DIRECTORIO FRANCISCANO

San Francisco de Asís


SAN FRANCISCO DE ASÍS
EN LA LITERATURA ESPAÑOLA CONTEMPORÁNEA
(Finales del XIX y principios del XX)

por Vicente González Martín

 

Los estudios de literatura comparada ítalo-española se han dejado casi siempre llevar por la inercia de las vistosas relaciones hispano-italianas durante el Renacimiento, o bien por el influjo de Dante, Petrarca y Boccaccio en nuestra literatura medieval y renacentista. No se ha tenido apenas en cuenta la profunda e incesante simbiosis de pensamiento y de civilización entre ambas culturas. No hay casi ningún trabajo que analice esas relaciones y menos se ha hecho un estudio serio de la presencia de pensadores, escritores e ideas italianos en nuestras letras contemporáneas.

La ciencia española, tan conservadora ella, sólo parece dirigirse hacia lo conocido, porque hay miedo de no conseguir resultados inmediatos. Solamente intuiciones más o menos afortunadas nos permiten avanzar por caminos desacostumbrados y que suelen ser provechosos.

Al hacer mi tesis doctoral, hace ya bastantes años, sobre Unamuno y la cultura italiana[1] pude apreciar la importante recurrencia del nombre de San Francisco en las obras del Rector de Salamanca y en otros escritores cercanos a él. Fue lo que me alertó sobre su posible influjo y presencia en esta época de nuestra literatura. Y en efecto, la figura del pobrecito de Asís, por su valor humano y por lo legendario de su vida, se ha prestado continuamente a la recreación literaria en la segunda mitad del siglo XIX y primera del XX, período al que me ciño en mi artículo.

Así, pues, en este estudio pretendo exponer algunos de los datos más reveladores de esa presencia franciscana, aunque los límites de un trabajo de este tipo no me permiten una tarea más amplia y exhaustiva, sólo posible dentro de los marcos de un libro no pequeño.

Por las páginas siguientes irán pasando, a manera de cuadros e instantáneas aisladas pero con un eje unitario, que es la personalidad de San Francisco, las opiniones y juicios acerca del santo de Asís de los intelectuales más representativos de la literatura española contemporánea.

Emilia Pardo Bazán y San Francisco de Asís:
un encuentro providencial para nuestra literatura

Giotto. San Francisco exhorta a las avesEl encuentro de Emilia Pardo Bazán con San Francisco es uno de los más extraordinarios y provechosos de nuestra literatura contemporánea. La importancia del acercamiento no estriba en la intensidad del hecho mismo con ser éste importante, sino en que la escritora gallega será una especie de guía para muchos intelectuales de su época en el gusto por la estética italiana. Escritores como Menéndez Pelayo, Juan Valera, Unamuno, se verán incitados a aproximarse a la cultura italiana en general, y a San Francisco en particular, gracias al entusiasmo y a la autoridad de doña Emilia.[2] Por esto hemos iniciado con ella este trabajo.

El interés de la condesa de Pardo Bazán por San Francisco tiene su punto álgido a finales de la década de 1870 y comienzos de la siguiente, para a partir de esos momentos ser una de las figuras más citadas y recordadas por nuestra escritora. Las razones de ello son de muy diverso tipo, aunque se pueden individuar cuatro de entre las más importantes.

En primer lugar Pardo Bazán recurre a San Francisco en una época inestable política y religiosamente, para intentar con su apoyo ayudar al fortalecimiento de la iglesia y de la fe católicas, un tanto amenazadas por las doctrinas ultramontanas que llegan a nuestro país.

La atracción que la Edad Media le produce es la segunda causa importante. Sus juicios sobre esta época son casi siempre positivos, coincidiendo así con los románticos y con la mayor parte de los hombres del noventa y ocho. Frente a la confusión y oscuridad con que generalmente se define al medioevo, Pardo Bazán defiende la existencia en la Edad Media de un elemento de unidad suprema: «elemento no material y externo, sino interno, profundo: la idea de Cristo, que a manera de aura vivificante y sutil penetra por todas partes, inspira leyes, costumbres, artes, ciencias; columna de fuego que guía a los pueblos errantes en el desierto de Europa, y los mueve a construir y crear, en vez de sentarse afligidos sobre las ruinas que los cercan».[3]

Es, pues, el elemento cristiano medieval lo que la impulsa a reivindicar este período, especialmente su apogeo: el siglo XIII; época en la que se disipa el terror anterior, surgen las catedrales y pululan los santos.

Por último, su admiración por las órdenes monásticas y por la mística la conducen ineludiblemente hacia el fundador de una de las más gloriosas. La presencia del santo de Asís se manifestará en las obras de la escritora gallega, bien en páginas en las que él o el franciscanismo son el argumento principal, o bien a través de menciones indirectas o de influjo en determinados artículos y relatos.

Entre las primeras destacan su libro San Francisco de Asís (Siglo XIII) en dos volúmenes -ya citado-, la conferencia Los franciscanos y Colón[4] y Santa Clara, virgen y fundadora.[5]

En otras obras como Belcebú[6] o Mi Romería[7] aparecen figuras franciscanas o se habla con frecuencia del santo italiano.

Pero entre todas ellas ocupa un lugar prominente lo que ha venido llamándose su biografía de San Francisco de Asís, aunque no sea tal estrictamente, pues los datos biográficos no son ni mucho menos los más abundantes. Lo inició en el verano de 1879 y, después de una serie de interrupciones, se publicó en 1882. El nacimiento del libro se sitúa entre la publicación de Pascual López (1879), Un viaje de novios (1881) y La tribuna (1883), y, según nos confiesa ella misma, no pudo recorrer los lugares donde transcurre la acción ni rebuscar en bibliotecas como convenía a un trabajo de erudición. De todas maneras Pardo Bazán está convencida de que San Francisco no puede ser un tema de erudición sino de sentimiento y fe; de ahí que sea un libro cuajado de subjetividad, a pesar de los numerosos datos.

Marcelino Menéndez Pelayo, en el hermoso prólogo que escribió en julio de 1885 para la segunda edición de la obra,[8] considera a ésta como «uno de los libros más bellos de la literatura castellana»; señala como fuentes cercanas a los biógrafos directos de San Francisco, las crónicas franciscanas y, sobre todo, las obras de Montalembert, Santa Isabel de Hungría, y de Ozanam, Poetas franciscanos, y pone de relieve la precisión, «el orden lúcido, la exposición clarísima, la constante brillantez y animación, el movimiento y efervescencia de ideas, la ebullición de afectos, el conocimiento de todas las cosas, el sentido de todo lo poético que hay en el fondo de los rasgos históricos».

Es, por tanto, para Marcelino Menéndez Pelayo, un libro idealista y místico, un gran esfuerzo y una gran obra, surgida de lo mejor del espíritu de la escritora gallega.

Verdaderamente no se aleja ni un ápice de la pureza del dogma católico y de «la sana moral», como indicará el Padre Fidel Fita, uno de los censores, está elaborado con una metodología rigurosa comparatista e histórica, con amenidad y erudición.

Posiblemente sus fallos sean el excesivo detallismo, al recoger todo tipo de datos y anécdotas de la vida del Santo muchas veces sin contrastar su veracidad, y las demasiado amplias panorámicas del ambiente histórico, espiritual, artístico, etc., en el que se desarrollan los hechos centrales de la narración.

A mi entender, el volumen segundo, dedicado a aspectos no puramente biográficos como son la creación de la Orden Tercera, la indulgencia de las rosas, San Francisco y la mujer, San Francisco y la naturaleza, la pobreza franciscana y las herejías comunistas, la inspiración franciscana en las artes y en la ciencia, los filósofos franciscanos y, especialmente, San Francisco y la poesía, constituyen los capítulos más sabrosos y originales de la obra.

Los objetivos buscados por Emilia Pardo Bazán coinciden con los valores que se han señalado al libro: fijar la atención en la España «impía» del 1879-1882, resaltar los méritos de las órdenes religiosas y servir con él «a la religión, a la literatura y al honor de su débil sexo», como afirma el Obispo de Lugo.[9]

Todas estas características hicieron que la obra fuera una de las más apreciadas por la crítica y por la propia autora, quien en 1892 la recuerda como prenda de su devoción, a la vez mística y humana, al Santo de Asís.[10]

Su visión de San Francisco es total; es decir, abarca todos los aspectos de su personalidad, de su vida y de su obra, aunque también es unilateral, en el sentido de que es siempre ensalzadora.

La descripción física es exhaustiva, basándose para ella en los datos de los cronistas y en las pinturas. Le merece particular atención la cabeza y, sobre todo, la configuración del cráneo, que ella clasifica como braquicéfalo -más ancho que prolongado-, e incluso aventura que pueda pertenecer a la raza etrusca.[11] Del análisis del cráneo -de tamaño desmesurado y perfecto, nos dirá- deduce rasgos del temperamento de San Francisco como son su ardor meridional, su candidez infantil, su inteligencia, la sumisión de los instintos sensuales al espíritu. He aquí algunos rasgos de su descripción física:

«el ángulo facial es recto y noble, la boca respira candor y benevolencia; la nariz, levemente aguileña y prolongada, completa el carácter meditabundo y abierto a la vez del semblante. Los ojos son un portento de santidad...

