DIRECTORIO FRANCISCANO

Santa Clara de Asís


LA SEGUNDA ORDEN FRANCISCANA

por Chiara Augusta Lainati, OSC

 

[El presente estudio es la «Introducción» de la obra preparada por sor Chiara Augusta Lainati, clarisa, Temi spirituali dagli scritti del secondo Ordine francescano, Santa María de los Ángeles-Asís 1970.

Las citas de las fuentes franciscanas se toman de la edición de J. A. Guerra, San Francisco de Asís. Escritos, biografías, documentos de la época. BAC, Madrid, 1993.

Las referentes a santa Clara se toman de I. Omaechevarría, Escritos de Santa Clara y documentos complementarios. BAC, Madrid, 1993.

Algunas citas, breves, las incorporamos al texto, a la vez que mantenemos la numeración de las notas.]

I. LA ORDEN DE LAS CLARISAS EN LA IGLESIA

ORIGEN Y DESARROLLO

Tabla Santa Clara Históricamente, la Segunda Orden franciscana, que no recibió el nombre de Orden de Santa Clara hasta el 1263,[1] nació en la Porciúncula, junto a santa María de los Ángeles, la noche del 28 de marzo de 1211, cuando santa Clara se consagró a Dios en manos de Francisco.[2]?

Pero, espiritualmente, la Orden ya había nacido antes.

Nace, en efecto, en el pensamiento y en el corazón de Francisco durante aquellos meses en los que, purificado por la lenta y oculta tarea de discernir cuál era su vocación, percibe en su llamada una semilla profunda que germina y crece a la sombra del Señor, una semilla «umbratilis»,[3] encerrada en el surco de la vida divina, donde se abre y produce flores y frutos de comunión con Dios. La vida de Francisco casi se desdobla entre el amor activo-contemplativo y el asombrado estupor que acompaña como un aire de primavera aquellos meses jóvenes del Santo -jóvenes por su renacimiento en el Espíritu- y en los que su acción desemboca en la contemplación y, a la inversa, toma de la oración contemplativa el impulso que le lleva a actuar, y ello con una facilidad de paso que sólo el amor conoce.[4]

Gracias a esta doble prerrogativa del amor que, en la acción, anhela el abrazo con el amado y, en el abrazo de amor, sueña con llevar a cabo grandes empresas por su amor, fray Bernardo y santa Clara reciben, legítimamente uno y otra, el nombre de «primera planta», prima plantula.[5] El amor único crece en dos direcciones, del mismo modo que es doble la naturaleza escondida en Cristo, el amor único encarnado.

No tiene, pues, nada de extraño que poco después, cuando reconstruía la capillita de San Damián, san Francisco, «lleno de gozo espiritual», manifestase en alta voz y en lengua francesa lo que había intuido y sentía crecer dentro de él: la semilla contemplativa se desarrollaría, y se desarrollaría precisamente en ese lugar (TC 24; 2 Cel 13; cf. TestCl 2).

De hecho, en el verano de 1211 Clara ya está en San Damián. Y no está sola. Con ella están, al menos, su hermana Inés y Pacífica de Guelfuccio, una amiga. En septiembre el grupo se amplía. Desde entonces no cesará de crecer.

Los detalles de la conversión de Clara son demasiado conocidos como para detenernos a exponerlos aquí.

Es oportuno, en cambio, subrayar que, cuando ingresó en San Damián, Clara pretendió «vivir encerrada y servir al Señor en suma pobreza para darse a Cristo con plena libertad de espíritu», «en santa unidad y altísima pobreza», para lo cual debía «vivir en unidad de espíritu y con voto de altísima pobreza» (RCl Pró1 2. 1).

Cuando el grupo de las Damianitas estaba formado sólo por unas «pocas hermanas», Clara promete obediencia a Francisco: «Y -escribe- a una con las pocas hermanas que el Señor me había dado a seguida de mi conversión, voluntariamente le prometí (a Francisco) obediencia según la luz de la gracia que el Señor nos había dado por medio de su vida maravillosa y de su doctrina» (TestCl 4; cf. RCl 1,3; 6,1).

Coherente con su profesión de pobreza, en cuanto recibe la herencia paterna, la vende y todo lo que recibe de la venta lo distribuye entre los pobres (Proc 3,31; 13,11; LCl 13).

No tienen Regla todavía. Sin embargo, en estas concisas líneas aparecen definidos con precisión los goznes sobre los que gira la vida de las Damianitas: comunión fraterna y altísima pobreza, en obediencia, en castidad y en clausura.

San Francisco es el «fundador, plantador y ayudador» (cf. TestCl 7b) de la nueva Orden, y la Regla que él asigna a la nueva Orden de las Hermanas Pobres es simplemente ésta: «Guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (RCl 1,3).

Tras un breve período en el que las Damianitas demuestran considerar «como grandes delicias» todas las incomodidades materiales y morales originadas por la pobreza, san Francisco les promete oficialmente dispensarles la misma solicitud y cuidado paterno con que atendía a sus hermanos menores (RCl 6,2-4) y les redacta una breve Regla, una Formula vitae (RCl 6,3) que probablemente contenía sólo algunas breves prescripciones evangélicas, al igual que la primitiva «fórmula» minorítica, por lo que Gregorio IX escribía en 1238 que «no era tanto un alimento sólido sino, más bien, leche como conviene a recién nacidos» (Bull. Fran. I, 243). A esa Formula le fue añadiendo el Santo consejos y exhortaciones orales y escritas, a las que alude santa Clara en su Testamento (TestCl 1), y que vienen a constituir las Observantiae regulares, es decir, prácticamente las Constituciones que, en San Damián, sostenían y completaban la primitiva Formula vitae.[8]

A los tres años de su ingreso en el monasterio, Clara, obligada por san Francisco, asume el cargo o, mejor dicho, según su propio modo de expresarse, el servicio de abadesa (Proc 1,6; 3,31; 6,2; 19,2; LCl 12): «Pues así debe ser, que las abadesas sean siervas de todas las hermanas» (RCl 10,25). Así «llegó a ser madre y maestra de la Orden de San Damián, y allí engendró muchos hijos e hijas en nuestro Señor Jesucristo como hoy se ve» (Proc 20,7).

A la fisonomía de la Orden ya no le falta propiamente nada: aparece como una «ayuda adecuada», como un adiutorium simili sibi (Gén 2,18) de la Orden Minorítica, sacada de sus mismos huesos y de su misma carne, con un solo nombre, como el hombre y la mujer en el día de la creación (Gén 5,2). «Si la mujer fue creada como "adiutorium" debe serlo evidentemente en todo; también, por tanto, en el adorar a Dios, en el amar a Dios, en el servir a Dios, en el darle, con el hombre, hijos espirituales además de hijos de la carne: eso es Clara junto a Francisco...».[9]

Una única y misma estructura evangélica, un mismo ideal les impulsa: idéntica es la meta prefijada e idéntico el nombre de pobreza que las distingue: el surgir de otros nombres no será más que el signo externo de un cambio interior, sobrevenido con la ruptura de la unidad primera. La función de ambas órdenes es también la misma: revivir al Cristo íntegro, en quien la acción y la contemplación están tan íntimamente unidas que constituyen una única realidad. Es evidente que si Francisco revive por los caminos del mundo la vida humana de Cristo, articulada en torno a la pobreza, la humildad y la comunión fraterna, a Clara le toca revivir esa misma pobreza, humildad y caridad del Hijo de Dios principalmente abismándose al otro lado del umbral de la clausura en la vida divina con profundidad y radicalidad. En efecto, una vida concreta de pobreza, minoridad y fraternidad prácticamente realiza, pero no agota, la vocación de Francisco, que también aspira a reproducir a Cristo, Dios además de hombre, en su radical y perpetuo ensimismamiento en la intimidad del Padre.

Volveremos sobre este punto más adelante. Baste de momento con aludir a la complementariedad de las dos órdenes, que sólo juntas reproducen la imagen total de Cristo, viviendo contemporáneamente en la acción y en la contemplación el plano humano y divino del Señor.

* * *

Vista desde fuera, en 1216, a los cinco años de su fundación, la Orden aparece formando realmente un solo conjunto con la Orden minorítica, sin nombre propio y estructurada, como la Orden minorítica, en torno al Evangelio, hasta el punto de dar a un dignatario de la Iglesia de entonces la impresión de la comunión fraterna de la primitiva Iglesia de Jerusalén (Hch 4,32), considerada por la tradición cristiana como el ejemplo típico de la realización del reino de Dios entre los hombres: ágape fraterno fruto de la unanimidad, de la «unión de almas», y de una solicitud por los pobres que llega hasta la autoexpropiación y la «puesta en común» de todos los bienes. Se trata del famoso testimonio del obispo Jacobo de Vitry, en su Carta primera, escrito a principio de octubre de 1216. Durante su permanencia en la corte del Papa, en Perusa, tuvo, entre muchas amarguras, el consuelo de ver que «por aquellas tierras... muchos seglares ricos de ambos sexos huían del siglo, abandonándolo todo por Cristo. Los llamaban Hermanos Menores y Hermanas Menores. Son tenidos en gran honor por el señor papa y los cardenales... Viven según la forma de la primitiva Iglesia, conforme de ella se escribió: "La multitud de los creyentes tenían un sólo corazón y una sola alma"... Las mujeres... viven juntas en algunos hospicios cerca de las ciudades, y no reciben nada, sino que viven del trabajo de sus manos. Les causa mucho desagrado y turbación el hecho de que clérigos y laicos las honran más de lo que ellas quisieran» (cf. BAC 963-964).

La pluralidad de los monasterios existentes en 1216 en el valle de Espoleto, y que es atestiguada por Jacobo de Vitry y por el Anónimo de Perusa (AP 41c), debía de ser una realidad: no hubiera sido fácil distinguir la nueva Orden de las diferentes confraternidades que, con el nombre de «Sorores de poenitentia», existían entonces prácticamente por todas partes, si no hubiera tenido ya cierta consistencia y una fisonomía propia. Si hubiera que dar crédito a los autores del siglo XVII, cuyas fuentes son imposibles de determinar, habría que consignar en estos años una floración de monasterios en la zona existente entre Asís y Foligno.[10]

De todos modos, existe un documento notarial del 27 de agosto de 1217 que confirma la fundación del monasterio de Santa María de la Caridad, cerca de la fuente de Carpello, en las afueras de Foligno. Más tarde se convertirá en el monasterio de San Claudio.[11] En 1219 ya han sido erigidos los monasterios de Monticelli, en Florencia (Bull. Fran. I, 3), de Monteluce, en Perusa (Ibíd. 13), de Santa María de Gattaiola, en la diócesis de Lucca (Ibíd. 10), de Santa María fuera de la Puerta Camollia en Siena (Ibíd. 11). Diez años más tarde habrá, al menos, veintiséis monasterios esparcidos por toda Italia,[16] y, tras llegar a Francia y a España, la Orden se difundirá desde Praga en Checoslovaquia y desde Ulm en Alemania.

No es nuestro propósito diseñar aquí el trazo de todo el desarrollo de la Orden; pero hemos subrayado esta rápida floración precisamente porque en la rápida germinación espontánea de los monasterios radica la principal fuente de la multiplicidad de Reglas y de las consiguientes ramificaciones de la Orden, que determinan, ya en vida de la misma santa Clara, la variedad de su vastísima familia (actualmente alrededor de 19.400 monjas, repartidas por todo el mundo en 892 monasterios, según la última estadística de la Comisión de aggiornamento, del 15 de marzo de 1968). La Orden tuvo una difusión demasiado rápida en los años inmediatos a su nacimiento, en un momento en que Francisco y sus hermanos, que atravesaban también un período de difícil asentamiento, no tenían la posibilidad ni la autoridad para regular aquella germinación espontánea de monasterios que brotaba ciertamente a ejemplo del de San Damián, pero que carecían, salvo raros casos,[17] de una dirección homogénea.

Si san Francisco y santa Clara dieron el primer paso, decisivo, en la edificación de la Orden, el segundo, y no menos importante, lo dio el cardenal Hugolino Segni (luego papa con el nombre de Gregorio IX), que en 1218-1221 dicta la Regla oficial de la Orden, Regla que san Francisco acepta y santa Clara profesa,[18] aunque solicitara y obtuviera el llamado Privilegio de la pobreza, sellado por Gregorio IX el 17 de septiembre de 1228 con la bula Sicut manifestum est. La Regla de 1219, en efecto, silencia la pobreza que, en cambio, era para san Francisco y para santa Clara el fulcro y fundamento de la nueva Orden, del mismo modo que es el fundamento sobre el que se levanta la perfección evangélica, comunión de caridad.

A partir de ese momento, la Orden se desarrolla en dos direcciones. La Regla de 1219 es el último punto de contacto entre ambas ramificaciones.

Por una parte tenemos la línea de san Francisco y santa Clara que, partiendo de la primitiva Forma de vida y de las observancias primitivasobservantiae regulares») de san Francisco y a través de la Regla de 1219, flanqueada por el Privilegio de la pobreza, desemboca en la Regla definitiva de santa Clara, de 1253, aprobada con la bula Solet annuere el 9 de agosto, dos días antes de la muerte de Clara y que ésta pudo besar la víspera de su tránsito (cf. Proc 3,32). En ella confluyen, refundidos, todos los documentos precedentes y algunos capítulos de la Regla bulada de san Francisco. Por esa confluencia de documentos franciscanos orales y escritos, el cardenal Rainaldo de Ostia afirma que es «la forma de vida... que os enseñó a observar el bienaventurado padre san Francisco tanto de palabra como por escrito» (RCl Pról 2b).

Por otra parte, la Regla de 1219 se desarrolla en otra línea, curial, que pasa por la Regla de Inocencio IV, del año 1247, tiene varias ramificaciones y concluye con la Regla de Urbano IV (bula Beata Clara, del 18 de octubre de 1963), entregada unos meses después de la segunda aprobación de otra Regla para la beata Isabel de Francia (bula Religionis augmentum, del 27 de julio de 1263), y que ya había sido aprobada por la bula Sol ille verus, de Alejandro IV, el 2 de febrero de 1258. Esta línea, ajena desde el principio al Privilegio de la pobreza, terminará divergiendo de él (cf. bula Beata Clara, c. 21). Es la llamada línea urbaniana.

A la muerte de santa Clara la Orden está marcada por esta bifurcación en dos ramas, que se prolongará en los siglos posteriores.

La Regla de 1253 era poco conocida al principio y su difusión quedó restringida a unos pocos monasterios. En el siglo XIV Sancha de Mallorca la toma para los monasterios por ella fundados. Esta Regla tuvo la suerte de convertirse en el eje de la reconstrucción de la Orden, cuando en ésta surgió un movimiento de retorno a la pureza del ideal primitivo. En efecto, ella está en la base de la reconstrucción llevada a cabo por santa Coleta en el siglo XV, ella impulsa el movimiento observante de los monasterios de Italia poco después del renacimiento coletino, a través de los centros de Mantua, en el norte, y de Foligno-Monteluce en el centro; ella constituye la base de la reforma capuchina.

En la actualidad la familia de las clarisas conoce las siguientes denominaciones:

- Clarisas propiamente dichas, con la Regla de santa Clara aprobada por Inocencio IV en 1253.

- Clarisas urbanianas, con la Regla de Urbano IV de 1263.

Son las dos ramificaciones originarias antes señaladas.

- Clarisas coletinas. Esta rama, fundada por santa Coleta Boylet (1381-1447) de Corbie (Somme) con la reforma o fundación de nueva planta de quince monasterios en Francia y en los Países Bajos, se desarrolla en base a la Regla de 1253. Santa Coleta rechaza las rentas y bienes con una pasión por la pobreza no inferior a la de santa Clara. Apoya la Regla con unas Constituciones propias, aprobadas por Pío II en 1458. Santa Coleta y santa Clara son dos personalidades profundamente distintas, y esta diferencia no puede menos que notarse en las ramas que ambas encabezan. Existe, no obstante, entre ambas un denominador común de la máxima importancia: la Regla de 1253, con su ideal de pobreza, fraternidad y clausura responde tanto al tipo de santidad de santa Clara como al de santa Coleta, permitiendo a una y otra -con sus normas no minucionas- la posibilidad de desarrollar en el sentido de la pobreza-fraternidad y de la obediencia-clausura dos carismas que se complementan recíprocamente.

- Clarisas capuchinas. Esta rama, fundada en Nápoles por la venerable María Lorenza Longo, española, el año 1538, con la Regla de santa Clara y Constituciones propias, bajo la jurisdicción capuchina, es una rama floreciente que, en su fidelidad a la Regla primitiva, se funde constituyendo con las clarisas propiamente dichas y con las coletinas una tríada unitaria articulada en torno a la Regla de santa Clara de 1253, aunque con las diferencias propias de la diversa jurisdicción.

Además de estas cuatro ramificaciones principales, existen otras, con estatutos propios. Citamos las principales:

- Clarisas sacramentinas, o sea, clarisas del Santísimo Sacramento o de la Adoración perpetua. Fueron fundadas en la diócesis de Troyes en 1854, en base a la Regla de Urbano IV.

- Clarisas redentoristas, bajo la jurisdicción minorítica, con cuatro monasterios.

- Clarisas de la Divina Providencia. Instituto fundado en Gracia (Barcelona) por la madre Teresa Arguyol del Sagrado Corazón. La primera comunidad fue erigida canónicamente el 24 de marzo de 1849, en la Primera Regla de santa Clara y tuvo un rápido florecimiento. Se dedican a la enseñanza y poseen una fisonomía distinta de la del resto de la Orden.

- Clarisas farnesianas. La venerable María Francisca Farnese (1593-1651) fundó en Albano, con Constituciones redactadas por ella misma y aprobadas por Urbano VIII el 13 de julio de 1638, una rama, llamada precisamente farnesiana, reformando el monasterio de Santa María de los Ángeles de Palestrina y fundando los monasterios de Santa María de las Gracias de Farnese y de la Santísima Concepción de Roma y de Albano. La reforma farnesiana no se difundió por otros lugares. Sus Constituciones son una «declaración» espiritual de la regla urbaniana y gravitan en torno a la pobreza de espíritu.

