DIRECTORIO FRANCISCANO
San Francisco de Asís

HUMANIDAD E ITALIANIDAD
DE SAN FRANCISCO DE ASÍS

por Agustín Gemelli, o.f.m.

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Desde hace más de un siglo, desde que Görres y Ozanam, inspirados por la concepción romántica de la vida, demostraron el vivo interés que despierta en las almas modernas San Francisco de Asís, y más aún, después de que Sabatier demostró la necesidad de revolver archivos para evocar la figura en toda su genuina frescura, tanto se ha escrito acerca del Santo de Asís que parece empresa excesiva no repetir cosas sabidas. Quien lo ama no se cansa de celebrarlo con la esperanza de descubrir algún nuevo aspecto y tratar de dar más luz a cualquier otro aspecto ignorado de su figura.

Este renovado interés por San Francisco, este reconocimiento de su santidad, en la que concuerdan hombres de todas las creencias y en la que los hombres de fe católica encuentran estímulo para renovar su vida, es una herencia que nos ha dejado el Ochocientos. Escritores, artistas y estadistas italianos del siglo XIX amaron en San Francisco esas mismas cualidades que, según Sabatier, fray León amaba en el Maestro: «su pensamiento ávido de realización, su palabra portadora de alegría, su voluntad creadora». Tal vez, como ya he escrito en El Franciscanismo, Sabatier en estas palabras condensaba, no el sentimiento de fray León, sino el suyo, el de su siglo, que el siglo XX ha heredado y acrecentado.

El hombre de nuestro tiempo busca y encuentra en San Francisco algo de que tiene sed; sin embargo no sabe conducir su búsqueda hasta encontrar la fuente sobrenatural que es origen de la santidad, y se contenta con considerar al hombre; para los amantes de la naturaleza San Francisco es el hombre primitivo, para algunos intelectuales de fina sensibilidad, él realiza la reacción contra la aridez del positivismo, para los estéticos, saciados ya de la belleza de museo y de salón, un goce nuevo como el pan casero después de muchos dulces, para algunos estudiosos de historia y de mística, un campo nuevo de estudios; para muchos, es sólo el hombre y no el Santo; éstos se interesan por su vida humana y no por su vida de unión con Dios; por la influencia que ejerció en la civilización italiana, más que por su lugar y por su acción en la Iglesia. Sin embargo, el que sólo estudia en San Francisco al hombre y al italiano, comprueba que sólo su santidad, su vida de unión con Dios, da razón de su palabra, de sus acciones.

I.- El hombre Francisco

Francisco se complacía en definirse como simple e ignorante, "simplex et idiota"; sin embargo, de su simplicidad y de su ignorancia nació un nuevo modo de concebir la vida. Se dijo que «San Francisco es todo lirismo» (Masseron); también esto es verdad, pero es una verdad parcial; sólo con el lirismo no se influye en la civilización de un pueblo, como lo hizo San Francisco. Busquemos, pues, el por qué Francisco pudo ejercer una influencia tan grande como para hacer comenzar en él una nueva concepción de la vida.

Niño mimado y también malcriado por los padres, «cautivaba la admiración de todos y se esforzaba en ser el primero en pompas de vanagloria, en los juegos, en los caprichos, en palabras jocosas y vanas, en las canciones y en los vestidos suaves y cómodos» (1 Cel 2). "Flor de los jóvenes" lo llamaron sus contemporáneos. La expresión laudatoria significa superioridad, pero no hay superioridad sin inteligencia, y esta inteligencia no se manifestaba sólo en las "palabras jocosas y vanas" y en el sobresalir en la pompa mundana, sino también en los negocios; era, en efecto, como su padre, hábil y cauto comerciante; era de "sutil ingenio", se dice en la Leyenda de los Tres compañeros.

Deseaba sobresalir, pero la admiración de los asisienses no podía bastarle; soñaba con la gloria. Este sueño es en muchos casos prueba de talento y presagio de grandeza, porque el joven que siente en sí poderosas energías aspira a aplicarlas y a valorizarlas. Quien no posee verdadero talento aspira a otra cosa, que no es la gloria, sino el placer o la ganancia.

En su predilección por las canciones de gesta, por las aventuras caballerescas, por las empresas militares revela una inteligencia intuitiva y fantástica, pero que, sin embargo, no se pierde en las nubes ni se detiene perezosamente en sus propios sueños, sino que está prontísima a la acción, es ejecutiva, dramática. Cuando joven, Francisco empleó esta inteligencia intuitiva y activa en una vida estética y hedonista, la dispersaba en los placeres y en los negocios, en la búsqueda de los honores y de las utilidades. Una idea faltaba a su ardiente talento para que crease algo. En un principio esta idea lo inclinó a la caballería, especialmente a la gloria de las armas, pero pronto la abandonó insatisfecho. Aspiraba a lo excelso. La idea llegó con la llamada irresistible del Eterno y fue la de realizar el reino de Dios en este mundo. ¿Cómo? Viviendo el Evangelio a la letra, a la letra.

¿Qué conquistó la inteligencia de San Francisco con la llamada divina? En un principio experimentó una mudanza en toda su forma tradicional y convencional de considerar sus relaciones con los demás, tanto que a los ojos del mundo apareció como loco. Pero esa locura no es más que la penetración inmediata y la absorción total de la nueva idea que lo dominará hasta la muerte. Después, imitando de Jesucristo, comprenderá mejor a los hombres; los hombres, por su parte, descubrirán en él al imitador de Cristo, y la armonía se restablecerá sobre un plano completamente nuevo, el sobrenatural.