... la mirada es transparente y profunda como el agua.

...Sus líneas sobrias e incorrectas patentizan el alma, con la misma elocuencia con que las notas de la música encarnan lo inmaterial del sentimiento».[12]

Los epítetos que le dedica son todos profundamente admirativos: espíritu democrático, Serafín de Asís, crucificado moral, poeta soberano, gran genio innovador, Colón del mundo psíquico, primer misionero, sucesor directo de los apóstoles, inspirado de Dios..., e indican algunos de los rasgos espirituales que más le interesan del santo italiano. Incluso su juventud es vista positivamente.

Para ella San Francisco es copia, trasunto fiel de Jesucristo, esencialmente por su vida ejemplar en la que la pobreza y el amor ocupan lugares destacados.

Otros dos rasgos sobresalen también de la personalidad de San Francisco: su amor a la naturaleza y su capacidad de arrastrar la sensibilidad femenina.

Pardo Bazán dedica un capítulo, en el volumen segundo de su biografía, a lo que ella llama «afectuosa comunicación franciscana con la naturaleza». Quiere con este apartado romper el prejuicio de que la Edad Media aborrecía a la naturaleza, siendo el cristianismo la causa y origen del desprecio a ésta.[13] Como ejemplo de todo lo contrario pone el amor total de San Francisco a la naturaleza incluso en sus manifestaciones más insignificantes.

Son ampliamente conocidos los trabajos de doña Emilia en torno a la mujer y su preocupación por la redención intelectual de ésta. Por eso no es extraño que en primerísimo lugar ponga de manifiesto el influjo de San Francisco en las mujeres, en quienes halló siempre simpatía y acogida, y, especialmente, en Santa Clara. A ésta dedica doña Emilia encendidas páginas de admiración, tanto en el capítulo titulado «San Francisco y las mujeres» de su biografía, como en el artículo Santa Clara, virgen y fundadora, ya citado.

Son muchos y variados los valores que Pardo Bazán encuentra en San Francisco. Lo califica de precursor de la moderna democracia en tanto en cuanto es un profeta social y su espíritu es democrático puramente afectivo, lleno de amor y caridad hacia todos los seres. Lo sitúa en la cima de la Edad Media por su fe profunda, su esperanza sin límites, por su ardiente caridad, y hace de él la suprema fuente inspiradora de la cultura medieval:

«Así vemos que desde San Francisco todo se transforma, todo se renueva, todo sufre una crisis preparadora de otros tiempos que ya despuntan...

...Y estas metamorfosis son fruto, no de la influencia indirecta, sino de la inmediata acción del Santo. ¿Qué escenas reproduce la nueva falange de pintores? La leyenda franciscana, los desposorios de San Francisco con la dama Pobreza. ¿Dónde se afirma la nueva arquitectura, el templo ojival con su rosa mística y sus aéreas torres? En los conventos franciscanos, en el sepulcro de Asís. ¿Qué cantan los poetas precursores de Dante? Los éxtasis, los milagros del pobrecillo Francisco. ¿Cuándo recobra la naturaleza sus fueros y vuelve a acariciarla el soplo del amor? Cuando Francisco liberta a la tórtola del cautiverio y al cordero del cuchillo, y, nuevo Orfeo, reconcilia a la fiera con el hombre. El verbo que se eleva para maldecir a los tiranos, de boca franciscana sale: los frailes son emisarios del pensamiento patriótico, y, a su voz, Italia adquiere esa conciencia de sí misma que rescata a las naciones».[14]

La admiración de Pardo Bazán por las órdenes monásticas encuentra su máxima expresión al referirse a la Orden Franciscana de la que señala sus más importantes y apreciadas características. Aparte de la pobreza voluntaria y total, califica a la Orden de sobrehumana y altamente social, al mismo tiempo que popular, nacional y democrática. Doña Emilia matiza, sin embargo, que es popular y democrática en sus formas, pero desde el primer momento de su existencia hace norma ineludible el acatamiento a la jerarquía eclesiástica. De ahí la necesidad del carácter güelfo de los franciscanos.

Pone de relieve también la dualidad contemplativa/práctica, que la definen y que le lleva, por una parte, a procurar la «salud espiritual de Europa y del orbe» y, por otra, a procurarse de mitigar el dolor humano.

Consecuencia de esa practicidad son la pasión predicadora y viajera -por eso equipara a los franciscanos con los apóstoles de Cristo- y su aportación al quehacer artístico, filosófico y científico.

Insiste la condesa de Pardo Bazán, en el capítulo dedicado a «la inspiración franciscana en las artes» de su San Francisco de Asís, en la capacidad inspiradora del pensamiento franciscano, sin el cual no cree posible a artistas como Dante, Giotto, Cimabue, Murillo, etc., y sale al paso de aquéllos que se sienten impulsados a considerar el misticismo como escuela de ignorancia:

«El misticismo, al parecer, sencillo y humilde, es realmente el fin de la sabiduría, el más allá de la ciencia...».[15]

Los franciscanos, afirma, nunca despreciaron ni proscribieron los estudios, y para demostrar su cultivo de la filosofía y de la ciencia pone como ejemplo las escuelas medievales de París y Oxford en manos de hombres como Alejandro de Hales, Nicolás de Lira, Macron, San Buenaventura, Escoto, Ockam, Rogelio Bacon, etc. Rasgos de la indagación científica y filosófica de inspiración franciscana, son, según nuestra escritora, el antidogmatismo de escuela y sus objetivos prácticos.

Así, pues, la idea franciscana satisfizo un anhelo, una aspiración latente del cristianismo, y, al mismo tiempo, fue original y nueva por su misma sencillez; fue, como nos dirá: «la última expresión de un ideal, la quintaesencia más sutil y exquisita del misticismo».[16]

Concluyendo, la orden franciscana es vista por Emilia Pardo Bazán siempre desde la misma óptica admirativa, rehuyendo el plantearse algún tipo de crítica o reparo a su actividad.[17]

La presencia de San Francisco en la escritora gallega se completa con los exhaustivos comentarios y juicios que nos hace de la actividad poética franciscana y de su influjo en la poesía posterior.

El santo de Asís es visto como un poeta soberano que, junto a su discípulo Jacopone da Todi, aprovecha el primer florecimiento del lenguaje italiano para cantar «eclipsando a los trovadores»:

«De todas suertes, resulta que San Francisco de Asís fue no solamente poeta, sino señalador de un nuevo rumbo poético, fundador de una escuela fecunda, lozana, destinada a brotar innumerables y floridos retoños. No consideraron la poesía los frailes como los trovadores; donde éstos veían un arte, aquéllos encontraron vehículo para llegar al corazón del pueblo; el trovador versifica sediento de conquistar gloria y aplauso; el fraile de expresar sus temores y esperanzas, sus aspiraciones y creencias, de conmover y corregir: rima sus devotas ternezas, sus altas contemplaciones, sus regalados arrobos, las dramáticas escenas de la pasión, los terrores del infierno, los premios de Paraíso; moraliza, enseña, satiriza, ahonda problemas teológicos, suelta la rienda a sus afectos, y, sin saberlo, funda e impulsa las mejores direcciones de la nueva poesía italiana, desde el realismo dantesco hasta el melancólico lirismo de Petrarca, no exento de sabor místico a despecho de su filiación provenzal».[18]

Las fuentes poéticas que Pardo Bazán señala en San Francisco son las provenzales. Cree en la autenticidad de algunos poemas de éste como el Cantico di Frate Sole, porque refleja exactamente el carácter y el espíritu de su presunto autor. Duda, en cambio, de la atribución a San Francisco de In foco amor mi mise y Amor di caritate.

Del Cántico señala su sencillez, su inspiración sagrada, su religiosidad; de los otros dos poemas resalta las diferencias con Frate Sole: las imágenes atrevidas, subyugadoras de la fantasía, las reminiscencias trovadorescas, la perfección intelectual, el primoroso artificio métrico, etc. Estas diferencias llevan a Pardo Bazán a aceptar la tesis de que la idea original, los materiales básicos corresponden a San Francisco, pero la forma actual pertenece a algún fraile anónimo.

El ejemplo del fundador de la Orden dio lugar al nacimiento de una gran falange de poetas franciscanos, que culminan en Dante, divididos en dos ramas: los latinistas y los escritores en vulgar. Entre ellos ocupan los primeros lugares Tommaso da Celano, San Buenaventura y especialmente y con luz propia Jacopone da Todi.

