DIRECTORIO FRANCISCANO

Santa Clara de Asís


EL DIOS ALTÍSIMO Y SANTA CLARA DE ASÍS

por Carlos Amigo Vallejo, OFM, Arzobispo de Sevilla

 

[Texto original: El Dios altísimo y santa Clara de Asís. Valencia, Ed. Asís, 1994, 79 pp., con muchas ilustraciones]

PRESENTACIÓN

Una sonrisa leve, un calorcillo suave, un entusiasmo contenido suscita la lectura de este libro.

No es un huracán, no es una tempestad, ni un vendaval, es una nubecilla pequeña que luego se convertirá en copiosa lluvia fecunda: es la humilde Clara de Asís.

Estamos a punto de clausurar el VIII Centenario de su nacimiento. Un Centenario que ha producido abundante y variada bibliografía; pero éste no es un libro más. No es el colofón del Centenario, ni pretende ser un libro científico sobre santa Clara. Es un libro pequeño, de lectura grata, escrito desde la sencillez franciscana.

No hace falta presentar al autor. Todos conocen a Carlos Amigo: franciscano y arzobispo, carisma e Iglesia, sencillez y sabiduría. Y de esta preciosa amalgama, en su justa proporción, brota con lozano vigor este librito delicioso que, estoy seguro, todos leerán con agradable fruición.

No se puede entender el franciscanismo sin Clara de Asís, porque ella fue la guardiana del movimiento franciscano después de la muerte de Francisco.

Clara es contemplación hecha vida; es vida contemplativa hecha oración, y como centro cordial, el Dios Altísimo. Dios es el manantial y el río, el principio y el final, el presente y el futuro. Dios es el sumo y único bien.

Con trazos suaves y agradables van apareciendo en el libro los rasgos esenciales de Clara, que son también los de Francisco con matiz femenino: alabanza y gratitud a Dios; amor apasionado a Cristo; fraternidad orante de hermanas; camino de la santa sencillez, humildad y pobreza; vida escondida en Dios para iluminar el mundo de los hombres.

No es de extrañar la inmensa atracción que produjo la vida de Clara en tantas jóvenes de todos los tiempos. Se hacían realidad las palabras de Isaías: «Más son los hijos de la abandonada que los hijos de la casada» (54,1).

Y esas Hermanas Pobres son hoy las herederas y depositarias del genuino espíritu de la Madre.

Ocho siglos han transcurrido desde su nacimiento. Ocho siglos de fecundidad inimaginable. El autor nos ofrece los criterios para que, al clausurarse el Centenario, no quede todo en unos cuantos discursos y algaradas.

Clara, en su fresca lozanía, si se la contempla con ojos limpios, es capaz también hoy de cautivar a la juventud. «El mensaje de la bienaventurada Clara de Asís –escribe la Conferencia Episcopal Umbra en su carta dirigida a todos los fieles– es siempre actual, porque es profundamente evangélico, y os invitamos a alabar al Señor en este Centenario de la santa por las maravillas que ha obrado y sigue obrando a través de ella y de sus hermanas, a través de Francisco y sus frailes, en nuestro tiempo al igual que en el pasado».

El Centenario pasa, la vida continúa. Que este Centenario, como dice el autor, sea «para vivir y para esperar».

Ojalá que este libro ayude a descubrir de nuevo la vocación y el carisma de la Madre santa Clara, ocho veces centenaria, cuando nos encaminamos hacia el tercer milenio.

Fr. Raimundo Domínguez, OFM

I. EL DIOS ALTÍSIMO

Benlliure Consagración de Clara«Levantad muchas veces los ojos al cielo, que os convida a tomar la cruz y seguir a Jesucristo: Por muchas tribulaciones se entrará en el reino de Dios.

»Amad con todas las fuerzas de vuestra alma a este Dios infinitamente adorable y a su divino Hijo, que quiso ser crucificado en reparación por nuestros pecados; que su pensamiento saludable nunca se ausente de vuestro espíritu.

»Meditad asiduamente en los misterios de su Pasión y en los dolores que sufrió su santísima Madre al pie de la cruz. Vigilad y orad en todo momento. Perseverad hasta el fin en vuestra vocación, sirviendo al Señor en santa pobreza y humildad» (5CtaCl).

CONTEMPLACIÓN Y EXPERIENCIA CON DIOS

Juan Pablo II, en su visita al protomonasterio de Santa Clara, en Asís, dijo estas palabras a las Clarisas: Vosotras vivís en comunión con la Iglesia universal y representáis a la Iglesia orante. Escondidas y desconocidas, no sabéis lo importantes que sois para la vida de la Iglesia.

Nadie mejor que Clara de Asís asimiló el mensaje de san Francisco. Es como la versión femenina del franciscanismo. Clara es la mujer consagrada, que goza oyendo la Palabra de Dios, que la contempla y hace suya.

Dos notas esenciales de la vida franciscana: Dios y la pobreza. Dios es el Bien, el sumo Bien, el único Bien. De Él procede todo. Negar el Bien es ateísmo y blasfemia. Las criaturas son gestos sacramentales de Dios. Todas las cosas se pueden amar en Dios.

Francisco da lo que tiene. Se viste de pobre. Se hace amigo de los pobres. Comparte con los pobres. Es como el «sacramento» franciscano: signo-desapropio-profecía. Dejar las cosas y salir de uno mismo. Dios es la única riqueza. Es celebración de la pobreza de Cristo en una vida pobre. Fraternidad, sencillez y alegría serán consecuencia y camino.

Contemplación del Altísimo

«Numerosas fuentes históricas -dice el Papa a las comunidades franciscanas en La Verna- describen el deseo de contemplación que acompañó toda la existencia de Francisco. Se lee en la Leyenda mayor de san Buenaventura que él dejaba a la gente con su alboroto y buscaba la soledad, con su secreto y su paz: allí, dedicándose más libremente a Dios, limpiaba su alma de la más pequeña partícula de polvo» (17-IX-1993).

La contemplación franciscana se afana en buscar a Dios, ver a Dios, gustar de la presencia de Dios en todas las cosas. Constante aspiración del hombre es querer ver el rostro de Dios, porque esa contemplación del Altísimo conduce al verdadero conocimiento interior y allí, en la intimidad, hallar el sentido de todas las cosas. Salvación y dicha provienen de la contemplación del rostro de Dios (Sal 4,7 y 80,4).

Camino para la contemplación de Dios es la búsqueda sincera, no de la razón de las cosas, sino del amor que Dios ha puesto en ellas. Es la admiración de lo creado, como fuente de conocimiento, y en la que se percibe amorosamente la huella del Creador. Es más sentido de Dios que el hallazgo de la razón de ser de las cosas.

Hay que llegar a Dios a través de un camino en el que la percepción libre de la verdad vaya gustando, en cada momento, la presencia del ser al que se busca porque se le ama. Es la consecuencia entre lo que se desea y la posibilidad de alcanzarlo a través de los datos que va suministrando el conocimiento de las cosas. Se alcanza con la sabiduría, que es gusto y sabor de la verdad.

En la búsqueda de Dios se va descubriendo a Dios, se va haciendo presente Dios. No porque Dios emerja de una realidad que se va como creando con el conocimiento, sino porque el conocimiento va retirando los impedimentos que la oscuridad pone a la contemplación. La ciencia se une a la oración. Y la sencillez al deseo. Se ve lo que se desea contemplar. Se encuentra aquello que con la sinceridad de la verdad se busca. Por eso, son los justos quienes mejor contemplan el rostro de Dios (Sal 11,7).

Nadie se encuentra con Dios si Dios mismo no sale al camino. Dios es guía y maestro interior, gracia y orientación. Dios es presencia del ser en su totalidad. Todas las cosas conducen a Él. En lo cotidiano y en lo sublime. En lo más exterior y en lo más íntimo. En la noche y en la aurora. Dios es el ser de todo y el que está más allá de todo. Es Dios.

Ver a Dios es comprometerse con Dios. Hacer de la existencia humana reflejo del querer de Dios. Si el hombre habla poco de Dios es que no se siente comprometido con Dios. No está asido a Dios. Dios es vida y se escapa a cualquier idea que trate de reducirlo a una idea o una norma moral. Dios es vida, no código. Dios es amor.

Sólo dando testimonio de Dios se puede hablar de Dios. Porque el lenguaje de Dios es vivencia, no simple concepto. Es conocimiento, no hipótesis. Es comportamiento coherente con la adhesión que el creyente, de una manera enteramente libre, ofrece a Dios. Un Dios que le sostiene y compromete y del que sabe ha recibido gratuitamente el don de la fe. El conocimiento de Dios se hace fuerza liberadora en la profundidad de una identificación realizada por Jesucristo.

Francisco de Asís, convertido a Dios, adopta, en una forma de vida significativamente incuestionable, la dependencia amorosa de Dios. Dios le conoce y le sostiene. Dios es el creador que cuida y acompaña a sus criaturas. Los criterios de comportamiento se ajustan al conocimiento recibido por la fe. Vive en la esperanza de las promesas que serán cumplidas y el amor llena todos los entresijos de la conducta y se hace práctica moral en virtudes personales y en solidaridad fraterna. Si ha conocido a Dios, se hace mensajero de Dios. Si está inmerso en el amor de Dios, lleva ese amor. La gratuidad, como signo de reconocimiento al dador de los bienes, aparece en el positivo desinterés por no buscar otra finalidad en la conducta que no sea el honor de Dios.

Experiencia de Dios

Sólo desde una profunda experiencia de Dios se puede predicar el Evangelio. Sin esa experiencia de Dios, la fe se convierte en ideología, la esperanza en utopía, la caridad puede sucumbir ante la tentación de la violencia. La experiencia de Dios es que «como un nuevo nombre de la contemplación a partir de la meditación de la palabra, la oración personal y comunitaria, el descubrimiento de la presencia y de la acción divina en la vida, compartiendo al mismo tiempo esta experiencia con todo el Pueblo de Dios» (Juan Pablo II. A los religiosos de América Latina, 20, 25).

«Ya que, por inspiración divina, os habéis hecho hijas y esclavas del altísimo sumo rey el Padre celestial, y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir conforme a la perfección del santo Evangelio...» (RCl 6,3). Dios ha sido quien ha llevado a Clara y a sus hermanas a esta entrega generosa de la vida en desposorio con el Espíritu Santo.

Dios es el sumo y único bien. Todo existe y gira en torno a Dios. Sin Él nada tiene consistencia, ni razón de ser. Dios es la fuente y el final. Dios es el presente. Dios es el gozo. A Dios se debe agradar en todo.

La contemplación franciscana, conversión a Dios, es meterse en Dios amando a Dios y viendo, desde el amor benefaciente del Altísimo, la creación entera. Se mira con gozo todo lo creado, y se siente y vive la comunión con todos los seres, dejándose llenar y cautivar por la bondad de las cosas y por la significación que de Dios tienen todas las criaturas.

Entre todo lo creado, nada con más significación de Dios que el hombre. Pues en el hombre, aunque pequeño y desvalido, se reconoce la presencia del Hijo de Dios.

