DIRECTORIO FRANCISCANO
Santa Clara de Asís

CLARA, PARADIGMA DEL ENCUENTRO

por José Antonio Merino, o.f.m.

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Quizá alguno o algunos se pregunten, ¿cómo compaginar las virtudes de una mujer cristiana del medievo con las virtudes de la moderna sociedad laica? A esto se puede responder con aquel dicho latino: Homo sum, nihil humani a me alienum puto («Soy hombre, nada de lo humano me es ajeno»). Y que Miguel de Unamuno, en el Sentimiento trágico de la vida, corregía diciendo: «Ningún hombre me es ajeno.» Y que en la sociedad actual, impulsada por el feminismo, se debería decir: «Ningún hombre y ninguna mujer me es ajeno.»

Clara de Asís, mujer singular del siglo XIII, pertenece a esa especie humana que a nadie puede dejar indiferente. Además, los santos, por una parte, y los artistas, por otra, representan las antenas más altas de la especie humana. Por consiguiente, nos encontramos frente a una antena privilegiada que transmite mensajes propios y humanizantes para todos aquellos que sintonicen con sus virtudes humanas, cristianas y franciscanas. Los santos tienen la intuición genial para detectar lo absoluto y lo esencial del vivir. Abren caminos insospechados porque son audaces del riesgo y poseen el coraje de la aventura y de la creatividad.

Clara vivió la vida de tal modo que puede ofrecer a los hombres y mujeres categorías universales porque vivió lo concreto con validez universal. No pretendo aquí transformar la anécdota en categoría, sino subrayar aquello que hay de categoría en el mundo aparentemente anecdótico de Clara.

No es fácil en el mundo nuestro realizar y vivir el encuentro, aunque la vida está compuesta de encuentros permanentes, porque el hombre y la mujer modernos llevan tantas máscaras que encubren su verdadero rostro como tal hombre o tal mujer. La máscara forma parte de nuestra cultura que proclama tanto la sinceridad y la transparencia. Ya Descartes, en sus Reflexiones privadas, decía de sí mismo: «avanzo enmascarado». En el número 5 de estas Reflexiones escribe: «Las ciencias, hoy, tienen máscara». El filósofo de las «ideas claras y distintas» lleva consigo una enorme máscara que la encubre bajo una impresionante ironía. Nietzsche repite que los espíritus profundos llevan la máscara, y los personajes sartrianos lo mismo que aquellos de gran parte de la literatura actual juegan con la máscara no sólo como recurso literario sino además como expresión de forma de vida. La cultura actual está llena de máscaras que ha creado el movimiento cultural de la sospecha, de la desconfianza y de la distancia.

Sin embargo, Clara no poseía una voluntad de sospecha ni de desconfianza sino una voluntad de encuentro, de acogida, de escucha, de confianza y de servicio. Acercarse a Clara es ponerse en contacto con una personalidad singular, llena de misterio, de fascinación y de transparencia. Acercarse a Clara es encontrarse con un ideal humano y cristiano difícil de imitar. A la santa de Asís puede aplicarse lo que Manselli escribía de Francisco, que «tenía el don supremo de la simpatía instintiva» (1); y, como él, ella es una de las personalidades más originales y radicales que ha ofrecido la historia humana. Alma santa y genial que vivió la utopía del evangelio como forma prodigiosa de la vida cotidiana. Espíritu anticonformista que se enfrentó a las formas habituales de vivir de su tiempo y se encaminó hacia la excepción.

Sabatier, en su Vida de S. Francisco, habla a propósito de Clara de «aquella exaltación hecha toda de candor y delicadeza que es la vida de las mujeres». Clara de Asís no pertenece a ese tipo de seres humanos que practican la transgresión como expresión de su originalidad artificial, sino a esa raza humana que practica la ascesis como medio privilegiado hacia la gran libertad. Clara no vive en una paz engañosa sino en actitud agresiva contra la duda, el engaño y lo trivial, provocando su propia originalidad.

Clara de Asís patentiza que la vida religiosa se encuentra en una fuerte tensión dialéctica con relación a la cultura, ya que vive entre la continuidad y la ruptura de la misma, al mismo tiempo que siente la necesidad de crear otras condiciones nuevas de ser, de expresarse y de convivir. El religioso/a auténtico se adapta sólo en parte a la cultura vigente, pues frecuentemente esta cultura es expresión de lo excesivamente humano y de los egoísmos razonables y confortables.