Esta es, por consiguiente, la visión amplia, sugestiva y ejemplar que Emilia Pardo Bazán tuvo del santo de Asís. Ningún resumen de conjunto mejor encontraremos que las palabras con las que terminan el tomo I de su San Francisco de Asís y que a continuación transcribimos:

«Así se desvaneció la leyenda de la inmortalidad material del cuerpo martirizado del penitente de Asís. Pero su inmortalidad en el corazón humano y en la historia es indestructible. Mientras subsistan los dos sentimientos fundamentales del Evangelio, compasión de los hombres y caridad divina, amor del prójimo y amor de Dios, permanecerá el recuerdo del serafín que vivió y murió abrasado en ambos, y la humanidad seguirá dándole los nombres dulcísimos, prodigándole los amantes requiebros que la Edad Media cantó en su letanía».

Dentro de la generación realista a la que pertenece Pardo Bazán, la presencia de San Francisco varía en intensidad de unos escritores a otro. Mientras que no se detecta huella de él en Clarín, ni en Armando Palacio Valdés y José María de Pereda, en otros como Menéndez Pelayo, Blasco Ibáñez, y en menor medida en Valera, el interés por el «Poverello» vuelve a actuarse.

Marcelino Menéndez y Pelayo y San Francisco

La inmensa erudición de Marcelino Menéndez y Pelayo, el interés por la cultura italiana, la amistad con Emilia Pardo Bazán y su acendrado catolicismo le llevan a acercarse a la figura de San Francisco, aunque casi siempre sea de manera indirecta; es decir, al comentar obras de autores españoles más o menos referentes al santo italiano. Esto no impide que nos dé su juicio personal, calificándole de «soberano poeta en todos los actos de su vida» y alabando el «simpático y penetrante amor suyo a la naturaleza».[19]

Las menciones del «Poverello» se encuentran casi todas en el Prólogo a la segunda edición de «San Francisco de Asís», de Emilia Pardo Bazán,[20] y en el estudio que hace de la poesía religiosa en tiempo de los Reyes Católicos.[21]

Menéndez Pelayo parte de la base de que San Francisco no puede ser un tema de retórica para ningún católico verdadero, para posteriormente irnos mostrando su amplio conocimiento de la bibliografía franciscana y de la personalidad del santo de Asís. Y como características fundamentales de éste señala la asunción de la pobreza total como un acto libre, carente de connotaciones negativas y que conlleva a una actitud -casi infantil- de pureza y regocijo, reflejadas perfectamente en el romance que fray Ambrosio de Montesinos hizo a San Francisco, por encargo del cardenal Cisneros, del que Menéndez Pelayo transcribe los siguientes versos:

«Andábase San Francisco
Por los montes apartado.
...Usaba de duras peñas
Por blanda cama y estrado.
...De espinas y duras guijas
No le defendió el calzado;
Sayal áspero vestía
Junto al cuerpo remendado.
Su oratorio fue el sereno,
El hielo más destemplado;
Y sumirse por la nieve
Desnudo y aprisionado.
...Silencio fue su lenguaje
Y los yermos su poblado;
Entregaba en los zarzales
Su cuerpo muy delicado,
Por tener dentro en la carne
Espíritu libertado...».[22]

La importancia de la influencia franciscana en el arte de los siglos XIII y XIV es aceptada por Menéndez Pelayo, aunque matizando que no es explicable por esa sola fuente, a pesar de que «ésta sea tan pura y tan cristalina como la del serafín de Asís y la del locato Jacopone».

Así, pues, visión impregnada de erudición, pero no exenta de atracción y de comunión espiritual.

Emilio Castelar y San Francisco

Porciúncula Para Emilio Castelar, uno de los fautores más importantes del republicanismo español, el acercamiento a San Francisco y su Orden se realizó a través de una triple vía: la visita física a los parajes en los que se desarrolló primordialmente la actividad franciscana; la lectura de numerosos estudios sobre el Santo, y el conocimiento de las leyendas en torno a la vida del Santo. Con este amplio bagaje y con una simpatía inicial a todo lo que proceda de Italia, Castelar enjuiciará a San Francisco y sus seguidores en un amplio artículo -casi un libro por su extensión- titulado San Francisco y su convento de Asís.[23]

El viaje a Asís lo realizó en 1874 con el catedrático de Letras Clásicas D. Alfredo Adolfo Camús: «compañero en la visita a los claustros y a las Iglesias de Asís, guía ilustre mío en aquel inmortal cenobio que se eleva como la tumba de Cristo en la cima de las edades»,[24] y se desarrolló en un clima de exaltada admiración y de contraposición continua con el también monasterio franciscano de su Elda, donde por primera vez se acercó a San Francisco en su infancia y adolescencia para ganar el jubileo el día de la Virgen de los Angeles. Aquí se le despierta el deseo, oyendo las historias del Santo, de visitar Santa María de los Angeles y el sepulcro del «Poverello» en Asís, del que posteriormente nos dirá que es «lugar bendito y querido, el más sagrado en nuestro culto después del sepulcro de Cristo».[25]

En 1874 visita Asís, pero ya no tiente la fe pura de la infancia y, en su lugar, la razón ocupa el puesto prominente. A pesar de todo Castelar no quiere adoptar la postura de Goethe -admirador de lo pagano de Asís y desdeñador de la figura del Santo-, porque para él el misticismo inocente y puro de San Francisco y Fra Angelico es positivo y no tiene nada que ver con las desviaciones posteriores.

En Asís le interesan las armoniosas proporciones de Santa María de los Angeles y se conmueve en la Porciúncula, a la que llama «pobre choza de oración». Lo mismo le sucede ante la tumba de San Francisco:

«De todas suertes, profanado o no, afeado o no, es uno de los monumentos más gloriosos que hay en el planeta; es una de las piedras que señalan el camino de las edades históricas; es uno de los núcleos donde se han condensado la materia cósmica de las ideas y se ha ido formando este cometa de origen divino y de órbita incalculable que se llama el humano espíritu».[26]

De la personalidad de San Francisco tiene un elevadísimo concepto. Lo equipara repetidamente con Jesucristo por ser el primero en reanudar la tradición puramente evangélica y por su encendido amor a los humanos. Y es este amor la causa también de que sea el fundador de la democracia religiosa, que debía acompañar o preceder a la democracia política con su contribución a la decadencia del espíritu feudal y al nacimiento de los primeros albores del espíritu moderno. Valor esencial de San Francisco, según Castelar, será su ruptura con el cristianismo tradicional para fundar un cristianismo más democrático y más humano,[27] haciendo así que su personalidad histórica se agrandara y se transformara incluso en la conciencia progresiva, en el espíritu democrático y liberal del siglo XIX.

Ese alto concepto se manifiesta repetidamente en sus páginas, de entre las cuales transcribimos el siguiente párrafo revelador de su visión de San Francisco:

«uno de los últimos cristianos, todo fe, todo bondad, todo dulzura; elocuentísimo como un tribuno antiguo, exaltado como un profeta hebreo, austero como un cenobita de la Tebaida; paciente en los infiernos del feudalismo; armado de la palabra cuando todo el mundo se armaba de hierro hasta los dientes; apasionadísimo de la naturaleza y de su hermosura en aquella general crueldad y en aquel desvío por los seres inferiores; poeta místico para quien los mundos forman como una escala que sube a los cielos y los rumores de la creación como un hosanna que alaba eternamente a Dios; dotado de intuiciones sobrenaturales y de visiones proféticas por la compasión que sentía hacia los dolores de todos los desgraciados y por el interés que tomaba en la suerte de todas las criaturas; reformador profundísimo que dedujo el sentido democrático encerrado en las páginas del evangelio y presintió la unión de todas las castas en una igualdad natural; modelo de virtudes efusivas y de caridad ardiente; un redentor en el olvido y en el sacrificio de sí mismo, en el amor a los demás, en la aceptación de todos los dolores y de todas las penas por el bien del hombre y por la gloria del Creador, a lo cual debió que su vida fuera un holocausto como el holocausto de la Cruz, y su muerte una transfiguración como la Transfiguración del Tabor.

En torno suyo gravitan mundos y cielos, ciencias y artes, religión y política, todo el universo moral. Como el sol envía luz, y en la luz calor, y en el calor electricidad, y en la electricidad magnetismo, y en todo vida, la idea envía en sus irradiaciones arte, religión, poesía, todo un mundo y todo un cielo. Y como San Francisco es en sí una de las encarnaciones más bellas de la idea, San Francisco moverá con su aliento desde el ala tímida del corazón de los pequeñuelos, hasta las potentes alas de la fantasía de los artistas y del pensamiento de los sabios».[28]

Las últimas líneas nos introducen en otra faceta destacada de la figura del Santo: el haber servido de modelo para las artes y la poesía. Castelar cree que en Asís se crean las bases del arte moderno, porque allí se encuentran las dos fuentes eternas de toda inspiración: Dios y la libertad, y porque los primeros artistas franciscanos con su maestro a la cabeza reúnen las dos condiciones esenciales del arte: la inspiración espontánea y la naturalidad completa.

