DIRECTORIO FRANCISCANO
San Francisco de Asís

DESCUBRIMIENTO GRADUAL
DE LA FORMA DE VIDA EVANGÉLICA
POR FRANCISCO DE ASÍS

por Octaviano Schmucki, o.f.m.cap.

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III. MOMENTOS DEL CRECIENTE CONOCIMIENTO BÍBLICO,
ENTRE LA «PROTORREGLA» (1209)
Y LA «REGLA NO BULADA» (1221)

1. Antes de dirigirse a Roma en 1209 con los once compañeros para pedir al papa Inocencio III que la Iglesia confirmara oficialmente su forma de vida evangélica, Francisco la hizo «escribir en pocas palabras y sencillamente» (Test 15). Tomás de Celano corrobora y amplía este autotestimonio del Fundador. Refiere, en efecto:

«Viendo el bienaventurado Francisco que el Señor Dios le aumentaba de día a día el número de seguidores, escribió para sí y sus hermanos, presentes y futuros, con sencillez y en pocas palabras, una forma de vida y regla, sirviéndose, sobre todo, de textos del santo Evangelio, cuya perfección solamente deseaba. Añadió, con todo, algunas pocas cosas más, absolutamente necesarias para poder vivir santamente» (1 Cel 32).

Aun cuando estoy convencido de que el texto definitivo de la Regla no bulada de 1221 es el resultado final de un proceso dialéctico de añadidos y reajustes sucesivos a partir de la Protorregla, me parece que pretender reconstruir el texto original de esta «regula evangelica», como han intentado bastantes autores en el pasado, es una empresa condenada al fracaso. Los datos que las fuentes nos han transmitido a este respecto son demasiado sumarios y dejan en la sombra muchos elementos indispensables para cualquier intento de reconstrucción. Además, debe tenerse en cuenta que algunos elementos de la Protorregla pudieron haber sido eliminados durante el período 1209-1221. En su fase embrionaria, valga la expresión, el proyecto de regla contenía sin duda los fragmentos evangélicos que determinaron la puesta en marcha de la vocación de los hermanos menores: los principales elementos del discurso de misión junto con el radicalismo itinerante sin casa ni domicilio fijo, la confianza heroica en Dios sin inquietarse por el mañana, la autorización para comer de todos los alimentos que les pusieran delante, el anuncio de la penitencia y de la paz. E, indudablemente, no faltaba la exigencia a renunciar por completo a cualquier posesión, al seguimiento de la cruz y a la negación a sí mismo (cf. más arriba, II, 1-2).

Me parece más difícil poder determinar si Francisco hizo incluir de algún modo ya en esta primera redacción la respuesta de Jesús al joven rico, relatada en Lc 18,18-30, a saber: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios» (Lc 18,19). En cualquier caso, este pasaje se convertirá más tarde en un tema central de la piedad de Francisco y será un elemento característico de su visión de Dios. El «Deus... solus bonus», lo encontramos, por ejemplo, en 1 R 17,17s, y su ulterior desarrollo: «Deus... omne bonum, summum bonum» aparece en muchos otros lugares de los Escritos (por ejemplo, en AlD 3). En el tema de «Dios infinitamente bueno» subyacen, probablemente, influencias de teólogos anteriores pertenecientes al ámbito monástico.1

2. A excepción del P. Armando Quaglia, quien sostiene que la Regla no bulada fue redactada de una sola vez, los investigadores concuerdan, salvo algunas divergencias de detalle, en que la Protorregla fue desarrollándose, bajo el decisivo influjo de las reuniones de los hermanos en los Capítulos generales, desde 1209 hasta la redacción final de 1221. El P. David Ethelbert Flood resume del siguiente modo el resultado fundamental de su pormenorizada investigación sobre este tema:

«Los capítulos I-XVII contienen un texto cuya estructura sustentante existía ya antes del Concilio IV de Letrán. La Introducción a la Regla pertenece a esta configuración primitiva del texto. La conclusión (cap. XXIV) es de época más tardía. Los capítulos XVIII-XX son consecuencia del Concilio. Los capítulos XXI-XXIII fueron introducidos como piezas aisladas en el texto después del 1216; en el momento actual no puede afirmarse con certeza absoluta cuáles fueron las circunstancias de su inserción».2

Quien intente recorrer los sucesivos estadios del progresivo enriquecimiento de la forma de vida evangélica entre 1209 y 1221, tendrá que moverse en el espacio de tiempo antes indicado, en el que todavía hoy quedan muchos aspectos que no pasan de ser meras suposiciones. Un proyecto tan ambicioso rebasa, obviamente, las posibilidades de un ensayo. Llevarlo a cabo implica, además, encontrarse con lo que refiere fray Jordán de Giano en su Crónica: «Y viendo el bienaventurado Francisco que fray Cesáreo (de Espira) era docto en Sagrada Escritura, le confió el trabajo de adornar con palabras del Evangelio la Regla redactada por él con palabras sencillas. Y él lo hizo».3

Corresponde al exegeta protestante Karlmann Beyschlag el mérito de haber aplicado al examen de la Regla no bulada el criterio de las citas constitutivas y ornamentales, así como el de las citas de reflexión. El uso de esta piedra de toque como instrumento para determinar con precisión cuáles son los fragmentos bíblicos que se remontan al mismo Francisco está, no obstante, expuesto al peligro del arbitrio subjetivo. En su memoria académica, el P. Willi Egger, para demostrar qué fragmentos bíblicos se remontan a la Protorregla, ha empleado otros criterios dignos de consideración, como el del testimonio múltiple en las fuentes, el de la novedad en comparación con la vida eclesiástica de entonces y el de la coherencia con el estilo de vida distintivo de Francisco. Recientemente, Walter Viviani ha propuesto en su tesis doctoral (L'ermeneutica, 112s) otros criterios para fijar qué citas han de atribuirse a Francisco: a) las citas de los textos reproducidos en los Escritos con mucha libertad; b) las citas que son combinaciones de diversos versículos pertenecientes a uno o a varios autores sagrados; c) las «concentrazioni bibliche», concentraciones bíblicas que se presentan como una cristalización aparentemente desordenada de referencias escriturísticas, que se aglutinan en torno a una idea. La expresión «concentrazione biblica», acuñada por W. Viviani para designar este último criterio, me parece poco afortunada.

Todas estas características auxiliares prestan una valiosa ayuda para distinguir en la Regla no bulada los elementos bíblicos originales del propio Francisco y los insertados por fray Cesáreo de Espira, investigación que está todavía por hacer. Por otra parte, la ampliación del fundamento bíblico realizada por fray Cesáreo de Espira se llevó a cabo, sin ninguna duda, bajo la vigilancia y el dictamen del Fundador, para quien, a su vez, los textos añadidos se convirtieron en vida espiritual propia.

