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HISTORIA DE LA
ESPIRITUALIDAD.
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. | I.- La
espiritualidad monástica La reforma del siglo XII había tenido aspectos de movimiento laico y, hasta cierto punto, heterodoxo, sobre todo en el norte de Italia y en el sur de Francia. El carácter heterodoxo y antisocial se acentúa y llega al paroxismo durante los últimos años del siglo XII, en la Provenza, y termina por desencadenar la cruzada albigense ya en el siglo siguiente. Pero también fuera de la Provenza reinaba la inquietud, y a cada paso aparecían predicadores populares que criticaban las riquezas del clero y exhortaban a los fieles a la penitencia, cuando no a la revuelta. Los fieles, a su vez, se reunían frecuentemente en asociaciones de penitentes, más o menos al margen de la Iglesia y más o menos en contra de la Jerarquía. SAN FRANCISCO DE ASÍS En este ambiente de inquietud y de revuelta es donde aparece un laico que pretende al mismo tiempo dar un testimonio de pobreza y de penitencia, sin criticar al clero, antes al contrario, sometiéndosele. Este es San Francisco de Asís. Hijo de ricos burgueses, pero separado del padre, dotado de una extraordinaria sensibilidad humana, de una generosidad inagotable, de un sentido de la libertad cristiana que le permitía atreverse a todo, fascinó y arrastró detrás de sí las multitudes de Italia con su cautivadora presencia y su palabra sencilla. Pronto reunió a su alrededor a un grupo de laicos, penitentes y predicadores como él, y, todos juntos o en grupo, recorrieron ciudades y aldeas exhortando a los fieles a amar al Señor. Aprobada la regla por el Papa Inocencio III, el grupo comenzó a aumentar y revistió carácter clerical: los compañeros reciben la tonsura, San Francisco es ordenado de diácono, y todos prometen obediencia al Sumo Pontífice. Desde entonces pasan a constituir una orden y entran al servicio de la Iglesia. ¿Cuáles son sus fines y qué lugar ocupan en la Cristiandad? San Francisco de Asís pretende, ante todo, convertir a los hombres por medio de su testimonio de pobreza. Sabe que el ejemplo es más elocuente que las palabras, y por tanto se hace pobre, abandona todo, hasta la propiedad colectiva, para enseñar a los hombres el desprendimiento de las cosas terrenas y la conversión a Dios. Pero para la nueva orden, eso debe ser eminentemente espontáneo, brotar de un inmenso celo por la Iglesia y de un infinito amor a Cristo crucificado. Es lo que lleva a los primeros Franciscanos a buscar frecuentemente el yermo para contemplar las cosas de Dios. Pero todo se debe subordinar a la pobreza. Ni San Francisco ni sus compañeros se fijan mucho en su posición ante el clero y los monjes. Respetan y veneran a los sacerdotes, se someten humildemente a la Jerarquía, y se lanzan, con una simplicidad total, a exhortar a los fieles, sin pensar si están o no haciendo un servicio que, en último término, pertenece al clero. Sólo les importa responder al celo que les devora, sin que por eso se revuelvan contra los "pastores", antes al contrario. Es esta actitud la que desarma la desconfianza de la jerarquía, que podía tomarlos como uno de tantos grupos de penitentes en ruptura con la Iglesia. Con los Dominicos ya no sucederá así. Desde el primer texto legislativo muestran tener conciencia de que obran paralelamente al clero, y pretenden definir su posición. De tal modo que pronto han de influir en los Franciscanos, como estos influirán en aquellos en cuanto a la pobreza, y unos y otros se defenderán con energía contra los ataques de los sacerdotes seculares, a mediados del siglo XIII. Pero por ahora, durante la vida del fundador, los Franciscanos no piensan en eso. Sólo les importa llevar los hombres a amar al Señor que los colma de beneficios espirituales. Y el celo de San Francisco es tan grande que no le basta la Cristiandad, y se dirige a predicar a los turcos. Pero en esto no es imitado por sus discípulos, sino bastante más tarde. CLARISAS Y TERCIARIOS Dirigiéndose, por tanto, directamente a los laicos, pronto comienza a aparecer a su alrededor una clientela de hombres y mujeres que pretenden vivir más perfectamente el Evangelio sin salir del mundo; o también mujeres que desean a su vez servir totalmente a la Señora Pobreza, como el Poverello. Éstas se juntan con Santa Clara en la capilla de San Damián para practicar el desprendimiento absoluto en la reclusión perpetua. Los laicos reciben una regla que les enseña a practicar en el siglo la pobreza relativa y la penitencia. Reúnense en asociaciones que no son nuevas en la Iglesia, ni están sometidas por completo a las directrices de los Frailes Menores. Sólo más tarde serán afiliadas y pasarán a constituir verdaderamente la "Orden Tercera de San Francisco". Es una iniciativa de la Santa Sede para evitar las consecuencias del espíritu, a veces turbulento y heterodoxo, de los penitentes seculares. Así los terciarios franciscanos, dominicos y de otras órdenes escaparán a los movimientos más o menos heréticos que continúan extendiéndose por la Iglesia hasta finales de la Edad Media. LA ORDEN DE SAN FRANCISCO Al principio los Frailes [Hermanos] Menores -así, por humildad, llamó San Francisco a sus compañeros- no estaban sometidos a una organización común y sólidamente establecida. La regla era la inspiración carismática, que caracteriza a los primeros tiempos de todas las instituciones señaladas con el dedo de Dios. Con el extraordinario éxito y el aumento numérico de los frailes, fue preciso establecer normas de vida y someterlos a un marco con un mínimo de estructura jurídica. El propio Santo lo reconoció al regresar de su última predicación entre musulmanes, confiando al cardenal Hugolino, designado por el Papa, la organización de los frailes. Su regla recibió una forma jurídica, y los Franciscanos se reunieron en capítulos generales en Pentecostés o en San Miguel, dividieron la Orden en provincias gobernadas por ministros provinciales, crearon misiones en varios países de la Cristiandad, aceptaron la regla definitiva (1223), eligieron un ministro general al que el mismo Santo fundador prestó obediencia. Con estas medidas y la extensión de la Orden, los Frailes Menores abandonaron el período carismático para entrar en la vida normal de la Iglesia. Era la señal de que estaban sólidamente establecidos entre los hombres. La crisis que sigue, de la cual hablaremos más abajo, nunca los podrá hacer abandonar su puesto. NUEVOS PROBLEMAS DE VIDA ESPIRITUAL La orden de San Francisco era, pues, una realidad manifiesta en el seno de la Iglesia. ¿De qué modo sus miembros van a encarnar y vivir el mensaje evangélico? En otras palabras, ¿cuáles van a ser las características de su espiritualidad, y hasta qué punto se distinguen de las de las demás órdenes religiosas? Hasta esta época hemos observado las características de la espiritualidad monástica según un esquema más o menos uniforme: la vida interior tradicional se movía alrededor de elementos básicos, de problemas típicos, como el aprecio por la Sagrada Escritura y por la tradición patrística, el sentido de los valores humanos, la orientación hacia las realidades escatológicas; o se movía entre dos polos opuestos, tales como el predominio de la especulación o de la práctica, de la moral o de la doctrina, del culto público o del privado, la preferencia concedida a la libertad o al institucionalismo, la uniformidad o la diversidad de observancias. En torno a estos elementos, o entre dos polos, pudimos siempre agrupar los demás datos de la espiritualidad monástica de antes de finales del siglo XII. Ahora, en el siglo XIII y siguientes, los problemas son otros, las preocupaciones diferentes y las actitudes poco parecidas. Porque los religiosos de la época que nos ocupa no tienen una tradición que guardar: para ellos es preciso partir de la nada y crear todo de nuevo, incluso cuando echan mano de datos o elementos ya existentes. Así, por ejemplo, la centralización administrativa y la movilidad les da, al mismo tiempo, una tal uniformidad y una tal facultad de adaptación a las diversas circunstancias, que el problema de la diversidad de costumbres ni siquiera se plantea. La cuestión de la proporción relativa entre el culto público y la oración privada da lugar a un nuevo problema, el de la subordinación de las tareas apostólicas al oficio divino y a las observancias comunitarias. La orientación escatológica queda relegada a segundo plano, porque los religiosos no viven en función de las postrimerías del hombre, sino en función de la obra a