Por lo que se refiere a la poesía juzga la función de ésta en la Orden como una especie de superior adoración a Dios, y considera al fundador como un «poeta entusiasta» y popular; conoce su actividad versificadora e incluso los comentarios que hicieron de sus poemas los cronistas de la época y los críticos posteriores, como Giovan Mario Crescimbeni.

Se detiene también con bastante insistencia en los rasgos definitorios de la personalidad legendaria de San Francisco y en los factores que convirtieron su realidad en leyenda. Cree que hay un empeño preestablecido de aproximar la vida del Santo a la de Cristo. Así se le señalan hechos semejantes: un ángel se le aparece a su madre, apóstoles, tiene también un Judas, ve a Dios cara a cara, etc. De todas formas su transformación en leyenda se debe a sus extraordinarias facultades morales e intelectuales, a su elocuencia y, sobre todo, a su efusivo amor.

Como dijimos al comienzo del apartado, conoce una abundante bibliografía sobre San Francisco. Leyó La vita de Tommaso da Celano, La Vita a tribus Sociis, La Legenda major y minor de San Buenaventura, la historia de la Orden franciscana de Ozanam, las Fioretti, etc.

Es la suya, pues, una visión de un pasado sublime donde se transformó la Edad Media «y empezó el espíritu moderno por virtud de la palabra de un penitente, que con su amor impulsó a la tierra en su carrera por el espacio, y acercó a nuestras manos los apartados cielos donde se transfigura la conciencia. Así ha podido el sentido común llamar al pobre penitente de Asís, el Cristo de la Edad Media».[29]

La personalidad humana y social de San Francisco
en Vicente Blasco Ibáñez

Siguiendo los pasos de Emilio Castelar, Vicente Blasco Ibáñez no llega a San Francisco por los mismos caminos que la mayoría de sus compañeros de generación: a través del gusto por la mística y su literatura. Él se acerca al santo italiano en un período de apasionamiento político[30] y con fuertes convicciones laicas y revolucionarias. Como buen escritor realista, da su opinión sobre San Francisco cuando se ha documentado ampliamente, visitando los lugares en los que éste vivió y leyendo obras sobre él y su tiempo, como las de Paul Sabatier Vie de saint François d'Assise. Con estas lecturas sucumbe buena parte de su escepticismo y su mente de «bon vivant» tiene que reconocer que «realmente, San Francisco, estudiado con detenimiento, obsesiona el cerebro más libre de preocupaciones, y únicamente se encuentra en Jesús una figura digna de parangonarse con la suya».[31] La obligada -y habitual en esta época- comparación con Jesús no debe llevarnos a la creencia en un momento de fervor místico del escritor valenciano, pues la equiparación se hace en este caso porque tanto Jesús como San Francisco les interesan por su valor humano. Él cree que los que lograron entrar en la vida del santo eludiendo su santidad son los que mejor dan a conocer su figura.

Sus juicios, por tanto, irán dirigidos a resaltar estas cualidades del hombre Francisco -«uno de los hombres más extraordinarios de la Edad Media», nos dirá- y entre las que destaca su capacidad de hacer activa y positiva su soledad, su amplio sentido de la democracia -«el gran demócrata de la Edad Media», lo llama- y su gran sentido social:

«¡Alma grande y generosa, atormentada a todas horas por la visión de la desigualdad social, de la miseria voluntaria en que gimen la mayor parte de los humanos! Nació en una época que intentaba resolver el más arduo de los problemas por medio de la caridad y de la religión, y fue santo, pretendiendo convencer a los poderosos con el ejemplo del sacrificio. A existir en estos tiempos, en que la humanidad, segura de la ineficacia de la religión, sólo confía en la justicia social, San Francisco hubiera sido un revolucionario, y ¡quién sabe si habría buscado la regeneración en un bautismo universal de fuego!».[32]

Por otra parte, le extraña y le satisface el gran influjo que «el asceta poético» tuvo sobre su época y los siglos sucesivos. Destaca su presencia en Dante, en la pintura y sobre todo en las letras, porque San Francisco -«sublime visionario»- concentra en él toda la mística poesía de la Edad Media y su palabra es un compendio inigualable de posibilidades poéticas; su lenguaje poético va al alma «y tiene todas las dulces inflexiones del ruiseñor que gorjea en las arboledas de las vecinas montañas».

Como vemos hay un gran interés de nuestro millonario novelista por la figura del pobrecito de Asís, incluso por hechos más marginales de su biografía como la rivalidad entre Asís y Perusa, el ingreso de Santa Clara en «la gloriosa legión de los defensores de la miseria», y, sin embargo, las conclusiones que extrae son más bien negativas. Alaba y admira a San Francisco, pero vitupera el ansia de sus sucesores de recibir mitras y capelos de mano de papas que se asustan de las teorías democráticas del Santo, haciendo de su dolor un sacrificio estéril:

«Lo que más me conmueve en estas santas figuras que se sacrificaron combatiendo la desigualdad humana, es lo inútil de su obra.

¡Pobres mártires explotados por sus sucesores y desfigurados por el crédulo vulgo! Sufre Francisco la mayor de las miserias por crear una milicia que combata en favor de los pobres, y sólo consigue dejar sobre su tumba una fábrica de obispos y cardenales. Muere Jesús en el Gólgota por la fraternidad universal, por la igualdad de los humanos, y en nombre suyo devoran miles de seres las hogueras de la Inquisición; los pueblos rebeldes al Pontífice son pasados a cuchillo, y se titulan herederos del Dios de la humildad los que viven entre lanzas y bayonetas, los que son llevados en andas con pompa oriental por el interior del más soberbio de los palacios y presentan al beso de los fieles las puntas de una babucha».[33]

San Francisco y otros escritores del realismo español

Aparte de los escritores ya citados, la figura de San Francisco aparece esporádicamente en otros escritores de esta corriente literaria.

Sin lugar a dudas, el esteticismo un tanto hedonista de Juan Valera no le hacía muy apto para captar la sensibilidad franciscana, aunque en Cartas Americanas,[34] de noviembre de 1899, nos habla de San Francisco como uno de «los mejores santos del Calendario», junto a San Pablo y San Ignacio de Loyola.

En Benito Pérez Galdós sólo hay menciones a través de sus personajes,[35] y en otros, como Leopoldo Alas «Clarín» y Armando Palacio Valdés no aparece su nombre.

La Generación del 98 y San Francisco

Los escritores de este período son en cierta manera hijos espirituales del anterior y en su visión de San Francisco hay bastantes coincidencias. También aquí habrá un interés extraordinario por el santo italiano en hombres como Unamuno y un desinterés total, como en Pío Baroja.



San Francisco en Miguel de Unamuno

 Tabla de la Escuela de Pisa, San Francisco Lo que sigue lo publiqué en mi libro La cultura italiana en Miguel de Unamuno.[36] Lo repito aquí porque su falta desvirtuaría la panorámica de conjunto que pretendo conseguir en este artículo y constituiría una laguna importante en la presencia de San Francisco en el período que estamos estudiando.

Dentro de la amplia variedad del medioevo la mística ocupa un lugar importante en las preferencias de don Miguel. El misticismo es el más genuino representante de un mundo casi sin leyes, en el que todo se subordina al amor de Dios. Su característica más peculiar es la búsqueda incansable de Dios para apropiarse de la totalidad de su ser. Unamuno acepta la religión en cuanto es una fuerza irracional, fuera de cualquier dogma o precepto, y de ahí su acercamiento a la mística y a sus representantes españoles o extranjeros, que a través del sufrimiento y la renuncia se han acercado a Dios.

San Francisco y su ideal encarnan para Unamuno una civilización mejor que la actual:

«San Francisco de Asís o Buda sobre un costal a la luz de la luna representan un grado de civilización mucho más alto que el de unos cuantos caballeretes en casas aireadas y soleadas, bien vestidos, bien calzados, alumbrados por luz eléctrica, etc., etc. El ideal de esta civilización es suprimir el sufrimiento, esto es, el padre de la personalidad».[37]

Frente al misticismo español, austero, militante e individualista, Unamuno dice que el italiano es fruto de la renovación comunal de los siglos X y XII, arraigado en las masas, que soñaban con «ensueños apocalípticos de renovación social, de un reino del Espíritu Santo y del Evangelio eterno».[38] El monje español es sustituido por el fraile, que se salva salvando a los demás, y al comentario intelectualizado del Cantar de los Cantares se le opone el Evangelio y el Apocalipsis.

Mientras el misticismo español es de sumisión y fe, el italiano es de libertad, de pobreza y laico. Y si el primero produce los alambicados autos sacramentales, los sutiles versos de San Juan de la Cruz, los atormentados personajes de Ribera y Zurbarán, el segundo produce el arte popular de las Florecillas, o las pinturas de Fra Angelico, Ghirlandaio y Cimabue.

