|
LA ESPIRITUALIDAD DE SAN
FRANCISCO DE ASÍS
|
. |
Al descender la gracia divina sobre una naturaleza tan bien provista de dones intelectuales y tan adornada de cualidades físicas y morales como la de Francisco, debía producir una espiritualidad en extremo fecunda. Fue tal la influencia ejercida por esta espiritualidad en el movimiento franciscano y por él en la vida religiosa de los siglos posteriores, que es indispensable conocerla bien a fondo. Elementos esenciales de toda vida espiritual son: 1.º, un ideal particular; 2.°, un conjunto de ideas y sentimientos que de él derivan; 3.°, caracteres que la especifiquen; 4.°, frutos que le sean propios. Nuestra vida espiritual consiste en tender a la perfección, o lo que es lo mismo, en esforzarnos por conseguir nuestro fin mediante la unión con Dios según la doctrina de Jesucristo. Desde los primeros días de la Iglesia no han cesado sus obispos y doctores de presentarnos a Jesús como el modelo acabado del cristianismo, y de explicarnos en sus sermones y en sus comentarios a la Santa Escritura las funciones y los fundamentos de la vida espiritual. Difícilmente se hallará algo más variado que la aplicación de estos principios, porque aun cuando la doctrina predicada y practicada por Cristo es necesariamente el ideal a que todas las almas cristianas deben aspirar, ni todas se inspiran en ella de la misma manera, ni todas beben el amor de Dios en la misma fuente principal, ni producen todas idénticos frutos. De ahí esa maravillosa diversidad de espiritualidades en el seno de la Iglesia Católica. I. Ideal de San Francisco Las diversas fases de la conversión de San Francisco nos hicieron ya asistir a la génesis de su ideal. Primeramente, una fe viva y sencilla iluminó su alma, no bien el sentimiento religioso se hubo despertado en ella; bajo los rayos de esta luz, el temor de Dios y el arrepentimiento se apoderaron de él. Más tarde, la visión de Jesús Crucificado enciende en su corazón un amor ardiente, que le comunica la valentía necesaria para someterse a las purificadoras pruebas del propio renunciamiento, ineludible preliminar de toda vida perfectamente cristiana. Y, por último, este encendido amor le lleva a la imitación de Cristo. El amor fue quien reveló a Francisco -que no había cursado las escuelas teológicas- las excelencias y grandezas del dogma de la Encarnación. Que de él estaba plenamente penetrado, nos lo dicen sus cartas, sus reglas, sus admoniciones casi en cada una de sus páginas. El Verbo hecho carne es el centro de su vida: Jesús, el Hijo de Dios, es para él en verdad el mediador entre Dios y los hombres, el autor de nuestra salvación, el fundamento de nuestra esperanza, Aquel por quien y en quien es necesario orar, el camino, la verdad y la vida, la luz del mundo... nuestro modelo. Imitar a Cristo, será, pues, el ideal de San Francisco de Asís. Su principal deseo, dice Tomás de Celano, su intención más elevada y su resolución suprema, era el observar en todas las cosas el santo Evangelio, practicar la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo, seguir sus huellas e imitar sus ejemplos (1 Cel 84). «¡Oh, cristianísimo varón -exclama San Buenaventura-, que en su vida trató de configurarse en todo con Cristo viviente, que en su muerte quiso asemejarse a Cristo moribundo y que después de su muerte se pareció a Cristo muerto! ¡Bien mereció ser honrado con una tal explícita semejanza!» (1). San Francisco no se contenta ni con una imitación parcial o puramente externa, ni con una fácil y remota semejanza. Su constante ambición fue la de evitar el fariseísmo y profesar una religión verdaderamente interior. «El espíritu de la carne -decía- quiere y se esfuerza mucho en tener palabras, pero poco en las obras; y no busca la religión y santidad en el espíritu interior, sino que quiere y desea tener una religión y santidad que aparezca exteriormente a los hombres» (1 R 17). «¡Ay de aquellos que se contentan de solas las apariencias de vida religiosa!» (2 Cel 157). Para él, imitar a Cristo no consiste solamente en regular su conducta tomando por norma de vida los preceptos y consejos evangélicos más o menos mitigados por los consejos de la prudencia humana, sino en hacer suyas propias las ideas de Cristo, en sentir y pensar como Él pensaba y sentía y obrar como Él obraba. San Francisco ansía la unión e identificación más perfecta posible con Jesús. A ello le ayudaba poderosamente la naturaleza objetiva y realizadora, que en los días de su juventud le hacía vivir en constante compañía de los héroes legendarios de la caballería. Él quisiera experimentar ahora en su cuerpo y en su alma los dolores sufridos por el Divino Maestro. «Señor mío Jesucristo, dos gracias te pido me concedas antes de mi muerte: la primera, que yo experimente en vida, en el alma y en el cuerpo, aquel dolor que tú, dulce Jesús, soportaste en la hora de tu acerbísima pasión; la segunda, que yo experimente en mi corazón, en la medida posible, aquel amor sin medida en que tú, Hijo de Dios, ardías cuando te ofreciste a sufrir tantos padecimientos por nosotros pecadores». Esta plegaria, que las Florecillas (III Cons. sobre las Llagas) ponen en boca de San Francisco antes de recibir las Llagas, tal vez no sea auténtica; pero no puede negarse que ella expone en toda su plenitud la sublimidad de su ideal. «Tened en vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Fil, 2,5), había dicho San Pablo, el primero y más preclaro doctor de esta imitación de Cristo, llevada, según frase del mismo Apóstol, «hasta la comunión en sus padecimientos, hasta hacerme semejante a él en su muerte» (Fil 3,10). Toda la espiritualidad de San Francisco se encierra en estas palabras. La conformidad de su vida personal con la vida de Jesús fue tan íntima, tan integral su imitación, que se diría haber caído en un literalismo a primera vista sorprendente. «Nunca fue oyente sordo del Evangelio -nos dice Tomás de Celano- sino que, confiando a su feliz memoria cuanto oía, procuraba cumplirlo a la letra sin tardanza». Jesús dijo: «A nadie llaméis maestro», y Francisco prohíbe el empleo de dicho término para designar a los superiores de su Orden. Jesús dijo: «Nadie es bueno sino Dios», y Francisco cambia el nombre de su médico de cabecera, que se llamaba Bongiovanni (Buen Juan), en Bembegnato (LP 100; EP 122). Estos ejemplos de servilismo a la letra del Evangelio, y otros varios que tendremos ocasión de examinar más tarde al hablar de la pobreza, denotarían en San Francisco muy limitados alcances, si no conociéramos ya la habitual amplitud de sus miras, ni halláramos otra explicación de todo en todo evidente en su encendido amor, que le inspiraba el más profundo respeto a toda palabra salida de los labios de Jesús. El Evangelio es el sello de Cristo, y el espíritu franciscano es su leal impronta en el corazón de Francisco de Asís. II. Fuentes del ideal de San Francisco 1.- Su amor a Jesús El Cardenal Odón de Chateauroux ( 1273), en un discurso pronunciado ante los Frailes Menores, observó ya el lugar preeminente que en la vida del Pobrecillo ocupa la caridad. Después de haber exaltado la austeridad de su pobreza, continúa diciendo: «No fue ciertamente por la literatura o la ciencia como el bienaventurado Francisco descubrió este género de vida, sino por el fervor y la devoción de su caridad, ya que sólo por el ardor de la caridad puede llegarse a un tal renunciamiento». Siguiendo el ejemplo de Tomás de Celano y San Buenaventura, todos los historiadores posteriores del Seráfico Padre han puesto de relieve la vehemencia de su amor a Dios. «Bien lo saben cuantos hermanos convivieron con él: qué a diario, qué de continuo traía en sus labios la conversación sobre Jesús; qué dulce y suave era su diálogo; qué coloquio más tierno y amoroso mantenía. De la abundancia del corazón hablaba su boca, y la fuente de amor iluminado que llenaba todas sus entrañas, bullendo saltaba fuera. ¡Qué intimidades las suyas con Jesús! Jesús en el corazón, Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos, Jesús presente siempre en todos sus miembros. ¡Oh, cuántas veces, estando a la mesa, olvidaba la comida corporal al oír el nombre de Jesús, al mencionarlo o al pensar en él! Y como se lee de un santo: "Viendo, no veía; oyendo, no oía". Es más: si, estando de viaje, cantaba a Jesús o meditaba en Él, muchas veces olvidaba que estaba de camino y se ponía a invitar a todas las criaturas a loar a Jesús. Porque con ardoroso amor llevaba y conservaba siempre en su corazón a Jesucristo, y éste crucificado, fue señalado gloriosísimamente sobre todos con el sello de Cristo» (1 Cel 115). Con tan fervoroso afecto, dice a su vez San Buenaventura, era transportado en Cristo, y el Amado le profesaba en retorno tan familiar amor, que, como dijo a sus compañeros, sentía la presencia del Salvador como si realmente lo tuviera antes sus ojos... Cristo Crucificado, añade el Seráfico Doctor, moraba de continuo cual ramillete de mirra en su corazón, y por el incendio de su excesivo amor Francisco ansiaba a su vez transformarse plenamente en él (LM 9,2). De donde resulta que el amor de Dios, y más particularmente de Jesús, era la razón última de todos sus actos; de la heroica determinación de consagrarse ora a la vida activa de la predicación, ora al sosiego de la contemplación en la soledad; de la práctica de sus virtudes, de una pobreza tan rigurosa, de una humildad tan sincera, de una caridad tan generosa y tierna; de sus viajes para evangelizar a los infieles y de su sumisión a la Iglesia. Tan profundamente penetrado estaba de este amor, que él imprimió a su piedad un carácter particularísimo de familiar intimidad con Jesús. Todo le recordaba la persona del divino Maestro: el cordero que es llevado al matadero (1 Cel 77), el gusano que se arrastra a sus pies (1 Cel 80), las piedras sobre que camina y, más que todo, los pobres que encuentra a su paso (1 Cel 76; 2 Cel 83. 85). Verdad es que todo en la vida del Hombre-Dios le era amable y caro; pero los rasgos de la fisonomía divina que más particularmente se complacía en imitar son -como los textos arriba alegados lo insinúan- aquellos en que el Hijo de Dios parece desplegar más amor y abajarse más, los anonadamientos de la Encarnación y Redención. «Tenía tan presente en su memoria -dice Celano- la humildad de la Encarnación y la caridad de la Pasión, que difícilmente quería pensar en otra cosa» (1 Cel 84). Y es que la Cruz que acompaña al Salvador desde Belén al Calvario sintetiza a los ojos de Francisco todo el misterio de Jesús. Ella es el objeto habitual de su contemplación (2 Cel 85), el pensamiento dominante de su piedad, la chispa que incesantemente mantiene viva la llama del amor. 2.- Su devoción a la Pasión de Jesucristo Imposible es explicar con palabras su devoción a la Cruz (2 Cel 203). Desde el día en que a los comienzos de su conversión la conmovedora visión de Jesús Crucificado le convidó con palabras de exquisita dulcedumbre a seguir el áspero camino del propio renunciamiento (cf. 1 Cel 7; 2 Cel 9; LM 1,5), desde el día en que la voz del Crucifijo de San Damián renovó con tanta confianza y ternura su llamamiento, la más viva compasión se apoderó de su santa alma y, como piadosamente puede creerse, los estigmas de la Pasión divina se imprimieron misteriosamente en su corazón, aun cuando ningún signo externo apareciera en su carne (2 Cel 10). Entonces le fue tan plenamente revelado el grande y admirable misterio de la Cruz, que a partir de aquel momento toda su vida siguió los misterios de Cristo, no gustó sino las dulzuras de la Cruz, no predicó sino las glorias y los triunfos de la Cruz (LM 13,10). La única senda, dice en otra parte San Buenaventura, seguida por San Francisco, fue la de un ardentísimo amor a Jesús Crucificado (Itinerarium, Prol.). Desde entonces, además, le acontecía no poder contener los sollozos y las lágrimas, cual si tuviera siempre fija ante sus ojos la Pasión del Salvador (2 Cel 11); en su honor compuso el Oficio que también Santa Clara se deleitaba en recitar. En sus transportes de júbilo espiritual cantaba en francés las alabanzas del Señor, y todo su alborozo convertíase luego en abundantes lágrimas de compasión hacia Jesús (2 Cel 127). El célebre capítulo de la "Perfecta Alegría", cuya inspiración bebió sin duda el autor de los Actus (Florecillas, 8) en la Admonición V de San Francisco, tan saboreado y tan poco comprendido, pues de ordinario no se ve en él más que una deliciosa página literaria, cuando en realidad es una elocuente lección de amor a la Cruz, termina con estas palabras de San Pablo, que han pasado a ser el mote y divisa de la Orden Franciscana: En cuanto a mí ¡Dios me libre gloriarme si nos es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo! (Gál 6,14). A quien dijere que estos textos y tantos otros que pudieran alegarse (1 Cel 71, 115; 2 Cel 211; 3 Cel 2), son meras amplificaciones oratorias, le bastaría considerar el milagro de las Llagas para convencerse de lo contrario. Porque ¿acaso un privilegio tan singular podía concederse a quien no estuviera profundamente conmovido por el asiduo recuerdo de la Pasión? (2 Cel 109). Este recuerdo es en Francisco algo así como una idea fija, pero de ningún modo morbosa, ya que no permanece aislada y estéril en su espíritu, repeliendo y borrando toda otra idea del campo de su conciencia. Es más bien cual un foco de luz en el que se concentran todas las grandes verdades de la fe. Todas las consideraciones que por sí solas pueden mover a las almas cristianas, como son: el conocimiento de Dios y de la propia bajeza, la filial confianza en Dios y la desconfianza en sí mismo, los beneficios divinos y el amor de Dios para con nosotros, el precio del alma humana, los novísimos, la gravedad del pecado, la vanidad del mundo, etc., San Francisco las halla más vivas e impresionantes en el solo pensamiento de Jesús Crucificado. Ni hay por qué maravillarse, dice el Seráfico Doctor, de que este Santo haya recibido la inteligencia de las Sagradas Escrituras, puesto que por una perfecta imitación de Cristo manifestaba con sus actos su verdad y llevaba al autor de ellas en su corazón (LM 11,2). Al través de la Humanidad del Hijo de Dios descubría la soberana bondad y el soberano poder, la sabiduría y misericordia infinitas, y su alma se desahogaba en efusiones de amor y alabanza, de las que tenemos un magnífico ejemplo en el capítulo último de la primera regla de los Frailes Menores (1 R 23). El amor de Jesús Crucificado llevaba consigo al corazón de Francisco el amor a Jesús presente en la Eucaristía -que tan distinguido lugar ocupa en su piedad- y el amor a todo cuanto se refería a Jesús, a todo lo que había amado Jesús: la Virgen, los Apóstoles, los Santos, los sacerdotes, la Iglesia, la salvación de las almas, los leprosos, los pobres (cf. 2 Cel 196-203). La simplicidad de su mirada no excluía, pues, la riqueza y abundancia de ideas y pensamientos. Nos cuenta una leyenda que, caminando un día Fray León con San Francisco, vio ante el rostro del Seráfico Padre un crucifijo de encantadora belleza, que le precedía a dondequiera que fuese, parándose cuando él paraba, adelantándose cuando él se adelantaba. Su brillo y resplandor eran tan refulgentes, que, reflejada su luz en el rostro de Francisco, transformaba todas las cosas circunvecinas a los ojos de Fray León (Actus). ¡Símbolo sorprendente de las luminosas claridades que la Cruz derramaba en el alma de Francisco sobre las realidades invisibles de la fe y las maravillas de la creación! Concluyamos, pues, que la habitual contemplación de la Cruz y el amor a Jesús Crucificado -fuente del ideal de una perfecta imitación de Cristo- son el pensamiento dominante y el sentimiento principal de la espiritualidad franciscana. La piedad de San Francisco es la sublime piedad de los simples y humildes, que el autor de la Imitación define con estas palabras: «Si eres incapaz de especular y contemplar los más profundos misterios, descansa en la Pasión de Jesús y mora de buen grado en sus sacrosantas llagas» (Libro III, c. 1). Que la Pasión de Cristo fue el gran atractivo de las almas devotas durante toda la Edad Media, es una verdad incontestable: «¡Oh, Señor! -exclamaba San Bernardo-, ¿en dónde podrá mi alma hallar consuelo después de haberte visto a Ti suspendido de una cruz?». «Fuera de Jesús -continuaba diciendo-, no hay cosa que me interese; sin Él, la vida carece de sentido. Mi mirada le busca en todas partes, y en todas las cosas le descubre. Y qué, ¿podría por ventura suceder de otra manera?». Y ya antes había dicho San Agustín: «Que Aquel que por vosotros fue clavado en una cruz, permanezca siempre fijo en vuestros corazones». Todo esto es muy cierto; sin embargo, parece ser que desde los días de San Pablo no ha habido santo alguno que más continua y ardorosamente haya contemplado el misterio de la Cruz y haya sido más profundamente conmovido por él, hasta el punto de llevar en su carne los estigmas visibles, ni quien haya llevado más lejos las consecuencias prácticas que de él se derivan como San Francisco de Asís. III. La caridad y la pobreza en la espiritualidad franciscana Mientras que muchos cristianos no ven en la Pasión de Jesús sino lecciones sobre la mortificación corporal, San Francisco descubre en ella una excelente escuela de amor y de desasimiento. De ahí que la caridad y la pobreza sean los medios por él escogidos para realizar su ideal. 