Afines a las clarisas y tradicionalmente agregadas a las mismas:

- Franciscanas concepcionistas. El instituto de la Concepción de la bienaventurada Virgen María, fundado en 1484 por santa Beatriz de Silva y aprobado en 1489 con la bula Inter innumera, fue incorporado en 1494 a las clarisas con la bula Ex supernae. Desde el 17 de septiembre de 1911 tiene una Regla propia, Ad statutum prosperum, afín a la de santa Clara y que somete la Orden a la obediencia minorítica.

Aunque poseen una fisonomía particular que las distingue de las clarisas propiamente dichas, las concepcionistas han sido consideradas tradicionalmente hasta el día de hoy como parte de la familia, con la característica de desarrollar el carisma mariano inherente a la vocación de Clara.

- Franciscanas anunciatas. La Orden de la Anunciata, fundada por Juana de Valois († 1501), que se ha apoyado con frecuencia en las clarisas por estar sometida a la obediencia minorítica, no ha tenido nunca, a diferencia de las concepcionistas, la Regla de santa Clara. La Regla de las anunciatas, escrita por el beato Gabriel-María, franciscano, fue aprobada por León X en 1517.

San Damián, Coro de Santa Clara

ESTRUCTURA EVANGÉLICA DE LA ORDEN

Fundada y guiada por Francisco, la Orden sigue una línea simple, la única cuya sencillez es tal que se vierte en las profundidades de Dios: la línea cristiana del Evangelio. La Orden aspira, en efecto, a la comunión con Dios mediante la pobreza integral y la caridad de la comunión fraterna, que no son dos elementos elegidos arbitrariamente entre los muchos que posee el Evangelio, sino las condiciones esenciales reveladas de la «sequela Christi», el «seguimiento de Cristo», de la vida perfectamente filial y fraterna, en una palabra, de la vida cristiana.

¿Cómo sabremos lo que nos exige y aconseja nuestra participación en la vida intra-trinitaria que nos ha sido injertada por el bautismo? Sólo el Hijo de Dios nos lo ha mostrado con la vida que Él vivió y que la Iglesia interpreta...».[19]

Esta forma de vida evangélica, cristiana, vivida por el Hijo e injertada en cada uno de nosotros, pues por el bautismo hemos sido introducidos en su misma vida, y que no se reduce en modo alguno a una serie escogida de preceptos y consejos, que sólo podrían esquematizarla pero nunca agotarla, se desenvuelve en una línea de kénosis, de vaciamiento del propio «yo» mediante la autodonación (cf Flp 2,5-9), en vistas a la koinonía, a la comunión de vida, en Jesús, con el Padre y con los hermanos, indisolublemente unidos como en Jn 17,21: «Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros».

«Tener los mismo sentimientos de Cristo Jesús», es decir, dar en la diana, en pleno centro del mensaje evangélico vivido por Cristo, significa descubrir el dinamismo del binomio kénosis-koinonía. De hecho, leemos:

«Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo: El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó...» (Flp 2,5-9).

La glorificación con que Cristo es elevado al Padre en su gloria de Kyrios mediante el acontecimiento pascual (resurrección-ascensión), no es sino la contrapartida de su anonadamiento total, que lo abaja en una kénosis insondable desde la naturaleza divina hasta la humana, y desde ésta a la humillación del «siervo de Yahvéh».

Aquí está resumido todo el mensaje evangélico -preceptos y consejos- en una trayectoria de Kénosis, de autovaciamiento, de cesión de privilegios, de abajamiento hasta la medida inalcanzable de Cristo, trayectoria a la que corresponde, en contrapartida, la comunión con el Padre y con los hermanos, hasta la medida inalcanzable de Cristo. La formulación más simple, que incluye los dos términos en uno, tal vez la tengamos en Mt 5,3: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino...».

En esta perspectiva dinámica del mensaje evangélico, de kénosis-koinonía, de autovaciamiento con miras a la realización del Reino, la distinción entre «preceptos» y «consejos» sólo es diversidad de impulso según la medida del don recibido.

«Es, pues, completamente claro que todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad... Una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, y obedientes a la voz del Padre, adorándole en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, a fin de merecer ser hechos partícipes de su gloria» (LG 40b.41a).

Está más que claro. Efectivamente, la filiación divina, que se logra con la incorporación a Cristo por la fe y el bautismo, y que hace que todos los cristianos sean, por adopción, lo que Cristo es por naturaleza, por una parte los sumerge en Cristo (Eís Christón, Rom 6,3), revistiéndolos de Él («todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo», Gál 3,27); por otra, los compromete a todos a «revestirse» continuamente de Cristo (Rom 13,14), viviendo la vida nueva que Cristo ha inaugurado con su resurrección y que Él da a cada uno al injertarlo en Él por el bautismo (Rom 6,4), de manera que, muertos y sepultados con Él de una vez para siempre (Rom 6,10), renacidos del agua y del Espíritu (Jn 3,5), se revistan de ese mismo Cristo (Rom 13,14) desde que fueron revestidos en el bautismo (Gál 32,27)...

Dicho con otras palabras, todos los cristianos han de recobrar en la libertad esa misma filiación que han recibido como don en el bautismo; revestirse libremente (Rom 13,14) de aquello de lo que fueron revestidos en el bautismo (Gál 3,27), del Señor Jesús, de modo que «con Él sepultados por el bautismo en la muerte... también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6,40), y, muertos con Cristo, vivamos también con Él (Rom 6,8).

La práctica de los llamados «consejos evangélicos» se inserta justo «en el arranque dinámico de la gracia bautismal hacia el perfecto nacimiento del misterio de la filiación adoptiva y de vida íntima con el Padre que define el ser cristiano».[20]

Ella, en efecto, no hace otra cosa que buscar y aplicar los medios que potencian y profundizan la kénosis (vaciamiento), con miras a una mayor apertura a la comunión de vida eclesial y trinitaria, remitiéndose continuamente a Cristo para hallar en Él, en su palabra y en su ejemplo, la indicación más válida para recorrer su camino de anonadamiento y de glorificación expresado en Flp 2,5-9.

No por casualidad la constitución dogmática Lumen gentium cita a Flp 2,7-8 en el pasaje sobre la vocación universal a la santidad, hablando de la vida religiosa, y dice a continuación: «La madre Iglesia se goza de que en su seno se hallen varones y mujeres que siguen más de cerca el anonadamiento del Salvador...» (LG 42d).

La vida religiosa no es sino una vida cristiana que respira en toda su plenitud el misterio del anonadamiento de Cristo. Como Cristo se abajó de la naturaleza de Dios a la del hombre y, en un posterior abajamiento, a la condición de «siervo de Yahvéh», así también la vida religiosa ahonda la kénosis cristiana en un abajamiento progresivo hasta llegar a la condición de «profundísima pobreza» que es obediencia, castidad, minoridad y pobreza material, en una palabra, pobreza integral, kénosis en un ininterrumpido movimiento descendente, y, a la que corresponde paralelamente y en sentido ascendente, la plenitud de comunión con el Padre y con los hermanos, el «Reino» (Mt 5,3) por cuya posesión se vende todo lo que se tiene (Mt 13,44), que está en medio de nosotros (Lc 17,21) y crece como una planta que despliega sin cesar nuevas ramas al sol (Mt 13,32) o como un pan que se dilata fermentado por la levadura (Mt 13,33).

La pobreza integral

Es imposible comprender con profundidad la estructura de la segunda Orden franciscana sin aludir a la concepción de la vida religiosa que acabamos de indicar. El binomio kénosis-koinonía, que constituye el núcleo central del mensaje evangélico, es el núcleo central de la Orden. Sería vano fijar la atención en otros aspectos de tipo monástico o en prácticas ascéticas, si previamente no queda bien determinado este binomio que es el todo para santa Clara, al igual que para san Francisco.

Habituados a un concepto positivo de la pobreza, entendida como una virtud que hay que conquistar y defender positivamente, se nos escapa el verdadero alcance de una expresión como la de altissima paupertas, que es en cierto modo el leitmotiv de la vida de Clara; en cambio, si de la «altísima» pobreza, en el sentido de torre defensiva, pasamos a la humilde, vaciada, «profundísima pobreza», que es una traducción igualmente correcta del término latino «altus», tal vez empiece a entreverse verdaderamente la estructura evangélica de la Orden «menor» querida por san Francisco y santa Clara, y a intuir, en consecuencia, por qué «la forma de vida de las Hermanas Pobres... es ésta: guardar el santo Evangelio» (RCl 1,2) y por qué toda la vida religiosa puede expresarse en el simple binomio «modo de santa unidad y altísima pobreza» (RCl Pról 2b).

La pobreza integral, la «profundísima pobreza» querida y elegida por san Francisco y santa Clara como la «porción» que los «conduce a la tierra de los vivientes» (2 R 6,5; RCl 8,20a), a la Vida, a la comunión con el Padre y con los hermanos en el Hijo, a la gran koinonía de la caridad, es un penetrar directamente en el misterio salvífico de Cristo: hacerse partícipes de su anonadamiento, de la pobreza que Él escogió libremente para enriquecernos con ella (2 Cor 8,9), un morir con Él en su misma muerte de modo que, participando del despojamiento del Crucificado, hechos uno con Él en su muerte-vida, nuestro anonadamiento se convierta también en misterio de salvación para nosotros y extensión de la caridad para la venida de su Reino.

De hecho, como escribe Francisco:

«Este Verbo del Padre... siendo Él sobremanera rico (2 Cor 8,9), quiso, junto con la bienaventurada Virgen, su Madre, escoger en el mundo la pobreza... Y la voluntad de su padre fue que su bendito y glorioso Hijo, a quien nos lo entregó y el cual nació por nuestro bien, se ofreciese a sí mismo como sacrificio y hostia, por medio de su propia sangre, en el altar de la cruz; no para sí mismo, por quien todo fue hecho (cf. Jn 1,3), sino por nuestros pecados, dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas (cf 1 Pe 2,21)» (2CtaF 4-5.11-13). Y en otro lugar: «Yo el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre...» (ÚltVol 1; cf. RCl 6,18).

En los escritos de santa Clara el sentido de la pobreza como participación en el anonadamiento del Crucificado aparece con idéntica evidencia. La vida religiosa, injertada en la gracia bautismal que distingue al cristiano y pendiente, como toda vida cristiana, de la voluntad de Dios expresada en su ley (cf. 2CtaCl), santa Clara la define, citando 2 Cor 8,9; Mt 8,20 y Mt 6,20, como un

«santo servicio nacido del anhelo ardiente de imitar al Pobre Crucificado, que sufrió por todos nosotros el suplicio de la cruz... ¡Oh pobreza santa, por la cual, quienes la poseen y desean, Dios les promete el reino de los cielos...! ¡Oh, piadosa pobreza, a la que se dignó abrazar con predilección el Señor Jesucristo, el que gobernaba y gobierna cielo y tierra, y lo que es más, lo dijo y fue hecho! En efecto, las zorras -dice el mismo Cristo- tienen sus madrigueras, y las aves del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza (Mt 8,20)... Pues si un Señor tan grande y de tal calidad, encarnándose en el seno de la Virgen, quiso aparecer en este mundo como un hombre despreciado, necesitado y pobre, para que los hombres pobrísimos e indigentes, con gran necesidad de alimento celeste, se hicieran en él ricos por la posesión del Reino (2 Cor 8,9), alegraos vos y saltad de júbilo, colmada de alegría espiritual y de inmenso gozo. Vos al preferir el desprecio del siglo a los honores, la pobreza a las riquezas temporales, y guardar cuidadosamente los tesoros en el cielo y no en la tierra, allí donde ni la herrumbre los corroe, ni los ladrones los descubren y roban (Mt 6,20), os habéis asegurado una recompensa copiosísima en los cielos...» (1CtaCl 2-3).

«Míralo hecho despreciable por ti, y síguelo, hecho tú despreciable por Él en este mundo. ¡Oh reina nobilísima!, observa, considera, contempla con el anhelo de imitarle, a tu Esposo, el más bello entre los hijos de los hombres, hecho por tu salvación el más vil de los varones: despreciado, golpeado, azotado de mil formas en todo su cuerpo, muriendo entre las atroces angustias de la cruz. Porque, si sufres con Él, reinarás con Él... si mueres con Él en la cruz de la tribulación, poseerás con Él las moradas eternas...» (2CtaCl 2b).

Es evidente, puesto que en otro lugar llama a la vida religiosa «seguimiento de las huellas de Jesucristo pobre y humilde» (3CtaCl 2a), que la imitación de Cristo no es una mera reproducción externa de la forma de vida que vivió el Hijo en este mundo; implica también captar en profundidad lo que subraya san Pablo cuando escribe que, bautizados en la muerte de Cristo (Rom 6,3), sepultados con Él (Rom 6,4), debemos revestirnos de Cristo (Rom 13,14) para participar de su vida de resucitado, pues somos «herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con Él, para ser también con Él glorificados» (Rom 8,17).

«Si sufres con Él -explica efectivamente Clara-, reinarás con Él... si mueres con Él en la cruz de la tribulación... tu nombre será inscrito en el libro de la vida... Y así obtendrás para siempre, por los siglos de los siglos, la gloria del reino celestial» (2CtaCl 2b).

El binomio evangélico pobreza-reino, muerte-vida, kénosis-koinonía es el que en santa Clara, como en san Francisco, perfila, da alma y, a la vez, abarca todo el concepto de vida religiosa, plenitud de la vida cristiana: como Cristo, una cruz por el Reino.

Sólo bajo esta luz se entiende plenamente la imitación de Cristo. En los escritos de Francisco hay un pasaje que ilumina la profundidad con que él entiende el «estar muertos y sepultados con Cristo». Se halla en el Saludo a las virtudes:

«Nadie hay absolutamente en el mundo entero que pueda poseer a una de vosotras si antes no muere (a él mismo)» (SalVir 5).

Es como si dijera: ¿De qué serviría proponerse como modelo las virtudes y la vida de Cristo, si no se penetra en su muerte, vaciándose uno en su kénosis?

La segunda Orden apresa esta esencia evangélica en el mensaje de Francisco y de Clara, y la revive a lo largo de los siglos. Para comprender cuál es el resorte que impulsa a la pobreza, baste con leer el comentario de la beata Eustoquia (1434-1485) a Flp 2,5-9, citado por Jacoba Pillicino:

«Acercándose el tiempo de la Pasión y leyendo el capítulo que empieza: "Fratres, hoc enim sentite in vobis quod et in Christo Jesu" ("Hermanos, Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo"), decía: ¿Qué sentís vosotras en Cristo Jesús? Y, exponiendo estas palabras de muchas amarguísimas y amorosísimas maneras, decía: ¡Humillado y herido por nosotros! Sólo veo en Él inmenso bochorno y oprobios, y Jesucristo me parece completamente lleno de pena y de amargura...».[21]

Pero, como un «resorte» justamente, esta pobreza pone en marcha un movimiento que no se agota en la simple imitación, sino que, participando en el misterio salvífico de Cristo, impulsa dinámicamente a la segunda parte del binomio, a la «tierra de los vivientes», a la comunidad de vida:

«Quien no quiera caminar con Cristo por la vía dolorosa, no podrá gozar con Él en la patria gozosa. Acudid pues, hermanas mías, a la cruz, donde Cristo murió. Y toda adversidad os sea gozó y la pena consuelo, pues sufriendo os haréis consortes del bendito Jesús crucificado. Y por caridad, dulces hermanas, os suplico que tengáis a bien sobrellevar hasta la muerte vuestras enfermedades con mansa y suave paciencia, para poder así gloriaros con Cristo en la vida bienaventurada».[22]

El hecho de haber entendido la vida religiosa simplemente como un vivir, con la mayor profundidad posible, la vida cristiana, evangélica, la vida de seguimiento de Cristo en su anonadamiento (pobreza) mediante la comunión de la caridad, tuvo y tiene consecuencias incalculables en la vida de santa Clara y, por tanto, de toda su Orden.

La más evidente en este momento postconciliar es la siguiente: «seguir la regla suprema, el Evangelio» (PC 2a), vivir profundamente la vida del Cuerpo místico de Cristo (PC 2b) y «mantener el espíritu y las intenciones propias de los fundadores» (PC 2c) son una misma realidad.

Expliquémoslo mejor. En noviembre de 1964, una sugerencia presentada por las religiosas auditoras a la comisión conciliar encargada del decreto Perfectae caritatis, propuso la siguiente definición sintética y clara: «La renovación presupone una búsqueda de lo esencial que hay que salvaguardar o reencontrar: gira en torno a dos polos, cuyo eje es el Evangelio: el espíritu de los fundadores y la actual búsqueda de la Iglesia. Descuidar uno u otro induce a caer en el error».[23]

Para la segunda Orden franciscana, estructurada únicamente en tomo al Evangelio, el eje y los polos están perfectamente fusionados en un sólo punto evangélico que exhala el dinamismo del misterio de la Redención de Cristo en toda su extensión: la redención llevada a cabo, actuante en todo momento y proyectada a su perfección en la Jerusalén celeste. En la medida en que el Espíritu permite a la Iglesia una penetración cada vez más profunda en la «inescrutable riqueza de Cristo», en «el Misterio escondido desde siglos en Dios» (Ef 3,8-9), es decir, en el anonadamiento salvífico de Cristo y en la consiguiente glorificación en la comunión de Vida trinitaria, va sumergiéndose también, de una parte, la «minoritas» franciscana, la «profundísima pobreza» de santa Clara, que no está fijada en una medida determinada y de una vez para siempre, sino que, con la Iglesia, más aún, como «Iglesia» que es, permanece en tensión para penetrar con profundidad cada vez mayor en el Espíritu, en el anonadamiento de Cristo; y, por otra parte, se amplia cada vez más el horizonte de la «jornada eterna» de la vida divina, en la que, por su función contemplativa, la Orden de las clarisas respira, en Cristo, como un pulmón destinado a distribuir aire a la Iglesia entera.

