DIRECTORIO FRANCISCANO
San Francisco de Asís

SAN FRANCISCO, HOMBRE FANTASEADOR

PIERO BARGELLINI

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Cuando Benito esperó, quieto en su Abadía, primero al escudero Rigo y luego al rey Totila, se comportó como «monje».

Cuando Francisco subió el escarpadísimo camino de ronda que llevaba al castillo de Montefeltro, se comportó como «fraile».

Pues las Florecillas, en efecto, nos cuentan:

«En 1224, inspirado por Dios, salió del valle de Spoleto, para ir a la Romaña con fray León, su compañero, y caminando pasó bajo el castillo de Montefeltro, en el cual había entonces un gran convite y recepción con motivo de armarse caballero uno de los condes de Montefeltro. Y cuando San Francisco se enteró de la solemnidad que celebraban y de que había allí muchos gentiles hombres de diversos países, le dijo a fray León: –Vayamos allá arriba, a esa fiesta, porque, con la ayuda de Dios, sacaremos algún provecho espiritual.»

El nombre de monje deriva de monos; que significa uno, único, solo. Y que también significa apartado del mundo y firme en su propia perfección. La vida del monje estaba ligada al monasterio. «De conformidad con la norma de la Regla de San Benito –recordaba y decretaba Alejandro II–, Nos mandamos a los monjes que permanezcan dentro de los muros de sus monasterios. Prohibimos que vayan por pueblos, castillos o ciudades, y queremos que cesen totalmente de predicar al pueblo.»

En cambio, el nombre de fraile significa «hermano». Significa familiaridad con los hombres; comunión y libre circulación entre ellos, y no segregación. Lo que le está prohibido al monje –es decir, el andar por pueblos, castillos y ciudades–, no sólo le está permitido, sino que le es aconsejable, cuando no precisamente impuesto, al fraile, al hermano. «Vayamos allá arriba, a esa fiesta –dice así San Francisco a su fiel León–, porque, con la ayuda de Dios, sacaremos algún provecho espiritual.»

Si en el castillo de Montefeltro no hubiese habido una fiesta, es muy probable que Francisco hubiera pasado de largo. Se detuvo allí, más aún, subió hasta allí, porque ya desde lejos venía oyendo el son de las trompas, las notas de los cantos y el clamor del pueblo.

Del mismo modo y por la misma razón, iba también a los pueblos donde se celebraban las ferias y a las ciudades donde más bullía la vida. Buscaba también la soledad de las Carceri o de la Verna, pero sólo para orar y meditar un momento antes de volver a lanzarse otra vez por los caminos que unían pueblos, aldeas y ciudades; esos pueblos, aldeas y ciudades que habían salido ya del dominio feudal y que ahora estaban regidos por nuevas constituciones civiles, es decir, Municipios libres, en los cuales la «plebe» se había emancipado, para correr en pos de sus propios intereses.

El Abad seguía estando allá arriba, en su abadía, paternal y comprensivo; pero los artesanos de los pueblos y los comerciantes de las ciudades, ya no tenían tiempo de ir a buscarlo. Digamos la verdad: tampoco tenían ya la necesidad de buscarlo.

Corrían ahora tras de las balas de lana y tras de las madejas de seda. Tenían prisa por llegar a los mercados. Contendían en el trabajo, competían en las transacciones. Viajaban velozmente por los caminos más cortos, que dejaban a un lado castillos y abadías.

Llevaban a su espalda una bolsa, más o menos repleta, y por esa bolsa, que querían asegurar, casi se olvidaban de que tenían un alma que habían de salvar.

Francisco había nacido en una de esas ciudades mercantiles. Cuando vio la luz, en Asís, su padre corría tras de las balas de lana, al otro lado de los Alpes. Cuando volvió a casa con la bolsa de las ganancias bien apretadas, no quiso reconocer para su propio hijo el nombre de Juan y le llamó Francisco, es decir, «francés», como el paño que había comprado en los mercados lejanos.

El hijo de Pedro Bernardone llevaba, pues, en su mismo nombre el espíritu mercantil de la época; y, en su sangre, llevaba la fiebre de la ganancia.

