, quiso confiarles la paz como su propia herencia (cf. Jn 14,27).

2. En este marco de fraternidad espiritual deseo, además, dar las gracias a cada uno de los participantes: a los señores cardenales, a los hermanos en el episcopado, a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y, sobre todo, a los jóvenes tan numerosos, evidentemente preocupados por la paz y comprometidos en buscarla y construirla efectivamente.

Mi agradecimiento se extiende a los hermanos y hermanas de las otras Iglesias y comunidades eclesiales cristianas, que nos han acompañado desde el principio de esta jomada: su presencia en Asís subraya una vez más, de modo visible, la dimensión ecuménica del compromiso por la paz.

Vaya mi agradecimiento más sentido a los representantes del islam por su participación en la vigilia de anoche. También saludo con afecto a nuestros «hermanos mayores», los judíos, unidos a nosotros espiritualmente para implorar a Dios el don precioso de su justicia y su paz.

El acontecimiento de ayer nos ha permitido revivir aquella inolvidable Jornada de oración, celebrada en octubre de 1986 en este mismo lugar, imbuido por el espíritu de Francisco, peregrino y apóstol de paz. Este reencuentro nos ha permitido apreciar nuevamente los lazos profundos que nos unen en el servicio a la causa del hombre y de sus aspiraciones más legítimas.

3. Este encuentro ha estado dedicado particularmente a la oración por la paz en Europa, teniendo presente ante todo la grave situación de las poblaciones de los Balcanes. Lo hemos vivido juntos. A nosotros se han unido las Iglesias particulares de todo el continente europeo. Nuestro objetivo común ha sido el de manifestar y hacer fructificar la preocupación constante que nos anima por quienes sufren a causa de la ceguera y la dureza de corazón de otros hombres; por quienes -niños, hombres o mujeres, ancianos, civiles inermes, individuos y pueblos- están obligados a pagar el triste precio de la guerra, no querida, pero padecida.

Nuestro interés quiere ser un interés efectivo y concretado en una oración ferviente e incesante, al que debe seguir una acción desinteresada de ayuda y apoyo humanitario. Quiere ser, además, un compromiso para la promoción de la cultura de la paz a través de gestos diarios de respeto a los derechos de los otros y a través de una obra paciente de reconciliación.

Mientras os estoy hablando, en Ginebra se está preparando la reanudación de las negociaciones de paz para Bosnia-Herzegovina. Que Dios conceda sabiduría y valentía a todos los participantes en ese encuentro decisivo, a fin de que se llegue a una solución aceptable para todas las partes, con vistas a una paz auténtica y durable.

4. Quisiera encomendar todo esto a la intercesión del santo de Asís, símbolo de la paz. Quisiera, sobre todo, implorar la protección materna de María Santísima para nuestras aspiraciones y nuestros proyectos de paz. Que la Virgen nos obtenga de su Hijo divino, hecho hombre, la gracia de ver surgir finalmente la paz en Europa y en el mundo: una paz que no termine nunca.

Los cirios, que hace unos instantes he entregado a los miembros de las delegaciones procedentes de las regiones devastadas por la guerra, quieren ser un símbolo elocuente de la paz, meta universal a la que se ha orientado todo nuestro encuentro de oración, que ahora está llegando a su fin.

Ojalá que estas llamas tenues de esperanza lleven el consuelo de la luz y del amor de Dios, única y verdadera fuente de paz, a cuantos viven en medio de lutos y ruinas causados por los persistentes conflictos.

Que María, Reina de la paz, nos acompañe y nos asista. Ahora todos juntos nos dirigimos a ella.

Después del rezo del Ángelus, Su Santidad añadió las siguientes palabras de agradecimiento a todos los que habían colaborado en el éxito del encuentro:

Deseo expresar ahora mi agradecimiento a todos los que, de diversas maneras, han colaborado en la preparación y en el desarrollo de este encuentro de oración por la paz en Asís, «ciudad de la paz».

Agradezco vivamente a cuantos participaron en los distintos momentos de esta experiencia de fe y de solidaridad espiritual. En primer lugar, al presidente de la República Italiana, que ha venido acompañado por los presidentes del Senado y de la Cámara; a las autoridades civiles, militares y religiosas, y a quienes han querido unirse a nosotros para reflexionar e implorar a Dios el don de la paz.

Agradezco, además, a los administradores regionales, provinciales y municipales la acogida que me han brindado y los servicios que han organizado diligentemente, a fin de que todo se desarrollara del mejor modo posible.

Un agradecimiento especial y fraterno por su hospitalidad dirijo a los queridos padres franciscanos de este sagrado convento. Si Asís es considerada cada vez más como la «ciudad de la paz», es debido también al hecho de que cuantos llegan aquí tienen la oportunidad de vivir una experiencia de fraternidad singular y significativa, típica de la espiritualidad franciscana.

