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La vida en pobreza de
santa Clara de Asís por Engelbert Grau, o.f.m. |
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a) Evolución del contexto en que vivió Clara En los primeros siglos de su evolución, Occidente tuvo, desde el punto de vista económico, un sello perfectamente definido. La vida económica se desarrollaba dentro de unas formas probadas por larga experiencia, y casi exclusivamente dentro de los límites de una economía natural y de intercambio. El dinero era escaso y se empleaba muy poco. Según nuestros conceptos actuales, el dinero era improductivo, un mero objeto valioso, que apenas servía para la vida práctica. Cada explotación, que en aquella época podía ser una finca, una hacienda o un monasterio -pues no se conocían otras-, era autárquica; es decir, que producía y proporcionaba in situ casi todo lo necesario para vivir. Las cosas cambiaron con las Cruzadas al poner en contacto cada vez mayor a los hombres occidentales con el Oriente, con los países del Levante mediterráneo. Ese contacto significó para Occidente -y la moderna investigación histórica lo pone cada vez más en claro- el principio de una revolución económica, como hasta entonces no se había conocido. A esa revolución económica siguió un cambio social, que originó más tarde una transformación religiosa. Cabe decir que en esa época -hacia finales del siglo XII y comienzos del XIII- la estructura económica de Occidente cambió de manera radical por lo que a la economía respecta. Esos movimientos se desencadenaron, ante todo, debido al intenso comercio con Oriente, que tomó un incremento inesperado. Los tesoros de Oriente, que resultaban fabulosos para la mentalidad occidental, empezaron a llegar a las tierras del Oeste europeo. Algunos de los que se habían hecho ricos en Oriente regresaron a casa, siendo acogidos con la misma admiración con que en los viejos tiempos se acogía al germano que regresaba de Roma o como siglos más tarde se recibiría a los emigrantes de América. Poco a poco se fue desarrollando un comercio regular. Vocablos todavía en uso, como bazar, magacén, barraca, tara, tarifa, etc., certifican la huella profunda del mundo oriental en la vida comercial de Occidente. Y, naturalmente, con las palabras y conceptos, se aceptaron también las realidades e instituciones. Occidente tomó de los árabes asimismo el nuevo sistema de numeración, que todavía se designa con su nombre. Con tal sistema de numeración y con el máximo invento del pensamiento matemático -el cero-, la contabilidad se liberó de las viejas y rígidas formas romanas de escribir los números. Con ello se hizo posible a su vez la contabilidad en sentido moderno. Todo lo cual influyó en el comercio y su desarrollo, que sólo ahora pudo llegar a una verdadera contabilidad que de hecho se impuso. Con todo ello la economía del dinero experimentó naturalmente un desarrollo extraordinario. Sólo entonces llegó el dinero a ser un verdadero instrumento de pago, mientras que antes sólo había sido una medida de valor para el comercio de trueque. Ello constituye uno de los acontecimientos económicos decisivos de la época: la economía dineraria se impone cada vez más a la economía natural. Aunque no en todas partes con la misma fuerza ni la misma rapidez, y en las ciudades antes que en el campo; pero el desarrollo de la economía del dinero empieza y se impone poco a poco de manera inexorable. A la fuerza del suelo y del trabajo corporal del hombre hay que añadir la fuerza del capital cada vez más. El dinero se hace productivo; es decir, trabaja para el hombre y en lugar del hombre. El comercio se hace impersonal y la economía también. Se abre paso un tipo de ganancia totalmente nueva, haciendo trabajar al dinero. Se produce una nueva forma de riqueza, antes desconocida. Surgen las primeras sociedades comerciales, en las que se puede participar poniendo dinero. Documentos venecianos de la época testifican que tales participaciones producían normalmente ganancias del veinte y, muchas veces, hasta del cincuenta por ciento. Y mientras que el cristianismo había visto hasta entonces las ganancias obtenidas sin trabajo como incompatibles con los principios de la vida cristiana, ahora los teólogos se muestran mucho más comprensivos con esta nueva forma de adquirir riquezas. Así se fue acumulando el capital en pocas manos. Y quien tenía el dinero, tenía el poder; de él dependían los demás. Entonces se echó de ver, por primera vez, el cambio fundamental de las estructuras económicas. Hasta los grandes príncipes electores dependían ahora de los capitalistas; como el arzobispo de Colonia Konrad von Hochstaden (1238-1261), proyectista de su catedral, que durante años estuvo en una dependencia opresiva de la rica familia comerciante de los Piccolomini de Siena. Una terrible sed de dinero se apoderó de la gente. Lo acaparaban porque representaba el mejor seguro para una vida sin riesgo. El dinero era un valor permanente y del que se podía disponer en cualquier momento. En la posesión del dinero se vio de repente la base y garantía de la felicidad en la tierra. Dicho brevemente: nacía el sistema económico del capitalismo, en forma gradual, pero a escala cada vez mayor. El dinero trajo la industria. Los mercaderes se procuraban las materias primas y las hacían elaborar. Junto a la artesanía autónoma nació la empresa industrial y, sobre todo, la textil y la metalúrgica. Con razón se ha señalado aquí la fecha de aparición del proletariado en Occidente, aquella clase de hombres que, por dinero, trabajan para un empresario. El trabajador aparece ahora al lado de los criados de las fincas y de los artesanos autónomos de las ciudades. Francisco, en su Regla no bulada (1 R 23,7), menciona, por ejemplo, a los «reyes y príncipes», a los «agricultores, siervos y señores», y también a los «laboratores», los «obreros». Éstos nacen como un nuevo estado de vida, entre los príncipes y los campesinos. [N. del T.