DIRECTORIO FRANCISCANO
San Francisco de Asís

SAN FRANCISCO DE ASÍS Y CRISTO

por Hilarino Felder, o.f.m.cap.

.

Advertimos al lector que, del amplio aparato de notas que lleva el libro, aquí suprimimos muchas de ellas, así como las numerosas referencias bibliográficas.

El Evangelio se halla encarnado en la persona del divino Salvador; Jesucristo es el corazón y el alma del Evangelio. Observar el Evangelio no significa otra cosa que poner a Cristo por centro de su vida. Que San Francisco haya hecho esto, lo puede ver cualquiera que lea, aunque sea ligeramente, las fuentes de su historia. Pero con eso no está dicho todo. Lo peculiar en las relaciones de Francisco con el Hombre-Dios consiste en que el Santo era un caballero de Cristo, en que se consagró al servicio, a la imitación y al amor del Señor con unos sentimientos y de una manera verdaderamente caballerescos.

I.- En todos tiempos se ha considerado la vida del cristiano como una milicia al servicio de Cristo. El Apóstol de las gentes, que tantas comparaciones y asuntos ha tomado del arte militar, exige que todo cristiano sea «un buen soldado de Cristo Jesús» (2 Tim 2,3).

Más expresamente aún se designó a los religiosos como guerreros de Cristo. San Jerónimo, San Agustín y otros Santos Padres se complacen en llamar a los monjes «soldados de Cristo». El padre de los monjes de Occidente, San Benito, en el prólogo de su Regla exclama dirigiéndose al religioso: «Has negado la propia voluntad y has empuñado las fortísimas y excelentísimas armas de la obediencia, para servir como soldado a Cristo Señor, Rey verdadero».

Pero mientras San Benito y sus predecesores se figuran al monje sólo como soldado en el sentido del legionario romano, se convierte en tiempo de las Cruzadas en caballero, en noble vasallo del Señor, en «campeón de nuestro Dios y Señor». La misma palabra miles (soldado), que antes sólo designaba al ordinario soldado de a pie, significa ahora caballero (1). El entusiasmo de los Cruzados por el Redentor se encendió tan poderosamente en Tierra Santa, que hasta el caballero seglar cifraba toda su gloria en ser «copero y adalid de Cristo». Con todo fervor quiere ser «el vasallo de Cristo bendito, que por nosotros ha sido martirizado» (2).

Para conseguir este ideal, los caballeros cristianos fueron organizándose cada vez más, reuniéndose en órdenes religiosas de caballería. Ni que decir tiene que con esto se fortaleció y profundizó ese pensamiento de servir a Cristo en calidad de caballero. Ya en la más antigua Regla de caballería, en la de Templarios (3), aparece el monje-soldado como campeón de Cristo, como conmilitón y compañero de guerra de Jesús. Continuamente se le recuerda que él un día abrazó la caballería mundana por motivos terrenos, pero que ahora es guerrero por amor de Cristo y que según eso recibirá el premio con los luchadores de Cristo.

Esto podía decirse a la letra del joven Francisco, de sus planes de caballería terrena y de su conversión a la caballería de Cristo. Ya antes hemos hecho referencia a su espíritu caballeresco.

Hijo por parte del padre de una rica familia burguesa, y descendiente por parte de la madre de una familia noble (¿provenzal?), Francisco no tenía mayor ambición que la de remontarse hasta el estado de caballero. Este empeño fue en aumento desde que en la prisión vivió en compañía de los caballeros de su ciudad natal, y por más que algunos años más tarde cobró disgusto a los vanos placeres de los sentidos, con todo siguió pensando en glorias y hazañas de caballería mundana (TC 5; 1 Cel 4).

Pronto pareció ofrecérsele ocasión para realizar esos planes. Un valiente caudillo, del linaje condal de los Gentile de Asís (AP 5), estaba haciendo preparativos para una expedición guerrera a la Apulia. Francisco, que si bien le era inferior en nobleza de nacimiento, le aventajaba en nobleza de alma y osadía, se alistó con dicho capitán como escudero (1 Cel 4). Por medio de esta aventura esperaba él con toda seguridad que conseguiría el ser armado caballero, y con la caballería lograr nobleza, riquezas y honra.

Estando, pues, ya preparado para el viaje, vio una noche en sueños un magnífico palacio, lleno de arreos militares, de armas, escudos y toda suerte de adornos caballerescos. Habiendo preguntado a quién pertenecía dicho palacio con todas sus grandezas, se le respondió que él era el noble señor a quien allí se aguardaba con un cortejo de caballeros. «Tan inusitado era el gozo que le invadió, que producía admiración en muchos. A los que, extrañados de ello, le preguntaban por los motivos, les respondía: "Sé que he de llegar a ser un gran príncipe"» (TC 5; 1 Cel 4-5).

Pero ya a la noche siguiente tuvo en sueños una nueva aparición. Parecíale estar en extraña conversación con un interlocutor misterioso. Éste le preguntó a dónde iba. Francisco respondió que iba a la Apulia, como escudero de un noble compatriota suyo, a ganar riquezas, fortuna y gloria caballeresca. «¿Quién puede favorecer más, el siervo o el señor?» «El señor», respondió Francisco. Y el otro: «¿Por qué buscas entonces al siervo en lugar del señor?» Replica Francisco: «¿Qué quieres que haga, Señor?» Y el Señor a él: «Vuélvete a la tierra de tu nacimiento, porque yo haré que tu visión se cumpla espiritualmente». En el mismo instante, añade Celano, «de Saulo se convierte en Pablo... Francisco cambia las armas carnales en espirituales, y recibe, en vez de la gloria de ser caballero, una investidura divina» (2 Cel 6; TC 6).