Una segunda consecuencia de la visión evangélica simple y lineal de Clara, comprendida igualmente en el binomio pobreza-reino, kénosis-koinonía, vaciamiento-común de caridad, y que puede prestarse a equívocos cuando se habla de la espiritualidad de la segunda Orden franciscana es la siguiente: al hablar santa Clara de pobreza a ejemplo de Cristo, lo ha dicho ya todo. Su insistencia, su continuo volver a la contemplación de Cristo pobre para exhortar a seguir sus pasos, su valiente defensa del valor de la pobreza, parecerían confirmar la idea de que no le importaba ningún otro valor.

Y así era. Pero, en realidad, en labios de santa Clara el término «pobreza» tiene tal amplitud y profundidad de significado que equivale a una kénosis en toda línea, a vaciamiento total, a la parte negativa de la caridad don de Dios, al vacío que hay que hacer para acoger ese don que es el mismo Dios. Es capacidad de Dios. Corresponde, en cierto modo, a la «nada» de san Juan de la Cruz. De hecho, en ambas espiritualidades la «pobreza» y la «nada» traducen el «exinanivit» de Cristo (Flp 2,7), el anonadamiento de la cruz. La diferencia radica en que Francisco, con los ojos de san Mateo y de san Lucas, la contempla y ve encarnada en el cuerpo desnudo de un hombre pendiente de la cruz, en tanto que el doctor místico, siguiendo las huellas de san Juan, penetra en el espíritu de Cristo «aniquilado y resuelto como en nada... Ad nihilum redactus sum et nescivi (Sal 72,22)».[24]

La misma pobreza evangélica, en su gama infinita y con todas las variaciones de sus matices, desde camino ascético de despojamiento hasta condición para poseer el Reino, es «pobreza» para santa Clara: no, por tanto, prerrogativa de quien posee diez, o cinco o uno, sino de quien, mediante la renuncia a las riquezas que atan y dificultan el acceso al Reino (Lc 18,24) y mediante la renuncia al mismo deseo de poseer tesoros en la tierra, que la herrumbre corroe (Mt 6,19) y que atan el corazón (Lc 12,34), y mediante el abandono de «casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos y campos» por el Reino (Mt 10,29) y de toda codicia (Lc 12,15), llega a la condición de Cristo «manso y humilde de corazón» (Mt 11,29) -que tiene el corazón del pobre, esto es, según estos términos cercanos en el antiguo Testamento- llega a la pobreza suma en la que el inocente perseguido repite moribundo en la cruz la desolada invocación del Salmo 21,1: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

De la pobreza a la caridad

«El reino de los cielos se compromete y se da por el Señor sólo a los pobres. En la medida en que se ama algo temporal, se pierde el fruto de la caridad», escribe Clara (1CtaCl 4). Por tanto, remacha santa Coleta, «el Reino de Dios no nos puede faltar si nosotros no faltamos a la santa pobreza».

San Buenaventura explica teológicamente en su obra De perfectione evangelica, con una larga disquisición en la que procura demostrar que la pobreza integral es «el consejo principal y el principio fundamental y fundamento sublime» de la perfección evangélica, que consiste en la caridad.

Consejo principal, porque es el camino abierto a todos los demás consejos, ya que la desapropiación dispone a la mortificación y al renunciamiento de uno mismo en todas las cosas.

Principio fundamental: porque «la perfección de la ciudad de Dios consiste en la caridad y la caridad es perfecta cuando se elimina toda avaricia -de hecho la avaricia es el veneno de la caridad-. Ahora bien, el que abandona todo, de hecho y en la voluntad, se despoja de toda avaricia, raíz de todo mal: de lo que se deduce que la raíz y el principio de la perfección es la altísima pobreza».

Y, por último, fundamento sublime, elevado, porque el tesoro del pobre está en la Jerusalén celeste (Mt 19,21; Mc 10,21; Lc 18,22). Ahora bien, si en la vida activa la gracia dispone a la Jerusalén celeste, en la contemplación eleva hasta ella, y esta «sursumactio» está infinitamente facilitada en quien, habiendo renunciado a todas las cosas, está ya con el corazón donde tiene su tesoro: en el Reino de la caridad al que lo atrae y en el que lo introduce la contemplación.

El lenguaje neotestamentario es infinitamente simple. Se trata de revestirse de Cristo (Rom 13,14), para convertirse -reproducida fielmente la imagen del hijo (Rom 8,29)- en «hijos en el Hijo»:[25] «Dios nos ha dado vida eterna y esta vida está en su Hijo. Quien tiene al Hijo, tiene la vida» (1 Jn 5,11-12). Así pues, la filiación adoptiva es una participación en la filiación del «Hijo único» del Padre (Jn 1,14), del «Hijo» del Padre (Gál 4,4). Y siendo así, la participación en la naturaleza divina («partícipes de la naturaleza divina», 2 Pe 1,4), en el Hijo debe llevar también su carácter.

Pues bien, el «carácter» del Hijo, lo que lo distingue como persona en la única naturaleza divina, es el recibir todo del Padre, que es Padre precisamente porque se vierte por entero en el Hijo que todo lo recibe. Hacerse hijo de Dios por participación de la filiación del Hijo debe significar, por tanto, ser pura y esencialmente recepción respecto al Padre. En la actividad amorosa de la emanación trinitaria, ser recepción esencial del Padre equivale a ser reflejo de la esencia paterna «en el seno del Padre» (Jn 1,18), «impronta de su ser» (Heb 1,3); recibir todo como «heredero de todo» (Heb 1,2; Rom 8,17), tener activamente vida en sí «como el Padre tiene vida en sí mismo» (Jn 5,26) y, a la vez, no poder hacer nada por propia cuenta (Jn 5,30), vivir por el Padre (Jn 6,57), perennemente engendrado (Jn 1,14), como la Palabra respecto a Aquel que se manifiesta diciéndola (Jn 14,10), estar sometido a «Aquel que ha sometido a Él todas las cosas» (1 Cor 15,28).

«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino» (Mt 5,3) es la traducción a un lenguaje adaptado a la naturaleza humana de la recepción del Hijo respecto al Padre en la comunión del Espíritu; es el modo de llegar a ser coherederos con Aquel que es el «heredero» por excelencia (Rom 8,27) y nos ha hecho coherederos al hacer pasar nuestra naturaleza -de una vez para siempre, en sí mismo- por la pobreza más integral, muerte completa al Yo humano, a través de un bautismo en el que todos hemos sido bautizados: «Con un bautismo tengo que ser bautizado, y ¡qué angustia hasta que se cumpla!» (Lc 12,50).

De la pobreza evangélica es el Reino (Mt 5,3), comunión en el Espíritu, del mismo modo que del anonadamiento de la naturaleza humana asumida por Cristo es el don del Espíritu a la naturaleza humana (Jn 16,7) y así como a la recepción de la plenitud paterna por parte del hijo corresponde la recíproca comunión de Vida (Jn 5,26).

De aquí deriva la concretez de Cristo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ese la salvará...» (Lc 9,23-24; cf. Mt 16,24). «El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,27). «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna. El que me sirva, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Al que me sirva, el Padre le honrará» (Jn 12,24-26).

En resumen: Quien se hace pobre en mi seguimiento -con una pobreza que llega hasta el «vacío» de la autorrenuncia- recibe la Vida, del mismo modo que la naturaleza humana, al morir en mí, ha asumido la Vida para siempre; y donde yo estoy, en el seno del Padre, allí estará también él, honrado -en mí- por el Padre con la plenitud de la filiación divina, exuberancia de la Vida que el Padre me comunica y desde mí brota y se difunde, como una fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna (Jn 4,1).

* * *

En lenguaje franciscano puede decirse que el sumo Bien, que por naturaleza es sumamente autodifusivo y que por ello se difunde eternamente al máximo, por naturaleza y por voluntad, en el Verbo y en el Don,[26] plenitud exuberante de caridad, se vierte y trasvasa difundiéndose dondequiera que la experiencia de la pobreza, de la minoridad que se abaja, del vaciamiento proveniente de la renunciación, convierten al alma en campo abierto al gozoso brotar del don de la plenitud fontal del Padre: «Como el agua se recoge en los valles, así también se recoge la gracia del Espíritu Santo en los humildes; y así como el agua cuanto más desciende, más rápida corre, así también quien procede con humildad, de todo corazón, más se avecina a Dios impetrándole su gracia».[27]

Ésta fue la experiencia de san Francisco, de santa Clara, de la beata Ángela de Varano, de Valeria Campanazzi, de Isabel Gherzi, de Isabel Fornari, de Angeles Sorazu, por citar sólo algunos nombres de la segunda Orden. Pero no se trata de experiencias aisladas. El festivo manar del sumo Bien, que desborda y rebosa como una fuente que brota eternamente y se derrama rociando el alma pobre, vacía de sí, es como un temblor que pasa y mueve continuamente la corriente espiritual franciscana, desde san Francisco, con su insistente contemplar -frente a la propia pobreza- el Bien, el sumo Bien, el Bien total, que inflama «a los hombres para amar, porque tú, Señor, eres el amor; habitando en ellos y colmándolos para gozar» (ParPN 2), hasta la beata Martinengo (1687-1737), que escribe: «Santo, santo, santo es nuestro Dios, y es infinitamente liberal y amantísimo Padre; lleva en el pecho un corazón todo amor; y si no encuentra obstáculos de pecados, ni de pasiones no mortificadas ni de defectos voluntarios en las almas con Él desposadas... fluye de inmediato en su seno y como fluminis impetus laetificat civitatem Dei».[28]

«El misterio de la pobreza pretende, en definitiva, dejar paso libre al Espíritu del Señor, para que pueda posesionarse plenamente del hombre... La propia negación es obra de la gracia y se traduce en liberación del hombre de sí mismo y en disponibilidad creciente respecto a Dios. Pero, repetimos, esto no puede ser fruto de las propias fuerzas. Es necesario que el Espíritu del Señor lo llene de su presencia y establezca en él su morada».[29]

El Espíritu es el «pater pauperum», el padre de los pobres, interviene para «colmar de bienes a los hambrientos» (Lc 1,53), para «enaltecer a los humildes» (Lc 1,52), para «levantar del polvo al desvalido y alzar de la basura al pobre, para sentarlo con los príncipes, los príncipes de su pueblo» (Sal 113,7-8).

«No debemos ser sabios y prudentes según la carne, sino, más bien, sencillos, humildes y puros. Y hagamos de nuestros cuerpos objeto de oprobio y desprecio, porque todos por nuestra culpa somos miserables y podridos, hediondos y gusanos, como dice el Señor por el profeta: "Soy gusano y no hombre, oprobio de los hombres y abyección de la plebe". Nunca debemos desear estar sobre otros, sino, más bien, debemos ser siervos y estar sujetos a toda humana criatura por Dios. Y sobre todos aquellos y aquellas que cumplan estas cosas y perseveren hasta el fin se posará el Espíritu del Señor y hará en ellos habitación y morada. Y serán hijos del Padre celestial, cuyas obras realizan. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo. Somos esposos cuando el alma fiel se une, por el Espíritu Santo a Jesucristo. Y hermanos somos cuando cumplimos la voluntad del Padre, que está en el cielo; madres, cuando lo llevamos en el corazón y en nuestro cuerpo por una conciencia pura y sincera; lo damos a luz por las obras santas, que deben ser luz para ejemplo de otros» (2CtaF 45-53).

El tema de la «morada» del Espíritu Santo en el hombre despojado de sí mismo, consciente de su propia nulidad -una inhabitación que no es estática, sino que transforma paulatina pero progresivamente a todo miembro de Cristo en hijo adoptivo del Padre, hasta llegar a la plenitud de la edad madura de Cristo, Hijo único y primogénito, y al derecho de recibir con Él, en Él la herencia- pasa de san Francisco a la segunda Orden, donde prende y florece, hallando el terreno más adecuado en su condición «umbratilis», en su función contemplativa, que le hace vivir con toda su plenitud la realidad del Reino, comunión de caridad.

Es una nueva vida que empieza y se desarrolla bajo la acción de Cristo y de su Espíritu:

«Esta acción continua de Jesús y de su Espíritu en nuestras almas nos hace salir poco a poco de nosotras mismas y entrar en Jesús. Nos despoja de nosotras mismas para vestirnos de Cristo... La vida de la gracia se convierte como en una segunda naturaleza para nosotras».

El Reino de Dios, comunión de caridad

«Pues es clarísimo que, por la gracia de Dios, la más noble de sus criaturas, el alma del hombre fiel, es mayor que el cielo: los cielos, con las demás criaturas, no pueden abarcar a su Creador; pero el alma fiel -y sola ella- viene a ser su morada y asiento, y se hace tan sólo en virtud de la caridad, de la que carecen los impíos. Así lo afirma la misma Verdad: "Quien me ama, será amado por mi Padre, y yo lo amaré, y vendremos a él, y moraremos en él". La gloriosa Virgen de las vírgenes lo llevó materialmente: tú, siguiendo sus huellas, principalmente las de la humildad y la pobreza, puedes llevarlo espiritualmente siempre, fuera de toda duda, en tu cuerpo casto y virginal; de ese modo contienes en ti a quien te contiene a ti y a los seres todos, y posees con Él el bien más seguro, en comparación con las demás posesiones, tan pasajeras, de este mundo» (3CtaCl 21-26).

La concepción de san Juan: vida eterna, Reino de Dios, como realidad ya en acto para quienes por la fe («el alma fiel») y el nacimiento por el agua y el Espíritu («por la gracia de Dios», «en virtud de al caridad») han creído en el Hijo (Jn 1, 12; 3, 36; 5, 24. 38. 44. 46. 47; 6, 29. 30. 35. 40. 47. 64. 69, etc.), le abre también a santa Clara la primera dimensión del Reino de Dios, una dimensión vertical, por emplear una terminología corriente: la apertura a la «morada» de Dios en nosotros y a su intimidad, la injertación de la vida de la persona en la vida de Cristo, viviendo en comunión con Él, y, con Él y en Él, penetrar en la vida de relación personal con el Padre en la intimidad trinitaria (1 Jn 4,15-16).

Se trata de un doble tránsito: desde el momento en que se empieza a participar de la gracia de la redención, hasta la fruición -a través del único y mismo soplo vital que alienta a Jesús y al bautizado- de una única vida, en la que el fiel y Cristo son un solo ser con el rostro del Hijo y alcanzar, en Cristo, la comunión íntima de vida con el Padre. Lo que acontece es, por tanto, una Pascua: un tránsito a Cristo, mediante su imitación, que abre paulatina y progresivamente a su Espíritu; el tránsito, con Cristo, puerta del redil, al día eterno de la Vida divina, la Pascua eterna consumada perennemente en el Hijo.

Cristo, que es la «vida» de esta comunión de caridad, puesto que se realiza en Él (Jn 14,6), es también el camino para llegar a la misma, un camino que conoce las angustias de la kénosis del Hijo del hombre, un camino que se abaja y desciende con él, siguiendo sus pasos, el anonadamiento de la pobreza integral, pero que, con Él y en Él, asciende también a la vida:

«El Hijo de Dios se ha hecho para nosotros camino... Estrecho es el camino y estrecha la senda; y angosta es la puerta por la que se va a la vida y por la que se introduce en ella... Por consiguiente, si hemos entrado por la vía del Señor, cuidémonos de no apartarnos jamás de la misma» (TestCl 1.11a-b). En el Reino de Dios se entra «por el camino arduo y la puerta estrecha» (1CtaCl 4). «Con el espíritu de una gran humildad y de una caridad ardorosísima, has seguido las huellas de Aquel que merecidamente te ha tomado por esposa... Con andar apresurado, con paso ligero, sin que tropiecen tus pies ni aun se te pegue el polvo del camino, recorre la senda de la felicidad» (2CtaCl 2. 3). «Suspirando de amor, y forzada por la violencia del anhelo de tu corazón, exclama en alta voz: "¡Atráeme! ¡Correremos a tu zaga al olor de tus perfumes, oh Esposo celestial! Correré y no desfalleceré hasta que me introduzcas en la bodega"» (4CtaCl 5)... «Así experimentarás también tú lo que experimentan los amigos al saborear la dulzura escondida que el mismo Dios ha reservado desde el principio para sus amadores» (3CtaCl 3).

Sólo la tercera Carta de santa Clara a santa Inés, que es una explicación de la dimensión horizontal de la comunión de caridad, comunión eclesial, comunión con los hermanos en Jesús, deja en la sombra la tensión vertical hacia la plenitud del Reino. Por lo demás, esta tensión de santa Clara es sin ninguna duda la misma del Itinerario bonaventuriano:

«En este tránsito Cristo es el camino y la puerta, la escala y el vehículo, como propiciatorio colocado sobre el arca y sacramento escondido en Dios desde tantos siglos.

»Quien a este propiciatorio mira, convirtiendo a él por entero el rostro, y lo mira suspendido en la cruz con sentimientos de fe, esperanza, caridad y con devota admiración... celebra con Él la pascua, es decir, el tránsito, de suerte que, en virtud de la vara de la cruz, pasa a través del mar Rojo, entrando de Egipto en el desierto, donde le sea dado gustar el maná escondido y reposar con Cristo en el túmulo cual si estuviera muerto al exterior, pero experimentando, sin embargo, en cuanto es posible en el estado de viador, lo que en la cruz se dijo al ladrón adherido a Cristo: Hoy estarás conmigo en el paraíso».[30]

Comunión con Cristo

Clara con Eucaristía La imitación de Cristo, especialmente de «Jesucristo humilde y pobre» (cf. 3CtaCl 2a), la vida con Cristo, la participación en el misterio de Cristo en su Encarnación y en su Pasión y en la permanencia de su cuerpo resucitado en medio de nosotros en la Eucaristía, arrancan de la apertura del alma a la «morada» inhabitante de Dios y se despliegan, para Clara y para su Orden, en la línea de un simple y constante «estar con Cristo»: comunión vital con Aquel cuyas huellas se siguen y cuyos rasgos se imprimen como un nuevo rostro en el alma, según el don del Espíritu va manando con abundancia cada vez mayor, asociando el alma a Cristo en el único respiro de un único aliento vital.