Si la llamada divina cambia su valoración del mundo, él no muda el temple de su ingenio. Como antes de la conversión, tampoco después existen para él ideas abstractas. La pobreza se le aparece como "dama Pobreza", las virtudes se le presentan con plástica concreción: «¡Salve, reina Sabiduría!, el Señor te salve con tu hermana la santa pura Sencillez. ¡Señora santa Pobreza!, el Señor te salve con tu hermana la santa Humildad». La Caridad tiene por hermana a la Obediencia. La tentación es el anillo con que el Señor desposa el alma de su siervo; los demonios son los "esbirros de nuestro Dios"; la melancolía es la "enfermedad del diablo", la "pólvora del diablo", el "mal babilonio"; el cuerpo es el "hermano asno"; los predicadores son los "vencedores de los demonios", la "luz del mundo", los "distribuidores del pan de vida"; los ambiciosos que viven en los palacios son "hijos aborrecidos de la religión"; los ociosos son "hermanos moscas" y los demonios son sencillamente "moscas". Transporta las imágenes del mundo caballeresco al mundo interior que se le abre con la religión. Él se define "esposo de la pobreza", "heraldo del gran Rey", "alférez de Cristo", "juglar de Dios". Sus compañeros son los "caballeros de dama Pobreza" y tienen en la Porciúncula su "tabla redonda". Las Clarisas son las "damas pobres"; San Damián es la "casa real de la Pobreza".

San Francisco no discurre ni discute por medio de razonamientos, sino por imágenes, parábolas, cantos, hechos. ¿Se trata de persuadir al novicio un poco ambicioso de que la ciencia de los libros vale bien poco frente a la acción valerosa? Le recuerda a Carlomagno, Orlando, Oliverio (LP 103; EP 4). ¿Desea mortificar el sentimentalismo de las Clarisas, velado bajo el deseo de una prédica de su padre? Canta el Miserere en un círculo de cenizas (2 Cel 207). ¿Desea hacer comprender a fray León las palabras de San Pablo: «¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!»? Por el camino que conduce de Perusa a la Porciúncula se desarrolla el diálogo famoso en el que el crecimiento de los prodigios que un hombre puede cumplir, sin alcanzar la beatitud, corresponde al crecimiento de las injurias y los padecimientos en los que encuentra la perfecta alegría (VerAl; Florecillas 8). ¿Fray Maseo mastica mal el duro pan de la limosna? San Francisco le hace ver la belleza de la piedra tan blanca y lustrosa, de la fuente tan clara, por último, de la pobreza «que tiene por servidor al mismo Dios» (Florecillas 13).

Con los hombres del mundo y con los pecadores su mente adopta el mismo método. ¿Desea enmendar a los caballeros y a las damas reunidos en Montefeltro para la consagración de un nuevo caballero? San Francisco los atrae cantando: «Es tanto el bien que espero, que toda pena me es placentera» (Consideraciones sobre las llagas, 1). ¿Desea compungir a los ladrones de Monte Casale y hacerles pedir su perdón? Les ofrece hospitalidad (Florecillas 26). ¿Intenta convertir a Saladino? Rechaza sus dones, se expone a la prueba de fuego y busca el martirio (Florecillas 24). ¿Desea poner paz entre el Obispo y el Podestà? Manda, no predicadores, sino cantores (LP 84).

Para restablecer la fe en Jesucristo en las masas reproduce, como puede, su vida. Llora su pasión como si se encontrara en el Calvario; reconstruye el pesebre; recomienda, insiste, suplica que las iglesias sean limpias, los altares hermosos, los manteles cándidos, los vasos sagrados preciosos; que todo diga a los visitantes que allí hay verdaderamente Alguien: Jesucristo.

Hace callar a los opositores, aunque sean Pontífices, con una parábola, con un apólogo o con un canto. Para que Inocencio III apruebe la primera Regla, San Francisco inventa la valiente y poética parábola de la esposa del rey, sola en el desierto (2 Cel 16). Para que Honorio III sancione la segunda Regla, crea el gracioso apólogo de la gallinita negra (2 Cel 24). Parece que con este método intuitivo la actividad menor de la inteligencia posea el primado, y la superior, la fuerza especulativa y dialéctica, pase a segundo plano; pero a los efectos prácticos este método es el más eficaz, sea porque toma a los hombres en lo que tienen de más dispuesto: el sentido y la fantasía, sea porque no ofende el amor propio con una oposición directa. En efecto, quien discute sobreentiende: "Yo tengo razón, tú has errado". El adversario, mientras el otro discurre, poco le escucha, pero se prepara para rebatir y no se da por vencido, porque ceder le parece una humillación. En cambio, frente a un argumento imprevisto que conmueve antes de razonar, aun el antagonista más batallador queda sorprendido, pierde terreno, cede sin advertirlo. Esta elocuencia imaginativa, que refleja el ingenio de nuestro Santo, no se sirve jamás de planes prefijados y de distingos al uso medieval; preparada por una continua meditación, rebosa improvisa y ardiente, sencilla y esencial, indiferente al efecto, dirigida sólo a convencer.