Al acto de armar caballero seguía inmediatamente la prueba de la caballería. En una instrucción contemporánea sobre la caballería se dice: «El recién armado caballero debe en el primer torneo poner todo su empeño por obtener el premio». El cambio de sentimientos obrado en Francisco conjuró contra él una verdadera lucha de gigante. Su mismo padre lo persiguió, su hermano hizo burla de él, toda la ciudad de Asís, que acababa de ensalzarlo como rey de la juventud, se reía ahora de su pretendida locura. «En cuanto lo vieron quienes lo conocían, al comparar lo presente con lo que había sido, se desataron en insultos, saludándolo como a loco y demente y arrojándole barro y piedras del camino» (1 Cel 11; TC 17).

En un principio procuró declinar estas acometidas y se retiró a una cueva para dejar que el torrente de ira se fuera apaciguando. Era todavía «atleta novel de Cristo», advierte Tomás de Celano. Pero pronto se le representó esta manera de portarse como cobardía e intento de huida, se avergonzó de su proceder poco caballeroso y decidió exponerse sin temor a los ataques de sus enemigos. «Levantóse al momento diligente, presuroso y alegre, y, armándose con el escudo de la fe y fortalecido con las armas de una gran confianza para luchar las batallas del Señor, se encaminó hacia la ciudad... El siervo de Dios se hacía sordo y, sin abatirse lo más mínimo ni alterarse por los insultos, daba gracias al Señor por todo ello». También el príncipe de las tinieblas intentó hacerlo desviar de su propósito, pero en vano, pues «el valerosísimo caballero de Cristo -afirman los Tres Compañeros-, con menosprecio de las amenazas del diablo, oraba con fervor dentro de la cueva para que Dios se dignara encaminar sus pasos» (1 Cel 10-11; TC 12).

Desde este punto Francisco puso al servicio de Cristo todos los sentimientos que le eran propios por naturaleza: su ánimo resuelto y decidido, su liberalidad, su intrepidez, su magnanimidad en pensamientos y en obras. Si antes todos sus pensamientos y esfuerzos habían tenido por objeto agradar a los grandes de la tierra y por ese medio alcanzar nobleza y señorío, en adelante no pensó más que en reconocer y cumplir los deberes que le imponía su calidad de caballero de Cristo. Nunca creía mostrarse bastante generoso y agradecido por la merced y honra de haber sido armado caballero divino. Cantando canciones espirituales de caballería (2 Cel 127) puso manos a la obra, lleno de ardor y osadía. Todo lo que conoció ser voluntad de su Señor soberano, lo cumplió con solícita diligencia.

Pensó que ante todo debía servir a los más pobres entre los pobres de Cristo, a los leprosos, en quienes el mundo creyente de la Edad Media veía al mismo Salvador paciente. Socorrer a éstos le pareció ser uno de los más hermosos oficios de un caballero de Cristo. Por lo demás, el mismo Señor lo llevó entre aquellos infelices, que vivían apartados de todo el mundo. Verdad es que al principio su horroroso estado le causaba gran repugnancia (Testamento); «pero, trayendo a la memoria el propósito de perfección que había hecho y recordando que para ser caballero de Cristo debía, ante todo, vencerse a sí mismo», abrazaba a los leprosos con caballeresca osadía y les daba el ósculo de paz (LM 1,5; 1 Cel 7; TC 11).

Poco después recibió una orden del Señor, el cual le habló desde la cruz, diciéndole: «Francisco, ¿no ves que mi casa se derrumba? Ve y repárala». Atónito y espantado respondió: «Señor, con mucho gusto lo haré». Y creyendo que se trataba de hacer obras en la casa material de Dios, se dedica a reconstruir iglesias, va mendigando el mortero y las piedras, los lleva sobre sus hombros, se convierte en obrero y director de obras, llegando casi a consumir sus débiles fuerzas con ese penoso trabajo, al cual no estaba acostumbrado. Pero, ¿qué importa? Para él está sobre todo la fidelidad en cumplir exactamente, a fuer de caballero, los encargos de su Señor (1 Cel 21; TC 21-24).

Pero cuando el Señor le manifiesta claramente que lo ha escogido para reedificar y renovar la Iglesia espiritual de Dios, abraza y realiza su vocación apostólica con el ardiente celo de un San Pablo. Durante toda su vida hizo cuestión de honor el seguir siempre al llamamiento de su Señor, semejante a un guerrero que va en busca de aventuras militares, sin examinar largamente ni inquirir sobre los caminos que debe recorrer y sin pesar los sacrificios que tenga que ofrecer. Como valiente caballero «siempre procuraba realizar grandes hazañas», nos asegura su biógrafo (1 Cel 55; LM 2,1.8).

Siempre estaba suspirando por padecer hasta lo último, hasta la muerte heroica por Cristo, y se lamentaba profundamente de que no se le concedía el morir mártir por su capitán y Señor (1 Cel 55; 2 Cel 33). Y cuando finalmente, doblegado por el trabajo y la enfermedad, impedido de andar por las sagradas Llagas, ya no podía dedicarse al apostolado, se hacía llevar por pueblos y ciudades para excitar a los hombres a llevar la cruz de Cristo. Y a sus frailes solía decirles aún en los últimos días de su vida: «Hermanos, comencemos a servir a Dios, pues es muy poco lo que hemos hecho hasta ahora». Tenía sed de trabajar en la salvación de las almas y ansiaba tornar de nuevo al servicio de los leprosos. Quería someter a la antigua servidumbre su cuerpo gastado por los trabajos y sufrimientos, y esperaba llevar a cabo grandes hazañas al mando de su capitán Cristo (LM 14,1; 1 Cel 103).