3. Por razones de claridad, he invertido antes el orden cronológico de los hechos. A partir más o menos de 1211/1212, los predicadores itinerantes de la penitencia, que recorrían las regiones de Italia sin tener morada fija, se reunían dos veces al año en capítulo, en Pentecostés y en la fiesta de la Dedicación de san Miguel (cf. 1 R 18,1; TC 57). Como sabemos por la Leyenda de los tres compañeros, durante estas reuniones el Fundador dirigía alocuciones a sus hermanos: «Exhortaba con solicitud a los hermanos a que guardaran fielmente el santo Evangelio y la Regla que habían prometido...» (TC 57). De acuerdo con Mt 5,15, Francisco habría manifestado: «Tal debería ser el comportamiento de los hermanos entre los hombres, que cualquiera que los oyera o viera, diera gloria al Padre celestial y le alabara devotamente» (TC 58). Junto a esta vida ejemplar, que suscitaba espontáneamente entre sus contemporáneos la alabanza a Dios, los TC esbozan, en consonancia con cuanto refieren otras fuentes, el método de apostolado propio de los hermanos menores: «Que la paz que anunciáis de palabra, la tengáis, y en mayor medida, en vuestros corazones. Que ninguno se vea provocado por vosotros a ira o escándalo, sino que por vuestra mansedumbre todos sean inducidos a la paz, a la benignidad y a la concordia. Pues para esto hemos sido llamados: para curar a los heridos, para vendar a los quebrados y para corregir a los equivocados (cf. Ez 34,16). Pues muchos que parecen ser miembros del diablo, llegarán todavía a ser discípulos de Cristo» (TC 58).

No hace falta poseer especiales conocimientos bíblicos para percibir en estas admoniciones capitulares elementos del sermón de la montaña y la frase paulina: «No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien» (Rom 12,21). Además, que Francisco dirigiese admoniciones bíblico-espirituales con ocasión de los Capítulos convocados «junto a la iglesia de Santa María de la Porciúncula», es un dato expresamente confirmado por un relato de los Compañeros (LP 103d). Quien explica textos evangélicos de manera tan admirable y penetrante, no sólo debía conocerlos antes conceptualmente, sino que también debía haberlos experimentado espiritualmente.

4. A partir de las alocuciones pronunciadas por Francisco durante los Capítulos, hecho atestiguado por las fuentes, adquieren nueva luz las 28 Admoniciones transmitidas en los Opúsculos. Ahora bien, bastantes de ellas son auténticas explicaciones de versículos del Nuevo Testamento, en especial las Adm 13-16, sobre los «pacíficos» (¡dos veces!), los «pobres de espíritu» y los «limpios de corazón» (Mt 5, 9. 3. 9. 8). La Adm 14 demuestra la asombrosa clarividencia y la rigurosa lógica con que Francisco veía la dimensión interior de la pobreza evangélica:

«"Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos" (Mt 5,3). Hay muchos que permanecen constantes en la oración y en los oficios divinos y hacen muchas abstinencias y mortificaciones corporales, pero por sola una palabra que parece ser injuriosa para sus cuerpos o por cualquier cosa que se les quite, se escandalizan y en seguida se alteran. Estos tales no son pobres de espíritu; porque quien es de verdad pobre de espíritu, se odia a sí mismo y ama a los que le golpean en la mejilla (cf. Mt 5,39)».

5. Dejarse golpear en la mejilla, no era una retórica piadosa para una grave emergencia que no habría de ocurrir prácticamente nunca. Los TC relatan, refiriéndose a los primeros tiempos, lo mal que trataban a los predicadores de la penitencia, que iban muy pobremente vestidos: había quien les arrancaba los vestidos, dejándolos desnudos «porque, según el consejo evangélico, llevaban una sola túnica» (TC 40). Los informadores advierten expresamente que «no por eso reclamaban lo que les habían quitado» (Ibíd.). Otros les arrojaban barro o les tiraban de las capuchas:

«Estas y otras cosas parecidas hacían con ellos, y los consideraban tan despreciables, que los molestaban sin miramiento cuanto querían. Sobre todo, tuvieron que pasar hambre y sed, frío y desnudez y otras indecibles tribulaciones y angustias. Y todo lo sobrellevaban con inmutable paciencia, de conformidad con la instrucción dada por el bienaventurado Francisco. Y jamás manifestaban tristeza ni turbación, ni maldecían a los que los ofendían, sino, por el contrario, cual perfectos varones evangélicos y dispuestos a conseguir grandes ganancias, se alegraban hondamente en el Señor y miraban como motivo de gozo las pruebas y tribulaciones que, como las ya dichas, se les presentaban, y, según el santo Evangelio, rogaban con solicitud y fervor por sus perseguidores» (TC 40).

Este informe sobre la situación global, tan vivo cuanto creíble,4 parece un comentario existencial a los textos del discurso de misión y, sobre todo, del sermón de la montaña. Más sorprendentes aún resultan, tal vez, las semejanzas entre este relato y las prescripciones del capítulo 14 de la Regla no bulada. Me limito a adelantar aquí que este capítulo, que vamos a citar textualmente, fue introducido pronto en la Protorregla y no es sino un mosaico de fragmentos tomados de los evangelios de Lucas y de Mateo:

«Cuando los hermanos van por el mundo, nada lleven para el camino: ni bolsa, ni alforja, ni pan, ni pecunia, ni bastón (cf. Lc 9,3; 10,4; Mt 10,10). Y en toda casa en que entren digan primero: Paz a esta casa (cf. Lc 10,5). Y, permaneciendo en la misma casa, coman y beban lo que haya en ella (cf. Lc 10,7). No resistan al mal, sino a quien les pegue en una mejilla, vuélvanle también la otra (cf. Mt 5,39). Y a quien les quita la capa, no le impidan que se lleve también la túnica (cf. Lc 6,29). Den a todo el que les pida; y a quien les quita sus cosas no se las reclamen (cf. Lc 6,30)» (1 R 14,1-6).

