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SAN FRANCISCO, «IMAGEN PERFECTA DE CRISTO» por Daniel Rops |
. | Durante el verano de 1210, Inocencio III vio presentarse en su audiencia a un hombrecito joven, delgado, de ojos ardientes, vestido con la grosera túnica de capuchón que era el vestido de los aldeanos de la época, ceñido el talle por una cuerda y con los desnudos pies metidos en unas sandalias. Llegaba de Asís, la ciudad de la Umbría, rodeado de doce compañeros tan miserables como él, doce discípulos como los Apóstoles, y había venido a Letrán -según se contaba- expresamente para exponer al Santo Padre sus observaciones sobre la situación de la Iglesia y sus ideas con respecto al apostolado. «Uno más...», hubiera pensado sin duda el Papa, y verosímilmente ni siquiera hubiese aceptado recibir a aquel vagabundo, si algunos hombres piadosos y razonables, el Obispo Guido de Asís y el Cardenal Juan Colonna, no lo hubiesen garantizado. No, aquel humilde habitante de Umbría nada tenía de común con todos aquellos profetas errantes que pululaban en la época, que blandían el Evangelio contra la Santa Iglesia, trastornaban las Diócesis so pretexto de vivir un Cristianismo integral, y de los cuales nunca se sabía si no serían Valdenses o Patarinos. Aquel hombrecito se puso a hablar con voz vehemente y dulce, sin ningún embarazo, con la serenidad y la fuerza persuasiva de los que se han entregado por entero a un elevado plan. Se expresaba con cierta ingenua elocuencia, que ponía en sus labios poéticas comparaciones y expresiones que llegaban al corazón. Era como el eco de las parábolas del Maestro. Y al escucharlo silenciosamente, el Pontífice se sentía invadido por una extraña y alegre angustia: pues aquella misma noche había tenido un sueño que coincidía con sus más dolorosos pensamientos. Había visto que la Basílica de Letrán, iglesia madre de la Iglesia, vacilaba, a punto ya de desplomarse, cuando surgió un hombre, enviado por Cristo, que con sólo apoyarse en las bamboleantes murallas, impidió la catástrofe. Un hombrecito delgado, joven, de rostro ascético y ojos de fuego, vestido de humilde estameña, y que era el exacto retrato de aquel que estaba allí, en pie, delante de él. Inocencio III sabía valorar a los hombres, y en un instante estimó a aquél. No había en él ningún orgullo, ni tampoco ninguna de aquellas bellas teorías que hacían más mal que bien; no quería en absoluto fundar una nueva Orden, ni exponer los méritos de la Regla que se hubiera fabricado. Cuando se le interrogaba sobre sus principios, respondía citando tres frases del Evangelio; la que dice que para seguir a Cristo tiene uno que abandonar todos sus bienes (San Mateo 19,21); la que ordena a los testigos de su Palabra que partan por los caminos sin oro y sin túnica, sin zurrón y sin cayado (San Lucas 9,3). Y, por fin, la que formula la única ley definitiva: «Todo el que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo y que tome su cruz» (San Mateo 16,24). Emocionado por tanta sencillez, impresionado por el espíritu de sumisión que se marcaba en las menores palabras de su visitante, Inocencio III pensó que la Providencia acababa de colmar su esperanza. Tenía delante de él a uno de aquellos fieles del Gran Pobre, tal y como los había deseado. Y saliendo, por fin, de un largo silencio exclamó: «¡En verdad os digo que la Iglesia de Dios será restablecida en sus bases por este hombre piadoso y santo!» Descendió luego de su trono, besó al Pobrecito, y, dirigiéndose al escaso grupo de sus discípulos, añadió: «Id con Dios, hermanos míos, y predicad la penitencia según la inspiración de Dios. Y cuando el Todopoderoso os haya hecho crecer, volved junto a mí y os otorgaré entonces mucho más que hoy.» Así fue como Francisco Bernardone, venido a Roma simplemente para confiar al Padre común sus esperanzas y sus juramentos, se encontró, y sus hermanos con él, debidamente autorizado para exhortar a los bautizados a que vivieran como verdaderos cristianos. La mínima tropa de los Penitentes de Asís se convirtió en una Orden, la