Los grandes promotores de la vida religiosa, como Clara, siempre fueron testigos excepcionales de esa gran revolución del corazón que se traduce en el modo humano y entrañable de tratar todos los seres humanos y naturales con ternura y simpatía, con respeto y espíritu de finura y de escucha porque todos los seres creados tienen su propio valor, su propio mensaje y su propia significación como igualmente su propia palabra, que es necesario escuchar y descubrir.

Clara de Asís fue capaz de encuentros verdaderos, profundos y humanizantes porque fue libre, fue transfigurada, fue capaz de escuchar, de mirar la realidad con ojos nuevos y transparentes y fue capaz de participar y de celebrar.

Clara es la otra parte del otro, es decir, de Francisco, hijos naturales de Asís, «la patria chica que ha visto nacer y desarrollar la biografía excepcional de dos personajes, Francisco y Clara, que han creado historia y fueron y siguen siendo paradigmas de comportamiento para muchos hombres y mujeres de su tiempo y de nuestro tiempo, porque sus personas y sus vidas encarnaron e hicieron creíble una utopía que parecía imposible.

»Francisco representa la palabra, Clara el silencio; Francisco vive la acción, Clara la contemplación; Francisco se convierte en mensaje de paz, Clara en fermento de unidad; Francisco es la transparencia, Clara la luz; Francisco patentiza el ánimus creador, Clara el ánima fecunda; Francisco es el gran especialista de Dios, Clara es el testimonio alegre de “lo único necesario”. Dos personajes, dos vidas, dos biografías que se han encontrado en un mismo destino: hacer demostrable la utopía difícil pero posible del ánimus y del ánima vinculados con la fuerza de Dios y la luz del evangelio de Jesucristo. Francisco y Clara, hijos biológicos de una ciudad. Entre el Asís de antes y el de después de Francisco y de Clara hay una gran ruptura, hay un cambio de rumbo histórico; hay un alma distinta, una nueva subjetividad y un nuevo horizonte espiritual» (2).

Clara, muchacha noble y rica de familia, se convirtió en mujer libre y luminosa por propia voluntad y decisión personal y como consecuencia de ininterrumpidos encuentros profundos consigo misma, con Francisco, con Dios, con su propia familia, con sus hermanas, con la Iglesia, con sus conciudadanos y con los hermanos y hermanas de religión. La santa de Asís pertenece de lleno al universo simbólico del franciscanismo que es, al mismo tiempo, mental- intelectivo, afectivo-psicológico, real-participativo y operativo-existencial. Es decir, ella pertenece de lleno a la estructura vital y arquitectónica del franciscanismo en cuanto movimiento evangélico y forma de vida.

Clara es una especialista del encuentro porque previamente se dejó encontrar y se abrió a las posibilidades ilimitadas que el ser humano anida en sí. El encuentro con Francisco le hizo comprender que ella misma había sido elegida por el mismo Dios, cuyo «poder es más fuerte, su generosidad más alta, su aspecto más hermoso, su amor más suave, y todo su porte más elegante» (3).

Cuando en la noche del Domingo de Ramos de 1212, a sus 19 años, abandona la casa paterna y va a la iglesita de Santa María de los Ángeles, con la complicidad de Francisco, se puso en la dinámica del encuentro con el amor transformador de Dios y se puso en marcha hacia el camino de la excepción. Su corazón fue iluminado por la luz de Francisco, el cual —dice Clara— «era columna nuestra, nuestro único consuelo después de Dios, y nuestra firmeza» (4). De este modo se encontró existencialmente con Jesucristo y, como después escribiría a Inés de Praga: «Amándole, sois casta; abrazándole, os haréis más pura; aceptándolo, sois virgen» (5). Ella misma quedó marcada tan fuertemente por aquellos encuentros que se convirtió en una mujer amable y acogedora hasta ser llamada «el último refugio de las atribuladas» (6). Este deseo de salir al encuentro desde la caridad, la cortesía y el respeto lo transformó en precepto al ordenar que la abadesa debe demostrar «una familiaridad grande» con todas las hermanas (7); al mismo tiempo que manda que todas las hermanas salgan al encuentro de los más necesitados y deben ser «cooperadoras del mismo Dios y sostenedoras de los miembros vacilantes de su Cuerpo inefable» (8). Concluyendo en el Testamento con el gran precepto del amor cristiano: «Amándoos mutuamente con la caridad de Cristo, mostrad exteriormente por las obras el amor que interiormente os alienta, a fin de que, estimuladas las hermanas con este ejemplo, crezcan siempre en el amor y en la caridad recíproca» (9).