Por lo demás, siempre puso empeño en educar a sus hijos en esos mismos sentimientos caballerescos, que él siempre había mostrado para con su Señor Jesucristo. Luego que eran admitidos en la Orden, solía instruirlos sobre la nueva caballería a que se consagraban. Cuando Fray Gil le pidió el hábito de la Orden, Francisco le advirtió: «Amadísimo hermano, grande merced te ha hecho el Señor. Si el Emperador viniera a la ciudad de Asís y quisiera tomar a un ciudadano por caballero, camarero o privado suyo, ¿no debería éste alegrarse por tal favor? Pues ¿cuánto más debes alegrarte tú, a quien el Señor ha escogido por caballero y servidor suyo muy amado?» (Vida de Fr. Gil). Otro día, encontró Francisco en Rieti a un joven caballero de la familia de los Tancredi, el cual, montado en brioso corcel y adornado de brillantes armas, iba atrayendo hacia sí las miradas de todos los transeúntes. Acercósele Francisco y le dijo: «Señor caballero, el talabarte, la espada y las espuelas dan sólo un esplendor caduco. Otra cosa sería si en vez del tahalí quisierais traer una áspera cuerda, la cruz de Cristo por espada y el polvo y barro del campo en vez de las espuelas. Seguidme, yo os armaré caballero de Cristo». El caballero bajó de su caballo y fue recibido en la nueva caballería (Waddingo, a. 1210, n. 3). Tal fue la conversión de Fray Ángel Tancredi de Rieti, y tales eran los sentimientos de que todo novicio debía venir animado al ingresar en la sociedad de aquel santo caballero de Cristo.

Francisco evocaba de continuo ante los ojos de sus discípulos el ideal del caballero religioso. Trae a la memoria de sus novicios las figuras caballerescas de Carlomagno y de sus paladines Roldán y Oliverio, y de todos aquellos valientes campeones que combatieron por la fe y por la causa de Cristo (EP 4). Con gusto hace referencia a los doce héroes de la Tabla Redonda del rey Artús y volviéndose después a sus fervorosos frailes exclama lleno de gozo: «Estos son mis hermanos, caballeros de la Tabla Redonda» (4). Francisco quería ser un caballero de Cristo; caballeros de Cristo debían ser también todos aquellos que él recibía por hermanos y compañeros de armas, hombres llenos de celo, abnegación, bizarría, magnanimidad y generosidad en el servicio del Señor.

* * *

II.- La principal obligación de la caballería consistía para el vasallo en acudir fielmente al llamamiento de guerra de su señor feudal. El honor caballeresco estaba personificado en el homo legalis, el hombre leal, que siempre está dispuesto a partir a la guerra acompañando a su señor terreno y asistirle resueltamente en sus trances más extremos. La fidelidad de un caballero nunca debe vacilar, como nunca vacila la fidelidad de Dios. «Sed fieles, constantes sin tacha / pues Dios engasta la perla de la fidelidad / y siempre aborrece toda falsía», se le dice al caballero. La mayor injuria que pueda decirse a un caballero, es llamarle infiel. La felonía, la violación del deber de fidelidad proscribía al caballero, era castigada con pena de muerte y lo conducía al infierno, a la compañía de «las tropas de demonios que se abrasan en azufre».

Así también la fiel correspondencia al llamamiento de guerra, el seguimiento de Cristo Señor soberano constituye el más excelente deber del caballero espiritual. Cristo no exhorta a sus servidores a que le sigan a las sangrientas batallas de los pueblos; pues el «Rey de reyes y Señor de los señores» ha venido precisamente como «príncipe de paz» a romper las espadas de hierro y a poner un dique a las feroces y violentas guerras, que traen divididos a los pueblos. Pero en cambio llama a sus caballeros a la lucha espiritual contra el pecado, el demonio y el mundo, y los arma con la espada espiritual de la fe, de la verdad y de la virtud. «No penséis que vine a traer paz a la tierra; no vine a traer paz, sino espada». Tal es el llamamiento de guerra, y añade: «El que no toma su cruz y me sigue a mí -que soy el caudillo y príncipe en la lucha espiritual-, no es digno de mí» (Mt 10, 34 y 38).

Cristo es nuestro guía y modelo en toda perfección. Ha ido delante de nosotros «dejándonos en pos un ejemplo, para que sigamos sus pisadas» (1 Pe 2,21). Continuamente nos trae a la memoria nuestro deber de acudir a su llamamiento de guerra espiritual. «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). «Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13,15). Para el caballero escogido de Cristo no hay sobre la tierra otro destino superior. «Pues a los que antes conoció, también predestinó para que fueran hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). El verdadero caballero de Cristo debe pues caminar siempre paso por paso al lado del Salvador y copiar en sí mismo rasgo por rasgo la vida del Salvador, hasta que pueda decir: «Vivo yo, ya no yo, sino que Cristo vive en mí» (Gál 2,20).

San Francisco estaba plenamente convencido de esta necesidad de seguir caballerosamente a Jesús, y todo animado de inflexible celo de proclamar y practicar la imitación de Jesús. Así como de continuo inculca a sus frailes la observancia del Evangelio, así también dirige sin cesar las miradas de los mismos a la persona y ejemplos de Jesucristo, en quien todo el Evangelio se ha convertido en una realidad viviente.

Ya en la primitiva Regla franciscana debían encontrarse estas palabras: «La Regla y vida de los Hermanos Menores es ésta, a saber, vivir en obediencia, en castidad y sin propio y seguir las enseñanzas y las pisadas de nuestro Señor Jesucristo».

En la Regla de 1221 Francisco amonesta nuevamente: «Guardemos, por consiguiente, las palabras, la vida y la doctrina y el santo Evangelio de Aquel que se dignó rogar por nosotros a su Padre y manifestarnos su nombre... Ninguna otra cosa deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos plazca y deleite, sino nuestro Creador y Redentor y Salvador» (1 R 22 y 23).