realizar en medio de la Iglesia de la tierra; no pretenden realizar una vocación profética, sino obrar en el presente. Y no hay lugar alguno para la libertad institucional, porque la organización lo es todo en órdenes con fines apostólicos y dimensiones ultradiocesanas. Quedan, por fin, los demás elementos que entrarán a formar parte de la espiritualidad de los mendicantes, pero según nuevos aspectos: porque los Dominicos son más especulativos y más dados a los estudios doctrinales, mientras que los Franciscanos son más prácticos y más preocupados por los problemas morales. Los segundos son más abiertos al sentimiento, los primeros, en cambio, tienen mayor aprecio por los valores intelectuales del hombre. De estas consideraciones ya se desprenden algunas características de la espiritualidad franciscana: concepción práctica de la vida interior y de la vida moral, tendencia afectiva, subordinación de la oración litúrgica al ministerio apostólico. Pero la característica más importante es nueva y original, pues estaba impresa por el mismo fundador de un modo particular; ésta es la pobreza. La cual, unida al sentido práctico y a la sensibilidad afectiva, dará a los Frailes Menores una gran simplicidad de vida, que hará de ellos los predicadores por excelencia del pueblo humilde. POBREZA La característica más importante de la espiritualidad franciscana es la pobreza. No sólo la pobreza simpliciter, sino un tipo especial de esta virtud. Porque los monjes antiguos del Oriente también la practicaban cono un aspecto del desprendimiento en general; fue por eso por lo que suprimieron con gran cuidado todas las manifestaciones, aun las más insignificantes, de propiedad privada. Pero ni los monjes del desierto ni los de la Alta Edad Media consideraban indispensable el privarse de los bienes necesarios para la subsistencia: la comunidad se encargaba de proveerlos. Si los Cistercienses insistieron particularmente en este punto de la pobreza como valor ascético y debido a su hondo sentido de la pureza y de la autenticidad, no por eso pensaron en abandonar la propiedad y en ir a practicar la mendicidad en medio de los hombres. Fue eso precisamente lo que hizo San Francisco de Asís: suprimió la propiedad comunitaria -casas, tierras, rentas (hoy diríamos la propiedad capitalista)- para que sus religiosos viviesen de limosna como los mendigos. Pero, cosa curiosa, al contrario de lo que habían hecho los Cistercienses, la pobreza no fue puesta necesariamente en relación con el trabajo manual. Si los primeros Franciscanos a veces trabajaban manualmente, para recibir un salario, como cualquier obrero, este modo de proceder fue excepcional y con el tiempo se abandonó por completo. Los Frailes Menores vivirían sólo para predicar, serían clérigos, y por tanto, no trabajarían como los seculares. Para los religiosos de la Orden de San Francisco la pobreza no era practicada tanto por su valor ascético, cuanto por su poder apologético. Ser pobre como Cristo, que no tenía dónde reclinar su cabeza, erigir a la Dama Pobreza en ideal casi abstracto, despojarse completamente de todo, hasta casi encontrar la simplicidad paradisíaca, tal fue el ideal del Poverello de Asís, no tanto por mortificación, cuanto para encontrar un bien en sí. Bien en sí tanto más precioso cuanto que su búsqueda y posesión arrastraba a los hombres, mejor que las predicaciones más elocuentes, a la práctica de los preceptos evangélicos y al amor a Cristo paciente. Ejemplo tanto más necesario cuanto que era cierto que los herejes pretendían también predicar la pobreza. No una pobreza simple y gratuita, como la de San Francisco, sino un nivelamiento social que redistribuiría las riquezas a todos por igual. Estas predicaciones perturbadoras causaban revuelo y descontento. Por el contrario, a la vista del desprendimiento auténtico, verdadero y humilde de los Frailes Menores, también los descontentos se convencían de que esas doctrinas antisociales eran perversas y perniciosas, y hasta los mismos herejes se convertían a la fe cristiana. Los Franciscanos no consiguieron mantener este ideal sublime a la misma altura prodigiosa que, en la práctica, había alcanzado con el Poverello. Esto lo veremos más adelante. Pero guardarían siempre la nostalgia de esos tiempos maravillosos, como de un ideal al que habían de tender cuanto les fuera posible en las nuevas condiciones en que les tocara vivir. Y darían siempre, de cualquier modo, un testimonio de simplicidad real que los acercaría al pueblo humilde de los burgos y de los campos. PREDICACIÓN Y ESTUDIO La pobreza era abrazada por los Franciscanos y practicada, en gran parte, con fines apologéticos. Era la predicación del ejemplo. San Francisco de Asís y sus compañeros darán un puesto de primera importancia al ministerio apostólico, hasta el punto de subordinarle la oración litúrgica, si fuese necesario, igual que otras muchas prácticas monásticas consagradas por la tradición: clausura, separación del mundo, observancias claustrales. También la contemplación, a la que los primeros Frailes Menores se entregaron muchas veces con ardor, realizada en los montes, dentro de las cavernas o en medio de las selvas, es concebida no sólo como un valor en sí misma, sino también como un medio de restaurar las fuerzas gastadas en el ministerio de las almas, y de tomar brío y aumentar el caudal de ideas para seguir predicando. Los Franciscanos pretenden exhortar a todos los hombres, ricos o pobres, clérigos o laicos, cristianos o infieles, hombres o mujeres, y hasta a todas las criaturas. Sin sistema, sin estudiar métodos ni técnicas oratorias, al menos al principio, durante la vida del Fundador. Más tarde, el contacto con la escolástica de las universidades vendría a darles una base técnica. Pero al principio todo es espontáneo, simple y directo. Por eso los oyentes que más aprecian los Franciscanos y aquellos a los que se acercan con más gusto los Frailes, son la gente pobre y ruda, pequeños burgueses, oficiales y obreros de las ciudades, labradores, siervos y rústicos de los campos y aldeas. A este pueblo sencillo los predicadores franciscanos le enseñan sobre todo la moral -no es de extrañar-. Le hablan de los vicios que hay que evitar, el orgullo, la concupiscencia, la avaricia; le indican cuáles son las virtudes que hay que poner en práctica, la contrición del corazón, la pureza del alma, la obediencia. Sin embargo no siempre se limitan a la moral. San Antonio de Lisboa [o de Padua], por ejemplo, habla al pueblo también de la vida espiritual y expone la naturaleza, los grados y las condiciones de la vida contemplativa. Todo a base de una actitud afectiva y de una piedad fundamentada en los temas objetivos de Cristo y de los misterios de la fe. Este modo espontáneo y popular con que los Frailes Menores se adaptan a las masas les quedaría siempre, a través de los tiempos, a pesar del contacto con las universidades. Porque los Franciscanos también estudian. No es que se preocupasen demasiado de la ciencia durante la vida de San Francisco; pero pronto se ven obligados a prepararse doctrinalmente, para enfrentarse con los herejes y los enemigos de la Iglesia, para poder ejercer con fruto el ministerio sacerdotal que todos comienzan a recibir. Organizan un studium generale en Bolonia, cuyo primer lector es San Antonio de Lisboa, y pronto comienzan a enviar religiosos a estudiar en las principales universidades de la época, Bolonia, París, Oxford, Münster. No tardarán mucho en ocupar, como los Dominicos, las principales cátedras de la enseñanza superior, lo cual les acarreará en parte la rivalidad del clero diocesano, que los combate bajo el punto de vista doctrinal. Sin embargo, adoptando también los métodos y la ciencia un tanto fría de los escolásticos -en lo cual toman una actitud opuesta a la de los monjes-, no dejan, la mayor parte de las veces, de comunicar un cierto fervor a su enseñanza, o al menos de cultivar la mística al mismo tiempo que la filosofía o la teología. San Buenaventura ( 1274), David de Augsburgo ( 1272). Juan de la Rochelle ( antes de 1245), Duns Escoto ( 1308), son ejemplos típicos de maestros que se entregan simultáneamente a los dos ramos de las ciencias sagradas. En este punto los Franciscanos se distinguen de los Dominicos. No que éstos aíslen la teología de la vida espiritual, antes al contrario, sino porque tienen una orientación más intelectualista. Y también porque los Franciscanos, más dados a las aplicaciones prácticas, a la espiritualidad afectiva y a los temas populares, tienen tendencia a establecer una dualidad entre la teología