DIRECTORIO FRANCISCANO

Santa Clara de Asís


CLARA DE ASÍS, MUJER NUEVA

Carta de los Ministros Generales de la Familia Franciscana
con ocasión del VIII Centenario
del nacimiento de santa Clara (1193-1993)

 

PRESENTACIÓN

Hermanos y hermanas en san Francisco: «Paz verdadera del cielo y caridad sincera en el Señor».

Con la presente carta, «Clara de Asís, Mujer Nueva», «nos dirigimos a vosotros», hermanas clarisas, a todas las claustrales franciscanas, a nuestros hermanos y a todos aquellos que en todo el mundo aman a Clara y a Francisco, para recordar a nuestra Hermana y Madre santa Clara en el VIII Centenario de su nacimiento.

La celebración de esta efemérides empezará el día 11 de agosto de 1993 y se clausurará el 5 de octubre de 1994.

El Centenario de santa Clara pretende proponer de nuevo los valores humanos y evangélicos que Clara de Asís ha encarnado en su tiempo haciéndose discípula del evangelio y humilde «plantita del bienaventurado padre Francisco». Todavía hoy nos admiramos de su opción heroica, de su precoz madurez y de su sabiduría en valorar los bienes de la existencia. Doncella noble y rica, Clara escoge la pobreza más austera y la soledad orante para contemplar a Dios, bien supremo y sumo amor, de quien procede todo bien y sin el cual no hay ningún bien, como advierte nuestro seráfico padre san Francisco.

Clara se deja guiar por el Espíritu y «goza mucho escuchando la palabra de Dios». Por la oración, de día y de noche, se adentra en la contemplación, ama la Eucaristía; es devota de la pasión de Cristo y de la santísima Madre de Dios, María. Lleva una vida de constante penitencia, trabaja con sus propias manos, está alegre en la enfermedad y, sobre todo, «está enferma de amor».

Revistiéndose interiormente de Cristo, siguiendo el ejemplo de Francisco, y modelada a imagen de la B. V. María, Clara llega a ser espejo de toda virtud, maestra de perfección y libro de la vida. El encanto de su existencia evangélica atrae a muchas doncellas y Clara se convierte en «madre de una multitud de vírgenes» que lo dejan todo «por amor del Esposo celestial». Pero el ejemplo de Clara es más vasto y eficaz, incidiendo fuertemente sobre todo grupo de personas. Y todavía hoy, después de tantos siglos, Clara de Asís sigue siendo maestra de vida, Mujer nueva que se convierte en luz para nuestro camino. Su ejemplo y su intercesión harán brotar «muchas flores seráficas con las que se adorna la Iglesia».

Con esta perspectiva y con muchísima confianza en el Espíritu Santo nosotros, Ministros Generales de la Primera Orden y de la Tercera Orden Regular de la Familia Franciscana, convocamos este Centenario de santa Clara, para celebrarlo de manera más conveniente, en sintonía con las distintas situaciones y con creatividad franciscana.

Os acompañe siempre la bendición de santa Clara, y os llegue también fraternalmente la nuestra.

Roma, 19 de mayo 1991. Solemnidad de Pentecostés.

INTRODUCCIÓN[1]
«Clara y Francisco: dos leyendas inseparables»

1. La visita que su santidad Juan Pablo II hizo a las clarisas del protomonasterio de Asís, el 12 de marzo de 1982, pasará también a la historia por el discurso, según él improvisado, y que, por lo tanto, respondía a una intuición personal suya, en el que hizo algunas afirmaciones nunca hechas por ningún papa ni sobre Francisco ni sobre Clara, ni, menos aún, sobre sus recíprocas relaciones.

«... Es realmente difícil -dijo el papa- separar estos dos nombres: Francisco y Clara; estos fenómenos: Francisco y Clara; estas dos leyendas: Francisco y Clara... Cuando celebréis el aniversario de santa Clara debéis hacerlo con gran solemnidad. Es difícil separar los nombres de Francisco y Clara. Es algo profundo, algo que no puede entenderse sino con criterios de espiritualidad franciscana, cristiana, evangélica; no puede entenderse con criterios humanos. El binomio Francisco-Clara es una realidad que sólo se entiende con categorías cristianas, espirituales, del cielo. Pero es también una realidad de esta tierra, de esta ciudad, de esta Iglesia. Todo ha tomado cuerpo aquí. No se trata sólo de espíritu; ni son ni eran espíritus puros; eran cuerpos, personas, espíritus. Pero en la tradición viva de la Iglesia, del cristianismo entero, no queda sólo la leyenda. Queda el modo en que san Francisco veía a su hermana, el modo en que ella se desposó con Cristo; se veía a sí mismo a imagen de ella, imagen de Cristo, en la que veía retratada la santidad que debía imitar; se veía a sí mismo como un hermano, un pobrecillo a imagen de la santidad de esta esposa auténtica de Cristo en la que encontraba la imagen de la Esposa perfectísima del Espíritu Santo, María Santísima... En nuestra época es necesario repetir el descubrimiento de santa Clara, porque es importante para la vida de la Iglesia. Es necesario redescubrir este carisma, esta vocación; urge redescubrir la leyenda divina de Francisco y Clara».[2]

2. Teniendo en cuenta estas palabras -únicas en la historia franciscana- se puede intuir la fundamental unidad y reciprocidad de la vida evangélica, encarnada por Francisco y Clara para seguir, en el Espíritu, al Señor y a su Madre, en la Iglesia y para la Iglesia, en servicio de toda la humanidad y de todo el cosmos: a los pies de todos, como conviene a hermanos menores, a hermanas pobres, a fieles penitentes. Ahora bien, una tal única vida evangélica, aunque concretizada en pluralidad de modos, según las personas, los tiempos y los lugares, exige que no se separe lo que el Señor mismo ha unido.

Desde el principio, de hecho, el Crucifijo que habló a san Francisco desde la famosa imagen oriental-siria de San Damián, ya previó, según el Testamento de Clara, las futuras clarisas, para reparar y renovar, junto con Francisco, la casa-iglesia, en seguimiento de Cristo pobre y crucificado, como María, movidos del Espíritu Santo. Esta perspectiva de la identificación con la persona de Cristo y de María es de tal manera intensa y totalizante que todos se sienten personalmente interpelados a tener que ser, junto con todos los «fieles penitentes», forma y ejemplo (según Francisco), espejo (según Clara) de Cristo y de María en la Iglesia y en el mundo; para hacer presente la misma persona de Cristo y de María entre los hombres y las criaturas fraternalmente reconciliadas. Francisco y Clara dan así la medida justa de su vida evangélica de unión con Dios, con la humanidad, con el universo, casi personalizando de manera cósmica, al único Hijo de Dios encarnado, primogénito de muchos hermanos (Rom 8,29; Adm 5,1).

El mismo Juan Pablo II en la conclusión de la jornada de oración en Asís, el 27 de octubre de 1986, recordaba a todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo la «lección permanente de Francisco y Clara» como hombre de paz y mujer de oración al servicio de la pacificación universal en la justicia y en la caridad (cf. núm. 59 de la presente Carta).

3. Por tanto, sentirse una sola familia en el cielo y en la tierra en torno a Cristo y a María, viviendo la fraternidad universal, como conviene a siervos y siervas sujetos a toda criatura: ésta es la experiencia substancial de la vida evangélica y eclesial vivida, no sólo por Francisco, el pobrecillo, sino también por Clara, su pobrecilla plantita, y por toda su familia universal, como anuncio y testimonio de la buena noticia de la liberación de los pobres y de los humildes y de nuestra misma hermana y madre Tierra.

Por eso, al proponer en nuestro tiempo este mensaje franciscano-clariano, sentimos todos, hermanos menores, hermanas pobres, fieles penitentes de nuestra plural fraternidad, el deber de reconocernos sinceramente siervos inútiles, habiendo vivido hasta ahora demasiado poco, en espíritu y en verdad, el ideal evangélico. Lo confesamos en el espíritu de aquella conversión continua a que nos llama Francisco que nos quiere «incansables en el propósito de una santa renovación» (1 Cel 103) y dispuestos a empezar de nuevo desde el principio.

Sólo con esta confesión sincera y con esta disposición a recorrer con mayor decisión, sobre todo nosotros, los caminos de la intimidad con Dios y del servicio a los hermanos, nos atrevemos a dirigirnos a todos para presentar de nuevo el testimonio de Clara, plantita de Francisco.

I. SEÑORA CLARA

Clara y Francisco 4. Cuando se quiere descubrir el aspecto humano de una persona del medioevo, sobre todo si es mujer, se encuentran no pocas dificultades, ya que el modelo oficial de una «santa» está elaborado según cánones prefijados. Además, las fuentes directas de investigación han sido, en gran parte, descubiertas y definidas sólo recientemente. Esto vale, en particular, para el Proceso de canonización, para las Cartas y, al menos en cuanto a su integridad, para el Testamento de Clara. Mientras la mitad de la Regla parece tomada de Francisco, del cual depende mucho, el Privilegio de la pobreza sólo en los últimos años se ha demostrado que fue concedido por Inocencio III (1216). Sólo un fatigoso discernimiento permite, en fin, sacar de las fuentes biográficas datos seguros, escondidos bajo el estilo hagiográfico, que tiende a exaltar la santidad heroica y que no ofrece, por otra parte, aquellos datos propios de una persona común y ordinaria. No obstante, distinguiendo bien entre los aspectos literarios exigidos para una «carta», los aspectos jurídicos impuestos por la curia romana para la redacción de una regla y los indispensables para la canonización de una santa, parece posible hacer resaltar la personalidad de Clara contemplada en el ambiente familiar, asisiense y europeo de su tiempo.

Prescindiendo de Hildegarda de Bingen, perteneciente al siglo XII y un caso demasiado particular, y partiendo, en cambio, de la madre de Clara, Hortolana, verdadera «mulier fortis», encontramos, por ejemplo, a Felipa Mareri, Diana dAndalò, Inés de Praga, Lutgarda de Tongres, Isabel de Turingia, Blanca de Castilla, Eduvigis de Silesia, Cunegunda de Polonia, Matilde de Magdeburgo, Constanza de Hungría, Juliana de Lieja, María dOignies, Hadewijch de Amberes, todas mujeres prestigiosas, vírgenes y viudas, muchas de ellas de noble linaje, que ilustran la Iglesia, según el canon caballero-cortés-trovadoresco, por su buena fama y sus buenas obras para con los pobres, numerosos entonces. Entre sus virtudes humanas se alaba particularmente el cuidado ejemplar, en un servicio constante, de la casa y de la familia, los trabajos domésticos, la familiaridad, la cortesía, la afabilidad, la disposición a la hospitalidad, el interés por los problemas culturales, civiles y políticos, y, en fin, la gran misericordia para con los débiles y los pobres de toda clase, unida a la discreción y al sentido práctico propios de una mujer que debía ser, dentro y fuera de casa, la «madonna», la señora.

5. Entre todas se distingue Clara que, desde su juventud, se revela realmente una «señora», única e inconfundible. De personalidad fuerte, valerosa, creativa, fascinante, dotada de extraordinaria afectividad humana y materna, abierta a todo amor bueno y bello, tanto a Dios como a los hombres y todas las demás criaturas. Persona madura, sensible a todo valor humano y divino, que está dispuesta a conquistarlo a cualquier precio, hasta con gestos de humildad, según aquel ideal noble y cortés encarnado, por ejemplo, en Lancelot, «el pequeño siervo» en busca de su señora a través de gestas heroicas y mortificantes.

Entre todas las mujeres antes nombradas, Clara será la única que dé a la Iglesia y a la humanidad una familia de hermanas pobres, que cuenta aún hoy dieciocho mil miembros; será la única en escribir una Regla propia y tendrá el valor de pedir, al asombrado y conmovido papa Inocencio III, el «Privilegio de la pobreza». Realmente nos hallamos frente a una mujer «nueva», como escribió el papa Alejandro IV en la Bula de canonización.

6. Vale la pena conocer más de cerca el misterio y el secreto de esta mujer nueva, aunque sea difícil descubrir, después de tanto tiempo, su verdadero rostro y la profundidad de su corazón humano. Merece ser recordado el juicio -conocido después de su muerte-, de Paul Sabatier, el investigador protestante, tan enamorado de Francisco y de Clara, quien afirma:

«La figura de Clara no es sólo una reproducción de Francisco, fundador de la Orden. Su personalidad se puede descubrir aun sin recurrir únicamente a las biografías oficiales. Ella aparece como una de las más nobles presencias de la historiografía. Se tiene la impresión de que ella se haya quedado entre bastidores, por humildad. Pero tampoco los otros han tenido con ella la debida consideración, tal vez por una inútil prudencia o, quizá, por las rivalidades entre las varias fundaciones franciscanas. Sin estas reticencias, Clara se encontraría hoy entre las más grandes figuras femeninas de la historia».[3]

Por tanto, para dar con los rasgos de la verdadera grandeza de Clara como persona (el medioevo cultivó poco la sensibilidad hacia «la persona») habrá que prestar una atención especial a los detalles, leer entre líneas y hasta excavar en las fuentes casi oficiales y no hagiográficas. Y, antes que otro documento, será necesario referirse a su Testamento, que es su escrito más personal y autobiográfico; después al cap. VI de su Regla, también autobiográfico; y, por último, al Proceso de canonización en el que hablan, bajo juramento, testigos de vista y contemporáneos, tanto hermanas (Clarisas) como otras personas.

LA JOVEN CLARA EN SU AMBIENTE FAMILIAR Y CULTURAL

7. Clara ha recibido su formación humana inicial en el ambiente, noble y caballeresco, de la familia. Su padre es un «miles», un caballero-guerrero, ausente con frecuencia de casa, de cuya gestión encarga a su mujer Hortolana, madre y, por tanto, centro de la familia y directa educadora de las tres hijas: Clara, Catalina (que después recibirá de Francisco el nombre de Inés) y Beatriz. El ambiente «noble» de la familia supone y exige de Hortolana, por una parte, un carácter femenino y materno, que se manifiesta en el cuidado práctico de los quehaceres domésticos, más complejos en una casa abierta a la nobleza asisiense; y por otra, la atención asidua a la formación humana y religiosa de la familia. Tales deberes están además tan bien armonizados entre sí, que a Hortolana le queda tiempo para realizar peregrinaciones a lugares lejanos y para atender a los pobres vecinos del ámbito ciudadano.