- El texto latino de 1 R 23,7 dice: «reges et principes, laboratores et agrícolas, servos et dominos...». En castellano, tanto la ed. preparada por J. A. Guerra (BAC) como la de L. Iriarte (Valencia), traducen: «reyes y príncipes, artesanos y agricultores, siervos y señores...». O sea, traducen el laboratores por artesanos. En cambio, por el discurso del P. Grau se ve claro que el laboratores estaría en oposición a los artesanos y agricultores, y significaría los trabajadores de la nueva clase entonces surgida, los obreros, que trabajaban por cuenta de otro, el empresariado, y que, con el tiempo, vendrían a formar el proletariado.] Como consecuencia de la economía dineraria, y en un campo completamente distinto, podemos observar un movimiento paralelo: esa economía impersonal hace posible el Estado moderno de funcionarios, en el que el rey puede recompensar a sus empleados con dinero, sin que tenga ya que hacerlo con bienes raíces. El empleado está por ello mucho más ligado a la voluntad de su rey, ya que puede perder más rápidamente su empleo. No es casual que encontremos por vez primera en la Sicilia de Federico II (1212-1250) ese Estado de funcionarios con todas sus ventajas y desventajas. Así, la economía dineraria condiciona dos nuevos estados sociales de la cristiandad: los obreros y los funcionarios. El mentado desarrollo es mucho más intenso en las populosas ciudades del Sur de Francia, en el valle del Rhin y en Flandes, así como en el Norte y Centro de Italia, más expuestas a las nuevas influencias por obra de los comerciantes. Se puede decir que en esas ciudades nace un estado totalmente nuevo. Aparte del clero y de la aristocracia -que en el fondo eran lo mismo, ya que las personas importantes del clero salían de la aristocracia-, y a su lado, surge el nuevo estado de la burguesía con plena conciencia de su poder e importancia. Con el nacimiento de las ciudades mercantiles e industriales llega la burguesía, tan desunida entre sí como compacta frente a los otros dos estados. En las ciudades se reúne el mundo de los comerciantes y de los artesanos, de los industriales y de los empleados, que desarrollan un género de vida totalmente nuevo. Es el pueblo para el que el trabajo y el negocio determinan el sentido de la vida. Es la gente que no necesita seguir trabajando, porque ya ha trabajado en demasía; la gente a la que había que animar a tomar conciencia de sí misma y de su vida religiosa. Ahora el trabajo se valora de forma muy distinta a como se hacía antes. Si hasta entonces se había trabajado para conservar la vida, para sobrevivir, ahora se trabaja para ganar más. El comerciante que, con riesgo de su vida, viaja por distintos países, sólo sabe una cosa: aumentar sus ganancias y elevar así su existencia. El trabajo adquiere así una categoría mucho mayor en la vida del hombre, llenándolo todo. En la existencia de los ciudadanos alcanza una posición, a la que se subordina todo lo demás, incluida la vida religiosa. Esta breve descripción de un determinado aspecto de la situación coetánea, debe recordarnos que un mundo viejo, perfectamente ordenado, entraba en crisis, mientras que en muchos campos se iniciaba un orden de vida completamente nuevo. Vamos a resumir, una vez más, las ideas de mayor importancia, que condicionan el futuro: comienza entonces para Occidente, y sobre todo en las ciudades comerciales de Italia que primero entraron en relación directa con el comercio de Oriente, una economía marcadamente capitalista. Pero, con el capitalismo inicial, se rompen por primera vez en Occidente también las ligaduras beneficiosas para el individuo en la economía y la sociedad. Como consecuencia de la economía capitalista, nace la industria y, con ella, la clase de los trabajadores, a la vez que se hace posible el Estado absolutista para con sus empleados. Florecen el comercio, la economía y la industria, y aportan prestigio y poder a la burguesía. Nace un nuevo tipo de hombre: el hombre que trabaja para obtener ganancias. Y, con ello, hasta el cristianismo corre un grave peligro en Occidente. 1. El Occidente cristiano tomó, en efecto -y ya hemos hablado de ello-, las formas externas de su pensamiento y actuación económicos de una cultura totalmente opuesta al cristianismo. Esas formas externas que entonces adoptaron la vida y la economía, no eran en modo alguno cristianas, sino que habían sido creadas por el mundo y la cultura del Islam; es decir, por un mundo y cultura marcadamente vitalistas y sensuales, y con un sentido de afirmación de la realidad mundana, ajeno por completo al cristianismo. Para el Occidente cristiano el peligro consistía en que, con las formas externas de la economía y el comercio, asumió también un espíritu extraño, que era el de la cultura islámica. El gran peligro estaba en que el desarrollo incipiente de la economía, el comercio y la industria, tenía que desviar, dado su origen, del espíritu cristiano. 2. El intenso contacto con otro mundo espiritual, con otras formas religiosas, trajo al Occidente una primera «Ilustración». Aunque entonces el peligro para nuestros conceptos fuera pequeño, no dejaba de existir. Los típicos representantes de esta nueva actitud fueron el Hohenstaufe Federico II y su Estado siciliano de funcionarios. Pronunciara o no la frase sobre los tres grandes embusteros, en su corte de Palermo judíos y musulmanes tenían la misma importancia que los cristianos. Tampoco podemos saber si sintió un profundo respeto hacia las cosas religiosas; pero lo que hizo en política, secularizándola en todos los aspectos y sin someterla en modo alguno a la religión, también lo llevó a cabo en la burguesía del comercio y de la industria, que se hacen cada vez más autónomos y con sus propias leyes. También se secularizaron. Justamente el ansia de seguridad económica por parte del individuo intensificó ese desarrollo, que de necesidad secularizó a su vez todo el campo de la vida pública. 3. En las ciudades italianas de la época empiezan a formarse partidos, que ya no dependen sólo de sus jefes religiosos o políticos, sino que se caracterizan pura y simplemente por la perspectiva económica del tener o no-tener. Así surgieron, por primera vez en el Occidente cristiano y de un modo frontal, las antítesis entre ricos y pobres. Los habientes, que eran los grandes mercaderes, la aristocracia y el clero alto, forman un partido. Se les llama «maiores», los grandes señores. El otro partido se compone de artesanos, pequeños comerciantes, trabajadores y, pronto, se les une también el clero bajo. Se llama «minores», la pequeña gente. Entre uno y otro estallaron terribles luchas partidistas, alentadas por la envidia y el odio. ¿Qué postura adoptará en semejante trance el cristianismo del amor al prójimo? 