Pero, al final, no puedo menos de volver a dirigirme a vosotros, jóvenes, que habéis proporcionado calor y luz a esta vigilia, realizando la procesión con las antorchas por los diversos lugares sagrados de esta ciudad sagrada de Asís. Luego habéis velado toda la noche y ahora probablemente tenéis sueño... Por esto os doy gracias y reafirmo mi convicción de que con los jóvenes se rejuvenece siempre. Con los jóvenes existe siempre la esperanza de paz, incluso en esta vieja Europa. Que el santo de Asís, san Francisco, nos acompañe siempre a vosotros y a mí.

¡Gracias de corazón a todos! Que os acompañe mi bendición.

* * * * *

UN NUEVO CAPÍTULO DE LA HISTORIA DE LA IGLESIA
Palabras del Santo Padre durante la visita
a la tumba de san Francisco (10-I-93)

¡Hay tantas cosas en que pensar en Asís, junto a la tumba de san Francisco! Ciertamente, su vida en el siglo XIII es estupenda. Pero podemos decir que todavía es más estupenda la vida de después del siglo XIII, hasta nuestros días. Podemos decir también que precisamente en nuestro tiempo, el siglo XX, el concilio Vaticano II, los nuevos compromisos de la Iglesia, compromisos ecuménicos, por la paz, por la justicia, escriben un nuevo capítulo de la historia de san Francisco: no en la vida, sino en la communio sanctorum, «la comunión de los santos», en la Iglesia que, en última instancia, es siempre communio sanctorum. No se trata de una communio sanctorum separada, desarraigada del mundo. A través de la figura de san Francisco se ve que esta communio sanctorum está arraigada en el mundo. Y la Iglesia está arraigada en el mundo contemporáneo a través de su communio sanctorum.

En esta verdad, en esta realidad, Francisco desempeña un papel muy especial, un papel estupendo. La historia de la Iglesia, a finales del segundo milenio, escribe de nuevo la historia de Francisco. Francisco es necesario para que la Iglesia y el mundo escriban nuevos capítulos de su historia.

Me congratulo con vosotros, queridísimos hijos de san Francisco; me congratulo con usted, padre Ministro general; me congratulo con toda la familia franciscana en el mundo, por este fenómeno que todos perciben: todos vienen en peregrinación a Asís con esta conciencia nueva. Hoy ha sido un día más para adquirir y profundizar esta conciencia.

¿Qué debo deciros a todos vosotros, amadísimos hermanos? Me congratulo con vosotros por ser hijos de san Francisco. Me congratulo con vosotros por estos nuevos compromisos, por esta nueva misión que vuestra comunidad religiosa va realizando siempre en la Iglesia y en el mundo.

Os doy las gracias, además, por esta nueva jornada en favor de la paz, esta vez en Europa, en la península Balcánica, tan cercana a vosotros. Finalmente, me encomiendo a vuestras oraciones. Estáis aquí, junto a este tesoro, en este lugar privilegiado: me encomiendo como Obispo de Roma y, al mismo tiempo, os encomiendo también a todos mis colaboradores aquí presentes, y os encomiendo a toda la Iglesia romana y a toda la Iglesia católica en el mundo.

Os encomiendo así mismo esta gran causa ecuménica que se ha hecho de nuevo causa de nuestra Iglesia contemporánea. Y os encomiendo por último el gran problema, la gran realidad de la paz, tan frágil, en el mundo, en Europa, en todas partes. Os encomiendo finalmente mi persona. Hay que decir que Francisco trataba bien a los Papas, gracias a Dios. Por tanto, podemos esperar que también vosotros seáis como él.

* * * * *

FRANCISCO Y CLARA, DOS VOCACIONES
QUE EVOCAN LOS VALORES EVANGÉLICOS
Discurso a las monjas de clausura
en la basílica de Santa Clara (10-I-93)

Queridas hermanas en Cristo:

1. Habiendo venido con gran alegría a Asís para orar por la paz en Europa junto con mis hermanos en el episcopado, los representantes de las otras Iglesias y comunidades cristianas y otros creyentes en Dios, hombres y mujeres de buena voluntad, quise visitaros a vosotras aquí reunidas en la basílica de Santa Clara, en esta ciudad puesta sobre el monte, ya símbolo mundial de la oración y la paz.