Entre los trabajos domésticos ocupan un lugar importante las labores artesanales, tan en boga entonces, como hilar y tejer, en las que más tarde la misma Clara se revelará maestra. La formación cultural exigía, por su parte, a las jóvenes nobles aprender a leer y escribir; los textos eran el Salterio y los escritos (canciones, romances, historias) de la cultura caballeresca, popular, juglaresca y trovadoresca de tipo francés, de origen franco-belga y alemán, muy difundida también en Italia. Eran muy apreciadas las gestas heroicas de la Tabla redonda, con protagonistas como el rey Arturo, Carlo Magno y los príncipes Orlando y Lancelot. Se trataba de narraciones de hechos heroicos, quizás sobrehumanos, a veces humillantes, a los que se sometía el candidato, caballero noble, para honrar al rey, al emperador, a su señor, a la señora adorada, o a la misma Iglesia o, en algunos casos, para defender a los pobres y a los débiles. Aquellos recuerdos de una fidelidad a vida o muerte, cantada y dramatizada, causaban admiración e intrépidos impulsos de imitación en las jóvenes y damas que las escuchaban.

8. Al mismo tiempo el ambiente «cortés» favorecía el nacimiento y desarrollo de una nueva cultura del arte y de la pasión de amar, aun en su expresión erótica, concebida como deseo profundo y total de ser amado y de amar con todo el ser. Muchas veces este amor encuentra su sublimación en Cristo y en la Virgen María, pero también en intensas amistades entre personas humanas y, en fin, en el amor hacia todas las criaturas. Las formas verbales que expresan tal amor son las de los símbolos clásicos, bíblicos y ordinarios del amor nupcial, o del místico, o de tendencia mística. El Cantar de los cantares resulta así una fuente de inspiración; como, por ejemplo, en san Bernardo y la escuela cisterciense, especialmente con Guillermo de San Teodorico, a cuya escuela Clara parece cercana, o en el filón del amor noble de un Marcabruno y del amor puro (Minnemystik) de Beatriz de Nazareth y de Hadewijch. Si se prescindiera de esta cultura del amor, tan difundida en Europa en los años 1150-1250, no se entendería la evolución, nueva y profunda, que tuvo lugar en la mujer en el ámbito de aquella nobleza, en la que florecen y brillan la plantita de Francisco y sus hermanas pobres y señoras -en San Damián, en Praga, en Monticelli y otras partes-, extendidas en pocos años, en todo el continente europeo. La mística del «amor puro» vivida en fraternidad, altísima pobreza y humildad, encarnada en la familia espiritual de los hermanos menores, de las hermanas pobres y en los nuevos penitentes, tan cercanos a las generaciones emergentes de los pobres y de los pequeños, hasta entonces fuera de la ley feudal y clasista, es conocida y buscada por la masa de los sin voz, que no gozaba de libertad personal, pero se abría paso irresistiblemente.

9. En este contexto histórico, aunque no queramos tener en cuenta la milagrosa visión o la intuición materna que había anticipado a Hortolana el nacimiento de Clara como luz esplendorosa sobre todo el mundo, podemos ciertamente reconocer a Clara como persona excepcionalmente dotada por la naturaleza y por la gracia, de índole autónoma, decidida y emprendedora, que busca con extrema decisión el propio espacio dentro y fuera de casa. Realmente, una dulce y fuerte personalidad.

De ello encontramos indicios sobre todo en el Proceso de canonización, en el que hablan testigos cercanos a Clara ya en el período antecedente a su vocación a la vida religiosa y, por tanto, en el período más juvenil, vivido en la casa paterna. En el Proceso se contempla a la joven Clara que vive en casa con la madre. Su comportamiento es descrito como «honesto y de buena fama, gentil y cortés», expresiones típicas de un mundo noble. Se indica además su vida devota, penitente y misericordiosa, generosa con los pobres: en resumen, un modo de vivir estimado por todos, dentro y fuera de casa. El mérito de esta educación es sin duda en gran parte de Hortolana, mujer de oración, entregada al trabajo, abierta a las obras de misericordia, incluso más allá del círculo de los vecinos.

Fuera de casa, Clara es reservada, discreta, silenciosa; no busca la admiración como las demás bellas jóvenes de su ambiente. Con gran firmeza rehúsa todas las propuestas de matrimonio sin dar esperanza alguna a los pretendientes, como uno de éstos declarará explícitamente en el Proceso. Ella es ya toda del Señor y se dedica a la oración y a las obras de caridad para con los pobres. Tanto ella como su madre se identifican con aquella forma de vida practicada, independientemente de la voluntad de entrar en monasterio o convento, por muchas jóvenes de Europa: «Mulieres religiosae», penitentes, pobres de Cristo, reclusas, conversas.

LOS TESTIMONIOS DE LA JUVENTUD

10. La hermana de Clara, Beatriz, afirma que su hermana vivió desde su juventud virginalmente, entregada a las buenas obras y gozando de buena fama ante todos; alentada por Francisco lo abandonó todo, vendiendo su propiedad y una parte también de la de Beatriz y la dio a los pobres (Proc 12,1.3).

Sor Pacífica, íntima amiga de Clara desde la juventud, que entró en San Damián como primera compañera, junto con Inés, confirma lo afirmado por Beatriz y añade «que la servía la mayor parte del día y de la noche». Afirma también que los padres fueron nobles, y presenta expresamente a la madre como ejemplo de piedad y de caridad con los pobres, añadiendo además que peregrinó a Tierra Santa, a Roma y al Monte Gárgano. Añade también que visitando la casa de Clara nunca vio al padre «cavaliere», confirmando las frecuentes ausencias de éste (Proc 1,3.4).

Bona, hermana de sangre de Pacífica, la fiel compañera de Clara con ocasión de sus conversaciones secretas con Francisco antes de abrazar la vida religiosa, la sigue inmediatamente después. Había vivido en la casa paterna de Clara y había hablado con ella muchas veces. Por eso puede afirmar: «Los manjares que decía que comía, los enviaba a los pobres, y la testigo afirma que muchas veces los llevó ella misma»; «muchas veces fue con ella a hablar con san Francisco, e iba secretamente para no ser vista por los parientes». «Y dijo que en aquel tiempo que ella entró en religión, era una joven prudente, de casi dieciocho años de edad, y estaba siempre en casa; recogida, evitaba ser vista de los que pasaban delante de su casa. Era también muy amable y se ocupaba en otras obras buenas». Y recuerda, en fin, que Clara, estando todavía en el siglo, le daba «cierta cantidad de dinero encargándole que lo llevase a los que trabajaban en Santa María de la Porciúncula, para que comprasen carne» (Proc 17,1.3.4.7) Tal vez se habla aquí del primer gesto de simpatía afectiva de Clara hacia el joven Francisco y sus compañeros.

11. Queremos citar también el testimonio de dos vecinos de casa y amigos del padre y de la familia de Clara. El primero de los dos, Ranieri de Bernardo, dice expresamente que Clara era «bella de rostro» y que nunca quiso aceptar las ofertas de matrimonio, ni de parte de parientes ni de otros, haciendo, al contrario, todo lo posible para poder seguir cuanto antes a Francisco (cf. Proc 18,2-4).

El segundo, Pedro de Damiano, confirma cuanto ha dicho Ranieri; y ambos subrayan la firme voluntad de Clara de consagrarse al Señor en virginidad y pobreza (Proc 19,2).

Igualmente importante es, en fin, el especial testimonio de Juan Ventura que habitaba en la casa de Clara, cuando ella era joven, como simple doméstico y que, por tanto, es un testigo muy cercano y directo. El criado habla con comprensible orgullo de la nobleza de la familia a la cual servía y del estilo de vida a lo grande que se llevaba y refiere luego el vivir religioso de Clara. En un ambiente de tal nivel: «Ella reservaba y retiraba los manjares de casa rica que le daban y luego los enviaba a los pobres». Y añade un detalle único en el Proceso: «Y que, estando ella todavía en casa del padre, llevaba una estameña blanca bajo los otros vestidos»: vestido propio de los domésticos de casa y, en general, de la gente pobre, como indicio de su intención de vivir como pobre «criada» o sierva, aunque hija de la rica nobleza (Proc 20,1-4).

El mismo testigo aporta otra noticia significativa: «Dijo también que Clara ayunaba y permanecía en oración, y hacía otras obras piadosas, como él vio; y que se creía que desde el principio estaba inspirada por el Espíritu Santo» (Proc 20,5).

El testimonio concluye así: «Y después fue al lugar de San Damián, donde llegó a ser madre y maestra en la Orden de San Damián; y en Jesucristo nuestro Señor engendró muchos hijos e hijas, como hoy se ve» (Proc 20,7).

No es de maravillar que una joven noble, que vive como penitente, «mujer religiosa» en el mundo, se haya revelado, apenas hubo encontrado a Francisco, cual era en profundidad y verdad, es decir, una mujer «nueva». Intuyó en él, en efecto, al hombre «nuevo» inspirado por Dios, juglar del Señor, que canta apasionadamente la bienaventuranza y la belleza del amor esponsal divino, encarnado en la persona de Cristo, Esposo, «hecho camino para nosotros». La misma Clara lo describirá así en su Testamento, contando cómo se convirtió a la penitencia evangélica, atraída por Francisco, enamorado imitador de Cristo.

LOS INICIOS DE LA CONVERSIÓN

12. Sobre este momento decisivo de su vida tenemos diversos testimonios, algunos autobiográficos. Es Clara misma, en efecto, la que nos ofrece noticias sobre su conversión y sobre sus primeras hermanas.

Francisco, después de haber escuchado el mensaje del Crucifijo de San Damián, preanunció la venida de «señoras» que habrían de habitar la iglesia y el monasterio que Francisco estaba restaurando. Y esta profecía, precisamente, la recordará Clara de modo muy detallado en su Testamento.

No hay duda de que Clara había entendido muy bien -como clarísimamente lo expresa en su Testamento- cuál tenía que ser su vocación y la de sus hermanas. Una vocación a la fraternidad, a vivir junto con otras hermanas; a ser «modelo, ejemplo y espejo» (TestCl 19), del Señor y de Su Madre, en la Iglesia y para la Iglesia, reparando (renovando) así su Casa.

Este don viene del Padre de las misericordias, dador de todo bien, por medio de su siervo el bienaventurado Francisco, fiel imitador del Hijo, el cual desde el principio es «nuestro Camino»:

«Amonesto y exhorto en el Señor Jesucristo a todas mis hermanas, así presentes como venideras, que se esmeren por seguir siempre el camino de la santa sencillez, humildad y pobreza, y por guardar el decoro de una vida santa, así como, desde el principio de nuestra conversión a Jesucristo, nos la enseñó nuestro padre san Francisco» (TestCl 56-57).

13. Para comprender más a fondo la personalidad humana de Clara y de las hermanas en el momento de su conversión inicial es importante subrayar la intensidad de su amor al Señor y comprender, en consecuencia, su alegría en las tribulaciones soportadas en su conversión que fue, humanamente hablando, dolorosa. Algunas expresiones usadas por Clara referentes a Francisco lo confirman. Clara ha usado muchas veces en el Testamento las palabras «beato» y «beatísimo», pero la palabra «amador» (Clara llama a Francisco «amador e imitador» del Señor), señala, más intensamente que «amante» y «amigo», a una persona que ama con ardor y fervor perseverantes. Para Clara, pues, Francisco es ya, en el momento de la conversión, un enamorado y por tanto imitador del Señor. Y, colmado de alegría en el Espíritu Santo, profetiza la futura venida de las señoras a San Damián. Idéntica palabra usa Clara en su tercera carta a Inés en un contexto nupcial que explica muy bien cómo Francisco, Inés, Clara y las primeras hermanas, en el momento de su conversión, quisieron dejar, entre tantas dificultades personales y familiares, «el mundo» y sus ciegos «amadores», como esposas enamoradas en el Espíritu Santo. Escribiendo, pues, a Inés, Clara afirma expresamente que el Señor, desde el principio de la conversión, llena a sus amadores de especiales dulzuras para ayudarlos a superar los obstáculos que pueden disuadir a los llamados hasta empujarlos a la desesperación. Francisco mismo había tenido esa experiencia con los leprosos, antes de experimentar la alegría de prever la llegada de Clara y las hermanas, apoyado en la palabra del Crucificado de San Damián.

14. Clara, escribiendo a Inés, conocía las grandes pruebas que ésta había tenido que soportar en el momento de la conversión y de ellas habla con expresiones como «sombra» y «tristeza» (3CtaCl 11) y la anima, refiriéndose a la Virgen María, esposa y madre del Hijo de Dios, que tanta alegría ha tenido por la unión con el Esposo divino, en el que se siente transformada:

«Así probarás también tú lo que experimentan los amigos cuando saborean la dulzura escondida, que el mismo Dios tiene reservada desde el principio para los amadores (el texto latino no escribe «amanti» sino «amatores»). No te pares siquiera a mirar a las seducciones, que acechan a los ciegos amadores de este mundo falaz, y ama sin reservas a aquel que se te ha dado totalmente por amor. El sol y la luna admiran su belleza; sus prendas son de precio y grandeza infinitos. Me refiero al Hijo del Altísimo, que la Virgen dio a luz, sin dejar por ello de ser virgen. Llégate a esta dulcísima Madre, que engendró un Hijo que los cielos no podían contener, pero ella lo acogió en el estrecho claustro de su vientre y lo llevó en su seno virginal» (3CtaCl 14-19).

Idéntico clima de amor al Señor y de alegría en las tribulaciones se encuentra en el cap. VI de la Regla de Clara, autobiográfico, donde habla de la conversión inicial de las hermanas. De este capítulo hablaremos ampliamente más adelante.

15. Aquí nos place citar una fuente literaria de carácter romántico-hagiográfico, ambientada en el clima trovadoresco, en la que Francisco y Clara aparecen en la edad de su juventud asisiense: la Leyenda llamada de santa Clara:

«Oyó hablar por entonces de Francisco, cuyo nombre se iba haciendo famoso y quien, como hombre nuevo, renovaba con nuevas virtudes el camino de la perfección, tan borrado en el mundo. De inmediato quiere verlo y oírlo, movida a ello por el Padre de los espíritus, de quien tanto él como ella, aunque de diverso modo, habían recibido los primeros impulsos. Y no menos deseaba Francisco, entusiasmado por la fama de tan agraciada doncella, verla y conversar con ella, por si de algún modo él, que estaba ávido de conquistas, que se sentía llamado a destruir el imperio del mundo, lograba arrebatar tan noble presa al siglo malvado y reivindicarla para su Señor. La visita, pues, Francisco; y más aún Clara a él; aunque moderan la frecuencia de sus entrevistas para evitar que aquella divina amistad pueda ser conocida de los hombres e interpretada maliciosamente por públicas habladurías; por eso, acompañada solamente de una íntima familiar y dejando el hogar paterno, la doncella menudeaba sus secretos encuentros con el varón de Dios, cuyas palabras le parecían llameantes y las acciones sobrehumanas.