Así como la experiencia externa y la experiencia interna se realizan, se potencian y se agrandan en contacto con sus objetos referenciales a través de múltiples y prolongados encuentros, igualmente la experiencia religiosa se engendra, se nutre y se refuerza a través de encuentros repetidos con el objeto o sujeto de la fe. En Clara de Asís la experiencia religiosa se va ensanchando y profundizando de un modo gradual y progresivo gracias a infinidad de encuentros que la abren nuevos horizontes y la invitan siempre a ir más allá, a la búsqueda de un infinito anhelado, sentido y vivido, pero aún no alcanzado. Esta tensión ininterrumpida de ir siempre más allá da a toda la biografía de Clara un dinamismo y una sorpresa desconcertantes e inéditos que hacen que su vida se presente llena no sólo de hermosura, de luz, de cortesía y de humanidad, sino también llena de infinitas posibilidades. Y todo este repertorio de posibilidades humanas va apareciendo, y a veces desapareciendo, a través de los más variados encuentros que la vida la deparaba.

Es necesario subrayar que la conversión o cambio radical de Clara no se realiza desde una confrontación de ideas, de programas y de proyectos sino desde el encuentro con un tú. En primer lugar, se ha sentido en su interior buscada y mirada por el Tú divino; después, en los momentos de crisis y de búsqueda de futuro, de lucha y de zozobra la vemos en referencia a otros hasta culminar en el encuentro privilegiado con Francisco que la condicionó en toda su biografía humana y espiritual. Y desde este encuentro privilegiado salió de sí para encontrarse con las hermanas desde una nueva dimensión de libertad y de persona redimida por la gracia y la gratuidad.

En Clara predominan la disponibilidad, el enfrentamiento y la decisión radical de ser coherente hasta las últimas consecuencias. A través del encuentro con los valores del evangelio renuncia a familia, posesiones, posibilidades humanas y hasta un futuro halagador de familia, para ponerse en la perspectiva de la sorpresa de la fe, que nunca defrauda. Ella vivió intensamente el encuentro con un Dios vivo y comunicativo, que siempre exige más. Ella no fue una fugitiva que huye porque tiene miedo de algo o de alguien. Tampoco fue una aventurera romántica que tiene la pasión por la aventura de lo desconocido, de lo nuevo, de la sorpresa. Tampoco fue una errante, que no la importaba saber de dónde viene y a dónde va. Clara fue adquiriendo gradualmente una gran lucidez interior gracias a la cual sabía de dónde venía y a dónde iba, y cuál era el camino que tenía que recorrer. No sólo tenía lucidez mental sino además coraje existencial para desarraigarse de las raíces paralizantes, para superar los obstáculos naturales y artificiales a todo camino difícil y arriesgado, lanzándose a un futuro prometido pero no garantizado.

Clara practicó prodigiosamente la categoría del encuentro porque descubrió, vivió y celebró la gratuidad del sacramento de la vida y de la creación.

El encuentro, como dimensión relacional antropológica, está íntimamente vinculado a la categoría de presencia. «Hay una experiencia inicial que está implicada en todos los otros y que da a cada uno de ellos su gravedad y su profundidad, dice L. Lavelle: es la experiencia de la presencia del ser. Reconocer esta presencia, es reconocer de un golpe la participación del yo en el ser» (10). Ahora bien, es muy difícil sintonizar con la presencia del ser y del otro si hay complicidad mental en proyecciones neutralizantes. Es necesario siempre una cierta inocencia y un espíritu libre de interés y de preocupaciones ofuscantes. El concepto de presencia está íntimamente unido al de interioridad, del que depende. Desde que Clara se sintió habitada y se hizo consciente de esta presencia del Tú absoluto, le fue fácil descubrir la presencia total en los pobres, en los clérigos, en los ricos, en los ignorantes, en los sabios, en todos los seres de la creación y en los mismos acontecimientos de la historia humana. Su encontrarse-con jamás pudo terminar en violencia, en resistencia o en rechazo, sino en acogida, en escucha y en comunión. Su apertura a todos los seres se fundamentaba en su propia experiencia vivida de la paternidad universal de un Dios que es amor y es gratuidad. Por eso su vida se transformó en transparencia comunicativa y en acción de gracias.