4. Otro peligro para el cristianismo occidental fue la inmoralidad creciente que comportaba la riqueza. Dejando aparte todo lo demás que llegaba de Oriente como un lastre terrible, la codicia y la preocupación por las cosas terrenas se acentúan. La gente aprende a pensar sobre todo en la ganancia, el dinero y el provecho terrenal, y muy a menudo lo hace al margen de su existencia cristiana. En la vida de la gente prevalece el problema típicamente egoísta, y por tanto ajeno por completo a la mentalidad cristiana, de las ganancias materiales. Se puede renunciar a todo menos al dinero y a la ganancia que produce. En la cuarta Cruzada (1202-1204), tan importante para las arcas de los mercaderes venecianos, se echa de ver bien a las claras cómo prevalecen las miras egoístas de la economía y se aprovecha sin reparos hasta lo religioso como negocio. Ya el hecho de que se acometiera tal empresa es bien sintomático. Cuando la ética y la conducta moral de los cristianos empiezan a depender de las ganancias materiales, del provecho y ventajas que se pueden medir y contar, la vida interna de tales cristianos se divide con toda naturalidad en dos esferas distintas: la religioso-cristiana y la que nada tiene que ver con esa mentalidad. Las más de las veces es la última la que predomina, por lo que bien se podía ver con toda claridad el peligro que tal evolución suponía para el cristianismo. b) Repercusión en la Iglesia y movimientos de pobreza Ese estado de cosas representa una situación muy peligrosa para el modo de ser cristiano. ¿Estarán en sus puestos los que han sido llamados para ser los vigías? ¿Ve especialmente el clero el peligro que ello supone para la Iglesia y la vida cristiana? Jacobo de Vitry (ha. 1170-1240), que fue cardenal y amigo de los Hermanos Menores, escribe a sus amigos de Lüttich en una carta de 1216: «Después de pasar un tiempo en la curia (papal), he visto muchas cosas que me disgustaron profundamente. Estaban tan preocupados con las cosas terrenas y temporales, con los reyes y reinos, los procesos y querellas, que casi no fue posible conversar un poco sobre las cosas espirituales». No se puede negar que en la propia Iglesia se extiende la solicitud por lo externo y mundano. Ahora bien, esa exterioridad y mundanidad son los mayores estorbos para la penetración honda del cristianismo en las almas de los hombres. Facilísimamente ocupan todo el espacio del alma humana, de modo que casi es imposible «conversar un poco sobre las cosas espirituales». De ahí que también en la Iglesia se pueda observar el ansia de bienes materiales, de dinero y del mayor número posible de empleos lucrativos. La economía de la Curia romana, además, adquiere una intensidad y volumen cada vez mayores. En apenas cien años llega a su máximo desarrollo. La economía de la Cámara Apostólica -como se llamaba al ministerio papal de finanzas- aparece en todo Occidente como el prototipo, en especial para las curias menores. La Cámara Apostólica llega a ser temporalmente la primera potencia económica, que financia las guerras y se preocupa por la política. Con una mirada retrospectiva podemos decir que en el cristianismo penetró un espíritu que le era totalmente extraño y que a la larga podía matar lo que le era más esencial y propio. Aquí surge toda una serie de cuestiones graves: ¿Logrará imponerse este espíritu nuevo y anticristiano al cristianismo occidental en todos los campos? ¿Reducirá de antemano al cristianismo a la impotencia en todo lo que a la economía se refiere? ¿Quién prevalecerá en estas nuevas luchas en busca del triunfo? ¿El cristianismo con su doctrina de la igualdad de todos delante de Dios y con su exigencia de un amor al prójimo incondicional? ¿Prevalecerá la exigencia cristiana de la responsabilidad de todos por todos? ¿O se afirmará más bien el nuevo espíritu con todo su afincamiento en el egoísmo del individuo y, por ende, en su descristianización? Tan graves preguntas atormentaban por entonces a muchas personas que venteaban el peligro que se cernía y que querían combatirlo. Nunca hasta entonces en Occidente la vida y la enseñanza de la Iglesia se habían hecho tan problemáticas. Fueron sobre todo los círculos de vida religiosa los que más dolorosamente advirtieron el abismo entre la vida de la Iglesia y la doctrina de Cristo tanto en los fieles como en el clero. Esos hombres y mujeres se convirtieron en los portadores vivientes del movimiento religioso a finales de la Edad Media. Y, habida cuenta de la situación descrita, ese movimiento se transformó de modo espontáneo y hasta casi podríamos decir que de necesidad en un movimiento religioso de pobreza. Aquellos hombres y mujeres descubren que un cristianismo con tales tensiones ya no es cristianismo; que cuando la vida de los cristianos y la doctrina de Cristo discrepan tan abiertamente, se han perdido unos valores esenciales. Ahora bien, en medio de la contradicción entre la doctrina de Cristo y la vida de los cristianos coetáneos, el movimiento de pobreza no se presenta con un programa reformista, sino con la exigencia de una vida nueva y, en definitiva, con el empeño por formar a un hombre nuevo, porque si el hombre no cambia, tampoco cambiarán las relaciones humanas en ningún tiempo ni lugar. De ahí, la llamada a una vida evangélica, al seguimiento de Cristo, que aquí era el seguimiento de Cristo pobre. En opinión de aquellos hombres y mujeres, lo cristiano sólo se podía salvar si los cristianos volvían a tener el coraje de vivir como Cristo y sus apóstoles. Ahora bien, el movimiento de pobreza no se puso en marcha por obra de hombres y mujeres originarios de las clases inferiores y más pobres del pueblo, sino por gentes nobles y ricas; lo cual se refiere no sólo a los varones, sino también y de manera muy especial a las mujeres. A este respecto observa H. Grundmann: «La opinión, expresada a menudo, de que este movimiento religioso femenino del siglo XIII tiene su origen en la difícil situación económica y social de las mujeres de las clases populares bajas y pobres, y que habría arrancado ante todo de las mujeres que, por falta de varones, no podían llegar al matrimonio y habían de buscar otro "acomodo", es una opinión que no sólo contradice a los datos todos de las fuentes, sino que, además, confunde por completo el sentido de la religiosidad» (Religiöse Bewegungen, p. 188). No fue la carencia de bienes, sino la huida de las riquezas y del bienpasar la que determinó su decisión por la pobreza voluntaria. Cierto que en la realización de ese ideal muchos grupos del movimiento religioso en el siglo XII y principios del XIII entraron en roces y conflictos con la Iglesia oficial -¡y no siempre por su propia culpa!