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COYUNTURA Y CARISMA EN
FRANCISCO DE ASÍS
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De esta manera quedan superadas las biografías documentales, pietistas o románticas. Digamos, para aclararlo con una imagen gráfica, que Francisco no vivió en tiempo de Carlomagno o de Francisco I, sino muy concretamente en tiempo de san Luis. Este recurso al entorno terrestre ha sido tildado a veces de naturalismo. Tal crítica depende y es signo de una teología dualista de la naturaleza y de la gracia. Dicho aún más radicalmente, del desconocimiento del cristianismo como «economía en la historia». De hecho la renovación en el seno de la Iglesia, para común beneficio del teólogo y del historiador, se entrecruza con el citado método. En el Concilio Vaticano II, la Iglesia se ha definido, no ya como una ciudadela intemporal, sino como comprometida por su mismo ser en el mundo, y en el mundo de la historia: la Iglesia encuentra su lugar, su lugar constitucional, en el mundo y, para arraigarse en él, sale de sí misma, por así decir, a fin de encarnar en él la Palabra de Dios. Y es así, mediante su compromiso con un mundo en mutación, como comprendemos a Francisco, su carisma, su proyecto evangélico, sin detrimento alguno para la causalidad «sobrenatural», pues ésta se encarna, se expresa y se descubre en estas situaciones observables. He aquí brevemente cómo. Francisco de Asís nace, en cuerpo y alma, en inspiración y decisión, en el seno del gran movimiento evangélico que captó a la comunidad cristiana a lo largo del siglo XII y que llegó a su apogeo alrededor del año 1200. Historia secreta y turbulenta a la vez, cuya complejidad y accidentada trayectoria no deben disimular su intensa y lúcida unidad: el Evangelio tomado como la referencia absoluta, por encima de estructuras institucionales, por muy legítimas y necesarias que fuesen. Si la desviación de Pedro Valdo, veinte años antes de Francisco, pudo comprometer este elevado proyecto, el consentimiento de Inocencio III a los requerimientos de Francisco confiere fundamento y legitimidad a su compromiso radical. Conocido es el diálogo entre estos dos hombres, tan distintos en su espíritu y por su poder. Toda la historia, incluidas sus ambigüedades, arranca de ahí. ¿Qué coyuntura integra, implícita pero decididamente, el entorno del propósito de Francisco? Desde hacía varias décadas, el régimen feudal, bajo el cual el mundo y la Iglesia habían vivido benéficamente durante cuatro siglos, se encontraba en decadencia; su mismo triunfo lo entorpecía, lo hacía inoperante ante las necesidades, aspiraciones y problemas de una sociedad nueva. La contestación se generalizaba, llegando hasta la insurrección y el derrocamiento de los poderes establecidos... Poco a poco aparecieron los cuadros de esta sociedad nueva, los gremios profesionales, los comunes políticos, las comunidades culturales llamadas «universidades». En estos tres casos, el dinamismo y la creatividad no actuaban ya verticalmente, en el ámbito de la fidelidad sacral a las dependencias entre señores y vasallos o siervos, sino horizontalmente, en una solidaridad cuya toma de conciencia favorecía la promoción de personas libres en sus «comunidades». En los tres sectores, empezando por las relaciones de producción, el paternalismo cedía a una «fraternidad» igualitaria. Esta socialización de bienes y personas se implantaba con normalidad en las nuevas ciudades, en las cuales el mercado desencadenaba movimientos innovadores lejos de la estabilidad rural de los monasterios. Los progresos técnicos transformaban la vida diaria, innovaban la concepción del trabajo a la vez que las relaciones humanas; las profesiones podían convertirse en lugar de santificación, cuya perfección había estado condicionada hasta entonces por la «huida del mundo». Los «burgueses», en el sentido original de la palabra, formaban los cuadros y eran los animadores de la nueva sociedad; los siervos venían a la ciudad para conseguir la libertad y estaban aguijoneados por el deseo de abrirse a la cultura. A la «beneficencia» se sobreponían las exigencias de la justicia, con sus derechos y funciones. La palabra «nuevo» se pronunciaba en todas partes, sin excluir el campo de las artes y de la poesía religiosa. He aquí, pues, a Francisco; puede vérsele en cada uno de los puntos de nuestra evocación: hijo de un burgués de Asís, comprometido en los mercados de su padre, circulando por las ciudades, cantando la naturaleza no ya como un símbolo sino como una realidad carnal en honor del Señor, trovador de la alegría, reclutando a sus compañeros entre la generación joven, rehusando las jerarquías autoritarias, dando testimonio de la Palabra de Dios, anunciando la Buena Nueva. «¡El mundo era su celda y el océano su claustro!» (Mateo de París, contemporáneo suyo). Como dice inmejorablemente Tomás de Celano, él es el «hombre nuevo» (homo novus) y el franciscanismo una «santa novedad» (sancta novitas). En la iniciativa de estas situaciones y de estas decisiones, su carisma: la vuelta al Evangelio puro, cuyos axiomas primordiales son la fraternidad y la pobreza. Francisco recreó la palabra «hermano». Él es el «Poverello». Enraizad ahí vuestra lectura de la vida y de los escritos de Francisco y alimentad ahí vuestra meditación. Será siempre nueva... Pudo ser difícil institucionalizar en «una Orden» el carisma de Francisco. Pero ese carisma tiene valor perenne, y aún más hoy día, en una coyuntura análoga. [Selecciones de Franciscanismo, vol. X, n. 30 (1981) 412-414] |
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