Define el franciscanismo como «la gran marcha religiosa del siglo XIII», «una internacional, religiosa y laica, especie de estado de conciencia europea, que borró fronteras». Su logro más conseguido es San Francisco de Asís, de raza de comerciantes y alma alegre y trovadoresca, y no aquél, triste y sombrío, en el que se transformó en España o aquél, castellanizado, que pintó el Greco. Su predicación es de amor a la naturaleza y a las criaturas creadas por un Dios misericordioso y no vengador:

«No se encierra en su castillo interior, sino se difunde en la risueña y juvenil campiña, al aire y al sol de Dios. No se cuida apenas de convertir herejes. Su religión es del corazón y de piedad humana. El símbolo religioso italiano son los estigmas de Francisco, señales de crucifixión por redimir a sus prójimos; el castellano, la trasverberación del corazón de Teresa, la saeta del Esposo con que se solazaba a solas».[39]

Otro aspecto de la personalidad del de Asís, que descubre y le hace sentirse congenial con él, es su ansia de fama e inmortalidad. Este, como Nietzsche, Dante, Unamuno y tantos otros, desde el fondo de su humildad quizá añoraba ser Dios o al menos vivir eternamente en la tierra mediante la fama. En varias ocasiones nuestro autor insiste en el hecho de que todos los grandes hombres se han preocupado por lo que de ellos se dijese en la historia, como se preocupó el de Asís: «¡Un día seré adorado por el mundo!, exclamó el Pobrecito de Asís, y sin ese resorte humano, muy humano, y por tanto divino, no hay heroísmo».[40]

El hombre que cantaba: «Laudato sii, mi signore, per sor acqua, la quale è molto utile e humile et pretiosa et casta», tiene, sin lugar a dudas, para don Miguel mucha más razón, su verdad es más verdadera que la de la razón de Spinoza o Spencer.

La vida de San Francisco le interesó grandemente y prueba de esto es que leyó varios libros sobre ella. El primero fue la Vie de Saint François d'Assise, de Pablo Sabatier; el segundo la de Los tres Compañeros; tercera la de Tommaso da Celano y cuarto el del danés Joergersen. Este debió de ser el último y lo acabó de leer aproximadamente en julio de 1909, como declara en cartas a Gilberto Beccari -su traductor al italiano- y a Pere Corominas respectivamente. En la carta a este último hay una interesante noticia que da un giro contrario a la admiración que había sentido por el santo italiano.

«Respecto a la riqueza me parece muy bien lo que usted dice, y es muy justo y muy sugestivo el recuerdo de que Jesús maldijo a la higuera después de pasar hambre. El pobrecito de Asís no habría maldecido así a la hermana higuera. Pero es que acabo de leer la última vida de San Francisco, la del danés Joergersen, y se me va perdiendo el encanto. He descubierto lo que hay de afectado y de falso en S. Francisco. No es un ideal. Como no puede serlo el de la imitación de Cristo para el que se haya empapado en el Evangelio».[41]

y que nos prueba una vez más el desmedido orgullo de un hombre para quien ni la personalidad de Cristo es digna de imitación o la versatilidad de don Miguel saturado de lecturas que en bastantes ocasiones parece aceptar lo último que ha leído para, tras una lectura nueva, abandonarlo a su vez.

Sin embargo, pese a este juicio negativo, posteriormente hay esporádicas citas en las que vuelve a revelarse su estima por el pobrecillo del himno al sol y a todas las creaturas.

Concerniente todavía a San Francisco cabe mencionar la lectura de I Fioretti, que leyó antes de 1909, como él mismo declara en más de una ocasión, y que releyó varias veces con detenimiento.

En su biblioteca de Salamanca hay tres ejemplares. Uno, con anotaciones y subrayados, es I Fioretti del glorioso messere Santo Francesco e de' suoi frati (a cura di G. L. Passerini, 2.ª ed., Sansoni, Firenze, 1903). El libro tiene la siguiente dedicatoria: «A Don Miguel de Unamuno, recuerdo afectuoso de F. Sánchez Rojas -Alba de Tormes, 4-I-1903».

Los otros dos son: I Fioretti di S. Francesco (testo di lingua secondo la lezione adottata dal P. Antonio Cesari, Guigoni, Milano, 1893) y Floretes de Sant Francesch (versió catalana de Joseph Carner, Prolech del R. P. Rupert María de Manresa, Menoret Caputxi, Lluis Gili, Barcelona, 1909).

Junto a la figura de San Francisco hay en la obra de Unamuno un cálido recuerdo para Santa Clara, en la que aquél buscó su apoyo y a la que se unió en el más puro orden espiritual y sin sombra de malicia alguna en místicas bodas, como lo hicieron, siempre según Unamuno, San Francisco de Sales y Santa Juana de Chantal, y Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz.[42]

Jacinto Benavente y San Francisco

La presencia de San Francisco en nuestro premio Nobel se manifiesta solamente en una ocasión y curiosamente en verso. Benavente, dramaturgo por excelencia, siente necesidad de expresar su visión del santo de Asís en un género que no le es habitual, pero que se convierte en esta ocasión en vehículo insuperable para describir el alma abrasada de amor del «Poverello».

El poema dedicado a San Francisco se titula «Francisco de Asís, loquillo del cielo».[43] Lo transcribo a continuación porque es muy poco conocido y porque no ha sido recogido por la estupenda Antología de poetas hispánicos. Homenaje a Francisco de Asís.[44]

«Francisco de Asís, loquillo del Cielo,
triscador como corderillo,
piador como pajarillo;
entre y sobre las zarzas de los caminos
para ti tuvieron rosas todas las espinas.
Copiaste a la letra las llagas de Cristo,
impresor divino.

Cristo abrió sus brazos a la cruz
y con ellos abrió su corazón hasta lo infinito.
Tú cruzaste las manos sobre tu pecho
como para cobijar a todas las criaturas
en tus brazos, como el Cristo Niño.
Si María fue la Virgen Madre,
tú fuiste el padre virgen de Jesús
que también de ti fue nacido.

Francisco de Asís, loquillo del Cielo,
cantando, saltando, jugando,
como van los chicos
sueltos de la escuela,
así fuiste tú a Dios, haciendo novillos
de iglesia y doctrina.
En las iglesias, en las escuelas, en las doctrinas
no caben las almas que el amor abrasa».

San Francisco en otros escritores del 98 y afines

Fuera de Unamuno y Benavente las menciones de San Francisco son menos importantes. Azorín solamente hace en 1920 una alusión a San Francisco por su amor a la naturaleza, comparándolo con la atracción que por ésta sentía Giacomo Leopardi.[45] Eugenio D'Ors en Nuevo glosario[46] afirma que San Francisco elogia la locura y dialoga como Erasmo, y comenta la biografía de Emilia Pardo Bazán.

Ramón Pérez de Ayala y San Francisco

Mucha mayor importancia adquiere San Francisco en la obra de Ramón Pérez de Ayala, quien comprendió perfectamente cuál fue la significación histórica del santo de Asís. Para éste y sus discípulos el mundo es esencialmente bueno y ellos se caracterizan por su seráfico y ardiente amor a la naturaleza. Y este hecho es para Ayala muy significativo, porque anuncia una nueva época opuesta a la cosmovisión medieval -con San Agustín como máximo representante- para la cual la vía que lleva a Dios es sólo la interior, mientras que el mundo exterior es esencialmente malo. Para los hombres de la transición -entre los que destaca San Francisco- la naturaleza empieza a ser aceptada, preconizando ya el Renacimiento.

«Esta coyuntura de los siglos XII y XIII es la aurora de dedos de rosa que anuncia anticipadamente el Renacimiento. San Francisco de Asís, que en su voluptuoso himno al sol, bendice al Señor por haber creado los astros del cielo, los cuatro elementos y los árboles que dan suaves perfumes o bellos frutos. Para él la naturaleza ya no es madriguera de demonios, ya ha sido exorcizada».[47]

Para nuestro autor el mayor mérito de San Francisco radica en haber sido capaz de dignificar la naturaleza, y lo destaca al copiar literalmente unas palabras de G. M. Chesterton, con las que Ayala afirma que el cristianismo hasta San Francisco había sido «antinaturalista» y «antinatural» por derivar hacia el espiritualismo, que el clasicismo «había degenerado en un naturalismo disolvente», y que en este sentido la Edad Media significaba una «purgación», mientras que con el pobrecito de Asís se acaba esa «expiación», al llamar hermano a todo elemento de la naturaleza.[48]

Por otra parte, San Francisco es un vivo representante del amor, su corazón «era un ascua de amor» para quien eran hermanos tanto el cordero como la víbora, el lobo y el cordero. Ayala lo califica de «demagogo a lo divino» y de «trovador enamorado de Dios», equiparándolo en estas dos calificaciones a Clarín así como en la pureza y entusiasmo de su amor a la naturaleza.