Representáis la rica variedad de los institutos femeninos de vida contemplativa, unidos en el don y el compromiso de la consagración religiosa y el seguimiento de Cristo; vivís la comunión con la Iglesia universal y el Sucesor de Pedro, pero también estáis insertadas profundamente en la Iglesia local, en torno a vuestro obispo, Mons. Sergio Goretti, a quien saludo con afecto. De esta manera hacéis evidente vuestra llamada a ser miembros vivos de la familia diocesana, partícipes de sus alegrías y esperanzas, y testigos de los acontecimientos que marcan su historia.

Este sugestivo momento de oración, que ve reunidas alrededor del Papa a monjas de clausura de la diócesis -clarisas, clarisas capuchinas, agustinas y benedictinas-, hace gustar ya aquí en la tierra la comunión de los santos fundadores y fundadoras en el cielo. Ellos, junto con nosotros, ruegan a fin de que se haga la voluntad del Padre, que quiere la paz de todos sus hijos, «en la tierra como en el cielo». Sí, este encuentro es una experiencia de la communio sanctorum, de la «comunión de los santos» en la caridad y en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

En esta jornada de oración por la paz en Europa, de modo especial por la paz en las regiones martirizadas de los Balcanes, ¿cómo no recordar con vosotras a los numerosos religiosos y religiosas, muchos de ellos pertenecientes a la familia franciscana, que viven allí? Han ofrecido y siguen ofreciendo un testimonio heroico de caridad, y trabajan por la reconciliación de los corazones, compartiendo los malestares y sufrimientos de las poblaciones, incluso poniendo en peligro su propia vida.

Vosotras, queridas hermanas, que pertenecéis a los monasterios de vida contemplativa de la diócesis, representáis muy bien a todos los lugares, en Europa y en el mundo, donde las almas contemplativas día tras día, y de modo especial en esta circunstancia, elevan su súplica apremiante al Dador de todo bien, a fin de que descienda sobre todos el Espíritu del amor y del perdón, de la concordia y de la paz. El mundo tiene necesidad de vuestras «manos piadosas que se elevan hacia el cielo, sin ira ni discusiones» (cf. 1 Tm 2,8), para implorar la paz.

Representáis a la Iglesia esposa, la Ecclesia orans, que en su oración perseverante y unánime en los monasterios de Occidente se une a la ardiente intercesión de los monasterios de Oriente «por la paz que desciende desde lo alto y por la unidad de todos» (cf. Oración de paz de la liturgia bizantina).

2. Dos santos están unidos indisolublemente en el recuerdo de esta ciudad de Asís: Francisco y Clara. Dos nombres, dos vocaciones que evocan los valores evangélicos de la caridad, la pobreza, la pureza, la amistad espiritual, la oración y la paz. Aquí nos encontramos junto a los restos mortales de santa Clara, en el protomonasterio donde se percibe su presencia viva y permanece su ideal de santidad, que hoy viven numerosas hijas espirituales, esparcidas por el mundo.

Me siento feliz de estar con vosotras, queridas hijas de santa Clara, en vísperas de las celebraciones jubilares con ocasión del octavo centenario de su nacimiento. Un año de gracia que permitirá a toda la comunidad de los creyentes detenerse admirada ante el carisma de esta «mujer evangélica», en la que resplandece de modo especial el misterio de Cristo. Clara, como Francisco, es imagen viva de Cristo pobre. Ella, la discípula más auténtica del Poverello, gustaba llamarse así: «Clara, sierva indigna de Cristo y plantita del muy bienaventurado padre Francisco...» (RCl 1,3). Ambos expresaron el primitivo ideal franciscano en la complementariedad entre la predicación del Evangelio, llevada a cabo por Francisco y sus hermanos, y la vida contemplativa en la pobreza y penitencia, abrazada por Clara y sus hermanas. Si es verdad que Clara era como un «reflejo» de Francisco, y en él «ella se veía toda como en un espejo», no hay duda de que, en la comunión del mismo Espíritu, la luz de la pureza y la pobreza de Clara iluminó el rostro del Poverello, así como su recuerdo y la certeza de su oración lo consolaron en los momentos de dificultad y prueba. Por esa razón Clara está unida indisolublemente a Francisco, y el mensaje evangélico de los dos resulta complementario.

Cuando vine a vosotras en marzo de 1982, os exhorté a preparar y celebrar con gran solemnidad el octavo centenario del nacimiento de vuestra madre espiritual. Entonces os dije: «En nuestra época es necesario repetir el descubrimiento de santa Clara, porque es importante para la vida de la Iglesia. No os imagináis lo importante que sois para la vida de la Iglesia, vosotras, escondidas, desconocidas. ¡Cuántos problemas, cuántas cosas dependen de vosotras! Es necesario redescubrir este carisma, esta vocación; urge redescubrir la leyenda divina de Francisco y Clara».