¿Cómo trató San Francisco a su inteligencia? La sometió a las más grandes humillaciones, sin evitar disimularla en ninguna ocasión, consintiendo en pasar por loco; la subordinó a la pobreza, renunciando decididamente a la cultura, que es el más precioso, el más individual, el más inalienable de los capitales, riqueza inmaterial que ensoberbece. Poco la ejercitó también sobre los textos sagrados. Las verdades esenciales le bastaban para meditar largamente. «La memoria lo mantenía alejado de los libros -escribe Celano-, ya que si una verdad llegaba una vez a sus oídos permanecía como objeto de sus meditaciones. Esta forma de aprender y de leer era más rica en buenos frutos que el hojear miles y miles de tratados». Los hombres leen para aprender y para enriquecerse con ideas ajenas; San Francisco poseía en sí su riqueza; la acrecentó después de su conversión acudiendo a la fuente de la suprema Inteligencia.

Sumergió su mente en la oración. Hombre hecho oración, dice Celano, escribía en su corazón las enseñanzas de la sabiduría. De esta inmersión en lo divino recibe San Francisco una visión más profunda. Sus ojos se abrían a la realidad ultrasensible. Veía las almas antes que los cuerpos; aprendió a leer en las conciencias, a descubrir sus pecados, sus angustias, sus tentaciones. Con infalible intuición distinguía los buenos frailes de los malos; adivinaba sus pensamientos, sus deseos, sus debilidades. «Con el ojo del intelecto siempre fijo en la suprema luz... penetraba los secretos de los corazones, conocía los sucesos anteriores y predecía el futuro». La extraordinaria clarividencia adquirida en la contemplación lo llevó a ver incorpóreamente a las criaturas superiores y a las criaturas inferiores. Superiores: los ángeles, «los cuales luchan con nosotros y con nosotros caminan en las sombras de muerte»; inferiores: animales, plantas, seres inanimados, se ofrecieron a San Francisco no sólo en su belleza sensible, como se ofrecen a los poetas, sino en su belleza espiritual de criaturas de Dios. En este sentido (no en el sentido inmanente de Schelling) veía lo infinito en lo finito y unificó la fragmentación de las criaturas en la visión global de la creación, sobre todo, en el amor del Creador, porque la inmersión en lo divino le reveló precisamente esto: que la fuente de todo es la bondad. Toda su filosofía reside en esto. El Cántico del hermano Sol es la síntesis lírica de la inteligencia y de la filosofía de San Francisco. Quiso volverlo a escuchar en el momento de su muerte porque lo consideraba expresión perfecta de su pensamiento, de su certidumbre, de la suprema aspiración de su vida.

La humildad no restó a San Francisco una extrema libertad de pensamiento. No tuvo director espiritual. Su guía fue el Evangelio, su maestro, Jesucristo. Obispos y papas intervinieron en su vida sólo porque eran necesarios para confirmar o limitar sus iniciativas en los cuidados de la Iglesia de Cristo, que es el reino de Dios sobre la tierra.

Por esta independencia de los libros y de los hombres, Francisco se mantuvo originalísimo y dejó una impresión personal dondequiera fijó su atención. La voluntaria pobreza de cultura hace, aun hoy, resplandecer mejor su originalidad, que se manifiesta de dos modos: en el poder para transfigurar los aspectos ordinarios de la vida, como sólo a los artistas es concedido, y en el secreto para descubrir relaciones nuevas entre los hombres y las cosas, entre los hombres y los hombres, entre los hombres y Dios, como es privilegio de los genios.

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San Francisco, un Trovador, dice Görres. Yo diría: San Francisco, un genio. Pero el corazón predominó en su vida de tal manera que ocultó a sí mismo y tal vez a sus más inmediatos partidarios el grado de clarividencia de su intelecto.

Franciscus super omnes cor francum et nobile gessit, «Francisco se distinguió por su franqueza y la nobleza de su corazón», dice Celano (1 Cel 120). Audacia y generosidad, alegría y excelencia de renunciamiento lo adornaron. Tuvo desde la juventud el deseo de superarse, "de salir de plebeyo", diría Maquiavelo. Rico burgués, aspirante a las espuelas de caballero, esperó conquistarlas con las armas y fue valeroso en la batalla de Collestrada; no se desanimó ante el cautiverio; se preparó para mayores empresas, enrolándose en las filas de Gualterio de Brienne. «Jamás las alturas le imprimieron vileza de corazón», ni en la guerra contra los desterrados y los perusinos, ni frente a los Pontífices, ni «en presencia del soberbio Sultán».

A la audacia de caballero unía la libertad de gran señor. Pródigo en el gastar, era generoso no sólo por ambición, sino por esa alegría de dar que es el placer más exquisito de las almas nobles. Dar para hacer felices a los demás. Esto deseo se revela también en la cortesía que le hacía evitar toda palabra ofensiva y que lo llevaba junto al caballero puesto en cuarentena por los otros compañeros de cautiverio; en la cortesía que le hacía donar al noble venido a menos su preciosa armadura preparada para ir a Puglia; en esa cortesía que, aun en la más estrecha pobreza, sabía mantener, encontrando la forma de honrar a los benefactores y amigos cuando le faltara lo necesario. En las amistades juveniles no se contentaba con dar, sino que se daba; por eso «muchas veces se levantaba de la mesa, aunque hubiese comido poco, e iba con ellos -los amigos-, sintiendo los familiares gran aflicción por tan imprevista partida». Naturaleza sociable, festiva, optimista, poseía en sí la alegría del hombre sano que se abandona a la belleza de las cosas y de las horas fugaces, porque no se deja roer por el egoísmo rapaz, y la alegría de su alma se expresaba en al canto trovadoresco. Ni siquiera el cautiverio consiguió deprimirlo. Sus compañeros estaban melancólicos; él no. Cantaba. Esta alegría comunicativa, esta cordialidad que le hacía simpatizar con todos los hombres, fue uno de los secretos de su fascinación natural. Sintióse regocijadísimo después del sueño del palacio, rico en armas, preparadas para él; pero igualmente "alegre y gozoso" se mostró cuando la voz misteriosa de Espoleto malogró su viaje y su carrera militar; alegre, por último, porque soñaba, con todo el ímpetu de la juventud, ilimitados horizontes de libertad y de gloria.