Ver a Dios conduce a dar testimonio de Dios. El hombre convertido a Dios es señal que significa el amor de Aquel al que ama. Vive en la vida de quien le hace vivir y le conduce, inmediatamente, a hacer penitencia, que es estar bien atentos a la palabra de Cristo y renunciar al espíritu de la carne y deseando tener, sobre todas las cosas, el Espíritu del Señor y su santa operación (1 R 23,4).

«En la sociedad actual, dice Juan Pablo II, entre muchos fenómenos de signo opuesto, surge de manera cada vez más clara una necesidad real de la verdad, de lo esencial y de una auténtica experiencia de Dios. Queridos hijos e hijas de san Francisco, con motivo de vuestra vocación especial que sintetiza y armoniza el recogimiento en este eremitorio y el compromiso apostólico, tenéis la misión de señalar también a nuestros contemporáneos, con actitud de fraternidad universal, la respuesta que satisface esas expectativas. Esa respuesta consiste en abandonaros con confianza al amor salvífico del Señor Jesús, aunque nos crucifique» (La Verna, 17-IX-1993).

«Los hermanos, teniendo presente que han sido creados a imagen del amado Hijo de Dios (Adm 5,1), alaben al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo con todas sus criaturas (Cánt 3), devuelvan al Señor Dios altísimo todos los bienes y denle gracias por todos ellos» (1 R 17,17).

La alabanza franciscana es adoración y gratitud. La adoración nace de la misericordiosa grandeza de Dios. Se adora al que se quiere, al que acoge, al que salva. No es adoración servil, sino amorosa. En el corazón de Dios se halla el bien que da vida a todos los bienes y se despierta la gratitud desbordando en reconocimiento. Todo es gratuidad. Todo es amor. Dios es la totalidad de todo. Todo en alabanza del Dios altísimo.

Si el Padre le ha reconciliado con Cristo, el hermano tiene que ser instrumento de reconciliación consigo mismo, con la fraternidad y con todos los hombres, pues es embajador que ofrece la misericordia de Cristo.

La conversión a Dios, en lenguaje franciscano, es inseparable del reconocimiento más amplio y generoso de Dios como el único y sumo bien. La experiencia de Dios es experiencia del bien. Si la creación entera es significación de Dios, todo debe ser reconciliado en tal manera que la unidad se convierta en alabanza y gratitud.

«Junto a Francisco, la Divina Providencia puso a Clara, la joven de Asís que mejor que nadie supo comprender y asimilar su espíritu. (...) El itinerario contemplativo de Clara, que concluirá con la visión del rey de la gloria, comienza precisamente con su entrega total al Espíritu del Señor, como lo hizo María en la Anunciación» (Juan Pablo II: La Verna...).

LAS HUELLAS DEL SEÑOR JESUCRISTO

«Clara tiene un amor apasionado por Cristo; está completamente arrebatada por su fascinación. Lo ensalza como esposo incomparable. Su poder es más fuerte que cualquier otro, su generosidad mayor; su belleza es más seductora, su nombre es más dulce; y todo favor suyo, más exquisito; su amor hace feliz, su contemplación reconforta y su benignidad colma. Su suavidad penetra totalmente el alma, y el recuerdo brilla dulcemente en la memoria» (Conferencia Episcopal de Umbría, 11-VII-1993).

Cristo, Señor de la vida y de la historia, es ideal vivo y perenne. De su palabra se vive. En su compañía se camina. Se goza con su presencia interior. Se participa de su misión salvadora. Misterio y vida de Cristo que se vive, se comunica y se encarna en la misma identidad cristiana.

El amor a Cristo conduce a entregarse, de modo heroico y sin límites, al servicio de los hermanos. Pero la aventura de la fe sólo puede emprenderse si se tiene la garantía de la pobreza y de la caridad: salir para amar. Dejar casa y familia para encontrar el reino de Dios. Todos están llamados, pero más privilegiados y queridos son los pobres, los indigentes, los oprimidos, los que nada tienen. «La contemplación de Cristo crucificado fue para Francisco tan intensa e imbuida de amor, que lo condujo gradualmente a la identificación con él. En la pobreza, en la humildad y en los sufrimientos del Crucificado descubrió la sabiduría divina, revelada a los hombres en el Evangelio, una sabiduría que sobrepasa y vence todo saber humano» (Juan Pablo II: La Verna...).

Clara quiere que sus hijas se amen mutuamente con la caridad de Cristo, y que muestren exteriormente por las obras el amor que interiormente les alienta (TestCl 59). La vida, conforme al Evangelio, es testimonio de comunión en el mismo Espíritu de Dios. Una vida que no aísla de la comunidad humana, sino se encarna en ella. La comunidad religiosa, no es encerramiento -aun en el caso de comunidades con observancia de clausura- sino apertura al amor universal. Es encarnación entre los hombres, pero más allá de los espacios de los hombres. Es el ámbito de Dios. Donde está Dios allí está el hombre y la comunidad se hace presente en ese reinado de Dios. Este es el sentido universal de la comunidad, de la Iglesia.

«Por lo tanto, accediendo a vuestras piadosas súplicas, os confirmamos a perpetuidad... la forma de vida y el modo de santa unidad y de altísima pobreza» (RCl 4). «Las hermanas no se apropien nada: ni casa, ni lugar ni cosa alguna... Esta es la celsitud de la altísima pobreza que os ha constituido, amadísimas hermanas mías, herederas y reinas del reino de los cielos...» (RCl 8).

La regla y vida del franciscano consiste en la observancia del santo Evangelio (2 R 1,1). Leer el evangelio es contemplar a Cristo. Hacerlo vida en la propia vida. No es un libro para leer, sino para hacerlo vida. No es un código de conducta, sino la forma de vida del Señor Jesucristo. No es un punto de referencia para el discernimiento, sino la voluntad expresa de Dios.

Para vestirse de Cristo hay que desnudarse de todo. «Sólo desnudo se puede seguir al desnudo». Sólo en pobreza y humildad se pueden seguir las huellas del más pobre de entre los pobres, del más humilde entre los humildes. Pero la pobreza franciscana es desapropio de sí mismo para enriquecerse con la única riqueza auténtica, que es el tener a Dios. Y hablar de Dios. Es desnudarse para vestirse con el amor de Dios. Es despojarse para seguir la voluntad de Dios. Es empobrecerse para poder enriquecer a los demás dando testimonio ante ellos de que el único Señor es Dios. Es pobreza para descubrir el valor de las cosas y poner el Evangelio en las entrañas de la creación y de la historia, de tal manera que aparezca ante los hombres la huella de la significación de Dios que tienen todas las cosas.

El amor de Cristo, es la pasión y el deseo de Clara, como bien claro lo escribe en su Testamento (TestCl 44-47). «Por lo cual, de rodillas, postrada interior y exteriormente, confío a la santa Madre Iglesia romana, al sumo pontífice y especialmente al señor cardenal que fuere designado para la religión de los Hermanos menores y para nosotras, todas mis hermanas actuales y venideras; y pido al dicho cardenal que, por amor de aquel Señor que fue recostado pobremente en el pesebre, pobremente vivió en el mundo y desnudo permaneció en el patíbulo, vele siempre para que esta pequeña grey, que el Señor Padre engendró en su santa Iglesia por medio de la palabra y el ejemplo de nuestro bienaventurado padre san Francisco y por la pobreza y humildad que practicó en seguimiento del amado Hijo de Dios y de la gloriosa Virgen María su Madre, observe la santa pobreza que prometimos a Dios y a nuestro beatísimo padre Francisco y tenga a bien animar a las mencionadas hermanas y conservarlas con ella».

La conversión al hermano

La pobreza de Clara es libertad para seguir a Cristo y para construir la fraternidad. Para que haya un solo corazón y un solo espíritu es necesario renunciar al propio interés, a la afirmación individualista. En el corazón soberbio y egoísta no cabe el amor al hermano (cf. Conferencia Episcopal de Umbría...).

Una vez convertido a Dios, el hombre tiene que mirar y servir a su hermano. Es exigencia del mandato de Cristo, de caridad fraterna, de solidaridad entre los miembros de la familia humana. Sin los hermanos, ni es posible caminar hacia Dios, ni existe la verdadera comunión, ni se construye la Iglesia. Tampoco se puede pensar en evangelizar. Convertirse al hermano es mirar y leer juntos el evangelio de Jesucristo y vivirlo en comunión fraterna, ayudados por la gracia recibida de un mismo Espíritu.

La opción preferencial evangélica es siempre el hombre. El que quiera amar a Dios, que ame a su hermano (1 Jn 4,21). El consagrado a Dios acepta la pobreza como gratuidad de entrega a Cristo, pobre entre los pobres. Hace de su castidad amor generoso y universal. En la obediencia busca el discernimiento y la disponibilidad. Es un hombre para los demás. Pero sólo logrará su propósito viviendo en la fidelidad a la vocación a la que ha sido llamado.

Cada hermano es un don de Dios (Test 14). Este es el fundamento de la fraternidad franciscana. El tener hermanos es un reflejo de la bondad de Dios. La fraternidad expresa ante el mundo esa bondad del Señor. El Señor quiere tanto a quien ha llamado que le concede la gracia de tener hermanos.

Como lugar privilegiado para el encuentro con Dios aparece la fraternidad. Pues los hermanos, en actitud interna de despojamiento, aceptan la pobreza de tener que recibir de los hermanos el apoyo que necesitan para acercarse a Dios. Esta actitud salva a la pobreza de convertirse en una fórmula solapada de materialismo, adorando la pseudopobreza como instrumento mágico de liberación, olvidando el amor de Cristo pobre entre los pobres, y de la comunidad, como lugar de encuentro y discernimiento de la pobreza.

«Y quiero conocer en esto si tú amas al Señor y a mí, su servidor y el tuyo, a saber, si te conduces de esta manera: que no haya hermano en el mundo que haya pecado cuanto pueda pecar y que, después de haber visto tus ojos, jamás se aparte de ti sin tu perdón, si te lo pide; y si no te pide el perdón, pregúntale si quiere el perdón. Y si después volviera a pecar mil veces en tu presencia, ámalo más que a mí, para atraerlo al Señor» (CtaM 9-11). En estas palabras de la Carta que san Francisco envió a un ministro, se refleja la actitud franciscana respecto al hermano. Ver al hermano es suficiente para ofrecer el perdón, la misericordia, el favor de Dios. Convertirse al hermano es camino para la conversión a Dios. Envidiar al hermano, por el bien que el Señor ha hecho en él, incurre en pecado de blasfemia, porque se envidia al mismo Altísimo, que es quien dice y obra todo bien (Adm 8,3). De igual manera que enojarse por el pecado del hermano es atesorar para sí la culpa.

Mirar, convertirse al hermano, implica obedecer al hermano. Es decir, aceptar la necesidad del hermano como mandato evangélico de caridad y de amor fraterno. La necesidad de mi hermano es mandato para mí. Ayudaos mutuamente a llevar la carga, advertía Pablo, que así es como vais a cumplir la ley de Cristo (Gál 6,2). Es una actitud en la que se reconoce el valor y la dignidad del hombre. Actitud de humildad, que no es desprecio de uno mismo, sino reconocimiento del valor de los demás. El hermano es mi Señor.