En otro lugar hemos escrito que la simplicidad franciscana de Clara capta inmediatamente los dos términos esenciales de la escala ascética, el vaciamiento del ser y el desbordamiento de la caridad, y los unifica en Cristo, viviendo en el cual se convierte en la nueva criatura que ya no hace distinción entre las virtudes negativas y las virtudes positivas, esos dos términos expresados en la palabra de Pablo: «Si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis» (Rom 8,13); sólo contempla «un espejo clavado al leño de la cruz, y en el que hay que mirarse para adornar el propio rostro» (cf. 4CtaCl 3-5).

En efecto, para santa Clara y para las clarisas Cristo es todo, y no porque la Orden no esté también proyectada teocéntricamente al Padre, o no experimente místicamente el abrazo recíproco del Padre y del Hijo en el espirar de la tercera Persona, lo cual sería simplemente absurdo, porque quien vive en Cristo no puede menos que remontarse con Él al principio fontal que lo genera. Quien es realmente cristocéntrico está también, como Cristo, abierto a la vida íntima con el Padre, en la recíproca y libre apertura personal del Espíritu; su cristocentrismo se basa sobre la relación personal trinitaria, en caso contrario poco o nada tendría que ver con Cristo, teocéntrico por naturaleza...

Pero para Clara y su Orden, Cristo lo es todo en el sentido de que «la mayor felicidad (consiste ante todo) en estar siempre con Cristo», como afirma santa Catalina de Bolonia,[31] y vivir su vida; y, tras el tránsito a la jornada eterna en la que introduce Cristo al alma en Él transformada, esta experiencia bienaventurada no desaparece antes, por el contrario, ilumina plenamente la realidad del versículo evangélico: «Aquel día comprenderéis que yo estoy en el Padre y vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14,20) (éste es un versículo clave para comprender la «Vida espiritual» de sor Ángeles Sorazu).

Tal vez la expresión más exacta y más completa para indicar la espiritualidad de la segunda Orden sea la de «teocentrismo en Cristo», no olvidando nunca el en Cristo, aun cuando, en el Espíritu, el proceso transformativo identifica y dilata al alma en la libertad de la tercera persona. La percepción clara de esta inserción «en Cristo», hace posible que la segunda Orden franciscana, como luego veremos, esté empapada de una experiencia vivificante que no aparece tan destacada en otras espiritualidades. Nos referimos a la experiencia de la perenne generación y del continuo refluir del alma, en la maravillosa y fecunda respiración del Amor, desde la fuente y hasta la fuente que es el Padre: «ad locum unde exeunt, flumina revertuntur», «los ríos regresan a la fuente de donde brotan», explicará con gran lógica la beata María Magdalena Martinengo,[32] y la venerable sor Clara Isabel Fornari deducirá un principio general: «omnem exitum propter reditum fieri», «toda salida es para regresar».[33]

El mismo don de la caridad de Dios que, desde el desbordamiento del Padre, Clara recibe con abundancia y que es tanto más abundante cuanto mayor es el vaciamiento de la minoridad, tiene siempre el rostro de Cristo: es Cristo que vive realmente en ella, que desciende a su seno como el niño en María (cf. 3CtaCl 4), haciéndola madre, además de «hermana y esposa del Hijo del altísimo Padre y de la Virgen gloriosa» (cf. 1CtaCl 3b). Y no se cansa de repetir con otras palabras, reafirmando la encarnación espiritual del Verbo en el alma que lo acoge humildemente, lo que ya había dicho la Carta a Diogneto y, a través de la enseñanza de Orígenes, Gregorio de Nisa, Agustín, llega a las inefables «visitas del Verbo» en san Bernardo, al contacto con el Amado que se hace presente a la esposa y «penetra, toca, conmueve, embriaga de alegría» en la fruición de la comunicación con la vida de Dios.[34] Casi contemporáneamente a Clara, en Flandes, Hadevikch, y poco después Gerardo Appelmans, reviven a su modo esta misma experiencia de la efusión paterna que engendra al Verbo en el fondo del alma.[35] La zona en la que viven los místicos está exenta de posibles diferencias de tiempo o lugar.

La vida de santa Clara y de las clarisas es una vida que se consume en Cristo y por Cristo, en la oración y en la acción. La oración y la acción no son sino dos vasos comunicantes, que comunican con Cristo y a Cristo en la pobreza y en la caridad. Pero no queremos repetir lo que ya hemos dicho en otro lugar. Aunque sí conviene, tal vez, advertir lo que no dijimos entonces, a saber, que las «devociones» franciscanas a los misterios de Belén, el Calvario y la Eucaristía para Clara no son una «devoción» propiamente dicha -a menos que se entienda este término en su sentido etimológico pleno-, sino, lo que es distinto, «comunión». Es decir, haciéndose «uno» con Cristo, Clara revive en Él, con Él, todo su misterio, en el nacimiento y en la muerte; no mira desde fuera, no se dedica a cultivar sólo unos aspectos particulares de la vida de Cristo, como tributando un continuo homenaje al niño reclinado en el pesebre o a la majestad de un Dios elevado sobre la cruz. Ese Niño, Cristo, que yace en el pesebre es el mismo que se lleva en el «cuerpo casto y virginal», como le escribe a Inés de Praga (3CtaCl 4b), y que se alumbra, como dice san Francisco, «por las obras santas» de una vida evangélica (cf 1CtaF 1,10; 2CtaF 53); del mismo modo, como el cuerpo compaciente de Clara es el mismo que pende de la cruz para entrar con Él, en Él, en la Pascua eterna «transformada en imagen de su divinidad» (3CtaCl 3).

Quitar del corazón de la Orden esta comunión con Cristo y restringirla a una simple devoción a Belén y al Calvario, salvo, repetimos, que se dé al término «devoción» su sentido pleno de «apertura de persona a persona»,[36] y que equivale, por tanto, a comunión recíproca, será quitarle el alma a la Orden, vaciarla. Belén y el Calvario, en efecto, no son como dos clavos de los que se cuelga la vida de piedad de la Orden, sino el inicio y el desenvolvimiento del misterio pascual que vive toda alma verdaderamente cristiana y que santa Clara, siguiendo las huellas de san Francisco, considera en su perspectiva real: el abajamiento del Verbo divino en la pobreza propia del hombre, la elevación del amor al amor que es Dios, a través del camino de la cruz. Pero hay que vivir con Cristo todo el trayecto, desde la kénosis a la koinonía, ha de recorrerse con Él todo el camino, desde el vaciamiento del ser hasta el desbordar de la caridad, hasta la comunión. Y ese camino es, una vez más, Cristo, su Evangelio. Por eso, recorrer ese camino -imitar a Cristo- ya es por sí mismo «comulgar», entrar en comunión con Él, asumir y recibir su rostro en la unidad.

Según se avanza en la imitación, en efecto, se vive cada vez más su misma vida, se estrecha la comunión recíproca, pues se está penetrando cada vez más por su mismo Espíritu vital.

Para santa Clara, esta primera dimensión del Reino es también la primera dimensión para el cristiano: una vida llena de comunión con Cristo y que se realiza día a día, imitándole, vaciándose a su imagen «humilde y pobre», para acoger su Espíritu, que re-crea a cada ser con rostro de Cristo. Es el «Reino del Hijo de su amor» en el que penetramos una vez hemos sido «librados del poder de las tinieblas» (Col 1,13), el Reino en el que entra «el que cumpla la voluntad del Padre» (Mt 7,21) y «todo el que cumpla la voluntad el Padre celestial, ése es hermano, hermana y madre» de Cristo (Mt 12,50). Y es también introducción, por Cristo, en la intimidad de la vida de amor del mismo Dios, un entrar a formar parte de la familia de Dios, entrar en relación personal con cada una de las tres divinas Personas: relación de filiación con el Padre, de consagración con el Espíritu Santo, de identificación mística con Cristo.

«Yo les he dado a conocer tu Nombre -dice Jesús- y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos» (Jn 17,26).

Comunión trinitaria en Cristo

El razonamiento podría hacerse más difícil cuando, siguiendo la dimensión vertical, la línea precipitara en «un universo más profundo de "morada"; en efecto, Jesús, en quien permanecemos y que habita en nosotros... permanece y mora en el Padre, y el Padre en Él... El Padre conoce al Hijo y el Hijo conoce al Padre (Jn 6,48; 7,29; 8,55; 10,15); el Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre (Jn 17,23-26; 3,35; 14,30; 15,9); el Padre glorifica al Hijo y el Hijo al Padre (Jn 12,20-28; 13, 13,31-32; 17,1-5). Ahora bien, cuando el fiel penetra en el Hijo para permanecer en él, es introducido a la vez en la morada trascendente del Padre y del Hijo con toda su sed de Vida... En sus relaciones personales una profunda comunión de Vida une al Padre y al Hijo».[37]

Pero la función contemplativa de la segunda Orden franciscana, que la compromete a «pasar la vida "pasando" a la Vida de Dios», le permite atestiguar de diversos modos esta experiencia de paso, «pascual» a la morada trascendente del Padre y del Hijo; y estos testimonios trazan una perspectiva que facilita mucho la tarea de quien no se propone ofrecer un catálogo de fenómenos místicos ni un inventario siguiendo los grados de oración, sino sólo una mirada rápida a la intimidad divina tal como aparece a los ojos de las monjas que en la mayoría de los casos no han estudiado teología, pero que han penetrado, con esa fuerza de penetración que posee el amor, en «la alta luz que de por sí es verdadera».[38]

Lo cierto es que casi todas las clarisas de quienes ofrecemos textos -con las debidas excepciones- han estudiado mucho, mucho más que en los manuales de teología, en un libro «cuyas páginas -a decir de sor María Magdalena Martinengo- eran de oro purísimo, y resplandecían más que el sol. Eran tres páginas, pero unidas de manera que parecían una sola, y tanto brillaba una sola cuanto las tres juntas. En ellas estaba escrito, no con tinta, sino esculpido en oro: Unidad y Trinidad divina». Este libro es -como dice en otro lugar- el Verbo increado y encarnado.[39]

A veces las mismas monjas se asombran de la repentina penetración en los misterios y buscan una justificación a este fenómeno:

«Estas mujeres... no tienen libros, ni comodidad de estudios, ni maestros; por eso Dios se hace su maestro y su libro. ¡Feliz escuela! Sólo con mirar al Maestro se aprende ciencia perfecta... Pues la ciencia que nos enseña Jesucristo, por quien llegaremos al Reino del cielo, es la ciencia verdadera...».[40]

Otras veces se amparan en el Dador:

«Muchas veces me he dicho a mí misma: me admiro de que Dios me haya dado tanta gracia, que estoy segura de que no soy digna de ella, y que no la haya dado más presto a cualquier predicador o a cualquier otra monja, pues muchas veces en este y en otros monasterios son más dignas que yo. Y siempre se me ha respondido en espíritu: "Dios te ha dado esta gracia a ti, para confundir a algunos que creen que Dios deba dar las gracias más bien a ellos, pero que son hombres que tienen ciencia...". Y san Agustín dice: "Se levantan los ignorantes y arrebatan el cielo. Mas nosotros nos sumergimos en lo profundo con nuestros conocimientos"».[41]

Pero la explicación es otra: la experiencia mística supera el conocimiento al que puede llegar un entendimiento preparado, del mismo modo que la fruición de la esencia de Dios resulta más beatificante que una indiscutible definición dogmática, son cosas que no se pueden comparar. No se trata, en efecto, de dos conocimientos, aunque sean diversos por claridad y por grado.[42] Si experimentas a Dios, lo que es, es verdad; en tal caso, no podrías hablar de un simple conocer, sino de ser, y este ser es verdad en sí mismo. Por eso, un sólo momento de experiencia de lo que es verdadero -ontología y lógica juntas y fusionadas- da una posesión de la verdad que no puede dar ningún conocimiento abstracto:

«Cuando el alma ha sido elevada por la divina caridad a la unión con su divina Majestad en un puro, desnudo y simplicísimo acto..., éste basta, aun cuando no hubiese durado más que un breve instante o un abrir y cerrar de ojos. En uno de esos breves momentos se aprende más de lo que podría aprenderse con todos los libros que hablan de Dios y que con todos los teólogos del mundo. Yo no digo haber sido elevada a esta altura, porque no quiero enjuiciarme ni enjuiciar las cosas que me han sucedido; pero, no sé cómo, me encuentro adoctrinada... Tan altamente se siente, aunque no es un sentir; se ve, pero sin ver; se gira, pero no se encuentra nada, aunque es más que un hallazgo. Se saborea la bondad, la belleza, el poder y el saber divino de la más que soberana luz y Ser suprasubstancial del Bien altísimo e increado, que cierra la boca, vuelve estéril la elocuencia, los conceptos se desvanecen y pierden. Incluso los conceptos sobre los divinos atributos caen al fondo, porque no llegan a captar al Uno simplicísimo que es eternamente, que es y no puede dejar de ser lo (que) fue y es en el presente y lo que será en el futuro. ¡Oh, cómo me pierdo en Ti, desmesurada grandeza! ¡Oh majestad inmensa! ¿Quién no te amará?».[43]

Los conceptos, ideas, palabras ya no sirven; pertenecen a otra categoría, a la categoría en que tú conoces, pero sin experimentar en su sustancia lo que se conoce. Están vacías de «ser». En cambio, el mundo nuevo e insospechado en que uno se encuentra -sin encontrarse- es y a la vez es verdadero. Es otra cosa; uno no tiene palabras para expresarlo; simplemente puede decir: es otra cosa, comparada con cualquier explicación expresada con el lenguaje humano. Mientras no habla y la expresa, en efecto, las palabras no transmiten vida, como lo que uno quiere expresar; están descoloridas, pálidas y muertas: vacías. Sólo la Revelación responde a tu intento; pero si encuentras expresado en ella lo que tú mismo quieres decir, esas mismas palabras no dicen casi nada a quien no ha vivido esa misma experiencia, así como tampoco tú las comprendías de ese modo antes de experimentar lo que significan; de manera que, una vez más, sólo pueden servirle a uno, sin ayudarle a hacerse comprender.

Está escrito, por ejemplo, que «el que se une al Señor, se hace un solo espíritu con Él» (1 Cor 6,17).

A quien ha experimentado lo que ellas significan, por ejemplo, sor María Magdalena Martinengo, estas palabras le abren el mundo de la comunicación personal intratrinitaria, en la que el alma, muerta para sí, unida y transformada, es introducida, en el Espíritu, a participar de las relaciones amorosas de la Primera y de la Segunda Persona:

«Oh felicísima adhesión, cuando el alma humilde, muerta realmente a sí misma, dicho adiós al mundo y mediante una mortificación perfecta, se entrega en las manos de Dios..., engrandeciendo a quien tanto se empequeñeció por Él...».[44]

«Dios actúa como Dios... engrandeciendo...»: hacerse un sólo espíritu es, de hecho, abrirse tan ampliamente como la libertad del mismo Espíritu, que se dilata hasta el infinito como recibiendo impreso en sí el claro Rostro en el que el Padre se refleja a sí mismo, y la reenvía al Padre «como una luz reflejada».[45] El alma se transforma en la misma inmensidad que ha alcanzado, se dilata absorbida por la beatitud esencial de:

«Dios tal como es, sin imagen, sin figura, en espíritu y verdad. Esta operación hace que ya no sea yo en mí, sino que tenga -por así decir- un ser divino».[46]

«Aquí permanece el alma inmersa por entero en aquel purísimo Ser que es todo en sí, todo por sí, todo para sí y que es todo sin todos, sin divisiones ni partes, ni crecimiento o sucesión; en una palabra, totalmente, plenamente Él sólo es...».[47]

Pero sucede que en esta «quieta, tranquila, desierta soledad beatísima que es mi Dios»,[48] unidad de reposo esencial, ausencia de modos, eterno presente en el seno paterno, en el que es absorbida en una oscura y clarísima felicidad vivificante, el alma, transformada, experimenta en la unidad y el gozo la fecundidad viviente del Principio, que renueva perennemente en su seno la eterna generación, «abrazando en la propia intimidad una virtud y una fuerza de comunicación infinitamente infinita, como infinita es su inexpresable y divina integridad»;[49] y abraza -en la Unidad en cuanto fecunda- al Padre en el Hijo y al Hijo en el Padre.