Al principio, con la ingenuidad de los jóvenes acomodados, soñó con elevarse hacia un noble pasado. Tuvo la ambición de ser armado caballero; tuvo la aspiración de llegar a ser monje, pero fue arrollado y arrastrado hacia los caminos donde corría la vida y hacia las ciudades, donde se acumulaba la riqueza. Ganar, enriquecerse, gozar. La aspiración de todos iba a ser también la aspiración del hijo, no degenerado, de Pedro Bernardone, el cual nunca había de ir contra la corriente, sino que había de correr, más que cualesquiera otros, hacia la riqueza espiritual de la pobreza, hacia la ganancia del alma y hacia el goce de la perfecta alegría.

Desde sus primeros años, Francisco de Asís manifestó una extraordinaria felicidad inventiva. Rebosaba de imaginación cuando proyectaba fiestas, hasta el punto de que fue elegido Príncipe de la Juventud. Anunció entonces a sus amigos las proezas y los triunfos que había de obtener. Fantaseaba aventuras fuera de lo común. Y en Roma, en la plaza de San Pedro, representó el papel de mendigo, incluso antes de haberse desposado con la pobreza.

Tenía genialidad para el disfraz. Le bastaba con la sugestión de una palabra para transformar en imagen lo que para todos no era más que un sueño.

Una mañana, en una iglesita del campo, se sintió herido por aquel fragmento evangélico que dice: «No llevéis oro ni plata ni cobre en vuestro cinto, ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón» (Mt 10,9).

Salió al aire libre e inmediatamente puso en práctica el consejo evangélico. Se descalzó, se puso un sayal campesino, tiró su cinturón de cuero y, en su lugar, se anudó a los riñones una cuerda. Y es que acababa de ver, con los ojos de su fantasía, lo que significaba aquella transformación y, especialmente, lo que significaba aquel cambio del cinturón de cuero por la cuerda de cáñamo.

Porque en la Edad Media el cinturón de cuero era la parte más importante del traje, tan importante que, cuando Dante quiera alabar la ruda sencillez de los viejos florentinos, dirá que van «ceñidos de cuero y de hueso», aludiendo así a un solo elemento de su vestido: el cinturón de cuero, con su hebilla de hueso.

Los atildados vestidos medievales carecieron de bolsillos interiores, por lo que cada cosa se sujetaba al cinturón por medio de distintas hebillas. Hoy no tenemos idea del gran uso que entonces se hacía de las hebillas. Una multitud de hebillas mantenían unidos los arreos del caballo y las albardas de los mulos. Y, además de la hebilla o «tahalí» mayor, otras hebillas pendían del cinturón de cuero.

Los fabricantes de hebillas formaban una rica corporación: la de los hebilleros, que daban su nombre a calles enteras en las ciudades artesanas.

Por medio de las hebillas colgaban del cinturón de los caballeros y de los soldados las espadas, los puñales y las hachas.

Por medio de las hebillas colgaban del cinturón de los magistrados las llaves y los sellos.

Por medio de las hebillas colgaban del cinturón de los notarios el tintero y el estuche de las plumas.

Por medio de las hebillas colgaban del cinturón de los letrados las tablillas enceradas y los estilos.

Por medio de las hebillas colgaban del cinturón de los artesanos las tenazas y los punzones.

Por medio de las hebillas colgaban del cinturón de los mercaderes las bolsas y las escarcelas.

Y, finalmente, por medio de las hebillas colgaban del cinturón de los cortesanos los guantes, los pañizuelos y otras diversas chucherías.

El cinturón era, pues, el indumento que representaba y sostenía la mundanidad y la riqueza, la autoridad y el poder, la fortuna y la cultura.

Un hombre desceñido era, por tanto, un hombre indefenso e indecoroso.

Y así, cuando Francisco se deshebilló su cinturón de cuero en aquella lejana mañana luminosa, apartó de sí todo objeto superfluo. Vio caer a sus pies todo aquello que, ideal y materialmente, quedaba asegurado por las hebillas en la vida del hombre. Y quedó erguido, libre, despojado, en medio de un círculo en el cual veía, con su fantasía, entremezclados las espadas, los puñales, las llaves, los sellos, los tinteros, las tablillas, los estilos, los guantes, los bolsos y las escarcelas de todo volumen, de toda capacidad y de todo peso.