Orden de los Hermanos Menores, tal y como había de llamarla su Fundador seis años más tarde. Acababa de abrirse una admirable página en el libro en el que escribe la Historia los fastos de la Iglesia. Francisco era entonces un joven de apenas veintiocho años, de estatura menos que mediana, delgado y de gran distinción. Todos los retratos que de él conocemos concuerdan en mostrarnos una delgada silueta, prolongada por una barba rala, de rasgos regulares y finos, y unos grandes y brillantes ojos negros, con los labios entreabiertos en una sonrisa; pero el más impresionante de todos, el de Cimabue, de la iglesia de Asís, hace adivinar también un alma meditativa y exigente, y un carácter de hierro bajo aquella aparente dulzura. Todos los que lo conocieron y describieron mientras vivió pintaron un carácter acorde a estos rasgos. Desde su juventud se armonizaban en él nobles cualidades y simpáticos defectos que lo convertían en un ser lleno al mismo tiempo de extremado ardor y de exquisita dulzura. Era generoso, casi hasta el exceso; servicial, con sencillez que venía del corazón; cortés, con una constante gentileza; uno de aquellos hombres tan visiblemente irradiantes que el más tosco no sabe resistirlos. Pero tanta gracia escondía la más auténtica virtud de fortaleza, una voluntad sin hendiduras y un temperamento del cual no han ocultado sus biógrafos que, si no lo hubiese dominado, hubiera podido llevarle a los extremos. Su encanto estaba hecho de aquella mezcla de contención y de audacia. Nunca usaba palabras groseras, pero jamás vacilaba en decir lo que consideraba verdadero y justo. Nunca se le vio cometer la menor indignidad ni pactar en lo más mínimo con aquel código de exigencias interiores y de refinamiento en la delicadeza que regía sus actos de Caballero de Cristo. Y, además, aquel hombre maravilloso era poeta. Hermano de los trovadores que venían de aquella Francia cuyo nombre llevaba y cuya lengua tanto gustó de utilizar, cantó la ley de amor y la belleza del mundo, supo escuchar en él la voz fraternal de la creación y su corazón le hizo eco. Su alma se abrió de par en par a las fuerzas de la naturaleza, puras e intactas, como le sucedió al primer hombre en la primera primavera. La fe, que otros habían reducido a ásperas fórmulas, no fue en absoluto para él la sequedad de los dogmas, ni la dureza de los Mandamientos, sino alegre fervor y gratitud mística. El plano del mundo creado se extendía ante sus ojos, en una especie de inocencia paradisíaca; y por ello el viento, el fuego, el agua y la misma muerte fueron fraternas para él, las alondras obedecieron a sus órdenes y los lobos feroces le dieron amablemente su pata. Por él se introdujo un nuevo son en la sinfonía cristiana: un sonido de una pureza y de una profundidad inefables, pues él era el modelo mismo de aquellos a quienes Jesús amó. Cuando en 1210 se presentó ante el Soberano Pontífice, hacía ya varios años que Francisco había elegido su camino y que corría la aventura de Dios. Sin embargo, el Señor había tenido que llamar fuertemente y que advertir varias veces para que el hijo del rico comerciante de lanas Bernardone se convirtiese en el Pobrecito. Habían sido precisos varios sueños inspirados, el milagro de un Crucifijo que rompió a hablar y, más modestamente, la dolorosa experiencia del cautiverio y de la enfermedad, para que aquel guapo mozo de sangre viva, al que la loca juventud de Asís había aclamado como a uno de sus jefes, se trocase en aquel humilde penitente, vestido miserablemente, que, arrodillado ante el Papa, recibía la tonsura de los servidores de Dios. Nacido en 1182, en aquella tierra de Umbría, hecha de ocre rojizo y de luz, Galilea italiana cuya nobleza estalla en sus menores horizontes, y en aquella ciudad de Asís, que, orgullosa sobre su colina, se aferra a las rojizas laderas del monte Subasio, había llevado la existencia de cualquier mozo de su condición, seguramente cristianos de bautismo y de fe, pero menos preocupados de oremus y de padrenuestros que de galanteos y de danzas, de escudos afortunadamente