Este texto, amasado con pasajes de los dos evangelios sinópticos y en parte redactado libremente, es tan indicativo del modo como Francisco emplea la Biblia, que sin duda alguna podemos atribuírselo a él en persona, aun admitiendo una cierta colaboración de algún hermano secretario. Puesto que el radicalismo evangélico5 resumido en estas breves pero densas líneas da una clara respuesta a las dificultades concretas que, en un período de absoluta itinerancia, encontraron los hermanos menores en sus relaciones con otras personas, debieron de insertarse relativamente pronto en la Protorregla. Así, el Evangelio ilumina la vida y ésta, a su vez, ilustra el Evangelio con nueva luz. El carácter revolucionario y la creativa acción pacificadora de la exigencia de Jesús a renunciar a cualquier forma de violencia, exigencia que Francisco impone a todos sus hermanos como norma de conducta universal, brilla con fascinante claridad sobre el fondo de la época. Baste con recordar las cruzadas para reconquistar Tierra Santa o las dos cruzadas contra los cátaros del sur de Francia (1181 y 1209) y las permanentes luchas por el poder entre el papa y el emperador.

6. La actitud básica evangélica de Minores-Menores, unida al nombre Fratres-Hermanos como su diferencia específica («Omnes fratres... sint minores et subditi omnibus...», «los hermanos... sean menores y estén sujetos a todos»: 1 R 7,1), halló probablemente su primera expresión ya en la Protorregla. Nos informa sobre este punto un capítulo de la Leyenda de Perusa, en el que puede captarse también un intento de fundamentación bíblica de la minoridad según Francisco:

«Por lo que un día dijo (Francisco) a sus hermanos: La religión y vida de los hermanos menores es un pequeño rebaño (cf. Lc 12,32) que el Hijo de Dios pidió en estos últimos tiempos (cf. 1 Jn 2,18) a su Padre celestial, diciéndole: "Padre, yo quisiera que suscitaras y me dieras un pueblo nuevo y humilde que en esta última hora se distinga por su humildad y pobreza de todos los que le han precedido y que se contente con poseerme a mí solo". El Padre dijo a su Hijo amado: "Hijo, lo que pides queda cumplido".

»Por eso -añadió el bienaventurado Francisco-, quiso el Señor que los hermanos se llamasen hermanos menores, pues ellos son este pueblo que el Hijo de Dios pidió a su Padre, y del que el mismo Hijo de Dios dice en el Evangelio: "No temáis, pequeño rebaño, porque el Padre se ha complacido en daros el reino" (Lc 12,32); y también: "Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40). Sin duda, se ha de entender que el Señor habló así refiriéndose a todos los pobres espirituales, pero principalmente predijo el nacimiento en su Iglesia de la Religión de los hermanos menores.

»Tal como le fue revelado al bienaventurado Francisco que su Religión debía llamarse la de los hermanos menores, hizo él insertar este nombre en la primera regla, que presentó al señor papa Inocencio III, y que éste aprobó y le concedió y luego anunció a todos en el consistorio» (LP 101, c-e).

Este relato, proveniente del círculo de los «Compañeros», ofrece a la reflexión crítica algo más que un simple punto de partida. La marcada definición temporal-escatológica «en esta última hora», es decir, «en el tiempo inmediatamente antes del final», ¿no denota la mano de un espiritual joaquinita?6 ¿No es exegéticamente muy problemática la especial equiparación del reducido número de los hermanos menores con el «pequeño rebaño» de los discípulos de Lc 12,32? Por los escritos de Francisco sabemos que en su piedad sobresalían con fuerza la espera de la venida final de Cristo y el espíritu de minoridad. Pero el hecho de situar la fundación minorítica en la «última hora» no obliga en modo alguno a recurrir a una interpretación joaquinita. La lectura del pasaje lucano (Lc 12,22-32), en el que se incluye la advertencia de Jesús a precaverse de las excesivas preocupaciones terrenas, pudo en un momento relativamente temprano suscitar en el Fundador de la Orden la impresión de haber recibido en él una revelación divina particular. En esa perspectiva, los hermanos menores le parecieron como el «pequeño rebaño» de «pobres espirituales» que, libres por completo de las inquietudes por el alimento y el vestido, permanecían a la espera del retorno del Señor. Tal vez sea todavía más interesante remontar la denominación «hermanos menores» a los desvalidos «hermanos míos más pequeños» de que habla Cristo en Mt 25,40c. Según esto, en los servicios que por amor de Dios les prestan los laicos a ellos, pobres evangélicos, o en los que los hermanos se intercambian recíprocamente, se da un encuentro incesante con Cristo.

Con todo, esta doble motivación evangélica de la minoridad franciscana no debió de ser la originaria. Nos dan fe de ello los pasajes de la Regla no bulada que se refieren a este mismo tema. A la fase del primer enriquecimiento de la Protorregla pertenece, ante todo, un pasaje de 1 R 5 en el que se describe así el campo de actividades de los «ministros»:

«Igualmente, a este propósito (es decir, respecto a la corrección de los hermanos que pecan), ninguno de los hermanos tenga potestad o dominio, y menos entre ellos. Pues, como dice el Señor en el Evangelio: "Los príncipes de los pueblos se enseñorean de ellos y los que son mayores ejercen el poder en ellos" (Mt 20,25); no será así entre los hermanos (cf. Mt 20,26a). Y todo el que quiera hacerse mayor entre ellos, sea su ministro y siervo (cf. Mt 20,26b), y el que es mayor entre ellos, hágase como el menor (cf. Lc 22,26)» (1 R 5,9-12).

Si no nos engañan todos los indicios, el punto de partida bíblico de la minoridad franciscana radica exactamente en la perícopa de Mt 20,20-28. A la ambiciosa aspiración de los dos hijos del Zebedeo a poseer los lugares más importantes en su Reino, responde Jesús con su instrucción sobre el abuso del poder por parte de los grandes y sobre la grandeza cristiana del servir. También aquí Francisco hace converger inadvertidamente a Lucas y a Mateo, signo certero de que no fue un experto en Sagrada Escritura como Cesáreo de Espira, quien, sirviéndose de un códice, introdujo las citas, sino el mismo Francisco, citando de memoria.

En la misma línea se mueve también la breve e inflexible disposición de 1 R 6,3-4: «Y nadie sea llamado prior, mas todos sin excepción llámense hermanos menores. Y lávense los pies el uno al otro (cf. Jn 13,14)». La prontitud para servir propia de los hermanos menores, subrayada en 1 R 5 a la luz de los sinópticos, es concretizada aquí por el ejemplo de Jesús. Del mismo modo que en la última Cena el Maestro se rebajó para lavar los pies a los discípulos, así también deben los hermanos menores estar siempre dispuestos a prestarse los más humildes servicios (cf. Jn 13, 1-20. 14).