1.- La caridad franciscana El Santo quería que entre sus frailes reinara siempre una bondad verdaderamente maternal. «Si la madre -dice en la Regla- cuida y ama a su hijo carnal, ¿cuánto más amorosamente debe cada uno amar y cuidar a su hermano espiritual?» (2 R 6; 1 R 9; REr). Él, por su parte, para con todos se muestra manso y humilde, y se acomoda fácilmente al modo de ser de cada uno. «El que era el más santo entre los santos, aparecía como uno más entre los pecadores» (1 Cel 83). Para con estos últimos quería que se usara siempre de grande misericordia. «Ámalos -escribía a un Ministro- más que a mí, para que los atraigas al Señor; y ten siempre misericordia de tales hermanos» (CtaM). Nada hay más tierno y conmovedor que esta frase, si no es la esquela escrita a Fray León para consolarle en sus penas y animarle en sus desalientos: «Así te digo, hijo mío, como una madre, que todo lo que hemos hablado en el camino, brevemente lo resumo y aconsejo en estas palabras, y si después tú necesitas venir a mí por consejo, pues así te aconsejo: Cualquiera que sea el modo que mejor te parezca de agradar al Señor Dios y seguir sus huellas y pobreza, hazlo con la bendición del Señor Dios y con mi obediencia. Y si te es necesario en cuanto a tu alma, para mayor consuelo tuyo, y quieres, León, venir a mí, ven» (CtaL). Pocos santos hay que hayan vivido tanto en Dios y para Dios como Francisco, y, sin embargo, pocos se han interesado tanto ni con tanta ternura, indulgencia y compasión como él por las miserias físicas o morales del género humano, no sólo de los amigos o compatriotas, mas también por los desconocidos y hasta por el vagabundo, abandonado y despreciado de todos (2 Cel 22, 83-92, 175-177). «Cualquiera que venga a nuestros frailes -escribe en la primera Regla-, amigo o adversario, ladrón o bandolero, sea recibido benignamente» (1 R 7). Y más adelante: «Nuestro Señor Jesucristo, cuyas huellas debemos seguir, llamó amigo a quien lo traicionaba y se ofreció espontáneamente a quienes lo crucificaron. Por lo tanto, son amigos nuestros todos aquellos que injustamente nos acarrean tribulaciones y angustias, afrentas e injurias, dolores y tormentos, martirio y muerte; a los cuales debemos amar mucho, porque, por lo que nos acarrean, tenemos la vida eterna» (1 R 22). La conversión de los tres salteadores de Monte Casale es una ilustración conmovedora de este precepto y de la manera generosa y liberal, verdaderamente cristiana, cómo San Francisco entendía el mandamiento del amor (cf. Florecillas 26). Su compasión para con los leprosos toca los límites de la más exquisita delicadeza; no duda comer en la misma escudilla que uno de ellos para reparar un sinsabor que con una palabra suya hubiera podido causarle (LP 64). Para calmar el odio y el deseo de venganza que ruge en el corazón de un pobre campesino, sublevado contra las injusticias de su señor, emplea las palabras más dulces y afectuosas, comparte su dolor y le regala el manto (2 Cel 89). No. Francisco de Asís no prestaba oídos de mercader al Santo Evangelio. Pero en donde más se esforzó el Patriarca de los Menores por practicarlo a la letra fue en lo tocante a la pobreza. 2.- La pobreza seráfica Porque Jesucristo dijo a sus discípulos: «No llevéis oro ni plata, no os preocupéis del día de mañana», Francisco anatematiza el manejo del dinero, que consideraba -según una feliz expresión de Pablo Sabatier- como "el sacramento del mal". Se reduce a sí y a los suyos a la mendicidad, y de ningún modo consiente en que se hagan provisiones para el día de mañana. Renuncia para sí y para su Orden cualquiera especie de propiedad, individual o colectiva, porque Cristo no había tenido ni siquiera una piedra en donde reclinar su cabeza. Los sabios y letrados de la Orden le rogaron que conservara a lo menos una parte de los bienes abandonados por los novicios para proveer a las necesidades de los frailes, que de día en día se iban multiplicando. Así lo practicaban las Órdenes antiguas: la vida en ellas era menos inestable y menos precaria. Francisco se negó. Y, sin embargo, sabemos que conocía a fondo el Santo Evangelio, que lo meditaba asiduamente, retenía en su memoria, indelebles, sus palabras y las rumiaba de continuo en su alma, y que con la mayor perspicacia y sagacidad estudiaba las acciones de Jesús: «En asidua meditación recordaba sus palabras y con agudísima consideración repasaba sus obras» (1 Cel 84; 2 Cel 102). Luego no ignoraba que el Maestro había pagado el tributo al César ni que Judas tenía la bolsa (loculi) común de los Apóstoles (2). ¿Por qué, pues, no prefirió a aquellos textos que aconsejan la más absoluta pobreza estos otros, de los cuales, según parece, pudiera haber deducido un ideal de pobreza más discreto, más razonable, más conforme al justo medio y a la práctica común? Una vez más hallamos la respuesta en la vehemencia de su amor. «Ciertamente -dice San Buenaventura-, quiso conformarse en todo con Cristo crucificado, que estuvo colgado en la cruz: pobre, doliente y desnudo» (LM 14,4). El cántico Amor de caritate de Jacopone de Todi, que, a pesar de no ser de San Francisco, está todo él impregnado de su espíritu, le hace hablar así: «Veo en Ti que el saber nos ocultabas, / y sólo amor entreverse podía; / ni de poder muestras ostentabas, / y tu alteza y virtud te desplacía. / Cual fuente copiosa, el amor brotabas: / amor viertes y otra cosa no había. / Tu lengua y ojos sólo amor respiran; / de amor es tu legado, / y con él abrazado, / que mueras todos por el hombre admiran». Tal es el Jesús que Francisco ama apasionadamente, Jesús sufriendo por amor nuestro, abandonado, humillado, empobrecido y despojado de todas las señales e insignias de su sabiduría, de su poder, de su realeza y de su divinidad. Este es el Jesús cuyos rasgos, se empeña él en reproducir. Y por eso la más estricta pobreza pasa a ser su virtud de predilección, precisamente porque por ella imitará mejor las humillaciones, el abandono y el despojo de Jesús Crucificado. El amor ha hecho perder a Francisco la nativa prudencia de hijo de mercader y lo ha entregado a la locura de la Cruz. Y, en efecto, se descubre más de un rasgo de analogía entre el papel que la Cruz representa en la vida de Jesús y lo que en la vida de Francisco significa la pobreza. Así como la Cruz sintetiza todo el misterio de Jesús, así también la pobreza, el ideal franciscano de semejanza a Cristo Crucificado. No habiendo podido Francisco darle la mayor prueba de amor, sacrificando su vida por el martirio para imitar la crucifixión de su Maestro, sacrificó al menos todo cuanto pudo sacrificar mediante la más extrema pobreza. Y de la misma manera que sólo el amor había enclavado a Jesús a la Cruz, así también sólo el amor unió a Francisco con la pobreza. Llámase la pobreza franciscana pobreza seráfica. Y nada más exacto. Porque la pobreza franciscana solamente procede del amor y engendra sólo amor, no la crítica, el anatema o la rebelión, como la repulsiva pobreza de las sectas heréticas o la de aquellos espirituales que más tarde, a fines del siglo XIII, se obstinarán en proclamarse verdaderos discípulos de San Francisco. San Francisco no profesó la pobreza, como los filósofos o anacoretas, por el solo placer de desembarazarse de los cuidados