Nos apremia el amor de Cristo (2 Cor 5,14). Ese amor es motivación evangelizadora y vocación misionera. Allí, donde se necesita del amor de Cristo, debe estar el que se ha identificado con Cristo, tanto por el bautismo, como por la profesión religiosa. Acudir como respuesta al amor de Cristo.

Obedecer al hermano, con obediencia de identificación al amor redentor de Cristo.

La obediencia es alma y fuerza de la vida fraterna, pues la urgencia de acudir, desde el amor de Dios, al mandato que dimana de la necesidad del hermano, suelta las amarras del egoísmo, desencadenando las acciones necesarias para llegar al necesitado. Es una diligencia fraterna y recíproca. El hombre es hermano que refleja la presencia del Hermano, que es Jesucristo. La reciprocidad está en el ofrecimiento de la pobreza como necesidad que libera del egoísmo a quien da y de la indigencia a quien ruega.

Hacerse hermano

Sensibilidad y misericordia no son simplemente actitudes de referencia para el acercamiento a los demás, sino disposición esencial de encarnación. Es meterse en el hermano, vivir y hacerse una sola cosa con él, identificarse con el hermano, aceptar la misericordia que nos ofrece. Lo cual implica una gran disposición de pobreza. No tener nada porque todo se ha puesto en el amor de Dios y de los hermanos. El hermano es Jesucristo. Y el hermano es aquel que ha sido asumido y redimido por Jesucristo.

Hacerse hermano para que el hermano pueda acercarse más a Dios. Pero el acercamiento sería fraude y obstáculo si el hermano no significara, inequívocamente, la fidelidad al Evangelio, siendo reflejo permanente y existencial de esperanza, de paz, de alegría.

«Y cualquiera que venga a ellos, amigo o enemigo, ladrón o salteador, sea acogido con bondad» (1 R, 7,14). Esta acogida no es estática, es decir, de espera para recibir al que venga, sino que es impulso para salir al camino en busca del necesitado. Es hacerse el encontradizo con el leproso. Porque es el Señor el que conduce hasta ellos.

Y cambia el dolor de las heridas en gozo de poder curarlas.

La fraternidad

Como don del Altísimo, el amor fraterno se convierte en prueba significante de credibilidad del mandamiento del amor fraterno dado por el Señor, y que se refleja en la comunidad, como encuentro entre los hermanos que han sido llamados a vivir una misma fidelidad, que no es otra que la del evangelio, compartiendo el mismo pan y celebrando los mismos misterios, viviendo la misma esperanza del retorno glorioso del Señor. Si hay variedad de miembros, carismas y funciones, será para significar mejor la presencia del mismo Espíritu que llama a la unidad.

La comunidad no está encerrada en sí misma, sino que vive en medio del mundo anunciando la Buena Noticia de Jesucristo. Abierta a todos los hombres, ofreciendo lo que tiene. Con una vocación universal que aspira a que todos los hombres vivan en el mismo amor de Cristo, compartan pan y Eucaristía, cumplan el mandamiento nuevo del Señor y se conviertan en señal de la presencia del reinado de Dios en el mundo.

Haced que vuestra vida fraterna -dice Juan Pablo II a la familia franciscana reunida en La Verna- invite constantemente a vivir los valores cristianos, «propongan de forma valiente la elección total de Dios, de la que brotan el servicio sincero a cada hombre y el compromiso activo por la construcción de la paz».

De este modo, la comunidad religiosa se convierte en signo que manifiesta un reino ya presente. Por la identificación con Cristo se hace señal evangelizadora. Comunidad abierta, tanto para recibir al que llamado por el Espíritu quiere seguir esta forma de vida, como para salir al mundo y dialogar con él, meterse en su cultura y en su tiempo, anunciando siempre, con obras y palabras, el evangelio de Jesucristo.

La fraternidad es el ámbito adecuado para el servicio de la mutua obediencia. Es don que ha dado el Espíritu, y en ella se manifiesta el modo de vida con el que el Señor quiere salvar a los hermanos. La fraternidad custodia el carisma, lo discierne, lo enriquece, lo vive, lo ofrece. Se hace experiencia diaria de una forma de vida según el Evangelio, aquella que recibiera como don del Espíritu el fundador de la fraternidad.

De esta manera lo recuerdan los Ministros Generales de las Familias Franciscanas en su Carta con motivo del Octavo Centenario del nacimiento de santa Clara: «Por tanto, sentirse una sola familia en el cielo y en la tierra en torno a Cristo y a María, viviendo la fraternidad universal, como conviene a siervos y siervas sujetos a toda criatura: esta es la experiencia substancial de la vida evangélica y eclesial vivida, no sólo por Francisco, el pobrecillo, sino también por Clara, su pobrecilla plantita, y por toda su familia universal, como anuncio y testimonio de la buena noticia de la liberación a los pobres y de los humildes y de nuestra misma hermana y madre Tierra» (n. 3).

Tener el espíritu del Señor

El Testamento es el escrito más personal de Clara. El que mejor refleja su vocación, su vida pobre y escondida en Dios. Él hace esta recomendación a sus hijas: «Pongan empeño en aspirar sobre todas las cosas a poseer el espíritu del Señor y su santa operación, orar a Él de continuo con un corazón puro y tener humildad y paciencia...» (RCl 10,9).

Estas son las características que mejor reflejan el espíritu de Clara de Asís: Intimidad con Dios. Contemplación de la vida trinitaria. Gozo en escuchar y asimilar la palabra de Dios. Intensidad del amor al Señor. Revestirse interiormente de Cristo. Identificación con la presencia de Cristo y de María. En la Iglesia y para la Iglesia. Privilegio de la pobreza. Caridad mutua. Vivir la fraternidad universal. Incansable propósito de santa renovación. Pacificación universal en justicia y caridad. Camino de la santa sencillez, humildad y pobreza. Vida de constante penitencia. Amor misericordioso. Virginidad. Clausura. Alegría. Unión trabajo-oración.

Clara de Asís, viviendo en pobreza y humildad, siempre se considerará como deudora de Dios (que todo lo ha recibido y todo a Él tiene que devolver), en espíritu de oración y devoción (pues todas las cosas temporales a Dios deben servir), agradecida al bien que se le ha dado (que no es otro que el mismo Dios) y en ardiente caridad, con presencia encarnada, profunda, total y gratuita en el corazón de los hombres, compartiendo la bondad de Dios y proclamándosela a toda criatura y haciendo del mundo la verdadera fraternidad de Dios. Y, con las palabras de san Francisco a fray León: «de cualquier manera que te parezca agradas más al Señor Dios y sigues sus huellas y su pobreza, hazlo con la bendición del Señor» (CtaL).

II. CLARA DE ASÍS

Benlliure Clara orando«El altísimo Padre celestial, por su misericordia y gracia, se dignó iluminar mi corazón para que, a ejemplo y según la doctrina de nuestro beatísimo padre Francisco, poco después de su conversión, hiciese yo penitencia. Y, a una con las pocas hermanas que el Señor me había dado, poco después de mi conversión, voluntariamente le prometí obediencia según la luz de la gracia que el Señor me había dado por medio de su vida maravillosa y de su doctrina. Y mucho se gozó en el Señor el bienaventurado Francisco al ver que, aun siendo nosotras débiles y frágiles corporalmente, no rehusábamos indigencia alguna, pobreza, trabajo, tribulación, ni ignominia, ni desprecio del mundo, sino que más bien considerábamos todas estas cosas como grandes delicias, según lo había comprobado frecuentemente examinándonos con los ejemplos de los Santos y de sus hermanos. Y movido a piedad para con nosotras, como si de sus hermanos se tratara, se comprometió a tener, por sí mismo y por su religión, un cuidado diligente y una solicitud especial en favor nuestro» (TestCl 24-29).

LA SED DEL DIOS VIVO

1. Sed del Dios vivo y deseo ardiente de contemplar el rostro del Señor son entusiasmado anhelo del hombre creyente. Tiene mi alma sed de Dios, del Dios vivo (Sal 42,3).

El deseo de Dios alimenta la esperanza y puede hacerse oración cuando se hace con sinceridad y espíritu humilde. Pues el mismo Dios es quien pone el deseo en el corazón y en los labios de aquellos que le temen. Árbol de vida y dulzura para el alma es el deseo cumplido (Prov 11,23). Deseo como camino que lleva a la contemplación de Dios. Se busca a quien se desea encontrar. El deseo abre el corazón y la mente. Se ama lo que se desea y se va conociendo aquello que, por amado, ilumina los pasos del hombre deseoso de encontrarse con Dios.

La contemplación es ver, sentir y gustar la presencia de Dios. Pero sentidos para la sabiduría. Como don del Espíritu para el acercamiento a Dios.

2. En lenguaje franciscano, contemplar es alimentar el alma con la alabanza de Dios. Es dulzura y éxtasis, oración y entusiasmo que conduce a la identificación con Cristo. «Clara es la amante apasionada del Crucificado pobre, con quien quiere identificarse totalmente» (Juan Pablo II. Mensaje a las Clarisas, 11-8-93).

El agua bendita le recordaba a Clara aquella que saliera del costado abierto de Cristo. Con devoción había, pues, que tomarla. Del costado abierto de Cristo naciera la Iglesia, nos recuerdan los Santos Padres. Por esa puerta abierta tiene que entrar el hombre, si quiere llegar y reposar, estar con Cristo y amar en Cristo todas las cosas.

La Tienda del Encuentro era lugar para recordar la alianza, la llamada y el pacto, la vocación y la fidelidad. Era tienda levantada fuera del campamento, donde Dios y el hombre se dan cita para reunirse, para mirar y escuchar. ¿Quién eres tú y quién soy yo, exclamará con frecuencia el bienaventurado padre san Francisco? ¿Dónde iré lejos de tu mirada, Señor? (Sal 139,7). ¿Cuándo veré tu rostro, Señor? (Sal 42,3).

3. Dios ha puesto en nuestro camino a los bienaventurados Francisco y Clara. Son como dos caminos llenos de luz que ayudan a la Iglesia, al pueblo peregrino de Dios por este mundo, para que siguiendo las huellas que el Señor Jesucristo dejara a su paso por la tierra, puedan alcanzar la bienaventuranza prometida a quienes viven en pobreza y humildad. Clara lo dirá de esta forma: «Del Padre de las misericordias, del que lo otorga todo abundantemente, recibimos y estamos recibiendo a diario beneficios por los cuales estamos nosotras más obligadas a rendir gracias al mismo glorioso Padre. Entre ellos se encuentra el de nuestra vocación; cuanto más perfecta y mayor es ésta, tanto es más lo que a Él le debemos. Por eso dice el Apóstol: conoce tu vocación. El Hijo de Dios se ha hecho para nosotras camino, y nuestro bienaventurado padre san Francisco, verdadero enamorado e imitador suyo, nos lo ha mostrado y enseñado de palabra y con el ejemplo» (TestCl 2-5).