En 1 R 7, capítulo que trata sobre el «modo de servir y trabajar», el Fundador inserta casi inadvertidamente una ulterior piedrecita al mosaico bíblico, cuando determina que los hermanos no tengan ningún lugar directivo en las casas en las que sirven como trabajadores auxiliares, «sino sean menores y estén sujetos a todos los que se hallan en la misma casa» (1 R 7,1). Francisco depende aquí, no en el tenor literal pero sí en la idea, de 1 Pe 2,13a: «Sed sumisos, a causa del Señor, a toda institución humana».7 Teniendo en cuenta la situación social contemporánea, el Santo explicita las implicaciones del servicio desinteresado y recíproco y de la sujeción voluntaria en el famoso fragmento de 1 R 9,2: «Y deben gozarse (todos los hermanos) cuando conviven con gente de baja condición y despreciada, con los pobres y débiles, y con los enfermos y leprosos, y con los mendigos de los caminos». Careciendo de espacio para desentrañar con profundidad estos fragmentos, baste simplemente advertir aquí que, en su traducción franciscana a la vida, los textos bíblicos relativos al servir y al someterse adquieren como una luz nueva.8

No carece de importancia comprobar aquí que Tomás de Celano, a quien con frecuencia se le acusa injustamente de carecer en conjunto de consistencia histórica, expone el concepto de minoridad en perfecta concordancia con el que aparece en los Escritos:

«Fue él (Francisco) efectivamente quien fundó la Orden de los Hermanos Menores y quien le impuso ese nombre en las circunstancias que a continuación se refieren: se decía en la Regla "Y sean menores"; al escuchar estas palabras, en aquel preciso momento exclamó: "Quiero que esta fraternidad se llame Orden de los Hermanos Menores". Y, en verdad, menores quienes, sometidos a todos, buscaban siempre el último puesto y trataban de emplearse en oficios que llevaran alguna apariencia de deshonra, a fin de merecer, fundamentados así en la verdadera humildad, que en ellos se levantara en orden perfecto el edificio espiritual de todas las virtudes» (1 Cel 38).

7. La Leyenda de Perusa transmite un relato de los «Compañeros» que ilustra nítidamente cómo los hermanos de la primera generación franciscana eran lógicos y consecuentes hasta el límite de las posibilidades humanas:

«En la misma época, cuando el bienaventurado Francisco vivía con los hermanos que tenía entonces, su alma era de una pureza admirable: desde el momento en que el Señor le reveló que él y sus hermanos debían vivir conforme al santo Evangelio, resolvió hacerlo así, y procuró observarlo a la letra todo el tiempo de su vida.

»Por eso, cuando el hermano que se cuidaba de la cocina quiso preparar a sus hermanos legumbres, no le permitió que las pusiera de víspera a remojo en agua caliente para el día siguiente, como es costumbre, para que los hermanos observaran la palabra del santo Evangelio: "No os inquietéis por el mañana" (Mt 6,34). Y así, aquel hermano las ponía a reblandecer después que los hermanos habían dicho los maitines. Por la misma razón, muchos hermanos, por largo tiempo y en muchos lugares en que tenían que cuidarse entre sí, y sobre todo en las ciudades, para observar esto, no querían mendigar ni recibir más limosnas de las necesarias para el día» (LP 52).

Difícilmente podrá negarse que el franciscanismo primitivo, a pesar de su maravilloso heroísmo, estuvo amenazado por el peligro de cierto literalismo y de una observancia legalista del Evangelio. Además, la inseguridad respecto a los medios de subsistencia por parte de una comunidad en continuo crecimiento y que se extendía internacionalmente, trajo consigo gravísimos problemas. Por influjo de los ministros que tenían encomendada la solución de los problemas vitales que surgían cada día, en la Regla bulada no hay ninguna alusión evangélica a no inquietarse por el mañana y a renunciar a llevar provisiones en los viajes. Según algunos relatos de los «Compañeros», esta omisión, intencionada, fue sin duda para el Fundador de la Orden una de las pruebas más difíciles de toda su vida.9 Y ahí precisamente es donde reside, en mi opinión, su incomparable grandeza cristiana: ante la aparente contradicción existente entre la palabra de Dios que le había sido «revelada» directamente en el discurso de misión y la voluntad de Dios que le es anunciada indirectamente mediante la decisión de la suprema autoridad eclesiástica, Francisco optó por la Iglesia. El ejemplo más claro lo tenemos en el Testamento, donde afirma: «... así como me dio el Señor decir y escribir sencilla y puramente la Regla (es decir, la Regla bulada) y estas palabras, del mismo modo las entendáis sencillamente y sin glosa, y las guardéis con obras santas hasta el fin» (Test 39); y algo más arriba dice que hace este testamento a sus benditos hermanos «por esto, para que mejor guardemos católicamente la Regla que prometimos al Señor» (Test 34).

8. Durante la primera fase del desarrollo de la Protorregla, antes de 1215, se insertó probablemente el siguiente pasaje, silenciado a veces por los investigadores:

«Y, cuando sea menester, vayan por limosna. Y no se avergüencen, y más bien recuerden que nuestro Señor Jesucristo, "el Hijo de Dios vivo" (Jn 11,27) omnipotente, "puso su faz como piedra durísima" (Is 50,7) y no se avergonzó; y fue pobre y huésped y vivió de limosna tanto Él como la Virgen bienaventurada y sus discípulos. Y cuando los hombres los abochornan y no quieren darles limosna, den por ello gracias a Dios, pues por los bochornos padecidos recibirán un gran honor ante el Tribunal de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 9,3-6).

Es característico del Fundador de la Orden basar un precepto sobre una admonición empapada de palabras bíblicas. De ahí que no haya ninguna duda respecto a que esta prescripción se remonta al mismo Francisco. La vergonzosa tarea de pedir, en caso de necesidad, limosna de puerta en puerta por amor de Dios y la frecuente experiencia de verse en tales circunstancias atacados y rechazados por la gente, es cimentada por el Santo poniéndola en relación con el ejemplo del Hijo de Dios hecho hombre. La alusión a la perícopa del siervo de Dios (Is 50,7), conocida por Francisco a través de la liturgia, implica probablemente que, en la metáfora de la faz dura como la piedra, el Pobrecillo tiene ante sus ojos la invencible fortaleza con que el Redentor soportó las injusticias y los malos tratos.

En cambio, la itinerancia carente de seguridad y de medios de los hermanos menores es fundamentada en el ejemplo de Cristo, María y los discípulos, a quienes Francisco considera pobres, sin patria y dependientes habitualmente de la bondad de bienhechores. Esta interpretación del modo como vivieron Jesús, su Madre y los Doce, está influenciada a todas luces por la piedad popular contemporánea. Debería profundizarse ulteriormente si tales exageraciones se encontraban ya en los predicadores itinerantes de Francia del siglo anterior a Francisco o en los escritos apócrifos, ampliamente difundidos entonces. Que Jesús y sus discípulos estuvieran permanentemente en camino anunciando el Reino de Dios y les asistieran mujeres acomodadas, es un hecho (cf. Lc 8,1-3); en cuanto a María, puede hablarse sólo de condiciones modestas de vida, pero no de mendicidad.