Es el encuentro amoroso, trino y uno, del cual el alma, en el espirar de la Tercera Persona, se convierte en campo fecundo que recibe en todo instante la eterna generación, y a la vez es engendrada ella misma en el Hijo y en el Hijo retorna activamente a su principio fontal:

«Como el Hijo nace del Padre y refluye en el Padre, así también el alma es engendrada por el Padre en el Hijo y refluye con el Hijo en el Padre y se vuelve una sola cosa con su unidad; y el Espíritu Santo se derrama y permanece en el alma. El Padre dice a esta alma: Te he engendrado hoy por el Hijo en mi Hijo...».[50]

En esta circumincesión en la que el alma «vive y espira y goza y reposa... y participa en grado elevadísimo del amor que se tienen recíprocamente la Primera y la Segunda Persona de la Trinidad, cuya presencia siente en el Espíritu divino»,[51] «el dulcísimo Jesús conduce y reconduce, dirige y hace refluir al alma al corazón del Padre».[52]

Pero el alma no sabe «de donde viene ni a donde va el Espíritu» (Jn 3,8); fluye y refluye voluntariamente desde un insondable abismo sin fondo de simplicidad en una perenne oleada fecunda y la penetra fruitivamente haciéndola campo abierto al abrazo recíproco del Generante y del Engendrado, apertura de comunión recíproca y a la vez la impulsa, en la corriente anhelante del Amor, hacia el fondo de un Océano inmenso que retrocede según se va avanzando. Entonces «entiende no entender»;[53] y la oscuridad que circunda la fuente vital que brota eternamente es la felicidad más dichosa en la que pueda perderse un espíritu amante. Aquí el Dios «todo en todo» (1 Cor 15,28), que alegra como un río de vida su ciudad santificada (Sal 45,5), es silencio lleno de tinieblas, donde la nada queda cegada:

«La nada es nada en sí; escondida en Dios, es Dios por participación, transformación y deificación... ya no subsiste en sí, porque es nada; se anula en Dios como una gota de agua en medio del mar. Me entendéis... en Él vivimos, nos movemos y somos. Estas cosas son inexplicables».[54]

Pero aquí la nada es también «todos»; y, vivificada y movida y quieta en la trina fecunda unidad de la esencia, en que todas las cosas «como llegadas a su centro»,[55] Jerusalén, la esposa, aparece en toda su belleza unida indisolublemente al Cordero, como Él está indisolublemente unido al Padre:

«Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros...: no se puede progresar más; el Hijo divino pide a su eterno Padre que nos una, transforme y deifique de tal manera en sí mismo, como Él, las Tres divinas Personas están unidas en unidad de esencia... ahí ya no hay unión, sino unidad de esencia; no digo, sin embargo, que se pierda la esencia del alma; pero ésta tiene tan sutil similitud con Dios que no se llama similitud, sino unidad de espíritu, siendo la criatura con Dios un solo Espíritu... aquí no entra la inteligencia humana, todo pasa a la divina».[56]

En la unidad del Espíritu, la comunión de Vida con el Padre en Jesús aparece también como comunión de Vida con los hermanos en Jesús (Jn 17,21), iluminando desde dentro y dando pleno sentido a la fraternidad, que acopla comunitariamente a la Orden fundada por santa Clara a ejemplo y bajo la guía de san Francisco.

Comunión fraterna y eclesial

A través de la comunión intratrinitaria está claro que lo que hace a una comunidad no es determinado número de personas ni una legislación común ni la participación en actos que suponen la presencia de varias personas: estos elementos, en todo caso, atestiguan la comunión recíproca a la que se ha llegado y son, a la vez, medios para lograrla, pero que no la constituyen. Lo que hace a una comunidad, en cambio, es la intensidad con que se vive el mismo Espíritu de Cristo, que acopla los miembros desunidos que son las distintas personas formando un sólo Cuerpo, que vive una sola vida.

«La Santísima Trinidad os revela la unión, la fuerza de la unión, las condiciones de la unión. Os pido que os améis y permanezcáis unidos no en el sentimiento, sino en la realidad: así podéis ayudaros unos a otros a recibir mi Espíritu -escribe, como escuchando una voz interior, sor María de la Trinidad-. Y mi Espíritu, el Espíritu Santo, hace todo lo demás... Él es quien os inspira mis sentimientos, mis deseos... Hay una unión exterior; me agrada ver que la observáis en vuestras ceremonias y en vuestras acciones comunitarias. Pero ella no es más que el reflejo de la unión interior...».[57]

Cristo está «en medio de ellos» no sólo a título personal: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy en medio de ellos» (Mt 18,20); pero -realidad incluida en este mismo versículo-: «el Reino de Dios ya está entre vosotros» (Lc 17,20); conforme aumenta el elemento de cohesión interna, la caridad, el vínculo de comunión con el Espíritu, que transforma en Cristo, el Reino de Dios -Cristo mismo- se realiza, en indivisible unión con el ágape divino.

Por eso, los dos mandamientos son uno solo (Lc 10,27), o el segundo es semejante al primero (Mt 22,39): exactamente del mismo modo que puedo decir que la comunión de caridad que vincula a la Jerusalén celeste con el Hijo y a éstos con el Padre, es la misma que une a los miembros del Cuerpo eclesial: son una sola cosa; y puedo también decir que la comunión eclesial es semejante -como el reflejo del sol en un espejo visible a los ojos humanos- a la comunión intratrinitaria.

No basta con juntarse para hacer «comunión»; para ello es preciso juntarse en el Espíritu. Entonces se es «uno en Cristo Jesús» (Gál 3,28), pues se respira su mismo aliento vital que da testimonio de que todos nosotros hemos recibido la filiación divina (Rom 8,16), gritando «¡Abba, Padre!» (Gál 4,6).

Mírese de donde se mire, la comunión fraterna, dimensión horizontal del Reino, es y aparece siempre como unión con el ágape divino, meta de la perfección evangélica.

Por eso, podría sorprender el leer que «la comunidad de Jerusalén -realización paradigmática de la comunión evangélica- no es el arquetipo de la fraternidad» franciscana,[58] que se manifiesta precisamente como simple seguimiento de la palabra evangélica...

Pero la expresión es justa en el sentido de que Francisco no tolera intermediarios entre él y el Evangelio; no toma como modelo a la comunidad que está en la base de la vida de perfección organizada en la Iglesia, como tampoco quiere que le menten «regla alguna, ni de san Benito, ni de san Agustín, ni de san Bernardo, ni otro camino o forma de vida fuera de aquella que el Señor misericordiosamente me mostró y me dio» (EP 68b).

En cambio, va directamente a los fundamentos evangélicos sobre los que se basaba la comunidad de Jerusalén, reunida en torno a la fracción del pan, empapada de oración, en la que todos los que poseían bienes los vendían y ponían el importe al servicio de los más necesitados (Hch 3,42ss) y en la que la «multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo lo tenían en común» (Hch 4,32). Pero aunque Francisco prescinde de ese modelo y va directamente a la palabra del Señor, el fruto no puede ser más sorprendente: en 1216, ya en sus inicios, la fraternidad franciscana -de ambos sexos- le parece a Jacobo de Vitry ser una realización perfecta de la Iglesia primitiva, hasta tal punto que llega a aplicarle citas literales del libro de los Hechos...

Estas observaciones predichas eran necesarias para comprender la diferencia existente entre la Orden de las clarisas y otras órdenes consagradas también a la contemplación y que han brotado y crecido en la cepa monástica.

La Orden de santa Clara se distingue de la tradición monástica -al nacer «la pequeña grey» de San Damián era sobre todo benedictina- no sólo por la renuncia a las posesiones materiales en común además de en particular, sino por una diferencia mucho más esencial y de la cual la carencia de posesiones materiales es sólo el aspecto más vistoso, a saber: santa Clara no se propone organizar un instituto o un género de vida para vivir la perfección evangélica, que es lo que dio origen a la institución monástica. Va derecha, por contra, a la esencia evangélica, pobreza total para hacerse «uno» con su Cristo en el amor, y la vive con otras hermanas.

De ello se sigue, no como medio para vivir el Evangelio, sino como fruto del seguimiento del Evangelio tomado a la letra, una comunidad de «hermanas» (66 veces usa santa Clara en la Regla este término, que acentúa la «sororidad», paralela a la «fraternidad» de Francisco; nunca lo sustituye con «monialis», monja), que viven «en unidad de espíritu» su común vocación de «servir al Señor en suma pobreza» (RCl Pról 13).

Se apoya así en la altísima pobreza -como un fruto del Espíritu común- la «fraternidad, dada por Cristo a los hombres: Él «lleva en sí la fraternidad de los hombres, su comunión con el Padre y entre ellos».[59] Y conforme cada una de las hermanas va uniéndose a Cristo, se cimienta el vínculo de la fraternidad recíproca, así como, a su vez, la unión de la caridad recíproca aumenta en cada una de ellas el don del Espíritu.

Esto es lo que quiere decir santa Clara cuando afirma que «el modo de santa unión» (RCl Pról 16) permitiendo a las hermanas cultivar «recíprocamente la unión de la mutua caridad, que es el vínculo de perfección» (RCl 10,7), las inmerge siempre más, a través del oleaje de la caridad, en la comunión con Dios, en su dimensión vertical y horizontal:

«Y amándoos mutuamente con la caridad de Cristo, mostrad exteriormente por las obras el amor que interiormente os alienta, a fin de que, estimuladas las hermanas con este ejemplo, crezcan siempre en el amor de Dios y en la caridad recíproca» (TestCl 59).

El «amor que tenéis en el corazón», el Espíritu infundido en el Bautismo, de la misma manera que hace al alma morada y mansión del Hijo y del Padre, así también reúne el «pequeño rebaño» en la Iglesia espaciosa:

«Yo le dije -¿cómo se debe amar? -Respondió: -Como os enseña la Sagrada Escritura. Poned atención en los santos evangelios y epístolas: "Este es mi mandamiento, que os améis unos a otros, como yo os he amado". Quien ama al prójimo, ama a Dios y quien ama a Dios, ama al prójimo. Todas las almas han salido del pecho de Dios y por tanto todas son hermanas en Cristo; y así es necesario gozar del bien y dolerse del mal, y amar a Dios y al prójimo sin ningún miramiento...»,[60]

y a la vez, lo junta y lo reúne con los otros miembros del «inefable Cuerpo del Señor», donde cada uno obra el bien y es «cooperadora del mismo Dios y sostenedora de los miembros vacilantes» (3CtaCl 8):

«Esta grey son todos los fieles cristianos, los cuales son miembros de Cristo. Y así cuando tenemos enfermo un miembro del cuerpo, los otros le ayudan, así debemos hacer entre nosotros prestándonos mutuamente ayuda espiritual y temporal según la necesidad... Y, haciendo esto, estaremos, a la vez, unidos en caridad en un Cuerpo en Cristo y al final seremos herederos del cielo de la misma manera que hemos estado unidos en esta vida para gozar del bien y condolernos del mal».[61]

Esta es la verdadera comunidad para santa Clara y para su Orden: el «modo de santa unión», la comunión fraterna de una «pequeña grey» en la más amplia comunión del «inefable cuerpo del Señor»; grey «que el Padre engendró por medio de la palabra y el ejemplo del bienaventurado Francisco, para imitar la pobreza y humildad de su Hijo y de la gloriosa Virgen María su Madre» (TestCl 46).

No se trata más que de testimoniar a Cristo pobre y humilde en la unión de caridad recíproca, que es vínculo de perfección. Es un programa extremadamente sencillo, pero que -si es vivido con integridad y rectitud- consigue inmediatamente el fin evangélico y eclesial: vivir y manifestar a Cristo, el Reino ya presente entre los hombres.

Para vivir este programa no sirve -más aún, no se tolera- una abadía con un vasto terreno alrededor y con rentas que puedan subvenir a las necesidades de una comunidad que debe atender, lo más decorosamente posible al Opus Dei y a un vasto complejo de prácticas monásticas; sirve sólo una comunión de personas que aspiren a la humildad y a la pobreza del Señor, en el cual consigan el lazo común fraterno, que, derramándose como caridad de cada uno, reúna la entera comunidad en un Cuerpo con los rasgos de Cristo.

Por ello, este «pequeño rebaño», lo mismo que el Hijo del hombre, no tiene y no quiere tener mansión permanente aquí en la tierra (RCl 6); camina como «peregrino y forastero en este mundo, sirviendo al Señor en pobreza y humildad» (RCl 8,2), aspirando al día en que «su vida gloriosa hará felices a todos los ciudadanos de la Jerusalén celestial (4CtaCl 13).

Pero sucede que, precisamente en la medida en que vive su programa evangélico y se une en la comunión de Vida con el Padre y con los hermanos, aun no cesando de estar en una constante tensión escatológica hacia la «plenitud de Aquel que llena todo en todos» (Ef 1,23), el rebaño tiene la suerte, «transformándose a imagen del Hijo» (3CtaCl 13), de realizar ya aquí la Pascua, el ingreso en la comunión de la Iglesia triunfante. De hecho:

«Después que le han seguido en la carrera de su vida mortal durante un período relativamente largo y han procurado asimilarse sus divinas virtudes, en cuanto sufre la humana flaqueza, Jesús, el Buen Pastor, se constituye puerta de sus ovejas para introducirlas en el palacio de la contemplación de su naturaleza divina, asociarlas a su vida gloriosa y apacentarlas con los sabrosos e inefables pastos de las perfecciones divinas...».[62]

Se delinea la función contemplativa que la Orden de las clarisas, estrictamente claustral desde sus orígenes, desarrolla en el seno de la Iglesia y para la Iglesia entera, en la familia franciscana.

LA FUNCIÓN CONTEMPLATIVA

FD Marqués En el Vaticano II la contemplación es definida como «adhesión a Dios de espíritu y de corazón» (PC 5): «...la contemplación, por la que se unen a Dios de mente y corazón...».

Es decir, un tender hacia Dios, que permite una mirada de inteligencia y un movimiento del amor; un conocimiento en el que todo el ser en sentido bíblico («mente y corazón») está empeñado profundamente hasta adherirse a Dios, hasta entrar en comunión de Vida con Él.

Se trata de una noción dinámica, de movimiento hacia Dios, y, a la vez, de una noción que compone el movimiento en la unidad de la comunión alcanzada: «por la que se unen...».

Es una definición muy sencilla: pero su sencillez comprende y, a la vez, es el punto de llegada de toda la experiencia y enseñanza de la Iglesia en el curso de los siglos. En la tradición de la Iglesia, contemplación designa de hecho una cierta actitud de la inteligencia humana, fortalecida por la fe, para poderse elevar, no mediante sus solas fuerzas, sino con la ayuda y en el movimiento mismo del Espíritu Santo, del plano del conocimiento natural a un conocimiento y experiencia tan ligada a la caridad, en su mismo acto, que san Juan de la Cruz define: «ciencia de amor, la cual, como habremos dicho, es noticia infusa de Dios amorosa, y que juntamente va ilustrando y enamorando al alma, hasta subirla de grado en grado a Dios su Criador. Porque sólo el amor es el que une y junta al alma con Dios».[63]

Cuando santa Clara usa el término «contemplación», lo usa precisamente en una acepción bivalente, más cercana a la del documento conciliar que a cualquier otra, que prevé un movimiento activo, una «mirada» del alma hasta la adhesión amorosa, y una experiencia receptiva en la comunión alcanzada:

«Fija tu mente en el espejo de la eternidad, fija tu alma en el esplendor de la gloria, fija tu corazón en la figura de la divina sustancia, y transfórmate toda entera, por la contemplación, en imagen de su divinidad. Así experimentarás también tú lo que experimentan los amigos al saborear la dulzura escondida que el mismo Dios ha reservado desde el principio para sus amadores» (3CtaCl 12-14).

La cuarta Carta a santa Inés, que puede ser considerada como texto relativo a la contemplación de santa Clara, se mueve continuamente entre estas dos acepciones y, a la vez, las compone: contemplación es una mirada del alma y del corazón hacia el objeto amado, hasta quedar embebidos por su mismo amor y «adhiriéndose a Él con todas las fibras del alma», ser introducidos esponsalmente (sacro connubio) en la «celda embriagadora» donde la esposa es pasiva bajo la acción del Esposo (4CtaCl). Tanto la mirada amorosa inicial como la experiencia receptiva en que culmina, son para santa Clara sencillamente «contemplación».

* * *

Toda vida cristiana, en cuanto ordenada a la posesión de Dios, es fundamentalmente contemplativa. El «revestirse de Cristo», el conseguir la filiación «en el Hijo», presupone también el ser arrastrados por Él a la contemplación del Padre.

«Todos los hombres están llamados a esta unión con Cristo, que es la luz del mundo, del cual venimos, por el cual vivimos, al cual tendemos» (LG 3). «Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a Él con todo su ser en la comunión eterna de una vida divina inalterable» (GS 18). Más aún, «la razón más alta de la dignidad del hombre consiste en su vocación a la comunión con Dios» (GS 19), «tanto que el esfuerzo de fijar en Él la mirada y el corazón, que llamamos contemplación, se convierte en el acto más elevado y más pleno del espíritu, el acto que aún hoy puede y debe jerarquizar la inmensa pirámide de la actividad humana».[64]

En la cumbre de la pirámide de los valores humanos está pues el acto de la contemplación. Y precisamente él, que da una jerarquía a toda la actividad humana, es el acto más sencillo y más pobre de todos los que existen. Su transcendencia aumenta incluso en proporción de su pobreza y sencillez: porque consiste en hacerse «capacidad de Dios»: "soli Deo vacare" (PC 7). Su transcendencia máxima está donde cesa la acepción del término como movimiento y entra la de contemplación como adhesión, comunión.

Si todos los cristianos son llamados a adherirse a Dios con todo su ser, no todos, en cambio, más aún, muy pocos, son llamados a escoger como su parte esta acción más limitada, la más pobre en el seno de la Iglesia, para simplificar al máximo el movimiento de la Iglesia misma hacia Dios.

En ellos, en estos «pobres», efectivamente, la Iglesia, que se adorna con la variedad de funciones de su pueblo (LG 13), se simplifica al máximo, para llevar a término ya desde aquí y ahora la Pascua, el paso en la comunión de Vida, en la tierra prometida, que Cristo como «precursor» ha abierto (Heb 6,20) a su esposa la mañana de Pascua. En ellos la Iglesia se mueve, tiende y, sin cesar de ser peregrina, realiza en cierto modo aquí y ahora (cf. Ef 1,14) la historia de la salvación.

En la pobreza de la contemplación, efectivamente, se cumple ya para la esposa la promesa que Yavéh hizo a su pueblo, liberándolo de la esclavitud de Egipto: en la pobreza de la contemplación la Iglesia, tras Cristo resucitado, entra en la comunión de Vida, que concluye la historia de la salvación; entra en los pingües prados sobre los altos montes de Israel (Ez 34,11), donde «viviréis y os haré reposar» (Ez 37,14). Y precisamente en la medida en que la Iglesia se adhiere a Dios y se une con Cristo Señor en la comunión de Vida, en esta misma medida se realiza en ella la efusión del Espíritu, que animará los huesos secos (Ez 37,1-14), que hará del pueblo un solo pueblo con un solo pastor (Ez 37,23-24), donde «todos, desde el más pequeño al más grande me conocerán: oráculo de Yavéh» (Jer 31,14): hasta que, tras Cristo glorioso, «que ha inaugurado para nosotros una vía de acceso al santuario» (Heb 10,19-20), la historia de la salvación se concluya en la plena efusión del Espíritu, plenitud de comunión vital, nueva Alianza eterna (Jer 31,31), donde Dios será todo en todos (1 Cor 15,28).