Francisco y Clara estarán siempre unidos en una misma forma de vida. Es la misma experiencia de Dios Altísimo. Es la misma vida en fraternidad de hermanos y hermanas recibidos como don de Dios. Es la misma alegría de tener el privilegio de vivir en santa pobreza. No puede separarse lo que Dios ha unido, en una aventura singular, a los «Hermanos menores de san Francisco» y a las «Damas pobres de santa Clara». Inseparables en los orígenes y en la historia. Es el mismo Espíritu el que impulsó a Francisco. Es el mismo Espíritu el que encendió el ánimo de Clara. Si la forma de vida franciscana es imprescindible referencia para entender a Clara de Asís, también es cierto que sin un buen conocimiento de santa Clara no se puede asimilar completamente el espíritu de san Francisco.

El mismo Espíritu de Dios había moldeado su vida. Por eso, en el cuerpo místico del franciscanismo, Clara es el alma, la interioridad. «La obra del Espíritu del Señor, que se nos dona en el bautismo, consiste en reproducir en el cristiano el rostro del Hijo de Dios. En la soledad y el silencio, que Clara elige como forma de vida para ella misma y para sus hermanas entre las paredes paupérrimas de su monasterio, a mitad de camino entre Asís y la Porciúncula, se disipa la cortina de humo de las palabras y las cosas terrenas, y se hace realidad la comunión con Dios: amor que nace y se entrega» (Juan Pablo II, Mensaje...).

Dios es el sumo bien, todo bien, la alegría y el gozo, cantan unánimes Francisco y Clara. Exclamación que ahonda más y más el deseo de Dios y el de contemplar todas las cosas en el mismo amor de Dios. ¿Cuándo veré el rostro de mi Dios?

4. En el deseo y camino, líbreme Dios de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo (Gál 6,14). La primera carta que santa Clara escribiera a la beata Inés de Praga es un encendido cántico al gozo de ser pobre. «¡Oh bienaventurada pobreza, que da riquezas eternas a quienes la aman y abrazan! ¡Oh pobreza santa, por lo cual, a quienes la poseen y desean, Dios les promete el reino de los cielos, y sin duda alguna les ofrece la gloria eterna de la vida bienaventurada! ¡Oh piadosa pobreza, a la que se dignó abrazar con predilección el Señor Jesucristo!...».

Bienaventurada, santa, piadosa pobreza. Es la liberación por el amor encendido en el deseo de amar. La pobreza es camino para estar cerca de Dios. Para poder dar a Dios todo el amor. Para ser testigos y mensajeros que anuncian lo que Dios puede hacer cuando alguien se pone incondicionalmente en sus manos.

Dios es nuestra riqueza. Es el amor de Cristo el que arrastra y justifica una tal forma de vida. Es un amor que conduce a la felicidad y al gozo. El Señor ha sido bueno con nosotros y estamos contentos. La alegría es fruto del Espíritu. Ha sido el Señor quien nos ha dado la gracia de tener hermanos. Y entre todos los hermanos, el más apreciado y querido: Jesucristo.

5. Así se lo dice san Pablo a los corintios: sois una carta de Cristo escrita con el espíritu del Dios vivo (2 Cor 3,3). Así lo reconocemos también en nuestras hermanas clarisas. Son testigos de Cristo para que los hombres puedan ver a Dios y glorifiquen su santo nombre. Testimonio silencioso y muy elocuente. Nos llevará al conocimiento y amor de Dios con el silencio que habla constantemente de Dios con adoración y alabanza. Vida en clausura, encerrada en cuanto al cuerpo y enteramente libre en el espíritu.

La caridad limpia los ojos del alma para que el hombre pueda ver a Dios. El amor todo lo puede, todo lo supera. Con el amor todo es posible. Carta de Dios abierta al mundo son hoy nuestras hermanas clarisas. Siempre dispuestas a dar razón de la esperanza que han recibido. Un mensaje de amor y de esperanza como regalo de Dios a su Iglesia, y a todos los hombres, en este tiempo de nueva evangelización. «La caridad fraterna es, para Clara, criterio de la verdad de la oración y su condición a la vez. Significativamente, en el capítulo IX, se exige que la hermana que haya faltado a la caridad pida perdón y se reconcilie antes de la oración. La caridad, como se ha dicho, hace la verdad en todo: en la oración, en el silencio, en la pobreza material, en las penitencias, en la clausura» (Carta de los Ministros Generales..., 52).

6. Subamos, pues, al monte del Señor para que él nos muestre sus caminos y nosotros sigamos sus senderos (Is 2,3). Atentos hemos de estar a los caminos de Dios y a su presencia en el mundo. Sigamos las huellas que el Señor Jesucristo dejó a su paso por la tierra. El Octavo Centenario del nacimiento de santa Clara puede ser tiempo de Dios para adentrarse en la contemplación de sus misterios. Señal de Dios para reafirmar la necesidad de no cesar en la alabanza, para dar gracias y bendecir a Dios.

Dios enaltece a los humildes. En la Porciúncula, junto a María, Clara comienza su vida en pobreza y humildad. Como María. Para oír la Palabra de Dios, para orar con corazón limpio, para ofrecer su vida junto a la de Cristo.

«Toda la vida de Clara era una Eucaristía, porque -al igual que Francisco- elevaba desde su clausura una continua acción de gracias a Dios con la oración, la alabanza, la súplica, la intercesión, el llanto, el ofrecimiento y el sacrificio» (Juan Pablo II, Mensaje...).

UNA MUJER APASIONADA POR DIOS

1. «Por inspiración divina -escribía el bienaventurado padre Francisco a santa Clara- os habéis hecho hijas y siervas del altísimo y sumo rey, el Padre celestial, y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio» (RCl 6,3).

Después de ocho siglos, estas palabras siguen resonando en la Iglesia. Y es el mismo espíritu y el mismo deseo de consagración a Dios. Y la misma forma de vida querida por santa Clara para ella misma y para sus hijas.

Ocho siglos se cumplen del nacimiento de Clara de Asís. Si celebramos este Centenario, es para reafirmar nuestra fe en Dios que da a la Iglesia los dones que necesita para llevar a cabo la obra de santificación que Él le ha confiado. Y para bendecir la fidelidad de Clara de Asís y de sus Hermanas Pobres, que son testigos luminosos del amor de Dios a la Iglesia.

2. Te llevaré a la soledad y hablaré a tu corazón (Os 2,16). Así habla Dios a quienes ama. Clara le había dicho a Inés: «... coloca tu corazón en aquel que es figura de la sustancia divina y transfórmate totalmente, por medio de la contemplación, en la imagen de su divinidad» (3CtaCl 13).

Clara sería la mujer apasionada del Crucificado. Mirando apasionadamente a Cristo en la cruz aprenderá las mejores lecciones de amor en la cátedra más sublime. Lección que no es otra que la de una caridad profunda nacida de la identificación con Cristo pobre y humillado.

Clara ayuda a descubrir el valor de la contemplación apasionada por Dios y en unión perfecta con Jesucristo, en el que vive, al que ama y por quien está dispuesta a entregar la vida en unión sacrificada y redentora.

Era el camino que Francisco había seguido y que predicaba en Asís. Clara ha escuchado las palabras de la profecía: te llevaré a la soledad y hablaré a tu corazón. Y Dios mismo será quien hable en su vida: la voluntad y el querer del Señor Altísimo serán su comida y su gozo. Dios es el único y todo Bien. «Es, pues, deber nuestro, hermanas queridas, tomar en consideración los inmensos beneficios que Dios nos ha concedido; y, entre otros, los que por medio de su servidor, nuestro amado padre el bienaventurado Francisco, se ha dignado realizar en nosotras, no sólo después de nuestra conversión, sino incluso cuando vivíamos en las miserables vanidades del siglo. Cuando el Santo no tenía aún hermanos ni compañeros, casi inmediatamente después de su conversión, y mientras edificaba la iglesia de San Damián, en la que había experimentado plenamente el consuelo divino y se había sentido impulsado al abandono total del siglo, inundado de gran gozo e iluminado por el Espíritu Santo, profetizó acerca de nosotras lo que el Señor cumplió más tarde. Encaramándose sobre el muro de dicha iglesia, en lengua francesa y en alta voz decía a algunos pobres que vivían en las proximidades: "Venid y ayudadme en la obra del monasterio de San Damián, pues con el tiempo morarán en él unas señoras, con cuya famosa y santa vida religiosa será glorificado nuestro Padre celestial en toda su santa Iglesia"» (TestCl 6-14).

Y sólo ese Bien quiere tener. Desapropio de todas las cosas en radical pobreza. No son tanto unas cosas las que ha de dejar. Es un inmenso amor el que se recibe. Pobreza santísima que «une con el esposo del más noble linaje, el Señor Jesucristo» (1CtaCl 7). La pobreza es desposorio y alianza. El único amor es Jesucristo. Nada otra cosa quiere tener sobre la tierra. Así se lo dirá Clara a sus hijas.

3. Esta fue la respuesta de santa Clara a su vida entregada a Dios: «Desde que conocí la gracia de mi Señor Jesucristo por medio de su siervo Francisco, ninguna pena me ha resultado molesta y ninguna penitencia, gravosa; ninguna enfermedad me ha resultado dura...» (LCl 44).

El espíritu de pobreza agranda el corazón, siente el vacío de todas las cosas y se llena de Dios. La pobreza hace caer muchas falsas seguridades. Y como fruto y recompensa de la pobreza es el amor de Dios, se siente la seguridad de una caridad que no termina nunca, que todo lo puede y todo lo supera.

Para los que aman a Dios, todas las cosas son provechosas (Rom 8,28). Y todos los días son de Dios. Y los años por los que discurre la edad de los hombres son siempre tiempo de gracia para amar y servir a Dios. Siempre estarán muy vivas y presentes entre nosotros las palabras que oyó Clara cuando tenía en sus manos la Eucaristía: ¡Yo os protegeré siempre!

4. El que permanece en mí, como yo en él, ése da mucho fruto (Jn 15,5). Es la unión entre la vid y el sarmiento. Entre la gracia del Espíritu y el hombre unido a Dios. Clara, siempre esposa fiel del Espíritu. Con entrega total a su esposo. Desposorio sublime que transforma el alma de Clara en tal manera hasta hacer de ella una criatura que no vive ya con otro querer que no sea hacer la voluntad de Dios Altísimo.

«A Clara y sus hermanas -dirá Juan Pablo II en el mensaje a las Clarisas- se les llama esposas del Espíritu Santo: término inusitado en la historia de la Iglesia, donde la religiosa, la monja siempre es calificada como esposa de Cristo. Pero resuenan aquí algunos términos del relato lucano de la Anunciación, que se transforman en palabras-clave para expresar la experiencia de Clara: el Altísimo, el Espíritu Santo, el Hijo de Dios, la sierva del Señor, y, en fin, el cubrir con su sombra, que para Clara es la velación, cuando sus cabellos, cortados, caen a los pies del altar de la Virgen María, en la Porciúncula, casi delante del tálamo nupcial».