y la mística. Parecen más inclinados a estudiar aquella como ciencia, y a vivir su espiritualidad independientemente de ella. Se dan, por un lado, a la dialéctica y a la sistematización de la Escuela, y, por otro, cultivan con ardor una espiritualidad de raíces agustinianas y hasta neoplatónicas. Sus autores preferidos son, pues, y no es de extrañar, además de San Agustín, Hugo de San Víctor, Ricardo de San Víctor, San Bernardo y el Pseudo-Dionisio. PRIMACÍA DEL AMOR Lo que interesa a los Franciscanos, ante todo, es la vida práctica. Las especulaciones y las teorías, si exceptuamos a los grandes doctores de las universidades, no les preocupan generalmente gran cosa. Así, cultivan con empeño la devoción a los misterios de la infancia de Cristo o de su pasión, la piedad hacia Nuestra Señora y San José, introducen prácticas devotas o apoyan las ya existentes, crean ejercicios de piedad que hacen entre sí, en sus conventos, o con los afiliados a las órdenes terceras. Por otro lado, para simplificar y hacer asequible a todas las capas de la sociedad cristiana la vida mística, distinguen en ella estadios, períodos, fases; estudian métodos de oración y de meditación; en fin, procuran concretar las realidades difícilmente expresables de la vida interior por medio de imágenes, conceptos lógicos y categorías humanas. Así, San Buenaventura aconseja los exámenes de conciencia y la confesión frecuente, además de la recepción de los demás sacramentos, para "recrear" el alma en Cristo. Distingue en la vida espiritual tres estadios o "vías", la vía purgativa, la vía iluminativa y la vía unitiva; y la distinción quedará, para siempre, como una adquisición definitiva en los tratados de mística cristiana. Es también San Buenaventura el que divide la oración en tres actos, correspondiendo a cada una de las tres vías: confesión de nuestra miseria, súplica de misericordia divina y homenaje de adoración. En fin, descubre en la contemplación siete grados sucesivos. Y, como en San Buenaventura, se encuentra también la misma tendencia a distinguir estados y grados en la vida espiritual en otros místicos franciscanos, como Duns Escoto, Raimundo Lull, Santa Ángela de Foligno. Debemos notar, todavía, que esta tendencia tan manifiesta de la espiritualidad franciscana no es absolutamente exclusiva. La época aprecia estas distinciones numéricas. Más característico aún es el aspecto afectivo, piadoso, "devoto", que los Frailes Menores ponen en todas sus obras místicas y en su manera de ser, oponiéndose de este modo y expresamente a los Dominicos, que no ocultan su preferencia intelectualista. La oposición llegará incluso a degenerar en polémica, en tiempo del Maestro Eckart. En efecto, desde la vida del Patriarca San Francisco, dotado de una sensibilidad aguda, de un espíritu poético en el más alto grado, los Franciscanos consideran toda la vida cristiana y el camino hacia Dios como una obra del amor. La facultad humana que tiene la primacía es la voluntad. El ejercicio de la contemplación es para ellos, sobre todo desde San Buenaventura, objeto del affectus. Es por esta razón por lo que la oratoria sagrada reviste para los Franciscanos un aspecto de exhortación más que de adoctrinamiento. Lo que ellos pretenden es excitar las potencias afectivas del hombre, para hacerle amar al Señor, y así entregársele a cumplir su ley. De ahí la insistencia en la meditación sobre la vida de Cristo, en sus aspectos históricos y concretos. Y cuando los Evangelios no bastan para alimentar los sentimientos de devoción de los fieles y del clero, se recurre a los apócrifos, se interpretarán las alegorías del Antiguo Testamento como referidas a Jesús, se pondrá la imaginación a trabajar para que el alma vibre y el sentimiento se mantenga vivo. La insistencia sobre este aspecto afectivo de la vida espiritual llega, a veces, hasta el punto de hacer olvidar la meditación objetiva y concreta sobre Dios, la Santísima Trinidad o los misterios de Nuestro Señor y de la Virgen, para quedarse en puro ejercicio "subjetivo", dominado todo por los aspectos psicológicos de la vida mística. La Devotio moderna, aunque surgida fuera del ambiente franciscano, será el resultado normal de la evolución que ahora empieza entre los Menores. Uno de los temas que más tratan los Franciscanos es el del sufrimiento. San Francisco de Asís es un modelo vivo y palpable, que para ser una imagen más fiel del Crucificado, recibirá la gracia de los estigmas. Sus discípulos explanan con gusto este tema, que tiene la prerrogativa de conmover a los fieles más que cualquier otro, de moverlos a generosidad, de hacerles aceptar por amor de Dios las pruebas de esta vida. Los sufrimientos que más les impresionan son los físicos, reales y objetivos, de los cuales el Señor dará ejemplo en su Pasión y muerte. La tendencia afectiva trae como resultado la creación de un nuevo concepto de "devoción", diferente del tradicional. Para los monjes de los siglos anteriores, devotio significaba la entrega, la consagración a Dios y a su servicio. Desde la época franciscana, por influencia de San Buenaventura, entre otros, la misma palabra pasa a expresar la entrega afectiva y, poco a poco, el "sentimiento de piedad". No tardará mucho en aparecer el adjetivo "devoto", con el cual se califican las prácticas de piedad que más excitan el sentimiento religioso, y a llamarse "devociones" a esas prácticas. De este modo la espiritualidad franciscana establece el empalme entre la escuela de San Bernardo y nuestra piedad actual, tan dependiente de la Devotio moderna. Del abad de Claraval recibe los temas y los objetos de meditación, sobre todo los más simples y más accesibles, dejando a un lado el poderoso contexto doctrinal. E insistiendo sobre el papel de la voluntad y del amor, se consigue hacer la vida mística accesible al común de los fieles, vaciada, sin embargo, de gran parte de su riqueza esencial, como no podía ser menos. Gerardo de Grote y sus discípulos la adaptarán con mayor facilidad a la mentalidad del siglo XV. He aquí, en pocas palabras, las principales características de la espiritualidad franciscana: pobreza como bien en sí mismo y cono valor apologético; subordinación de la vida contemplativa al ministerio apostólico; predominio de la práctica y de la moral sobre la especulación y la doctrina; tendencia afectiva. EVOLUCIÓN Estas características no existieron siempre del mismo modo ni en la misma proporción en todos los medios franciscanos, ni en todos los tiempos. Pero las distinciones de lugar, para las órdenes religiosas, a partir del siglo XIII, se acentúan menos que en los siglos anteriores para los monjes, que se hallaban confinados en sus monasterios jurídicamente independientes unos de otros. Porque los Franciscanos y los Dominicos andan por todas partes, recorren la Cristiandad de nación en nación, estudian en universidades con alumnos y profesores de todos los países, o en colegios para todas las provincias, se reúnen en capítulos generales comunes para toda la orden, siguen observancias iguales a las de todos los demás frailes de la orden en cualquier parte del mundo. Además, viven sobre todo en las ciudades, donde el espíritu de los burgueses es más o menos semejante en toda Europa. Las distinciones, por tanto, desde el punto de vista del lugar, son superfluas: por todas partes el espíritu y la formación se revelan sensiblemente los mismos, con las solas diferencias que resultan del carácter propio de cada raza. No podemos decir lo mismo con relación a las distinciones introducidas por la evolución en el tiempo: si los Franciscanos fueron muy semejantes en todas partes, sin embargo también fueron una de las órdenes que evolucionaron más rápidamente en la Iglesia durante los siglos XIII y XIV. En efecto, surgidos de un grupo de laicos penitentes, y transformados en congregación clerical con una legislación que varió desde una regla completamente espiritual hasta un código sometido a los marcos jurídicos por la misma curia romana, los Franciscanos evolucionaron ya durante la vida de San Francisco de Asís. No sólo en el sentido de la institucionalización, fatal como en cualquier otra obra humana, sino hasta en el propio espíritu. Porque en los primeros tiempos la pobreza era un imperativo categórico que condicionaba todo lo demás. Sin embargo, desde la muerte de San Francisco, Fr. Elías comenzará a construir una basílica de proporciones tan grandes, y llamará, para honrar la memoria del fundador, a artistas tan célebres, que no puede menos de notarse un contraste con el espíritu simple y despegado del