Clara vivió de modo excepcional esa categoría antropológica de la relación, tan característica de la vida y del pensamiento franciscanos. Fue una mujer no solamente consagrada a Dios sino además siempre abierta a los otros sin prejuicios discriminatorios y racistas. Acogía a Dios, a Francisco, a la Iglesia, a los hermanos, a las hermanas, a los necesitados e incluso a la misma naturaleza con espíritu magnánimo, servicial y comunicativo porque no tenía espíritu refractario sino acogedor. Desde ese gran espíritu abierto sabía mirar toda la realidad con ojos sanos y buenos. No es fácil saber ver cuando no se lleva la luz en la propia interioridad y no se ha purificado la raíz de la mirada, viciada frecuentemente por el egoísmo y el interés.

Clara se encontraba y se comunicaba con los seres humanos y naturales no sólo a través de la mirada, mediante la cual proyectaba su espíritu, sino que se acercaba a todos los seres con respeto escuchando la palabra o el grito de cada uno en su propia individualidad. Era una mujer singular que tomaba en serio la realidad, por insignificante que fuera, y le daba crédito, es decir, la aceptaba en sus limitadas dimensiones, siendo sumamente cortés con todos. Clara era mujer contemplativa no sólo en la dimensión mística sino también en la dimensión vivida de la vida cotidiana. Supo traducir, como Francisco, las virtudes teologales en clave humanística y existencial, que animaban y sostenían los más diversos encuentros interpersonales de la vida cotidiana.

En la fenomenología del encuentro de la santa de Asís se nos revela la transfiguración de su propia personalidad. Clara de nombre, luchando contra las opacidades y oscuridades que cada ser humano lleva en sí y se manifiestan en la ambigüedad personal, se transformó en mujer luz y en semáforo luminoso de trascendencia. Fue una mujer llena de transparencia que luchó contra las perfidias del equívoco y del autoengaño. Nunca quiso engañarse ni engañar a los demás. Su voluntad de transparencia se manifiesta en la imagen del espejo que tanta importancia tiene en sus reducidos escritos. Dice abiertamente en su Testamento: «Pues el mismo Señor nos puso a nosotras como modelo para ejemplo y espejo no sólo ante los extraños, sino también ante nuestras hermanas, que fueron llamadas por el Señor a nuestra vocación, con el fin de que ellas a su vez sean espejo y ejemplo para los que viven en el mundo. Así, pues, ya que el Señor nos ha llamado a cosas tan grandes que en nosotras se pueden mirar aquellas que son ejemplo y espejo para los demás» (11).

Espejo, espejear, modelo, ejemplificar, imagen, imitar, etc., son sustantivos y verbos que se repiten incesantemente en sus escritos como actitud humana de la clarisa frente al tú, al otro y a la comunidad. A este propósito escribe a Inés de Praga: «Fija tu mente en el espejo de la eternidad, fija tu alma en el esplendor de la gloria, fija tu corazón en la figura de la divina sustancia, y transfórmate toda entera, por la contemplación, en imagen de su divinidad» (12). «Ahora bien, en este espejo resplandecen la bienaventurada pobreza, la santa humildad y la inefable caridad, como lo podrás contemplar en todo el espejo» (13). «Y en el centro del espejo considera la humildad: a lo menos, la bienaventurada pobreza, los múltiples trabajos y penalidades que soportó por la redención del género humano» (14).

La luz, el esplendor, la imagen viva, la luminosidad y la transparencia son expresiones manifiestas y aplicaciones prácticas de la metafísica de la luz tan importante en la escuela franciscana. La luz no es simple metáfora sino la expresión de la verdad que se manifiesta en transparencia luminosa en lo interior y en claridad de vida en lo exterior. De este modo la ambigüedad propia del encuentro humano se transforma en lenguaje comprensible y reconocible.

Si Clara llegó a ser luz es porque previamente superó la oscuridad que la rodeaba; y si consiguió la gran libertad es porque superó las grandes resistencias y venció las incontables dependencias menudas de la vida cotidiana. La libertad humana siempre se ve amenazada porque la persona en su caminar por la existencia no logra desprenderse de su ambigüedad y de no pocos condicionamientos y contradicciones.

La libertad es el gran privilegio de la persona humana, que puede tenerla simplemente como posibilidad de llegar a ser libre o puede lograr realmente ser una persona libre. Sólo se consigue ser persona libre después de un largo proceso de liberación de invisibles y pequeñas esclavitudes que acosan y rodean cotidianamente a cada cual, en su propia situación y circunstancia. El ser humano es un complicado tejido de ser y no ser, de tener y de desprenderse, de apropiación y desapropiación. Toda la vida personal se desenvuelve dialécticamente entre estos dos polos de posesión y de desposesión. Y si la negación de uno mismo es el paso obligado para la propia afirmación, igualmente la verdadera libertad no se logra sin un largo proceso de liberación.