Faltaba una gran pasión a esta alma de fuego; ésta llegó con la idea que conquistó no sólo su mente, sino su corazón, grado a grado, desde 1204 a 1209; la idea del advenimiento del reino de Dios mediante la imitación de Cristo. Esta idea acabó con sus afanes de gloria y detuvo su viaje a Puglia. ¿Valía la pena servir a un vasallo cuando el Rey de los reyes lo llamaba? Esta idea iluminó su corazón en una noche de gozo. ¿Valía la pena cantar y sufrir por una joven de Asís cuando una dama de incomparable belleza, la religión de Cristo en su divina pobreza, esperaba, hacía siglos, al caballero que la sacara del abandono, la amara con fe y combatiera por ella? Y fue su corazón quien debía encarnar la idea en la acción.

La transformación de sus gustos de hombre de mundo comenzó con un acto de caridad realmente heroico: el abrazo al leproso. Heroico en verdad; piénsese en la repugnancia que estos desventurados, evitados por todos, provocaban a su refinada elegancia. La palabra de San Damián fue decisiva en su vida, no sólo por lo que ordenaba (vete y repara), sino por el cambio que obró en su corazón. Christus patiens, el Cristo paciente se le reveló en tal forma, que desde entonces llevó espiritualmente los estigmas; el joven alegre, que sólo deseaba gozar, se volvió el hombre de las lágrimas. Su corazón "derretido en la pasión del Señor", su llanto alto y reprimido por las campiñas de Asís, nos dicen de su capacidad para identificarse con las escenas del Evangelio, con tanta fuerza evocadas, pero nos dicen también de su delicada y poderosa sensibilidad. Pero él no era hombre de encerrarse en la soledad y en el llanto. La audacia del caballero resurge en el desafío que envía al mundo al volver a entrar en Asís -donde había sido rey de las fiestas- pobre y despreciable, después de un mes de vida eremítica transcurrido en aquella gruta cerca de San Damián. Pasada la crisis de la conversión, todas las energías naturales recuperan en Francisco su vigor. Antes que cualquier otra (puesto que ya ha encontrado su camino) resurge la alegría. Si cuando "flor de los jóvenes" cantaba como un trovador, ahora canta como "juglar de Dios". El dolor de los pecados lo consume, pero no agota su vena, que en las mismas lágrimas toma nueva linfa para elevarse hacia el azul. Su alegría es la de un corazón renacido y hecho niño, pero es también la de un hombre que, con la pobreza, ha alcanzado la libertad; nada hay ya que lo ate, como la casa y la tierra; nada que le pese, como el dinero y los libros; nada que aprisione el corazón y retenga su paso, como una criatura demasiado amada.

Se reafirma en él, no obstante dama Pobreza, la generosa necesidad de dar. Los primeros pasos hacia la conversión están ya señalados por un aumento de limosnas, que hasta a su madre preocupaba como una extravagancia. Dar era necesidad insaciable de su naturaleza. Omni petenti tribue, dar a todo el que le pida es su programa después de la conversión. Dar, ¿pero qué? A sí mismo, cuando la pobreza lo despoja de todo; darse no ya a sí mismo, sino la inagotable riqueza espiritual que el Señor pone a su disposición, cuando ya no queda de sí más que el espíritu anhelante de hacer conocer a Dios, de hacer abrir a todos el Paraíso. El "Perdón" de Asís, excepcional indulgencia para ese siglo, es consecuencia de su afán de donación; las cartas a sus hermanos, los mensajes a todos los fieles, la institución de la Tercera Orden son una prueba de su inagotable deseo de extender a todos las riquezas del espíritu. Francisco da porque ama, ama vigorosamente, sin sentimentalismos. La medida del amor elegida por San Francisco para sí y para los suyos es esa capaz del máximo sacrificio: el amor maternal. En la parábola que refiere a los Papas para obtener la aprobación de su Regla, representa su papel de fundador con imágenes maternales. Él, identificado en la pobreza, es la mujer pobre, pero hermosa, amada en el desierto por el supremo Rey, y madre de muchos hijos; él, "pequeño de estatura y de tez negruzca", es la gallinita negra que tiene tantos pollitos que no puede cobijarlos bajo sus propias alas.

Ese respeto por los nobles, por los ricos, por los doctos, considerados como hermanos, como benefactores, como maestros; ese deseo de corregir las costumbres con el ejemplo más que con las palabras; ese evitar el reproche directo para sólo edificar con la caridad, documentan la extraordinaria delicadeza de su alma, que se volvía también hacia las criaturas inferiores. Francisco iba al encuentro de ellas con la instintiva simpatía del poeta, elevada después por la gracia a fraternidad universal; las criaturas, presas de esta simpatía, lo comprendían y le respondían inmediatamente, obedeciéndole. La humildad lo hacía tímido y audaz al mismo tiempo; tímido, cuando debía confirmar su autoridad, tan viva era en él la conciencia de haber pecado y el respeto por la personalidad ajena; audaz, cuando debía exponerse a la fatiga y a la humillación o bien cuando se trataba de defender a dama Pobreza.