La mirada de la Iglesia y la inclinación de su amor, que es «contemplación» para el Vaticano II y que es el alma de toda la Lumen Gentium (tanto que es imposible limitarse a simples citas), es, en último análisis, donde se hace «adhesión», «comunión», el punto de convergencia en que desembocan y se identifican en su cima el misterio pascual, la historia de la salvación, la realización de la Palabra; y esta cima, comunión de Vida con el Padre en Jesús, es, a la vez, también la fuente de donde brota, como de un manantial vivo, el origen de unión de los hombres entre sí (LG 7 y 13): más aún, es ella misma comunión de los hombres entre sí, en Cristo Señor, por medio del Espíritu (Jn 17,21). En ella tiene su semilla toda comunión humana y de ella saca vida toda acción apostólica (PC 6).

Está claro, por tanto, que no existe y no puede existir ninguna antinomia entre «vida contemplativa» y «vida activa», como si fuesen dos conceptos opuestos uno a otro; el Concilio ha superado y evitado cuidadosamente esta terminología excesivamente estática. Ellas, más bien, idénticas en su raíz, en parte convergen y se complementan: y gustosamente los documentos conciliares se detienen en subrayar la complementariedad de la acción y de la contemplación y la necesidad de que, dentro de ciertos límites, coincidan (cf. PC 1, 5, 6 y 8).

Pero coincidir no es identificarse. Y los arroyuelos que encanalan la gracia no son el vacío entre las piedras donde se abre camino el fontanar. La actividad más limitada y más humilde, la más sencilla y más pobre que exista y que mira por su naturaleza a hacerse pura pobreza es la que está desarrollada en la Iglesia por los Institutos enteramente consagrados a la contemplación: «"soli Deo vacare": "atender a solo Dios"» (PC 7). Pero la expresión latina "vacare", intraducible, reclama mucho mejor que el castellano la idea de "vacío" -que es apertura al Espíritu- hecho a la vez de «soledad, de silencio, de oración continua y dura penitencia» (PC 7), y sin embargo, no se corresponde a alguna de estas prerrogativas suyas, pero que las simplifica todas al grado máximo de la pobreza. En él la Iglesia vive las palabras de Oseas: «He aquí que yo la atraeré, la conduciré al desierto y le hablaré al corazón» (Os 2,16).

Ser llamados a vivir en este «vacío», para alcanzar en sencillez de corazón la comunión con Dios en nombre de la Iglesia, es tener una vocación contemplativa.

* * *

Santa Clara, que «por el deseo de servir al solo Señor en pobreza voluntaria» («soli Domino in paupertate voluntaria famulari desiderans», BulCan 5) se encierra consumando su vida en la soledad de un claustro («in angusto solitudinis reclusorio», BulCan 4), en el silencio («silebat Clara» BulCan 3), en continua oración («orationibus assidue dedita, in his praecipue diurna et nocturna tempora expendebat», BulCan 12) y estricta penitencia («poenitentium abatissa... arcem arctae abstinentiae fabricavit», BulCan 9), escoge directamente para sí y para las que se encaminan tras sus pasos, precisamente la acción más limitada y simple, pero también la más fecunda en la Iglesia: intenta hacerse directamente «uno» con Cristo, para prestar en Él un servicio perfecto a Dios en nombre y provecho del Cristo total.

En vano buscaremos en su Regla -formulado con la claridad de las Cartas a santa Inés- el ideal orientado a la contemplación, más allá de la frase compleja: «seguir las huellas del mismo Cristo y de su santísima Madre y elegisteis vivir encerradas y servir al Señor en suma pobreza para daros a Él con plena libertad de espíritu» (RCl Pról 13).

Por muy extraño que pueda parecer, la vida de oración en la Regla de santa Clara está expresada con las mismas palabras -ni una más- que regulan la vida de oración en la Regla bulada de los Menores. Pero precisamente tal identidad de normas -junto con la clausura en que santa Clara desea vivir-, al ofrecer una luz particular sobre la complementariedad de la vocación de Francisco y Clara, ilumina también la función de la II Orden franciscana, nacida y crecida junto a la I Orden para vivir juntamente con ella a Cristo entero.

San Francisco no es sólo hombre de acción: en él la oración crece lozana estrechamente unida a la acción: su vida es activa y contemplativa a la vez. Así ocurre también con santa Clara: la contemplación no se separa de la acción, sino que florece entre las acciones diarias y el duro trabajo cotidiano. La diferencia entre la vocación de san Francisco y la de Clara no es pues una discrepancia, como dos caminos que se bifurcan a partir de un punto común y uno se dirige a la acción y el otro a la contemplación. En ellos, por el contrario, contemplación y acción se viven juntamente, como están en Cristo, al que uno y otra están llamados a imitar.

Pero lo que en Cristo está fundido en unidad, no puede serlo igualmente en ninguna otra criatura humana. Él, perfecto revelador del Padre, habla a los hombres viviendo en medio de ellos, como uno de ellos, en las casas, en las sinagogas, en las plazas; su actividad, «revelación de Dios», es precisamente manifestación a los hombres de la divinidad que Él encarna. Pero junto a tal manifestación, subsiste paralela en Cristo una perfecta intimidad de vida divina: Él no se separa nunca del seno del Padre, tanto que el coloquio con Él, un coloquio íntimo y directo, se transparenta y aflora en cada palabra suya humana.

Ahora bien, ningún hombre como Él puede dedicarse al mismo tiempo a una y otra función, activa y contemplativa, que en Cristo son una sola, sin perjudicar a una de las dos. Lo que no puede hacer un hombre solo, puede hacerlo en cambio mediante la ayuda («adiutorium») natural que Dios le ha puesto cerca. La función de Clara es precisamente la de integrar la imitación de Cristo perseguida por Francisco, proporcionando al carisma franciscano, junto al Cristo revelador del Padre, el Cristo que vive perpetuamente la intimidad divina intratrinitaria.

Pero el argumento merece ser examinado en sí mismo, encuadrando la segunda Orden en la familia franciscana.

Precisamente la función contemplativa, que la Orden de las clarisas lleva a término en la Iglesia, nos ha permitido sondear de alguna manera el universo profundo de «morada» que, a través de Cristo, abre de par en par las relaciones ad intra de la Trinidad. En esa profundísima morada, en el seno del Padre, la Iglesia entera, mediante la contemplación de una «pequeña grey», se remonta a su origen vital, reencontrando en altos pastos fecundos las hierbas sabrosas y nutrientes que difunden por todo el Cuerpo la linfa vital del Espíritu. En tal misión, a saber, ser «vivero» del pueblo cristiano, está uno de los servicios -tal vez el más escondido- que una Orden contemplativa pueda ofrecer al pueblo de Dios: incrementarlo con una misteriosa fecundidad apostólica (PC 7).

AL SERVICIO DE LA IGLESIA Y DEL MUNDO

Un grupo de monjes contemplativos escribió en un mensaje al Sínodo de los obispos, en septiembre de 1967, que: «El contemplativo que por vocación se ha retirado a este desierto espiritual, tiene la impresión de haberse establecido en los orígenes mismos de la Iglesia: su experiencia no le parece esotérica, sino típica de toda experiencia cristiana».[65]

Si la vocación contemplativa, que implica, al menos en su formulación canónica, una separación del mundo, parece excluir al monje y a la monja de una determinada esfera física, en cambio les inserta, más que materialmente, en el corazón mismo de la iglesia, en el corazón de toda criatura humana, más aún, donde exista alguien que, ansioso de sed o abrasado por el deseo de un infinito que huye de ser aprehendido, se pone en un «cara a cara» con el absoluto, que descubre por una parte la pobre desnudez humana y por otra abre las fecundas irradiaciones del Espíritu.

La vocación contemplativa implica, antes que cualquier otra cosa, antes incluso que una alabanza de las perfecciones del Padre, esto precisamente: una desnuda pobreza que, asimilada a Cristo redentor, reciba para toda la Iglesia el Espíritu vivificante que se derrama desde el manantial paterno y se difunde en la Iglesia entera y desde ella a todo el universo.

Sí, los monasterios contemplativos son la voz de al Iglesia que «ofrece a Dios un excelente sacrificio de alabanza» (PC 7); pero sólo a condición de que, antes incluso de explicar tal función sacerdotal (en movimiento ascendente), sean la Iglesia pobre, que se abre de par en par en una infinita desnudez, la de Cristo mismo en la cruz, para recibir la vida del Espíritu en beneficio de todos. Esta es la «misteriosa fecundidad apostólica» de los monasterios contemplativos, de que habla el Vaticano II (PC 7), destinada a incidir profundamente en la vida y marcha de la Iglesia misma y que -siempre según el Vaticano II (PC 7)- hace de los monasterios un «vivero» del pueblo cristiano. El latín «seminaria», mucho más que el castellano, evoca la idea de semilla («semen»), el germen de la vida, con todo su dinamismo potente: tarea de los monasterios contemplativos es recibir la semilla de la Vida y difundirla en el Pueblo de Dios.[66] Su puesto no está en la periferia de la Iglesia, sino que está en el plano vital de la Iglesia misma, como lo está el abrazarse íntimamente con Cristo para dilatar sus miembros en la mayor efusión del Espíritu.

«Ahora bien, cuanto más fervientemente los religiosos se unen a Cristo... tanto más feraz se hace la vida de la Iglesia y más vigorosamente se fecunda su apostolado» (PC 1): tanto que todos los religiosos se deben esforzar «antes que nada... en alimentar la vida escondida con Cristo en Dios (cf. Col 3,3), donde fluye y se urge el amor al prójimo, para la salvación del mundo y la edificación de la Iglesia» (PC 6).

La meditación que la Iglesia ha hecho sobre sí misma en el Vaticano II, reconociéndose «al mismo tiempo humana y divina, visible, pero dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación» (SC 2), ha dictado palabras de profunda estima para los Institutos enteramente consagrados a la contemplación: «Mantienen un puesto eminente en el Cuerpo místico... ofrecen, en efecto, a Dios un eximio sacrificio de alabanza, ilustran al pueblo de Dios con ubérrimos frutos de santidad, lo mueven con su ejemplo y lo dilatan con misteriosa fecundidad apostólica. Así son honor de la Iglesia y hontanar de gracias celestes» (PC 7). Se trata de una diversa redacción de las palabras de la Ecclesiam suam: «La vida interior se pone entonces como el gran hontanar de la espiritualidad de la Iglesia, como su modo propio de recibir las inspiraciones del Espíritu de Cristo»; lo que hace necesaria una «dedicación generosa a la oración contemplativa».

Pero tales alabanzas, en el contexto entero del Vaticano II, no son una exaltación incondicional de este género de vida: están proporcionadas al servicio que este tipo de vida presta efectivamente al pueblo de Dios, en la medida en que toda una Orden y cada monasterio individual responden a la llamada de ser «vivero del pueblo cristiano».

Redescubrir el servicio de las clarisas en favor de la Iglesia y del mundo es entrar de nuevo en el corazón contemplativo de la Orden.

Cuanto más se estrecha la comunión con Cristo, cuanto más se hace una monja una sola cosa con Él -nuevo Adán vivificado por el Espíritu, vigor de Dios y su vivificante santidad- tanto más ayuda a la Iglesia y al mundo, porque la fecundidad de Dios mismo, santa y santificante potencia divina, pasa a ella-Iglesia, a través de Cristo Señor, y por medio de ella se difunde a la entera unión eclesial.

Esto es el primer servicio, el más. escondido y profundo, que permanece verdaderamente a la sombra («Umbratilis»): una mediación silenciosa entre el Espíritu de Cristo y su Iglesia; estar en el corazón de la Iglesia, o mejor, ser el corazón de la Iglesia, donde Dios derrama su amor a través del Cuerpo de Cristo resucitado, manantial de la Vida del Espíritu.

Los medios para llevarlo a cabo son muy simples y son los que ya hemos visto: el esfuerzo constante de asimilación, de coparticipación en la extrema pobreza y soledad y obediencia de cruz de un hombre-Dios, que, muriendo, ha dado a luz a la Iglesia y se ha tomado entre sus brazos el mundo, comunicándole, en la muerte, su vida.

Soledad, silencio, oración, penitencia y podemos añadir todo el complejo ascético que constituye el «desierto», son otros tantos medios de asimilación a la muerte de Cristo, por la cual el contemplativo llega, en nombre y para toda la Iglesia, en El y por El, a la vida vivida en el seno del Padre: «Vosotros estáis muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3).

«Ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer», escribe san Pablo a los gálatas (Gál 3,28). Añadimos: no hay claustro amurallado, ni tierras, ni pueblos lejanos y desconocidos: para el contemplativo sólo hay amor, el agapé de Dios que se derrama sobre el hombre y lo recupera en la misericordia, reconquistándolo a su intimidad, sin diferencias de raza, de nación, de tiempo, de lugar, sino en todas partes y siempre. En esta unidad de la caridad divina, toda ansia y angustia, toda culpa y turbación de la entera humanidad es asumida por el alma contemplativa, como por la de Cristo en su agonía, y sublimada en una acción sacerdotal que continúa aquí en la tierra el sacerdocio de Cristo en su movimiento descendente de redención; y como para Cristo, así también para el contemplativo, sacerdote y víctima se convierten en una unidad, en una Misa sin nombre; acción ministerial y santificación individual se corresponden y se identifican.

María, la Madre del Señor, es el modelo sublime: «Nos hallamos ante el caso más excelso de redención activa y pasiva... Se trata del acontecimiento singularísimo en que una afortunada criatura -asistida y rodeada por la gracia- acoge esta misma gracia para sí y para los demás, de manera que la aceptación de la misma a título personal viene a constituir la salvación para otros; sin decir además que la aceptación, la colaboración en la salvación ajena es precisamente el acto con que la gracia viene acogida a título personal, de manera que servicio ministerial y santidad individual se funden hasta convertirse en un único elemento».[67]

Para un contemplativo, la santidad personal corresponde a su grado de santificación de la Iglesia y del mundo y recíprocamente, porque su acción es una inserción directamente corredentora, como la de María, en el sacerdocio redentor de Cristo.

* * *

Una vez que se está convencido de que «los ríos de agua viva no cesarán de actuar en la Iglesia para fecundar este mundo humanamente admirable, pero es desde el seno de la vida contemplativa desde donde brota esta fuente hasta la vida eterna, -y que- la misión de las contemplativas es la de mantener la abundancia de esta fuente»,[68] se nos abre la amplia perspectiva sobre el campo apostólico de la vida contemplativa: «Los Institutos de vida contemplativa tienen importancia máxima en la conversión de las almas con sus oraciones, obras de penitencia y tribulaciones, porque es Dios quien, por la oración, envía obreros a su mies, abre las almas de los no cristianos para escuchar el Evangelio y fecunda la palabra de salvación en sus corazones» (Ad Gentes 40).

En otras palabras: «Sea el que sea el nuevo campo de trabajo en el que el apostolado de la Iglesia se ha de desenvolver, eso no significa otra cosa que revestir de nueva forma la realidad inmutable de la contemplación evangélica... La influencia ejercida sobre los otros proviene no tanto de la perfección de las técnicas usadas cuanto de la percepción de los otros del misterio de la presencia divina en el apóstol».[69]

En efecto, cuando el contacto con Dios es real y genuino, corresponde siempre a una apertura al prójimo, tan amplia cuanto las manos abiertas de Cristo en la cruz:

«Sabemos que Cristo bendito fue puesto en la cruz con los brazos abiertos para abrazar a todos los que quieren ir a él, orando y pidiendo por todos nosotros con tanta ansiedad de amor, como nos enseña la Sagrada Escritura; así quiere que nosotros estemos con los brazos abiertos, extendiendo la caridad sobre el prójimo con gran amor, y pedir a Dios con oraciones para la salvación de las almas...»,[70]

apertura que no implica un contacto externo, sino una irradiación desde el interior del cuerpo eclesial:

«Vosotras, clarisas mías, actuad por medio de actos internos: Dios solo los ve. Es la acción más real, la que genera la acción externa; esa es la que es, la que perdura para la eternidad».[71]

Es un tipo de diakonía que presupone y exige que un alma sea antes «cuenco que canal... esto es, que contenga la gracia... antes de haberla derramado a otros», como escribe la beata Camila Bautista de Varano.[72]

Pero una vez que se verifican las condiciones necesarias, el servicio es un brotar de agua viva desde todas las junturas de la Iglesia, un burbujear de Vida siempre renovada, un poner a disposición del apostolado activo reservas inagotables, infalibles. Y haría falta tocar toda la temática bíblica del agua viva, que los profetas anunciaron (Is 44,3ss; 49,10; Ez 36,25, etc.) y de la cual Jesús se proclamó fuente (Jn 7,88), para comprender plenamente lo que pobres palabras humanas no siempre logran expresar:

«Empezó a llover sobre mí con gran violencia un aguacero de agua, que parecía querer caerse el cielo; y esta agua caía toda sobre mí, y junto con el agua sonaba una voz que repetía muchas veces: "¿Quieres más? ¿Quieres más?". Y yo estaba toda absorta y me estaba embebiendo plenamente de esta agua infinita... Y por la plenitud de esta agua salían de mi alma torrentes y estos torrentes se expandían por la Iglesia. Y cuando la voz me decía: "¿Quieres más? ¿Quieres más?", comprendía ver cumplido todo cuanto yo había deseado y pedido».[73]

Por este riego de agua, que desde el seno de Cristo se difunde en el Cuerpo eclesial, mediante un servicio pobre y escondido, una monja se convierte en «madre para los pecadores, hermana de los misioneros, coadyuvadora de los sacerdotes...».[74]

* * *

Pero la asociación al misterio de Cristo en su función sacerdotal presupone también una fase ascendente: la alabanza perenne al Padre.