ganados, e incluso de hermosos cintarazos dados en una de aquellas pequeñas y feroces guerras que enfrentaban a las poblaciones italianas de la época. Precisamente uno de aquellos conflictos le había suministrado la ocasión de su primer retiro forzado. Durante su prisión en Perusa, Francisco había empezado a reflexionar sobre sí mismo. Después de un año de prisión volvió a su casa en tan precario estado de salud que tuvo que guardar cama, y entonces dispuso de largas horas de silencio, las cuales son más propicias para la venida del Señor que la disipación de la vida activa. Entonces fue cuando oyó acercarse a Dios; tenía por aquel tiempo veintiún años. Desde aquel instante cayó cautivo en manos del Maestro. Pensó alistarse en la Cruzada, esperando ser armado caballero allí, pero, inmediatamente y por dos veces seguidas, Cristo le advirtió de que equivocaba su camino. Por algún tiempo se sintió atenazado entre sus gustos pasados y la exigente espera de algo que por entonces ya sabía lo que era, cuando un día que vagaba por las llanuras de Umbría, a lo largo de una colina erizada de cipreses, sintió de pronto, en un desgarro, que Cristo estaba allí, junto a él, en él, humillado y trágico, traspasado por sus cinco llagas. Y todo quedó ya resuelto para él. Pues cuando el Señor habla, ¿quién piensa en apartarse?, como dice el Profeta. El Señor... Francisco lo había reconocido en aquel leproso purulento que encontró en su camino y al que había besado en la boca. Había sentido su inefable presencia en sus horas de oración solitaria en las grutas de la montaña; y también le había querido servir cuando en Roma, durante una peregrinación, había pasado por humillación horas enteras como mendigo entre los mendigos; y, sobre todo, le había oído en un día de maravilla y de misterio, cuando, rezando ante el viejo Crucifijo bizantino de la destartalada capilla de San Damián, le ordenó éste de pronto con dulce pero irresistible voz: «¡Francisco, ve y reconstruye mi casa, pues mi casa se cuartea!» Francisco, modestamente, y sin imaginar que el Señor pudiese confiarle la tarea de reconstruir no ya las iglesias de piedra, sino la Iglesia de las almas, atendió, durante algún tiempo, a restaurar con sus propias manos algunas capillas, oratorios y otros santos edificios que lo necesitaban mucho. Pero no era aquel su verdadero destino. Y entonces, Dios, que se sirve de todo para llegar a sus fines, utilizó otros medios para hacerse entender. El señor Bernardone, furioso al ver que su mozallón de veinticinco años se escabullía al deber, por lo demás evidentísimo, de vender tela y ganar escudos, había puesto manos a la obra. El Rector de San Damián, aquel querido y anciano sacerdote que había acogido como hijo al joven loco de Dios, se oyó reprochar mil cosas, en el tono más vivo, especialmente, el haber abusado de la credulidad de un semiperturbado. Pero Francisco resistió las intimaciones de reintegrarse al hogar paterno, e incluso la demanda que ante los Magistrados presentó su propio padre en tal sentido. Pues por entonces sabía ya lo que significaba la orden del Señor de que para seguirlo había que abandonarlo todo, incluso los propios familiares, y por su parte él estaba firmemente decidido a seguirlo, siempre. Sucedió entonces aquella patética escena de la que fue testigo todo Asís: Francisco, el elegante Francisco de ayer, compareció casi desnudo, en la plaza, ante el Obispo Guido, a quien se había apelado para que dictaminase sobre su caso; arrojó sus vestidos y el resto de su dinero a los pies de su padre y exclamó que, desde entonces, ya no reconocería a otro padre que al que reina en los cielos, al oír lo cual el Obispo, adoptando a aquel hijo en nombre de la Iglesia, lo había cubierto con el borde de su manto. Hay gestos en la vida que comprometen definitivamente, hágase posteriormente lo que se haga. Sacrificarlo todo, abandonarlo todo y obedecer a la orden que recibió y que no escuchó el joven rico del Evangelio, era el único medio de convertirse en discípulo de Aquel que quiso vivir en la tierra como el