En cuanto a la cuerda, de la cual no hablaba el Evangelio, era su hallazgo, el signo de su propósito, el dogal de la vanidad y el cilicio del amor propio.

El propósito de Francisco de Asís era recorrer los caminos del mundo con mayor ligereza y agilidad que los demás. Adelantar a todos. Llegar el primero allí donde los demás, cargados de armas, de mercancías y de ambiciones, siempre llegaban tarde.

Los tres votos franciscanos, de obediencia, pobreza y castidad, no eran así pesos que el hijo de Pedro Bernardone echase sobre sus menguadas espaldas y que impusiera a sus compañeros de aventura. Por el contrario, tales votos les volvían más prestos y ligeros a él y a sus seguidores. La obediencia desataba de toda duda; la pobreza liberaba de toda codicia; la castidad descargaba de todo compromiso carnal. Los vicios contrarios a aquellos votos, es decir, la soberbia, la avaricia y la lujuria, eran tres monstruosas hebillas que embridaban al hombre de mundo.

En cambio, Francisco podía recorrer los caminos del mundo como un caballo espoleado y saltar ágilmente fosos y estacadas.

Ya hemos visto cómo se sentía libre para subir a un castillo en plena fiesta. Otra vez, al llegar a una encrucijada, haría que su compañero diera unas vueltas sobre sí mismo, para elegir luego la dirección atinada.

En un mundo lleno de actividad, en una sociedad que fermentaba, Francisco no se echó atrás, ni se quedó a un lado. Entró en el torbellino, mezclóse con los hombres, no quiso estar solo, ser monje, sino fraile, o, lo que es lo mismo, compañero de viaje.

Dio así el ejemplo, en tiempos de libertad, de cómo podía llegarse a ser perfectamente libres; en tiempos de riqueza mostró cómo cabía llegar a ser cumplidamente ricos, e hizo ver, en tiempos de goce, en qué consistía la perfecta alegría.

Y todo esto, no con palabras, sino con hechos. No por medio de amonestaciones, sino por medio de ejemplos. Su fantasía traducía en imágenes vivas incluso los más abstractos conceptos. Francisco hacía tangibles las verdades evangélicas ante los artesanos y ante los comerciantes, para quienes tan sólo tenían valor las cosas tangibles. No discutía; no entraba en disquisiciones; acuñaba su moneda. En medio de un pueblo de analfabetos inteligentes y prácticos, hablaba con el lenguaje de las imágenes.

Por eso arrojó el cinturón de cuero y se ciñó la cuerda de cáñamo. Hizo así, con un solo gesto, que su intención de libertad fuera evidente.

Y ante el pueblo de Asís manifestó su independencia del propio padre, devolviéndole sus vestidos de paño «francés».

Besó al leproso, se desposó con la pobreza, predicó a los pájaros, trató con el lobo; se apoyó un pedazo de madera en el hombro y fingió que tocaba el violín; se fabricó fantoches de nieve para expulsar de sí la tentación de la familia, y cuando se sintió moribundo, hizo que lo pusieran en el suelo.

Parecía como si representase, y, en efecto, representaba el papel de alter Christus, de otro Cristo, pero no para ostentar su virtud, sino para hacerse comprender por la gente importante que encontraba por el camino, que tropezaba en los mercados o a la que visitaba en los castillos.

«¿Qué otra cosa son los siervos de Dios –decía–, sino juglares suyos, que tienen que levantar el corazón de los hombres y que llevarlo hacia la alegría espiritual?»

Pues el corazón de los hombres se halla abrumado con muchos agobios: armas, bolsas, instrumentos de trabajo, competiciones, concupiscencias. El juglar de Dios les ofrece el espectáculo de su alegría, les recuerda que tienen un alma y que ese alma carece de hebillas. Que es una riqueza imperecedera.

El juglar de Dios representaba el Evangelio: y lo representaba a destiempo, dónde y cómo se le ocurría, en un bosque, a lo largo del camino, en medio de una plaza, dentro de un castillo, en un lugar sagrado y, a veces, hasta en el claustro de una Abadía. Los mismos monjes, los elegidos, se quedaban sorprendidos de aquella ingenua representación evangélica que ellos, entre tanta simbología y tanta liturgia, habían olvidado ya.