materiales, librarse de la esclavitud de las riquezas o preservarse de sus peligrosas seducciones. Ni la amó como los filántropos cristianos, para cumplir con más larga generosidad las obras de misericordia. Tampoco se vio atraído hacia ella por una idea práctica de ascetismo, de reforma religiosa o de utilidad apostólica. Y esto es precisamente lo que distingue su pobreza de la pobreza adoptada por otros santos. Todas estas consideraciones, muy justas, por otra parte, no pasaban desapercibidas para él, pero eran sólo razones secundarias, y en todo caso no fueron ellas quienes le determinaron. Eran algo así como pruebas de razón que confirmaban las revelaciones del amor. Francisco ama la pobreza solamente porque la pobreza había sido amada por Jesús, «porque Jesús se hizo pobre por nosotros en este mundo», como dice en su segunda Regla (2 R 6,3). Tal es el verdadero móvil de su amor a la pobreza. Ya en la primera Regla había dicho: «Y cuando sea necesario, vayan por limosna. Y no se avergüencen, sino más bien recuerden que nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios vivo omnipotente, puso su faz como roca durísima (Is 50,7), y no se avergonzó. Y fue pobre y huésped y vivió de limosna él y la bienaventurada Virgen y sus discípulos» (1 R 9). Y decía también que «más que los otros religiosos, nosotros debemos sentirnos obligados a imitar los ejemplos de pobreza del Hijo de Dios» (2 Cel 61), y que «la pobreza es virtud regia, pues ha brillado con tales resplandores en el Rey Jesús y en la Reina María» (2 Cel 200). Habiendo observado que, a pesar de haber sido la compañera familiar e inseparable del Hijo de Dios, el mundo la había rechazado, se resolvió a desposarse con ella por un perpetuo amor. Y, en efecto, se unió a la pobreza con una fidelidad inviolable; la miraba como la dama cuyo caballero era él, y la consideraba como la virtud que más amigos nos hace de Jesucristo (2 Cel 200), y como «el camino de la perfección, la prenda y arras de las riquezas eternas» (2 Cel 55), como «el fundamento de la Orden, sobre el cual se apoya primordialmente toda la estructura de la Religión; de suerte que, si se resquebrajara la base de la pobreza, sería totalmente destruido el edificio de la Orden» (LM 7,2). San Francisco hizo de la pobreza el blasón de su casa y familia (Hugo de Digne). Sobre el amor de San Francisco a la pobreza, véase también: 2 Cel 56, 61, 70, 73, 74, 83 y 85. En un hombre tan apasionado como Francisco por el deseo de seguir paso a paso las huellas de Jesús podría parecer sorprendente esta adhesión tan ciega a una virtud que, al fin y al cabo, sólo nos despoja de los bienes materiales. Pero hay que tener en cuenta que Francisco daba a esta virtud una extensión mucho más amplia y profunda que la que de ordinario se le atribuye. Para él la pobreza evangélica no consiste solamente en la privación o mengua de los bienes terrenos y materiales, sino que personifica el espíritu del total renunciamiento de sí propio y de todas las riquezas, tanto materiales como inmateriales. La humildad, la obediencia, la sencillez y la castidad son en su pensamiento hermanas inseparables, o mejor aún, diversas formas de la pobreza. En un breve comentario al capítulo de las bienaventuranzas: Bienaventurados los pobres de espíritu (Mt 5,3), se expresa así: «Hay muchos que, perseverando en oraciones y oficios, hacen muchas abstinencias y mortificaciones corporales, pero, por una sola palabra que les parezca injuriosa para sus cuerpos o por alguna cosa que se les quite, escandalizados enseguida se perturban. Estos no son pobres de espíritu, porque quien es de verdad pobre de espíritu, se odia a sí mismo y ama a aquellos que lo golpean en la mejilla» (Adm 14). Decía también Francisco: «El que quiera llegar a la cumbre de la virtud de la pobreza debe renunciar no sólo a la prudencia del mundo, sino también -en cierto sentido- a la pericia de las letras, a fin de que, expropiado de tal posesión, pueda adentrarse en las obras del poder del Señor y entregarse desnudo en los brazos del Crucificado, pues nadie abandona perfectamente el siglo mientras en el fondo de su corazón se reserva para sí la bolsa de los propios afectos» (LM 7,2). Y añadía, por ejemplo: «Deja todo lo que posee y pierde su cuerpo el hombre que se ofrece a sí mismo todo entero a la obediencia en manos de su prelado» (Adm 3). Examinadas a la luz de estos principios las alabanzas tributadas por Francisco a la pobreza, se hallan plenamente justificadas y se comprende asimismo cómo la pobreza es en verdad "el camino de la perfección", puesto que se confunde con el renunciamiento, sin el cual son imposibles tanto la vida sobrenatural como la perfección cristiana. Convencido por esta idea, San Francisco llega hasta prohibir que sus frailes soliciten privilegios, los cuales pudieran ponerlos al abrigo de las tribulaciones, afrentas y sufrimientos que constantemente acechan a los pobres. Y por idéntica razón envió por primera vez los Frailes Menores a España, Francia y Alemania sin cartas de recomendación. ¿Imprevisión?... Sí: imprevisión querida, deliberada, prevista, si así decirse puede. Cierto, Francisco no podía menos de prever las dificultades que sus enviados debían soportar, las humillaciones y los fracasos que les esperaban en países tan diferentes por sus costumbres, por su idioma y por su clima. Pero ¿acaso podía todo esto acobardar a quien había sostenido con Fray León el diálogo de la perfecta alegría, a quien al recibir la noticia del martirio de los cinco mártires de Marruecos había exclamado: «Ahora sí que puedo en verdad decir que tengo cinco verdaderos Hermanos Menores»? Todo esto, así como la inestabilidad y lo precario de las fundaciones y la incertidumbre del día de mañana, ¿no formaba, por ventura, parte esencial de su programa, el cual no era el de fundar sólidos establecimientos, sino el de dar al mundo el desacostumbrado ejemplo de una realización integral del Evangelio que se extendiera hasta la heroicidad de la paciencia en la desnudez, humillaciones y sufrimientos? Y es lo cierto que no se ha comprendido absolutamente nada de la espiritualidad del amable y dulce San Francisco, de su carácter y de su obra, mientras no se haya alcanzado a penetrar este punto heroico de vista: «Y todos los hermanos, dondequiera que estén, recuerden que ellos se dieron y que cedieron sus cuerpos al Señor Jesucristo. Y por su amor deben exponerse a los enemigos, tanto visibles como invisibles; porque dice el Señor: El que pierda su alma por mi causa, la salvará para la vida eterna. Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos... Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres y os maldigan... No temáis a aquellos que matan el cuerpo...» Todos estos textos, reunidos en el capítulo 16 de la primera Regla, sus exhortaciones a la alegría en medio de las penas, angustias y tribulaciones del alma y del cuerpo (1 R 17), al amor de quienes colman de malos tratamientos a los frailes (1 R 22) y su Admonición sobre la imitación del Señor que dice: «Consideremos todos los hermanos al Buen Pastor, que por salvar a sus ovejas sufrió la pasión de la cruz. Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y la persecución, en la vergüenza y el hambre, en la enfermedad y la tentación, y en las demás cosas...» (Adm 6); todas estas razones, repetimos, dicen bien a las claras que Francisco no podía de ningún modo consentir en que se solicitaran privilegios para evitar las persecuciones que debían dar la última mano a la semejanza del Fraile Menor con Jesucristo, y a las cuales, lo mismo que a la santa pobreza, está prometido el reino de los cielos (Mt 5,3-12). ¡Ideal superior a las fuerzas humanas, excesos, dirá tal vez alguno, que sobrepasan los límites del justo medio...! ¡Verdaderamente, añadirá, Francisco es un exagerado que no sabe de la discreción ni de la moderación que tan amables se nos hacen en otros santos! Pero solamente pueden hablar así de él y censurarle los que no le comprenden, aquellos para quienes el amor de caridad pide ser tan sabiamente ordenado y tan discretamente calculado que, al fin de cuentas, no viene a ser sino algo así como una fuente tranquila, un fuego que yace debajo de la ceniza. Y el Pobrecillo de Asís amaba locamente a Cristo; su locura era una profunda sabiduría, y sus excesos y exageraciones, la verdadera medida y discreción, porque la medida de amar a Dios consiste en amarlo sin medida. El amor ignora con frecuencia el modo, y se enciende sobre toda medida; desea más de lo que puede realizar y nada juzga imposible (Imitación de Cristo, Lib. III, c. V). Nada hay, pues, menos literal en el sentido estricto de la palabra -notémoslo una vez más- que las ideas de San Francisco sobre la pobreza y la caridad. Su singular predilección por estas dos virtudes no está exenta de la ley general que constituye al amor a Jesús Crucificado en razón última de todos sus actos. Resumen.