Super omnes cor francum gessit, «Francisco se distinguió por la franqueza de su corazón». Franco, es decir, libre. Lo lamento por esos biógrafos que lo presentan como víctima de la Iglesia católica o en algún sentido débil frente a su protector y amigo el Cardenal Hugolino. Francisco no se hizo siervo de los hombres, sino sólo de Dios; por eso venció aunque pareció vencido. Cuando joven, cruz y delicia de los padres, no obedecía a nadie. Su canto en las cárceles, que irritaba a los compañeros, no es sólo poética evasión de la realidad augusta, es, más bien, un desafío a los vencedores, un "me río" dirigido a las cadenas de hoy en vista de la victoria de mañana, en fin, una alegre reivindicación de la libertad espiritual. Independiente, como ya se ha visto, su inteligencia; independiente su voluntad. En los primeros tiempos de la conversión «a nadie manifestaba su secreto, ni se valía en todo esto de otro consejo que el de sólo Dios, que había comenzado a dirigir sus pasos, y, a veces, del que pudiera darle el obispo de Asís» (TC 10). Más tarde, cuando tuvo que disciplinar con una Regla a los hombres que lo seguían, escogió el Evangelio, únicamente el Evangelio, y no quiso saber nada de las antiguas y consagradas reglas de San Agustín, de San Basilio, de San Benito. Si para los otros mitigó el rigor, no admitió, para sí mismo, concesiones; por el contrario, se ciñó cada vez más a la santa Pobreza. Se sometió a la Iglesia Católica, pero con perfecta libertad de espíritu, según observó el mismo Sabatier; con adhesión de hijo, no con pasividad de vencido.

Super omnes cor nobile gessit, «Francisco se distinguió por la nobleza de su corazón». Esta nobleza de corazón pone también Francisco en la concepción de la mujer, concepción verdaderamente nueva, a pesar de que sus antiguos biógrafos -Celano y San Buenaventura- se esfuercen por atribuirle, por respeto, las teorías medievales, mientras los biógrafos modernos, por el contrario, desde Sabatier a Bargellini, tienden a presentar románticamente sus relaciones con Santa Clara, perdiendo de vista, a mi parecer, las características de la época y del hombre.

Como siempre, la novedad revolucionaria de Francisco no reside tanto en sus palabras como en sus actos. Para comprenderla en este caso es necesario recordar la condición de la mujer en el siglo XIII. Existía la mujer de la poesía, la mujer de la ascética, la mujer de la vida real, fuera laica o religiosa.

La mujer de la poesía era la soberana del corazón, aquella cuya sonrisa recompensaba al caballero por las mil fatigas y por las más difíciles pruebas y lo incitaba a gestas gloriosas. Era el sueño de los trovadores, la heroína de los romances caballerescos, fomentada, en parte, por el ideal cristiano, pero más aún por la fantasía y la pasión, puesto que todas estas damas etéreas eran adúlteras.

La mujer de las obras ascéticas aparece como lo opuesto: hija de Eva, seductora, instrumento de pecado, criatura de perdición. No sólo los ascetas sino también los filósofos la consideraban con sospecha, volviendo a examinar la antigua duda aristotélica: si tendría alma.

La mujer de la vida común, si laica, permanecía en una condición de perpetua subordinación, pasando de la tutela del padre a la del marido o a la de los hermanos, o viuda, a la del jefe de familia; si religiosa, era olvidada a la sombra de los grandes monasterios, donde, sin embargo, podía elevarse a la dignidad de abadesa y conquistar así una importancia igual a la de los grandes feudatarios o a la de los mismos Obispos.

San Francisco, al imitar a Jesucristo, vio el alma de la mujer y su alto destino. Aleja, simplemente, a aquellas que no son mujeres, sino hembras; protege a la joven que quiere consagrarse al gran Rey y con audacia de paladín defiende su fuga de la casa paterna y la encamina por una vida nueva de pobreza, de trabajo, de apostolado, su misma vida, que no es la de las abadías y que sólo por necesidad histórica se encierra en el claustro. Frente a Santa Clara, San Francisco se mantiene padre y maestro. No necesita de Clara, como se ha dicho, para mantener su entusiasmo, si bien ella necesita de él para encontrar y seguir su propio camino.

Frente a la mujer cristiana que vive en el mundo la vida común: esposa, madre, viuda, San Francisco no toma la actitud del poeta, ni la del asceta, sino la actitud de Jesucristo frente a las piadosas mujeres. Su amistad con Jacoba de Sietesolios es viril. La trata de igual a igual. Y la llamaba fray Jacoba. Al mismo tiempo acude a ella para aquellas cosas que sólo saben hacer las mujeres. A ella confía el corderito salvado de la muerte; reposa en su casa; come sus mostacholes, desea verla en la hora de la agonía; con escándalo de los hermanos pusilánimes hace abrir la clausura para que ella entre; le pide los cuidados propios de las mujeres; establece con Dama Jacoba una amistad que, sin quitar a la mujer su condición de tal, prescinde de su femineidad, porque es una amistad sobrenatural.