9. Por diversas razones, el concilio IV de Letrán (1215) trajo consigo un importante paso en el ulterior desarrollo de la Orden franciscana. La acentuación de la presencia real de Cristo en las especies eucarísticas del pan y del vino, el precepto de comulgar por lo menos una vez al año durante el tiempo pascual y la prescripción de reservar el Santísimo con llave, produjeron una nueva orientación en la piedad de Francisco. Uno de los primeros testimonios de los Escritos sobre esta devoción al Señor eucarístico es, sin duda, el capítulo 20 de la Regla no bulada, en el que, tras unas pormenorizadas prescripciones sobre el modo como los hermanos deben utilizar el sacramento de la penitencia (vv. 1-4), figura la siguiente exhortación: «Y, contritos y confesados de este modo, reciban con gran humildad y veneración el cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, recordando lo que el Señor dice: "Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna" (Jn 6,55); y: "Haced esto en memoria mía" (Lc 22,19)» (1 R 20,5). Con la innovación conciliar debió manifestarse con más fuerza a la conciencia religiosa del Santo el discurso de la promesa eucarística (Jn 6). En cartas circulares del Pobrecillo, escritas probablemente a partir de 1220, aparecen bastantes citas de Jn 6, concernientes sobre todo a la importancia y carácter salvífico de la recepción de la comunión; véanse, como ejemplo significativo: 2CtaF 14-15, 22-23, 34, 63.

Es imposible saber si Francisco conoció los 71 cánones del concilio IV de Letrán en una copia completa o en una selección parcial. Si participó como observador a título personal en la asamblea conciliar, escucharía personalmente la lectura de los documentos conciliares. Sin ninguna duda, pudo haber sido informado por un amigo-obispo, por ejemplo Guido II de Asís, sobre los textos significativos para su fundación. Con todo, ni Lc 22,19 ni Jn 6,55 forman parte del escaso fundamento bíblico de las disposiciones conciliares, de carácter predominantemente jurídico.

Especial atención merece, en cambio, el hecho de que la piedad eucarística de Francisco recibiera un significativo impulso de la carta de Honorio III Sane cum olim, de 22 de noviembre de 1219. Lo que más interesa para nuestro tema es que en la Carta a toda la Orden, escrita con toda probabilidad el año 1225,10 hay un pasaje que depende directamente del tenor literal de la encíclica pontificia y reproduce una cita libre de Heb 10,28-29:

«Recordad, mis hermanos sacerdotes, lo que está escrito respecto de la ley de Moisés: si alguno la transgredía aun sólo materialmente [in corporalibus], moría sin misericordia alguna por sentencia del Señor (cf. Heb 10,28). ¡Cuánto mayores y peores suplicios merece padecer quien pisotee al Hijo de Dios y tenga por impura la sangre de la alianza, en la que fue santificado, y ultraje al espíritu de la gracia (Heb 10, 29)» (CtaO 17-18).

El hecho concreto de que el Pobrecillo llegue a conocer un texto neotestamentario a partir de una circular pontificia, supone toda una serie de otros probables contactos indirectos de Francisco con la Sagrada Escritura. En el presente caso, Francisco, o su secretario, revisó de algún modo la cita y la reproduce con más fidelidad que la misma fuente de donde la toma. Sin ninguna duda, sobre todo durante los primeros años de la Fraternidad, la liturgia fue el principal puente de unión entre Francisco y los suyos y la Biblia.

En conexión con la orientación de la devoción franciscana al misterio eucarístico se encuentra, en especial, la Admonición 1, sobre El cuerpo del Señor, aun cuando, por desgracia, carecemos de puntos de referencia que nos permitan fijar el momento de su redacción. Naturalmente, es imposible comentar aquí esta densa meditación bíblico-teológica; indicaré, no obstante, algunas ayudas para su comprensión.11 El Santo presenta en ella, interrelacionadas, una serie de citas bíblicas, tomadas en su mayor parte del evangelio de Juan, y resalta analógicamente el sentido y los frutos de la presencia de Cristo en las especies sacramentales. La clave para comprender la Admonición nos la dan las palabras de Juan: «Dios es espíritu» (Jn 4,24) y la autoconfesión de Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Al igual que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo habitan en una luz inaccesible; su naturaleza divina sólo puede ser contemplada por el hombre «en espíritu», es decir, a la luz de la fe recibida gratuitamente del Espíritu Santo. No obstante la Encarnación del Verbo de Dios, tan sólo a través de la fe pudieron los apóstoles y podemos nosotros penetrar en su naturaleza divina. De manera semejante, debemos ver y creer «según el espíritu y la divinidad» que «el sacramento... en forma de pan y vino... es verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo» (v. 9). «Así, pues, es el espíritu del Señor, que habita en sus fieles», es decir, la caridad infundida en nuestros corazones por el Espíritu Santo, «el que recibe el santísimo cuerpo y sangre del Señor» (v. 12).12 «Diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia... Y de esta manera está siempre el Señor con sus fieles, como Él mismo dice: "Ved que yo estoy con vosotros hasta la consumación del siglo" (cf. Mt 28,20)» (vv. 17 y 22).

En la Admonición 1, se funden la teología paulina del anonadamiento de Cristo según Fil 2,5-11 y la idea básica de Juan sobre Jesucristo como revelador del Padre, junto con la promesa del Señor de permanecer, con su presencia mística de Resucitado, cabe los suyos hasta el fin de la historia humana (cf. Mt 28,20). Los teólogos modernos podrían tal vez plantear algunas objeciones a este esbozo de teología, ya que no incluye suficientemente el concepto de cena y de sacrificio eucarísticos. De hecho, carece de cualquier alusión a la perspectiva paulina: «Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga» (1 Cor 11,26). Ahora bien, ¿por qué motivo no habría de ser Francisco hijo de su tiempo y compartir los límites de la perspectiva teológica común en su época? Por lo demás, la perspectiva encarnacionista que resplandece en la Admonición está plenamente justificada por cuanto constituye un componente esencial de la teología eucarística.

10. Desde su confirmación provisional por Inocencio III en 1209, la Fraternidad primitiva ejercitó, con licencia papal, la predicación laical en forma de exhortación a la penitencia y a la paz. A pesar mío, he tenido que renunciar a indicar los fundamentos bíblicos y algunos momentos característicos de la puesta en práctica de esta predicación.13 El vacío podrá tal vez suplirse con unas breves alusiones a los dos capítulos de la Regla no bulada sobre los predicadores, es decir, el 17, algunos de cuyos elementos se remontan quizás a antes de 1215, y el 21, en el que Francisco, a raíz del Concilio de Letrán, ofrece a sus hijos un modelo de predicación penitencial.