Considera la poesía del Santo como poesía propiamente infantil y naciente, que se nos ofrece fluida, tierna, en período de gestación pero no cristalizada en sus últimas estructuras. Es una poesía de exclamaciones infantiles apegada a la tierra, identificada con el paisaje sobrio y preciso de la Umbría.

La figura de San Francisco sigue apareciendo positivamente en las obras de nuestro autor. Así compara a Belarmino con el Santo, pone en boca de sus personajes de La pata de la raposa palabras de San Francisco y le dedica la siguiente poesía en la misma novela:

«EPÍLOGO.- EN EL CIELO

Esta es la gloria de los buenos, el paraíso
donde los animales viven vida inmortal.
Un ámbito entre muros de diamante, con friso
de cometas (porque éstos son la pauta ideal
de los bichos, a causa de su cola divina).
Una pradera, como de plumas de papagayo;
tan blanda y verde es. Una colina
donde Alectryon se empina por fulminar el rayo
de su quiquiriquí a las gloriosas huestes.
Corre, para Calígula, leche tibia en regatos;
y es que la leche otorga emociones celestes
a las bacantes dúctiles y a los dúctiles gatos.
A trechos, de lo verde surge un hueso
mondo y suave como el marfil de Etiopía,
para que en el Sultán juegue el diente travieso,
y el meollo le extraiga, que es de miel y ambrosía.
Y la hormiguita tiene senderitos de plata,
con simientes de oro que ella empuja, de espacio,
a la troje, escondida debajo de una mata
de rosas; hormiguero que parece un palacio.
Y todo es paz, y todo es dulzura y ventura
dentro del paraíso de las bestias sencillas.
Al seno de Dios ha retornado la criatura
y el agua de la nube a la mar sin orillas.
-Ven, Francisco, hijo mío; tu dulce faz asoma
a este jardín dilecto de mi reino infinito.-
Dice Dios. Por encima revuela la paloma.
A su diestra está el hombre, según estaba escrito.
Y Francisco se asoma sobre el fresco recato
inmarcesible, en donde los bichejos están,
y en amor derretido les dice: -¡Hermano gato,
hermano gallo, hermana hormiga, hermano can!-
Y Dios.- Más gratamente resuenan en mis oídos
el murmullo que puebla este dulce jardín
que flauta y lira y cánticos de ángeles y elegidos,
o la voz inflamada que vierte el querubín.
¡Oh, hijos míos, cuajadas de mi propia sustancia,
normas, sendas por donde el mezquino saber
pudo evadirse de la ciudad de la ignorancia!
Pero, los hombres no quisieron entender».[49]

Solamente en dos ocasiones su visión del Santo no es tan positiva, y, sobre todo, en una en la que Ayala afirma que es absurda, inconcebible la virtud como norma social, «porque al punto parecería una sociedad compuesta de Césares Borjas o de Franciscos de Asís».[50]

Junto a San Francisco hay en la obra titulada A. M. D. G. un cálido recuerdo para Santa Caterina de Siena, a quien nos presenta recitando el miserere e implorando al «esposo».

En Ramón Gómez de la Serna aparece alguna citación de San Francisco. En la obra Cartas a las golondrinas encontramos la siguiente cita:

«Me recordáis en esos momentos de alborozo y griterío a aquéllas que un día en que San Francisco de Asís predicaba a la plaza pública metían tan ensordecedor alboroto que los oyentes apenas seguían su sermón, diciéndole entonces el «Pobrecillo»: "Ahora me toca a mí, hermanitas; escuchad la palabra de Dios y estaos calladas y quietas hasta que yo termine"».[51]

En Pombo encontramos otra mención al santo de Asís.[52]

San Francisco en los escritores modernistas

El esteticismo modernista, a caballo entre los siglos XIX y XX, no fue un impedimento para la introducción en él de la sensibilidad franciscana, tan apta para generar poesía. Y precisamente en estos escritores la presencia de San Francisco se detectará en versos llenos de amor y de admiración por el Santo.

Rubén Darío y San Francisco

Segrelles13 El lobo de Gubbio El acercamiento de Rubén Darío a San Francisco es uno de los más emotivos dentro de nuestra literatura contemporánea. No hay en él ninguna elucubración erudita o intelectualista sobre la vida o la actividad del Santo, sino una compenetración sentimental extraordinaria con la sensibilidad franciscana en determinadas épocas de su vida.

En realidad, las alusiones a la figura de San Francisco en la obra de Rubén Darío sólo aparecen desde 1912 hasta su muerte en 1916. Es éste un período duro para el poeta nicaragüense, quien, enfermo de cuerpo y alma, se aferra a la sencilla filosofía franciscana acerca del mundo y de la grandiosa omnipresencia divina. El lenguaje a través del cual nos transmite su visión del pobrecito de Asís es el de los versos de tres poemitas: Maravilla de rubia esfera, Caminos y Los motivos del lobo.[53]

Caminos representa el umbral en el que el intelectual todavía se plantea la agonía entre el sentimiento y la razón. A través de una serie de dualidades Rubén, antes de decidirse a dar el paso que lo aleje de su cosmopolitismo paganizante, coloca en una balanza los pros de las dos vías: la del poder y la del amor. Como máximos representantes del poder sitúa a Nietzsche[54] y a Francisco Pizarro, quienes han obrado, han sido héroes con una voluntad «hecha de acero y oro», conquistadores que en tierra y mar han llevado su esplendor «a matar y a aplastar» hasta lograr subyugar continentes.

La vía del amor, por su parte, está representada por Jesús predicador y, sobre todo, por San Francisco de Asís. Mediante ella, cree Rubén, se llega a ser mártir de su alma:

«Martirizar la vida
con perjuicio del juicio,
y hacerla decidida
para ir al sacrificio»,

y a conquistar el cielo.

No hay, por tanto, elección; Rubén se limita a caracterizar los dos posibles caminos de su vida futura sin atreverse aún a tomar partido por uno u otro.

En Maravilla de rubia esfera Rubén decide ya elegir la vía del amor:

«Por ti te brindo mi calor
y por ti te brindo mi amor
cual el de Francisco de Asís:
mi flor de lis...»,

porque se siente cansado, prevé su muerte no lejana y es consciente de la imposibilidad de la salvación a través del superhombrismo.

Pero el poema más impregnado de sensibilidad franciscana es el titulado Los motivos del lobo. Tomando como base la leyenda contada en I Fioretti del lobo de Gubbio,[55] Rubén elabora su propia historia, cambiando el desenlace final y con ello el sentido global del «exempla», como veremos más adelante.

Los versos de Darío cumplen un triple cometido: a) describir los aspectos configuradores de la leyenda, b) resaltar los rasgos de la personalidad de San Francisco que le interesa y c) extraer una lección de vida de esta narración.

La primera parte del relato coincide con I Fioretti: encuentro de San Francisco con el lobo:

«bestia temerosa, de sangre y de robo
las fauces de furia, los ojos de mal:
el lobo de Gubbio, el terrible lobo»,

su reproche al animal por su fiereza y la justificación de éste:

«...¡Es duro el invierno,
y es horrible el hambre! En el bosque helado
no hallé qué comer; y busqué el ganado,
y a veces comí ganado y pastor».

para terminar aceptando el trato con el Santo. Hasta aquí la leyenda narrada en I Fioretti. Rubén la continúa a su manera, cambiando el desenlace franciscano por uno mucho más pesimista. En efecto, la conversión del lobo en I Fioretti es definitiva, como convenía al amor y confianza que San Francisco tenía incluso en los malos.[56] En Rubén, en cambio, la lección es de un pesimismo desolador. El «homo hominis lupus» de Hobbes se actualiza en Darío, para quien la nobleza y lealtad del animal se contraponen a un mundo en el que en todas las casas

«estaban la Envidia, la Saña, la Ira,
y en todos los rostros ardían las brasas
de odio, de lujuria, de infamia y mentira.
Hermanos a hermanos hacían la guerra,
perdían los débiles, ganaban los malos,
hembra y macho eran como perro y perra,
y un buen día todos me dieron de palos.
Me vieron humilde, lamía las manos
y los pies. Seguía tus sagradas leyes...».

San Francisco -«El varón que tiene corazón de lis,/ alma de querube, lengua celestial,/ el mínimo y dulce Francisco de Asís»- aparece en el poema definido por una triple caracterización: la humildad, la pobreza y la elocuencia, que se corresponden perfectamente con la tipología franciscana clásica y que tanto atrae al Rubén de los últimos años.

Concluyendo, es la visión de Rubén exultante, llena de simpatía por el «varón de tosco sayal», a quien ve como un contrapunto positivo de la vanidad y maldad del mundo contemporáneo, aunque sea sólo eso, un ideal imposible de cumplir en los agoreros comienzos del siglo XX.