- El ideal de la vida espiritual propio de San Francisco consiste en la conquista de la imitación de Cristo, centro de toda la creación; imitación llevada a la identidad más perfecta posible de pensamientos, sentimientos y acciones. Este ideal, que se resume y sintetiza en la más absoluta pobreza y en la caridad más liberal y generosa, nace de un amor personal y apasionado a Jesús Crucificado, y este amor radica a su vez en la habitual contemplación del misterio de la Cruz. IV. Caracteres de la espiritualidad de San Francisco Hemos notado ya el carácter objetivo de la piedad y su familiar intimidad con Jesús, dos cualidades que provenían de la naturaleza imaginativa y afectiva del joven Francisco. Además, de su caballerosidad y ardiente amor sobrenatural se le derivaba otro rasgo característico, a saber: la lealtad, la magnanimidad y la actividad. Y, en fin, de la gracia divina recibía todo el conjunto una nota especialísima de humildad y sencillez. 1.- Lealtad, magnanimidad y actividad Era tan delicada la lealtad de San Francisco, que instintivamente sentía un violento horror por la hipocresía (2 Cel 130-132), y exigía, por ende, una armonía perfecta entre el alma y el cuerpo, la vida interior y exterior, los pensamientos y las acciones, la teoría y la práctica. Lector atento del Evangelio, no había palabras en el libro santo que carecieran de sentido para él. Los consejos de Jesús: Padre nuestro que estás en los cielos... Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón... Amad a vuestros enemigos... Bienaventurados los pobres, los mansos, los pacíficos, los que padecen persecución... Sed sencillos, etc., no pasaban desapercibidos a San Francisco; se esforzaba por comprenderlos tan exactamente como habían sido pronunciados por su Maestro; los engastaba en su corazón, los interpretaba y traducía en la vida práctica con un rigor y un literalismo -pues indudablemente hay literalismo- que no provenían ciertamente de poquedad y estrechez de espíritu, sino más bien de su magnanimidad. El heroísmo de su amor reducía al mínimum la parte de la naturaleza y sus inclinaciones, para el máximum de influencia a la gracia divina y a la caridad (LM 9,4). No le basta a San Francisco conocer las palabras de Jesús; quiere además vivirlas. Comentando aquel texto de San Pablo: «La letra mata y el espíritu vivifica», decía que son muertos por la letra quienes desean estudiar las divinas Escrituras únicamente por parecer más sabios y explicarlas a los otros, pero sin preocuparse de asimilarse su espíritu (Adm 7). No podía entretenerse en coleccionar sublimes pensamientos y complacerse tranquilamente en su hermosura. Era dueño de esa elevada sabiduría que no perfecciona sólo la inteligencia con el conocimiento teórico de las verdades, sino que saborea además lo que conoce, que conoce porque ama y para mejor amar, que tanto y tanto más profundamente conoce cuanto más virtuosamente obra. La ciencia es una realidad y un valor sólo en la proporción que es una luz y una fuerza para obrar. «Tanto sabe el hombre -decía él- cuanto obra; y tanto sabe orar un religioso, cuanto practica» (LP 105). Tal es uno de los aforismos más verdaderos y más profundos de este hombre sencillo. Su fiel discípulo, Fray Gil, complacíase en repetir que «no se hace nunca tanto como se cree»; pero San Francisco sentía la imperiosa necesidad de obrar cuanto su fe le dictaba. Era a sus ojos una falta de rectitud y lealtad el predicar a los otros una verdad antes de aplicarla a sí mismo, dando con su conducta un continuo mentís a las sublimes concepciones de su inteligencia o a las conmovedoras exhortaciones de sus labios. Sabía muy bien, puesto que lo había observado, que los hombres son de ordinario muy lentos en ejecutar sus resoluciones y naturalmente inclinados a agotarse en palabras, creyendo que se ha hecho cuanto debía hacerse desde el momento que se han enunciado algunos admirables pensamientos y narrado las brillantes acciones de los antepasados. Horrorizábase al considerar que el ejercicio de la palabra llega a agotar tan fácilmente todas las actividades y energías de algunos hombres, que apenas conservan una partecilla para el ejercicio de la virtud. Contra tan general defecto reaccionó él con todas sus fuerzas, y expresó en cierta ocasión, valiéndose de este vigoroso apóstrofe, el horror que semejante deslealtad le causaba: «El emperador Carlos, Rolando y Oliverio y todos los paladines y valientes guerreros, que fueron esforzados en el combate, persiguieron a los infieles hasta la muerte, sin ahorrar sudores y fatigas, y consiguieron sobre ellos una victoria gloriosa y memorable; y, por fin, los mismos santos mártires murieron en la lucha por la fe de Cristo. Son muchos los que buscan el honor y la alabanza de los hombres por la sola narración de estas gestas que aquéllos realizaron» (LP 103). Idéntico pensamiento se halla en su Admonición VI: «Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y la persecución, en la vergüenza y el hambre, en la enfermedad y la tentación, y en las demás cosas; y por esto recibieron del Señor la vida sempiterna. De donde es una gran vergüenza para nosotros, siervos de Dios, que los santos hicieron las obras y nosotros, recitándolas, queremos recibir gloria y honor». Además de la armonía entre los pensamientos y las acciones, la teoría y la práctica, la lealtad de Francisco exige también la actividad, es decir, que le hace pronto y generoso en la acción: no sufre dilación en el cumplimiento de sus promesas ni demora en la ejecución de los consejos del Salvador, que le habla desde lo alto de la Cruz o desde el Santo Evangelio. Es tal su carácter, que no puede descansar, y sufre en tanto no ve ejecutado lo que su mente ha concebido (1 Cel 6). Por donde se ve que, siendo idealista y místico, es al propio tiempo un gran hombre de acción. No se contenta con deseos ni veleidades, ni promesas, ni aun con algún que otro movimiento inicial. Al contrario, no satisfecho nunca de los resultados adquiridos, mira siempre adelante, anhela siempre nuevos progresos y aspira siempre a la inmolación cada vez más perfecta de sí mismo. La actividad y el ardor que antes revelara en el desempeño del negocio de su padre, en los juegos y diversiones y en aventuras belicosas, los emplea ahora en el servicio de Dios. Desde el momento en que, abdicadas las cosas caducas y perecederas de 1a tierra, se unió en íntimo abrazo con el Señor, jamás permitió que una partecilla de su tiempo se perdiera. Y a pesar de haber ya depositado en los tesoros de Dios muy abundantes méritos, sentíase siempre -cual si fuera un novicio- con nuevos bríos y más puntual en los ejercicios espirituales: «siempre con el mismo ánimo que al principio, cada vez más dispuesto a ejercitarse en las cosas del espíritu», considerando que es volver atrás el no caminar siempre adelante (2 Cel 159; LM 5,1). No hay prueba mayor de amor, ha dicho el Divino Maestro, que la de dar la vida por aquel a quien se ama. Tres veces intentó Francisco dar esta prueba suprema de amor y tres veces fracasó en su intento; pero nada disminuyó por ello su celo, antes no cesó nunca de desear con renovado ardor cuanto podía ser más agradable al Rey eterno, de buscar con curiosidad de qué manera y por qué medios o deseos podía unirse más perfecta e íntimamente con Dios (1 Cel 91). Enjoyado con los cinco rubíes de las llagas, consumado en gracia delante de Dios, y de todos venerado, soñaba aún en comenzar obras más perfectas y planeaba grandiosos proyectos: volver a la humildad de los primeros días de su conversión, consagrarse de nuevo al servicio de los leprosos... «Comencemos, hermanos -decía-, a servir al Señor Dios, pues escaso es o poco lo que hemos adelantado» (1 Cel 103). Ni aun al fin de su vida, destrozado ya todo su cuerpo por la penitencia y la mortificación, suspendió la marcha ascendente hacia la perfección ni aflojó el rigor de la disciplina (2 Cel 210). «Y yo trabajaba con mis manos -dice en su Testamento-, y quiero trabajar aún». No parece sino que su alma se hacía cada día más activa, más alerta y más alegre, a medida que su cuerpo se sentía más débil y agobiado (1 Cel 98). 