Tras los primeros signos de hostilidad y rechazo, la actividad de la predicación pronto alcanzó éxitos muy notables que pudieron originar en algunos hermanos el peligro de una autoestima desmesurada. San Francisco se dirige «en la caridad que es Dios (cf. 1 Jn 4,16)» a todos los grupos de hermanos existentes entonces en la Orden: «predicadores, orantes, trabajadores» (1 R 17,5), es decir, a cuantos se consagraban a la predicación itinerante, a la oración contemplativa en los eremitorios (establecidos de manera estable a partir de 1214), y al trabajo auxiliar y subordinado en casas ajenas. A todos ellos les ruega «que procuren humillarse en todo, no gloriarse ni gozarse en sí mismos, ni exaltarse interiormente de las palabras y obras buenas; más aún, de ningún bien que Dios hace o dice y obra alguna vez en ellos y por medio de ellos...» (1 R 17,6).

Aun cuando el origen paulino del tema aquí tratado aparece sólo en la palabra gloriari, gloriarse (1 R 17,6), su fundamento espiritual, la conciencia de ser instrumentos de Dios, expresamente exigida en este fragmento, no admite ninguna duda. Para convencernos de tal dependencia, basta comparar este pasaje con 1 Cor 1,28-31, o con 1 Cor 4,6-7. El Fundador arremete explícitamente contra la «prudencia de la carne» (Rom 8,6) o la actitud carnal «que se esfuerza mucho por tener palabras, pero poco por tener obras, y busca no la religión y santidad en el espíritu interior, sino que quiere y desea tener una religión y santidad que aparezca exteriormente a los hombres» (1 R 17,11-12). Francisco pone de relieve la medicina más segura contra estas formas de falta de pobreza interior y de evasión farisaica en bellos discursos sobre Dios: «Y restituyamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos son suyos, y démosle gracias por todos ellos, ya que todo bien de Él procede» (1 R 17,17). Con el concepto paulino del hombre como instrumento de Dios se mezcla aquí la imagen de Dios solo bueno,14 revelada por primera vez a nuestro Santo en las «suertes bíblicas» en la iglesia de San Nicolás, en Asís (cf. más arriba, II, 2).

Esta exhortación a los hermanos, con la que se anticipa a justificadas peticiones formuladas tres siglos más tarde por los reformadores protestantes en contra de ciertas formas de piedad excesivamente centrada en las obras externas y carente de interioridad, concluye con una petición en la que la originalidad y el proceder apostólico de Francisco sobresalen como tal vez en ninguna otra frase de sus Escritos: «Y, si vemos u oímos decir o hacer mal o blasfemar contra Dios, nosotros bendigamos, hagamos bien y alabemos a Dios (cf. Rom 12,21), "que es bendito por los siglos" (Rom 1,25)» (1 R 17,19). Es claro que la frase no cita literalmente a Rom 12,21, pero sí lo traduce fielmente al contexto religioso y social de la época. Al parecer, Francisco tiene presente aquí el dualismo y la polémica de los cátaros. Frente a éstos, subraya el lugar central de Dios, infinitamente bueno, y, en lugar de liarse en una polémica estéril, procura superar la cizaña herética con la siembra de la buena semilla.15

Quien echa un rápido vistazo al capítulo 21 de la Regla no bulada no llega a sospechar su densidad bíblica, su frescura espiritual y su inaudita novedad. Aquí sólo puedo ofrecer algunas sugerencias para el estudio personal de la «exhortación y alabanza» que «pueden proclamar todos mis hermanos» (1 R 21,1). El concepto latino de «laus» alude, en el presente contexto, a una llamada a alabar a Dios, cuya puesta en práctica se transforma en plegaria de alabanza. Sabemos por las fuentes, al menos respecto a los últimos años de la vida del Santo, que estas «alabanzas», a fin de que fueran más eficaces, eran proclamadas por hermanos expertos en canto, a la manera de los trovadores provenzales.16 A todos los hermanos, también a los no clérigos, les estaba permitido dirigirse a la gente con esta llamada u otra parecida: «Temed y honrad, alabad y bendecid, dad gracias (1 Tes 5,18) y adorad al Señor Dios omnipotente en Trinidad y Unidad, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo, creador de todas las cosas» (1 R 21,2). Elementos de piedad sálmica y litúrgica se fusionan, desembocando en una confesión de fe trinitaria. Temor reverencial, glorificación y acción de gracias constituyen los acordes fundamentales de esta oración que, sin duda alguna, refleja la experiencia personal del Santo.

La segunda parte, la exhortación a la penitencia, es un mosaico de fragmentos del Nuevo Testamento, en el que aparecen, entretejidos y en parte libremente citados, fragmentos de los sinópticos, del evangelio y la primera carta de Juan, y de la carta de Santiago. Aunque breve, la llamada a la penitencia es muy eficaz. Sus frutos se manifiestan, según Francisco, sobre todo en un amor fraterno dispuesto a servir y a perdonar. Siguiendo la prescripción del concilio IV de Letrán, insiste mucho en la confesión sacramental de los pecados. Con una alusión explícita al juicio después de la muerte, exhorta a todos a perseverar en el bien y a morir con sentimientos de penitencia.

La libre composición del texto acredita de por sí a Francisco como a su autor. Naturalmente, Francisco ya se había servido antes de este modelo de exhortación-plegaria en su predicación. Por desgracia, no se hace aquí referencia concreta al predicador que «esparciera por doquier la semilla de la palabra de Dios» y que «difundía el Evangelio por toda la tierra... anunciando a todos el reino de Dios y edificando a los oyentes no menos con su ejemplo que con su palabra, pues había convertido en lengua todo su cuerpo» (1 Cel 97). Tales textos, empapados de espíritu y palabras evangélicas, muestran una vez más que Francisco, para su anuncio de la palabra de Dios entre 1215 y 1221, disponía en su memoria de una base neotestamentaria relativamente amplia. Lo mismo nos atestigua, en un tiempo bastante primitivo, la primera redacción de la Carta a todos los fieles, en su doble capítulo: «Los que hacen penitencia» y «Los que no hacen penitencia». E idéntica realidad aparece imponente en el capítulo 22 de la Regla no bulada, sobre «Amonestación de los hermanos», introducido en 1219 ó 1220.17