-. También Francisco de Asís oyó la llamada de seguir a Cristo pobre. Y, en una mirada retrospectiva, podemos decir que entre todos los hombres de aquel movimiento religioso fue el que lo siguió del modo más radical. Pero en todas las fases de este su género de vida se mantuvo a su vez con una seguridad de soñador en una entrega fiel y constante y no menos radical a la Iglesia y a su jerarquía. c) La vocación de Clara a la vida en pobreza
Y Clara lo abandona realmente todo: la seguridad de la familia, las riquezas y privilegios de un linaje noble y acomodado, la posibilidad de un matrimonio congruente, la inminente herencia paterna, y hasta la posibilidad de ayudar generosamente a los pobres y necesitados, como lo había venido haciendo hasta entonces (LCl 3). Y la lista podría fácilmente alargarse. Como de un plumazo tachó Clara y renunció a todas las cosas, cuando en la noche del Domingo de Ramos de 1212 abandonó la casa paterna, corrió a la Porciúncula y recibió de Francisco el vestido de penitencia. «Dio al mundo el "libelo de repudio"», dice su biógrafo (LCl 8), y no con cara triste, cual si perdiera algo, sino con una alegría y alborozo que nacían del conocimiento de que estaba a punto de ganar una riqueza nueva y superior, más aún, de ganarlo todo. No se hizo pobre por no poseer nada, sino, más bien, por no querer poseer nada. Aquella noche, una doncella noble, rica y educada, se convirtió en una pordiosera, que de un modo consciente se enrola en el ejército de los pobres y desheredados. Quiere vivir conforme al Evangelio, como se lo había escuchado a Francisco. De ahí que, de una manera consecuente, quiera cumplir la exhortación del mismo Evangelio: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y da el dinero a los pobres; así tendrás un tesoro permanente en el cielo» (Mt 19,21). El asunto de la parte de su herencia no lo abandona sin más en manos de la familia, de modo que ésta pudiera disponer de ella. En su proceso de canonización, tres hermanas declaran sobre el particular cómo Clara se impuso contra la voluntad de sus parientes, a fin de cumplir la palabra del Señor. Así, la hermana Cristiana, decimotercera testigo: «También, sobre la venta de su herencia, la testigo dijo que los parientes de madonna Clara habían querido dar más cantidad que ninguno de los otros, pero que ella no había querido vendérsela a ellos, sino a otros, para que no quedasen defraudados los pobres» (Proceso 13,11; cf. 3, 31; LCl 13). Lo cual significa, sin duda, que o bien Clara temió algún engaño por parte de los parientes, o bien que quiso evitar la apariencia de no haberlo vendido todo. Y continúa la hermana Cristiana: «Y todo lo que recibió de la venta de la herencia lo distribuyó a los pobres» (Proceso 13,11). Aquí se echa ya de ver la rectitud y la decisión que se manifiestan a lo largo de la vida de ambos santos cuando se trataba de vivir la pobreza. De cuanto llevamos dicho se deduce que Clara se sintió impulsada en lo más profundo a buscar la pobreza y su valor. Quiere ser pobre, porque Cristo había vivido pobre sobre la tierra. La pobreza es para ella una parte esencial del seguimiento de Cristo, con una visión que casi le impuso necesariamente la situación de aquellos días. La palabra de la Sagrada Escritura: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt 8,20), la impresionó hondamente de por vida (Carta I, 3). El Cristo moribundo en la cruz, víctima del abandono y humillación más profundos, y por tanto de la pobreza, es la imagen de la vida de Cristo que más honda influencia ejerció sobre Clara y su vida (cf. LCl 30-32). En los escasos escritos de Clara que se han conservado así lo expresa de forma directa o indirecta frecuentemente. En la Carta II a la beata Inés de Praga escribe, por ejemplo: «Abraza como virgen pobre a Cristo pobre. Míralo hecho despreciable por ti, y síguelo, hecha tú despreciable por Él en este mundo. ¡Oh reina nobilísima!, observa, considera, contempla con el anhelo de imitarle, a tu Esposo..., hecho por tu salvación el más vil de los varones: despreciado, golpeado, azotado de mil formas en todo su cuerpo, muriendo entre las atroces angustias de la cruz» (Carta II, 4). Mas no sólo Cristo moribundo en la cruz impresionó tan profundamente a Clara; también el Hijo de Dios hecho hombre y nacido en un pesebre cual niño pobre, y la vida entera de Jesús, «que se humilló y se hizo como un esclavo» (Flp 2,7), fueron otras tantas «imágenes» que le sirvieron de continuo y fuerte acicate para seguir al Señor en su humillación. Por ello, al final de su vida, escribe a las hermanas en el Testamento: «Pido al dicho cardenal (protector de la Orden) que, por amor de aquel Señor que fue recostado pobremente en el pesebre, pobremente vivió en el mundo y desnudo permaneció en el patíbulo, vele siempre para que esta pequeña grey, que Dios Padre engendró en su santa Iglesia por medio de la palabra y ejemplo de nuestro bienaventurado padre san Francisco y por la pobreza y humildad que practicó en seguimiento de la del amado Hijo de Dios y de la gloriosa Virgen María su Madre, observe la santa pobreza que prometimos a Dios y a nuestro beatísimo padre Francisco y tenga a bien animar a las mencionadas hermanas y conservarlas en ella» (TestCl 7; cf. Carta I, 3). Y cuando en el capítulo 