2.- Humildad y sencillez Fue en virtud de una señaladísima prerrogativa de la gracia -pues no era simple por naturaleza (1 Cel 58)- que el Pobrecillo de Asís alcanzase esa simplicidad que va derechamente a la esencia de la vida espiritual, esto es, a la imitación de Cristo, hallando de este modo el motivo más poderoso para realizarla, al propio tiempo que el verdadero medio para combatir todo afecto desordenado: el amor de Dios. A don tan singular lo había preparado la gracia; excitando en su alma una fe tan viva que la más ligera sombra de duda no logró nunca empañar, le había comunicado el más perfecto conocimiento de sí propio y le había colocado en la humilde postura del publicano que repite sin cesar la plegaria: «Señor, tened piedad de mí, pobre pecador» (1 Cel 26). Durante todo el curso de su vida conservó Francisco esta actitud de humildad. Mejor que nadie sabía él la parte y los méritos que a la voluntad humana competen en la perfección. Por experiencia propia sabía a qué heroicos esfuerzos debe obligarse y a qué sangrientas pruebas someterse. Con todo, jamás le vino al pensamiento la idea de que la victoria sobre sí mismo se debe atribuir al solo esfuerzo humano, por profundas que sean las consideraciones de la inteligencia y enérgicas las resoluciones de la voluntad. ¡Conocía demasiado bien la debilidad de nuestra naturaleza y la fuerza de su inclinación al mal! Penetrado como estaba de estas verdades, San Francisco no podía vanagloriarse de nada. «Considera, oh hombre -decía-, en cuán grande excelencia te ha puesto el Señor Dios, porque te creó y formó a imagen de su amado Hijo según el cuerpo, y a su semejanza según el espíritu. Y todas las criaturas que hay bajo el cielo, de por sí, sirven, conocen y obedecen a su Creador mejor que tú... ¿De qué, por consiguiente, puedes gloriarte? Pues, aunque fueras tan sutil y sabio que tuvieras toda la ciencia..., nada te pertenece, y no puedes en absoluto gloriarte de nada; por el contrario, en esto podemos gloriarnos: en nuestras enfermedades y en llevar a cuestas a diario la santa cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Adm 5). Ni la magnitud de las gracias recibidas, ni los prodigios por él obrados, ni la veneración de que las gentes le rodeaban, fueron parte para disminuir sus sentimientos de humildad; antes bien, mantuvieron siempre en su espíritu el temor de ser infiel o ingrato para con un Dios que tan bondadoso era con él. A quienes en vida le canonizaban solía responder: «No queráis alabarme como a quien está seguro; todavía puedo tener hijos e hijas». Y a sí mismo se decía: «Francisco, si un ladrón hubiera recibido del Altísimo tan grandes dones como tú, sería más agradecido que tú» (2 Cel 133; cf. 1 Cel 53 ss.; 2 Cel 123, 134, 140, 142; Florecillas 9). Prevenía a sus discípulos contra los ataques de la vanagloria, recordándoles a menudo «que se esfuercen por humillarse en todas las cosas, por no gloriarse ni gozarse en sí mismos ni ensalzarse interiormente por las palabras y obras buenas, más aún, por ningún bien, que Dios hace o dice y obra alguna vez en ellos y por medio de ellos... Y sepamos firmemente -añadía- que no nos pertenecen a nosotros sino los vicios y pecados» (1 R 17), «porque nosotros, por nuestra culpa, somos contrarios al bien, pero prontos y voluntariosos para el mal» (1 R 22). Con mayor vehemencia todavía, con todo el fuego y ardor de su alma, los exhortaba a ser siempre reconocidos a los beneficios divinos, a ajustar su conducta a las palabras y ejemplos de Jesucristo, a seguir sus huellas y a separar con energía de sus corazones cuanto pudiera apagar en ellos el fuego del amor divino. San Francisco consideraba también la meditación y la oración como una gracia de capital importancia. Afirmaba que la gracia de 1a oración es sobre toda otra deseable, y que sin ella es imposible dar un paso en el servicio divino. Todas las otras cosas y ocupaciones de este mundo, aun las más recomendables y dignas de loa, deben subordinarse a ella; todavía más: deben contribuir a conservar «el espíritu de la santa oración y devoción» (2 R 5; LM 11,1). Por causa de la oración no dudaba moderar sus austeridades corporales, él, que tan vigilante se mostraba en la mortificación de los sentidos. La oración constituía además toda su dicha y todo su consuelo; ella le transportaba cerca del Amado, del que sólo le separaba el quebradizo tabique de su cuerpo; ella era su refugio, y ninguna empresa acometía sin haber antes acudido a Dios y depositado en Él todos sus pensamientos; ella ocupaba todo su tiempo, por trabajosas que sus ocupaciones fueran, y a ella se dedicaba en cuerpo y alma" (1 Cel 71; 2 Cel 94; LM 10,1). «Así, hecho todo él no ya sólo orante, sino oración» (2 Cel 95). Para consagrarse a ella con mayor holgura buscaba ávidamente la soledad y el silencio y se abandonaba luego a todas las efusiones de su amor (2 Cel 95; LM 10,3). Tomás de Celano nos ha dejado escritas en sus Vidas las ingenuas industrias de que el Seráfico Padre se servía para fabricarse una soledad artificial y ocultar las visitas de la gracia (2 Cel 94 y 99). Después de la oración daba humildemente gracias al Todopoderoso por los regalos, dulzuras y consuelos que, no obstante su indignidad, se había dignado otorgarle, y suplicábale se los guardara Él en depósito, «porque yo -decía- soy un ladrón de vuestros tesoros». El razonamiento, el encadenamiento continuo y lógico de las ideas, parece ser que ocuparon un lugar muy limitado en su oración. Conforme a su naturaleza intuitiva, San Francisco pensaba -como dicen los psicólogos- más por contigüidad que por continuidad. Para hacer de todo su corazón un múltiple holocausto se presentaba bajo muy variados aspectos a Aquel que es soberanamente simple, y su alma se dirigía a Dios considerándolo como juez, como padre, como amigo o como esposo (2 Cel 95). Otras veces repetía sin cesar unas mismas palabras, cuyo sentido no llegaba nunca a agotar: «¡Dios mío y mi todo!... ¡Quién sois Vos, Señor, y quién soy yo, pobre gusanillo!... ¡Yo quisiera amaros!...» Mas el objeto principal de sus místicas elevaciones e interiores coloquios era -como fácilmente se adivina- el objeto mismo de su pensamiento dominante: el misterio de la Pasión de Jesús, que le elevaba hacia las cumbres de la vida mística (2 Cel 98; LM 10,2). En posesión del amor de Dios por la sencillísima senda de 1a humildad, de la oración y de la contemplación habitual del misterio de la Cruz, por el cual se veía especialísimamente favorecida su alma, Francisco de Asís se adhiere deliberadamente a seguir e imitar a Jesús. Este fue -como ya dijimos- su ideal. Por eso él no siente la necesidad de buscar otros modelos ni quiere otro maestro en el camino de la perfección que Jesús, ni otro tratado de vida espiritual que el Santo Evangelio. «Y después que el Señor me dio hermanos -dice en su Testamento-, nadie me enseñaba lo que debía hacer, sino que el mismo Altísimo me reveló que debía vivir según la forma del Santo Evangelio». El santo joven de Asís, simple y poco versado en las letras humanas, desconoce los tratados y libros de espiritualidad, en los que los santos y doctores de los pasados siglos han acumulado los resultados de sus experiencias personales, expuesto la naturaleza de la perfección y descrito sus diferentes grados. Y no sólo los ignoraba, pero -y no es ésta la menor de sus originalidades- ni parece haberse preocupado mucho por conocerlos. A quienes le recordaban los ejemplos de los antepasados (2 Cel 188) y proponían los viejos moldes de la vida religiosa, respondía escuetamente que él se