Corazón magnánimo, semper ad maiora conscendere, «escalar siempre cumbres más altas», como dice San Buenaventura (LM 1,5), era su aspiración. Y el maiora, para él, se traduce en la acción. La llamada divina, respetando su naturaleza expansiva, no lo aleja de la vida. Después de las palabras del Crucificado de San Damián, su primer pensamiento es construir. Después de los estigmas, cuando las sangrantes llagas le dieron derecho para entregarse a la contemplación, se separa del Alvernia con un adiós desgarrador, pero vuelve, así llagado y débil, a la aspereza de la vida cotidiana, en medio de los hombres que aman y odian, que trabajan y luchan, que pecan y expían ininterrumpidamente. Su lugar no está en la cumbre silenciosa de un monte adonde no llega el eco de las pasiones tempestuosas y amargas del mundo, sino entre las tempestades del mundo. Allí lo lleva su corazón; allí lo desea Dios.

Resumiendo cuanto he dicho acerca del hombre Francisco puedo concluir que su inteligencia intuitiva, transformadora, realizadora, y su corazón valeroso, generoso, libre, delicadísimo, fueron orientados e impulsados por una idea que se posesionó de él con ímpetu divino: volver al Evangelio. Volviendo literalmente al Evangelio, concilió la vida activa con la contemplativa, el cuerpo con el alma, lo finito con lo infinito, lo contingente con lo eterno, porque así había contemplado, en el Hombre-Dios, reunidos y en paz, a estos términos antitéticos.

Con intuición de poeta y de santo reveló a los hombres la naturaleza humana de Cristo, que la Edad Media, preocupada en hacer resplandecer contra los herejes su divinidad, había olvidado; de esta revelación procede una nueva orientación del arte y de la piedad; del arte que desea reproducir los hechos más señalados de la vida de Jesucristo y de la Virgen; de la piedad que acercó Dios al hombre y volvió a bendecir la naturaleza, considerando en ella más la obra divina que las consecuencias maléficas de la culpa original.

San Francisco introduce en la santidad el sentido de la belleza, e introduce en la caridad o amor el espíritu caballeresco, aligerando así a la santidad como de una capa de plomo y a la caridad de ese no sé qué de utilitario y de compasivo que es como su criptogamia. Debido a este sentido poético, no atemoriza la tremenda austeridad del estigmatizado del Alvernia.

II.- La italianidad de San Francisco

La santidad no tiene patria. Florece bajo todos los cielos. Pero el santo es hombre; como tal, pertenece a la tierra donde nace, toma algo de su aspecto, hereda en parte su historia. A su vez deja en su tierra algo de sí mismo, de su carácter original, y la señal es más o menos marcada según el grado de ingenio del santo. Un psicólogo positivista, de esos que están convencidísimos de la influencia del ambiente sobre el individuo, encontraría fácilmente en el hombre Francisco, las diversas etapas de la civilización italiana, según se sucedieron en aquella región central de nuestra península que fue patria del Santo: el impulso guerrero de los antiguos Umbríos, la misteriosa religiosidad de los Etruscos, el genio de la acción y el equilibrio de los Romanos, el amor por la aventura y por los peligros que distingue a los navegantes y mercaderes de nuestra Comuna medieval. En el hombre Francisco existe algo de la gentileza, del pudor y del amor a la tierra de Virgilio; existe una alegría solar que resume lo mejor de la espiritualidad mediterránea y anticipa la mejor espiritualidad de nuestro Renacimiento; existe, al mismo tiempo, el respeto por la riqueza y el desprecio por el dinero, que es precisamente una característica de nuestra gente, y que Maquiavelo resumirá en la famosa expresión: el oro no hace el nervio de la guerra. En el hombre Francisco existe esa adaptabilidad a las incomodidades y a las privaciones que distingue entre todos al pueblo italiano y que surge, no de la resignación pusilánime de una "moral de esclavos", sino del humanísimo principio de que el espíritu debe dominar a la materia, principio reforzado por el pensamiento puramente cristiano de que "la vida vale más que el alimento y el cuerpo más que el vestido". Los dos elementos: "sumisión en la libertad y libertad en la sumisión" que asombraban a Sabatier y que le parecían a él, protestante, constituir la originalidad del Catolicismo de San Francisco, son, en verdad, elementos propios del carácter italiano, el cual, con equilibrio enteramente suyo, proveniente de Roma madre, sabe conciliar, como ningún otro pueblo, autoridad y libertad, evitando así en su recorrido histórico la anarquía y la tiranía, las revoluciones sangrientas y las represiones trágicas.

Por esta unión con nuestra más genuina tradición, San Francisco, en todos los aspectos de su poliédrica fisonomía, representa al pueblo italiano; y el pueblo italiano puede encontrarse a sí mismo en cada momento de su vida.

El San Francisco de San Damián y de Rivotorto es la Italia obrera y rural, la humilde Italia dantesca que trabaja mucho, come poco, se adapta a todo, se contenta con nada, es decir, con un mucho que es todo suyo: con su sol.

El San Francisco del Alvernia es todavía la Italia pobre y sencilla, pero sedienta de lo divino, arrebatada por el deseo de lo infinito y por esa fiebre de perfección que torturaron a Dante y a Petrarca, a Leonardo y a Miguel Ángel, a Leopardi y a Manzoni.