2 de su Regla, exhorta Clara a las hermanas a contentarse con un vestido pobre, remite directamente en ese texto al Niño del pesebre: «Y por amor del santísimo y amadísimo Niño, envuelto en pobrísimos pañales y reclinado en el pesebre, y de su santísima Madre, amonesto, ruego y exhorto a mis hermanas que se vistan siempre de vestiduras viles» (RCl 2,6). En esa palabra de la Regla sorprende una cosa: Clara no sólo se refiere a la pobreza de Cristo, sino que destaca a la vez la vida pobre de María al lado de su Hijo. Cierto que también Francisco lo hace en algunas ocasiones (cf. 2CtaF 5; 1 R 9,5; UltVol 1), pero Clara, dentro del número mucho menor de sus escritos conservados, recuerda con mucha mayor frecuencia a María participando en el seguimiento de Cristo pobre (cf. RCl 2,6; 6,18; 8,20; 12,31; TestCl 7; Carta III, 4; etc.). Clara se sabe también alentada y hasta obligada por María a emprender el camino de la pobreza de Cristo. Ese camino la conduce asimismo hasta «los misterios de la cruz» (Carta V) y le permite participar en «los dolores que sufrió su santísima Madre al pie de la cruz», como la propia Clara manifiesta en su carta a Ermentrudis de Brujas (Carta V). La vida del hombre nuevo, que tan apremiantemente reclamaba aquella época, la realiza Clara en toda su radicalidad cristiana: por amor de Cristo no tener nada, no desear nada, no entristecerse ni turbarse por ninguna pérdida. Ese fue su ser-pobre sin reservas; su vida, todo cuanto los hombres de su tiempo perseguían en las cosas y valores terrenales considerándolo como necesario, lo arrincona Clara como inútil y baladí, porque su vida estaba transida e informada por ese nuevo ideal del seguimiento de Cristo en pobreza total. Esa vida significaba -como queda expuesto- una ruptura con todo el pasado. Significaba empezar de nuevo, sin ninguna de las seguridades que la vida había tenido hasta entonces. Por ello Clara rechazó con resolución a lo largo de su vida cualquier aceptación de propiedades, incluso para la comunidad como tal, haciendo que el papa Inocencio III se lo confirmara solemnemente mediante el denominado Privilegio de la pobreza: nadie podrá obligarla a recibir propiedades. Fue éste un privilegio tan singular y único como jamás antes ni después se solicitó a la Curia romana. Aunque, como ya se ha dicho, todo el movimiento religioso de la baja Edad Media haya sido un auténtico movimiento de pobreza, lo cierto es que un «caso» así todavía no se le había sometido a la Curia romana. Esto se puso de manifiesto en el otorgamiento del «privilegio»: al no existir ningún «caso precedente», tampoco en la cancillería papal existía un formulario adecuado. Por lo que refiere el biógrafo: «Para corresponder a la insólita petición con un favor insólito, el Pontífice personalmente, con mucho gozo, redactó de propia mano el primer esbozo del pretendido privilegio» (LCl 14). Así, pues, fue el papa personalmente quien elaboró el borrador de privilegio tan singular. La renuncia a toda propiedad por parte de las Hermanas la subraya claramente Inocencio como un aspecto del seguimiento de Cristo. Sin duda, en el texto se han incorporado algunos pasajes de la petición de Clara. En la introducción del privilegio se dice efectivamente: «Es cosa ya patente que, anhelando vivir consagradas para sólo el Señor, abdicasteis de todo deseo de bienes temporales; por esta razón, habiéndolo vendido todo y distribuido a los pobres, os aprestáis a no tener posesión alguna en absoluto, siguiendo en todo las huellas de aquel que por nosotros se hizo pobre, camino, verdad y vida (Jn 14,6). De esta resolución no os arredráis ni ante la penuria, y es que el Esposo celestial ha reclinado vuestra cabeza en su brazo izquierdo (cf. Ct 2,6; 8,3) para sostener vuestro cuerpo desfallecido, que, con reglada caridad, habéis sometido a la ley del espíritu». Como se ve en el texto de dicho privilegio de pobreza, para Clara no se trata sólo de que cada hermana, por amor del Señor, viva personalmente pobre y sin posesiones; tampoco la comunidad, el monasterio, tiene que disponer de posesiones. Así lo había querido Francisco para sus hermanos (2 R 6,1-6), y así lo quiere Clara para sí y sus hermanas. Que en Clara la no-posesión no representaba una extremosidad de su ideal, sino el puro seguimiento de Cristo, «que por nosotros se hizo pobre» (2 Cor 8,9), se advierte de modo patente en otra ocasión. A pesar del privilegio de pobreza, otorgado por la más alta instancia eclesiástica, Clara tuvo que seguir preocupándose y luchando por la pobreza. La amenaza no llegó por parte de Honorio III (1216-1227), sucesor de Inocencio III, sino por parte del sucesor de aquél, Gregorio IX (1227-1241), que antes fuera el cardenal Hugolino, muy afecto a Clara (LCl 14; cf. BulCan 3 y 13). En su solicitud por el bienestar físico de las hermanas de San Damián, y con ocasión de una visita al monasterio, quiso persuadir a Clara para que aceptase alguna posesión, que él le ofrecía generosamente. Celano refiere en su Vita (o Leyenda) lo que el papa dijo literalmente a Clara: «Si temes por el voto; Nos te desligamos del voto». Con firmeza inconmovible, aunque con toda su amabilidad femenina -rasgos que mantuvo a lo largo de su vida-, Clara le replicó sin titubeos: «Santísimo Padre, a ningún precio deseo ser dispensada del seguimiento de Cristo por toda la eternidad» (LCl 14; esta conversación tuvo lugar entre mayo y julio de 1228). Y ante tal argumentación, el papa ya no tuvo nada que oponer. A la impresionante respuesta de Clara, que no dejó de influir en Gregorio IX, se debe sin duda que el propio papa renovase solemnemente mediante una bula, de 17 de septiembre de 1228, el privilegio otorgado por Inocencio III. El original se conserva hasta hoy en el monasterio de Santa Clara de Asís. La vida de Clara y de sus hermanas obtuvo, con esa pobreza radical, una característica que iba a ser decisiva para la vida nueva: la inseguridad, o mejor, la carencia de seguridad. Cabe suponer razonablemente que Clara, ya en su misma familia, rica y opulenta, tuvo conocimiento de que los bienes y posesiones facilísimamente conducen a lamentables disputas y procesos, que muy a menudo