más desposeído de los hombres, que viajó sin bagajes y ni siquiera tuvo un sitio donde reclinar su cabeza. A los veinticinco años, Francisco había comprendido para siempre que su propia misión era la de ser pobre con el más grande de los pobres. Y desde entonces se había desposado con la Santa Pobreza. Durante toda su vida no repitió otra cosa. La pobreza, la absoluta negativa a poseer el más mínimo de los bienes de este mundo, que luego nos poseen a nosotros; no enseñó nada más. No aportaría a una Iglesia amenazada de ruina por el dinero, otro apoyo que aquel recuerdo de la verdad evangélica, sin duda la más ardua de todas las verdades. Y la pobreza, para él, ni siquiera sería el medio de liberar de todas las trabas al cristiano para que pudiera ser éste más apto para servir a Dios, tal y como lo había sido para los grandes monjes, por ejemplo, San Bernardo, o como iba a serlo, en aquel mismo momento, para su émulo Santo Domingo. No; para él, el renunciamiento total, el absoluto despojo, serían el fin supremo, medio y fin a la vez de toda santidad, esa hambre del Reino de Dios y de su justicia, al cual se le prometió que todo se le daría por añadidura. [Seguir a Cristo pobre, y ser pobre porque Cristo fue pobre] ¿Bastaba con eso? La vida de solitario contemplativo que llevaba el hijo de Bernardone debía poseer sin duda infinitos méritos ante las miradas del Señor, pero, aun siendo ejemplar, le faltaba el ser irradiante, pues la Iglesia de entonces necesitaba algo más que reclusos y ermitaños. Cierto día de febrero de 1209, cuando Francisco oía Misa solo en la iglesita de San Damián, restaurada por sus manos, un versículo del Evangelio le hirió en pleno corazón: «¡Id y predicad! Decid: ¡El Reino de los Cielos se aproxima!...» Ir... Predicar... Y no aquella soledad, demasiado dichosa, en donde se buscaba al Señor entre la paz de los campos y los trinos de los pájaros. Había que ir a gritar la Palabra al mundo. Y cogiendo una túnica gris de campesino, y ciñéndose una cuerda a los riñones, Francisco había subido entonces la dura cuesta que conducía a Asís y se había puesto a hablar en la plaza de su ciudad. Su vocación de predicador acababa de añadirse a su vocación de pobre: quedaban así planteadas las dos bases de lo que había de llegar a ser la Orden Franciscana. ¡Qué misterio y qué grandeza los de aquel tiempo cuyas costumbres no valían más que las nuestras, pero en el cual el ímpetu del alma tenía algo espontáneo, instintivo! Cuando Francisco, después de haber cantado cualquier dulce canto venido de Francia para atraer a la multitud, se ponía a hablar de Dios y de su justicia, y de la necesidad de hacer penitencia y de renunciar a uno mismo, encontraba almas que vibraban al compás de la suya, y hombres cuyos pasos seguían sus huellas: se llamaban Bernardo de Quintavalle, Pedro de Catania, Egidio, Silvestre, Morico, Bárbaro, Sabbatino, Bernardo de Viridante, Juan de San Costanzo, Ángel Tancredo, Felipe el Largo, e incluso aquel que había de ser el Judas del nuevo Colegio Apostólico, Juan de Cappella. Entre ellos había de todo, ricos burgueses y aldeanos, un caballero, un artesano y dos sacerdotes a los cuales, por otra parte, nada distinguía. Y cuando fue alcanzada la cifra de doce, Francisco estimó necesario presentarse al juicio de quien tenía las Llaves, para que aprobase sus rectas intenciones. El aliento de Inocencio III dio a la nueva Orden el ímpetu decisivo. Puesto que el Papa los había autorizado a predicar, los Hermanitos grises pudieron dirigirse a los curas y obtener de ellos el permiso para enseñar a sus hermanos. Desde el lastimoso convento de Rivo Torto, por debajo de la colina de Asís, en donde se habían edificado con sus manos algunas cabañas, los Hermanos se fueron, emparejados, por toda la comarca, a Espoleto, a Perusa, a Gubbio, a Montefalco, e incluso más lejos, hacia Arezzo y hacia Siena. Un nuevo clima, de fraternal dulzura, se extendía a su alrededor en cuanto aparecían. En Asís, las facciones, reconciliadas por la voz del joven Santo, dieron tregua a sus querellas. Afluyeron