»El padre Francisco la exhorta al desprecio del mundo; demostrándole con vivas expresiones la vanidad de la esperanza y el engaño de los atractivos del siglo, destila en su oído la dulzura de su desposorio con Cristo, persuadiéndola a reservar la joya de la pureza virginal para aquel bienaventurado Esposo a quien el amor hizo hombre» (LCl 5).

Otro testimonio confirma el poder moral, una verdadera fascinación espiritual, ejercido por Francisco sobre Clara. Clara misma es la que nos lo ofrece «como ejemplo y espejo», al fin de su vida, después de 28 años de enfermedad, libre ya de toda humana instigación: «Desde que conocí la gracia de mi Señor Jesucristo por medio de aquel su siervo Francisco, ninguna pena me resultó molesta, ninguna penitencia gravosa, ninguna enfermedad... difícil» (LCl 44).

16. Clara tiene prisa de llegar a este desposorio divino y se decide pronto, ya que tenía desde hacía tiempo el deseo de desposarse al Señor (LCl 6). Verdaderamente el espíritu del relato responde bien al ánimo de Clara y de Francisco, ambos expertos y enamorados del «amor puro» místico, entonces en boga por todas partes. La respuesta a su mensaje no se hace esperar.

«De hecho, la novedad de tan notables sucesos cundió de un extremo a otro de la tierra y comenzó a ganar almas para Cristo. Estando encerrada, Clara empieza a ser luz para todo el mundo y con la difusión de sus alabanzas refulge clarísima. La fama de sus virtudes invade las estancias de las señoras ilustres, llega a los palacios de las duquesas y penetra hasta en la mansión de las reinas. Lo más granado de la nobleza se inclina a seguir sus huellas y desde una engreída ascendencia de sangre desciende a la santa humildad. Algunas, dignas de matrimonios con duques y reyes, invitadas por el mensaje de Clara, hacen rigurosa penitencia, y las que se habían casado con potentados imitan, según pueden, a Clara. Innumerables ciudades se engalanan con monasterios, y hasta los lugares campestres y montañosos se embellecen con la fábrica de tan celestiales edificios. Se multiplica el culto de la castidad en el siglo, abriendo la marcha la santísima Clara, y queda restaurado el renacido estado virginal. Con estas flores espléndidas que Clara produce, reflorece hoy felizmente la Iglesia, la misma que implora ser sustentada con ellas cuando dice: "Confortadme con flores, reanimadme con manzanas, que estoy enferma de amor"» (LCl 11).

Si nos preguntamos el cómo y el porqué de la novedad de Clara, podemos decir que en ella la gracia y la naturaleza han compuesto una maravillosa unidad: la gracia supone, es más, perfecciona la naturaleza. La novedad, al fin, resulta de la destacada singularidad de la personalidad de Clara, en el contexto de su tiempo. Singularidad que queremos subrayar mejor hablando de lo que llamaremos su «santa conversación» o su conversión continua hasta la muerte.

EL EQUILIBRIO DE LA MADUREZ

17. El equilibrio entre lo «femenino» y lo «masculino», determinante para la formación de la madurez de toda persona humana, hay que buscarlo también en Clara, pues este equilibrio es el que hace de ella un modelo de humanidad, un «ejemplo y espejo» para todos.

Lo que de primeras sorprende, al primer contacto con la personalidad de Clara, es su fuerte temperamento, que la lleva a luchar contra todo obstáculo que le impida recorrer el que ella sabe que es su propio camino. Estudiando más a fondo su personalidad, se descubre, con creciente y agradable sorpresa, el armonioso equilibrio de una excepcional humanidad, que realmente hay que confesar como genial y ejemplar para todos.

Sin embargo, hay algo que, al parecer, ensombrece este cuadro: una cierta tendencia, excesiva o extrema, de Clara a las penitencias corporales, a las vigilias nocturnas con lágrimas, a los ayunos y abstinencias. Nuestra perplejidad la sugiere el mismo diablo que insinúa a Clara que no llore, pues terminará por volverse ciega; que no haga demasiadas penitencias, pues acabará con la nariz torcida. A lo que Clara responde: «No quedará ciego quien verá a Dios» y «No padece ninguna tortura el que sirve al Señor» (LCl 19).

La exageración penitencial de Clara preocupaba también a Francisco y al mismo obispo de Asís, quienes creyeron que debían intervenir. Francisco, aunque acostumbrado a severas penitencias corporales, quiso, al fin de su vida, pedir perdón al hermano cuerpo. También Clara demostró siempre gran moderación e indulgencia con sus hermanas. Prueba de ello es la tercera Carta a Inés de Praga, en la que recuerda que Francisco exhorta que las fiestas se celebren «usando en ellas mayor amplitud en la variedad de manjares». Y que «nos enseñó y mandó tener, con respecto a las débiles y enfermas, la mayor discreción posible, procurándoles toda clase de manjares» (cf. 3CtaCl 29-31). En cuanto a Inés, le da aquellos consejos prudentes que ella rehusaba aplicarse a sí misma:

«Con todo, como nuestra carne no es de bronce ni nuestra resistencia de granito, sino que más bien somos frágiles y propensas a toda debilidad corporal, te ruego, carísima, y te pido en el Señor, que moderes prudente y discretamente ese rigor exagerado e imposible de abstinencia que sé que has abrazado, a fin de que, viviendo, sea tu vida la que alabe al Señor y le tributes una ofrenda razonable y tu sacrificio esté condimentado con la sal de la prudencia» (3CtaCl 38-41).

18. Justificando estas prácticas extremas de Clara, el autor da una inesperada y bastante convincente explicación:

«Y, si bien es cierto que la grave aflicción del cuerpo engendra de ordinario la aflicción del espíritu, de forma muy distinta sucedía en Clara, quien conservaba en medio de sus mortificaciones un aspecto festivo y regocijado, de modo que parecía demostrar o que no las sentía o que se burlaba de las exigencias del cuerpo. De lo cual se da a entender claramente que la santa alegría de la que abundaba interiormente, le rebosaba al exterior, porque el amor del corazón hace leves los sufrimientos corporales» (LCl 18).

Un eco de esta experiencia estática o mística se encuentra en el conocido verso trovadoresco en lengua vulgar, que conocían muy bien Francisco y Clara: «Tan grande es el bien que espero que toda pena me da consuelo» (Flor 1ª Consid. BAC p. 895).

Todo esto demuestra un amor maduro en toda su profundidad, tanto a Dios, amado con amor de esposa, como a una persona humana como el bienaventurado padre Francisco, que era, después de Dios, el único apoyo para Clara, verdadero amador-imitador de Cristo, como símbolo-sacramento del verdadero amor. Y esto desde el principio, desde que el Crucifijo de San Damián, llamando por su nombre a Francisco, le impulsó a profetizar la venida de Clara y las hermanas, llamadas a renovar y santificar la Iglesia, en comunión de caridad con él y sus hermanos.

Animada de tal amor, don del Espíritu Santo, Clara supo aprender la sabiduría de la discreción, el discernimiento de los espíritus, del que se muestra bien pronto adornada. Tanto en el período vivido en la casa materna, como después en la vida del monasterio, Clara demuestra poseer, además de una «fuerte y santa resistencia» frente a todas las corrientes contrarias en las que se ve envuelta, una gran serenidad en sus actitudes: sigue tranquila su camino, sin turbarse ni irritarse, sin rebelarse; permanece siempre amiga fiel y madre e hija carísima de todos sus opositores, entre los que también hubo cardenales y papas.

19. Con entera claridad de ideas sabía reconocer lo «necesario» (su Forma de vida recibida del Señor por medio de Francisco, el Privilegio de la pobreza, el espíritu de oración al que todas las cosas temporales deben servir, el Espíritu del Señor deseable sobre todas las cosas, la unidad en el amor recíproco), distinguiéndolo claramente de lo «secundario» (instituciones, constituciones, reglas, nombres, títulos, como el de abadesa). En lo que era necesario fue siempre «tenax disciplinae Dei» -firme a la enseñanza divina- como decía el breviario; en todo lo restante, aceptó cuanto podía ser oportuno u obligatorio aceptar, sin fanáticas contestaciones, muy en boga entonces entre los movimientos de los Valdenses, Humillados, Cátaros y otros. En este sabio discernimiento -hecho de fidelidad radical a lo que se refería al corazón de su proyecto evangélico-franciscano y de aceptación serena de tantas normas que la curia romana creía convenientes o necesarias- se revela la fuerza de su personalidad de mujer y de madre. Es muy significativo, además, el hecho de que muchas discusiones, proclives al fanatismo y aptas para dividir los ánimos, como, por ejemplo, la de la observancia espiritual o literal de la Regla, aparecen extrañas al espíritu clariano. Tanto es así que en el cap. X de su Regla, a diferencia de Francisco que habla de observancia espiritual, Clara inserta un texto paulino relativo al espíritu de unidad y caridad, vínculo de perfección, que es lo opuesto a la «contestación» y a la división: «Sean, por el contrario, solícitas siempre en guardar unas con otras la unidad del amor recíproco, que es vínculo de perfección (Col 3,14)» (RCl 10,7). Insinúa con ello que el Espíritu del Señor y su santa operación consisten en esta caridad recíproca, deseable sobre todo y practicada hasta el amor a los enemigos, aun a los de casa. Hay que anotar, además, que tal equilibrio, por muy perfecto que parezca, no tiene en modo alguno aquella frialdad que quizás se encuentra en un cierto nivel de vida ascético-mística clásica. Clara salva siempre la propia feminidad y humanidad.

20. Sobre este particular, el testimonio que vamos a referir, ligado a la última semana de vida de Francisco, tiene toda la intensidad de una fuerte y madura experiencia, que ambos compartían profundamente.

Encontrándose ambos gravemente enfermos, Clara teme morir antes que Francisco sin poder verlo. Podría parecer una debilidad y, sin embargo, revela la fuerza de la humanidad de una mujer que ha superado hasta ahora todas las tribulaciones posibles e imposibles, como si fuera de hierro, siendo así que era una criatura rebosante de ternura y de sensibilidad.

«Lloraba amargamente y no se podía consolar, pues creía que antes de morir no podría ver a quien, después de Dios, consideraba como a padre suyo, es decir, al bienaventurado Francisco; él había sido el consolador del hombre interior y exterior y él quien primero la cimentó en la gracia de Dios. Se le hizo saber al bienaventurado Francisco por medio de un hermano. Al oírlo tuvo compasión de ellas; es que las amaba, a ella y a sus hermanas, con afecto paternal por la santa vida que llevaban y, sobre todo, porque, a los pocos años de haber comenzado a tener hermanos, se convirtió Clara, con la gracia del Señor, mediante las exhortaciones del bienaventurado Francisco; su conversión constituyó motivo de gran edificación no sólo para la Religión de los hermanos, sino para toda la Iglesia de Dios» (LP 13. BAC p. 607).

Un gran maestro de franciscanismo de nuestros tiempos, K. Esser, ha escrito que Francisco demostró su gran santidad cuando se reveló tan humano aceptando, más aún, pidiendo expresamente, en su lecho de muerte y contra todo canon ascético hagiográfico, los dulces de la Hermana Jacoba. ¿No podríamos afirmar, con todo derecho, que también Clara demostró su propia santidad revelándose tan mujer, hija y madre, respecto a san Francisco moribundo?

LA «MULIER FORTIS»

21. Resumimos muy esquemáticamente algunos otros aspectos de la personalidad de Clara que de ordinario llaman menos la atención en un hombre y sin embargo sorprenden en una mujer.

Primeramente, el rechazo decidido de toda oferta de matrimonio por parte de la familia y de los parientes. La fuga a Santa María de los Ángeles, a los 18 años, con la consiguiente ruptura de los lazos familiares y sociales. La renuncia a su estado de nobleza y la elección de una vida de «sierva». La acogida de su hermana Inés (civilmente Catalina) y la consiguiente resistencia a la prepotencia, tan masculina, de los parientes. Los sufrimientos y tribulaciones físicas y morales que tuvo que afrontar para conservarse fiel «usque in finem» -hasta el extremo- a la vocación que el Señor le había dado a través de Francisco. El rechazo constante de comportarse como abadesa-señora, para querer ser y obrar como criada-sierva de las hermanas, hasta prestarles los servicios más mortificantes. El Privilegio de la pobreza, único en su género y en su tiempo, defendido contra todos, incluidos los papas y los cardenales; privilegio defendido muchas veces por ella sola, si bien en la solidaridad que le demostraron Inés de Bohemia, la hermana Inés y el mismo fray Elías. La resistencia pasiva y serena contra los sarracenos y otros enemigos de la ciudad de Asís.

La lucha valerosa sostenida por Clara para defender la propia Forma de vida o Regla demuestra coraje, inteligencia y sabiduría. Lucha llevada adelante con espíritu de paz, sin ningún fanatismo reformador y pauperístico, entonces tan en boga. Introduce en la vida de la fraternidad, contra toda praxis feudal de tipo clasista, la absoluta «sororitas» («hermanas» pobres): unidad que nace de la recíproca caridad fraterna, más que materna, y de la corresponsabilidad y participación de todas, hasta de la última hermana.

Ásperas discusiones verbales y espiritualistas entre los mismos hermanos amenazaban la fidelidad a la única vida evangélica franciscana, comprometiendo la misma unidad fundamental de la familia franciscana de los hermanos menores y de las hermanas pobres. Clara afrontó -sola, después de la muerte de Francisco- la situación como «madre» de la orden fundada por su «bienaventurado y beatísimo padre».

La fidelidad total a la persona de Cristo y de María pobre, considerada por Clara realmente como el «unum necessarium», fue vivida por ella en pleno equilibrio y seguro discernimiento, con las cosas secundarias pero que estaban al servicio de su amor nupcial, como eran algunas normas concretas relativas a la clausura, al silencio, a la oración y a las prácticas «pobres», en las cuales la unidad se encarna en una sana y santa pluriformidad (cf. 2 Cel 192).