San Francisco, camino de Marruecos, de España y de Francia, abre la ruta a los misioneros franciscanos italianos que llevan el tesoro de la fe y de la civilización a tierras lejanas, y lo llevan con sencillez y pobreza de medios.

San Francisco, allende el mar, en "presencia del soberbio Sultán", inicia el apostolado de los misioneros franciscanos italianos para recuperar el Islam por medio de una cruzada armada de comprensión, de humanidad, de civilización desinteresada.

Contra todos aquellos que niegan religiosidad interior a los italianos, San Francisco demuestra en el Evangelio vivido el fondo profundo y fecundo del Cristianismo, sobre todo, muestra un acuerdo tan equilibrado entre lo humano y lo divino que evita el escollo del panteísmo inmanente, como sería el de una fría trascendencia, que oculta a Dios. A quienes nos acusan a los italianos de superficialidad religiosa, podemos responderles con numerosos nombres: Virgilio, Francisco de Asís, Dante, Miguel Ángel, Manzoni. De todos estos, Francisco, por su santidad, es el más universal. Por su mérito, nuestra literatura se abre con ese Cántico del hermano Sol, que es un himno a la vida y, al mismo tiempo, una alabanza a Dios por medio de las criaturas, y un agradecimiento a Dios por la belleza y la utilidad de las mismas.

III.- San Francisco en la vida italiana

Italia, de siglo en siglo, ha amado siempre a su Santo. Lo ha visto realísticamente con los ojos de Cimabue en el aspecto casi selvático a que lo había reducido dama Pobreza: hirsuto de cabellos y de barba, dulcísimo en los grandes ojos que devoraban su rostro. Lo ha visto con los ojos renacentistas de Lucas Della Robbia en su belleza supersensible: el cuerpo exiguo que desaparece bajo el hábito, el purísimo rostro consumido, pero no alterado por la penitencia; la boca viril y trémula, los ojos quemados por las lágrimas. Lo ha visto a través de la piedad del siglo XVII de Guido Reni, en la aspereza ascética del eremita, consolada por el amor divino. Lo ha visto románticamente con Dupré en la humildad del pobrecito que se hermana a los pequeños y se abandona confiado al Padre celestial.

Italia comprendió a San Francisco y lo celebró con Dante, lo cantó con Tasso, con Carducci, con Pascoli; lo ha amado y seguido en la continuidad viviente de sus tres Ordenes que le proporcionaron, en cada época, representativas figuras en todas las clases sociales. Dante y Maquiavelo contemplaron con admiración la heroica pobreza de San Francisco. Su espiritualidad evangélica guió a los italianos Rosmini, Manzoni, Tommaseo, León XIII, Pío XI.

Los siglos en los que la tradición cristiana fue más vigorosa veneraron en San Francisco al estigmatizado. Fue necesario el Romanticismo para descubrir en él al poeta. No es para maravillarse; la distancia permite abarcar las altas montañas, el tiempo, comprender todo el alcance de un genio. A este descubrimiento del Romanticismo sucedió el del Resurgimiento, que en la pobreza de San Francisco, en su sencillez, en su popularidad y en sus tres Ordenes reconoció los caracteres de la estirpe, vio en el Pobrecito al más italiano de los santos y lo colocó junto a Dante. Con el Resurgimiento florecieron conjuntamente los estudios dantescos y los estudios franciscanos.

IV.- San Francisco y el pueblo

Francisco fue un santo tan representativo de la religiosidad de los italianos que el breve de Su Santidad Pío XII, que en 1939 lo proclama patrono de Italia, acoge, resume y sanciona, con grado de autoridad pontificia, un vivo deseo del corazón de todos los italianos; la lámpara de las Comunas que arde permanentemente en la cripta de la basílica de Asís, ante la rocosa tumba del gran Pobrecito, dice cuál es la fe y también la «suprema vocación del pueblo italiano, que es esencialmente vocación religiosa» (F. Martire). Tal vez hoy más que nunca, Italia, pobre y humillada, puede volverse hacia su Santo e invocarlo para que su humilde pueblo pueda, en medio de los inauditos sufrimientos, encontrar el camino de su verdadera elevación. No es vana retórica este proposito de conducir nuestro pueblo a San Francisco.

En efecto, sometido, como se ha visto, el generoso impulso de su alma a los preceptos del Evangelio, Francisco fue al encuentro del pueblo, se unió con el pueblo que trabaja y sufre, vivió su misma vida y de esta identificación con él extrajo la primera inspiración para lo que fue el apostolado de los "pobrecitos hermanos" que educó y creó. Este apostolado del pueblo fue siempre el gran objetivo de San Francisco. Después de la conversión, no sólo renunció a los ambiciosos sueños de nobleza caballeresca, sino también a la tranquilidad, al recogimiento, a la devoción elevada y solitaria que podía darle la abadía medieval, una de esas grandes abadías medievales que eran al mismo tiempo fortaleza y castillo, ciudadela de oración, hogar de estudio, centro de trabajo, refugio de espíritus selectos, insatisfechos del mundo; renunció no sólo a esta distante aristocracia espiritual, sino a la vida eremítica que lo atraía fuertemente, a la soledad absoluta que era su beatitud, porque asimilando el Evangelio dio una dirección muy distinta a su vida cuando comprendió que Dios ama y prefiere a los pobres; por amor a Dios no sólo se hizo pobre, sino, cosa más difícil, fraternizó con los pobres, trabajó junto a ellos y como ellos. San Francisco no fue un mendigo de profesión, como algunos creen, fue más bien un gran trabajador. A la mendicidad, que para él es humildad -que solicita la caridad ajena-, a la mendicidad recurría cuando el trabajo no bastaba para su sostenimiento; no aceptaba hospitalidad si no la pagaba con su trabajo. ¿Qué trabajo? Todo trabajo era noble para San Francisco; él los conocía todos, desde el más humilde al más elevado; conocía el trabajo del obrero que restaura iglesias, el del bracero que ayuda al campesino a segar, a guadañar, a podar, a vendimiar; el del pinche que friega la cocina de los grandes. Pero a todos los trabajos prefería el trabajo del apóstol que, sin alforja y sin calzado, recorre las ciudades y las aldeas predicando el reino de Dios; que con la misma sencillez entra en los palacios y en los tugurios para iluminar las conciencias con las verdades eternas; que va más allá de los montes y más allá de los mares a llevar el Evangelio, es decir, la civilización, la única civilización verdadera que no teme la superación.