3. En esta circunstancia, en que las miradas de Europa y del mundo se dirigen a Asís, el mensaje de Francisco y de Clara parece sintetizarse en tres palabras evangélicas siempre actuales: pobreza, paz y oración.

Clara, siguiendo el ejemplo de Francisco, eligió el camino de la pobreza evangélica. A ella, que invitaba a santa Inés de Praga a unirse como «virgen pobrecilla a Cristo pobre» (cf. Carta II,18), le gustaba contemplar al Señor de la gloria en su pobreza a fin de vivir por amor de Aquel que siendo «pobre en su nacimiento fue puesto en un pesebre, pobre vivió en la tierra y en la cruz permaneció desnudo» (TestamentoCl 45). En efecto, era consciente de ser partícipe de un «pequeño rebaño... que el Padre altísimo, por medio de la palabra y el ejemplo del bienaventurado padre nuestro Francisco, generó en su santa Iglesia para imitar la pobreza y la humildad de su Hijo amado y de su gloriosa Madre virgen...» (TestamentoCl 46).

Pobreza y paz son, además, como dos caras del mismo misterio de Cristo. Constituyen dos exigencias de su mensaje, válido hoy más que nunca para el mundo actual, al que vosotras, queridas hermanas, estáis llamadas a dar un fiel testimonio evangélico con vuestra pobreza desarmante, vivida en la plena unidad de los corazones mansos y reconciliados. En el Mensaje para la Jornada mundial de la paz de este año he exhortado a los creyentes a vivir el espíritu de pobreza evangélica como fuente de paz. «Esta pobreza evangélica -escribí- se presenta como fuente de paz, porque gracias a ella la persona puede establecer una justa relación con Dios, con los demás y con la creación» (n. 5).

Pero no hay paz sin oración. La Iglesia pide diariamente este don al Señor durante la celebración eucarística. Cuando parece que las esperanzas humanas de paz se desvanecen, cuando advertimos que las fuerzas del mal y la influencia del Maligno todavía son poderosas, que el «dia-bolós», el «separador», siembra en los corazones el espíritu de odio y división, los cristianos, concordes y unidos en el nombre de Cristo (cf. Mt 18,19-20), perseveran orando al «Altísimo, omnipotente, buen Señor...», y le imploran el Espíritu de paz y bondad, el Espíritu que mueve los corazones e inspira pensamientos de paz y no de aflicción.

4. Precisamente para esto hemos venido a Asís, también por vosotras hemos venido a Asís: para implorar la paz de Dios. El Papa quiere confiar esta tarea a vosotras, queridas hermanas, a fin de que no se apague el fuego sagrado de la imploración por la paz y no deje de subir al cielo el incienso de las oraciones, junto con el sacrificio del Cuerpo y Sangre de Cristo.

Os pido que sigáis sosteniendo mi ministerio petrino universal con la fuerza de vuestra oración incesante. Sí, con la oración, en la que se revela un aspecto peculiar del perfil mariano de la Iglesia. En efecto, sois en la Iglesia un «icono» particular del misterio de María, según las palabras de Francisco dirigidas a Clara y a sus hermanas.

Estas son las cosas que quería deciros hoy. Tal vez son demasiadas. Este mensaje se podía y se debía abreviar. Vosotras lo sabéis todo. Al final, junto con vuestro obispo, los cardenales y los monseñores que me acompañan, quiero ofreceros una bendición. Es una bendición desinteresada, pero también un poco interesada, sabiendo que pedís la bendición y en cambio oráis, ayunáis mucho más que el Papa, mucho más que todos nosotros. Me alegra mucho esta visita a la tumba de san Francisco y también al santuario de su hermana espiritual, santa Clara. Me alegra encontrarme con vosotras, ver que tenéis vocaciones. Se ven estos velos blancos y los rostros muy juveniles. Os deseo que tengáis siempre vocaciones, porque tenemos necesidad de este ejército armado de la oración, el sacrificio, la pobreza, la humildad, la obediencia y el amor.

Como santa Clara, «por inspiración divina, os habéis hecho hijas y esclavas del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio» (FVCl 1). Sed imagen de María en su intercesión continua y ferviente. «María -nos recuerda el Catecismo de la Iglesia católica- es la orante perfecta, figura de la Iglesia. Cuando le rezamos, nos adherimos con ella al designio del Padre, que envía a su Hijo para salvar a todos los hombres... Podemos orar con ella y a ella. La oración de la Iglesia está sostenida por la oración de María. La Iglesia se une a María en la esperanza» (n. 2.679). ¡Sí! También en esta circunstancia nuestra oración y nuestra esperanza de paz están sostenidas por María, Regina pacis, Spes nostra!

Os acompañe mi bendición, que imparto de corazón a todas las monjas de clausura unidas espiritualmente a vosotras.

.