Escribiendo al Capítulo General le conjura en estos términos: «Oíd, señores y hermanos míos, y escuchad mis palabras. Inclinad los oídos de vuestro corazón y obedeced a la voz del Hijo de Dios. Observad con todo corazón sus mandamientos y cumplid con resuelta voluntad sus consejos. Alabadlo, porque es bueno, glorificadlo en vuestras obras. Pues para eso os ha enviado al mundo, para que con palabras y hechos deis testimonio de Él» (CtaO).

«Acerca de la imitación del Señor» dice el Santo en otra ocasión: «Consideremos todos los hermanos al Buen Pastor, que por salvar a sus ovejas sufrió la pasión de la cruz. Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y la persecución, en la vergüenza y el hambre, en la enfermedad y la tentación, y en las demás cosas; y por esto recibieron del Señor la vida sempiterna» (Adm 6).

Desde su lecho de muerte escribe como última voluntad a Santa Clara y a sus hijas estas palabras: «Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza del altísimo Señor nuestro Jesucristo y de su santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os doy el consejo de que siempre viváis en esta santísima vida y pobreza. Y protegeos mucho, para que de ninguna manera os apartéis jamás de ella por la enseñanza o consejo de alguien» (UltVol).

Así es cómo este varón caballeresco permaneció hasta el último instante fiel al llamamiento de guerra de Jesús. Tomás de Celano atestigua de él: «La suprema aspiración de Francisco, su más vivo deseo y su más elevado propósito, era observar en todo y siempre el santo Evangelio y seguir la doctrina de nuestro Señor Jesucristo y sus pasos con suma atención, con todo cuidado, con todo el anhelo de su mente, con todo el fervor de su corazón. En asidua meditación recordaba sus palabras y con agudísima consideración repasaba sus obras» (1 Cel 84).

La imitación de Jesús en todas las situaciones de la vida, en pensamientos y deseos, en acciones y omisiones, imitación de Jesucristo práctica, enérgica, no interrumpida, constante hasta la muerte, tal fue el secreto de San Francisco. En todo procuraba hacerse semejante al Salvador, en las cosas grandes lo mismo que en las pequeñas, en la vida íntima de su alma como en su método de vida exterior. De él dice Görres: «Si desde el tiempo de los Apóstoles ha encontrado el Salvador un hombre que haya seguido sus pisadas, que haya seguido sus enseñanzas y ejemplos y se haya adherido a Él con todas las fuerzas de su alma, fue ciertamente este varón de natural sumamente entusiasta, el cual soleándose sin cesar en su divina luz, se convirtió por fin a su vez en foco luminoso, que no sólo reflejó su resplandor, sino también reprodujo su imagen».

Bartolomé de Pisa, en su obra Sobre la conformidad de la vida de San Francisco con la vida de nuestro Señor Jesucristo, ha trazado un cuadro, ingenuo y exagerado a veces, pero de una profunda verdad en su conjunto. La idea fundamental de esa obra está ya expresada en las primeras líneas de las Florecillas: «Semejanzas de San Francisco con Jesucristo. Primeramente es de considerar que el glorioso señor San Francisco en todos los actos de su vida fue conforme a Cristo bendito». Por lo demás, el más antiguo biógrafo de San Francisco advierte ya: «Yo creo que el bienaventurado Francisco fue un santísimo espejo de la santidad del Señor y una copia de su perfección» (2 Cel 26). Esta conformidad llegó hasta tal punto que San Buenaventura encuentra casi natural que el Santo al fin fuera hecho semejante a su modelo crucificado recibiendo las sagradas llagas: «Como el varón de Dios había sido semejante a Cristo en las acciones de su vida, también debía serlo en las pruebas y dolores de la pasión antes de pasar de este mundo al otro. Y aunque corporalmente estaba muy debilitado por la grande aspereza de su vida pasada y por el continuo llevar de la Cruz del Señor, sin embargo no se espantaba, mas antes se armaba de nuevos bríos para sufrir el martirio. Es que estaba abrasado del fuego inextinguible del amor al buen Jesús» (LM 13,2).

III.- El ardiente amor a Cristo era el manantial de donde sacaba Francisco su celo en servir e imitar, a fuer de caballero, al Salvador. Además de la fidelidad en la guerra, también el amor, los servicios de amor eran de esencia de la caballería y esto ocurrió también en el caballero de Cristo. Era Francisco un carácter sumamente afectuoso. Amar lo grande y ser grande en el amor fue en todo tiempo una necesidad de su corazón. De ahí su juvenil entusiasmo por los vigorosos, admirablemente honestos cantos de amor y por las aventuras y hazañas de la verdadera caballería. Desde el momento en que fue armado caballero espiritual, trasladó a Cristo ese amor terreno. Los Tres Compañeros nos refieren: «Desde su conversión hasta su muerte amó a Cristo de todo corazón, teniendo siempre en la memoria su recuerdo, alabándolo con los labios y glorificándolo con buenas obras. Tan ardientemente y tan de corazón amaba al divino Salvador, que al oír pronunciar su nombre quedaba enajenado v exclamaba: "Los cielos y la tierra debían inclinarse al nombre del Señor"» (TC 68). En una ocasión escribió al Capítulo General: «Al oír su nombre, adoradlo con temor y reverencia, rostro en tierra; su nombre es Señor Jesucristo, Hijo del Altísimo, que es bendito por los siglos» (CtaO).