Clara es la mujer nueva por la fidelidad a la gracia del espíritu, por la transformación que la pobreza y la humildad han realizado en su alma. Su vivir es Cristo, el nuevo Adán, el hombre perfectamente nuevo. Clara será llamada la mujer nueva del valle de Espoleto, nueva guía de las mujeres, ejemplo de femineidad auténtica y madura. Pobre, humilde, libre, valiente, hermana y madre.

En la soledad y el silencio. Para disfrutar de la apasionada compañía de su Señor crucificado. Escondida con él y abrasada en el amor del corazón de Cristo. Refugiada así, en la intimidad ardiente del más sublime misterio, el amor se abre en caridad universal. Su amor está allí donde está el amor de Dios. Su caridad le lleva a ofrecerse con el sacrificio de Cristo, que es sangre derramada por la salvación de todos los hombres. La hondura y la profundidad del corazón de Cristo es tan ancha y dilatada como el universo entero. Y allí estará Clara. Escondida en San Damián, presente en todos los sufrimientos y esperanzas de los hombres.

Leemos en la Carta de los Ministros generales: «Clara se deja guiar por el Espíritu y goza mucho escuchando la palabra de Dios. Por la oración, de día y de noche, se adentra en la contemplación, ama la Eucaristía; es devota de la pasión de Cristo y de la santísima Madre de Dios, María. Lleva una vida de constante penitencia, trabaja con sus propias manos, está alegre en la enfermedad y, sobre todo, está enferma de Amor. Revistiéndose interiormente de Cristo, siguiendo el ejemplo de Francisco, y modelada a imagen de la bienaventurada Virgen María, Clara llega a ser espejo de toda virtud, maestra de perfección y libro de vida. El encanto de su existencia evangélica atrae a muchas doncellas y Clara se convierte en madre de multitud de vírgenes que lo dejan todo por amor al Esposo celestial...».

5. Clara, una mujer llena de luz. Quien me ama -recuerda la virgen de Asís a la bienaventurada Inés de Praga-, será amado por mi Padre, y yo lo amaré, y vendremos a Él, y moraremos en Él. La gloriosa Virgen de las vírgenes lo llevó materialmente: «tú, siguiendo sus huellas, principalmente las de la humildad y la pobreza, puedes llevarlo espiritualmente siempre, fuera de toda duda, en tu cuerpo casto y virginal» (3CtaCl 23-25). El seno de Clara, por la contemplación y el amor incondicional a Dios, se convierte en cuna del Hijo de Dios.

Las llagas del bienaventurado padre Francisco han florecido en la vida y la glorificación de santa Clara. Llagas de Francisco que son un torrente inextinguible de amor al Crucificado. Clara es el reflejo vivo de la pasión de Cristo y del mejor espíritu franciscano.

Las hermanas clarisas, como su madre y fundadora, son espejo del amor escondido en el corazón de Cristo y presente en el mundo. La ejemplaridad de su vida, humilde y recogida, para que se vea el brillo del rostro de Dios. Maravilloso signo del misterio pascual, de la muerte y de la resurrección.

Clara, mujer nueva y apasionada por Dios. «Vivió -dice Juan Pablo II en el mensaje a las Clarisas- como una pequeña planta a la sombra de san Francisco, que la condujo a las cimas de la perfección cristiana. La celebración de esta criatura verdaderamente evangélica quiere ser, sobre todo, una invitación al redescubrimiento de la contemplación, de ese itinerario espiritual del que sólo los místicos tienen una experiencia profunda».

III. LAS HERMANAS POBRES

San Francisco y Sta Clara«¡Con cuánta solicitud y con cuánto empeño del alma y del cuerpo no debemos cumplir los mandamientos de Dios y de nuestro Padre, para ofrecerle, con la ayuda del Señor, multiplicado el talento recibido! Pues el mismo Señor nos puso a nosotras como modelo para ejemplo y espejo no sólo ante los demás, sino también ante nuestras hermanas, las que fueron llamadas por el Señor a nuestra vocación, con el fin de que ellas a su vez sean espejo y ejemplo para los que viven en el mundo. Porque el Señor nos ha llamado a cosas tan grandes que en nosotras se puedan mirar aquellas que son ejemplo y espejo para los demás; estamos muy obligadas a bendecirle y alabarle y a confortarnos más en Él para obrar el bien. Así pues, si vivimos según la sobredicha forma, dejaremos a los demás un noble ejemplo, y con poquísimo trabajo nos granjearemos el premio de la eterna bienaventuranza» (TestCl 18-23).

HERMANAS Y SEÑORAS

1. El Señor ha sido bueno con nosotros y ha concedido a la Iglesia la gracia de tener muchas hermanas, que, siguiendo en pobreza y humildad las huellas de nuestro Señor Jesucristo y de su bendita Madre la Virgen María, sean fieles a la Regla y forma de vida que Clara de Asís dejara para sus hijas.

Muchos son los conventos en los que las hermanas clarisas dedican ejemplarmente su vida a dar testimonio del Dios Altísimo, viviendo en santa pobreza, y dedicándose a la oración, al trabajo y la alabanza del Señor.

La forma de vida de las hermanas clarisas es un bien que Dios nos ha dado, y que enriquece, tanto a la Iglesia de Dios, como a cualquier hombre que busque sinceramente la paz y el bien. En palabras de san Francisco de Asís, ellas, las clarisas, son hermanas y señoras. Hermanas por la caridad fraterna universal, abierta a todas las criaturas. Señoras, por la veneración que merecen por su pobreza y su amor a los pobres.

2. La vocación y el espíritu de Clara de Asís es inseparable de la forma de vida de san Francisco. Los dos oyeron, en la misma ciudad que los había visto nacer, la voz de Dios que les invitaba a servir, en pobreza y humildad, al único Señor. San Francisco fue como el sendero que llevó a Clara al verdadero Camino de Dios que es Jesucristo. Dejándolo todo, se fue a vivir en la pobreza y el silencio, dedicada a la alabanza y la acción de gracias de Dios Altísimo. Con ella vinieron otras hermanas. Y para ellas Francisco escribió una forma de vida, con tales beneficios prometidos que el único privilegio sería el de poder vivir siempre en santa pobreza. Privilegio que se convertiría en estandarte permanente de lucha por vivir en pobreza y fidelidad, sin concesiones a quienes pretendían mitigar el desprendimiento.

Cristo es siempre el modelo. Unidas a la bendita Madre de Dios y fieles y a los pies de la santa Iglesia. La bondad de Dios se había manifestado en la gracia de tener hermanas con las que formar fraternidad. La pobreza sería la señal que manifestara el empeño de hacer ver que Dios era la única riqueza de la vida. La clausura abría el corazón a un amor universal.

Viviendo de esta manera, en alegría y sencillez de corazón, después de haber vivido santamente en este mundo, Clara se fue a gozar de la bendición de Dios en el cielo.

Clara de Asís se había desposado con Cristo en alianza de absoluta pobreza. Así pudo gustar cada día la dulzura de un inmenso amor al Señor, la única razón de su vida. Francisco había sido el instrumento providencial que Dios había puesto en su camino para ser apoyo e inspirador constante de su generosa entrega a Dios en pobreza y humildad. La «forma de vida» que san Francisco escribió para las hermanas pobres de santa Clara no era más que la expresión de aquello que Dios le había inspirado.

Así fue Clara de Asís: una mujer que se entregó plenamente al amor que Dios le ofrecía. El Espíritu del Señor transformó su alma, y fue tal la fidelidad de ese encuentro entre la gracia de Dios y la respuesta de Clara, que convirtió la existencia de esta bendita mujer en ejemplo permanente de un vivir según el querer de Dios.

Quien se acerca a la vida de santa Clara queda atrapado por la fascinación que produce el Espíritu, que en ella hizo su templo, y por la sencillez en el comportamiento de cada día. Es una admiración modélica que hace arder en el deseo de imitar.

3. Las hermanas pobres de santa Clara, al mismo tiempo que son las depositarias del mejor espíritu de su fundadora y madre, son también quienes hacen más vivo y presente en la Iglesia y en el mundo el carisma de santa Clara. A todos nos ayudan con la ejemplaridad de su vida consagrada, a saber ordenar la existencia conforme a unos valores que tienen su peso y consistencia en la contemplación permanente de la voluntad salvadora de Dios.

Como mujeres consagradas a Dios, ayudan a la Iglesia, y de una manera tan eficaz como necesaria, a que pueda hacer ver a todos el valor de la vida pobre, humilde, fraterna y escondida, de la oración constante, entrega incondicional al amor de Dios. Más en concreto, el testimonio de su vida que habla del gozo de vivir en el Espíritu de Dios y en su santa operación, el bien de la identificación perfecta con Jesucristo, la gracia de una vida en pobreza, el apreciable valor de la sencillez, la humildad y la minoridad, la alegría de la fraternidad, el consuelo de vivir en espíritu de oración, el don de la clausura.

4. El gozo de vivir en el Espíritu de Dios y en su santa operación. Es el convencimiento profundo y vivido de Francisco y de Clara: el mismo Espíritu de Dios es quien mueve por entero su existencia. El que todo lo dirige y ordena. El Espíritu de Dios ha sido quien ha iluminado la forma de vida de Clara, quien puso en su camino a san Francisco, quien ha inspirado la primera vocación y todos los actos y operaciones posteriores para responder con fidelidad a lo que Dios quería.

El Espíritu de Dios es Dios mismo. Es la gran devoción de Clara. Es el amor de su vida. Dios sobre todas las cosas. El amor de Dios sobre todos los amores. Su vida se hará alabanza permanente al Dios Altísimo.

Contemplar para amar. Más que esfuerzo personal es generosa apertura a la gracia del Espíritu, y respuesta sin condiciones a un amor que cada día ahonda más en la necesidad del desapropio de todo para colmarse del amor de Dios.

Camino para la contemplación es el de tomar la palabra de Dios y devorarla, como dice la Escritura (Jer 15,16). Comunión maravillosa en la que se «come» y asimila la palabra de Dios y se la transforma en un amor sublime de identificación con el querer de Dios.

Gozosa experiencia que lleva a gustar la profundidad del misterio de Dios revelado en Jesucristo, el Señor, con el que Clara se ha desposado. Ojos y corazón en Cristo han de ponerse. Para ver su vida e imitar su virtud. Para identificarse con sus sentimientos y hacer de la propia existencia una prolongación de la misma presencia de Cristo en el mundo. Misteriosa transformación interior por la gracia que conduce a vivir la misma vida de Cristo. Con las palabras del apóstol: «Vivo yo, mas no yo. Es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). Clara ofrece a sus hijas una imagen sublime de esta comunión íntima, de esta unión perfecta: llevar espiritualmente a Cristo en el propio cuerpo, como María lo ha llevado materialmente en el suyo virginal.

Tal identificación con Cristo es una visión casi física de la presencia del Señor. En esto consiste la contemplación: caminar en su presencia. Vivir en su Espíritu.