11. Dos episodios referidos casualmente en las fuentes muestran cuán restringidas eran, incluso alrededor de 1220, las posibilidades de que disponían los hermanos para usar ejemplares de manuscritos del Nuevo Testamento. El relato de los «Compañeros» (LP 93) y el de Tomás de Celano (2 Cel 91) mencionan concordes como interlocutor de Francisco a su Vicario general, fray Pedro Cattani, elegido en 1220 y fallecido en la Porciúncula en marzo del año siguiente. «Una pobrecita anciana, que tenía dos hijos en la Religión de los hermanos» (LP 93), le pidió confiadamente al Santo una limosna, «ya que aquel año no tenía lo necesario para vivir». Francisco se dirige al ministro general y le pregunta: «¿Tenemos alguna cosa para darle a nuestra madre?» Para explicar esta afectuosa denominación, los «Compañeros» añaden: «A la madre de cualquier hermano llamaba su madre y madre de todos los hermanos de la Religión». Fray Pedro le responde: «Nada tenemos en casa que podamos darle, máxime teniendo en cuenta que desearía una limosna tal, que pudiese con ella adquirir las cosas necesarias a su cuerpo. Tan sólo tenemos en la iglesia un Nuevo Testamento, del que hacemos las lecturas en maitines». Además de esta información histórica, tan preciosa y creíble sobre la recitación del oficio divino, el texto añade: «En aquel tiempo, los hermanos no tenían breviarios, ni siquiera muchos salterios». Teniendo en cuenta esta realidad histórica, podemos valorar en todo su alcance el mandato del Santo: «Da a nuestra madre el Nuevo Testamento para que lo venda y remedie su necesidad. Creo firmemente que agradará más al Señor y a la bienaventurada Virgen, su madre, que demos el Nuevo Testamento que el que leamos de él» (LP 93). Celano añade al relato un comentario particularmente revelador sobre nuestro tema: «Y así, el primer ejemplar del Testamento que hubo en la Orden fue a desaparecer en manos de esta santa piedad» (2 Cel 91).

En su Epistola de tribus quaestionibus (Opera omnia VIII, 334s), escrita alrededor de 1254, san Buenaventura responde a un hermano al que el estudio y la enseñanza de la Sagrada Escritura en la Orden le parecían contrarios a la Regla bulada: «Para que sepas cuánto le gustaba (a Francisco) el estudio de la Sagrada Escritura, te contaré un episodio que me narró un hermano que todavía vive. Un día cayó en manos de Francisco un ejemplar del Nuevo Testamento. Como los hermanos eran numerosos y no podían tenerlo entero todos a la vez, lo separó folio a folio y lo repartió entre todos a fin de que todos lo estudiasen y no se molestasen mutuamente». Ciertamente puede desconfiarse del carácter histórico del relato por la tendencia que subyace en el mismo, que pretende legitimar, apelando al propio Fundador, el estudio de la teología, cultivado con intensidad en el intervalo existente entre su muerte y el momento en que escribe san Buenaventura. Pero esto no da pie para dudar de la credibilidad de Buenaventura y de su confidente respecto al dato de que en la Orden sólo tenían un códice del Nuevo Testamento. Es claro, por lo demás, que los folios desgajados no servían para el estudio científico, sino para la «lectio divina» y litúrgica, y para la meditación bíblica.

Sobre este telón de fondo biográfico se perfila en su auténtico relieve cuanto subraya Tomás de Celano en una descripción sumaria:

«Aunque este hombre bienaventurado no había hecho estudios científicos, con todo, aprendiendo de Dios la sabiduría que viene de lo alto e ilustrado con las iluminaciones de la luz eterna, poseía un sentido no vulgar de las Escrituras. Efectivamente, su ingenio, limpio de toda mancha, penetraba hasta lo escondido de los misterios, y su afecto de amante entraba donde la ciencia de los maestros no llegaba a entrar. Leía a veces en los libros sagrados, y lo que confiaba una vez al alma le quedaba grabado de manera indeleble en el corazón. La memoria suplía a los libros; que no en vano lo que una vez captaba el oído, el amor lo rumiaba con devoción incesante» (2 Cel 102).

La extraordinaria capacidad de Francisco para exponer y explicar problemas exegéticos, suscitó en sus contemporáneos la impresión de que era «un hombre embebido de continuo en las Escrituras», «ipsum semper inhabitasse Scripturas» (2 Cel 104).

12. Vale la pena aludir brevemente al discurso de Francisco ante Honorio III, pues nos informa de la apertura de su salterio personal para elegir el tema de la predicación. A su regreso de Oriente Medio, donde había tenido noticias de los usos monásticos introducidos por los vicarios generales de la Orden y la inquietud que con tal motivo explotó, Francisco habla, entre febrero y marzo de 1220, con Honorio III en Viterbo. En esta ocasión, el Santo se brindó a predicar ante el Papa y los cardenales, o quizá fue invitado a ello por el cardenal Hugolino, a fin de que disipara ciertos recelos contra la Orden existentes en la Curia romana. El Santo aprendió de memoria un texto cuidadosamente elaborado para la ocasión por el cardenal amigo, siguiendo todas las normas de la oratoria. Pero cuando Francisco pidió el permiso y la bendición del Pontífice para iniciar su predicación, lo olvidó por completo. «Confesó el Santo con verdadera humildad lo que le había sucedido, y, recogiéndose en su interior, invocó la gracia del Espíritu Santo» (LM 12,7; cf. 1 Cel 73; 2Cel 25; TC 64). De las diversas fuentes que relatan este episodio, sólo Esteban de Borbón, dominico desde 1223 y fallecido alrededor de 1261, refiere el siguiente detalle:

«Entonces, Francisco, después de unos momentos de vacilación, puso su confianza en Dios, abrió su salterio y le salieron estas palabras: "Todo el día la confusión ha cubierto mi rostro" (Sal 43,16). Y, puesto a comentar el texto en su lengua vulgar, habló largamente de la insolencia de los prelados, de sus malos ejemplos, de la confusión que de ahí nacía para toda la Iglesia; de cómo los prelados son el rostro de la Iglesia, en el que debiera relucir toda belleza».18

Este dato nuevo (la apertura de su salterio para encontrar el tema de la predicación), nuevo en relación a lo que dicen Tomás de Celano y Buenaventura, y que además está inserto en una compilación de «exempla» para predicadores, suscitaría reservas críticas si no leyésemos en la Crónica de Jordán de Giano: «En este Capítulo [general, mayo de 1221], el bienaventurado Francisco predicó a los hermanos escogiendo el tema: "Bendito el Señor, mi Dios, que prepara mis manos para la lucha" (Sal 143,1), enseñándoles las virtudes y exhortándoles a la paciencia y a servir de ejemplo al mundo».19 Es probable que en esta alocución, basada en el salmo 143 de la Vulgata, le sirvieran de fondo en particular los vv. 3-4: «Señor, ¿qué es el hombre para que te cuides de él, el hijo del hombre para que pienses en él? El hombre es semejante a un soplo, sus días, como sombra que pasa».