Aun en este trabajo de apostolado Francisco se mantiene unido al pueblo; interpreta sus sentimientos, sus aspiraciones, su poesía y, digámoslo, sus derechos. Llamó "menores" a sus frailes, y el calificativo de "menores" tenía, en su época, un preciso significado social y político, ya que Asís, como todas las ciudades italianas, estaba dividida en "mayores y menores", pueblo alto y pueblo bajo. San Francisco se colocó a sí mismo y a los suyos entre el pueblo bajo.

Toda la poesía franciscana de los orígenes es popular y, precisamente por eso, emplea el latín vulgar, no el de los doctos, no el francés de los aristócratas, no el provenzal de los trovadores. Las Florecillas, verdadera epopeya en prosa de la tabla redonda franciscana, «son obra de inspiración esencialmente popular» y conservan su perfume por estar recogidas y ordenadas, no por hombres de letras, sino «por frailes menores, es decir, por religiosos acercadísimos por la Regla y por las costumbres de vida a la gente humilde y a los trabajadores de la tierra» (T. Gallarati Scotti). Debido al sello vigoroso e indeleble del fundador, toda la Orden de los Menores ha permanecido popular en el espíritu, en la vida, en las formas de predicación y de apostolado, y este carácter de popularidad le ha permitido actuar cristiana y benéficamente sobre las masas de todos los siglos, desde la época de San Francisco a la nuestra, es decir, a la época de Fray Lino de Parma, el popular amigo de los pobres y de los encarcelados.

San Francisco pertenece al pueblo y a él se une, no tanto en el sentido antiguo y un poco rebelde de la palabra, como en un sentido suyo, personal, que anticipa nuestra era. Su fraternidad universal, su caridad hacia todos, aun hacia los ricos, aun hacia los ladrones, su respeto por la autoridad constituida, su profundo sentido jerárquico, que lo distingue claramente de los herejes -que eran, nótese bien, subversores de la paz y de la justicia en la vida de la Iglesia-, hacen que se le eleve como símbolo del pueblo moderno, que no es ni noble, ni burgués, ni plebeyo, según el significado histórico de estas palabras, pero que resume todas estas categorías sociales en su mejor significado de tradición, de trabajo, de sencillez y de humildad.

San Francisco, hijo de un mercader y de una noble dama, desechando la herencia de burgués adinerado y de noble ambicioso, dio las espaldas a la vieja aristocracia y a la naciente burguesía, cuando ante el Obispo (es decir, ante la Iglesia, madre de todos, por ser madre de almas) depositó los vestidos y el dinero a los pies de Pedro Bernardone y mal cubierto por una capa de campesino se fue por los caminos del mundo; San Francisco, en esa su resolución, anuncia que el mundo no tendrá paz ni justicia si no acepta y no aplica la ley del Evangelio.

V.- Conclusión

Umbría, corazón de Italia, puede sentirse orgullosa de sus dos santos. Entre Roma y la Edad Media se yergue gigantesco, alta y serena la frente, como las montañas de Norcia, San Benito.

Entre la Edad Media y el Renacimiento se eleva, sutil y luminoso, desde el Subasio, San Francisco.

Dos hombres, dos piedras milenarias de la historia de las Órdenes religiosas, dos fechas en el desarrollo de la espiritualidad italiana. Y sin solución de continuidad.

El ora et labora de San Benito es retomado por San Francisco en íntima unión con las nuevas exigencias históricas; es por él unido, con evangélica pasión hacia el pueblo, a la pobreza; es por él llevado, con dinámico fervor de apostolado, entre las masas.

Con el Santo de Asís comienza, si no precisamente una nueva historia, en verdad, una nueva concepción de la vida; tan nueva, que siete siglos no la han agotado; más aún, sólo hoy advertimos en toda su plenitud la madurez y la actualidad de muchas instituciones de San Francisco, que pasaron desoídas e incomprendidas por los contemporáneos.

Los italianos, pobres y creyentes como su patrono, deben reconocer en el Santo de Asís la síntesis de sus esperanzas sobrenaturales y deben invocar su ayuda con su lema: Pax et bonum.


Agustín Gemelli, O.F.M., Humanidad e italianidad de San Francisco de Asís, en Idem, S. Francisco de Asís y sus "Pobrecitos". Buenos Aires, Ed. Pax et Bonum, 1949, pp. 59-75.

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