Poverello. Los discípulos también lo notaron. Fr. León fue el que capitaneaba a aquellos que no se conformaban con las adaptaciones a los tiempos y a las necesidades nuevamente creadas. El inconformismo fue llevado hasta la escisión, las riñas, las luchas partidistas. Si algunas de estas luchas degeneraron en campañas contra la autoridad legítima y hasta contra la jerarquía, no por eso todos los partidarios de la pobreza absoluta cayeron en tales excesos. Ni todos se dejaron contaminar por las doctrinas apocalípticas de Joaquín de Fiore y de los "Espirituales", o por los herederos de los movimientos heterodoxos y antisociales del siglo XIII. De cualquier manera la crisis que los Franciscanos tuvieron que superar desde mediados del siglo XIII hasta finales del siglo siguiente, mostraba cuán difícil de conciliar con la práctica y la vida real, era el ideal del fundador, una vez que la Orden había pasado a ser exclusivamente clerical y responsable del adoctrinamiento del pueblo. En el fondo la pobreza absoluta estaba en conflicto con el carácter de congregación clerical: porque la organización tan grande, la constitución de comunidades mayores, la necesidad de estudios serios y profundos, las misiones apostólicas de gran alcance, todo eso obligó a un mínimo de estabilización y de propiedad colectiva, sin los cuales la propia eficacia de la orden, en sus tareas apostólicas y de servicio de la Iglesia, quedaría comprometida. Para los religiosos que tienen fe ciega en el valor de la obediencia, el problema no era grave: los superiores, con la aprobación del Papa, determinarían qué puntos de la pobreza se deberían mantener y qué dispensas se podrían tolerar; los superiores, como encargados oficialmente de la interpretación de la regla, podían hacerlo. Pero si, por el contrario, consideraban el testimonio de pobreza como algo absoluto, de modo que ni los superiores legítimos, ni el mismo Santo Padre podían dispensar de él a religiosos que existían precisamente para dar ese testimonio, no había obediencia que pudiese justificar la tolerancia. El conflicto, puesto en estos términos, era insoluble. Pero la historia, con la degeneración de los Observantes hacia el campo de la heterodoxia, o hasta, más paradójicamente, con la aceptación por ellos mismos de ciertas formas, aunque mitigadas, de propiedad colectiva, se encargaría de dar la razón, si no a la práctica, al menos a los principios de los Conventuales. Pero éstos, aun con la razón de su parte, no dejarían nunca de sentir, dentro de su propio seno, la tensión entre el ideal de pobreza tan insistentemente inculcado y tan heroicamente practicado por su fundador, y la realidad vivida. De ahí el nacimiento y la multiplicación de otras escisiones en la familia franciscana: Capuchinos, Mínimos, Recoletos, Alcantarinos, etc. Los Franciscanos no evolucionan sólo en cuanto a la pobreza. Evolucionan también en cuanto al estudio, en cuanto a su actitud ante el clero, en cuanto a su proyección en la Iglesia: entran en las universidades, donde ocupan cátedras importantes y cultivan la escolástica, sin dejar de ser predicadores populares; pasan de aquella sumisión humilde de San Francisco a todos los sacerdotes, a la exención canónica, e incluso, a mediados del siglo XIII, al conflicto doctrinal con el clero secular; dejan, en general, las obras de misericordia corporal, como el cuidado de los leprosos, practicado por los primeros Menores, para dedicarse exclusivamente al ministerio sacerdotal y al estudio de las ciencias sagradas; pasan a dirigir, como afiliados, por mandato de la Santa Sede, a los laicos que ahora son constituidos en "Orden Tercera"; se lanzan, a ejemplo de su santo patriarca, a las misiones, para allí predicar y buscar el martirio en medio de los musulmanes. Esta evolución era la señal inequívoca de la extraordinaria vitalidad de la Orden de San Francisco, y que la hacía adaptarse constantemente a las diversas épocas por las que iba atravesando. No cabe duda que los Franciscanos inculcaron a la Iglesia un fervor renovado, y crearon en ella valores de los que aún hoy vivimos. Su espiritualidad había de predominar en la Iglesia durante los siglos XIV y XV, porque habían conseguido influir en la masa del pueblo cristiano, llamando incluso a los más humildes a la práctica de la perfección evangélica y a la contemplación de las verdades divinas. Otras órdenes e instituciones habría de tomar la espiritualidad franciscana como punto de partida para los nuevos modos de vivir y de encarnar el mensaje evangélico. [Historia de la Espiritualidad. Volumen I. Barcelona, Juan Flors Ed., 1969, pp. 905-913. N. de la R: Aquí hemos suprimido las notas] II.- Nuevas formas de vivir
PÉRDIDA DE LA
ANTIGUA HEGEMONÍA [...] La Europa medieval había nacido y vivido bajo la hegemonía de las grandes Órdenes religiosas. San Benito es el padre de Europa y de la Orden que formó su personalidad católica. Los grandes forjadores de la estructura mental del medioevo pertenecen a las Órdenes mendicantes. Los santos más representativos vestían hábitos religiosos. Nosotros tenemos que comenzar nuestro estudio en el momento histórico en que se inicia el descenso de este espíritu, y la pérdida de esta hegemonía. El mundo comienza a sentirse molesto con el dominio de los religiosos. La evolución de la economía, la mayor libertad de costumbres, el desarrollo del comercio, la participación creciente de los seglares en todos los órdenes, iban transformando insensiblemente la estructura del mundo e imponiendo nuevos modos de pensar y de obrar. Los religiosos cada vez se sentían más extraños en este nuevo mundo. Palpaban cómo se les escapaba la nueva generación. Vivían demasiado fuera de los movimientos que estaban transformando múltiples estructuras. Nacían ciudades cada vez mayores en las que no podían imponerse, como en las tierras semidesérticas de los primitivos monasterios, o en las zonas rurales antiguas. El deslizamiento de la sociedad del campo a la ciudad, o mejor la fundación de ciudades en antiguas campiñas transformaba no sólo el mundo económico, sino el espiritual. [...] Con la evolución de la sociedad y la relajación de costumbres, las Órdenes religiosas perdieron su hegemonía, pero no su influjo. Seguían los conventos abiertos, como centinelas de un ideal sublime. No faltaban varones insignes, o al menos observantes y fieles a su vocación. La triste realidad dejaba intacta la grandeza del mensaje religioso. No hay que olvidar que sin cesar se daban intentos de reforma, muchos de los cuales cuajaron al menos por algún tiempo. Siempre había monasterios florecientes, como vigías en el agitado mundo en que se movía la sociedad. Además casi todas las Órdenes acabaron por aceptar reformas que les devolvieron su primitivo fervor. [...] VUELTA A LA ANTIGUA OBSERVANCIA Las causas que acabamos de enumerar hicieron que en todas partes brotara una ansia de vivir el ideal religioso de un modo más conforme a los nuevos tiempos. El clima de libertad y de revisión que culminó en el orden literario y artístico en el humanismo y en el renacimiento, penetró en los monasterios y provocó la liberación de formas anquilosadas y la renovación profunda de la vida religiosa. Pero toda esta transformación no se realizó de un modo sistemático y gradual, sino como sucede casi siempre, en un clima de lucha apasionada a través de una marcha irregular y al ritmo de mil imponderables históricos. Faltaba el equilibrio y la visión justa de la realidad. Lo nuevo se imponía de un modo impetuoso y arrastraba muchas veces la sustancia de lo antiguo. La lucha no fue sólo entre los religiosos y sacerdotes o seglares, entre los representantes del mundo antiguo o moderno, sino entre los mismos religiosos. Se entremezclaron pleitos, dificultades inmensas entre los amantes de una observancia más estricta, que pronto comenzaron a llamarse observantes o espirituales, que juzgaban necesaria una ruptura total, formar una institución nueva, y los conventuales que querían encuadrar las nuevas reformas dentro de la organización vigente de las Órdenes. El movimiento se agudizó de modo más hondo entre los franciscanos. Por ello vamos a contemplarlo primero en ellos. Un mismo ideal estimulaba a todos: Vivir más íntegramente el Evangelio y para ello vivir una observancia más estricta. Esta reacción hunde sus raíces en el siglo XIV, momento ya historiado en este libro, pero se desarrolla y toma gran incremento en el momento actual. La reforma de la Orden franciscana se desenvuelve dentro de los tristes acontecimientos del siglo XV. Angustia las almas y envuelve