Valle Inclán y San Francisco

El inmenso interés de Ramón María del Valle Inclán por la naturaleza, por el mundo campesino enmarcado en un clima del Medioevo -tal y como aparecerá en muchas de sus obras- le llevan a explicarnos el siglo XIII a través de su manifestación espiritual más importante: la mística, y de su más genuino representante: San Francisco.

Desarrollando su teoría de que toda la ciencia mística, como toda la creación estética, es amor y luz, desemboca en el pobrecito de Asís, porque -según Valle Inclán- éste carece de ciencia teológica, pero en su visión del mundo, llena de inocente fragancia, se esconde un gran ideal estético, enraizado en la vida campesina y enigmática del Evangelio. San Francisco, con su humildad, nos da una comprensión de la belleza originaria, primitiva y llena de fragancia de lo inmaculado. El oscurantismo de la Edad Media se transfigura con San Francisco en una renovación del arte y de la visión del mundo. Aquél se hace amable -sobre todo la pintura- y como recién nacido, se llena de emoción, de candor, de familiaridad gozosa.

La religión y la estética sustituirán al fatalismo griego y el terror a la muerte, por un amor gozoso lleno de ángeles cantarines.

Valle Inclán comprende perfectamente la enorme revolución espiritual que San Francisco representa para su época y la dificultad de ser comprendido su sentido inefable de una belleza que no necesita el soporte de las formas sensibles.

En La lámpara maravillosa[57] dedica un apartado a la figura del santo poeta, a quien don Ramón imagina así:

«Yo me represento a Meser Francisco, como le llaman las viejas historias de los conventos, caminando en compañía de Fray León desde Perugia a Santa María de los Angeles: ya cerca del anochecido oyen la campana de un leproso que viene hacia ellos, y entonces Meser Francisco, como por su voto de pobreza no puede hacerle limosna de dineros, lleno de amor le besa en la cara hedionda, y puesto otra vez a caminar le explica a Fray León el sentido de la perfecta alegría. Esta rosa del rosal franciscano tiene el aroma de aquéllas que se abrían en los huertos nazaritas cuando pasaba la sombra de Jesús. Pero la comunión con el espíritu seráfico mendicante estaba reservada a los humildes, y mejor que los teólogos y definidores la tuvieron aquellos legos que en las cocinas de las granjas por donde postulaban referían a modo de cuento ejemplar los milagros y penitencias del Glorioso Señor San Francisco. Estas son las Florecillas que siglos después ponía en escritura Fray Hugolin de Monte Giorgio. El pobrecito de Asís, con total olvido de las razones egoístas y carnales, nos enseña el amor inocente, igual por la oruga que por la estrella. Ama las cosas, no por lo que son para nuestros fines, sino por aquella razón de conciencia que a todas las hace ser distintas y buenas. Unas veces para sí, otras para el ajeno, otras para Dios».

San Francisco lo encorajina a refrenar sus apetitos para poder llegar un día al «gozo de amar las ásperas ortigas como si fuesen verdes y suaves linos» y a la comprensión de «la palabra campesina y enigmática del Hijo».

Pero, al igual que en Rubén Darío, la sensibilidad franciscana aparece más nítidamente en los heptasílabos de su poema Lirio franciscano,[58] que transcribo íntegro a continuación por su brevedad y por ser poco conocido por los lectores:

«El camino aldeano
Ondula entre dos lomas
Mellizas y fragantes,
Como dos arrogantes
Senos, que fuesen pomas.
Las ovejas pacían
En lo alto de las lomas.

Y la tarde en Oriente
Deshojaba una flor
E iba la caravana
Por la senda aldeana
Tan llena de verdor.
¡Y las llagas de sangre
Eran como otra flor!

Racimo de gusanos,
Flor del jardín de Asís,
Que el aire campesino
Deshoja en un camino
¡Divina flor de Lis,
Que con su boca ungía
San Francisco de Asís!

Doliente caravana,
Una tarde en la senda
Vieja y primaveral,
Oirás la celestial
Ave de la leyenda.
Y el Señor Jesucristo
Te besará en la senda.

En un campo de rosas
Tendrás tu cena mística
Al final del camino,
Pan sin acedo y vino
De la viña eucarística,
¡Y en las palmas llagadas
Habrá una rosa mística!

Los pobres tendrán túnicas
De inmaculados linos,
Linos de luz de aurora
Que hila Nuestra Señora
Al pie de los caminos...
¡Y el ruiseñor celeste
Cantará entre los linos!

POL'A MAÑAN CEDO,
LINDO RUISEÑOL,
HAY N'A TUA CANTIGA
ORBALLO DE FROL».

Eduardo Marquina y San Francisco

Sólo aparece San Francisco de Asís en una ocasión en la obra de Marquina, pero su presencia es importante y significativa. Al santo italiano dedicó un amplio poema titulado San Francisco de Asís[59] en el que se condensa toda su apasionada y exuberante visión de éste.

Los objetivos que espera conseguir con su verso es comunicar su fe y sugerir en sus oyentes el deseo de «amar y luchar y esperar... y vivir». Al igual también que Emilia Pardo Bazán no intenta hacer escarceos eruditos ni aportar datos históricos desconocidos; su labor es sorprender la actividad franciscana e intentar demostrar cómo la figura de San Francisco basta para avivar la inspiración del poeta.

Y es esta concepción del Santo como fuente de poesía la que más destaca en el poema. Para Marquina desde el mismo nacimiento del vulgar no hay buen poeta que no haya bebido en la copa franciscana:

«En efecto se anuncia, casi niña, a las gentes
en las simplicidades de fray Jacopone;
Dante Alighieri a su servicio pone
la ternal precisión de sus versos potente,
y, desde Dante, ya tan generosa mana
por el cauce diverso de las venas de Europa,
que no hay casi poeta que no encierre en su copa
una gota de miel franciscana.

Todavía en España, era ayer,
y por el triple río
de las lenguas ibéricas, la dejaron correr
Guerra Junqueiro, el padre Verdaguer
y, a su manera peculiar, Darío».[60]

Como vemos, casi todos los escritores destacan este aspecto del franciscanismo.

De entre las características de San Francisco Marquina se fija especialmente en la pobreza, a través de la cual se llega a la hermandad humana, y en su significación para la visión de la naturaleza. Frente al concepto griego y latino del hombre erigido en patrón y arquetipo de la naturaleza domesticada y pagana, y frente a la lobreguez de la de los primeros cristianos, el pobrecito de Asís resucitó la naturaleza con su alma pura, dándole una nueva realidad:

«Hasta que un día, en Asís de la Umbría,
a la amorosa voz de Jesús que vestía
de claridad las cosas al detenerse en ellas,
respondió, comprendiéndola, otra voz que decía:
"¡Hermano Sol, hermana Luna, hermanas Estrellas!"...
Y fue resucitar la creación lozana,
rezumando otra vez, como en la edad prístina,
alma inocente... Y la voz franciscana
atravesó la corteza latina,
y, ungiéndose la tierra de exaltación divina,
se hizo, de tierra y Dios, la poesía humana» (pág. 830).

La naturaleza se hará poesía y ésta revestirá de pureza a las cosas al nombrarlas, pues la creación es esencialmente un acto nominal. Con San Francisco, según Marquina, se vive la nueva doctrina y se hace la nueva poética.

El «andariego de Dios» -como lo llama nuestro autor- anduvo a la ventura con las únicas armas de su lema «Trabajo, Paz y Amor», genuina fe franciscana que llevó al rompimiento total con la tenebrosidad de la época anterior.

Y nada mejor para terminar este ya largo artículo, inicio de un trabajo más exhaustivo, que transcribir las siguientes palabras de Marquina que compendian estupendamente las virtudes que nuestros literatos supieron apreciar en San Francisco:

«Siete siglos corrieron desde que, en una edad
trabajada de supercherías,
disminuida en las leproserías,
tierna para afrontar la vida y la verdad,
se pronunció Francisco por la Naturaleza,
por la virtud de nuestra carne sana,
por la escueta virtud de la pobreza,
por el poder de la hermandad humana,
por la paz que concilia lo que está dividido,
por el trabajo que mejora el suelo,
por el amor que lleva el espíritu al nido
donde le nacen alas para tender al cielo:
siete siglos, y es hoy, y ha pasado aquel día,
y dictaron doctores y profesaron sabios,
y estas siete palabras de unos humildes labios
con belleza, y salud, y verdad todavía».

J. Segrelles: Cántico del Hermano Sol

NOTAS:

[1] Ha sido publicada por Ediciones de la Universidad de Salamanca, Acta Salmanticensia, 1978.

[2] La condesa de Pardo Bazán es una especie de maestra de la Generación del 98, al igual que Carmen de Burgos, «Colombine», lo será de la de Ramón Gómez de la Serna, Díez Canedo, etc.