TERNURA DE (MADONNA) SEÑORA CLARA

22. La palabra «madonna» nos remite al Proceso de canonización de Clara, ya que especialmente en él las hermanas gustan llamar así a su madre.

La fuerte y dulce feminidad de Clara resalta desde sus primeros años vividos en la casa paterna, como ya hemos indicado. Ahí ella se mueve y crece en el clima ejemplar creado por su madre Hortolana. Afable, cortés, hospitalaria, pía, devota, entregada a los servicios domésticos normales en una casa como la suya. Generosa hacia los pobres y viviendo ella misma como pobre penitente de Cristo en el mundo.

Rica de nobles ideales y abierta a gestos valientes, por amor de Cristo, es capaz tanto de gestos fuertes, como su deseo de partir para Marruecos, ansiosa de martirio -cuando supo lo de los primeros mártires franciscanos-, como de gestos humildes al servicio de los más pobres.

Clara daba importancia prioritaria a las relaciones interpersonales con las hermanas, dentro de la fraternidad. Está convencida de que ésta debe ser ejemplo y espejo en la Iglesia y en el mundo entero por el amor «materno» con que se aman unas a otras.

La feminidad-maternidad de Clara se revela además en su espíritu de servicio, con el que cumple actos humildes y escondidos a imitación de Jesús que lava los pies a los suyos, y también en tantas expresiones y atenciones que ni siquiera se encuentran en la Regla de Francisco. Algunas de esas normas se refieren a las necesidades corporales y espirituales de cada hermana y de la comunidad (como la prescripción que en el vestirse ha de tenerse en cuenta la necesidad de cada persona, que se tenga una atención especial a las hermanas jóvenes, enfermas y débiles, en sentido moral y no sólo en el sentido físico); otras reclaman gran corresponsabilidad (con expresiones como «nosotras», «nuestro», «todas», «común utilidad», «mutua unidad en la caridad»); otras, en fin, subrayan la solicitud materna de la abadesa-madre-sierva, hermana entre las hermanas, a la cual se obedece por amor y no por temor, que no mira a tener privilegios ni quiere amistades particulares y es el último refugio para las afligidas; y aunque exija silencio, penitencia, clausura, oración, pobreza, lo hace siempre con la moderación debida a las personas concretas.

23. Confirman además este carácter de Clara, a la vez filial y materno, los capítulos VI-X de la Regla definitiva. En ellos están presentes todos los temas claves de la comprensión del corazón de Clara y de su proyecto evangélico y franciscano: la vida de hijas-siervas del Padre, esposas del Espíritu Santo, que han escogido el seguimiento de Cristo y de su Madre hasta el fin, sin nada propio (cap. VI); la vida en pobreza, a ejemplo del Señor y de María, su madre, y en mutua y materna caridad (cap. IX); buscando, por encima de todo, tener el Espíritu del Señor en la unidad del amor recíproco, que es vínculo de toda perfección (cap. X), hasta el amor supremo hacia los enemigos. Son éstas las dimensiones de ternura que volvemos a encontrar en las cartas a santa Inés de Praga, que confirman la genialidad de Clara en el dominio de su personal afectividad.

II. CLARA, MUJER «CRISTIANA»

24Clara se consagra. Una fuente, digna de consideración, nos hace saber que Francisco «no quería tener familiaridad con ninguna mujer y no permitía que las mujeres usasen con él modos familiares; solamente a la bienaventurada Clara parecía tener afecto; y todavía cuando hablaba con ella o se hablaba de ella, no la llamaba por su nombre, sino que la llamaba "cristiana". Y de ella y de su monasterio tenía gran cuidado» (Fonti Francescane 2682). El testigo sería una persona muy cercana, tanto de Francisco, de quien era compañero íntimo, como de Clara, por quien fue curado de una enfermedad: se trataría de hecho de fray Esteban. Está claro, de todos modos, que Francisco amaba tanto a Clara y a las hermanas que las llamaba señoras y de ellas tenía cuidado como si se tratase de los mismos hermanos. Como también es verdad que Francisco nunca se dirigía a Clara, singularmente, sino a las hermanas pobres en conjunto.

Ciertamente, Francisco llama a Clara «cristiana» porque veía, de hecho, en ella, a una verdadera cristiana; algo de la Virgen Madre; igual que llamaba hermanos cristianos a los leprosos, porque veía en ellos algo del Señor crucificado.

Juan Pablo II, al que nos hemos referido al principio, ha intuido esta profunda razón del afecto de Francisco hacia Clara: «Se veía a sí mismo como un hermano, un pobrecillo a imagen de la santidad de esta auténtica esposa de Cristo en la cual encontraba la imagen de la perfectísima esposa del Espíritu Santo, María Santísima».[4] Es esta una palabra de hoy, autorizada, que expresa la esencia vital de la espiritualidad de Clara y hace de ella un símbolo también para nuestro tiempo.

Una vez más debemos partir de las bien conocidas fuentes autobiográficas que son el Testamento, la Forma de vida y Regla definitiva, el Privilegio de la pobreza y el mismo Proceso de canonización.

EL TESTAMENTO

25. Para descubrir la personalidad cristiana de Clara, es esencial el Testamento. Ahí, en este escrito, tan personal e íntimo, es donde Clara cuenta su vocación y la de sus hermanas:

«Pues el mismo santo, cuando aún no tenía hermanos ni compañeros, casi en seguida después de su conversión, mientras edificaba la iglesia de San Damián -en donde, visitado totalmente por la divina consolación, sintió el impulso de abandonar por completo el siglo-, profetizó de nosotras, en un transporte de alegría e ilustrado por el Espíritu Santo, lo que más adelante el Señor realizó. En efecto, subido entonces sobre el muro de la mencionada iglesia, gritaba en lengua francesa a ciertos pobres que vivían allí cerca: "Venid, ayudadme en las obras del monasterio de San Damián, porque llegará un día en que habrá en él unas damas cuya santa vida difundirá su fama y dará gloria a nuestro Padre celestial en toda su santa Iglesia"... Y no sólo de nosotras profetizó estas cosas nuestro beatísimo padre, sino también de las demás que nos habían de seguir en la santa vocación, a la cual nos llamó el Señor» (TestCl 9-17).

Y continúa:

«El mismo Señor nos ha puesto como modelo, ejemplo y espejo no solamente para los demás, sino también para nuestras hermanas, llamadas por el Señor a la misma vocación, a fin de que ellas, a su vez, sirvan de espejo y ejemplo a los que viven en el mundo. Habiéndonos, pues, llamado el Señor para cosas tan grandes, nada menos que para que puedan mirarse en nosotras las que han de ser ejemplo y espejo de los demás, estamos muy obligadas a bendecir y alabar al Señor, y a sentir ánimo en el Señor para obrar el bien. Por lo cual, si vivimos según la sobredicha forma, dejaremos a los demás un noble ejemplo y, con poquísimo trabajo, nos granjearemos el galardón de la eterna bienaventuranza» (TestCl 19-23).

Por tanto, todas las hermanas están llamadas a ser («nos ha puesto») modelo, ejemplo y espejo entre ellas y para todos en la Iglesia y en el mundo. ¿Ejemplo y espejo de qué y de quién? Del Hijo de Dios que se ha hecho para nosotros Camino, como nuestro beatísimo padre Francisco mostró y enseñó. La realización efectiva de esta vocación tuvo lugar poco después de la conversión de Francisco, cuando Clara y sus hermanas le prometieron libremente obediencia. Después fueron a San Damián. «Aquí, en breve espacio, nos multiplicó el Señor por su misericordia y gracia, a fin de que se cumpliese lo que él había predicho por su santo» (TestCl 31). Fue el mismo Señor quien quiso, por tanto, la permanencia de las señoras en San Damián y no en otro sitio.

26. Después Francisco escribió la Forma de vida, insistiendo mucho sobre la pobreza (TestCl 39). Y Clara, para asegurar la fidelidad a tal pobreza, pidió el «Privilegio» a Inocencio III y a sus sucesores. Precisando el sentido de dicha pobreza, Clara hace referencia a la Virgen María, diciendo que el Padre ha engendrado esta pequeña grey en la Iglesia por medio de Francisco «para seguir la pobreza y humildad de su amado Hijo y de la gloriosa Virgen, su Madre» (TestCl 46).

El sentido del Camino de Clara y de las hermanas está también enunciado en el Testamento con solemnes expresiones:

«Amonesto y exhorto en el Señor Jesucristo a todas mis hermanas, así presentes como venideras, que se esmeren por seguir siempre el camino de la santa sencillez, humildad, y pobreza, y por guardar el decoro de una vida santa, así como desde el principio de nuestra conversión a Jesucristo nos lo enseñó nuestro padre san Francisco» (TestCl 56-57).

Clara insiste sobre el contenido de caridad de dicha santa conversación:

«Y amándoos mutuamente en la caridad de Cristo, manifestad externamente, con vuestras obras, el amor que os tenéis internamente, a fin de que, estimuladas las hermanas con este ejemplo, crezcan continuamente en el amor de Dios y en la recíproca caridad» (TestCl 59-60).

Este ejemplo de caridad compromete tanto a las hermanas como a la misma abadesa. Más aún, ésta debe preceder a las hermanas, a fin de que

«estimuladas con su ejemplo, le obedecerán no tanto por deber cuanto por amor. Sea, asimismo discreta y próvida para con sus hermanas como buena madre para con sus hijas; y, sobre todo, procure proveerlas de las cosas que el Señor diere, según la necesidad de cada cual. Sea, además, tan acogedora y comunicativa con todas, que puedan manifestarle sin temor sus necesidades y acudir a ella confiadamente, a cualquier hora, como mejor les acomode, lo mismo cada una para sí como en favor de sus hermanas.

»Mas las hermanas que son súbditas tengan presente que han renunciado, por el Señor, a su propia voluntad. Por ello quiero que obedezcan a su madre con espontánea voluntad, como lo prometieron al Señor. De esta forma la madre, viendo la caridad, humildad y unión que reina entre ellas, llevará con más facilidad toda la carga de su oficio, y lo que es molesto y amargo se le convertirá en dulzura por el santo comportamiento de ellas» (TestCl 62-70).

El uso de las palabras «amargo», «dulzura» recuerda la experiencia de Francisco entre los leprosos que, al principio, amarga, se cambió, después, en dulzura de alma y cuerpo. Realmente es singular y significativo que dicha experiencia de mística dulzura de Francisco la recuerde Clara en un contexto tan diverso. De hecho sólo aquí aparecen dichas expresiones.

En la conclusión, Clara resume las inspiraciones constantes en toda su vida: el Señor, su Madre, Francisco, la Iglesia, haciendo de ellas motivación para la perseverancia:

«Una vez, pues, que hemos entrado por el camino del Señor, guardémonos de apartarnos de él en manera alguna por nuestra culpa, negligencia e ignorancia, para que no hagamos injuria a tan gran Señor y a la Virgen, su Madre, a nuestro padre san Francisco, y a la Iglesia triunfante, y aun a la militante» (TestCl 74-75).

LA BENDICIÓN

27. El texto de su Bendición confirma que Clara, «sierva de Cristo», se sentía llamada a ser madre de sus hermanas, pero con un aliento materno que abraza a toda la Iglesia, la del cielo y la de la tierra.

Se trata de un documento quizá único en la historia del cristianismo escrito por una mujer, marcado por una excepcional amplitud de sensibilidad eclesial. Merece ser presentado por entero.

«En el nombre del Padre y del Hijo
y del Espíritu Santo. Amén.
El Señor os bendiga y os guarde,
os muestre su faz y tenga misericordia
de vosotras;
vuelva a vosotras su rostro y os conceda la paz:
a vosotras, hermanas e hijas mías, y a todas
las que han de venir después de vosotras
y han de formar parte de esta nuestra hermandad,
y a todas las demás de toda la orden que perseveren hasta el fin
en esta santa pobreza.

»Yo, Clara, sierva de Cristo, plantita del padre nuestro san Francisco, hermana y madre vuestra y de las demás hermanas pobres, aunque indigna, suplico a nuestro Señor Jesucristo que, por su misericordia y por la intercesión de su santísima Madre María, de san Miguel Arcángel, de todos los ángeles santos de Dios y de todos los santos y santas, el mismo Padre celestial os conceda y confirme esta santísima bendición en el cielo y en la tierra: en la tierra, multiplicándose en gracia y virtudes entre sus siervos y siervas en su Iglesia militante; en el cielo, exaltándoos y glorificándoos entre sus santos y santas en su Iglesia triunfante.

»Os bendigo en mi vida y después de mi muerte, en cuanto me es posible y más de lo que me es posible, con todas las bendiciones con que el mismo Padre de las misericordias ha bendecido y bendecirá en el cielo y en la tierra a sus hijos y a sus hijas espirituales, y con las que cada padre o madre espiritual ha bendecido y bendecirá a sus hijos y a sus hijas espirituales. Amén.

»Sed siempre amantes de Dios y de vuestras almas y de todas vuestras hermanas, y sed siempre cuidadosas de guardar cuanto habéis prometido al Señor.

»¡El Señor esté siempre con vosotras y que vosotras estéis siempre con él! Amén» (BenCl 1-16).

LA FORMA DE VIDA

28. Una guía imprescindible para entender el proyecto de Clara es sin duda la Forma de vida, recibida de Francisco desde el principio (1212-1213), que Clara conserva, al menos en su núcleo esencial, en el cap. VI de la Regla definitiva de 1253.

Clara refiere que la Forma de vida le fue dada a ella y a sus primeras compañeras por Francisco, poco después de su conversión, y que ella y sus compañeras le prometieron obediencia.

Francisco, pues, viendo con gran alegría que Clara y las hermanas eran tan felices aun en medio de tantas dificultades, tan ajenas al mundo, pobres y entregadas al trabajo como sus mismos hermanos, quiso escribir para ellas una Forma de vida.

Clara, a diferencia de Francisco, no usa nunca la palabra Regla; prefiere «Forma de vida o de vivir» (la usará 21 veces).

El contenido de tal Forma de vida es totalmente «mariano», con una dimensión trinitaria. La Forma de vida está destinada a hijas y siervas del Padre, esposas del Espíritu Santo, que han elegido la vía de la perfección evangélica, es decir, el seguimiento del Señor y de su Madre, como se lee explícitamente en la «Última Voluntad» que transcribimos textualmente: «Ya que, por inspiración divina, os habéis hecho hijas y esclavas del altísimo sumo Rey el Padre celestial, y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir conforme a la perfección del santo Evangelio...» Y, con motivo de esta elección, Francisco se compromete a tener con Clara y las hermanas la misma solicitud que quiere tener para con sus hermanos: «... quiero y prometo tener siempre, por mí mismo y por medio de mis hermanos, diligente cuidado y especial solicitud de vosotras no menos que de ellos» (RCl 6,3-4).