La Constitución Sacrosanctum Concilium, retomando a propósito el texto de la Mediator Dei (3,1), amplía la perspectiva a toda la asamblea cristiana, que toda junta, en unión a Cristo Señor, se asocia ya desde aquí en la tierra al canto eterno de alabanza de la Jerusalén celestial:

«El Sumo Sacerdote de la nueva y eterna Alianza, Cristo Jesús, al tomar la naturaleza humana, introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se canta perpetuamente en las moradas celestiales. Él mismo une a sí la comunidad entera de los hombres y la asocia al canto de este divino himno de alabanza.

»Porque esta función sacerdotal se prolonga a través de su Iglesia, que sin cesar alaba al Señor e intercede por la salvación de todo el mundo, no sólo celebrando la Eucaristía, sino también de otras maneras, principalmente recitando el Oficio divino... Cuando los sacerdotes y todos aquellos que han sido destinados a esta función por institución de la Iglesia cumplen debidamente ese admirable cántico de alabanza o cuando los fieles oran junto con el sacerdote en la forma establecida, entonces es en verdad la voz de la misma Esposa que habla al Esposo; más aún, es la oración de Cristo con su Cuerpo al Padre.

»Por tanto, todos aquellos que ejercen esta función, por una parte cumplen la obligación de la Iglesia, y por otra participan del altísimo honor de la Esposa de Cristo, ya que, mientras alaban a Dios, están ante su trono en nombre de la madre Iglesia» (SC 83-85).

Es aquí donde se manifiesta el servicio más conocido de una Orden contemplativa: la plegaria oficial de la Iglesia.

Menos conocida es la coloración que tal servicio de alabanza al Padre puede tomar en una orden contemplativa franciscana, donde -con tal de continuar siendo hijos de san Francisco- la propia oración litúrgica debe ser conscientemente cósmica, abrazar en una única comunión, que es la «plenitud de Cristo», a todo ser animado e inanimado, devolviéndole la voz de alabanza al Padre que da sentido a la creación de todo cuanto llena el universo. Tal vez nadie como san Francisco ha sabido «reconocer la naturaleza íntima de toda la creación, su valor y su ordenación a la alabanza de Dios...» (LG 36), y recuperarla para gloria, alabanza y bendición del padre.[75]

Los escritos de la segunda Orden conservan un amplio eco de este espíritu franciscano de alabanza universal:

«Cualquier cosa que veas... alguna belleza singular, como es la selva florida y frondosa, y los prados graciosos adornados con diversas flores, los campos llenos de verdor, árboles repletos de frutos... elevando el corazón... di: Oh graciosa y bellísima Sabiduría... millares de ejércitos celestiales de ángeles... te saluden de mi parte y diez mil centenares de aquellos que están delante de Ti, te glorifiquen. Y la universal melodía de todas las criaturas te alaben de mi parte, ahora y eternamente».[76]

Y la comunican y la ordenan en la recitación de las Horas que miden el ritmo del día y de la noche:

«No hay ni tiempo ni hora ni momento en el cual -si es posible- no se debe pensar en Él al menos con el corazón... Pero en las siete Horas... estamos comprometidas y obligadas por el estado de nuestra profesión a honrarlo, servirlo y alabarlo con el corazón y con la boca. Debemos por tanto dirigirnos a estas Horas, de día y de noche, prontamente y gozosamente...»,[77]

asociando una pequeña hostia de alabanza a la gran hostia de Cristo:

«Recitar mi oficio en unión con los ángeles y los santos del cielo. Figurarme que estoy en el altar para una parte de mi Misa; unir mi voz a la de Jesús y ofrecer al Padre eterno, por Él, con Él y en Él, esta pequeña hostia de alabanza en unión con la gran Hostia de alabanza».[78]

* * *

Si no insistimos en otras formas de servicio es porque el tema nos llevaría lejos del fin que nos hemos propuesto: el de unificar la amplia temática de nuestra exposición en una síntesis general. Ahora bien, a la luz de los textos de la Segunda Orden, los aspectos más conscientemente vividos son los ya vistos: en primer lugar, el servicio que toca a la esencia misma de la contemplación, una vital comunicación a la Iglesia y -profundamente ordenado por él- se fortalecen el servicio apostólico y el servicio litúrgico.

Otros aspectos son menos evidentes: o mejor, implícitos en el contexto de varias relaciones; no siempre son percibidos por las mismas monjas como un servicio real a la Iglesia y al mundo; se diría que algunos valores se imponen más a la atención ajena, de cuanto no exigen ser percibidos por quien realiza un determinado servicio.

Por ejemplo, el valor profético está implícito en el testimonio de una experiencia de Dios, pero se pone delante de los ojos ajenos, sin que quien da testimonio sea consciente de un servicio profético o se preocupe de subrayarlo; más bien, en general, cuanto más auténtica es una experiencia, tanto más el testigo y su servicio tienden a desaparecer.

Para el mundo, que tiene necesidad de reencontrar el sentido de la transcendencia de Dios, ahora que se tiende a seguir el movimiento de la Encarnación, injertando a Dios en lo más íntimo de la humanidad; para todos los cristianos y, queremos decir, para los mismos religiosos, los contemplativos pueden ser un signo potente de la transcendencia de Dios. En la categoría de «signos», de testimonios, este es de hecho el que entre los religiosos incumbe, como una especialización, a los contemplativos. Una vida que se consagra enteramente y exclusivamente a Él, consumándose bajo su mirada, en un tenor de vida que puede parecer a muchos un derroche inútil de fuerzas; una oración desinteresada y pura, que se dirige a Dios únicamente porque es lo que es, y le pertenece tal homenaje gratuito, puede ser un testimonio, para el creyente y el incrédulo, de que existe un Dios que tiene derecho a exigir para sí todo esto, más allá de Su presencia en el hombre.

«Según algunos, no se podría ni siquiera alcanzar a un Dios que, por definición, sería transcendente, "absolutamente Otro"; bastaría, para ser cristiano, dedicarse generosamente al servicio de la humanidad... Sin embargo, el contemplativo sabe bien que Dios concede al espíritu vigilante y purificado el alcanzarlo más allá de las palabras y de las ideas».[79]

No sólo eso: sino que cuando experiencias vividas puedan presentar de nuevo al mundo el mensaje de san Juan: «Lo que nosotros hemos visto y oído, lo anunciamos también a vosotros para que también vosotros estéis en comunión con nosotros; pero nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1,3), entonces colectivamente y en cuanto institución, «nos autem», toda una Orden puede ofrecer un servicio de testimonio del Amor.

Del deseo de prestar semejante servicio, ha nacido, por lo demás, la idea de una selección de textos de la Segunda Orden franciscana.

Giovanni di Paolo: Sana Clara y Santa Isabel de Hungría

II. LA SEGUNDA ORDEN EN LA FAMILIA FRANCISCANA

Nos queda una consideración: qué es la Segunda Orden en la familia franciscana. No se trata de precisar con exactitud el servicio, porque se podría fácilmente remitir a cuanto se ha dicho a propósito del servicio en el cuerpo eclesial. Deseamos, en cambio, aunque sea brevemente, centrar la atención sobre la complementariedad de la Primera y Segunda Orden, a la que ya hemos aludido aquí y allá, y sobre el fundamento de tal complementariedad.

Cuando buscamos la esencia del vivir franciscano y la encontramos en las palabras evangélicas, traducidas en vida por san Francisco, y en su adhesión inmediata al Evangelio en toda su plenitud y «sine glossa», damos en la diana ciertamente y podemos alimentar la certeza de que una vida es tanto más franciscana cuanto más hunde sus raíces en el Evangelio, realizando concretamente a Cristo. Un examen de esta espiritualidad lleva siempre a una conclusión semejante, sean cuales sean después las palabras consideradas más adecuadas y aptas para revestir esta realidad de fondo.

Pero afirmando esto y haciendo luz sobre la «vida evangélica» de san Francisco, se está todavía muy lejos de conocer en profundidad la espiritualidad franciscana, porque, en realidad, estamos colocados frente a un abismo, que es el abismo mismo de Dios revelado por el Evangelio, en el cual san Francisco y santa Clara encontraron su ambiente natural. Vivir el Evangelio no es cuestión de una simple elección entre el tener o no tener determinadas cosas para el propio uso; naturalmente que esto también, pero como consecuencia, no como esencia. La esencia está, en cambio, en el abismo de Vida divina, misterio de Dios, Uno y Trino, que Cristo revela, cuya vivencia era para Francisco y para Clara «santa y pura simplicidad».

Todo en la vida de Francisco, tal como aparece al exterior, es una «consecuencia» respecto a la esencia evangélica de su vida misma: la participación en la vida divina. La inquietud, con la cual a menudo dirigimos los ojos a la pobreza, a la minoridad, a la fraternidad franciscana, radica en el no comprender esto, la inquietud que se experimenta cuando se debe determinar el «esse in se» del vivir franciscano, donde está la esencia del rehacer franciscanamente a Cristo.

No se debe infravalorar el hecho de que, mientras Francisco realiza plenamente una vida evangélica de pobreza integral y de caridad, manda a San Damián y al convento de las Cárceles que se pregunte qué es lo que el Señor quiere de él, si no lo llama exclusivamente para sí en una vida de sola contemplación. ¿Por qué esta duda? Se dirá que es el reclamo de la oración que puede representar también una tentación... Pero quizás sea otra cosa, sobre la que no se reflexiona bastante.

La vocación de Francisco no es una vocación al apostolado o una vocación a la vida contemplativa: es una vocación a revivir enteramente la vida de Cristo. Y la vida de Cristo, antes de ser pobreza, humildad, caridad fraterna, es participación de la vida divina. Vivir a Cristo, vivirlo verdaderamente, «observar el santo Evangelio», implica necesariamente conocerlo en la fe y abrirse al Don que Él mismo nos da; pero esto significa también abrirse al misterio de su vida divina, una y trina, cuyo acceso es el hombre Jesús.

La pobreza, la minoridad, la fraternidad franciscana -realizadas perfectamente- son la copia de la humanidad de Cristo Jesús, tanto más perfecta cuanto más adherida está a Él por la imitación; y por esto, la vida de Francisco, calcada sobre las huellas del Hombre-Dios, a través de estos medios, se abre al Don de Dios y se asoma al umbral del misterio divino. Pero como la persona de Cristo no se para en el umbral del misterio -Cristo no es sólo hombre- así el que vive en Él y se reviste de Él, como san Francisco, no está destinado sólo a revivir a Cristo-hombre en su vida entre los hombres.

Pobreza, minoridad, fraternidad son como canales que conducen al umbral de la Vida, y, a la vez, son como proyección sobre la faz de la tierra de la vida divina vivida; son lo que se ve al exterior de una vida interior que se realiza en la comunión con Dios. Cristo, en cambio, es vida divina, y san Francisco pasa el umbral del misterio con Él, hace Pascua con Cristo, realiza el paso a la vida; allí cesa cualquier contraposición entre actividad y contemplación; allí la oración se convierte en estado de vida, y él es «con todo su propio ser no tanto un hombre que ora cuanto la misma oración» (2 Cel 95).

Si la vocación franciscana es la de revivir la vida de Cristo como aparece en el Evangelio, no se tiene derecho a separar acción y contemplación; Cristo es el que revela lo que, a la vez, vive; es Persona-gloria del Padre, y participación de la Vida del Padre, es comunión trinitaria de Vida, es la Persona a través de la cual el Espíritu grita incesantemente: «Abba»; y esto ocurre cuando contempla sobre el monte, como cuando predica a las multitudes, como cuando se entretiene familiarmente con los amigos de Betania. Siempre.

Paralelamente: una vida de pobreza, de minoridad, de fraternidad realiza prácticamente, pero no agota la vocación de Francisco, que tiene su raíz sustancial en el vivir, absorbido por Cristo, la comunión con la vida divina, traducido en oración más allá del umbral del misterio de Dios.

Como un árbol hunde potentemente sus raíces, invisibles, en la tierra, así san Francisco hunde su vida en la esencia divina; lo que se ve exteriormente, no como una envoltura sin vida, sino como un tronco vigoroso que absorbe la linfa y se nutre a través de las raíces y crece robustamente, es la pobreza, la minoridad, la fraternidad, en las cuales se traduce concretamente la vida del hermano menor. Pero así como no puede darse un árbol sin raíces, así tampoco puede darse una vida de conformidad con Cristo, en la pobreza, en la humildad, en la caridad fraterna, sin que tenga raíces sólidamente plantadas en el corazón de la vida divina.

A esta parte del umbral, está la vida humana de Cristo, que se desarrolla al filo de la pobreza, de la humildad, de la comunión fraterna; más allá del umbral del misterio, esto es, de Dios mismo, a quien tenemos acceso a través del Mediador, el Hombre-Dios Cristo Señor, está la vida divina de Cristo, pura recepción de la Vida del Padre, puro conocimiento de sus perfecciones, pura comunión de amor. Son tres prerrogativas que pertenecen al Logos en la vida intratrinitaria, antes incluso de pertenecer a la humanidad del Hijo de Dios, de la cual es manifestación y reflejo.

Estas tres prerrogativas humano-divinas del Hijo: pobreza-recepción de Amor, humildad-conocimiento de la perfección paterna, caridad fraterna-comunión interpersonal, son las tres prerrogativas de la vida franciscana como reconstrucción de Cristo. El hermano menor las vive principalmente a esta parte del umbral, a nivel de la vida entre los hombres, que Cristo vivió por los caminos de Palestina; la clarisa las vive principalmente más allá del umbral, a nivel de la pura oración, de la vida del Hijo en el seno del Padre: y uno y otra a la vez, reconstruyen a Cristo entero. No son dos momentos, dos órdenes: son la vida humana y la vida divina de Cristo, vividas contemporáneamente, como en Cristo. En Él el momento es único: en Francisco y Clara hay distinción personal, pero el momento es también único, por el paralelismo y la integración de las dos ofertas.

La Segunda Orden representa para la Orden minorítica la semilla perennemente plantada en la vida divina, más allá del umbral del misterio de Dios; y Clara, absorbida en su ser, transformada en pura recepción de amor en el ámbito de la vida trinitaria, ofrece su parte vital a la Orden, a la única Orden minorítica. Esta recepción de amor tiene un florecimiento externo en cuanto a la vida de conformidad con Cristo.

«La contemplación es inseparable de la vida apostólica en la estructura de la Iglesia. Eso no quiere decir que cada individuo pueda ser integralmente contemplativo y apóstol -cosa que sería lo ideal-, sino que la misión apostólica de la Iglesia encuentra su fuente en la fidelidad a la vida contemplativa.

»La santidad integral de la Iglesia es, al mismo tiempo, contemplativa y apostólica. Si sólo Cristo realiza a la perfección este ideal, la Iglesia busca acercársele uniendo estos dos elementos de la santidad integral».[80]

En el caso de Francisco y de Clara ambos elementos están unidos por Cristo mismo; da fe de ello la profecía del Santo en un momento en que su camino está aún lleno de sombras, y el de Clara no aparece todavía señalado. Y la fuerza de la única Orden está en la cohesión de ambos elementos.

III. LA LÍNEA ESPIRITUAL FRANCISCANA
EN LA SEGUNDA ORDEN

Concluyamos.

«La espiritualidad seráfica no tiene nada de nuevo. Nada añade y nada quita al Evangelio. Dígase lo mismo de su teología respecto a la doctrina tradicional del cristianismo... Y sin embargo, es revolucionaria; es como fermento que penetra, agita, suscita nuevas manifestaciones de vida. Pero su revolución consiste precisamente en el proponerse no añadir nada y no quitar nada al Evangelio, que equivale a decir: llevar a efecto con plenitud la única gigantesca revolución transformadora que es la obra de Jesucristo; llevarla a efecto en sí y en el mundo».[81]

Así es; y sólo quedaría por añadir a propósito de la Segunda Orden que, como hemos visto, responde únicamente al Evangelio en su estructura, en su función, en su servicio, en su desarrollo integral. Si añadimos una palabra todavía, aunque breve, es porque muy a menudo, en su camino evangélico de amor, la Segunda Orden ha estado relegada al olvido o colocada a la sombra de otras órdenes contemplativas, como si bastase la misma función para fundirlas en un mismo espíritu.

Bástenos señalar su camino franciscano en las piedras miliarias, que corresponde, entre otras cosas, al esquema de nuestro trabajo, para comprender plenamente la ascensión del alma, desde la pobreza hasta la meta de la perfecta alegría, que traduce a términos humanos la alegría perfecta de la vida divina.

Pobreza material, minoridad, humildad, mortificación en toda su amplia gama: fatiga, trabajo, pruebas, soledad, silencio, castidad en su aspecto martirial, obediencia, pobreza integral en una palabra, conducen al alma vaciándola, a la simplicidad en su relación con Dios.

En esa simplicidad de relación con Dios, la búsqueda de su Reino y de su justicia, el abandono al Padre providente, el espíritu de infancia, la pureza de intención y la rectitud en el obrar, son como hermanas que impulsan el alma a una relación con Cristo siempre más profunda, nutrida por la fe, apoyada sobre la oración personal y la palabra evangélica: hasta que ambas voluntades se conviertan en una.

La vida se abre así a la comunión con Cristo: Encarnación, Pasión, Resurrección gloriosa son las etapas vividas en Cristo por el alma, que rehace, con Él y en Él, el camino de María.

La vida con Cristo avanza al filo de Su imitación, hasta la «total Plenitud de Dios» (Ef 3,19), la comunión se amplía en una dimensión universal, que abraza al universo en la caridad: comunión fraterna, comunión eclesial: plena comunión de los santos.

La plenitud universal de Cristo (pléroma Christi), que recapitula en sí corporalmente (Col 2,9) todas las cosas para referirlas al Padre, para la alabanza de la gloria de su gracia (Ef 1,6) según el misterio de su voluntad (Ef 1,9), está abierta, de hecho no a quien conoce mucho, sino a quien, fortificado por el Espíritu, ha madurado el hombre interior hasta la plena comunión con Cristo (Ef 3,14-19). De allí, éste puede hundir la mirada en Aquel que corporalmente recapitula en sí todos los seres creados y abrazar la amplitud, la largura, la altura y profundidad de Cristo que consagra el universo en la caridad (ibíd).