5. El bien de la identificación perfecta con Jesucristo. Sobre todas las cosas, alcanzar y vivir en el amor de Cristo. Es su aspiración suprema. Es el gozo de su vida. El nombre de Jesús siempre en el corazón y en los labios de Clara. Ninguna otra cosa con mayor deseo.

Si ha de dejarlo todo, será por amor a Jesucristo. Si ha de ser pobre, lo será por seguir la huella de Jesucristo. Escondida en el corazón de Cristo, allí siente y ama. Desde ese amor ardiente contempla todas las cosas. El costado abierto del Señor crucificado era fuente de amor y puerta por donde el alma debía entrar para sentir la fuerza y la profundidad del amor de Cristo. Clara se santigua con agua bendita. Y quiere que sus hermanas hagan lo mismo. Pues el agua santa es como una señal del agua que salió del costado abierto de Cristo.

Más que revestida, identificada internamente con Cristo, su comportamiento exterior tenía que expresar, de una forma transparente, la razón que movía todos y cada uno de los pasos de su existencia: el amor a Cristo: Cristo es su vida. Ella ha de seguir fielmente las huellas que su Señor dejara a su paso por la tierra. Es su esposo y modelo. Lo contempla en el Evangelio y en cada uno de los instantes de su vida.

6. La gracia de una vida en la pobreza. Libre de cualquier otro amor que no fuera Jesucristo. Con el Señor se ha unido en alianza y con la pobreza del Hijo de Dios se ha desposado.

Francisco le había ayudado a descubrir el gran tesoro de la pobreza. A sentir el vacío de todas las cosas para llenar el alma de sólo Dios. Cristo será la dote y el premio de tan grande desapropio.

Mas no sólo se trataba de elegir una vida pobre, sino defender esa forma de vida. Es un pacto de amor que habrá de mantenerse por encima de las dificultades. Porque la pobreza no era dejar a un lado las cosas de este mundo, sino amar a Jesucristo. Ni propiedad, ni razón alguna, puede alejarla de ese amor a su Señor.

Y luchará por defender ese privilegio: el de ser pobre y vivir como pobre. Quienes sigan la forma de vida de Clara, han de llamarse «hermanas pobres», pues la pobreza de Cristo han de imitar, siguiendo el ejemplo de la Virgen María.

No era desprecio a los bienes de este mundo. La pobreza llegaba como consecuencia de la contemplación de Cristo. Vivir la misma forma de vida de Jesucristo. La pobreza es como la puerta que abre la vida para que pueda llenarse únicamente del amor de Dios. No tener nada para que todo pueda ser asumido y colmado de la intensidad amorosa de la unión con Dios en Jesucristo.

El privilegio de la pobreza. No era tozudez en conseguir una normativa canónica especial. Era deseo de tener el derecho de ser enteramente libre para amar intensamente a Dios.

7. El apreciable valor de la sencillez, de la humildad y de la minoridad. También Clara, al igual que Francisco, quería que sus hermanas se llamaran «menores». Pues al servicio del Señor Altísimo debían estar. La minoridad, más allá de un estilo de comportamiento, es una forma incondicional de diaconía. El menor, el último, es el que sirve, el que vive atento a aquello que puedan necesitar los demás.

Clara es la sierva de Cristo y de las hermanas. Todo había de cimentarse sobre la humildad. Nada más grande que Dios. Nadie más digno de alabanza y servicio que el Hijo de Dios. La minoridad es la humildad activa de quien goza sirviendo a Cristo, el Servidor y Hermano de todos. Es gratuidad, sin beneficio propio, asumiendo con naturalidad el propio oficio: el menor es quien sirve. Su paga está en el mismo servicio a su Señor.

8. La alegría de la fraternidad. El fundamento sobre el que Clara de Asís quiere sustentar la vida fraterna es la pobreza y la caridad aprendida de Cristo.

Dios ha sido tan bueno con Clara que le ha dado la gracia de tener hermanas. La fraternidad era la respuesta de Dios al perfecto desapropio. A cambio de lo que dejas, Dios te da el premio de la fraternidad. Tener hermanos y hermanas a quien servir y manifestar en ellos el amor que le tienes a Jesucristo.

Clara recomienda mucho a sus hermanas alejarse de todos aquellos defectos que pueden incidir en la caridad fraterna: detracción, murmuración, discordia, divisiones. Es que la caridad se alimenta de la unidad y de la paz. La unidad es el reconocimiento práctico de que es el mismo y único amor, el de nuestro Señor Jesucristo, el que ha llevado a las hermanas a esta forma de vida. La paz es el gozo de la contemplación de la presencia de Cristo entre los hermanos.

Para que el fuego de la caridad permanezca siempre encendido, hay que disponer bien el aceite de la oración. Pues solamente contemplando y alabando a Dios, día y noche, puede brillar encendida en la casa la lámpara de la caridad fraterna.

9. El consuelo de vivir en espíritu de oración. Es el primer trabajo. El más importante y quizás el más duro de todos. También el que reporta mayor beneficio y consuelo.

Gracias a la oración Clara ha podido superar todas las dificultades. Pero tuvo que unir, a la oración, el ayuno y la penitencia.

Su oración es unitiva. Está identificada con su esposo Jesucristo. Clama, reza, pide, suspira, alaba, ofrece. Todo con Jesucristo y desde el corazón de Cristo en el que vive encerrada.

Alabanza y acción de gracias es su oración preferida. Lo demás vendrá por añadidura. En la alabanza siempre hay una invitación, al modo de Francisco, para que todas las criaturas canten jubilosas a su Señor. La acción de gracias es anterior al reconocimiento a los favores recibidos de la bondad de Dios mismo. Es gratitud a Dios por ser Dios: Altísimo, Bondadoso, Señor.

10. El don de la clausura. Se ha escrito que Clara era un reflejo de Francisco en la soledad. Y que Francisco representa a Clara por el mundo. Contemplación y apostolado, soledad y vida entre los hombres, no son términos antagónicos en el franciscanismo. Cada uno de los hermanos y hermanas ha sido llamado a vivir según el Espíritu del Señor. La vida contemplativa y en clausura de las hermanas será un apostolado activo que lleve a los hombres a comprender el valor de lo transcendente, de lo que no se ve. La vida apostólica de los hermanos ha de ser una permanente llamada a la conversión y a encerrarse en la voluntad de Dios.

La clausura no es celemín que oculta la lámpara y la luz, sino lugar elevado en el que se descubre la luminosidad de la vida escondida en Dios. No es siempre instrumento para defender la castidad prometida, sino ayuda providencial para vivir en el gozo del servicio al único Señor. No es huida del mundo para olvidar sinsabores y preocupaciones, sino entrega a la obra salvadora de Jesucristo, viviendo en el mismo ardor misionero. No es estabilidad que reduce la vida y vocación a un determinado lugar, sino evangelización itinerante que llega, con un amor universal, allí donde se encuentra el hombre redimido con la sangre de Jesucristo.

No es alejamiento, sino vida en la comunión de los santos, en el misterio del Cuerpo místico de Cristo. No es búsqueda de abrigo ante las inclemencias de un mundo ajeno a los valores del evangelio, sino convencimiento de la presencia de Dios en todas las cosas, más allá de lo que, de una forma inmediata, puedan contemplar los sentidos.

No es egoísmo en la soledad, sino ejemplaridad generosa de la entrega al amor de todos, sin condición alguna. No es evasión, sino responsabilidad y fuerte compromiso, sobre todo con la oración y la penitencia, en la obra evangelizadora de la Iglesia. No es esclavitud voluntaria, sino efecto de una pobreza libremente asumida por amor a Cristo pobre y que lleva a la libertad de estar allí donde está Cristo.

Hermosos son estos razonamientos, pero ninguno de ellos tendría sentido, ni explicación convincente, sin el Espíritu del Señor. Pues la clausura es esa mesa puesta por Dios en medio de la ciudad para colocar la lámpara del amor incondicional a Dios. Es signo que anuncia una vida distinta. Es silencio que predica la existencia de Dios.

ESPÍRITU Y VIDA

1. En la ciudad de Asís vivió, hace ochocientos años, una mujer admirable y llena del espíritu de Dios, que después de haber acompañado a Francisco en su forma de vida pobre y humilde, se fue a vivir con Dios para siempre en el cielo.

Memoria hacemos ahora de su vida y de su santidad. No es tiempo pasado lo que recordamos, sino permanencia de una forma de vida, de una espiritualidad, de una lección evangélica. Es actualidad ejemplar y testimonio de una vida escondida en Dios, en abierta caridad fraterna y universal, como ministerio y servicio a la Iglesia.

2. Una vida escondida en Dios. Las Clarisas quieren llevarnos al conocimiento y amor de Dios. Y lo hacen con una presencia que discurre en soledad, que no es estar y vivir solo, sino íntimamente unido a Dios. «Dichosa realmente tú -escribe santa Clara a la beata Inés de Praga-, pues se te concede participar de este connubio, y adherirte con todas las fuerzas del corazón a Aquél cuya hermosura admiran sin cesar todos los bienaventurados ejércitos celestiales; cuyo amor aficiona, cuya contemplación nutre; cuya benignidad llena, cuya suavidad colma; su recuerdo ilumina suavemente; a su perfume revivirán los muertos; su vista gloriosa hará felices a todos los ciudadanos de la Jerusalén celestial, porque Él es esplendor de la eterna gloria, reflejo de la luz perpetua y espejo sin mancha. Tú, oh reina, esposa de Jesucristo, mira diariamente este espejo, y observa constantemente en él tu rostro: así podrás vestirte hermosamente y del todo, interior y exteriormente, y ceñirte de preciosidades, y adornarte juntamente con las flores y las prendas de todas las virtudes, como corresponde a quien es hija y esposa castísima del Rey supremo» (4CtaCl 9-17).

En camino de pobreza, que no es desprecio de las cosas de este mundo, sino el tener a Dios como única y suprema riqueza. «Pues creo firmemente que Vos sabéis cómo el reino de los cielos se promete y se da por el Señor sólo a los pobres. En la medida en que se ama algo temporal, se pierde el fruto de la caridad. No se puede servir a Dios y al dinero, porque se amará a uno y se aborrecerá a otro, o se entregará a uno y despreciará al otro. Un hombre vestido no puede luchar con otro desnudo, pues será derribado pronto, por tener de donde asirlo. Y es imposible morar con gloria en el siglo y luego reinar con Cristo. Y antes pasará un camello por el ojo de una aguja que subir un rico al reino celestial. Por eso Vos os habéis despojado de los vestidos, esto es, de las riquezas temporales, para no sucumbir de ningún modo ante el enemigo, para entrar en el cielo por el camino arduo y la puerta estrecha. Es un gran negocio, y loable, dejar lo temporal por lo eterno, ganar el cielo a costa de la tierra, recibir el ciento por uno, y poseer a perpetuidad la vida feliz» (1CtaCl 25-30).