Era una pura representación evangélica, sin glosa, y apenas si era un anuncio. Pues «anunciaba vicios y virtudes, pena y gloria, con palabras abreviadas».

La naturaleza fantaseadora del juglar de Dios y, al propio tiempo, su intuición didáctica se manifestaron especialmente en la más poética representación ideada en un bosque, es decir, en el «belén» de Greccio.

Para Francisco, Navidad era la fiesta de las fiestas, precisamente porque Dios mismo, con su adorable encarnación, bajaba a la tierra y se hacía hermano de los hombres. Se hacía fraile y no monje. Lo eterno entraba en el tiempo; lo inmóvil tornábase viandante. A partir de la Navidad, todos los caminos iban a ser como el de Emmaús.

El Santo de la humildad se conmovía ante la idea de la infinita humillación de Dios al hacerse hombre. El Santo de la pobreza lloraba ante el pensamiento de la extrema indigencia de Jesús, nacido en un establo. Y, por fin, el Santo de la perfecta alegría se alborozaba ante el recuerdo del Aleluya celestial.

La Navidad era, pues, la fiesta más franciscana del año litúrgico. Porque se celebraban en ella la humildad, la pobreza y la inocencia. Y los tres votos franciscanos brillaban así, con maravilloso fulgor, en el cielo navideño.

«Si yo pudiese hablar con el Emperador –decía Francisco–, querría rogarle que dictase una orden general para que todos aquellos que pudieran hacerlo, derramasen por las calles, en el día de Navidad, trigo y otras simientes, para que en ese día, de tanta solemnidad, los pájaros tuvieran pasto en abundancia.» Lo cual habría sido también un modo de hacer evidente la alegría navideña, comunicándola, al través del alimento, a los habitantes del aire.

Un año en que la Navidad caía en viernes, fray Morico, el cocinero, tuvo la duda de si se comería o no de ayuno en aquel día. Y Francisco le gritó: «Cometerías un pecado, hermano mío, si llamases viernes al día en que nació Jesús. ¡Pues yo querría que en un día como éste comieran carne incluso las paredes y que, si no podían, cuando menos estuvieran untadas de ella por fuera!»

Tan sólo la fantasía de un hombre sobrio y continente, como él, podía imaginar algo parecido.

Por fin, en el invierno de 1223, tuvo la idea de la primera representación sagrada. Mandó llamar al señor de Greccio, Giovanni Velita, y le dijo: «Tengo la idea de volver a evocar a lo vivo el recuerdo de aquel Niño celestial que nació allá lejos, en Belén, y poner así, ante sus ojos y ante mi corazón, las incomodidades de sus necesidades infantiles: verlo yacer precisamente sobre un poco de paja, recostado en un pesebre y calentado por el aliento de un buey y de un borriquillo.»

Y así, en la noche de Navidad de 1223 y en el bosque de Greccio, aconteció la primera representación navideña inventada por San Francisco: el Presepio o «belén».

Un sacerdote celebró la Misa de medianoche sobre un pesebre. Como San Francisco no era sacerdote, sino tan sólo diácono, cantó el Evangelio del Nacimiento y lo explicó al pueblo, que había acudido al bosque de Greccio con antorchas encendidas.

Llamaba a Jesús «el Niño de Belén», y su primer biógrafo cuenta que, al pronunciar estas palabras, parecía un cordero que balase, «de tal modo rebosaba su boca, no ya de voz, sino de dulce afecto». Y cuando nombraba al Niño de Belén, o cuando decía Jesús, se relamía los labios con la lengua, casi como si saborease y deglutiera la dulzura de aquel nombre.

Quizá no haya en toda la historia de San Francisco un episodio más delicado y también más atrevido. La representación de la Natividad pudo haberse convertido en una falsificación. Pero el fantástico instinto de San Francisco se reveló, también en este caso, como de seguro efecto. Pues del «belén» de Greccio, es decir, de la «evocación a lo vivo» de los hechos evangélicos, tomó arranque y derrotero todo el arte nuevo, liberado de las hebillas del simbolismo y de los cinturones hieráticos del bizantinismo.

El milagro de los estigmas vino a sellar, de un modo fuera de lo común, la extraordinaria predicación «por imágenes» adoptada, con maravillosa inventiva, por el Juglar de Dios.