Tomás de Celano asegura: «Bien lo saben cuantos hermanos convivieron con Francisco: qué a diario, qué de continuo traía en sus labios la conversación sobre Jesús; qué dulce y suave era su diálogo; qué coloquio más tierno y amoroso mantenía. De la abundancia del corazón hablaba su boca, y la fuente de amor iluminado que llenaba todas sus entrañas, bullendo saltaba fuera. ¡Qué intimidades las suyas con Jesús! Jesús en el corazón, Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos, Jesús presente siempre en todos sus miembros. ¡Oh, cuántas veces, estando a la mesa, olvidaba la comida corporal al oír el nombre de Jesús, al mencionarlo o al pensar en él! Y como se lee de un santo: "Viendo, no veía; oyendo, no oía". Es más: si, estando de viaje, cantaba a Jesús o meditaba en Él, muchas veces olvidaba que estaba de camino y se ponía a invitar a todas las criaturas a loar a Jesús» (1 Cel 115).

Asimismo, en la oración importunaba al Salvador, pidiéndole la gracia del perfecto amor: «Yo te ruego, Señor, que la fuerza abrasadora y meliflua de tu amor absorba de tal modo mi mente que la separe de todas las cosas que hay debajo del cielo, para que yo muera por amor de tu amor, ya que tú te dignaste morir por amor de mi amor» (5).

Francisco encendía este ardiente amor a Cristo especialmente en las dos grandes hogueras de la vida del Hombre-Dios, en los misterios de la Encarnación y de la Pasión. Así nos lo asegura Tomás de Celano: «Tenía tan presente en su memoria la humildad de la encarnación y la caridad de la pasión, que difícilmente quería pensar en otra cosa» (1 Cel 84).

«Celebraba el nacimiento del Niño Jesús con inefable júbilo más que ninguna otra solemnidad, asegurando que era la fiesta de las fiestas, porque en ella el Altísimo Hijo de Dios se hizo niño pequeño. Besaba con hambre de espíritu las imágenes del Niño Jesús y la compasión hacia el mismo, que inundaba su corazón, le hacía balbucir como niño palabras llenas de dulzura» (2 Cel 199).

Un año cayó Navidad en viernes. Fray Morico hizo notar casualmente que ese día no se podría presentar carne a la mesa. «Hermano -le contestó Francisco-, pecas al llamar día de Venus (viernes) al día en que nos ha nacido el Niño. Quiero -añadió- que en ese día hasta las paredes coman carne; y ya que no pueden, que a lo menos sean untadas por fuera» (2 Cel 199).

Solía decir con frecuencia: «Si yo lograra hablar con el emperador, le suplicaría y le persuadiría a que, por amor de Dios y mío, diera una ley especial de que nadie coja o mate a las hermanas alondras ni les haga daño alguno. Asimismo, que las autoridades de las ciudades y los señores de los castros y de las villas estuvieran obligados a mandar a sus subordinados que cada año el día de la Navidad del Señor echaran grano de trigo o de otros cereales por los caminos del campo para que pudieran comer las hermanas alondras y otras aves en fiesta tan solemne. Y también que, por reverencia al Hijo de Dios, a quien esa noche la Santísima Virgen María acostó en un pesebre entre el buey y el asno, todos aquellos que tuvieran alguno de estos animales les dieran esa noche abundante y buen pienso; igualmente, que todos los ricos dieran en ese día sabrosa y abundante comida a los pobres» (EP 114). Y se deshacía en lágrimas pensando en la grande necesidad que la Madre de Dios hubo de pasar aquel día (2 Cel 200). Y porque en ese día comenzó nuestra Redención, deseaba que todos los cristianos se regocijasen por ello e hiciesen bien a todas las criaturas por amor de aquel que se dio a sí mismo (EP 114).

Su ingenioso amor le sugirió una manera nueva y hasta entonces nunca oída de celebrar la fiesta de Navidad, la cual puso en práctica tres años antes de su muerte. Tenía en Greccio un amigo muy querido, Juan Vellita, el cual había regalado a él y a sus frailes un peñón situado enfrente de la ciudad, todo él cubierto de bosque. Quince días antes de Navidad mandó recado a Juan Vellita de que viniera al convento de Fonte Colombo y le dijo: «Juan, si quieres que celebremos juntos la Nochebuena, prepara con cuidado lo que voy a encargarte. Quiero representar sensiblemente y muy al vivo la memoria del nacimiento del Niño de Belén. Para ello dispón allá arriba en el bosque un pesebre lleno de paja, y lleva a él un buey y un asno, lo mismo que en Belén». Todo se dispuso según lo ordenara el Santo. En la Nochebuena tanto los frailes como otras muchas personas acudieron de todas partes con hachas encendidas, cantando canciones pastoriles y haciendo resonar los montes con sus voces. «El Santo estaba en pie delante de Jesús Niño reclinado en el pesebre, suspirando de amor e inundado de maravillosa alegría». Después, vestido de diácono cantó el Evangelio del nacimiento de Jesús, y, según describe de modo incomparable Tomás de Celano, «su voz potente y dulce, su voz clara y bien timbrada, invita a todos a los premios supremos. Luego predica al pueblo que asiste, y tanto al hablar del nacimiento del Rey pobre como de la pequeña ciudad de Belén dice palabras que vierten miel. Muchas veces, al querer mencionar a Cristo Jesús, encendido en amor, le dice "el Niño de Bethleem", y, pronunciando "Bethleem" como oveja que bala, su boca se llena de voz; más aún, de tierna afección. Cuando le llamaba "niño de Bethleem" o "Jesús", se pasaba la lengua por los labios como si gustara y saboreara en su paladar la dulzura de estas palabras» (1 Cel 84-86).

Con la misma ternura íntima y con tan ardiente devoción veneraba también la Pasión de Cristo. «Todos los afanes del hombre de Dios, en público como en privado -escribe Tomás de Celano-, se centraban en la cruz del Señor; desde el momento en que comenzó a militar para el Crucificado, diversos misterios de la cruz resplandecieron en su persona» (3 Cel 2).