Permaneciendo en vida de silencio que no es tanto callar cuanto hacer que la vida consagrada a Dios esté hablando, con el lenguaje fascinante de la adoración y alabanza al Dios Altísimo y Señor de la Creación entera. Todo ello es fruto y consecuencia de la pobreza. «¡Oh pobreza bienaventurada, que da riquezas eternas a quienes la aman y abrazan! ¡Oh pobreza santa, por la cual, a quienes la poseen y desean, Dios les promete el reino de los cielos, y sin duda alguna les ofrece la gloria eterna y la vida bienaventurada! ¡Oh piadosa pobreza, a la que se dignó abrazar con predilección el Señor Jesucristo, el que gobernaba y gobierna cielo y tierra, y, lo que es más, lo dijo y todo fue hecho! En efecto, las zorras -dice el mismo Cristo- tienen sus madrigueras, y las aves del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza, sino que, inclinándola (en la cruz), entregó su espíritu» (1CtaCl 15-18).

3. Vida en abierta caridad fraterna y universal. En los escritos de la época se habla de las «Damas encerradas del monasterio de San Damián». La clausura no es alejamiento de los sufrimientos y dolores de los hombres. Tampoco es celosía que protege de las acechanzas y peligros de un supuesto mundo perverso. La clausura es señal de un gran misterio de amor, del misterio pascual de muerte y de resurrección, de crucifixión y de gloria. De Cristo muerto y resucitado. Nada puede poner límite a tan grande amor. Donde está el amor de Cristo, entregado para la salvación de todos los hombres, allí está vivo el amor sacrificado de la clarisa. La clausura no encierra, sino que abre más el corazón a un amor tan incondicional como universal. La clausura no es barrera que impide salir sino permanecer en el corazón de Cristo, sufriente y abierto al dolor de todos los hombres. «Amonesto y exhorto en el Señor Jesucristo a todas mis hermanas, presentes como futuras, que se esfuercen siempre en imitar el camino de la santa sencillez, humildad y pobreza, como también el decoro de su santa vida religiosa, según fuimos instruidas por nuestro bienaventurado padre Francisco desde el inicio de nuestra conversión a Cristo. Mediante todo esto, no por mérito nuestro sino por sólo la misericordia y gracia de su benignidad, el Padre de las misericordias difundió la fragancia de la buena fama tanto para las que están lejos como para las que están cerca» (TestCl 56-58). Y en la Bula de Aprobación de la regla de santa Clara se lee: «Ya que vosotras, amadísimas hijas en Cristo, habéis despreciado las vanidades y delicias del mundo y, siguiendo las huellas del mismo Cristo y de su santísima Madre, habéis elegido llevar vida encerrada en cuanto al cuerpo y servir al Señor en suma pobreza, a fin de dedicaros a Él con el espíritu libre...» (RCl. Bula de Aprobación, 12-13).

El voto de obediencia pone delante de los ojos la necesidad del hermano. «Y las hermanas que son súbditas, recuerden que por Dios renunciaron a sus propios quereres. Por eso quiero que le obedezcan a su Madre, según prometieron al Señor espontánea y voluntariamente; a fin de que, viendo la Madre la caridad, humildad y unidad que mutuamente se profesan, soporte más fácilmente toda la carga que tolera por oficio; y para que lo molesto y amargo se le convierta en dulzura por la santa vida de las hermanas» (TestCl 67-70). Obedecer no es tanto someterse como abrirse en tal manera que el dolor de quien sufre sea imperativo de caridad fraterna. El superior será el hermano que se ocupa de recordar esa obligación y responsabilidad. Se ayuna voluntariamente uniéndose al hambre de tantos hijos de Dios que carecen del pan de cada día. Se hace penitencia para compartir el dolor de quien sufre. Se elige el camino de profesión en esta «forma de vida», para ser enteramente libre con Cristo, que ha liberado del pecado y de la muerte. «Y amándonos mutuamente con la caridad de Cristo, mostrad exteriormente por las obras el amor que interiormente os alienta, a fin de que, estimuladas las hermanas con este ejemplo, crezcan siempre en el amor de Dios y en la caridad recíproca» (TestCl 59-60).

Y todo ello en un amor desinteresado. Darlo todo sin querer otro premio que el mismo amor de Dios. Voto de castidad como entrega generosa. Salir del amor de uno mismo y amar en Cristo todas las cosas. La castidad no es renuncia al amor, sino decidido propósito de amar más y mejor a Dios y a los hijos de Dios. «¿Quién no detestará las asechanzas del enemigo de los hombres, el cual por la fastuosidad de unas glorias pasajeras y engañosas, trama reducir a la nada aquello que es mayor que el cielo? Pues es clarísimo que, por la gracia de Dios, la más noble de sus criaturas, el alma del hombre fiel, es mayor que el cielo: los cielos, con las demás criaturas, no pueden abarcar a su Creador; pero el alma fiel -y sola ella- viene a ser su morada y asiento, y se hace tal sólo en virtud de la caridad, de la que carecen los impíos. Así lo afirma la misma Verdad: "Quien me ama, será amado por mi Padre, y yo lo amaré, y vendremos a Él, y moraremos en Él". La gloriosa Virgen de las vírgenes lo llevó materialmente: tú, siguiendo sus huellas, principalmente las de la humildad y la pobreza, puedes llevarlo espiritualmente siempre, fuera de toda duda, en tu cuerpo casto y virginal; de ese modo contienes en ti a quien te contiene a ti y a los seres todos, y posees con Él el bien más seguro, en comparación con las demás posesiones, tan pasajeras, de este mundo...» (Cl 3 C, 20-26).

4. Vida en activo ministerio de servicio a la Iglesia. Muchos y diversos son los ministerios que debe realizar la Iglesia, siempre como respuesta a las necesidades de los hombres. Ministerio de la caridad, de la predicación del Evangelio, del perdón de los pecados... Pero, también ministerio de la alabanza a Dios, dador de todo bien. Ese ministerio lo asumen nuestras hermanas clarisas con sus labios y con el testimonio de su vida. Son honor de Dios con su existencia consagrada y honran a Dios con la alabanza que, en nombre de toda la Iglesia realizan en la oración. «En esto podemos ver la copiosa bendición otorgada por Dios a nosotras: por su abundante misericordia y caridad tuvo a bien decir estas cosas por medio de su Santo sobre nuestra vocación y elección. Y nuestro beatísimo padre Francisco las profetizó no sólo de nosotras, sino también de aquellas otras que habrían de abrazar la santa vocación, a la que nos llamó el Señor. ¡Con cuánta solicitud y con cuánto empeño del alma y del cuerpo no debemos cumplir los mandamientos de Dios y de nuestro Padre, para ofrecerle, con la ayuda del Señor, multiplicado el talento recibido! Pues el mismo Señor nos puso a nosotras como modelo para ejemplo y espejo no sólo ante los demás, sino también ante nuestras hermanas, las que fueron llamadas por el Señor a nuestra vocación, con el fin de que ellas a su vez sean espejo y ejemplo para los que viven en el mundo. Porque el Señor nos ha llamado a cosas tan grandes que en nosotras se puedan mirar aquellas que son ejemplo y espejo para los demás; estamos muy obligadas a bendecirle y alabarle y a confortarnos más en Él para obrar el bien. Así pues, si vivimos según la sobredicha forma, dejaremos a los demás un noble ejemplo, y con poquísimo trabajo nos granjearemos el premio de la eterna bienaventuranza» (TestCl 15-23).

Es ministerio, también, de acción de gracias. Oficio para el reconocimiento a Dios por sí mismo y por las bendiciones que derrama sobre los hombres. Con Jesucristo, al que se consagran, dan gracias a Dios. «Del Padre de las misericordias, del que lo otorga todo abundantemente, recibimos y estamos recibiendo a diario beneficios por los cuales estamos nosotras más obligadas a rendir gracias al mismo glorioso Padre. Entre ellos se encuentra el de nuestra vocación; cuanto más perfecta y mayor es ésta, tanto es más lo que a Él le debemos. Por eso dice el Apóstol: Conoce tu vocación. El Hijo de Dios se ha hecho para nosotras camino, y nuestro bienaventurado padre san Francisco, verdadero enamorado e imitador suyo, nos lo ha mostrado y enseñado de palabra y con el ejemplo» (TestCl 2-5).

Unido a ese ministerio de gratitud y el reconocimiento a Dios está la súplica, que es colocar en las manos de Dios los deseos y necesidades de los hombres. Y poner en las manos de los hombres la gracia del Altísimo Señor para que puedan trabajar conforme a la voluntad de Dios. «¡Realmente puedo alegrarme, y nadie podrá arrebatarme este gozo! Tengo ya lo que anhelé tener bajo el cielo: veo cómo tú, sostenida por una admirable prerrogativa de la sabiduría de la boca del mismo Dios, superas triunfalmente, de modo pasmoso e impensable, las astucias del artero enemigo, y la soberbia que arruina la naturaleza humana, y la vanidad que infatúa los corazones de los hombres; y cómo has hallado el tesoro incomparable, escondido en el campo del mundo y de los corazones de los hombres, con el cual se compra nada menos que Aquel por quien fueron hechas todas las cosas de la nada; y cómo lo abrazas con la humildad, con la virtud de la fe, con los brazos de la pobreza. Lo diré con palabras del mismo Apóstol: te considero cooperadora del mismo Dios y sostenedora de los miembros vacilantes de su Cuerpo inefable» (3CtaCl 5-8).

Ministerio en la Iglesia con la penitencia, en unión con Cristo crucificado. Es la identificación con Cristo, que asume el pecado de los hombres y se ofrece Él mismo a Dios como víctima de un sacrificio de reconciliación. «Y en lo más alto del mismo espejo contempla la inefable caridad: con ella escogió padecer en el leño de la cruz y morir en Él con la muerte más infamante. Por eso el mismo espejo, colocado en el árbol de la cruz, se dirigía a los transeúntes para que se pararan a meditar: "¡Oh vosotros todos, que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor!". Respondamos a una voz, con un espíritu, a quien así clama y gime: "¡No te olvidaré jamás, y mi alma agonizará dentro de mí!". Y, así te inflamarás más y más fuertemente en el fuego de la caridad...» (4CtaCl 22-27).

Forma de vida y actitud permanente de adoración y gratitud a Dios que santa Clara expresó de esta manera al final de su testamento: «Por eso, doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo y me acojo a los méritos de la gloriosa Virgen santa María su Madre, de nuestro beatísimo padre san Francisco y de todos los santos, para que el mismo Señor que dio un comienzo bueno, conceda el incremento y dé también siempre la perseverancia final» (TestCl 77-78).

5. La luz no se enciende para ponerla debajo del celemín, sino sobre la mesa, para que alumbre a cuantos viven en la casa. La vida de nuestras hermanas clarisas es como una lámpara que ilumina la vida de la Iglesia con la generosidad de una vida escondida en el amor de Cristo y presente en la caridad de la entrega por la salvación de todos los hombres.

Las clarisas nos hablan del valor de una vida sencilla, pobre, alegre. Sencillez que es humildad, pobreza que enriquece con el conocimiento de Dios, alegría y gozo contemplando la bondad de Dios. Vida escondida en Cristo y libre en el Espíritu que irradia luminosidad e ilumina el camino de los hombres hacia Dios.