el clima espiritual el caos del cisma de Occidente. No se sabe muchas veces qué papa, obispo o superior tiene la verdadera jurisdicción. Los turcos avanzan impávidos sembrando la consternación. Encuentran a los príncipes cristianos, y lo que es peor, a la cristiandad dividida, incapaz de poner un dique eficaz. Invade los espíritus un sentimiento de desconfianza. Parece todo perdido. Se añora la santidad y pureza antiguas y los espíritus se lanzan a los extremos más peligrosos. Por un lado brotan los falsos espirituales y "fraticelli" y por otro la herejía husita, primer brote del protestantismo. En este clima los franciscanos van a encontrar el espíritu animador de su padre. Vuelven a recorrer media Europa predicando penitencia, presentando a Jesucristo e incitando a vivir el Evangelio con plena autenticidad. Las anécdotas y los episodios parciales no deben hacernos olvidar este espíritu que animaba aquella generación. No acertaron siempre en el modo concreto de llevar adelante sus propósitos, se entremezclaron motivos demasiado egoístas en algunas ocasiones, pero continuó siempre vivo el espíritu que acabaría por triunfar y producir la deseada reforma. Primero, como sucede siempre, fue un estado latente, una ansia interna que se mostraba aquí y allá de modos diversos. Principalmente en Italia, Francia y España cada vez son más numerosos los religiosos que simultanean la predicación pobre y evangélica, con una vida de austeridad y pobreza. Se pueblan antiguas ermitas, el movimiento logra extenderse y organizarse pronto en Francia en torno al monasterio de Mirebeau, desde donde se organiza una acción más espiritual y conforme a las exigencias del nuevo tiempo. Se fomenta el apostolado, pero también el estudio y el conocimiento de las nuevas ciencias. En Italia van pasando paulatinamente algunos de los más venerandos conventos, como los de la Porciúncula de Asís y el de La Verna, a la jurisdicción de los observantes. Poco a poco se va intensificando el movimiento y ganando más adeptos. Era una marea que avanzaba sin cesar. En el concilio de Constanza doscientos observantes pidieron que se aplicaran una serie de medidas que facilitara el paso de los conventuales a la estricta observancia. Entre otras, la constitución de doce conventos reformados en cada provincia y la facultad de elegir un ministro provincial propio, aunque sujeto al ministro General. El Concilio concedió además la facultad de elegir un vicario propio en cada una de las tres provincias francesas. Pero los ministros provinciales se mostraron hostiles a este privilegio. Veían en esta concesión un germen de honda división interna y el comienzo de la ruptura de la unidad de la Orden. Pero el movimiento se desarrollaba y la sed de evangelismo puro y de pobreza abrasaba a más y más franciscanos. No nos interesa ahora la historia de los vaivenes por que pasaron los múltiples intentos de reforma, sino la razón íntima que daba fuerza a este movimiento, la sed de Evangelio puro y de pobreza auténtica franciscana. El movimiento fue avanzando sin cesar y ganando más adeptos. Pronto encontró al hombre providencial que iba a conseguir polarizar las energías y ansias que bullían en el ambiente y encauzar el poderoso movimiento, san Bernardino de Siena. SENTIDO DE LA
ACCIÓN
Nombrado Vicario general de la Orden se afanó por conservar las tradiciones más puras y por adaptar el espíritu franciscano a las necesidades de los nuevos tiempos. Promovió en particular la predicación por los campos amenazados de Europa, imprimió un dinamismo apostólico, e incluso espoleó a estudiar y conocer más a fondo la cultura humanista que comenzaba entonces a imponerse medrosamente. Porque si mandaba quemar las vanidades en las hogueras públicas, no era para desprenderse de los medios necesarios para la vida o el apostolado, sino sólo para romper los lazos de apegos desordenados. Él aconseja que junto con san Jerónimo se estudie a Cicerón y quiere que la pobreza se hermane con la belleza, el arte con la austeridad, el estudio con la oración. Vale la pena copiar la semblanza que el P. Gemelli hace de este hombre providencial. Se reflejan en esa estampa los rasgos característicos de su personalidad y se descubre la raíz de su eficiencia en la reforma de la Orden: «Durante cuarenta años este hombre, delicado de cuerpo y de ánimo, recorre la Italia central y septentrional a pie, o, si está enfermo, en un asnillo; predica en las campiñas antes del alba, predica en las plazas abarrotadas de gente, predica hasta cuatro horas seguidas; dirige la Observancia en Italia, funda conventos o los reforma, aconseja a pontífices, príncipes, comunes, sugiriendo no pocas veces Reformas a leyes que atañen a las costumbres. Con una riqueza y propiedad de lenguaje que nos dan la prosa más fresca del Renacimiento, fustiga la vanidad de la mujer, la avaricia del mercader y del usurero, el lujo de los grandes, las supersticiones y los vicios del pueblo, los abusos de los magistrados, los odios y las venganzas de facciones; predica la devoción al Santo Nombre de Jesús recogiéndola de san Pablo, san Bernardo y san Buenaventura; forma con este Santo Nombre un escudo o banderín solar, que responde a su concepto gozoso de la Divinidad y a la necesidad de concretez y de belleza de la religiosidad italiana en el siglo XV. Dentro del esquema homilético, como bajo las sutilezas populares de sus sermones, circula la doctrina franciscana en las imágenes más plásticas, en las expresiones más concisas: el conocimiento es amor (conoce más el que ama que el que no ama); el deber es amor (todo se reduce a este felicísimo arte de amar); la beatitud es amor (si quieres el paraíso de aquí y de allá, ama a Dios). Su concepción de los estudios, de la educación, de la patria, del arte, de los deberes civiles y sociales, es moderna y estupendamente italiana. Ella lleva la concretez franciscana a su perfección literaria y la alegría franciscana a su actuación real» (El Franciscanismo, 1940, 118-119). Éste es el santo que supo con su ejemplo y palabra encauzar el movimiento reformador entre el pueblo y entre los religiosos. No se limitó a eliminar abusos. Reemplazó las cartas de juego por tablillas del nombre de Jesús, los libros profanos por los útiles, el ansia de independencia y libertad por correrías apostólicas bien dirigidas y organizadas. Así consiguió fomentar las obras de caridad, lanzar a los suyos a grandes empresas misioneras, restaurar la vida de comunidad, hacer, en una palabra, que se viviera el Evangelio de modo más puro y auténtico. CONSOLIDACIÓN DEL MOVIMIENTO San Bernardino de Siena consiguió no sólo encauzar la reforma, sino encontrar los hombres aptos para que la difundieran y continuaran. Con suavidad, con su fuerza y sobre todo con su santidad consiguió atraer a la Orden franciscana a una pléyade de apóstoles que consolidaron definitivamente la reforma. Entre éstos descuellan tres que formarán con él, en frase del citado P. Gemelli, «el grande quatriunvirato de la Observancia»: el humanista Alberto de Sarteano que deja la escuela de Guarino por la del Evangelio vivido en la observancia franciscana; el magistrado Giacomo de la Marca y sobre todo el plurifacético y universal san Juan Capistrano. Tal vez sin la acción de este último insigne discípulo de san Bernardino, la acción reformadora se hubiera diluido o al menos se hubiera reducido a un movimiento de poca resonancia. San Juan Capistrano volvió a incorporar el franciscanismo vivo y floreciente en la nueva sociedad que se estaba formando en Europa. Es el gran propagandista y difusor de la idea por los campos de Europa. Si san Bernardino fue el cerebro y el corazón de la reforma, san Juan Capistrano fue la mano y los pies. La cogió con su fuerte personalidad y la llevó a los últimos confines de Europa. Desde joven se había formado para la misión pública y universalista. Nacido en Capistrano (Áquila), estudió jurisprudencia en Perusa, entonces ciudad pontificia, llegó a ser gobernador de la ciudad de Ladislao de Duraza. Intervino en varias batallas. Hecho prisionero, sufrió una fuerte crisis religiosa y movido por san Bernardino vistió el hábito franciscano en 1416. Durante cuarenta años se movió sin cesar por las más diversas naciones. Se le ha llamado el hombre de Europa. Desde su ingreso en la Orden en 1416 hasta su muerte en 1456 toma parte en los sucesos más importantes de Europa. Primero la recorrió de punta a punta predicando como simple franciscano. Se fue primero de Irlanda a España, pasó después a Europa central. Llegó hasta Rusia, amenazada de la invasión