La dialéctica entre el ser y el tener no es simplemente cuestión filosófica y literaria. Incide en lo más profundo del ser personal y del engranaje social. El tener, en cualquiera de las formas que se tome, implica un re-tener, un de-tener, un sos-tener y un entre-tener, es decir, un apropiación, una distracción y una dispersión en donde el ser personal queda disuelto y deformado. Por eso la actitud de Clara ante las cosas y el encuentro con ellas ofrece una pedagogía de liberación y un estilo singular de pasar por el mundo siendo libre sin dejarse atrapar en las redes del espíritu posesivo y de escapar al autoengaño de la seducción de las apariencias. Clara es una noble ciudadana que pertenece a la ciudad del ser y no del tener. Y de su ser original se desprende un tipo de existencia llena de encanto y luminosidad.

En la conquista de la libertad la persona humana se encuentra y se enfrenta con cosas que hay que saber valorar como puras mediaciones en la propia vida. El radicalismo de Clara en la pobreza no proviene de un maniqueísmo ni de un desprestigio de las cosas cuanto de una gran valoración de la libertad. Ella sabía muy bien que quien mucho posee fácilmente es poseído. Por eso su estilo de vida ofrece una ética de la frugalidad y una cultura de la ascesis.

La ascesis practicada desde el gozo y desde las ganas de vivir, no desde la tristeza ni desde el aburrimiento, es la que libera y humaniza realmente. La práctica clariana de la renuncia y de la pobreza, como opción de existencia, es una contestación profética al pragmatismo económico y al espíritu burgués. Acentuando la primacía del ser sobre el tener y el hacer se pone en actitud frontal ante la sociedad consumista y productivística. La pobreza practicada por Clara no era la caída en la miseria ni el ceder al espíritu vago y perezoso. Era la celebración incontenible de la altísima dignidad de la persona humana que ha superado la cosificación y ha encontrado la plenitud de una existencia realizada en Dios, con los otros y tratando sabiamente las cosas creadas.

Una ética de la frugalidad en clave clariana nos invita a reemplazar el deseo desordenado de consumir y de engullir inútilmente. Esa moral de la moderación podrá corregir la deformación espiritual de exigir lo superfluo como derecho de existencia. La frugalidad y la moderación en el uso y en las pretensiones habituales corregirá las formas abusivas del tener y del consumir en favor del ser y del compartir.

Pero Clara se encontró no sólo con Dios, con personas y con cosas, se encontró también con el tiempo interpretado y vivido como gracia y oportunidad de salvación. Vivió como inquieta peregrina del Amor infinito, que es Dios. Vivió la esperanza no sólo con tensión hacia el Infinito sino también como actitud existencial en el encuentro con lo divino, lo humano y lo temporal. Clara, testigo excepcional de la esperanza teologal, supo vivir también la esperanza del otro y de lo otro, que se manifiesta en un dar crédito a la realidad, como puntualiza G. Marcel.

Clara de Asís enseña al hombre moderno que es necesario despojarse de muchas máscaras y resistencias, vestirse de buen humor y de sana ironía, y ser capaces de creer y de confiar en los otros, en todas las creaturas y en Dios, si se quiere realizar el gran encuentro convivencial. Es necesario aprender a orientarse en la vida hacia alguna parte definida, convenciéndose que la existencia auténtica se consigue sólo con la amistad, la acogida y la celebración. Únicamente los redimidos y los salvados pueden redimir y salvar, aunque también las demás personas pueden colaborar en nuestro itinerario existencial. Clara ha ejemplarizado una nueva tipología femenina no bajo la máscara de la seducción petrificante sino de la seducción liberadora y transparente.

Notas:

  1. R. Manselli, San Francesco, Roma 1980, p. 247.
  2. J. A. Merino, Visión fanciscana de la vida cotidiana, Ed. Paulinas 1991, p. 287.
  3. 1 CtaCl 9.
  4. TestCl 38.
  5. 1 CtaCl 8.
  6. RCl 4,12.
  7. Cf. RCl 10,4.
  8. 3 CtaCl 8.
  9. TestCl 59-60.
  10. L. Lavelle, La présence totale, París 1962, p. 27.
  11. TestCl 19-21.
  12. 3 CtaCl 12-13.
  13. 4 CtaCl 18.
  14. 4 CtaCl 22.

[Selecciones de Franciscanismo, vol.XXIV, n. 70 (1995) 86-94]

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