atenía a lo que había recibido del Señor (LP 18). Tenía bastante con el Santo Evangelio (1 Cel 32; 2 Cel 216). ¿Y a qué tanto filosofar, discutir, calcular y analizar? ¿Acaso no le bastaba asimilarse el pensamiento de Jesús y hacer del espíritu de Jesús su propio espíritu?... Francisco no pide ningún comentario ni ninguna interpretación que pudieran acortar o restringir el alcance de las enseñanzas de su Maestro y adaptarlas así a su debilidad mediante una moderación que, con ser y todo muy razonable, sería al mismo tiempo irreconciliable con su amor sin medida. Contemplando en el Evangelio las acciones de Jesús, sabe de antemano e implícitamente todo cuanto los doctores enseñan. No se entretiene a escuchar la lectura de las Colaciones de Casiano ni a subir los peldaños de la Scala Paradisi de San Juan Clímaco, libros tan saboreados en la Edad Media. Y no es que San Francisco niegue la utilidad de estos arroyos que derraman la fertilidad en la Iglesia. Pero él prefiere ir derechamente a la fuente pura y al foco de toda santidad, sin pararse en los espejos que reflejan su luz. No necesita aprender de ningún maestro cuáles son los grados de la humildad, de la paciencia, de la obediencia, etc., puesto que ve hasta qué grado Jesús las ha practicado. ¿Y acaso su corazón no le impulsaba a buscar únicamente la mayor semejanza posible con Él, sin preocuparse demasiado de lo que han dicho o hecho los santos de las edades pasadas? Esto no quiere decir que los menospreciara, antes bien, los respetaba y veneraba sus reliquias. Pero convengamos en que, después de todo, sus doctrinas, por luminosas que sean, distan mucho de igualar a las del Divino Maestro. Gustoso hubiera suscrito el Pobrecillo estas palabras del autor de la Imitación: «La doctrina de Jesucristo es más excelente que la de los santos. Me Aburro a veces de leer y oír tantas cosas. En Vos, Señor, encuentro todo cuanto quiero y deseo. Cállense todos los doctores; guarden silencio ante Vos todas las criaturas y habladme Vos solo» (Lib. I, cc. 1 y 3). Por otra parte, suyas son estas palabras dirigidas en cierta ocasión a un hermano que para consolarle en sus aflicciones quería leerle las Sagradas Escrituras: «Es bueno recurrir a los testimonios de la Escritura, es bueno buscar en ellas al Señor Dios nuestro; pero estoy ya tan penetrado de las Escrituras, que me basta, y con mucho, para meditar y contemplar. No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo pobre y crucificado» (2 Cel 105). Por lo anteriormente dicho se ve que San Francisco excluye todo maestro, guía o modelo que no sea Jesús; pero no excluye la vigilancia, el control o la aprobación de la Iglesia, antes la solicita con docilidad, consultando sucesivamente al humilde sacerdote de San Damián, al Obispo de Asís, al Cardenal Juan de San Pablo, a Inocencio III, al Cardenal Hugolino, Honorio III y tantos otros personajes venerables que le rodean y asisten con sus consejos. Véase la Carta de Jacobo de Vitry de 1216. San Francisco no estaba exento del combate espiritual ni de una vigilancia continua sobre vicios e imperfecciones. Él los discierne a maravilla (1 Cel 51), y la lucha entablada contra ellos dura tanto cuanto su vida. Largas y dolorosas fueron las tentaciones que tuvo que sufrir (2 Cel 115; LM 10,3). Los demonios le atormentaban de mil diversas maneras, mas él los ponía en fuga sólo con decir que ellos eran los enviados de la justicia divina para ayudarle a tomar venganza de su cuerpo (2 Cel 120 y 122). Pero más formidable que los demonios le parecía la carne, que él consideraba como el mayor enemigo del hombre (2 Cel 21, 116, 134; 1 R 10, 17, 22). Insistía a menudo sobre esta idea y de ella sacaba consecuencias prácticas, como ayunos frecuentes y rigurosísimas penitencias (LM 5; 2 Cel 21-22), que aseguraron a su alma un dominio indiscutible sobre el cuerpo (1 Cel 97). Pero San Francisco no soñaba en desarraigar los vicios uno a uno para plantar en su lugar una a una las virtudes. La floración de éstas y la extirpación de aquellos se obraba en su alma simultáneamente, y las diversas operaciones de las vías purgativa, iluminativa y unitiva, que el análisis psicológico distingue en el trabajo de la perfección cristiana, las cumplía él con facilidad y alegría de una manera sintética por el solo hecho de buscar únicamente la semejanza con Cristo, de obrar sólo por amor y de que el total renunciamiento de la pobreza, desasiéndolo de todo, le colocaba inmediatamente en el estado de alma, esencial para salir victorioso en los combates. Resumen.- De suerte que el amor de Dios no es solamente el término y la corona de la espiritualidad de San Francisco, sino también el principio y la base de la misma; no es solamente el resultado, el fruto y la recompensa de la victoria lograda sobre sí: es, ante todo y sobre todo, su instrumento. De la vida espiritual de San Francisco de Asís, obra maestra de la gracia divina y triunfo del amor de Dios, se desprende con una claridad y un relieve más sorprendente tal vez que en la de ningún otro santo, esta espiritualidad simplicísima que atribuye a la gracia -y a la oración que nos la obtiene- el puesto principal en la labor de la perfección; que reduce todas las operaciones de la vida interior y toda la estrategia sabia y complicada entre vicios y virtudes a un solo acto, la conquista de la más perfecta semejanza y de la más íntima unión con Cristo por un solo motivo -el más poderoso-: el amor de Dios, y que, finalmente, exige una sola condición para adquirir el amor de Dios, a saber, la plegaria humilde en la meditación habitual de la Pasión de Jesucristo. V. Frutos de la espiritualidad franciscana 1.- La alegría El primero de los frutos de la espiritualidad franciscana es la alegría. La alegría se nos presenta en la vida de San Francisco bajo un doble aspecto: como medio y como expansión de la vida interior; es sucesivamente causa y efecto. San Francisco veía en la tristeza -verdadera anemia espiritual- la prueba de la tibieza y flojedad de un alma; la llamaba "mal de Babilonia", mal de reprobados, mal que el demonio insinúa con habilidad y astucia en las almas. El siervo de Dios, decía el Santo, debe poner todo su empeño en conservar su alegría y en recurrir a la oración para recobrarla una vez perdida (2 Cel 125 y 128). Pero no toda alegría era de buena ley para el Seráfico Padre. La que procede de la vanagloria (2 Cel 130), la que se prodiga en palabras ociosas y provoca la risa, no le parecía menos odiosa que la misma tristeza (Adm 21). La alegría preconizada por San Francisco es un fervor de espíritu, una prontitud y una disposición de cuerpo y alma para hacer con gusto y contento todo el bien que esté a nuestro alcance. Esta alegría es el más seguro remedio contra las mil astucias del enemigo, y provoca a practicar el bien a cuantos de ella son testigos, mientras que el bien hecho sin este buen humor no puede menos de entorpecer y retardar el impulso de cuantos nos rodean, sembrando la duda en sus corazones (2 Cel 125). No conviene, por tanto, al siervo de Dios estar triste, y por eso el Patriarca de los Menores escribió en su primera Regla este aviso: «Guárdense los hermanos de manifestarse externamente tristes e hipócritas sombríos; manifiéstense, por el contrario, gozosos en el Señor, y alegres y convenientemente amables» (1 R 7; 2 Cel 128). De suerte que la alegría de San Francisco es primeramente sistemática y voluntaria, y asegura luego la victoria del espíritu sobre la carne. Esta es la perfecta alegría enseñada a Fray León y el primer fruto de la espiritualidad, cuyo fundamento es la abnegación total por medio de la pobreza. La pobreza, entendida como San Francisco la entendía, rigurosamente practicada y amada con fidelidad, no por sí misma, sino por Jesús y a imitación de Jesús, mantenía su alma en ese estado de renunciamiento que consiste en anteponer Dios a todo lo que no sea Él, y la colocaba en el solo punto de vista verdadero: el de la eternidad, dándole el único verdadero sentido de la vida, según el cual ésta es sólo un paso sobre la tierra, o, como decía el Santo, una peregrinación y un destierro. «Nada quería, en las mesas y en las vasijas, que recordase el mundo, para que todas las cosas que se