destruyen el amor de Dios y del prójimo, como en cierta ocasión le dijera Francisco expresamente al obispo de Asís (TC 35). Sabía, además, por numerosos ejemplos de su tiempo, lo peligrosa que resulta para una auténtica vida cristiana el ansia de bienes, de posesiones y de seguridad, cuando la esencia de la vida cristiana está precisamente en el amor de Dios y del prójimo. Sabía también que lo esencial del cristianismo corría peligro frente al egoísmo humano en sus diferentes formas de ansia de riquezas. El ideal de la pobreza absoluta se mantiene puro y a buen recaudo con la falta de seguridad, que se confía a la bondad de Dios y de los semejantes. Por ello renuncia Clara a todas las exigencias y derechos que le habrían garantizado a ella y a su comunidad una seguridad terrena. Le hubiera sido fácil obtener tales privilegios de la Sede Apostólica; pero ella sólo quiso tener un único privilegio: el de la pobreza. Pero este privilegio no debía procurarle una seguridad, como hacen casi sin excepción los privilegios, sino todo lo contrario: la inseguridad que contiene en sí todo aquello que el hombre natural rehuye. Pese a lo cual, la inseguridad externa no garantiza por sí sola la pobreza absoluta, tal como la exige el seguimiento de Cristo; no pasa de ser la cáscara externa del verdadero meollo, que consiste en la inseguridad interna. La verdadera relación entre ambas podría expresarse así: una pobreza exterior sin un desprendimiento, un ser-pobre, sin reservas, no dice nada o no dice mucho, porque también la pobreza puede cambiarse en «posesión». El pobre voluntario siempre corre el peligro de mirar con cierta soberbia y arrogancia a quienes no son capaces de realizar las «proezas» que él lleva a cabo. Sólo el «pobre de espíritu» (Mt 5,3), que nada puede exhibir ante Dios y que, por eso, lo espera todo de Él, es consciente de que todo bien es, sin excepción, un don de Dios. La visión profunda de tales relaciones permite a Francisco, en su «Saludo a las virtudes», llamar a la humildad hermana protectora de la pobreza, y presentar a la pobreza y la humildad como una pareja de hermanas inseparables (SalVir 2). Por la misma razón también Clara las ve formando una sola cosa, porque sólo unidas salvaguardan el ideal de la altísima pobreza: la humildad es la actitud interior que debe corresponder a la pobreza exterior. En esta línea, ya el biógrafo de santa Clara introduce el capítulo «De la santa y verdadera pobreza» de Clara con estas palabras: «Con la pobreza de espíritu, que es la verdadera humildad, armonizaba (Clara) la pobreza de todas las cosas» (LCl 13). Con ello interpreta atinadamente el biógrafo la pobreza exterior de Clara, señalando de inmediato su núcleo: la «pobreza de espíritu», de la cual debía derivar consecuentemente para Clara en su seguimiento de Cristo la «pobreza de todas las cosas». Por ser inseparables pobreza y humildad, en la Regla redactada por ella, exhorta Clara a sus hermanas con las palabras de la Regla bulada de san Francisco: «Y, cual peregrinas y forasteras (1 Pe 2,11) en este siglo, sirvan al Señor en pobreza y humildad... » (RCl 8,20; cf. 2 R 6,2). Y en el último párrafo de la misma Regla aflora una vez más ese deseo de Clara con una exhortación en la que vuelve a utilizar las palabras de san Francisco, añadiéndoles su ampliación típica sobre María, a la que ya nos hemos referido y que subraya de nuevo la importancia de la amonestación: las hermanas «guardemos la pobreza y humildad de nuestro Señor Jesucristo y de su santísima Madre» (RCl 12,31; 2 R 12,4). También en su Testamento recuerda Clara, entre otras varias amonestaciones, la de guardar siempre fidelidad a la pobreza en todas las circunstancias, refiriéndose a la palabra y ejemplo del bienaventurado Francisco en seguir la pobreza y humildad de Cristo y de su Madre (cf., entre otros, TestCl 7). El grado último y supremo de inseguridad que reclama la pobreza es la inseguridad frente a Dios. Todo el bien procede de Dios y a Él solo pertenece -idea esta que ocupa un amplio espacio en los escritos de san Francisco (cf., por ejemplo: 1 R 17,17-18; 23,9; AlHor 11)-; de ahí que el hombre no pueda exhibir pretensión alguna al respecto ni pueda alardear de hacer algo bueno, delante de Dios. Ante Dios, el hombre no goza de derechos ni puede plantear exigencias porque haya hecho algún bien: «Cuando hayáis hecho todo lo que se os mandó, decid: Siervos inútiles somos; sólo hemos hecho lo que debíamos hacer» (Lc 17,10). d) La vida en pobreza según los escritos de Clara
De ese modo, la pobreza abarca en Clara a toda la persona por entero. No consiste sólo en la renuncia a la posesión de todas las cosas terrenas, sino que incluye también la renuncia a todo cuanto puede proporcionar seguridad al hombre, seguridad en lo terreno y seguridad también delante de Dios, esto sobre todo. Porque la pobreza así entendida abarca a todo el hombre, constituye para Clara una forma de vida, una actitud vital. En los escritos de santa Clara hay una serie de pasajes que se refieren precisamente a la pobreza como forma y actitud de toda la persona. Por supuesto, hay que leer y meditar cuidadosamente esos pasajes, porque a primera vista podría parecer que se refieren sólo a la pobreza exterior. De paso podemos referirnos a una frase de la bula de Inocencio IV (1243-1254), con la que la Regla de santa Clara obtuvo la confirmación pontificia; la frase se encontraba ya, por lo demás, en el escrito confirmatorio del cardenal Rainaldo (de 1252), que Inocencio IV incorpora a su bula: «Vosotras, amadas hijas en Cristo, despreciasteis las pompas y placeres de este mundo y decidisteis seguir las huellas del mismo Cristo y de su santísima Madre. Por ello, elegisteis vivir encerradas y servir al Señor en suma pobreza para daros a Él con plena libertad de espíritu» (RCl Pról.). La expresión «suma pobreza», aquí utilizada, no se puede restringir a la renuncia de las cosas terrenas y de las posesiones; no sólo lo prohíbe el adjetivo «suma» (summa paupertas), sino que también la frase final que sigue: «para daros a Él con plena libertad de espíritu». La renuncia a los bienes materiales no hace al hombre absolutamente libre