Es la misma vida trinitaria y mariana que Francisco propone en aquel mismo período (1212-1215) a todos los penitentes del mundo en la «Carta a todos los fieles». Precisamente aquí se dice que «toda alma fiel» (1CtaF 1,1-19; 2CtaF 45-62), asimilando la Palabra de Dios, participa personalmente de la vida filial, esponsal, fraterna y materna de María en el Espíritu del Señor. De hecho, todos los verdaderos penitentes o fieles, en cuanto «practican» la Palabra de Dios, según Lc 8,19-21, son hechos por el Espíritu del Señor hijos del Padre, esposos del Espíritu Santo, hermanos y madres del Señor Jesucristo. Y ésta es, precisamente, la vida trinitaria de María.

El texto remite también a la antífona del Oficio de la pasión, en la que se encuentran las mismas palabras, referidas, lógicamente, a la bienaventurada Virgen «hija y esclava del altísimo sumo Rey el Padre celestial, madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo» (OfP Ant).

¿Se puede hablar de novedad total? El ambiente medieval estaba saturado de discursos sobre la vida evangélico-apostólica, ofrecidos en los tonos más variados y no siempre ortodoxos. Pero la novedad consistió en que dos personas «nuevas», como Clara y Francisco, «renovadas en el Espíritu», supieron hacer llegar aquel ideal evangélico más allá de las habituales categorías feudales de clérigos y de monjes, es decir, a las masas populares.

LA ÚLTIMA VOLUNTAD

29. Hacia el fin de su vida Francisco confirma a Clara la forma de vida escogida -con puntual referencia mariana- mediante la «Última voluntad»:

«Yo, el hermano Francisco, el pequeñuelo, quiero seguir la vida y pobreza del altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre, y perseverar en ella hasta el fin. Y os ruego a vosotras, señoras mías, y os recomiendo que viváis siempre en esta santísima vida y pobreza. Y guardaos muy bien de apartaros jamás de ella, en manera alguna, por enseñanza o consejo de quien sea» (RCl 6,7-9).

CARTA A INÉS

30. Por tanto, está claro que el «Camino» (Vía) de Clara y sus hermanas consiste en dejar que Cristo, en el Espíritu Santo, viva en ellas como en María.

Clara, en la tercera carta a Inés de Praga, refiriéndose también a la Carta a los penitentes o fieles, destaca el mismo concepto. Habla de la enamorada esposa del Dios-Hombre que debe mirarse en la persona divino-humana del Señor crucificado, resucitado-glorioso y, transformada totalmente en el objeto de su amor, debe llegar a ser sostén de los débiles miembros de su inefable Cuerpo. Por tanto, añade:

«Así es en verdad: el alma del hombre, que es la más digna de todas las creaturas, se hace, por la gracia, más grande que el cielo; porque, mientras los cielos con todas las otras cosas creadas, no pueden contener a su Creador, en cambio el ánima fiel, y sólo ella, es su morada y su trono, y ello solamente por efecto de la caridad, de la que carecen los impíos. Es la misma Verdad quien lo afirma: "El que me ama será amado de mi Padre, y yo le amaré; y vendremos a él y estableceremos en él nuestra morada". A la manera, pues, que la gloriosa Virgen de las vírgenes le llevó materialmente en su seno, así también tú, siguiendo sus huellas, de manera especial las de su humildad y pobreza, puedes llevar siempre espiritualmente, en tu cuerpo casto y virginal, y contener a aquel que te contiene a ti y todas las creaturas; puedes poseer lo que es mucho más duradero y definitivo que todas las demás posesiones pasajeras de este mundo» (3CtaCl 21-26).

EL PRIVILEGIO DE LA POBREZA

31. Atención especial merece el Privilegio de la pobreza que Clara había pedido ya en 1216 a Inocencio III. El texto ofrece una síntesis de toda la espiritualidad franciscano-clariana hasta ahora nunca superada y que se debe propiamente a Clara. En él aparecen referencias a los sinópticos, a Pablo, a Pedro, a Juan y revive el clima esponsal del Cantar de los Cantares:

«Es cosa ya patente que, anhelando vivir consagradas para sólo el Señor, abdicasteis de todo deseo de bienes temporales; por esta razón, habiéndolo vendido todo y distribuido a los pobres, os aprestáis a no tener posesión alguna en absoluto, siguiendo en todo las huellas de aquel que por nosotros se hizo pobre, camino, verdad y vida. De esta resolución no os arredráis ni ante la penuria, y es que el Esposo celestial ha reclinado vuestra cabeza en su brazo izquierdo para esforzar vuestro cuerpo desfallecido, que, con reglada caridad, habéis sometido a la ley del espíritu. En fin, en cuanto al sustento y lo mismo en cuanto al vestido, aquel que da de comer a las aves del cielo y viste los lirios del campo no os ha de faltar, hasta el día que, en la eternidad, él mismo se os dé pasando de una a otra, esto es, cuando para mayor fruición os ceñirá estrechándoos con su brazo derecho en la visión plena de él.

»En consecuencia, y tal como lo habéis solicitado, corroboramos con nuestra protección apostólica vuestra decisión de altísima pobreza, y con la autoridad de las presentes condescendemos a que ninguno pueda constreñiros a recibir posesiones.

»A nadie, pues, sea lícito de ninguna manera quebrantar esta escritura de nuestro otorgamiento, o contradecirla con osadía temeraria. Y si alguien se aventurase a intentarlo, sepa que incurrirá en la indignación de Dios todopoderoso y de sus bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo».

LA REGLA

32. Aunque la Regla definitiva fue escrita hacia el fin de la vida de Clara -después del Testamento o en el mismo período-, en ella encontramos también preciosos datos autobiográficos acerca de los principios de su vida evangélica y otras noticias importantes. En el mismo prólogo en que hablan el papa y el cardenal Rainaldo encontramos, sin duda, los mismos conceptos contenidos en la súplica que Clara debe haber presentado para obtener su aprobación.

En sintonía con el papa, el cardenal dice expresamente que esta Forma de vida, según la cual Clara y sus hermanas deben vivir «el modo de santa unidad y de altísima pobreza», les había sido consignada de palabra y por escrito por Francisco. El cardenal especifica también -llamando a Clara «hija y madre carísima»- que las hermanas quieren seguir las huellas del mismo Cristo y de su santísima Madre, habiendo escogido habitar reclusas -«incluso corpore»- en cuanto al cuerpo y servir al Señor en suma pobreza «con espíritu libre».

Esta es, pues, la Regla en su esencialidad: «guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, en desapropio y en castidad».

La vida de las hermanas, sellada por la unidad del espíritu, mutua caridad y altísima pobreza, está basada en la corresponsabilidad de todas las hermanas para la común utilidad (2,1). A las candidatas se les informa diligentemente sobre el modo de vivir la profesión (2,19-20). La abadesa, o madre, elegida en plena concordia para la común utilidad (4,3), debe ser una profesa (contra el uso del tiempo de elegir también a no profesas), ejemplar y abierta al diálogo (4,4-18). Para mejor conservar la unidad y la paz se establece que las oficiales del monasterio sean elegidas con el consentimiento de todas (4,22). La abadesa se avalará siempre con el consejo de las discretas (4,23) (el Discretorio es una novedad introducida por Clara).

33. Después del cap. V, que trata del silencio, de las rejas y temas afines, Clara introduce, casi repentinamente, otros cinco capítulos (del VI al X) de contenido y de clima totalmente diversos, interrumpiendo también el tema de la clausura, que continuará en el cap. XI. Es una interrupción brusca, contra toda ley interna de una Regla. Es evidente que se trata de cinco capítulos que le preocupan particularmente y en los que, como mujer tenaz y segura que es, pretende insistir por ser puntos característicos e insustituibles, en cuanto evangélico-franciscanos.

Hemos hablado ya del cap. VI, que contiene el recuerdo conmovido de su itinerario espiritual, inspirado en la Forma de vida y en la Última voluntad de Francisco. En él encontramos una referencia a la pobreza, que ha de observarse hasta el fin, concediendo, no obstante, una partecita de terreno, como jardín, como medio de sustento y de necesaria separación del mundo externo.

El cap. VII, vuelve de nuevo a un tema vital para Francisco: el primado del espíritu de oración y de devoción, al cual deben servir todas las cosas «temporales», como el trabajo material y espiritual, el estudio, las obras de caridad, las devociones, las penitencias. De hecho, la gracia del trabajo como tal es un don, una inspiración del Señor, que no excluye solamente el ocio, enemigo del alma, ni apaga de por sí el espíritu de oración y devoción, sino que debe servirlo y reforzarlo. Es siempre el Espíritu del Señor quien da vida a toda obra buena, sea oración, trabajo u otra actividad «temporal» humana. Por consiguiente, el trabajo -pero también otra actividad como podría ser la misma oración- que no estuviera bajo la inspiración del Señor sino del amor egoísta o narcisista, no sería según el Espíritu que da vida, sino según la letra que mata (Adm 7 y 14).

Esta idea del Espíritu que da vida aparece de nuevo en el cap. X. Clara sigue aquí la Regla de Francisco, pero profundiza su núcleo central. Se trata de la oposición entre el espíritu y la carne: el espíritu de la carne o amor propio egoísta, enemigo del verdadero amor de Dios y del prójimo, se opone al Espíritu del Señor, que es quien nos hace orar siempre con corazón puro y vivir en humildad y paciencia y amar a nuestros mismos perseguidores. Escuchemos a Clara:

«Amonesto y exhorto en el Señor Jesucristo que se guarden las hermanas de toda soberbia, vanagloria, envidia, avaricia, afán y preocupación de este siglo, de la difamación y murmuración, de la discordia y división. Sean, por el contrario, solícitas siempre en guardar unas con otras la unidad del amor recíproco, que es vínculo de perfección. Y las que no poseen estudios no se preocupen de adquirirlos. Antes bien, pongan empeño en aspirar sobre todas las cosas a poseer el espíritu del Señor y su santa operación, orar a él de continuo con un corazón puro, y tener humildad y paciencia en la tribulación y enfermedad, y amar a los que nos persiguen, reprenden y acusan, porque dice el Señor: Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Y el que persevere hasta el fin se salvará» (RCl 10,6-13).

34. El único y mismo Espíritu del Señor es, pues, el que obra santamente la oración y el mutuo amor y conduce, en la perseverancia, a la salvación final.

Para apreciar la original creatividad de Clara es necesario subrayar aquellas «adiciones» que ella hace a las simples palabras de Francisco, es decir, las referencias paulinas a propósito de la perfección evangélica: Col 3,14: «Super omnia caritatem habete, quod est vinculum perfeccionis» (Y, por encima de todo, la caridad, que es vínculo de perfección); Ef 4,5: «Solliciti servare unitatem spiritus in vinculo pacis» (Buscando conservar la unidad del espíritu por el vínculo de la paz); al hablar de la «contestación» y de la división se refiere a Gál 4,14-21. Pablo le sirve muy bien a Clara para explicar qué entiende por «Espíritu del Señor sobre toda cosa deseable», según dice Francisco. El Espíritu del Señor en persona es quien santamente obra en nosotros la unidad del mutuo amor, haciéndonos orar siempre con corazón puro. Es también el Espíritu del Señor quien nos hace participar de su misma vida y de la de su Madre. En esta vida evangélica, trinitaria y mariana, Clara coloca las referencias ejemplares para su itinerario de perfección. Contempla a María escondida y silenciosa en Nazareth, pobre y humilde esclava del Señor, esposa del Espíritu Santo, Madre de Cristo, virgen hecha iglesia y a nosotros en ella misma (SalVM 1-6). Y aunque Clara no concretiza mucho esta vida de oración «contemplativa en clausura», sin duda que su elección «mariana» impulsa fuertemente a la plena experiencia de Dios en su íntima vida trinitaria, compartida con el Señor y su Madre en el Espíritu Santo hasta el vértigo místico, como se desprende de los escritos de Clara y de Francisco y la rica tradición clariana.

35. Para la comprensión de esta concepción de la vida clariana nos ayuda un testimonio de Tomás de Celano:

«Antes de nada y por encima de todo, resplandece en ellas la virtud de una mutua y continua caridad, que de tal modo coaduna las voluntades de todas, que, conviviendo cuarenta o cincuenta en un lugar, el mismo querer forma en ellas, tan diversas, una sola alma... En segundo lugar... la humildad... En tercer lugar... la virginidad... [hace nacer] en sus corazones tan elevado amor del esposo eterno... En cuarto lugar... la altísima pobreza... En quinto lugar... la gracia especial de la mortificación y del silencio... En sexto lugar... la paciencia, que ninguna tribulación o molestia puede abatir su ánimo ni aún inmutarlo. En séptimo lugar... la más alta contemplación... y se saben dichosas y abstraídas en Dios» (1 Cel 19-20).

Como se ve, Celano comenta la Regla de Clara a partir de la jerarquía de las virtudes, tal como hace para la primera fraternidad de los frailes menores, edificada sobre el fundamento de la humildad en el Espíritu Santo (1 Cel 38-39). Y añade:

«En tal medida estaban repletos de santa simplicidad, tal era su inocencia de vida y pureza de corazón, que no sabían lo que era doblez; pues, como era una la fe, así era uno el espíritu, una la voluntad, una la caridad; siempre en coherencia de espíritus, en identidad de costumbres, iguales en el cultivo de la virtud; había conformidad en las mentes y coincidencia en la piedad de las acciones» (1 Cel 46).

36. Todos sabemos como este primado absoluto de la caridad se ha obscurecido un tanto a lo largo de los siglos a causa de discordias y de divisiones también en la Orden de santa Clara, por motivos más o menos contingentes referentes a la interpretación de la ley de la clausura, a la praxis de la oración, a los ayunos y abstinencias, a los vestidos, etc., olvidando muchas veces que solamente el Espíritu del Señor da vida y sentido a la clausura, a la pobreza, a la humildad, a la penitencia. Es lo que Francisco afirma en la Admonición 14:

«Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Hay muchos que se dan a rezos y oficios, y hacen muchas abstinencias y maceraciones en sus cuerpos; pero, por una sola palabra que se les antoja ofensiva a sus cuerpos o por cualquier objeto que se les quita, se desazonan y luego pierden la paz. Estos tales no son pobres de espíritu, porque, el que es verdaderamente pobre de espíritu se aborrece así mismo y ama al que le abofetea».