Hasta entonces ningún copiador de Jesús, es decir, ningún Santo, había sido señalado visiblemente con las llagas de la Pasión. Sus corazones y sus almas habían sufrido con Jesús, pero las heridas espirituales de los ascetas y de los místicos nunca habían abierto sus sangrientos labios en su carne macerada.

En las Consideraciones sobre los sagrados estigmas se lee que Francisco oró así en el peñasco de la Verna: «¡Oh, mi Señor Jesucristo, te ruego que, antes de que muera, me concedas dos gracias: la primera que, durante mi vida, sienta en mi alma y en mi cuerpo, cuanto sea posible, aquel dolor que Tú, dulce Señor, soportaste en la hora de tu acerbísima Pasión; la segunda, que sienta en mi corazón, cuanto sea posible, aquel excesivo amor que a Ti te inflamaba para soportar gustosamente tanta pasión por nosotros pecadores.»

Pedía, pues, «sentir en el alma», probar «en el corazón». No podía, ciertamente, pedir una manifestación sensible de aquel sentimiento doloroso y amoroso. Pues semejante señalamiento no entraba en sus posibilidades de Juglar de Dios.

Y el Señor demostró que lo quería secundar hasta en el último acto de su vida. Si no pareciera irreverente, cabría decir que la fantasía del Señor se sometió a la fantasía de San Francisco y que en cierto modo la convalidó, inventando una nueva e insólita manifestación: la de los estigmas, reservados, por primera vez, a aquel que, durante toda su vida, había procurado mostrar, hacer ver, hacer sensible a la Gracia divina.

En el monte de la Verna, Francisco previó ya la voluntad del Señor, y le anunció a León, «ovejita de Dios», cosas nunca vistas hasta entonces: «Dios hará en este monte cosas tan grandes y tan maravillosas que todo el mundo quedará pasmado de ellas; porque Él hará algunas cosas nuevas, que nunca hizo a ninguna criatura de este mundo.»

Esas cosas nuevas, nunca hechas a ninguna criatura de este mundo, fueron los estigmas, a los cuales llama Dante, con expresión bellísima y justísima, «el último sello».

Los estigmas eran, en efecto, el último, claro, evidente, visible, palpable sello de una santidad que había tenido siempre otras tantas claras, evidentes, visibles y palpables manifestaciones.

Y todavía podría decirse, rozando con temblor la paradoja, y no por gusto del escándalo, sino por deseo de claridad, que los estigmas eran un milagro que se entonaba perfectamente con el estilo de Francisco, es decir, que entraba en su tendencia a la manifestación exterior.

Por algo les dio Dante el nombre común y material de «sello». Pues con el sello, los Reyes autentificaban visiblemente sus escritos. Y con los estigmas, el Rey de Reyes autentificaba visiblemente el decreto de la caridad sobre los miembros de su fiel.

Pero los Reyes no eran los únicos que usaban de sellos. También los comerciantes, y en particular los comerciantes de lana, garantizaban la pureza de sus mercancías por medio de sellos.

El Arte o Corporación de los laneros, por ejemplo, no permitía la exportación de sus «torcidas», sino después de tres rigurosos exámenes de los productos. En cada examen los «priores» aplicaban un sello que llevaba la figura del Agnus Dei o Cordero de Dios. Y tan sólo tras el tercero, es decir, después de puesto el último sello, se consideraba auténtica la mercancía y quedaba garantizada por el Arte. Podía entonces entrar en el mercado.

Dante debía conocer bien esta práctica. Cabe creer así que, al usar de la expresión «último sello», se refiriese más a esa práctica mercantil que no a la regia de los Reyes, que sólo sellaban una vez.

Los estigmas constituían así el último sello, tras el cual la santidad de Francisco ya no tenía necesidad de más autentificaciones. La lana del vellón franciscano era la misma del Agnus Dei, la misma del Cordero divino, y el Serafín, de seis resplandecientes alas inflamadas, al grabar las cinco rojas llagas en el penitente de la Verna, ponía verdaderamente de manera visible el último sello a la admirable vida del hijo de un gran comerciante de lana de Asís.

Piero Bargellini, Los santos también son hombres. Madrid, Ediciones Rialp (Col. Patmos, Libros de espiritualidad - 116), 1964; pp. 107-123: San Francisco, hombre fantaseador.

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