para servir al Señor. El corazón del hombre sólo se libera mediante la pobreza interior, mediante la pobreza delante de Dios. De esta manera, en la frase de la bula se expresa la pobreza total, la pobreza como forma de vida. En el mismo sentido entiende Clara la «pobreza» cuando escribe en el capítulo 2 de su Regla: «Y, cumplido el año de la probación, sea recibida a la obediencia, prometiendo guardar siempre esta vida y forma de nuestra pobreza» (RCl 2,5). El capítulo 6 de la Regla de Clara se refiere casi en exclusiva a la pobreza. No hay que dejarse confundir por el título -«No tengan posesiones»- y pensar que se trata únicamente de la renuncia a los bienes externos. Aquí se trata de algo más. Tras un párrafo introductorio, en el que se habla brevemente de los comienzos de la segunda Orden, escribe Clara: «Y viendo el bienaventurado padre (Francisco) que no nos arredraban la pobreza, el trabajo, la tribulación, la afrenta, el desprecio del mundo, antes, al contrario, que considerábamos todas esas cosas como grandes delicias [ya en esta enumeración se advierte claramente que no se trata sólo de la pobreza material, sino de la pobreza interior], movido a piedad, nos redactó la forma de vida en estos términos: "Ya que, por divina inspiración, os habéis hecho hijas y siervas del altísimo sumo Rey, el Padre celestial, y os habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio [«vivir según la perfección del santo Evangelio» era una expresión típica del movimiento religioso coetáneo y significaba todo el complejo de vida conforme al Evangelio, cuya componente más importante era para Clara la pobreza absoluta por amor de Cristo], quiero y prometo dispensaros siempre, por mí mismo y por medio de mis hermanos, y como a ellos, un amoroso cuidado y una especial solicitud"» (RCl 6,17). «Y para que ni nosotras, ni cuantas nos habrían de suceder -continúa Clara- nos separásemos jamás de la pobreza que abrazamos, poco antes de su muerte nos volvió a escribir su última voluntad diciendo: "Yo, el hermano Francisco, pequeñuelo, quiero seguir la vida y la pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre y perseverar en ella hasta el fin; y os ruego, mis señoras, y os aconsejo que viváis siempre en esta santísima vida y pobreza. Y estad muy alerta para que de ninguna manera os apartéis jamás de ella por la enseñanza o consejo de quien sea"» (RCl 6,18). Estas palabras de apremio y hasta de conjuro del fundador de la Orden siguieron siendo para Clara y sus hermanas una suprema obligación de proseguir fielmente el camino de la pobreza y perseverar en él. Y ya hemos visto hasta qué grado de la jerarquía eclesiástica puede estar comprendido en ese «por consejo de quien sea»: ¡ni siquiera por consejo del vértice supremo, ni siquiera por consejo del papa! Que la pobreza era para Clara y sus hermanas una forma de vida aparece, entre otras cosas, en el capítulo 8 de la Regla de Clara, con las palabras de san Francisco: «Y cual peregrinas y forasteras en este siglo, sirvan al Señor en pobreza y humildad y vayan por limosna confiadamente» (RCl 8,20; 2 R 6,2). Justamente en la petición de limosna demuestra quien se ha hecho pobre por Cristo que no quiere ni puede hacer valer pretensión ni derecho alguno, sino que en actitud de mendigo, con una genuina postura de humildad, espera lo que el amor de Dios quiera darle por medio de los hombres. Dos son los motivos que se señalan en éste y en el texto inmediato siguiente, y que Clara vuelve a tomar de Francisco: primero, el ejemplo de Jesucristo -«pues el Señor se hizo pobre por nosotros en este mundo» (RCl 8,20; 2 R 6,3)-; y, segundo, el carácter escatológico de la pobreza. Clara es también aquí la discípula aprovechada del fundador de la Orden. Ser «peregrinas y forasteras» significa estar en camino, vivir de la esperanza y, en definitiva, de la esperanza en la perfección y consumación del futuro reino de Dios. Ahora bien, la señal externa del cristiano que espera es la pobreza, «que conduce a la tierra de los vivientes» (2 R 6,5; RCl 8,20). Por ello, las hermanas y los hermanos, «adheridos enteramente a esa pobreza, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo [Clara agrega: «y de su santísima Madre»], jamás deben querer tener ninguna otra cosa bajo el cielo» (2 R 6,6; RCl 8,20). Las cartas de santa Clara bien pueden considerarse, a grandes rasgos, como un himno y canto de alabanza a la pobreza, como una exhortación y estímulo a vivirla fielmente. Se advierte aquí, una vez más, hasta qué punto la pobreza se había convertido para la Santa en una forma de vida. Sus palabras entusiastas y entusiasmadoras nos permiten barruntar algo del encendido amor con que vivió ese ideal, algo del amor con que, por el camino de la pobreza, siguió a Cristo pobre. En su carta I a Inés de Praga, escribe: «Así, pues, hermana carísima..., pues sois esposa y madre y hermana de mi Señor Jesucristo, adornada esplendorosamente con el estandarte de la virginidad inviolable y de la santísima pobreza: ya que vos habéis comenzado con tan ardiente anhelo del Pobre Crucificado, confirmaos en su santo servicio» (Carta I, 2). Y el párrafo que sigue en la misma carta es un verdadero cantar de los cantares de la pobreza: «¡Oh pobreza bienaventurada, que da riquezas eternas a quienes la aman y abrazan! ¡Oh pobreza santa, por la cual, a quienes la poseen y desean, Dios les promete el reino de los cielos y, sin duda alguna, les ofrece la gloria eterna y la vida bienaventurada! ¡Oh piadosa pobreza, a la que se dignó abrazar con predilección el Señor Jesucristo, el que gobernaba y gobierna cielo y tierra, y lo que es más, lo dijo y todo fue hecho!... Pues si un Señor tan grande y de tal calidad, encarnándose en el seno de la Virgen, quiso aparecer en este mundo como un hombre despreciado, necesitado y pobre, para que los hombres, pobrísimos e indigentes, con gran necesidad de alimento celeste, se hicieran en él ricos por la posesión del reino de los cielos, alegraos vos y saltad de júbilo, colmada de alegría espiritual y de inmenso gozo... Pues creo firmemente que vos sabéis cómo el reino de los cielos se compromete y se da por el Señor sólo a los pobres. En la