El único criterio, realmente decisivo, del verdadero amor a Dios y a los hermanos, verdadera obediencia caritativa, es el amor misericordioso como el de Dios Padre. Y tal amor es mejor que la vida en un eremitorio, como tuvo que decir Francisco a un ministro, que, cansado de los problemas que le creaban los hermanos, quería retirarse a una ermita (cf. CtaM 1-22).

37. No será inútil recordar aquí otro mal que Francisco y Clara condenan con energía como «odiado» por Dios: el pecado de la detracción y murmuración y calumnia, causado por envidia y vanagloria; pecado que es todo lo contrario del Espíritu del Señor y de la unidad en el mutuo amor. Según Francisco, «ruina de la Orden» (cf. 1 R 11 y 17; 2 Cel 182-183). Nuestra multiforme familia franciscana ha tenido, sobre esto, una dolorosa experiencia. Con demasiada frecuencia nos hemos dividido y separado tan sólo por motivos de juicios negativos recíprocos, por problemas muchas veces secundarios y accidentales. A partir, pues, de la vida trinitaria del «ut sint unum sicut et nos sumus» -sean una sola cosa como lo somos nosotros-,[5] se recupera un sincero compromiso hacia la unidad verdadera en la riqueza de la multiplicidad de las formas de la actuación del proyecto fundamental.

En el cap. VIII Clara vuelve a tomar literalmente el tema de la altísima pobreza del cap. VI de la Regla bulada o 2 R de Francisco, añadiendo además la referencia a la pobreza de la Madre del Señor y adaptando el estilo a la sensibilidad femenina. Destaca la atención a las necesidades de las hermanas, señal de confianza en la madurez personal de cada una.

38. Es significativo que Francisco y Clara pongan en un único capítulo la altísima pobreza y la caridad fraterna. Seguir al Señor y a su Madre -así lo entiende Clara- sin tener nada propio bajo el cielo, siendo el Señor y su Madre la única riqueza, lleva a la constitución de una nueva familia de hermanas «espirituales», esto es, fundadas sobre el Espíritu, en la que el único Padre es el celestial y la única Madre es María, de la cual las hermanas comparten recíprocamente la maternidad en el Espíritu.

El cap. IX trata de la penitencia, obligatoria para todos los pecados graves, exigida sin embargo en un contexto de misericordia. Se exhorta a las hermanas a no irritarse o turbarse por el pecado de alguna; ello impediría la caridad fraterna. Si alguna ha dado escándalo o ha sido causa de turbación, pida humildemente perdón antes de ir a la oración. Deben después perdonarse mutuamente para obtener misericordia de Dios.

En el cap. XII, Clara pide la asistencia espiritual y material de los hermanos; éstos deberán ser discretos y amantes de la honestidad y santidad de vida. Pide, finalmente, a la santa Iglesia romana un Protector para conservarse siempre fieles a la Iglesia y en la Iglesia y observar fielmente el Evangelio que han prometido observar.

«OÍD, POBRECILLAS»

39. Una confirmación del amor con que Francisco está ligado a Clara y a las hermanas, nos la ofrece el «Oíd, pobrecillas», un testamento «cantado» que Francisco ha dejado a las hermanas antes de morir.

«Aquellos mismos días y en el mismo lugar, el bienaventurado Francisco, después de haber compuesto las alabanzas del Señor por sus criaturas, compuso también unas letrillas santas con música, para mayor consuelo de las damas pobres del monasterio de San Damián, particularmente porque sabía que estaban muy afectadas por su enfermedad.

»Como no podía, a causa de la enfermedad, visitarlas y consolarlas personalmente, hizo que sus compañeros les transmitieran la letra que había compuesto para ellas. Con estas palabras, como siempre, les quiso manifestar brevemente su voluntad: que debían tener una sola alma y vivir unidas en caridad, ya que, por su predicación y ejemplo, ellas se habían convertido a Cristo cuando los hermanos eran todavía pocos. Su conversión y su vida eran prestigio y edificación no sólo de la Religión de los hermanos, de la que eran su plantita, sino de la Iglesia entera de Dios.

»Conocedor el bienaventurado Francisco de que desde el principio de su conversión, por voluntad y necesidad, llevaban una vida muy austera y pobre, sentía siempre gran piedad por ellas.

»Por eso, en el mensaje les ruega también que, como el Señor las había congregado de muchas partes para unirlas en la santa caridad, en la santa pobreza y en la santa obediencia, mantengan hasta morir fidelidad a éstas. Les pide especialmente que con alegría y acción de gracias provean discretamente a sus necesidades corporales, sirviéndose de las limosnas que el Señor les proporcionaba; y, sobre todo, recomienda que tengan paciencia las sanas por los trabajos que soportan por sus hermanas enfermas, y éstas en las enfermedades y necesidades que sufren» (LP 85; Audite poverelle).

40. En este texto, lleno de ternura, hay más de un eco de las cosas que Francisco había dicho también a sus hermanos que lo asistían durante su larga enfermedad:

«Mis queridos hermanos e hijitos míos, no os moleste ni os pese el tener que ocuparos de mi enfermedad. El Señor os dará por mí, su siervecillo, en este mundo y en el otro, el fruto de las obras que no podéis realizar por vuestras atenciones y por mi enfermedad; obtenéis incluso una recompensa más grande que aquellos que prestan sus servicios y cuidados a toda la Religión y a la vida de los hermanos. Debíais decirme: "Contigo haremos nuestros gastos y por ti será el señor nuestro deudor".

»Hablaba así el santo Padre para alentar y sostener su pusilanimidad de espíritu y su debilidad, no fuera que, tentados por todo aquello, dijeran alguna vez: "Ni podemos orar ni tampoco tolerar tanto trabajo". Quería prevenirles contra la tristeza y el desaliento, que les llevarían a perder el mérito de sus trabajos» (LP 86).

III. CLARA, MUJER FIEL

S.Martini: Santa Clara 41. Este es un título que le corresponde a Clara como también el de «virgen fiel». Hasta el fin fue fiel al Padre, al Señor Crucificado, a la bienaventurada Virgen María, a la Iglesia, a Francisco, a toda la familia franciscana, a cada una de las hermanas, a su ciudad de Asís, a la humanidad entera; y, se podría añadir, al cosmos.

El contenido de las palabras fe, fidelidad, fiel, tanto para Clara como para Francisco, se expresa más adecuadamente con «alma fiel» o, como especifica Clara, «el alma del hombre fiel». Una vez más tal riqueza está en la participación de la vida trinitaria; participación filial, esponsal, fraterna y materna (mariana). La vida evangélica perfecta es, de hecho, esta íntima y personal comunión con las personas divinas. Francisco y Clara son testigos de la inefable dulzura que Dios concede a aquellos que están dispuestos a amar «sin reservas a aquel que se te ha dado totalmente por amor» (3CtaCl 14-15). Y de los que Francisco dice: «No retengáis, pues, nada de vosotros para vosotros mismos, a fin de que os reciba enteramente aquel que enteramente se entrega a vosotros» (CtaO 29).

PREOCUPACIÓN POR LA DEBILIDAD HUMANA

42. En los escritos de Clara se descubre una constante preocupación por la debilidad humana, de dentro y fuera de los muros de San Damián. En realidad la vida de las hermanas y de los mismos hermanos era dura, aunque elegida libremente y vivida con alegría. Se comprende que pudiera insinuarse la tentación, especialmente por parte de los hermanos, de pedir atenuaciones y dispensas. Los mismos papas habrían querido mitigar aquella altísima pobreza. De aquí la resistencia, activa y pasiva, de Clara hasta en su lecho de muerte, su insistir sobre «no apartarse», sobre «ser fieles a todo lo prometido», su valiente lucha para defender y conservar el privilegio de la pobreza. Resalta más su éxito personal en esta voluntad de fidelidad a una causa extremadamente ardua, si se tiene en cuenta que después de su muerte «su» Regla es abandonada no solamente por aquellas que prefirieron la de Urbano IV, sino también por aquellas hermanas pobres que quisieron formalmente seguirla. En Clara el sexo llamado débil aventajó al llamado fuerte, revelándose ella, precisamente, la mujer fuerte que merece ser comparada a María bajo la cruz, como se cuenta en el Proceso.

Casi como una síntesis de la íntima preocupación de Clara por la fidelidad, encontramos en sus escritos la incisiva afirmación del primado de la santa unidad en la mutua caridad. Clara sabe bien que sin esta unidad, la misma pobreza se hace imposible: lo demuestra una historia plurisecular de divisiones; no es raro ver que fundaciones de nuevos monasterios tuvieron origen en el desacuerdo más que en la creatividad. No podemos olvidar la fuerte llamada del Privilegio de la pobreza de Inocencio III en 1216: «Y si alguna mujer no quisiera o no pudiera observar tal propósito no viva con vosotras...». Dolorosa la conclusión con un augurio de paz: «La paz de nuestro Señor Jesucristo esté con todas vosotras y con aquellas que en este mismo lugar conservan el amor a Cristo...» (Privilegio de la pobreza 8 y 11).

SIGUE LOS CONSEJOS DEL MINISTRO GENERAL

43. Las exhortaciones de la Regla «para conservar la unión del mutuo amor y de la paz» (RCl 4,22) son apremiantes: «Sean, por el contrario, solícitas siempre en guardar unas con otras la unidad del amor recíproco, que es vínculo de perfección» (RCl 10,7). Clara se da cuenta, como Francisco, de que la discordia es victoria de la carne sobre el espíritu, en sus frutos de soberbia, vanagloria, envidia, murmuración, detracción, calumnia. Son los vicios «espirituales» que salen del «corazón» del hombre carnal.

La segunda carta a Inés es otro documento de la fidelidad de Clara. Escrita para alentar a su gran amiga, precisamente en su lucha a favor de la pobreza, que hasta las más altas autoridades eclesiásticas consideraban proyecto disparatado e imposible, merece ser leída con atención:

«Doy gracias al dador de toda gracia, de quien sabemos que procede toda dádiva preciosa y todo don perfecto, porque te ha adornado con tantas muestras de virtud y te ha hecho brillar con señales de tan alta perfección, que, hecha solícita imitadora del Padre, en quien está toda perfección, mereces hacerte tú misma perfecta, de manera que sus ojos no hallen en ti nada imperfecto.

»Esta es la perfección por la que el mismo Rey te unirá a él en el tálamo eterno, donde está sentado en un trono de estrellas, resplandeciente de gloria. Menospreciando la grandeza de un reino terreno y desdeñando las ofertas de enlace imperial, te has hecho seguidora de la santísima pobreza y te has lanzado con espíritu de gran humildad y de ardorosa caridad tras las huellas de aquel cuya esposa has merecido ser...

»Y puesto que una cosa sola es necesaria, te conjuro y te exhorto, por amor de aquel a quien te has ofrecido como víctima santa y agradable, esto únicamente: como Raquel, no pierdas de vista lo que te has propuesto, ten siempre ante los ojos el punto de partida; conserva lo que has conseguido; lo que haces, hazlo bien; no te detengas, sino más bien avanza confiada y gozosamente por la ruta de la bienaventuranza, con paso veloz y andar apresurado, sin que tropiecen tus pies y ni siquiera se te pegue el polvo del camino. Y no des crédito ni prestes atención a nadie que intente desviarte de tu propósito o ponerte estorbos en este camino con el fin de impedirte que seas fiel a lo que has prometido al Altísimo con la perfección a la que te ha llamado el Espíritu del Señor.

»A este respecto, y para que puedas avanzar con mayor seguridad por el camino de los mandamientos del Señor, sigue los consejos de nuestro venerable padre el hermano Elías, ministro general, prefiérelos a los de cualquier otro y considéralos más preciosos para ti que cualquier otro regalo. Y si alguno te dice o te insinúa otra cosa que te impida el camino de la perfección que has abrazado o que parezca estar en oposición con la vocación divina, ¡con todos los respetos, no le hagas caso, sino abrázate, virgen pobrecilla, al Cristo pobre!» (2CtaCl 3-7 y 10-18).

«NOSOTRAS SOMOS EL ESPEJO»

44. No es difícil descubrir en el texto anterior la referencia a la Última Voluntad y a las presiones del papa Gregorio IX. Clara señala, decididamente, a Cristo pobre en persona, del que Inés quiere ser esposa y del que describe, siguiendo a Is 53,2-4, la dolorosa belleza en el momento de la pasión, compartiendo la cual se alcanza la gloria celeste:

«Mírale hecho despreciable por ti y síguele hecha tú también despreciable en este mundo. Observa, considera y contempla, arde en deseos de imitar a tu Esposo, el más hermoso entre los hijos de los hombres, convertido por tu salvación en el más vil de los hombres, despreciado, golpeado y azotado de tantas maneras en todo su cuerpo, muriendo entre los atroces dolores de la cruz.

»Si con él padeces, con él reinarás, si con él te dueles, con él gozarás, muriendo con él en la cruz de la tribulación, con él poseerás las moradas del cielo en la gloria espléndida de los santos, y tu nombre será escrito en el libro de la vida y se hará famoso entre los hombres» (2CtaCl 19-22).

45. En algunos párrafos de la carta a Ermentrudis de Brujas encontramos una coherente invitación a la fidelidad:

«Permanece, carísima, fiel hasta la muerte a aquel con quien te has comprometido, y no dudes que serás coronada por él con la corona de la vida. Breve es aquí abajo nuestra fatiga, pero la recompensa es eterna. No te dejes aturdir por la algazara del mundo, que pasa como una sombra; ni te dejes seducir por el espejismo de este siglo engañador; no des oídos a los silbos encantadores del infierno y resiste valerosamente sus embates. Sobrelleva de buen grado las adversidades, y no permitas que la prosperidad te engría: ésta te invita a la fe, aquéllas la reclaman. Cumple con fidelidad lo que has prometido al Señor, y él te dará la recompensa.

»Alza, carísima, tus ojos al cielo, que nos llama. Carga con la cruz y sigue a Cristo, que va delante de nosotros, ya que, a través de toda clase de tribulaciones, él nos introducirá en su gloria. Ama de todo corazón a Dios y a Jesús, su Hijo, crucificado por nosotros pecadores, y que nunca se aparte de tu mente su recuerdo; medita de continuo los misterios de su cruz y los dolores de la Madre, de pie junto a la cruz.