musulmana. Si san Benito había formado Europa con sus monasterios, el santo quería recristianizarla con sus sermones. Le acompañaban una pequeña escolta de franciscanos, algunos de ellos intérpretes, otros ayudantes en las mil faenas, organizadores de los viajes. Era un pequeño convento franciscano ambulante, o mejor, una reproducción del grupo apostólico. Generalmente tenía que predicar en las calles y plazas, porque las iglesias eran insuficientes para contener la muchedumbre inmensa que quería escucharle. Hablaba dos o tres horas, invitando a la penitencia y a la práctica del Evangelio. Visitaba los enfermos, se interesaba por los pobres. En una palabra, procuraba imitar la vida de Jesucristo. Era la renovación y vivificación del más puro franciscanismo. La gente se creía transportada al siglo XIII junto a san Francisco de Asís o alguno de sus discípulos. San Juan Capistrano fue sólo el más eminente de los grandes predicadores franciscanos del momento. Otros muchos surcaban Europa en todas direcciones. No todos tenían sus dotes oratorias, ni atraían a las masas con fuerza semejante, pero todos iban diseminando la buena nueva y acercando al pueblo a Cristo. No vamos a acumular nombres. Citemos sólo de entre la pléyade de predicadores que surcaron media Europa, otro santo canonizado también, conquistado por san Bernardino: san Jacobo de la Marca, y cinco beatos: Alberto de Sarteano, Bernardino de Feltre, Mateo de Girgente [o Agrigento], Miguel de Carcano y Ángelo Carletti, nombrado por Sixto IV comisario de la cruzada y por Inocencio VIII Nuncio contra la invasión de los Valdenses. Pero san Juan Capistrano fue mucho más que un predicador: fue Nuncio apostólico, Inquisidor General en Alemania contra la herejía husita, organizador de cruzadas, consejero y sostén de príncipes y aun de papas. No dominaba con armas, sino con la oración y su personalidad. Nombrado legado contra todas las herejías recorre a pie la parte centro y norte de Europa. No descansa un momento. Pero todo esto sale ya del marco de nuestro cuadro. Esta acción plurifacética, pública, universal, entraba muy dentro de su plan reformador no sólo del pueblo, sino de los franciscanos. No entendía la reforma como un mero estrechar más la observancia, sino como un devolver el espíritu y sentido franciscano a su acción. Primero quiso poner delante de todos un campo infinito de posibilidades apostólicas, despertar el celo, hacer ver la necesidad de la pobreza y autenticidad franciscanas para convertir y transformar las almas. Fue su gran misión, en la que triunfó plenamente. Repetidamente nombrado Vicario general de su Orden pudo desde su alto puesto encauzar las energías y ofrecer siempre más y más campos de acción y coordinar los esfuerzos de observancia dentro del cauce más puramente franciscano. Ésta fue su gran victoria. En cambio no consiguió triunfar en la misma constitución jurídica de la reforma. Por de pronto no consiguió evitar la escisión de la Orden. Propuso un estatuto, las llamadas constituciones martinianas, que sirviera de base de unión a todas las ramas franciscanas. Él, diplomático, se ilusionó con que iba a encontrar un terreno común a todos. Procuró evitar por un lado el laxismo y por otro el rigorismo, de modo que los representantes de todas las tendencias pudieran admitir su proyecto. Pero de hecho no consiguió complacer más que a un grupo reducido. En vez de servir de lazo de unión, fue ocasión de que brotara una nueva rama más, la llamada de los conventuales reformados. Siguieron las propuestas y los intentos de unión. No vamos a hacer la historia externa de la reforma franciscana. Baste indicar que el santo quiso obtener de Eugenio IV la unión de todas las ramas por diversos medios que tampoco cuajaron. Para legalizar de algún modo el estado confuso que se sucedía de esta continuación de dos tendencias casi acéfalas e independientes en la realidad, sin serlo jurídicamente, se nombraron sendos vicarios generales para cada una de las dos ramas, con lo que la escisión se hizo todavía más fuerte. Pero el espíritu inoculado por el santo quedaba en pie. Los observantes iban haciendo prosélitos en todas partes. Es verdad que la reforma se llevó adelante no pocas veces en un clima de pasión y lucha que provocó no pocos momentos de fuerte tensión y actitudes exageradas. Pero con el tiempo se posaron los ánimos, se evaporó el polvo de la pasión y se afirmó victorioso el espíritu lo mismo entre los observantes que entre los conventuales. El movimiento comportó delicados problemas de jurisdicción y organización. La fuerza del fervor fue depurando el organismo religioso y quemando la escoria acumulada por años, suprimiendo los abusos en materia de pobreza y restaurando el primitivo espíritu franciscano. REFORMA EN ESPAÑA Ya que no podemos hablar de todos los movimientos reformatorios, digamos al menos dos palabras sobre cómo fue desenvolviéndose en España, aunque tenemos que confesar que conservamos muy pocos datos y muy poco precisos sobre los diversos grupos de reformadores que comenzaron a pulular en diversas partes de Galicia, Aragón y Castilla. Los reformadores iban a morar a parajes solitarios, muchas veces a ermitas. Vivían en la más absoluta pobreza. No se preocupaban de escribir la historia de sus fundaciones. Más tarde cuando fueron transformándose aquellas primitivas sencillas moradas en centros de irradiación reformadora, comenzó la leyenda a entremezclarse con la verdad y a dorar y exaltar los sencillos comienzos. Como hemos visto en Italia, fue al principio un espíritu, un anhelo, que cuando encontraba algún hombre que supiera canalizarlo, cristalizaba en un monasterio o en un movimiento reformador. Uno de los que logró cuajar de modo más hondo fue el que llevó a cabo Pedro de Villacreces ayudado de Pedro de Santoyo ( 1431) y de Lope de Salazar ( 1463). [Archivo Ibero-Americano, vol. 17, 1957, está dedicado íntegramente a la reforma de los franciscanos en España durante los siglos XIV y XV. Es lo más completo que poseemos. Estudia primero la reforma en las diversas partes de España y después se fija especialmente en la reforma villacreciana. Publica muchos escritos villacrecianos inéditos. Sobre san Pedro Regalado véanse las pp. 401-579]. Pedro de Villacreces, que se había graduado en teología en la Universidad de Salamanca, llevado de un afán de mayor austeridad y pobreza, abandonó sus monasterios, pero no pasó a ningún convento observante, sino que, previo el permiso de Benedicto XIII, se retiró a una solitaria cueva de Arlanza. Allá simultaneaba la vida de oración y penitencia, como auténtico franciscano, con la de la caridad y apostolado. Después de pasar allí un número de años, que ignoramos, pasó a tierras de Guadalajara, a La Salceda, donde consiguió atraer discípulos y constituir una comunidad de menores observantes que siguieran una vida la más parecida posible a la que san Francisco de Asís vivió en sus primitivos tiempos. La fundación fue extendiéndose poco a poco. Pasó más tarde a La Aguilera (entre Aranda y Roa, en la provincia de Burgos), donde consiguió consolidar más la obra. Se le fueron agregando los primeros discípulos ya nombrados, Pedro de Santoyo y Lope de Salazar. Se mantenían sujetos a los provinciales de la Orden, no como los observantes que se sometían sólo a un Vicario General, pero separados siempre en sus casas lo mismo de los conventuales que de los observantes. Soñaban con una fundación que uniera las existentes, aunque de hecho su obra fuera más que un lazo de unión, una rama nueva. Los observantes habían conseguido una bula de Benedicto XIII para que el eremitorio de La Aguilera pasase a depender del convento de santo Domingo de Silos a la muerte de Villacreces, o antes, si accedía éste a su agregación. El eremita manifestó entonces el temple franciscano que le animaba. Acompañado de Lope de Salazar, se fue predicando y pidiendo limosna hasta Constanza donde el Papa había reunido el concilio universal. Habló allí con el general de la Orden y consiguió del nuevo papa, Martín V, primero la confirmación de su reforma y más tarde la facultad de elegir un vicario general para sus dos conventos de La Aguilera y El Abrojo. Murió Villacreces en 1422. Había preferido mantenerse con unos pocos religiosos en los dos únicos conventos de La Aguilera y El Abrojo. A su muerte se dibujaron dos tendencias. Los que deseaban continuar con el número reducido de entonces y los que deseaban ampliar las fundaciones. Las dos tendencias estaban capitaneadas por dos íntimos discípulos de Villacreces. La primera por san Pedro Regalado, la