IV. UN TIEMPO DE GRACIA

Francisco y Clara, vidriera«Luego escribió para nosotras la forma de vida; principalmente, para que perseverásemos siempre en santa pobreza. Y no se contentó durante su vida con exhortarnos con muchas pláticas y ejemplos al amor y a la observancia de la santísima pobreza, sino que nos entregó varios escritos, para que de ninguna manera nos apartáramos de ella después de su muerte, como nunca quiso el Hijo de Dios separarse de la misma santa pobreza durante su vida en este mundo. Y nuestro beatísimo padre Francisco, imitando sus huellas, su santa pobreza, la que escogió para sí y sus hermanos, en modo alguno se desvió de ella mientras vivió ni con el ejemplo ni la doctrina» (TestCl 33-36).

OCHO SIGLOS DESPUÉS

1. Al cumplirse ahora el octavo centenario de su nacimiento, el recuerdo de la vida y ejemplo de santa Clara de Asís servirá para bendecir a Dios, darle siempre gracias, y servir con mayor caridad a nuestros hermanos.

Quien se acerca a la vida de santa Clara queda atrapado por la fascinación que produce el Espíritu, que en ella hizo su templo, y por la sencillez en el comportamiento de cada día. Es una admiración modélica que hace arder en el deseo de imitar.

2. Este octavo centenario del nacimiento de la santa de Asís quiere actualizar ese modelo de ejemplaridad. Más allá de los cambios de las personas, de las cosas y del tiempo transcurrido, los valores que santa Clara viviera, continúan siendo fuente inagotable de espiritualidad cristiana y de vida consagrada a Dios. Es el magisterio del ejemplo, del comportamiento que arrastra, de actitudes y vivencias que fascinan y llevan a la admiración y al deseo de imitar y seguir tal forma de vida.

La celebración de este centenario no es un intento de retorno al pasado, para contemplar lo que ayer fuera, sino hacer memoria y llenar la actualidad, no con un recuerdo lejano, sino con la figura llena de vida y de actualidad de Clara de Asís, verdadero espejo donde contemplar el amor de Dios.

Días de gracia y de bendición han de ser los de este tiempo en el que se celebra el octavo centenario del nacimiento de santa Clara de Asís. Particularmente para nuestras hermanas clarisas, que van a profundizar en el conocimiento de su verdadera vocación contemplativa y a sentir el gozo de verse llamadas por Dios a un servicio admirable en la Iglesia. «Deseo de todo corazón -diría Juan Pablo II en La Verna- que las celebraciones del centenario despierten en las clarisas la frescura del entusiasmo originario y lleven a cuantos caminan siguiendo las huellas del Poverello a redescubrir el carácter esencial de la contemplación en su tradición más genuina».

Pero será beneficio de gracia para todo el pueblo de Dios, que en el ejemplo de Clara y en el de sus hijas, encontrará viva la realización del evangelio en unas mujeres que encontraron el verdadero tesoro y lo dejaron todo para seguir incondicionalmente a Jesucristo para construir con Él, todos los días, el reino de Dios.

La Iglesia bendice a Dios por la generosa y fecunda presencia de las hermanas clarisas. Un regalo que agradece a Dios y a nuestras hermanas. La consagración de su vida en pobreza, humildad y clausura, es ejemplo que nos ayuda para seguir fielmente a Jesucristo. Su vida consagrada a la oración, a la alabanza, a la penitencia y al trabajo, es fuente de gracia para la santificación personal y para toda la Iglesia.

3. Celebrar el Octavo Centenario del nacimiento de Clara, no es ejercicio de retorno a un tiempo pasado, sino hacer revivir la savia de la vida franciscano-clarisa, nunca extinguida en la Iglesia. No es un centenario para el simple recuerdo de la historia, sino para sentir la experiencia de vida que hay detrás de los hechos que ha protagonizado una criatura tan singular como Clara. No es visión tranquila de una figura ciertamente admirable, sino contemplación, en el sentido más espiritual de la palabra, para dejarse seducir y atraer por la admiración de la fuerza en la debilidad, de la alegría en la pobreza, de la experiencia del Dios Altísimo en la pequeñez de lo cotidiano.

Este Octavo Centenario del nacimiento de santa Clara de Asís servirá como estímulo para la investigación histórica -conocer mejor el tiempo y los hechos-, para la reflexión teológica -origen y desarrollo de los carismas del Espíritu-, para el mejor conocimiento de la experiencia de la vida fraterna, de la vida consagrada. Investigación que no puede dar otro fruto que el acercamiento a la verdad. Y, como recompensa, el premio de libertad de las ataduras del prejuicio, del error, de la ignorancia.

4. Todo ello ha de contribuir a reforzar nuestra fraternidad. No sólo en los que, por gracia de Dios, han sido llamados a la vida franciscana, sino a todos los hombres. Pues los valores que brotan de la vida de santa Clara son patrimonio de todos los hombres. La paz, el amor universal, la pobreza voluntaria como expresión del decidido propósito de encontrarlo todo en Dios, el gozo de la fraternidad, la humildad como reconocimiento agradecido a lo que cada cual recibe de Dios y de su hermano..., son caudal de bendición para cada hombre, para todos los hombres.

5. Un Centenario, pues, para vivir y para esperar. Celebrarlo en un activo trabajo de investigación. Historia, teología, espiritualidad, literatura, expresiones artísticas..., todo ello ha de contribuir al mejor conocimiento de esta figura singular en la historia de la Iglesia que es santa Clara.

Y para la esperanza. Que ni es retorno a la quietud del ayer, aguardando pasivamente que llegue a rebrotar la fuerza de una virtualidad no extinguida, ni esperar, sin más, el futuro, que dará lo que hoy no pudimos conseguir. Es esperanza como gozo de perfecta alegría que, como anticipo de los dones definitivos, se da como regalo a quienes buscan sinceramente el bien y la paz.

Y como homenaje a santa Clara, en este tiempo de gracia que es la celebración del Octavo Centenario, recordar y vivir las palabras del testamento, que son una permanente llamada a la fidelidad: «Por lo cual, de rodillas, postrada interior y exteriormente, confío a la santa Madre Iglesia romana, al sumo pontífice y especialmente al señor cardenal que fuere designado para la religión de los hermanos menores y para nosotras, todas mis hermanas actuales y venideras; y pido al dicho cardenal que, por amor de aquel Señor que fue recostado pobremente en el pesebre, pobremente vivió en el mundo y desnudo permaneció en el patíbulo, vele siempre para que esta pequeña grey, que el Señor Padre engendró en su santa Iglesia por medio de la palabra y el ejemplo de nuestro bienaventurado padre san Francisco y por la pobreza y humildad que practicó en seguimiento del amado Hijo de Dios y de la gloriosa Virgen María su Madre, observe la santa pobreza que prometimos a Dios y a nuestro beatísimo padre Francisco y tenga a bien animar a las mencionadas hermanas y conservarlas con ella» (TestCl 44-47).

EN EL CAMINO DEL BIENAVENTURADO FRANCISCO

«El Hijo de Dios se ha hecho para nosotras camino, y nuestro bienaventurado padre san Francisco, verdadero enamorado e imitador suyo, nos lo ha mostrado y enseñado de palabra y con el ejemplo» (TestCl 5). Así escribe santa Clara en su testamento.

Todo lo relacionado con la vocación y el espíritu de Clara de Asís es inseparable de la forma de vida de san Francisco. Los dos oyeron, en la misma ciudad que los había visto nacer, la voz de Dios que les invitaba a servir, en pobreza y humildad, al único Señor. San Francisco fue como el sendero que llevó a Clara al verdadero Camino de Dios que es Jesucristo. Dejándolo todo, se fue a vivir en la pobreza y el silencio, dedicada a la alabanza y la acción de gracias de Dios Altísimo. Con ella vinieron otras hermanas. Y para ellas Francisco escribió una forma de vida, con tales beneficios prometidos que el único privilegio sería el de poder vivir siempre en santa pobreza. Privilegio que se convertiría en estandarte permanente de lucha por vivir en pobreza y fidelidad, sin concesiones a quienes pretendían mitigar el desprendimiento.

«Es realmente imposible -dijo el Papa en Asís, en marzo de 1982- separar estos dos nombres: Francisco y Clara; estos dos fenómenos: Francisco y Clara; estas dos leyendas: Francisco y Clara... Es difícil separar los nombres de Francisco y Clara. Es algo profundo, algo que no puede entenderse sino con criterio de espiritualidad franciscana, cristiana, evangélica; no puede entenderse con criterios humanos. El binomio Francisco-Clara es una realidad que sólo se entiende con categorías cristianas, espirituales, del cielo. Pero es también una realidad de esta tierra, de esta ciudad, de esta Iglesia. Todo ha tomado cuerpo aquí. No se trata sólo de espíritu; ni son ni eran espíritus puros; eran cuerpos, personas, espíritu. Pero en la tradición viva de la Iglesia, del cristianismo entero, no queda sólo la leyenda. Queda el modo en que san Francisco veía a su hermana, el modo en que ella se desposó con Cristo; se veía a sí mismo a imagen de ella, imagen de Cristo, en la que veía retratada la santidad que debía imitar; se veía a sí mismo como un hermano, un pobrecillo a imagen de la santidad de esta esposa auténtica de Cristo en la que encontraba la imagen de la esposa perfectísima del Espíritu Santo, María Santísima...».

Aquello que distingue la vida de las hermanas pobres de santa Clara, de las clarisas, no es un determinado trabajo, ni una organización peculiar. Es un espíritu, una «forma de vida». «Por don del Señor -dice santa Clara en su testamento-, nuestro beatísimo padre Francisco nos fundó, nos plantó y nos ayudó en el servicio de Cristo y en lo que prometimos a Dios y a nuestro Padre; como plantita suya que éramos, fue en vida solícito en cultivarnos y alentarnos siempre de palabra y obra. Por lo cual, encomiendo y confío mis hermanas, presentes y futuras, al sucesor del bienaventurado padre Francisco y a toda la religión y les ruego que nos ayuden a progresar de continuo en el servicio de Dios y especialmente en una observancia más fiel de la santísima pobreza» (TestCl 48-51).

En Clara de Asís, como lo fuera en san Francisco, se realiza esa maravillosa alianza entre Dios y las criaturas, entre el Espíritu que todo lo vivifica y la realidad cotidiana que padece ansias de hallar el sentido de la existencia. Es la reconciliación de una fraternidad, en la que todos son hermanos, con Dios como único Padre y Señor.

La «lección de Asís», la de Francisco y Clara, es permanente recuerdo de las maravillas que Dios realiza con quienes siguen con fidelidad la voz del Espíritu. Por eso, con Clara y Francisco, «doblo las rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo y me acojo a los méritos de la gloriosa Virgen santa María su Madre, de nuestro beatísimo padre san Francisco y de todos los santos, para que el mismo Señor que dio un comienzo bueno, conceda el incremento y dé también siempre la perseverancia final. Amén» (TestCl 77-78).

 


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