»Ora y vela continuamente. Lleva a coronamiento el bien que has comenzado y cumple con fidelidad el servicio que has abrazado en pobreza santa y humildad sincera.

»Nada te amedrante, hija: Dios, que es fiel en todas sus promesas y santo en todas sus obras, derramará sus bendiciones sobre ti y sobre tus hijas. Él será vuestro defensor y vuestro mejor consolador, como es nuestro redentor y nuestra recompensa eterna.

»Roguemos a Dios la una por la otra; así, llevando recíprocamente las cargas de la caridad, cumpliremos con facilidad la ley de Cristo. Amén» (5CtaCl 4-17).

La firme voluntad de Clara de permanecer radicalmente fiel a Dios, a Cristo, a la Iglesia, a Francisco, a las hermanas, a la humanidad, resalta más decididamente aún en su Testamento: «Cuánto más grande y más perfecta es nuestra vocación, tanto más deudoras le somos» (TestCl 3). Citamos los párrafos más característicos:

«¡Con cuánta solicitud, pues, y con cuánto empeño de alma y de cuerpo no debemos guardar lo que nuestro Dios y Padre quiere de nosotras, a fin de que, con la ayuda del Señor, le devolvamos multiplicado el talento recibido! Porque el mismo Señor nos ha puesto como modelo, ejemplo y espejo no solamente para los demás, sino también para nuestras hermanas, llamadas por el Señor a la misma vocación, a fin de que ellas, a su vez, sirvan de espejo y ejemplo a los que viven en el mundo. Habiéndonos, pues, llamado el Señor para cosas tan grandes, nada menos que para que puedan mirarse en nosotras las que han de ser ejemplo y espejo de los demás, estamos muy obligadas a bendecir y alabar al Señor, y a sentir ánimo en el Señor para obrar el bien» (TestCl 18-22).

«CRISTO NOS HARÁ PERSEVERAR»

46. Tal fidelidad a la pobreza incluye la referencia al Hijo de Dios, que «mientras vivió en el mundo, jamás quiso separarse de la misma santa pobreza» (TestCl 35), y a Francisco que, «siguiendo sus huellas, no se apartó mientras vivió, ni con su ejemplo ni con sus enseñanzas, de su santa pobreza, que eligió para sí y para sus hermanos» (TestCl 36). Más decidida es aún la declaración de su voluntad personal:

«Por lo tanto, yo, Clara, sierva, aunque indigna... como... fui siempre cuidadosa y solícita de guardar yo misma y hacer que las demás guardasen la santa pobreza, que prometimos a Dios y a nuestro padre san Francisco, del mismo modo sean obligadas las que me sucedieren en el oficio a guardarla y hacer que sea guardada por las demás...» (TestCl 37 y 40-41).

La fidelidad no se refiere solamente a la pobreza. Clara avisa y exhorta a las hermanas presentes y futuras «que se esmeren por seguir siempre el camino de la santa sencillez, humildad y pobreza, y por guardar el decoro de una vida santa, así como desde el principio de nuestra conversión a Jesucristo nos lo enseñó nuestro padre san Francisco» (TestCl 56-57).

47. La conclusión del Testamento es una vibrante exhortación a esta fidelidad total:

«Y, como estrecha es la vía y senda, y angosta la puerta por donde se va y se entra en la vida, son pocos los que caminan y entran por ella; y, aunque hay algunos que por algún tiempo caminan por la misma, son poquísimos los que perseveran en ir adelante. Pero ¡dichosos aquellos a quienes les es dado caminar por ella y perseverar hasta el fin! Una vez, pues, que hemos entrado por el camino del Señor, guardémonos de apartarnos de él en manera alguna por nuestra culpa, negligencia e ignorancia, para que no hagamos injuria a tan gran Señor y a la Virgen, su Madre, a nuestro padre san Francisco, y a la Iglesia triunfante, y aun a la militante, pues está escrito: Malditos son los que se apartan de tus mandamientos. Por lo cual, doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, invocando los méritos de la gloriosa Virgen santa María, su Madre, y del beatísimo padre nuestro Francisco y de todos los santos, para que el mismo Señor, que dio buen principio, dé el incremento y dé asimismo siempre la perseverancia hasta el fin. Amén» (TestCl 71-78).

Silvio Bottes: San Francisco y Santa Clara (bronce)

IV. FIELES A CLARA EN NUESTRO TIEMPO

48. La celebración del centenario clariano no puede tener otro objeto sino el de presentar cada vez más viva, ante la Iglesia y el mundo de hoy, la imagen de Clara como ejemplo y espejo de aquellos valores que proceden del Altísimo y de los que el hombre experimenta la necesidad y el deseo. Imagen de Clara que, lógicamente, puede revivir sobre todo en la vida de sus hijas y hermanas esparcidas por todos los continentes. Sobre las hijas y hermanas recae la alegre y decidida tarea de aquella conversión-conversación-formación continua, que tras el ejemplo de Clara -incansable hasta el último día de su caminar hacia la perfección evangélica-, y siguiendo la indicación de los signos de los tiempos, puede hacer de la «Vía» clariana una fuerza vigorosa también para nuestro tiempo.

Formación como compromiso de fidelidad a la propia identidad en nuestro tiempo. Hay que partir de la Regla, que invita a una elección inteligente de las hermanas que deberán formar a las otras «cuidadosamente en la manera de vivir... nuestra profesión» (RCl 2,19-22). Una garantía del mejor modo de proceder en la elección de la abadesa -la primera responsable de la formación- parece ser la comunión con los hermanos: «En la elección de la abadesa... procuren ellas mismas, con anticipación, hacer venir al ministro general o provincial de la orden de los hermanos menores, para que, con la palabra de Dios, las induzca a la perfecta concordia y común utilidad al hacer la elección» (RCl 4,1-3).

La palabra de Dios, como instrumento de formación, era tenida en gran estima por Clara. Lo demuestra la solicitud por tener predicadores bien formados y capaces. Clara «saboreaba» de verdad la palabra de Dios. Expresiva resulta la narración de cómo, durante una predicación de Felipe Longo, buen conocedor de las Sagradas Escrituras, se le apareció a Clara el Señor Jesucristo en forma de un niño bellísimo, significando así que la palabra de Dios, atentamente escuchada y asimilada, hace casi renacer en nosotros al Señor, bajo la acción del Espíritu Santo (Proc 10,8). Parece cierto que Clara amenazó con una «huelga de hambre», si le quitaban los predicadores (LCl 37).

49. Consciente de que el maternalismo es enemigo de una seria formación, Clara, aunque convencida del papel insustituible de la abadesa, exige decididamente la corresponsabilidad de todas las hermanas, para favorecer también la madurez de cada persona. Ella misma, además, había dado siempre ejemplo de un espíritu de servicio que recordaba la humildad y la maternidad de la bienaventurada Virgen María. La preocupación de Clara era conseguir una comunidad verdaderamente fraterna, abierta y comprensiva para aquellos casos de debilidad psíquica y espiritual que no faltaban tampoco ni siquiera en aquella primitiva comunidad.

EL ESPÍRITU ES EL QUE DA VIDA

50. Sería falta de realismo pensar que podemos ofrecer hoy, material o literalmente, cuanto Clara y sus hermanas nos han dejado como herencia. Una carta, una norma, comprensibles y óptimas en su ambiente histórico, exigen aquel mismo Espíritu del Señor que las sugirió entonces, para ver cómo podemos proponerlas hoy. El pensamiento de Clara y de Francisco a este propósito, es claro: «Dios es espíritu... el espíritu es el que da vida» (Adm 1,5-6). «La letra mata, pero el espíritu da vida» (Adm 7,1). «Mis palabras son espíritu y vida» (1CtaF 2,21; 2CtaF 86bis). «Ya que, por inspiración divina -esto es, inspiradas por el Espíritu Santo- os habéis hecho hijas y esclavas del altísimo sumo Rey...» (RCl 6,3).

EN LA UNIDAD DE LA FAMILIA FRANCISCANA

51. La unidad fundamental de la Familia Franciscana deberá ser criterio clave de la formación y de la colaboración interfranciscana. Francisco y sus hermanos se reconocen en la vida de Clara y de sus hermanas, habiendo decidido todos vivir según el Evangelio, siguiendo al Señor y a su Madre, compartiendo la vida trinitaria de hijos del Padre, esposas del Espíritu, hermanos, hermanas y madres del Señor. Esta vida trinitaria, tan presente en la Carta a todos los fieles, es, a la vez, participación del camino de perfección de los «penitentes» seglares que siguen a Francisco. Por tanto, sobre esta única vida evangélica, «participada» por todos, se basa la unidad de la plural Familia Franciscana, desarrollada en la maravillosa variedad de tendencias y de ramificaciones. Sobre este punto hay que prestar particular y concreta atención a renovar una recíproca relación más intensa entre hermanos menores y hermanas clarisas. Para ellas será una alegría buscar de nuevo, en cuanto sea posible, la asistencia espiritual formativa de los hermanos menores... en las Federaciones, en los Noviciados comunes, en las Asambleas, etc... Por parte de los hermanos no ha de ser una tutela paternalista, sino un servicio recíproco en minoridad y fraternidad verdadera, que enriquece a unos y otras. Asimismo por parte de los hermanos deberá haber un compromiso serio, convencido y articulado en la promoción de las vocaciones clarisas, ya en sentido específico, ya en el sentido de su contribución al incesante proceso de promoción de la mujer, en coherencia con la actitud de Clara en su tiempo sobre este problema, tan acuciante hoy. ¿Y por qué no intensificar las relaciones informativas, y también las formativas, por parte de las hermanas hacia los hermanos, como hacía el mismo Francisco desde el inicio de su vocación evangélica? (LM 12,2).

EN EL ESPÍRITU Y LA VIDA DE ORACIÓN

52. El cap. VII de la Regla de Clara, como el V de la segunda de Francisco, exige la prioridad absoluta del Espíritu de oración sobre todas las cosas que tienen lugar en una vida humana concreta. Tal es la exigencia de toda verdadera vida cristiana seria, pero especialmente de la vida contemplativa como estado de consagración a Dios, que es Dios Amor-Caridad, de quien las personas contemplativas deben estar cada día más enamoradas, siendo, en la Iglesia-Madre, el Amor. Es necesario, pues, dejar libre espacio al Espíritu para que pueda inspirar, animar, dar vida a todo lo que se «hace»: desde la oración al trabajo, el estudio y el cumplimiento de todas las normas en general. De este modo la vida se convierte verdaderamente en una santa operación del Espíritu: superada toda oposición entre trabajo y oración, todo se hará fiel y devotamente, en plena unidad de vida en torno al «unum», necesario y absoluto, que es Dios.

La caridad fraterna es, para Clara, criterio de la verdad de la oración y su condición a la vez. Significativamente, en el cap. IX, se exige que la hermana que haya faltado a la caridad pida perdón y se reconcilie antes de la oración. La caridad, como se ha dicho, hace la verdad en todo: en la oración, en el silencio, en la pobreza material, en las penitencias, en la clausura. Las hermanas, en todas las fases de su itinerario formativo, deben ser formadas en estas convicciones, sintiéndose corresponsables y abiertas también a iniciativas personales.

CON LA FORTALEZA Y LA TERNURA DEL TEMPERAMENTO DE CLARA

53. La Carta Magna de la formación se encuentra en el cap. X de su Regla. Clara presenta allí al divino Formador de las almas: el Espíritu de nuestro Señor Jesucristo. Él, en persona, es quien santamente actúa y forma en nosotros su vida pobre, humilde y crucificada hasta la unidad trinitaria del amor mutuo, o vínculo de la perfección, que culmina en el amor a los enemigos, cercanos y lejanos. Dicha formación en el Espíritu se convierte en espíritu y vida del Señor en nosotros, tanto cuanto mortificamos nuestro amor propio egoísta: la soberbia, la vanagloria, la envidia, la detracción, la murmuración, la calumnia, la división, la discordia, etc. (cf. Gál 5,16-26). Clara, profundizando aún más el texto de la segunda Regla, cap. X, revela su último y radical intento de presentar los rasgos de una hermana de temperamento profundamente espiritual y fuerte. Una hermana unida en profundidad al Espíritu del Señor, valerosa en soportar aun las duras tribulaciones del camino humano, causadas por los sucesos de la vida y de los hombres, incluidos hermanos y hermanas.

El esfuerzo por la formación de temperamentos fuertes y valerosos no dispensa, en modo alguno, de la sensibilidad hacia lo cotidiano, que nos lleva al encuentro constante con las personas débiles y enfermas.

El compromiso formativo consistirá en formarse y en formar en la fortaleza y, a la vez, en la ternura, particularmente hacia los más débiles, en lo que Clara es maestra. Es fundamental, por tanto, lo que ella había pedido ya en el cap. VII para las hermanas enfermas:

«La abadesa está firmemente obligada a informarse con solicitud, personalmente y por medio de las demás hermanas, sobre las hermanas enfermas, y a proveerlas caritativa y misericordiosamente, según la posibilidad del lugar, en cuanto a remedios, alimento y demás cosas necesarias que requiere su enfermedad. Ya que todas están obligadas a proveer y servir a sus hermanas enfermas como querrían que se les sirviese si ellas estuvieran aquejadas de alguna enfermedad» (RCl 8,12-14).

Si se tiene en cuenta el contexto medieval, marcado muchas veces por la falta del pan de cada día, a causa de frecuentes carestías, y por las muchas enfermedades, se aprecia aún más la ternura de Clara, atenta, de modo realista, a las necesidades más elementales, como toda madre haría por sus hijos más pequeños. ¿Y no debería hacer más todavía la madre en el Espíritu, mirando a María? No basta un amor abstracto, aunque sobrenatural y heroico; el amor debe tener el interés concreto por las necesidades materiales de las hermanas. Es necesario saber amar y nutrir.

CON LA SABIDURÍA DEL CORAZÓN

54. Todo compromiso formativo tiende, ante todo, a la formación del corazón, es decir, de la persona en su profundidad, en donde la vida extrae del Espíritu y de la vida del Señor el sentido y la fuerza de la caridad, de la oración, de la obediencia, de la pobreza, de la penitencia, de la castidad, etc. De este modo, se evitará el riesgo de que las observancias sean fruto del temor y no del amor, es decir, de un respeto humano egoísta, y no de un amor gratuito y puro que brota del corazón indiviso.