segunda por Lope de Salazar. Al primero le seguían los menos. El segundo, decidido a extender la obra, se separó con sus secuaces de su gran amigo san Pedro Regalado y comenzó, con la autorización del ministro provincial de Castilla fray Juan de Santa Ana, a desarrollar la obra. Poco a poco comenzaron a levantarse nuevos monasterios en los principales pueblos del Burgos de entonces: Briviesca, Belorado, Poza y otros similares. Amplió además su reforma extendiendo su regla a mujeres que quisieran servir a Dios en el rigor de la vida primitiva franciscana. Establecía estas comunidades junto a la de varones para que pudieran gozar de su ayuda. Fundó los primeros en Briviesca y Belorado. Las fundaciones iban abriéndose camino. Se interesaron por ellos reyes y la nobleza castellana. Lope fue consiguiendo breves pontificios y aprobaciones de sus superiores que gradualmente iban precisando los límites del instituto. Se entremezclaron también numerosas contradicciones que no nos toca relatar. Siguió así la reforma hasta 1463 en que los conventos tuvieron que pasar a la Observancia. Mientras fray Lope seguía extendiendo la reforma por Castilla, san Pedro Regalado continuaba su vida de increíble austeridad y penitencia en los eremitorios Domus Dei de La Aguilera y Scala Coeli del Abrojo. Designado por unanimidad para gobernarlos se afanó por todos los medios por conservar el espíritu primitivo. La historia externa del santo es muy incierta. Íbamos a decir que no la tuvo. Su misión era la de testimoniar con su santidad el valor de la reforma. «¿Cuál es su verdadera significación dentro de la reforma villacreciana? ¿Le corresponde en verdad al título de reformador? Mucho y de muy diversa manera se ha dicho y escrito a este propósito... pero diremos, resumiendo, que san Pedro Regalado ni fue el primer discípulo de Villacreces ni tomó parte alguna en la fundación de La Salceda, de La Aguilera ni de Compasto por la sencilla razón de que todas estas fundaciones estaban hechas cuando se incorporó a La Aguilera muy niño todavía. A lo sumo, le acompañó en la fundación del Abrojo. No fue fundador, ni reformador, porque no fundó ni reformó nada. Lo que hizo fue conservar la herencia que le dejara su maestro. Para nosotros la gloria principal de Regalado y el título que en justicia se merece es que fue el santo de la reforma villacreciana, pues ascendió hasta la cumbre de la santidad siguiendo la doctrina espiritual de su venerable maestro. Ante esto caen por su base las deleznables glorias humanas, los panegíricos exaltados y desprovistos de base documental. Si san Pedro Regalado no fue uno de los grandes reformadores de España, le cabe la gloria de ser el único santo de la reforma villacreciana» (AIA, 17,1957, 505-506). Es el aspecto que aquí nos interesa. La savia interna reformadora que se iba perpetuando por debajo de las mil circunstancias históricas. Santos, como san Pedro Regalado, iban transmitiendo ese jugo vital a través de todas las contingencias e hicieron que se mantuviera vivo el espíritu y prepararon el terreno a la reforma definitiva y universal de Jiménez de Cisneros. Deseamos añadir todavía dos palabras sobre otra figura simpática de este clima espiritual de la reforma franciscana española, el lego converso san Diego de Alcalá ( 1463). Nacido en un pequeño pueblo de Sevilla, pasó casi toda su vida peregrinando por Andalucía, Canarias y Castilla dejando siempre tras sí una estela de caridad y amor. Aprovechó la ida a Roma el año santo de 1450 para cuidar numerosos enfermos. Permaneció tres meses en el convento de Aracoeli, estableciendo allí su cuartel general de caridad. Dios le concedió el don de milagros. Se convirtió en un taumaturgo popular del siglo de oro, desde su sepulcro de Alcalá. Le traemos aquí para iluminar con un punto luminoso más la línea de santidad que iba uniendo los diversos movimientos de reforma y manteniendo límpida la esencia franciscana. REPERCUSIÓN AMBIENTAL DE LA REFORMA Después de seis siglos y sobre todo después de la transformación operada en los gustos y aficiones de las personas, no nos poderlos dar idea de lo que suponía para el pueblo del siglo XV esta serie casi ininterrumpida de tanteos, reformas, luchas. Cada una tenía un protagonista. Se realizaba en un sitio determinado. Los moradores de cada región se dividían, al igual que los propios religiosos, en bandos. Seguían las incidencias con creciente interés, esperando ver triunfar a su favorito. Era un campeonato de intereses trascendentales y serios. La solución repercutía en la marcha de la vida de muchas personas. A veces celebraban entusiasmados una victoria brillante, como la conquista de los observantes en 1445 del convento de Aracoeli, cuartel general romano del franciscanismo. Otras veces se sentían arrastrados por los grandes predicadores de la época ya mencionados, que les hacían vibrar al unísono con sus ideales. El pueblo seguía con pasión esta "cruzada espiritual", esta nueva conquista de la tierra santa de los monasterios profanados por la relajación. La vista de estos cruzados espirituales que recorrían los pueblos y campiñas vestidos como ellos, sin hábitos solemnes ni amplias cogullas monacales, predicando el Evangelio, instigando a la reforma de costumbres y suscitando un amor tierno a la persona de Jesucristo y de la Virgen -san Buenaventura y san Bernardo eran los grandes inspiradores de estos itinerantes-, fue sacudiendo la conciencia popular del siglo XV de modo impresionante. Les encontraban en sus casas y plazas. No tenían que ir, como antes, a los monasterios o a las catedrales. A la vez esta acción fue devolviendo paulatinamente a los mendicantes el prestigio perdido, creando en el pueblo un nuevo sentimiento de admiración hacia aquellos "hermanos" que predicaban el mensaje de Cristo con un desprendimiento y abnegación poco comunes en aquel cruce de épocas en que el desarrollo y la abertura en todos los órdenes iba estimulando el goce y la posesión de los bienes de aquí abajo y olvidando los de allá arriba. Existía otro factor importante que obligaba al fiel de entonces a considerar como propias estas contiendas, a no poder contemplarlas como fríos e indiferentes espectadores. La mayoría de los verdaderamente devotos pertenecía a alguna de las grandes terceras órdenes. La espiritualidad de entonces, de carácter marcadamente religioso, tenía que polarizarse necesariamente en torno a las grandes Órdenes religiosas. Nacieron merced a este impulso las ramas femeninas y las órdenes terceras. No se concebía otra forma de ser seglares santos, como apenas se concebía otra forma de vivir otro estado de perfección que el de los religiosos. Fue mérito insigne de san Francisco y de los franciscanos el haber sabido dar cuerpo a esta ansia del alma, haber sabido extender al pueblo el poder santificador de la vida religiosa y hacer que mediante una adaptación de las prácticas de la vida religiosa pudieran muchos seglares llegar a una alta santidad. El fenómeno nació en el siglo XIII, y por ello no nos toca relatarlo aquí, pero en el siglo XV continúa de lleno la fuerza del movimiento y constituía el cauce normal de la santificación del pueblo. En todas partes florecían confraternidades, cofradías que querían ser como centros de irradiación religiosa. Construidas bajo el patrón de alguna Orden religiosa, sus cofrades vivían con intensidad prácticas y ejercicios propios característicos de la Orden de que dependían. Se dedicaban a prácticas de piedad, cuidado de los enfermos, asistencia de menesterosos o moribundos, remedio de alguna plaga social. Muchas veces algún religioso dirigía su actividad. Participaban de las indulgencias de la Orden madre, miraban a sus santos como propios, vestían incluso a veces en sus reuniones escapularios o hábitos acomodados. Se olvidan demasiado los lazos íntimos que anidaba al pueblo de entonces con los religiosos y el reflejo popular que necesariamente tenían que tener en ellos la contienda sobre el modo de vivir la vida religiosa. Los problemas de los religiosos eran sus problemas. También ellos querían vivir con más intensidad el Evangelio y seguían ansiosos las luchas de sus guías. Esta tensión e interés obraban favorablemente en sus ánimos y hacía que insensiblemente fueran penetrando en su ser los ideales que estaban en juego, los grandes principios de cada uno de los bandos. Este estado espiritual favoreció el acercamiento de religiosos y del pueblo y a la comprensión íntima y vital de las realidades sobrenaturales más que muchos sermones y lecturas. El ojo sencillo del pueblo religioso veía en las luchas más que las inevitables mezquindades y los egoísmos mundanos, el valor encerrado en un régimen de vida atacado tan violentamente y por cuya consecución estaban librando batallas tan violentas. REFLEJOS EN LA EVOLUCIÓN DE LA PIEDAD [...] PÉRDIDA PAULATINA DE INFLUENCIA [...] RETORNO AL FRANCISCANISMO