medida en que se ama algo temporal, se pierde el fruto de la caridad. No se puede servir a Dios y al dinero, porque se amará a uno y se aborrecerá al otro, o se entregará a uno y despreciará al otro (Mt 6,24)... Es un gran negocio, y loable, dejar lo temporal por lo eterno, ganar el cielo a costa de la tierra, recibir el ciento por uno (Mt 19,29), y poseer a perpetuidad la vida feliz» (Carta I, 3-4). Cabe aquí tal vez una pregunta: ¿Puede alguien hablar con mayor entusiasmo y amor de la conquista y posesión de una joya preciosa que como lo hace aquí Clara de la pobreza? Clara ama la pobreza no por sí misma, sino por Cristo. Con su vida pobre, con su «vaciamiento», su kénosis, Cristo ha redimido a la humanidad; y mediante esa pobreza, los hombres «se hacen ricos por la posesión del reino de los cielos» (Carta I, 3). Esa pobreza redentora es la que Clara quiere llevar a cabo, y por ello quiere vivir pobre. Y por ello también sus hermanas han de conservar viva en la Iglesia esa pobreza redentora, sin apartarse jamás de la misma, porque tampoco «quiso nunca el Hijo de Dios separarse de la misma santa pobreza» (TestCl 5). Y hay otra idea en el elogio de Clara a la pobreza que no debemos pasar por alto. Es la frase siguiente: «En la medida en que se ama algo temporal, se pierde el fruto de la caridad» (Carta I, 4). El sentido de esta frase es el siguiente: sola la entrega indivisa a Dios, como la que se vive en la pobreza y por la pobreza, conduce al amor, a la unidad con Dios. ¡En la vida de pobreza se trata únicamente de ese amor! Por ello escribe Clara en la Carta II a Inés: «Abraza como virgen pobre a Cristo pobre» (Carta II, 4). En algunos pasajes de sus escritos, emplea Clara como metáfora la palabra «espejo». Así, por ejemplo, en el Testamento «espejo» significa lo mismo que «modelo» o «ejemplo» (TestCl 3). Un sentido similar, aunque un poco más lejano, es el que tiene la palabra en la Carta III a la beata Inés, cuando Clara le escribe: «Fija tu mente en el espejo de la eternidad, fija tu alma en el esplendor de la gloria, fija tu corazón en la figura de la divina sustancia, y transfórmate toda entera, por la contemplación, en imagen de su divinidad» (Carta III, 3). Hay aquí ciertas resonancias de la antigua concepción religiosa de que «el hombre, cuando se convierte a Dios y se contempla (se refleja) en Él, se le asemeja y se ilumina, mientras que al apartarse de Él, se hace tenebroso» (R. Reitzenstein). Esa concepción también está viva en Pablo, cuando dice: «Y todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu» (2 Cor 3,18). Cierto que tales pasajes, introducidos con la metáfora del «espejo», no tienen nada que ver directamente con la pobreza; pero los adelantamos como premisa para entender otro pasaje, que se encuentra en la Carta IV a Inés de Praga y en el que juega un papel destacado la pobreza. He aquí la argumentación de Clara: «Dichosa realmente tú, pues se te concede participar de este connubio (con Cristo) y adherirte con todas las fuerzas del corazón a Aquel cuya hermosura admiran sin cesar todos los bienaventurados ejércitos celestiales; cuyo amor aficiona, cuya contemplación nutre, cuya benignidad llena, cuya suavidad colma..., a su perfume revivirán los muertos, su vista gloriosa hará felices a todos los ciudadanos de la Jerusalén celestial, porque Él es esplendor de la eterna gloria (cf. Heb 1,3), reflejo de la luz perpetua y espejo sin mancilla (cf. Sab 7,26). Tú, ¡oh reina, esposa de Jesucristo!, mira diariamente este espejo y observa constantemente en él tú rostro: así podrás vestirte hermosamente y del todo, interior y exteriormente, y ceñirte de preciosidades (cf. Sal 44,10), y adornarte juntamente con las flores y las prendas de todas las virtudes, como corresponde... Ahora bien, en este espejo resplandecen la bienaventurada pobreza, la santa humildad y la inefable caridad, como lo podrás contemplar con la gracia de Dios en todo el espejo. Mira, te digo, al comienzo de este espejo, la pobreza de Aquel que yace en el pesebre, envuelto en pañales (cf. Lc 2,7). ¡Oh maravillosa humildad, oh estupenda pobreza! El Rey de los ángeles, el Señor de cielo y tierra es reclinado en un pesebre. Y en el centro del espejo considera la humildad: a lo menos, la bienaventurada pobreza, los múltiples trabajos y penalidades que soportó por la redención del género humano. Y en lo más alto del mismo espejo contempla la inefable caridad con que quiso padecer en el leño de la cruz y morir en él con la muerte más infamante» (Carta IV, 3-4). En esta visión mística de santa Clara se echa de ver hasta qué punto el hombre se conforma a Cristo, y hasta se «diviniza» y llega a la comunión más íntima con Dios por la pobreza, la humildad y el amor. El texto hace patente la hondura con que Clara penetró en el misterio de la pobreza, y los estrechos lazos que en su visión median entre pobreza, humildad y caridad. En la secuencia «comienzo-medio-fin» de la imagen del espejo hay que ver sin duda una gradación, una intensificación ascendente: pobreza con humildad - humildad con pobreza - caridad. A la pobreza siempre se la mira unida a la humildad, y, a la inversa, la humildad no se da sin la pobreza; y ambas conducen al amor, son el camino del amor; el amor, a su vez, es la meta suprema y, por tanto, la culminación de ese camino. Y en todo ello puede verse que Clara no practica ningún «culto» de la pobreza por la pobreza, sino que más bien la pobreza y la misma humildad tienen carácter de servicio. Por la pobreza y la humildad el hombre se libera para el amor, se hace libre para Dios, liberándose de todos los impedimentos que le cierran el camino hacia Dios, hacia el Dios que es amor (cf. 1 Jn 4,8). El ideal de la altísima pobreza, tal como Francisco lo entendió y vivió, lo lleva a la práctica santa Clara con el mismo espíritu en su dimensión interior y exterior, y con el mismo sentido radical, aunque de una manera genuinamente femenina. Nadie entendió con tanta hondura el espíritu de san Francisco, y especialmente su ideal de pobreza, como esta mujer. [Selecciones de Franciscanismo, vol. XIV, n. 40 (1985) 83-102] |
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