La cruz del Salvador la había encontrado ya en el trance decisivo de su vida. Cuando comenzó a retirarse del mundo y a tratar con Dios en el silencio de la soledad, un día «se le apareció Cristo Jesús en la figura de crucificado. A su vista quedó su alma como derretida; y de tal modo se le grabó en lo más íntimo de su corazón la memoria de la pasión de Cristo, que desde aquella hora, siempre que le venía a la mente el recuerdo de Cristo crucificado, a duras penas podía contener exteriormente las lágrimas y los gemidos» (LM 1,5).

Algún tiempo más tarde hallábase una vez en la ruinosa iglesia de San Damián postrado ante un Crucifijo. De pronto oyó una voz que salía de la imagen del Salvador e inundó su alma de una gracia poderosísima que lo transformó por completo. «Desde aquella hora -refiere Tomás de Celano-, la compasión del Crucificado lo traspasó de tal manera, que durante toda su vida llevó en su corazón las sagradas llagas, que posteriormente fueron impresas también en su cuerpo... Los dolores de Cristo estaban siempre ante sus ojos, llenándolos de incesantes lágrimas. A cada paso se le oía sollozar y no había consuelo para él cuando pensaba en las llagas de Cristo» (2 Cel 10-11; TC 14; LM 2,1).

Algún tiempo después de la aparición del Crucifijo en San Damián, iba Francisco por el camino que pasa junto a la Porciúncula, llorando y lamentándose en alta voz. Un amigo suyo se le acercó y le preguntó qué tenía. «Lloro la pasión de mi Señor -respondió Francisco-, por quien no debería avergonzarme de ir gimiendo en alta voz por todo el mundo». Esto lo dijo con tan vivo sentimiento de dolor, que también su amigo comenzó a llorar y suspirar (TC 14).

Además, en todo tiempo procuraba experimentar en sí mismo los sufrimientos del Crucificado. Su más ardiente deseo era hacerse semejante al Varón de dolores y en este empeño no conocía límites, mortificándose de continuo tanto espiritual como corporalmente. Se imponía penitencias increíbles, era duro consigo mismo lo mismo en días de salud que en días de enfermedad, y nunca se permitía alivio alguno, hasta tal punto que a la hora de la muerte se creyó en el deber de pedir perdón al hermano cuerpo, por haber pecado tanto contra él. Cuando se levantaba de la oración, sus ojos aparecían con frecuencia cubiertos de sangre a consecuencia de las amargas lágrimas que había derramado. Pero no sólo se atormentaba con lágrimas, sino que además se privaba de comida y bebida en recuerdo de la Pasión del Señor.

También al exterior apareció Francisco como caballero del Crucificado. Su hábito tenía la figura de una cruz y debía ser la expresión de sus sentimientos sobre la cruz, según refiere su más antiguo biógrafo: «En la cruz quiso encerrarse eligiendo un hábito de penitencia que representara la cruz. Y si bien es verdad que eligió ese hábito por ser el más conforme con la pobreza, más le movió a ello el ver que dicho hábito representaba la cruz del Señor; quería que su cuerpo se vistiera exteriormente de la cruz de Cristo, lo mismo que su espíritu se había vestido interiormente del Señor crucificado, y que su ejército militase a las órdenes del Señor bajo esa insignia de la cruz con que Dios había destruido el poder del infierno» (3 Cel 2). Por eso tampoco usaba jamás otro sello que el Thau (T), que es la señal de la cruz. Con este sello acostumbraba sellar sus cartas y adornaba las paredes de las celdas. Asimismo exhortaba a sus frailes a que veneraran con la debida devoción la santa cruz, dondequiera que la encontraran (3 Cel 3; LM milagros 10,7).

Dios mismo consideró y confirmó a Francisco por cruzado y caballero de la Cruz. Fray Pacífico vio un día cómo de la frente de su santo Padre salía un thau, una cruz que resplandecía con brillo deslumbrador. Fray Monaldo vio una vez a Francisco clavado en la cruz delante de sí, en ocasión en que San Antonio predicaba sobre el título de la cruz. Fray Silvestre notó repetidas veces que de la boca del Santo salía una cruz de oro, cuya parte superior llegaba hasta el cielo y sus brazos se extendían hasta los últimos confines del mundo. Fray León vio en pleno día cómo una admirable y hermosa cruz, en la cual estaba clavado Cristo, se movía ante el rostro de Francisco. Y cuando Francisco se detenía, la cruz se detenía también, y cuando aquél seguía andando, seguía también la cruz, y a cualquier parte que se volviera, hacia allá se volvía la cruz. Y la cruz despedía un resplandor tan vivo, que inundaba en clarísima luz no sólo al varón seráfico sino también todos los alrededores, el aire y la comarca (3 Cel 2; Actus 4 y 38).

Por eso escribió más tarde Fray Hugolino: «Porque nuestro bienaventurado Padre San Francisco y sus compañeros fueron llamados del Señor de una cruz en otra, aparecían en todas partes como crucificados y lo estaban también de hecho. En su vestido, en su alimento y en todas sus obras ostentaban al Crucificado y buscaban más el oprobio de Cristo que las vanidades y engañosos embelecos del mundo. Por eso se alegraban con las injurias y sentían disgusto por los honores. Así caminaron por el mundo como peregrinos y extranjeros y nada traían consigo sino a Cristo Crucificado» (Actus 4,1).

Todo aquello que recordara a Francisco los sufrimientos y la paciencia del Crucificado, afectaba en gran manera su corazón. Por eso le gustaban tanto las ovejuelas, que traían a su memoria al Cordero de Dios, que fue tan manso y sufrió con tanta paciencia. Viendo un día una oveja entre un rebaño de cabras y machos cabríos, enternecido y lleno de compasión comenzó a lamentarse: «Mira, así andaba nuestro Señor Jesucristo entre los fariseos y príncipes de los sacerdotes: manso, dulce y humilde» (1 Cel 77).