EN EL MISTERIO DE LA CLAUSURA

55. El «corazón indiviso» tiene su ambiente de autogestación y crecimiento en la gracia de la clausura. De hecho, Clara, para poder vivir, en su corazón, su amor esponsal a Cristo, y para permanecerle fiel, se encierra para siempre en la soledad, en la separación silenciosa, pobre, penitente; aquí, como María, lleva maternalmente en su corazón a toda la Iglesia. Reclusa, en cuanto esto es necesario para mejor y más intensa e íntimamente «vivir al Señor». La clausura de Clara recuerda aquel lugar místico del que ella habla en la ya citada carta a Inés.[6] Bajo esta luz la clausura, claramente personalizada en sentido mariano, evita el riesgo que falsifica la realidad y las intenciones de Clara, el riesgo de una concepción restringida, rígida y material, con la consecuencia de que, aun dentro de un ambiente literalmente claustral, se escondan corazones divididos por tantas pequeñas y grandes pasiones que empobrecen la verdadera vida de oración y devoción, y hasta la unidad de la mutua caridad. Corazones que vagan fuera de la clausura, mientras el cuerpo queda dentro, amparado sólo por la letra.

EN LA ANTIGUA LOZANÍA DE LA REGLA

56. Todas las clarisas en el mundo entero desean un compromiso más fuerte de fidelidad a Clara: «señal» cualificada de tal deseo es la difundida aspiración a volver a la Forma de vida o Regla del 1253. En la actualidad todas las «ramas» de la gran familia clariana saben valorar con inteligencia y desapego las razones que provocaron en su tiempo divisiones y también posturas distanciadas respecto a la Regla. Todos saben que aquélla es la Regla salida del corazón de Clara, bajo la inspiración del Espíritu del Señor. Esta vuelta -¡no a la letra sino al espíritu que da vida!- no debe significar de ningún modo el fin del pluralismo de formas y reformas que reflejan y crean la gran riqueza del ideal clariano. Los profundos cambios de los tiempos, la variedad de las culturas y de los lugares exigen una sana y decidida renovación, en aquella diversidad de formas que da testimonio del único Espíritu que obra todo en todos (Cf. 1 Cor 12).

Un camino fundamental de unidad en sana y santa multiformidad, en los puntos vitales, se encuentra en las nuevas Constituciones aprobadas por la Santa Sede, cuya observancia sincera y generosa garantiza la primaria fidelidad a la Forma de vida - Regla, heredada de Clara.

La misma Clara, por otra parte, puso de manifiesto, a lo largo de su vida, tan fina riqueza de discernimiento de las situaciones y de las personas, que llegó a autorizar retoques a la misma norma sobre la pobreza, tan querida por ella, consintiendo, por ejemplo, en poseer una pequeña porción de terreno, «zona neutra» entre el monasterio y el mundo (RCl 6,14-15). Respecto a la misma clausura -palabra ausente, sin embargo, del vocabulario de Clara- se revela de verdad moderada con respecto a su tiempo: para poder salir del monasterio exige simplemente un motivo «útil, razonable, manifiesto, aprobado» (RCl 2,12). La misma sabia moderación manifiesta en cuanto a las normas del ayuno corporal (RCl 3,11) y en cuanto a las largas permanencias fuera del monasterio de las hermanas externas (RCl 9,12). Es fácil adivinar que este juicio sobre las situaciones dará origen a una pluralidad de vida en lo que no es esencial. Clara no se asusta. Sabe que la que es conducida por el Espíritu del Señor no perderá nunca el sentido de lo esencial, al que será fiel.

HACIA EL FUTURO CON DISCERNIMIENTO

57. El discernimiento de las vocaciones, inteligente y valeroso, se impone en todos los monasterios. Los dones, defectos y límites de cada candidata deben sopesarse con atención; las formadoras han de controlar y vigilar maternalmente para que los defectos y límites no impidan el desarrollo y la madurez de los dones. El discernimiento se impone más rigurosamente aún en los monasterios donde faltan vocaciones: el ansia de la sobrevivencia hace que, muchas veces, la criba o discernimiento de las vocaciones a la Orden se quede peligrosamente en superficial. La colaboración entre los monasterios y, sobre todo, la posibilidad ofrecida con insistencia por la Iglesia, de formar parte de las Federaciones, facilitará el serio empeño del discernimiento de las vocaciones, poniendo a disposición personas y subsidios adecuados a las personas y a los problemas de nuestro tiempo.

Por lo que se refiere a la fidelidad a Clara en nuestro tiempo, no creemos conveniente señalar propuestas «formativas» concretas, que tendrían que ser inculturadas según los tiempos, los lugares y las regiones por las mismas responsables de la formación inicial y permanente. Queriendo, sin embargo, evitar el paternalismo de una parte y el maternalismo de la otra, fuera de lugar hoy más que nunca, invitamos fraternalmente a cada hermana, a cada monasterio, a cada federación a encarnar siempre mejor, en espíritu de colaboración, bajo la inspiración del Señor y de María, Madre suya y nuestra, en todas partes de la Iglesia y del mundo, a los pies de todos, la vida evangélica, siguiendo a nuestro Señor Jesucristo, como María, Virgen hecha Iglesia.

58. Nos permitimos recordar entre los valores vitales evangélico-franciscano-clarianos los siguientes, que nos parecen particularmente formativos, inspiradores y renovadores para nuestros tiempos:

• la profunda comunión con la misma persona de Cristo, en su entero misterio pascual, centrado en la cruz salvífica;

• la experiencia vivida en el amor esponsal o nupcial de María, alimentada por una vida litúrgico-eucarística y por un espíritu de oración personal, contemplativa, cultivado celosamente en el ambiente pobre, humilde y silencioso del monasterio;

• la práctica cordial y afectuosa del amor fraterno más que materno, es decir, «mariano», en la unidad de la mutua caridad, vínculo de la perfección, sobre todo hacia las hermanas más necesitadas;

• el «sentir» con la Iglesia, en la lúcida convicción de que se vive, con la misión de María, en el mismo corazón de la Iglesia. La acogida sincera de los estímulos de renovación que nos ofrece frecuentemente el Magisterio, es signo concreto de la voluntad de caminar con la Iglesia. Especialmente esto es válido con relación a la misionariedad de la Iglesia que, como siempre, ofrece nuevos horizontes a la difusión de la vida contemplativa en el mundo. Las «Directrices» de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y para las Sociedades de Vida Apostólica sobre la formación en los institutos religiosos y los programas de formación, exigidos por este documento, que confeccionen las Federaciones y cada uno de los monasterios, confirmarán y potenciarán aquel sentido de Iglesia tan vivo en la Madre santa Clara;[7]

• la opción preferencial por los pobres, escogida por la misma Madre Iglesia como especial signo de los tiempos y «recomendada particularmente a todas las personas consagradas»;[8]

• el amor a «nuestra madre tierra», hoy tan violentada por el hombre y que, por el contrario, nuestra hermana-señora Clara tanto amaba: «... cuando la santísima madre enviaba fuera del monasterio a las hermanas serviciales, les exhortaba a que, cuando viesen los árboles bellos, floridos y frondosos, alabasen a Dios; y que, igualmente, al ver a los hombres y a las demás criaturas, alabasen a Dios siempre, por todas y en todas las cosas» (Proc 14,9);

• en fin, como acogiendo la provocación de esta palabra tan fuertemente simbólica -servidores, servidoras-, debemos descubrir cada vez más decididamente el misterio de nuestra vida evangélica: seguir como servidoras-servidores, siervas-siervos a los pies de todos, con María, Sierva del Señor, el Siervo de Yahvé, quien, Señor y Maestro, lava los pies en la última cena (Cf. Jn 13,13-14). Dicho gesto y misterio -que Clara actualizaba, tan eficazmente, lavando los pies a las hermanas- nos lleva a todos a concienciarnos del contenido unificador de nuestra vocación: vocación de hermanos «menores», de hermanas «pobres», de fieles «penitentes» al servicio de la entera creación reconciliada. Fraternidad profunda y multiforme abierta a la alabanza universal:

«¡Alabad y bendecid a mi Señor,
y dadle gracias y servidle
con grande humildad!» (Cánt 14).

CONCLUSIÓN

LA «LECCIÓN DE ASÍS»

59. Francisco y Clara se han colocado, de algún modo, fuera del mundo, realizando una ruptura radical con la sociedad feudal, clerical y monástica de su tiempo, para vivir sin poder y sin tener, «sin nada propio». Francisco a los pies de todos, en cualquier parte del mundo; Clara a los pies de todos junto al Señor, en la clausura de San Damián. Ambos al servicio de todos los hombres, pobres todos, en la caridad que viene de Dios, en el Espíritu y a imitación del Verbo encarnado.

De esta opción radical de Francisco y Clara brotan estímulos no sólo para las clarisas, para los hermanos menores, para cuantos quieren «hacer penitencia» en seguimiento de Francisco, sino para todos los hermanos cristianos.

Francisco y Clara «a los pies de todos» proclaman la urgencia, para nuestro tiempo, de volver a una sincera voluntad de fraternidad universal y cósmica, liberados de toda forma orgullosa de afirmación del yo.

El mismo signo profético de la clausura -que en Clara y sus hermanas tiene una manifestación literal característica e irrenunciable- quisiera llamar de nuevo al cristiano de hoy a reconocer la propia necesidad objetiva de concentrarse en la Persona y en la vida de Cristo, Persona y Vida cargadas de altruismo redentor, liberador y promocional de la condición humana. La «clausura» de Clara en Cristo significa para la persona humana el punto central de la máxima apertura hacia el hombre.

Más enérgica aún, si cabe, es la llamada que procede de la altísima pobreza de Clara y de Francisco. Sólo la destrucción del mito de los bienes materiales -que en Clara y Francisco fue radical- puede abrir eficazmente el corazón del hombre a las necesidades de los hermanos, después de haber despertado su conciencia y conocimiento de la profunda injusticia de las condiciones en que se encuentra gran parte de la humanidad. Desde la visión y la admiración de la pobreza de Clara y Francisco es lógico el paso hacia la «solidaridad», recientemente recordada a nuestra memoria cristiana, quizás adormecida, por la «Sollicitudo rei socialis» y la «Centesimus annus» de Juan Pablo II. Sólo esta efectiva y global solidaridad puede dar de nuevo a los cristianos la misión -quizá también hoy oscurecida- de profetas de Cristo, «el Hijo del hombre que no ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate para muchos» (Mt 20,28); «el Espíritu del Señor está sobre mí... para anunciar a los pobres la buena noticia» (Lc 4,18).

«Esta es la lección permanente de Asís». Nos agrada recordar, como hicimos al principio, las palabras autorizadas, pronunciadas por el Santo Padre Juan Pablo II. El papa las pronunció en la inolvidable jornada de Asís, del 27 octubre 1986, en el encuentro de oración de los representantes de todas las religiones.

«Ésta es la permanente lección de Asís»: es la lección de san Francisco que representa un atractivo ideal para nosotros, es la lección de santa Clara, su primera discípula. Se trata de un ideal hecho de mansedumbre, de humildad, de un profundo sentido de Dios y de compromiso de servir a los hermanos. San Francisco fue un hombre de paz. Santa Clara fue, ante todo, una mujer de oración. Su unión con Dios en la oración sostenía a Francisco y a sus seguidores, como nos sostiene hoy a nosotros. Francisco y Clara son ejemplos de paz: paz con Dios, paz consigo mismos, paz con todos los hombres y mujeres de este mundo.

Que Clara y Francisco inspiren a todos los hombres y mujeres de hoy, a fin de que tengan la misma fuerza de carácter y el mismo amor a Dios y al prójimo, para avanzar por el camino que juntos hemos de recorrer.

Movidos por el ejemplo de san Francisco y santa Clara, verdaderos discípulos de Cristo, y fortalecidos por la experiencia de esta Jornada que hemos vivido juntos, nos comprometemos a hacer un nuevo examen de conciencia con el fin de escuchar más fielmente su voz, purificar nuestros espíritus de prejuicios, de odio, de enemistad, de recelo y de envidia. Trataremos de ser artífices de paz con el pensamiento y con la acción, con la mente y el corazón fijos en la unidad de la familia humana. E invitamos a todos nuestros hermanos y hermanas que nos escuchan a que hagan lo mismo.[9]

Hermanas claustrales, con el corazón lleno de alegría y abierto a una esperanza gozosa, os bendecimos.

Roma, 19 de mayo 1991, Solemnidad de Pentecostés.

Fr. John Vaughn, OFM, ministro general
Fr. Lanfranco Serrini, OFMConv, ministro general
Fr. Flavio Roberto Carraro, OFMCap, ministro general
Fr. José Angulo Quilis, TOR, ministro general

* * *

N O T A S:

[1] Tanto los Escritos de san Francisco como los Escritos de santa Clara se citan según la edición de Lázaro Iriarte: Escritos de San Francisco y Santa Clara, 3.ª edición. Editorial Asís. Valencia 1992.

Las demás referencias a las Fuentes biográficas franciscanas se toman de las siguientes obras:

- San Francisco de Asís. Escritos. Biografías. Documentos de la época. 4.ª edición. BAC. Madrid 1991.

- Escritos de Santa Clara y documentos complementarios. 2.ª edición. BAC. Madrid 1982.

[2] Juan Pablo II, Francisco y Clara, inseparables. Discurso improvisado a las Clarisas, en Selecciones de Franciscanismo n. 32 (1982) 202-203.

[3] Paul Sabatier, Études inédites sur s. François d'Assise, editados por Arnold Goffin, París, 1932, p. 12.

[4] Juan Pablo II, Francisco y Clara, inseparables. Discurso improvisado a las Clarisas, en Selecciones de Franciscanismo n. 32 (1982) 202-203.

[5] Cf. Jn 17; 1CtaF 1,1-19; 2CtaF 45-61; 1 R 12,41-55.

[6] 3CtaCl 18-19. Cf. núm. 14 de la presente Carta.

[7] Orientaciones sobre la formación, 2 de febrero de 1990, nn. 73, 80, 85; Juan Pablo II, Redemptoris Missio, n. 69a.

[8] Orientaciones sobre la formación, 2 de febrero de 1990, nn. 14, 28.

[9] Juan Pablo II, Jornada mundial de oración por la paz. Discurso conclusivo de la Jornada, en Selecciones de franciscanismo n. 45 (1986) 360-361.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XXI, n. 61 (1992) 11-58]

 


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