las vocaciones; después de Rivo Torto, Santa María de los Angeles, que había de llegar a ser célebre a causa de la indulgencia de la «Porciúncula», vio elevarse el nuevo convento de los Pobrecitos. Muy pronto, toda Italia central se habituó a ver por sus caminos a aquellos Hermanos grises que mendigaban su pan cotidiano y no tenían morada fija, pero cuyas voces, alegres y fervientes, hablaban tan bien de Cristo con música y cantos de ángeles. Una de las más admirables adeptas que obtuvo Francisco fue Clara, aquella exquisita joven de rasgos tan puros, cuyo mismo nombre parecía irradiar luz y cuyo retrato, en el muro de la Basílica de Asís, todavía conmueve al visitante con un penetrante y misterioso encanto. Rica y hermosa, hija de noble linaje, también hubiera podido aceptar la vida fácil que la esperaba, pero en cuanto oyó a Francisco en la catedral de Asís, hablar de Dios y del único Amor, con palabras que no parecían de la tierra, decidió abandonarlo todo para seguir al testigo de Dios. El Domingo de Ramos del año 1212 abandonó a su familia y confió su vocación al Obispo Guido; y luego, en la rabiosa luminosidad de la primavera de Umbría, se fue a instalar como ermitaña en un hayedo cercano al convento de los Hermanos. Acababa de nacer la Orden de las Damas Pobres, nuestras actuales Clarisas, que pronto había de instalar, en el mismo San Damián, la primera comunidad de las Hijas de San Francisco. Y ésta que el poeta llamaba mi «pequeña planta» proliferaría en innumerables ramas. Cuando, en 1215, el Concilio de Letrán fue reunido por Inocencio III, Francisco marchó a Roma. ¿Acaso no le había dicho el Papa que volviese a verlo cuando la Providencia hubiera multiplicado a los suyos? Las condiciones parecían sobradamente cumplidas, y ciertamente el gran Pontífice quedó convencido de ello, pues cuando el Concilio, inquieto por la proliferación anárquica de las Órdenes, decretó que no se autorizaría ninguna Congregación nueva y que todo el que quisiera fundar una asociación religiosa habría de adoptar una Regla ya aprobada, el Papa aclaró a la ilustre asamblea que, por lo que se refería a los Penitentes de Asís, les había dado ya permiso. Aquel reconocimiento oficial señaló la tercera gran etapa. La idea de Francisco, sencillísima, correspondía a lo que esperaba la época. Aquella Orden, formada por todo aquel que quería servir a Dios y proclamarlo al mundo y en la que los laicos ocupaban el mismo lugar que los clérigos, aquella Orden de monjes que no se trataban con ninguna rica abadía, sino que iban por el mundo en la maravillosa libertad de Cristo, vio afluir cada vez más almas. Numerosísimos intelectuales acudieron a ella, felices por hacerse humildes entre los humildes, sacrificando el orgullo de la inteligencia, como todos habían sacrificado el orgullo de la fortuna. Muy pronto los Hermanos Menores, como fueron llamados desde entonces, fueron tan numerosos que su Jefe pudo enviarlos mucho más lejos por los caminos del mundo: una primera misión en Francia, Alemania, España y Oriente tuvo poco éxito, pero no se desanimaron y volvieron a empezar, tan obstinadamente que la semilla acabó por germinar en la tierra. Y hacia 1221, la Orden errante, la Orden móvil entre todas, había arraigado en toda la Cristiandad. En aquella sólida tierra acababa de crecer una nueva y dichosa «planta», la Tercera Orden, que permitía a las personas de uno y de otro sexo, a quienes los deberes de su existencia retenían en el mundo, vivir conforme a una regla de conducta análoga a la de los Hermanos. Así la aspiración hacia una vida de renunciación que se manifestaba entre tantos laicos, que los Valdenses y los Cátaros habían desviado, y para la cual los Humillados Lombardos y los Pobres Católicos no ofrecían marcos bastante sólidos, quedaba satisfecha en una gran Orden y canalizada por ella. Idea profunda que había de hacer penetrar el mensaje franciscano en lo más espeso de la masa cristiana, y multiplicar de algún modo el efecto de esta nueva levadura. Hemos de ver surgir de esta milicia laica sublimes