Pero si su vista se fijaba en el Crucifijo, entonces se quedaba con frecuencia verdaderamente como ebrio de amor y de compasión. Entonces comenzaba a cantar primero en voz suave y después en voz cada vez más alta la dulcísima melodía que bullía en su interior, y a publicar en sonidos franceses el divino susurro que sonaba en su oído. Por fin cogía del suelo dos palos, apoyaba uno de ellos en su cuello a manera de violín u otro instrumento, y con el otro rascaba sobre él, como si pasara el arco sobre las cuerdas. Al mismo tiempo cantaba en francés canciones de amor a Jesucristo Crucificado, hasta que el sentimiento lo dominaba y prorrumpía en lágrimas y lamentos. Y entonces los suspiros y sollozos duraban largo rato, hasta que olvidando cuerdas y arco caía en éxtasis y se remontaba hacia el cielo (6).

Así estaba Francisco cierta mañana luchando con su amor crucificado; era el 14 de septiembre de 1224, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. «Señor mío Jesucristo -decía suplicante-, dos gracias te pido me concedas antes de mi muerte: la primera, que yo experimente en vida, en el alma y en el cuerpo, aquel dolor que tú, dulce Jesús, soportaste en la hora de tu acerbísima pasión; la segunda, que yo experimente en mi corazón, en la medida posible, aquel amor sin medida en que tú, Hijo de Dios, ardías cuando te ofreciste a sufrir tantos padecimientos por nosotros pecadores» (Ll 3).

Y cuanto más tiempo prolongaba Francisco su oración pidiendo esas dos gracias y cuanto mayor era la devoción con que meditaba la Pasión y el amor infinito de Jesús, con tanto mayor ímpetu se levantaban en él las llamas de la piedad hasta que todo él quedó transformado en Jesús por la fuerza del amor y de la compasión.

Y mientras estaba haciendo esa oración y abrasándose en esas llamas, he ahí que vio al Salvador Crucificado venir hacia él en figura de un serafín. La maravillosa imagen de Cristo resplandecía con los fulgores de la Transfiguración y ardía en los abrasadores incendios del sufrimiento. Las cicatrices de los pies y manos y la llaga del costado, que estaba abierta, aparecían rojas de sangre. Y la imagen miró a Francisco con ojos tan indeciblemente dulces y tiernos, que el Santo estuvo a punto de morir de gozo y de compasión. Al mismo tiempo sintióse atacado de vivísimos dolores; sus manos y sus pies fueron atravesados como con clavos rusientes y su costado derecho fue abierto como por una lanza. Las llagas del Salvador brillaban y relucían en su carne (7).

Desde aquel momento, en virtud de un prodigio estupendo e inaudito, Francisco fue una copia del cuerpo del Crucificado, estaba crucificado con Jesucristo, fue «un hombre crucificado» (1 Cel 112). Pero no contento con los dolores violentos que día y noche le causaban las llagas de las manos, de los pies y del costado, suspiraba por nuevos martirios, para sufrir en todo su cuerpo, en cuanto fuera posible, los dolores del Salvador. Hubiera considerado como poco caballeroso el traer en sí la señal de la cruz del Señor sin experimentar también sus tormentos. Y Dios tuvo cuidado de proporcionárselos bien abundantes.

Luego de la impresión de las llagas comenzó su cuerpo a ser afligido por males mucho más fuertes de los que hasta entonces estaba acostumbrado. En primer lugar le atacó un molesto dolor de ojos que no había de dejarlo hasta la muerte, que exigió dolorosas operaciones y terminó en una ceguera casi completa (1 Cel 97-108).

Seis meses antes de su muerte, su cuerpo, deshecho por las penitencias de muchos años y el trabajo sobrehumano, fue afligido por diversas enfermedades de tal manera que apenas le quedó miembro sano. El estómago rechazaba casi todos los alimentos, el hígado se negaba a hacer su oficio, el vientre, las piernas y los pies se le hincharon, tenía con frecuencia vómitos de sangre. Demacrado hasta quedar hecho un esqueleto, venía a ser nada más que un retablo de dolores, haciendo temer que cada día iba a ser el último de su vida (1 Cel 105 y 107).

Conmovido hasta derramar lágrimas le dijo un hermano de gran simplicidad: «Hermano, ruega al Señor que te trate con mayor suavidad, pues parece que hace sentir sobre ti más de lo debido el peso de su mano». Al oír estas palabras, exclamó el Santo con un gran gemido: «Si no conociera tu cándida simplicidad, desde ahora detestaría tu compañía, porque te has atrevido a juzgar reprensibles los juicios de Dios respecto de mi persona». Y, aunque estaba su cuerpo triturado por las prolijas y graves dolencias, se arrojó al suelo, recibiendo sus débiles huesos en la caída un duro golpe. Y, besando la tierra, dijo: «Gracias te doy, Señor Dios mío, por todos estos dolores, y te ruego, Señor mío, que los centupliques, si así te place; porque me será muy grato que no me perdones afligiéndome con el dolor, siendo así que mi supremo consuelo se cifra en cumplir tu santa voluntad» (LM 14,2).

En otra ocasión, habiéndole preguntado un fraile cuál de estas dos cosas preferiría sufrir, o esta lenta y prolongada enfermedad o un cruel martirio por manos del verdugo, respondió: «Hijo mío, para mí lo más querido, lo más dulce, lo más grato, ha sido siempre, y ahora lo es, que se haga en mí y de mí lo que sea más del agrado de Dios. Sólo deseo estar en todo de acuerdo con su voluntad y obedecer a ella. Pero el sufrir tan sólo tres días esta enfermedad me resulta más duro que cualquier martirio» (1 Cel 107). Aquello que los demás no podían ni ver sin horrorizarse, él lo sufrió con gusto, alegre y sonriente hasta el último instante (cf. 1 Cel 107). Con verdad pudo decir de él su confesor «que, desde la visión y alocución de la imagen del crucifijo, fue hasta su muerte imitador de la pasión de Cristo» (TC 15).