[3] Emilia Pardo Bazán, San Francisco de Asís (Siglo XIII), T. I, Librería de Miguel Olamendi, Madrid, 1882, págs. XVIII-XIX.

[4] Conferencia pronunciada el 4 de abril de 1892 en el «Ateneo» de Madrid y publicada por Rivadeneyra, Madrid, 1892.

[5] Obras Completas, T. II, Aguilar, Madrid, 1947, págs. 1825-1827.

[6] O. c., T. I, págs. 1115-1141.

[7] Agustín Avrial, Madrid, 2.ª ed., págs. 110 y 119.

[8] Garnier Hermanos, París, 1886. Puede también leerse en la edición de Estudios y discursos de Crítica histórica y literaria, Obras Completas, Artes Gráficas, Santander, 1941, págs. 27-35.

[9] Carta del Obispo de Lugo a Pardo Bazán, 17 junio 1881, en San Francisco de Asís, cit.

[10] En Los Franciscanos y Colón, cit. En Mi Romería relata su visita al Papa León XIII en 1888, quien le dice: «¡San Francisco de Asís! -me decía- ¡El mayor Santo después de Cristo! Has escrito de él... Sigue escribiendo, escribe siempre, hija querida (cara figlia) Valor, valor... ¡Sigue escribiendo!».

[11] No hay que olvidar que en España se están difundiendo en esa época las teorías de Gall y de Lombroso.

[12] En San Francisco de Asís, cit., págs. 14 y ss. Se basa para su descripción en el retrato de San Francisco hecho por Giunta Pisano.

[13] Es la teoría que Giosué Carducci, poeta admirado y conocido también por Pardo Bazán y todos los hombres de su generación, defiende en su poema Alle fonti del Clitumno (1876) cuando escribe: «E sovra i campi del lavoro umano/ sonanti e i clivi memori d'impero/ fece deserto, ed il deserto disse/ regni di Dio».

[14]Los franciscanos y Colón, cit., pág. 7.

[15]San Francisco de Asís, cit., T. II, pág. 298.

[16]Los franciscanos y Colón, cit.

[17] Es curioso el hecho de que juzgue positivamente la figura del Papa Celestino V, que Dante coloca en el infierno por hacer «il gran rifiuto» por cobardía y al que los hombres del 98, sobre todo Unamuno, consideran un neutro.

[18]San Francisco de Asís, cit., T. II, págs. 399-400.

[19]La poesía mística en España, en «Estudios y Discursos de Crítica histórica y literaria», cit., pág. 83. En este mismo artículo pone en duda la atribución del Cantico di Frate Sole a San Francisco.

[20] Ob. cit., págs. 27-35.

[21] En La poesía religiosa en tiempo de los Reyes Católicos. Capítulo Fray Ambrosio de Montesinos; sus obras; el «Cancionero» de Montesinos; influencia en él de la tradición franciscana y especialmente del Beato Jacopone da Todi», en «Antología de Poetas Líricos Castellanos», o. c., T. III, págs. 61 y ss.

[22] Ibid., pág. 67.

[23] Está incluido en Recuerdos de Italia, Rivadeneyra, Madrid. Consta de dos partes; una publicada en 1876 y la otra en 1884. Hay también una edición de 1872.

[24] Ob. cit., pág. VII.

[25] Ibid., pág. 109.

[26] Ibid., pág. 110.

[27] No hay que olvidar que Emilio Castelar es un republicano liberal, defensor de la igualdad social y de la libertad de los pueblos. Su interesante correspondencia con el líder del Risorgimento italiano Giuseppe Mazzini está totalmente impregnada de estos sentimientos.

[28] Ob. cit., pág. 112-3.

[29] Ibid., págs. 224-5.

[30] Su interés por San Francisco surge con su visita a Asís en 1895. De ella surgen unas páginas tituladas La montaña de fuego, publicadas en su obra En el país del Arte, Obras Completas, T. I, Aguilar, Madrid, 1967, págs. 224-231.

[31] Ob. cit., pág. 227.

[32] Ibid., págs. 227-8. Esta interpretación demasiado subjetivista de Blasco Ibáñez corrobora una línea común en todos nuestros intelectuales contemporáneos respecto a Italia; intentan acercarse siempre a aquellos aspectos con los que se sienten afines, de ahí la falta casi total de crítica.

[33] Ob. cit., pág. 231.

[34] Obras Completas, T. I, Aguilar, Madrid, 1942, pág. 1779.

[35] Es citado San Francisco en El doctor centeno, La incógnita, La loca de la casa, Nazarín, etc.

[36] Ediciones de la Universidad de Salamanca, Acta Salmanticensia, 1978.

[37] Carta de Unamuno a Ernesto A. Guzmán, 8-I-1906, «Boletín del Instituto Nacional Santiago de Chile», años XIV-XV, nn. 34-35-36, agosto-nov. 1949 y mayo 1950.

[38]De mística y humanismo, o. c., T. III, Afrodisio Aguado, Madrid, 1959-1964, pág. 266.

[39] Ibid., pág. 267.

[40] Introducción al libro Simón Bolívar, libertador de la América del Sur por los más grandes escritores americanos, o. c., T. VII, pág. 314.

[41] Carta de Unamuno a Pere Corominas, 24-VII-1909, «Bulletin Hispanique», LXII, Burdeos, 1960, pág. 52.

[42] Tres son las menciones que he podido recoger de Santa Clara. Una, en El padre Jacinto (Agonía del cristianismo), otra en Vida de don Quijote y Sancho (o. c., T. IV, pág. 138), y otra, en el poema que le dedica en su Cancionero (o. c., T. XV, pág. 621). El poema se titula «El pozo de Santa Clara, leyenda sienesa de noche», y es como sigue: «La cara fresca de Santa Clara/ vio Francisco en el lecho de un pozo/ y del agua bebió con su mano/ y al gustar el claror de la cara/ se bañó las entrañas de gozo/ aclarando su senda el Hermano./ Al claro frescor de la luna,/ claridad, caridad,/ La pobreza toda su fortuna,/ claror de la hermandad/, 18-XII-1929».

[43] En Obras Completas, T. X, Aguilar, Madrid, 1956, pág. 955.

[44] Su autor es Jaime Antonio Fernández y ha sido publicada por Editorial Coculsa, Madrid, 1982.

[45] En Fantasías y Devaneos, Obras Completas, T. IV, Aguilar, Madrid, 1954, pág. 75.

[46] Aguilar, Madrid, 1947, págs. 235, 236, 1151, etc.

[47] Ramón Pérez de Ayala, Prólogo a la obra de Juan Díaz Coneja, «Países de reconquista», Espasa Calpe, Madrid, 1925, pág. 48.

[48] Ibid., pág. 48.

[49] Los versos transcritos son el epílogo de cuatro poemas dedicados a Sultán, Alectryon, Calígula y Madama Comino, publicados en La pata de la raposa, Mundo Latino, Madrid, 1923, págs. 45-52.

[50]Las máscaras, I, Renacimiento, Madrid, 1924, pág. 77.

[51] Espasa Calpe, Madrid, 1962, pág. 61.

[52] Obras Completas, T. II, A. H. R., Barcelona, 1956, pág. 40.

[53] En Obras Completas, Afrodisio Aguado, T. V, Madrid, 1953, págs. 140-1, 1440 y 1128 y sigs. respectivamente.

[54] No hay que olvidar que Nietzsche es el teorizador de la idea superhombrística, asumida por D'Annunzio y por casi todos los modernistas.

[55] La historicidad de la leyenda narrada en I Fioretti parece estar sostenida por numerosos documentos de la época, en los que se señala la presencia de lobos hambrientos por la zona. Otros, sin embargo, propugnan una interpretación alegórica.

[56] La interpretación alegórica de la historia equipara al lobo con el malvado, como hace Sabatier, quien nos dice: «Lo que ha facilitado el éxito de este relato, es su verdad moral, su inspiración profundamente franciscana. Según la concepción jurídica del Medioevo el bribón, el lobo y el herético están todos fuera de la ley. Y se les pone fuera de la ley por sus crímenes, por lo que no tienen ningún derecho a lamentarse si no se tiene fe en ellos. Para San Francisco, por el contrario, no solamente se debe justicia también a los malos, sino que además esta justicia debe ser precedida, como si fuera un heraldo suyo, por la cortesía». P. Sabatier, Actus beati Francisci, París, 1902, págs. XII-XIII.

[57] En Obras Completas, T. I, Rivadeneyra, Madrid, 1944, pág. 807.

[58] En Aromas de Leyendas, o. c., cit., T. II, págs. 1844-5.

[59] En realidad es una conferencia en verso. Puede leerse en Obras Completas, T. VI, Aguilar, Madrid, 1944, pág. 821-844.

[60]San Francisco de Asís, cit., pág. 824.

[En Verdad y Vida, vol. XL, núms. 157-158 (1982) 211-241]

 

 


Volver