figuras, como, entre muchas otras, Santa Isabel de Turingia y San Luis, Rey de Francia, uno y otra miembros de la Tercera Orden Franciscana. Sin embargo, el extraordinario éxito del Poverello tuvo su contrapartida de dificultades. El éxito es un gran problema y no es fácil hallarle solución. Lo que convenía a la minúscula Comunidad de los primeros Hermanos, aquella sublime anarquía bajo el solo mandato de Dios; incluso lo que todavía podía pasar para las agrupaciones conventuales de Rivo Torto y de la Porciúncula, podía no adaptarse a una Orden que había llegado a ser inmensa y que tenía ramificaciones en todos los Países, y de la cual millares de almas esperaban su dirección espiritual. Era preciso prever una organización, una administración, unos reglamentos. Y ahí estaba el drama: ¿Cómo conservar a la obra su carácter de libertad divina al institucionalizarla? Por su parte, Francisco, si no hubiese dependido más que de él, no hubiera hecho otra cosa que sembrar a manos llenas la buena simiente del Evangelio sin preocuparse de saber cómo germinaría. La fiebre de llevar la Palabra era en él tan ardiente como en los primeros días. Pensó en ir al Marruecos musulmán a convertir a los infieles, y como de hecho no pudo llegar a él, envió allí a seis Hermanos, quienes, más afortunados, llegaron al país del «Miramolín», y poco después murieron en él mártires. Se embarcó para Palestina, rezó en el Santo Sepulcro, y luego llegó hasta Damieta, e incluso tuvo una entrevista con el Sultán de Egipto en la que su misterioso prestigio se manifestó tanto, incluso a los ojos del Musulmán, que éste conversó con él de las cosas de la religión con una especie de amistad. Pero aquella libre predicación, eficaz cuando es obra de santos, ¿podía ser confiada de cualquier modo a todos aquellos a quienes atraía la irradiación de la nueva Orden? Ya en 1218, Francisco, comprendiendo la necesidad de tener a su lado a un hombre más organizador, había anhelado que su obra tuviera un «protector» en la persona del santo y firme Cardenal Hugolino, el futuro Gregorio IX. Luego, en 1220, aceptó que se impusiera un año de noviciado a quienes quisieran llegar a ser Hermanos Menores. A pesar de la dulce obstinación que opuso a dejar que se realizase la transformación, en negarse a reservar a los clérigos las funciones de Superiores en su Orden y en declinar toda oferta de exención frente a los Obispos y otras autoridades, poco a poco tuvo que tolerar cierta evolución. Las sucesivas redacciones de la Regla, en 1221 y 1223, la reflejaron. El último texto insistió menos sobre el trabajo manual, prohibió abandonar la Orden y reforzó el deber de obediencia. Con el fin de evitar el abuso del vagabundeo, los Menores tuvieron que tener residencias, lugares o conventos, de donde partirían para sus misiones. A la cabeza de cada convento se puso un Superior llamado «Guardián»; el conjunto de los conventos de una misma región se situó bajo la autoridad de un «Custodio»; varias «Custodias» constituyeron una «Provincia», dirigida por un «Ministro Provincial», y la totalidad de las Provincias formaron la Orden de los «Hermanos Menores», dirigida por un «Ministro General». A esta sistematización, que había de ser fecunda, se añadió la clericalización, con los sacerdotes que afluían a la Orden; a partir de 1223, los Franciscanos tuvieron que «celebrar cada día el Oficio según el uso de la Iglesia Romana». Toda aquella evolución no se realizó sin que el Santo Fundador padeciese grandes angustias y profundos desgarros. Se preguntaba si verdaderamente era esto lo que quería Cristo, si su ideal no había sido traicionado. «¿Quiénes son los que se han atrevido a separar de mí a mis Hermanos?», murmuraba en los días de inquietud. Entre aquellas dos concepciones, la de la inspiración y la de la eficacia, se sentía indeciso. Cansado y con la salud quebrantada, había, por otra parte, abandonado la dirección de su Orden y designado a Pedro de Catania como Ministro General, que fue sustituido muy pronto por Fray Elías, cuyo talento organizador quizá no estuviera