Más aún. Así como en vida había sido semejante al divino Salvador viviente y en su muerte al Salvador moribundo, así después de la muerte debía también asemejarse al sagrado cuerpo del Señor, como exclama San Buenaventura: «Quiso conformarse en todo con Cristo crucificado, que estuvo colgado en la cruz: pobre, doliente y desnudo... ¡Oh varón cristianísimo, que en su vida trató de configurarse en todo con Cristo viviente, que en su muerte quiso asemejarse a Cristo moribundo y que después de su muerte se pareció a Cristo muerto! ¡Bien mereció ser honrado con una tal explícita semejanza!» (LM 14,4). Sí, en aquella hora, cuando hubieron acabado sus sufrimientos y su cuerpo desnudo de todas las cosas yacía muerto sobre la desnuda tierra se manifestó públicamente su conformidad con Cristo. Hasta entonces había sabido ocultar las llagas con una humildad tan ingeniosa, que solamente los frailes más íntimos suyos tenían noticia de ellas (1 Cel 95; 2 Cel 135-137). Mas ahora miles de testigos vieron y palparon el prodigio de esa crucifixión seráfica; parecía que Francisco acababa de ser bajado de la cruz, tan fresco y casi viviente mostraba aún en sus manos, pies y costado el sello propio y el escudo de armas de Cristo (1 Cel 112 y 123). Al servicio, en la imitación y en el amor de su soberano Rey y Señor había vivido y había muerto, siendo de hecho y de verdad el más genuino caballero del Santo Grial.

* * *

NOTAS:

1) Cf. Ducange-Carpenterius, Glossarium mediae et infimae latinitatis, s. v. En este sentido se usa la palabra también en las fuentes históricas de San Francisco y cuando se aplica al Santo. Así cuentan los Tres compañeros que durante su cautiverio de Perusa fue puesto Francisco no entre los guerreros ordinarios, sino entre los milites (caballeros) porque era de "noble índole" (TC 4; cf. TC 5; 1 Cel 4; 2 Cel 77; 3 Cel 41). Es en especial muy significativo el siguiente pasaje de Tomás de Celano sobre Santa Clara de Asís: «Pater eius miles, et tota utroque parente progenies militaris», «Su padre era caballero, y toda su progenie, por ambas ramas, pertenecía a la nobleza militar» (LCl 1).

2) Canción de Roldán, del Cura Conrado. Esta misma idea sirve de base a la canción normanda de Roldán, en su primitiva redacción, y en general a todos los poemas épicos del ciclo carolingio y a la leyenda del Santo Grial (Parsifal).

3) Tuvo su origen en el Concilio de Troyes, en 1128, colaborando en ella San Bernardo.

4) EP 72.- Hacemos aquí una advertencia sumamente interesante para la historia de la literatura; y es que Francisco estaba todo él penetrado y hechizado por las dos leyendas heroicas específicamente cristianas, que desde el siglo XII dominaron la Edad Media. La primera es la leyenda de Carlomagno y sus doce paladines, sobre todo Roldán y Oliverio. Encontró su más perfecta expresión en la Canción de Roldán, alemana (entre 1127 y 1139), y ya anteriormente en la Canción de Roldán, normanda, escrita hacia 1066. La segunda es la Leyenda del Santo Grial. Combinada con la leyenda del rey Artús, se nos presenta en su forma más bella en el Parceval francés (hacia 1175) y en el Parzival alemán de Wolfram de Eschenbach (a principios del siglo XIII). San Francisco alude evidentemente a la Canción de Roldán y a Parsifal. Estos romances caballerescos eran cantados ya en el siglo XII en toda Italia por "juglares" provenzales.

5) Boehmer [y también K. Esser] relega entre las "obras dudosas" (dubia) la oración Absorbeat, cuyo primer testigo es Ubertino de Casale (1305), [quien no afirma que San Francisco la hubiera compuesto].

6) 2 Cel 127; cf. EP 93. Francisco, al cantar al Señor canciones amorosas en lengua francesa tocando un instrumento músico, no hacía más que remedar a los trovadores provenzales, a quienes con mucha frecuencia había observado (cf. Görres).

7) 1 Cel 93-96; 3 Cel 4; TC 17; LM 13,3; Ll 3. Todas estas noticias acerca de las circunstancias de la estigmatización, sin exceptuar el relato de las Florecillas, se remontan a un fiador único, es decir, a Fr. León, que fue testigo ocular del maravilloso acontecimiento. La relación de los Tres Compañeros, uno de los cuales era Fr. León, tiene por autor a este último. Tomás de Celano y San Buenaventura se informaron por los compañeros de San Francisco que todavía vivían, en nuestro caso por Fr. León. Fr. León gustaba de contar este episodio también a la nueva generación, de la cual procedieron las Florecillas; así lo afirma expresamente Eccleston. Una noticia autógrafa de Fr. León sobre las llagas de San Francisco, véase en Boehmer y Bihl. El modo cómo esa extensa narración de Fr. León llegó hasta Fr. Hugolino, autor de los Actus B. Francisci y hasta su secretario, nos lo dice éste mismo (Actus, c. 9, n. 71). Como se ve por todo lo expuesto, aquí sólo nos interesan las circunstancias detalladas de la estigmatización.


Hilarino Felder, O.F.M.Cap., San Francisco y Cristo, en Idem, Los ideales de San Francisco de Asís. Buenos Aires, Ed. Desclée de Brouwer, 1948, pp. 41-60.

.