usaban hablaran de peregrinación, de destierro» (2 Cel 60; 165). La pobreza rompía así en el alma de Francisco con la esclavitud de las pasiones y del egoísmo natural; ella exorciza y conjura además a la creación entera, que cumple entonces su verdadera misión: la de conducir los hombres al Creador. Pues sabido es que las criaturas son lazos de perdición, sobre todo a causa del goce egoísta que las almas carnales quieren hallar en ellas. San Francisco, libre de todos estos obstáculos, se entrega de lleno a Dios. Nada hay en el universo mundo, desde los ángeles del empíreo hasta la hierbecilla de los campos, que no sea para él objeto de amor y admiración: los colores y perfumes de las flores, los esplendores de la luz y del día, la serenidad de las noches estrelladas, las caricias de los vientos, el murmullo de las fuentes y el vibrar de las llamas, la sombra de las florestas, la majestad de las montañas, la opulencia de trigales y viñedos, arróbanlo en el éxtasis. Su sensibilidad ha conservado toda la finura de los días de su adolescencia. El mundo, que era para él con frecuencia campo de batalla contra los príncipes de las tinieblas, era siempre purísimo espejo de la soberana bondad de Dios. Por doquier seguía a su Amado en las huellas impresas en la creación y percibía el concierto celeste que se eleva del universo entero, cantado por boca de las criaturas: «El que nos ha hecho es el mejor» (2 Cel 165; LM 4,1). 2.- El optimismo Francisco se deleita en las magnificencias y en los encantos de la naturaleza, aunque sin detenerse en ellos, tanto como el más refinado de los estetas o diletantes. Remontándose hasta la primera causa de las cosas, consideraba todos los seres como salidos del seno paternal de Dios, y esta comunidad de origen establecía a sus ojos una verdadera fraternidad y engendraba en su corazón tal ternura que le obligaba a amar y venerar la vida por doquier. En este estado, gustaba la alegría del alma que ha conquistado el dominio sobre todas las potencias, la paz interior, la libertad de su vuelo hacia el Dios "todo deseable", a quien, desasido ya de todo, podía dirigir estas dulcísimas palabras: «Padre nuestro que estás en los cielos». A partir de este momento, nada ni nadie podrá turbar su optimismo, basado en un profundo conocimiento de la paternidad divina, en una confianza y abandono verdaderamente filiales y en un tierno reconocimiento. Sus acciones, encantadoramente espontáneas, sus graciosas ingenuidades, sus originales exuberancias, que traen la sonrisa a nuestros labios y nos tientan a considerarlas como excesos o niñerías, por ejemplo, las pruebas impuestas a Fray Maseo (Florecillas 11-13), sus sermones a las avecillas, su compasión por los corderillos que son llevados al matadero, su veneración para todo cuanto refleja beldad y hermosura, y el nombre de "hermano" dado a todas las criaturas -y hasta a la misma muerte-, son, ora la manifestación de la embriaguez divina que se desbordaba en su corazón, ora un medio de reaccionar contra la depravada naturaleza, ora la expresión conmovedora del sentimiento de fraternidad universal, que en el momento mismo de ser hostigado de tentaciones, colmado de enfermedades y casi ciego, pone en sus labios el admirable Cántico del Hermano Sol. Más bien que sonreír de sus cándidas efusiones y de sus pueriles y superfluos cuidados, digamos con su biógrafo Tomás de Celano: «Y ahora, ¡oh buen Jesús!, a una con los ángeles, te proclama admirable quien, viviendo en la tierra, te predicaba amable a todas las criaturas» (1 Cel 81). 3.- La paz Llegado San Francisco a esta elevación de miras, no podía menos de ser muy amablemente bueno. Joven fundador, impone a sus seguidores la más estrecha y rigurosa disciplina, pero sabe hablarles tan al corazón que ellos le llaman con el dulce nombre de madre -mater carissima- (2 Cel 137). Lleno de condescendencia y tacto para con sus debilidades y enfermedades (2 Cel 176), los trata con tan exquisita delicadeza que al principio toma solo a su cargo el humillante oficio de pedir la limosna (2 Cel 74). Hemos dicho ya con qué gran liberalidad y comprensión interpretaba el mandamiento de la caridad evangélica. Por eso él, que era simple y estaba sediento de unidad, sufría sobremanera al ver al mundo agitado y revuelto por el desorden de las querellas, de la envidia, de los celos, del odio. El duelo perpetuo entre el rico y el pobre traspasaba cruelmente su corazón. Hubiera querido establecer por doquier entre los hombres la paz y la armonía que contemplaba en la naturaleza material. Las primeras palabras de sus sermones eran siempre: «El Señor os dé su paz» (1 Cel 23), y cada vez que sus discípulos entraban en una casa debían saludar diciendo: «¡La paz sea en esta casa!» (2 R 3). Les decía también: «Que la paz que anunciáis de palabra, la tengáis, y en mayor medida, en vuestros corazones Que ninguno se vea provocado por vosotros a ira o escándalo, sino que por vuestra mansedumbre todos sean inducidos a la paz, a la benignidad y a la concordia» (TC 58). Y las ciudades por donde pasó son testigos de su deseo de pacificación universal (2 Cel 108; LP 84). Y una estrofa del Cántico del Hermano Sol está dedicada a celebrar la paz que sus frailes debían predicar por todas partes. Francisco experimentaba la alegría y el consuelo de verla florecer por dondequiera que pasara, no interponiéndose como árbitro entre los beligerantes, sino atrayendo con dulzura las almas al amor de Dios, al perdón de las injurias, al recuerdo de su sublime vocación y al ejemplo de Cristo Jesús: «Loado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor, / y soportan enfermedad y tribulación. / Bienaventurados aquellos que las soporten en paz, / porque por ti, Altísimo, coronados serán». Resumen.- La piedad de San Francisco de Asís, flor maravillosa brotada al pie de la Cruz, toma su brillo purpúreo y su perfume fuerte y suave del fervor del amor divino nacido de la gracia y de los dones de exquisita sensibilidad y de inteligencia límpida de que le dotara la naturaleza. Caracteres de esta piedad son: primero, la fuente de donde principalmente brotaba su tierna familiaridad con Jesús y su amor vehemente hacia Dios y los hombres, es decir, la contemplación asidua del misterio de la Cruz; luego, el ideal nacido de este amor, ideal en el que la pobreza más extrema ocupa el primer lugar y conduce el alma a la imitación de Cristo por una semejanza íntima y perfecta con Él en su vida activa y contemplativa, humilde, pobre y paciente; después, la manera personal de realizar este ideal, manera simple, objetiva, leal, activa y alegre, o en otros términos, optimista y llena de animación y entusiasmo; y finalmente, los frutos de alegría, de serenidad, de libertad, de paz y universal amor que abundan en su alma. * * * NOTAS: 1) La idea de la conformidad entre San Francisco y Jesucristo no es original de San Buenaventura, se halla ya en la Vida primera de Tomás de Celano (1 Cel 84, 112, 115), así como también en la Bula de canonización (19 de julio de 1228). La tradición ha conservado fielmente este rasgo distintivo de la piedad de San Francisco. Salimbene dice en su Crónica que había compuesto un tratado sobre las semejanzas de San Francisco con Jesucristo. Más tarde los Actus notan también este rasgo (cf. Florecillas 1). En el siglo XIV Bartolomé de Pisa desarrolló y exageró este mismo tema en su voluminosa obra de las Conformidades (AF IV-V). 2) Los dos textos en que el Evangelio (Jn 12,6 y 13,29) habla de loculi serán invocados más tarde por los doctores de la Universidad de París para probar que la pobreza franciscana es contraria a las enseñanzas y a la práctica de Jesús. San Francisco no desconocía dichos textos, pero él veía en ellos una razón para considerar al Fraile Menor que poseyera una bolsa -loculos habente- como un "falso fraile", un ladrón y un Judas (1 R 8,7). Además, al describir el retrato del perfecto Ministro General, quiere que éste deteste el dinero y nunca use indebidamente de él: Nullis unquam loculis abutatur (2 Cel 185). Gratien de París, O.F.M.Cap., La espiritualidad de San Francisco, en Idem, S. Francisco de Asís. Su personalidad. Su espiritualidad. Madrid, Ed. Bruno del Amo, 1932, pp. 75-137. |
. |
|