acorde con la pura y sencilla intención de la Gracia. Y Francisco, vuelto a sus orígenes, vivía cada vez más en Dios, tan pronto en una isla del lago de Trasimeno, como en aquella gruta de Subbiaco en donde vivió como ermitaño San Benito, o en la cumbre del austero monte Alverno que un amigo le había dado para su meditación. Tuvo entonces, más que nunca, sólo un deseo: vivir en Cristo, parecerse a Él. ¿Qué importaban, junto a este propósito, los éxitos referentes a la vitalidad de la Orden y a su eficacia? El Señor le dio la respuesta mística que esperaba. Cuando en el mes de septiembre de 1224 acababa de subir a la cumbre del Alverno, en la maravilla de una hermosa jornada llena de cantos de pájaros, después de que, durante días y días, su oración se había hecho más ardiente, parecida a una agonía de amor, de repente, en la mañana del diecisiete, apareció ante sus ojos extasiados en el deslumbramiento del Amor, un Serafín, que batía el aire con sus seis alas y que llevaba dibujada en su ser sobrenatural la imagen del Crucificado. ¿Cuánto duró esta visión? ¿Qué experimentó su beneficiario? Al salir de su éxtasis, Francisco se sintió penetrado de un dolor múltiple, desgarrador y suave: sobre sus manos, sobre sus pies y sobre su costado eran visibles y sangrientas las llagas de la Pasión. El testigo de Cristo llevaba en su carne los estigmas de su Dios. Aquella alegría inefable había de ser el alimento espiritual de sus dos últimos años. No pareció sobrevivir a aquel instante único más que para cantar a Dios y para alabarlo de mil modos. Brotaban de sus inspirados labios poemas en los que resplandecía la gloria del Señor en su Creación, como ese Cántico del Hermano Sol, que es uno de los más bellos Salmos que hayan salido nunca de labios humanos. Enfermo, agotado, casi ciego, torturado por unos bárbaros médicos que pretendían curar sus oftalmías aplicándole sobre las sienes un hierro candente, conservaba su alegre serenidad, su paz sublime, y alababa al Señor por sus tribulaciones. Había dictado su testamento, en el que recordaba la esencia del mensaje que había aportado a la Iglesia. Más dulce que nunca, parecía haberse convertido todo él en amor. Casi agonizante, quiso que se le transportara hacia aquella Santa María de los Angeles que le recordaba su juventud, y en el camino, haciendo detener a los portadores de las angarillas, bendijo por última vez a su Ciudad. Había añadido al Cántico del Hermano Sol una estrofa para alabar a «Nuestra hermana la Muerte», y pidió a Fray Ángel y a Fray León que le cantasen una vez más su Cántico todo entero. El sábado tres de octubre de 1226, cuando ya su garganta había casi enmudecido, lanzó todavía las frases del Salmista: «He clamado hacia Dios con toda mi voz.» Y luego murió. Y se asegura que una gran bandada de alondras se elevó hacia el Cielo como si acompañasen al alma del juglar de Dios. Tal fue la obra prodigiosamente fecunda de aquel a quien Benedicto XV había de llamar «la imagen más perfecta que hubo nunca de Nuestro Señor». Dotó a la Iglesia de una milicia nueva, adaptada a las exigencias de la época, y opuso a las fuerzas disgregadoras el irresistible poder del puro y simple Evangelio. Su fe, tan espontánea, tan firme, propuso a los cristianos una forma de piedad nueva, más humana todavía que la de San Bernardo, más ligada a las maravillas del mundo creado por Dios, hecha de entusiasmo y de gratitud. Dos años después de su muerte, en 1228, su dulce e irradiante figura fue llevada a los altares. Habían de ser innumerables los libros y las obras de arte que los cristianos consagrasen a su memoria, pero quizá sea a un apóstata a quien haya que pedir el testimonio sobre él que lo resume todo. Pues Renán escribió un día que Francisco de Asís fue, de todos los hombres, el que tuvo «el sentimiento más vivo de su relación filial con el Padre». Daniel Rops, Historia de la Iglesia de Cristo. Vol. IV: La Catedral y la Cruzada (I Parte). Madrid, Luis de Caralt - Librairie Artheme Fayard, 1970, pp. 127-134. |
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