Refiriéndose a este Capítulo, en el que reinaba una inmensa alegría por el retorno de Francisco, Jordán de Giano alude a que el Santo cantó, en su calidad de diácono, el Evangelio durante la misa pontifical (Crónica, n. 16). TC 61 nos da también detalles sobre este encargo litúrgico hecho a Francisco durante el Capítulo. De la celebración en la Noche Buena de la Navidad de 1223, escribe expresamente Celano: «El santo de Dios viste los ornamentos de diácono, pues lo era, y con voz sonora canta el santo evangelio. Su voz potente y dulce, su voz clara y bien timbrada, invita a todos a los premios supremos. Luego predica al pueblo que asiste, y tanto al hablar del nacimiento del Rey pobre como de la pequeña ciudad de Belén dice palabras que vierten miel» (1 Cel 86). Tres fuentes, por tanto, confirman la realidad de la ordenación de Francisco como diácono, de manera que resultan inexplicables las dudas de algunos autores sobre este dato. Respecto a nuestro tema, es digno de resaltar sobre todo que Francisco, en ocasiones especiales, recibió un influjo particularmente profundo de algunas perícopas evangélicas, pues tenía que preparárselas antes para cantarlas durante la misa solemne.

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NOTAS:

1) Permítaseme remitir a mi trabajo: La visión de Dios en la piedad de S. Francisco de Asís, en Selecciones de Franciscanismo n. 41 (1985) 223-226.

2) Die Regula non bullata der Minderbrüder, Werl/Westf. 1967, 139 (cf. BF XIII, n. 256).- Cf. A. Quaglia, Storiografia della Regola francescana nel secolo XIII, Falconara M. 1980 (cf. Col Fran 51, 1981, 417s).

3) Cf. Selecciones de Franciscanismo n. 25-26 (1980) 244, n. 15.

4) Con esto no intento negar una cierta tendencia a la idealización subyacente en estas descripciones compendiosas; compárense con el relato biográfico los pasajes parecidos de Hch 2,42-47; 4,32-35; 5,12-16 y los correspondientes comentarios de los exegetas modernos.

5) Véase al respecto Th. Matura, Cómo lee e interpreta Francisco el Evangelio, en Selecciones de Franciscanismo n. 19 (1978) 15-17.- Sobre la técnica de la «concentrazione biblica», en el sentido de acumulación de referencias escriturísticas en determinados pasajes de los Escritos de san Francisco, véanse las anotaciones puntuales de W. Viviani, L'ermeneutica, 109-113.

6) Cf. W. Thüsing, Die Johannesbriefe, Düsseldorf 1970, 81; sobre los problemas inherentes al presunto joaquinismo del Pobrecillo, véase el estudio equilibrado de A. Crocco, S. Francesco e Gioacchino da Fiore, en Misc Fran 82 (1982) 520-533: cf. Col Fran 53 (1983) 325s.

7) Cf. O. Van Asseldonk, Las Cartas de san Pedro en los escritos de san Francisco, en Selecciones de Franciscanismo n. 25-26 (1980) 114-116.

8) Este hecho había sido ya puesto de relieve por W. Egger, Nachfolge als Weg, 283. Sobre la minoridad en perspectiva social, cf. O. Schmucki, Líneas fundamentales de la «Forma vitae» en la experiencia de san Francisco, en Selecciones de Franciscanismo n. 29 (1981) 195-231, esp. 215-217.

9) Véase, por ejemplo, LP 102. Sobre la interpretación que acabo de dar, véase mi estudio: Francisco de Asís experimenta la Iglesia en su Fraternidad, en Selecciones de Franciscanismo n. 19 (1978) 73-95, esp. 91-92; Th. Matura, San Francisco y la Iglesia, en Selecciones de Franciscanismo n. 24 (1979) 423-431; Idem, La Iglesia en los escritos de Francisco de Asís, en Selecciones de Franciscanismo n. 40 (1985) 27-44.

10) Cf. O. Schmucki, La «Carta a toda la Orden» de san Francisco, en Selecciones de Franciscanismo n. 29 (1981) 235-237 y 244.

11) Cf. O. Schmucki, El anuncio del misterio eucarístico de san Francisco, ejemplo para la piedad y predicación eucarísticas de sus hijos, en Selecciones de Franciscanismo n. 17 (1977) 188-199, y la bibliografía allí citada; BF XIV, n. 1019-1029; A. Rotzetter, Francisco de Asís: su vida, su programa, su experiencia mística, en Rotzetter-Van Dijk-Matura, Un camino de Evangelio. El espíritu franciscano ayer y hoy, Madrid, Ed. Paulinas, 1984, 58-61, 108, 145-150; W. Viviani, L'ermeneutica, 166-171.

12) La interpretación que hago se inspira en Rom 5,5, pero no hay que excluir en el discurso de Francisco, teológicamente no exento de objeciones, la influencia de Pedro Lombardo, II Sent., d. XXVII, c. 5, Grottaferrata 1971, 484: «Unde apparet vere quia caritas est Spiritus Sanctus...».

13) Cf. O. Schmucki, Líneas fundamentales de la «Forma vitae», en Selecciones de Franciscanismo n. 29 (1981) 226-231; BF XIV, n. 1280-1283.

14) Cf. O. Schmucki, La visión de Dios, en Selecciones de Franciscanismo n. 41 (1985) 223-226, con la bibliografía allí indicada.

15) Cf. K. Esser, Francisco de Asís y los Cátaros de su tiempo, en Selecciones de Franciscanismo n. 13-14 (1976) 145-172.

16) Cf. LP 83.- Cf. O. Schmucki, Líneas fundamentales de la «Forma vitae», en Selecciones de Franciscanismo n. 29 (1981) 228-229.

17) Véase una explicación detallada y profunda de 1 R 22 en W. Egger, «Verbum in corde - cor ad Deum». Análisis e interpretación de 1 R 22, en Selecciones de Franciscanismo n. 56 (1990) 241-263.

18) Cf. L. Lemmens, Testimonia minora s. XIII de S. Francisco Assisiensi, Ad Claras Aquas 1926, 94-95; véase el texto en español en la edición de los Escritos, de la BAC, 1978, 973.

19) Jordán de Giano, Crónica n. 16: en Selecciones de Franciscanismo n. 25-26 (1980) 245.

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