Queremos asociar a estas dos Órdenes, la de los capuchinos, más íntimamente unida que las dos anteriores con las antiguas Órdenes. Quería ser la forma moderna, la vivificación de una de las Órdenes antiguas más beneméritas. Sus secuaces creían que el espíritu franciscano primitivo, vivido en su pureza genuina sin mitigación ni privilegio alguno, seguía teniendo una gran actualidad y contenía un mensaje que la sociedad del siglo XVI debía recoger. Era el ideal que movía a un grupo de franciscanos que no se sentían satisfechos con la solución dada al problema entre conventuales y observantes. Creían que la vida que llevaban no respondía a la mente de san Francisco. Y ellos querían vivir el franciscanismo en toda su integridad. Tres religiosos lograron dar cuerpo a estas ansias y atraer a un grupo de los descontentos. Eran los PP. Mateo Serafín de Bascio, y Luis y Rafael de Fossombrone. Previa autorización pontificia conseguida en mayo de 1526, abandonaron los conventos para implantar un régimen de vida en todo conforme con la regla y testamento primitivo de san Francisco, sin admitir glosa ni privilegio alguno. A los solos dos años, el 3 de julio de 1528, Clemente VII aprobaba solemnemente la nueva familia religiosa. Los nuevos religiosos, llamados primero popularmente y después oficialmente capuchinos, comenzaron a imitar a los primitivos franciscanos. Iban por todas partes predicando la penitencia y la renovación de costumbres. Se les reconocía por su capucha, el desaliño de su cuerpo, la barba espesa que cubría su rostro. Se les presentó pronto una ocasión para mostrar la autenticidad del espíritu que les animaba. La peste que asoló a la región de Camerino. Ellos se dedicaron con caridad heroica a los apestados, dando ejemplo sublime de abnegación. Fue para muchos la prueba definitiva. Desde ese momento comenzaron personas influyentes, nobles de la alta sociedad a favorecerles abiertamente. La duquesa de Camerino se constituyó en su gran defensora. Establecieron muy pronto en Roma el cuartel general de sus actividades, tomaron el cuidado del hospital de san Jacomo, con lo que se ganaron al pueblo romano y a altos exponentes de la Curia romana. Su expansión fue extraordinariamente rápida, prueba de que respondían a una exigencia del tiempo y del arraigo que tenía en el pueblo el ideal franciscano. En 1536 eran 700 y en 1571 llegaban en sólo Italia a 3.300. La expansión fuera de Italia comenzó con Gregorio XIII. Siguió también un ritmo vertiginoso y en pocos años se extendieron por España, Suiza, Bélgica y las principales naciones germanas. Su exterior austero, su abnegación y proselitismo impresionaban fuertemente al pueblo. Siguiendo el ejemplo de los antiguos franciscanos comenzaron a ponerse en contacto con las zonas más necesitadas, a recorrer los pueblos y ciudades como mensajeros apostólicos. Dios les concedió grandes predicadores, dignos sucesores de san Bernardino de Siena y de los insignes predicadores medievales. Recordemos sólo dos santos. Uno de ellos demasiado olvidado, san José de Leonesa. Ansiando emular las hazañas de san Francisco, se dirigió en 1587 a predicar la fe a Constantinopla. Allá asistía a los prisioneros y cautivos y consiguió reconducir a la fe a un obispo apóstata. Lleno de valentía apostólica predicó delante del mismo sultán, Murad III, quien, fuera de sí, le castigó a uno de los suplicios más dolorosos: a morir suspendido del patíbulo con dos garfios, uno en la mano y otro en el pie. Estuvo así tres días, pero fue liberado milagrosamente. Siguió trabajando hasta que, expulsado, salió de Constantinopla en 1589. Siguió predicando el mensaje evangélico por toda Italia. Pero no se contentaba con una acción disgregada y de paso. Quiso remediar los problemas del modo más eficaz posible y para ello fue promoviendo obras de asistencia social, cono Montes de piedad, hospitales, compra y venta de trigo. El otro santo es una figura mucho más conocida, recientemente proclamado doctor de la Iglesia, san Lorenzo de Brindisi. Una figura al igual que la de san José de Leonesa, que nos muestran cómo los capuchinos no se reducían a copiar servilmente el paradigma franciscano del siglo XIII. Lo adaptaban a los nuevos tiempos. El santo de Leonesa se interesó con fórmulas nuevas por los problemas sociales, el de Brindisi se afanó por responder adecuadamente a las dificultades teológicas de los protestantes y judíos. Nuestro santo recibió una formación excepcional, una prueba más de que para los capuchinos no estaba reñida la austeridad y pobreza con la cultura. Estudió en la universidad de Padua. Se familiarizó con los problemas escriturísticos del tiempo. Pudo discutir con judíos y herejes directamente sobre el texto hebreo. Su conocimiento de lenguas fue extraordinario. Conoce, además del latín y su lengua materna, el alemán, francés, griego, hebreo, siríaco, arameo, caldeo. San Lorenzo es el Canisio capuchino. Recorre toda Italia, pasa a Austria, Bohemia, Hungría, Suiza y más tarde a Francia, España y Portugal. En todas partes lleva una campaña antiprotestante eficaz. No es el predicador medieval que arrastra con resortes oratorios, es el polemista que pone delante con claridad y vehemencia el problema, muestra los puntos débiles, da la doctrina verdadera, expone las consecuencias con fuerza y vigor, refuta brillantemente las dificultades. Su acción es eminentemente pastoral. Quiere poner al alcance de todos la doctrina de los Padres, las verdades fundamentales de la Iglesia. No se contenta con refutar oralmente los errores protestantes. Publica obras principalmente de índole escriturística y pretende organizar una liga de príncipes católicos alemanes que pusieran un dique de contención a la infiltración protestante. La línea moderna de organización y de planes bien elaborados se entremezcla con los medios clásicos de apostolado. Sabe dar al espíritu franciscano el cauce moderno que necesitaba. El santo se ocupó también de la conversión de los judíos y de la lucha antiturca. No tenía miedo de dialogar con los judíos sobre la interpretación de la sagrada Escritura. Les conquistaba con sus mismas armas. Y fue un consejero iluminado de los príncipes alemanes en sus luchas contra los turcos. A él se debe en gran parte la victoria que el príncipe Felipe Manuel de Lorena obtuvo en 1601 en Stuhiweissemburg contra un ejército de turcos calculado en 80.000 personas. Estas dos figuras son dos puntos elevados de una línea constante de acción capuchina. Supieron dar a la espiritualidad y al apostolado un nuevo ardor, introducir en la piedad una tensión espiritual, un clima impulsivo, diríamos, febril, gracias al cual se lanzaban a la lucha en un momento en que los enemigos mostraban tanto ardimiento y valentía. No nos toca a nosotros historiar las vicisitudes de la historia capuchina. No nos puede extrañar que un grupo de observantes iniciara al principio una campaña contra la nueva rama, y les acusaran de quebrantar la decisión pontificia de León X, y de anteponer sus escritos personales a la clara voluntad de los papas que habían suficientemente expresado el modo de vivir el espíritu franciscano en aquellos tiempos. Es lógica esta actitud inicial, en momentos de tantos movimientos seudomísticos, y cuando se veían los menores observantes cogidos por dos fuegos, desde dos extremos opuestos, el de los conventuales y el de los capuchinos. Se agudizó con la clamorosa defección y apostasía del tercer vicario general capuchino, Bernardino Occhino. Pero pasó el período de confusión, y la Orden capuchina fue difundiéndose como pocas. En 1619, cuando los pontífices la consideraron ya como una Orden enteramente independiente, contaba con cerca de 15.000 miembros. No cabe duda de que consiguieron dar a la nueva generación, la esencia más pura del franciscanismo. La austeridad externa, el dinamismo apostólico, la valentía y eficiencia de su acción impresionó profundamente a un pueblo que vivía en un momento histórico en que las formas externas, el heroísmo, la actitud conquistadora formaban los valores más estimados. [Historia de la Espiritualidad. Volumen II. Barcelona, Juan Flors Ed., 1969, pp. 143-153 y 191-194. N. de la R: Aquí hemos suprimido las notas] |
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