La oración, como en san Francisco, asume entonces una plenitud litúrgica y todo acto, realizado en el Cuerpo de Cristo, adquiere un sentido y un peso universal, una fuerza redentora, católica y apostólica.

El alma, dilatada en una comunión universal, suspirando por la plenitud de Cristo y la unión de los miembros desunidos, propensa hacia la parusía, se reviste de esperanza.

Por último, vaciada enteramente de sí y llena de Cristo en plenitud, en Él, con Él y por Él, «nuestra Pascua (paso)» (1 Cor 5,7) -y como Él a través de la extrema pobreza de una crucifixión y de una muerte- el alma pasa «de este mundo al Padre» (Jn 13,l).

La doctrina «pascual» bonaventuriana del Breviloquium[82] encuentra en la Segunda Orden franciscana la confirmación de la experiencia.

Incorporada a Cristo, por el anonadamiento de la naturaleza humana asumida por el Verbo, el alma sube a la plenitud fontal paterna, donde brota para ella como para toda la humanidad la efusión vital del Espíritu.

La Pascua abre la comunión trinitaria, que el alma vive en Cristo; abre al alma, en el Espíritu, una relación personal con el Padre y con el Hijo; la abre, entre el Padre y el Hijo, una bienaventurada circumincesión en el espirar eterno del Amor.

Allí está el Reino: plenitud de caridad, fuente de perfecta alegría.

Giovanni del Biondo: Virgen del Apocalipsis (fragmento)

N O T A S:

[1] Para santa Clara, las hermanas de San Damián son siempre «hermanas pobres» sin más; el término «sorores» («hermanas») aparece 66 veces en la Regla de 1253. El apelativo «dominae» («señoras») es usado por san Francisco: «os ruego, mis señoras...» (RCl 6,8); los documentos de la Curia las llaman: «pobres encerradas». La Bula Beata Clara de Urbano IV del 18 de octubre de 1263 da un nuevo nombre a la II Orden franciscana: «Mas ha sucedido en esta Orden que... hayáis sido conocidas bajo distintos nombres, llamándoseos hasta el presente, ya Hermanas, ya Señoras; más frecuentemente Monjas, y a veces Pobres encerradas de la Orden de San Damián,... determinamos que de aquí en adelante se llame, sin diferencia alguna, ORDEN DE SANTA CLARA». Cf. Regulae et Constitutiones Generales Monialium Ordinis S. Clarae, Roma 1941, 28-29.

[2] La fecha tradicional del 18 de marzo de 1212 ha sido corregida desde que se encontró el texto del proceso de canonización de santa Clara: cf. Lazzeri, Cronologia della vita de S. Chiara, en Il Processo di canonizzazione di S. Chiara, AFH 13 (1920) 434-435. La corrección, aceptada y refutada en recientes publicaciones sobre la Santa (F. Casolini, Il Protomonastero di S. Chiara, Milán 1950, 5s y nn.11 y 18; Chiara d'Assisi, rilucente specchio, 3.ª ed., Asís 1954, 18; Vita di S. Chiara d'Assisi, Santa María de los Ángeles 1962, 34, n. 3) se basa sobre los testimonios del Proceso, que atestiguan que Clara vivió en San Damián 42 años cumplidos, como la Leyenda, es decir, 42/43 años, sin posibilidad de reducirlos a 41, como sería el caso si Clara hubiera entrado en San Damián en 1212. Sin embargo, la fecha antigua es sostenida todavía por D. Cresi, Cronologia di S. Chiara, en Studi francescani 25 (1953) 260-267; L. Hardic, Zur Chronologie im Leben der hl. Klara, en Franzisk. Studien 35 (1953) 174-210 y A. Terzi, Cronologia della vita di S. Francesco d'Assisi, Roma 1963, 56-62, en base, sobre todo, al argumento de que Clara habría sido elegida abadesa (tres años después de su ingreso) en virtud del canon 13 del Concilio IV de Letrán de 1215. Pero los testimonios del Proceso no se pueden fácilmente arrinconar.

[3] La expresión tradicional «vita umbratilis», puesta de nuevo en vigor por Pío XI en la Bula Umbratilem de 1924, con la cual aprueba los Estatutos de los cartujos, indica de nuevo la vida de contemplación también en el Vaticano II (PC 9).

[4] La Leyenda de los tres compañeros, IV-VIII, recogida en parte por 2 Cel 30-35, es el texto que mejor revela, en los inicios de la vocación de Francisco, la alternativa entre la necesidad de la contemplación y el deseo de entregarse al apostolado.

[5] Para santa Clara, la expresión «primera planta de Francisco», sigue todo un proceso: desde «primera planta» de 1 Cel 116 y de EP 108, a través de RCl 1 y el TestCl, hasta el Responsorio del I Nocturno del Oficio «Jam sanctae Clarae claritas» (Cod. Asís. 338, folios 73a-74a, sec. XIII). Para fray Bernardo, cf. 2 Cel 109.

[8] Bula de Honorio III al monasterio de Monticelli, del 9 de diciembre de 1219: Bull. Franc. I, 4. Cf. L. Oliger, De origine Regularum Ordinis S. Clarae, en AFH 5 (1912) 196.

[9] E. Franceschini, La vocazione di Chiara, en Chiara d'Assisi. Rassegna del Protomonastero, 1/2 (1953) 22.

[10] L. Wading, Ann. Min., 1213, LXII (t. I, Quaracchi 1831, 199) nombra siete: San Damián en Asís; Santa María de Vallegloria (Spello); Santa María de la caridad (Foligno); Santa Catalina (Foligno); «Vallis guadii» (Foligno); «ad fontem Crusticae» (Foligno); San Damián (Spello). Jacobelli, Vitae dei Santi e Beati dell'Umbria, Foligno 1647, volumen III, 502, cita la fundación, en 1216, de un monasterio denominado Santa Catalina del Monte Sinaí «en la cumbre del monte de Castiglione que pertenece a las aldeas de San Damián y de Treio», además de los de Santa María de la caridad y de Santa Catalina en Foligno. Unghelli, Italia sacra, tomo I, número 28 «De episcopis fulginatensibus» habla del permiso de erección en 1216 del monasterio de Santa María de la caridad por parte del obispo Gil de Foligno. Da la noticia de que Santa Catalina en Foligno ya existía, pero en aquellos años pasa a la Orden de San Damián.

[11] El documento se encuentra en Miscellanea Francescana 12 (1910) 135.

[16] Una carta del cardenal Rainaldo del 18 de agosto de 1228 nombra veinticuatro: cf. AFH 5 (1912) 445s. Pero faltan al menos Sanseverino y Bressanone.

[17] Alguna vez se nota en los documentos la intervención de frailes menores en la erección de monasterios, pero se trata de casos esporádicos: cf. AFH 5 (1912) 199s.

[18] Cf. la carta del Papa Gregorio IX, del 11 de mayo de 1238, a Inés de Praga, en Bull. Franc. I, 243.

[19] R. Carpentier, SJ, Vers une théologie de la vie religieuse, en La vie religieuse dans l'Eglise du Christ. Brujas 1964, 67.

[20] J. M. R. Tillard, Obbedienza e autorità nella vita religiosa, Brescia 1967, 1.

[21] Suor Jacopa Pollicino (1438-1493), La leggenda della beata Eustochio da Messina, Messina 1903, 92.

[22] Santa Catalina de Bolonia, citada por Suor Illuminata Bembo (1496), Specchio di illuminazione sulla vita di S. Caterina. Bolonia 1787,21-22.

[23] L'adaptation et la rénovation de la vie religieuse, comentarios al Decreto Perfectae caritatis, bajo la dirección de J. M. R. Tillard e Y. Congar. París 1967,105.

[24] Subida del monte Carmelo, II, 7, 11, edición preparada por Crisógono de Jesús, OCD, Vida y obras de San Juan de la Cruz. BAC, Madrid 1955: interesante el cotejo con algunos pasajes de santa Clara (por ejemplo: 4CtaCl) que reflejan la misma realidad del anonadamiento de Cristo con una terminología a base de «pobre» y «pobreza».

[25] E. Mersch, Filii in Filio, en Nouvelle Revue Théologique, Lovaina 1958, 551-582, 681-702, 809-930.

[26] S. Buenaventura, Itinerario de la mente a Dios, en Obras de San Buenaventura. BAC, Madrid 1945, t. I, cap. 6, 2.

[27] S. Buenaventura, Vida perfecta para religiosas, en Obras de San Buenaventura. BAC, Madrid 1947, t. IV, cap. 2, 6.

[28] B. Maria Maddalena Martinengo, Dialogo tra l'anima e lo spirito, en Raccolta di documenti ovvero avvertimenti spirituali ed esortatori, edición preparada por Pio da Venezia, Venecia 1781, 205-206.

[29] K. Esser, OFM, Temas espirituales. Oñate 1980,59-61.

[30] S. Buenaventura, Itinerario de la mente a Dios, BAC, VII, 2.

[31] En Suor Illuminata Bembo (1496), Specchio di illuminazione sulla vita di S. Caterina. Bolonia 1787, 21.

[32] Gerardo de Brescia, OFMCap, L'autobiografia della B. suor Maria Maddalena Martinengo. Milán 1964, 110.

[33] Relación Deus in sancto via tua: quis Deus magnus sicut Deus noster? Tu es Deus qui facis mirabilia. Todi, archivo monasterio S. Francisco, manuscrito A 3, folios 5r-6r.

[34] S. Bernardo, Sermones sobre el Cantar de los Cantares, 31,6, en Obras completas de San Bernardo, t. II, BAC, Madrid 1955.

[35] St. Axters, OP, La spiritualité des Pays-Bas. Lovaina 1948, 32-36.

[36] «La devoción es apertura de persona a persona, en vistas a un diálogo y a una comunión de vida. Representa, más bien, la más alta e íntima comunicación interpersonal», L. Cignelli, OFM, La devozione nella vita di san Francesco d'Assisi, en Quaderni di spiritualità francescana, S. María de los Ángeles 1967, n. 14,52.

[37] J. M. R. Tillard, L'Eucaristia pasqua della Chiesa. Roma 1965, 63-64.

[38] Dante, Paraíso, XXXIII, 54.

[39] B. Maria Maddalena Martinengo (1687-1737), Relazione al confesore, en MS Miscellanea; Cf. Gerardo de Brescia, OFMCap, L'autobiografia della B. suor Maria Maddalena Martinengo. Milán 1964, 97.

[40] Suor Valeria Campanazzi († 1577), Libro delle revelazioni, manuscrito cart. del archivo del monasterio Corpus Domini de Bolonia, s. XVII, pp 132-133.

[41] B. Giulia da Milano (s. XVI), Revelazioni della B. Caterina, manuscrito ap. 468 de la «Raccolta Campori» en la biblioteca de Módena, s. XVI, fol. 46r.

[42] J. de Guibert, Études de Théologie mystique. Toulouse 1930, 83-84.

[43] Venerable Suor Chiara Isabella Fornari (1697-1744), Relazione spirituale, manuscrito quad. F 9, fol. 34r. Todi, archivo monasterio de S. Francisco. Es una copia del s. XVIII.

[44] B. Maria Maddalena Martinengo, Trattato sull'umiltà, Manuscrito autógrafo. Brescia, archivo de la parroquia del Sagrado Corazón, p. 27.

[45] Dante, Paraíso, XXXIII, 118.

[46] Sor Ana María de San José (1581-1632), Relación espiritual. 2.ª ed., Salamanca 1862, 116.

[47] Venerable Suor Chiara Isabella Fornari (1697-1744), Relazione spirituale, manuscrito quad. F 9, fol. 34v. Todi, archivo monasterio de S. Francisco. Es una copia del s. XVIII.

[48] Venerable Suor Chiara Isabella Fornari (1697-1744), Relazione spirituale, manuscrito quad. F 9, fol. 35r. Todi, archivo monasterio de S. Francisco. Es una copia del s. XVIII.

[49] Sor Ángeles Sorazu (1873-1921), La vida espiritual. Madrid 1956, 215.

[50] Ven. Suor Chiara Isabella Fornari, fragmento autógrafo A 17 B, n. 33, 1 de abril 1739. Todi, archivo monasterio S. Francisco.

[51] Sor Ángeles Sorazu (1873-1921), La vida espiritual. Madrid 1956, 265.

[52] Ven. Suor Chiara Isabella Fornari, In die mandavit Dominus misericordiam suam et in nocte canticum eius, manuscrito A 7, folio 5v, autógrafo. Todi, archivo monasterio S. Francisco.

[53] Ven. Suor Chiara Isabella Gherzi (1742-1800), en el manuscrito 5, p. 29. Copia auténtica del autógrafo. Gubbio, archivo del monasterio Santísima Trinidad.

[54] B. Maria Maddalena Martinengo, Massime spirituali composte dal P. Fra Gio. di s. Sampsone, Manuscrito autógrafo. Brescia, archivo parroquia Sagrado Corazón, p. 56.

[55] B. Maria Maddalena Martinengo, Dialogo tra l'anima e lo spirito, en Raccolta di documenti ovvero avvertimenti spirituali ed esortatori, edición preparada por Pio da Venezia, Venecia 1781, 234.

[56] B. Maria Maddalena Martinengo, Massime spirituali composte dal P. Fra Gio. di s. Sampsone, Manuscrito autógrafo. Brescia, archivo parroquia Sagrado Corazón, p. 57.

[57] Suor Maria della Trinità (1901-1942), Colloquio interiore. 2.ª ed., Jerusalén 1949, nn. 616-617.

[58] F. de Beer, OFM, La genesi della fraternità francescana, en Studi francescani, 65 (1968) 69.

[59] J. M. R. Tillard, La communauté religieuse, signe de la «koinonia» de charité, en L'adaptation et la rénovation de la vie religieuse, comentarios al Decreto Perfectae caritatis, bajo la dirección de J. M. R. Tillard e Y. Congar. París 1967,153.

[60] B. Giulia da Milano (s. XVI), Revelazioni della B. Caterina, manuscrito ap. 468 de la «Raccolta Campori» en la biblioteca de Módena, s. XVI, fol. 50v.

[61] B. Giulia da Milano (s. XVI), Revelazioni della B. Caterina, manuscrito ap. 468 de la «Raccolta Campori» en la biblioteca de Módena, s. XVI, fol. 89v.

[62] Sor Ángeles Sorazu (1873-1921), La vida espiritual. Madrid 1956, 159.

[63] Noche oscura, II, 18, 5, edición preparada por Crisógono de Jesús, OCD, Vida y obras de San Juan de la Cruz. BAC, Madrid 1955.

[64] Pablo VI, Alocución del 7 de diciembre de 1965, en Tutti i documenti del Concilio Ecumenico Vaticano II, Nápoles 1966, 454.

[65] Mensaje de monjes contemplativos al Sínodo de los Obispos, sobre la posibilidad del hombre de dialogar con el Dios inefable, en L'Osservatore Romano, 12 de octubre de 1967, n. 236, p.2.

[66] Véase el profundo comentario que hace B. Besret, OSCist, La vie monastique, en L'adaptation et la rénovation de la vie religieuse, comentarios al Decreto Perfectae caritatis, bajo la dirección de J. M. R. Tillard e Y. Congar. París 1967, 274-275.

[67] K. Rahner, Missione e grazia. Roma 1964,198.

[68] Lucien-Marie de Saint-Joseph, OCD, La missione delle contemplative nella Chiesa, en La missione della religiosa nella Chiesa, Alba 1962, 144.

[69] Lucien-Marie de Saint-Joseph, OCD, La missione delle contemplative nella Chiesa, en La missione della religiosa nella Chiesa, Alba 1962, 145.

[70] B. Giulia da Milano (s. XVI), Revelazioni della B. Caterina, manuscrito ap. 468 de la «Raccolta Campori» en la biblioteca de Módena, s. XVI, fol. 16r.

[71] Suor Maria della Trinità (1901-1942), Colloquio interiore. 2.ª ed., Jerusalén 1949, n. 251.

[72] B. Camilla Battista da Varano (1458-1524), Istruzioni al discepolo, en Le opere spirituali, ed. preparada por G. Boccanera, Jesi 1958, 204.

[73] Sor Ana María de San José (1581-1632), Relación espiritual. 2.ª ed., Salamanca 1862, 116.

[74] Suor Maria Teresa Marani (1907-1943), Diario, manuscrito s. s., folio 42v. Matelica, arch. monasterio B. Matías.

[75] Cf. «Pléroma» Christi. La liturgia universale di san Francesco, en Quaderni di spiritualità francescana, Santa María de los Ángeles 1967, n. 15, 39ss.

[76] S. Caterina da Bologna (1413-1463), De la divina laude, autógrafo en manuscrito, folio 161r. Bolonia, arch. arzobispal, s. XV.

[77] S. Coletta de Corbie (1381-1447), Petites Ordonnances, manuscrito M, folio 5r. Gand, arch. monasterio «Betheléem», s. XV.

[78] Suor Marie-Imelda de l'Eucharistie (1901-1935), en Lumière dans le Seigneur, Rivière du-Loup (Canadá) 1959, 142.

[79] Mensaje de monjes contemplativos al Sínodo de los Obispos, sobre la posibilidad del hombre de dialogar con el Dios inefable, en L'Osservatore Romano, 12 de octubre de 1967, n. 236, p.2.

[80] Lucien-Marie de Saint-Joseph, OCD, La missione delle contemplative nella Chiesa, en La missione della religiosa nella Chiesa, Alba 1962, 143.

[81] M. M. Ciccarelli, OFM, I capisaldi della spiritualità francescana, Milán 1955, 373.

[82] San Buenaventura, Breviloquium. BAC, Madrid 1945, t. I, parte V, cap. 6.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XXII, núm. 66 (1993) 341-391]

 


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