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EL «PRIVILEGIO DE LA
POBREZA» por Engelbert Grau, o.f.m. |
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I. HISTORIA Nadie suele tratar de la pobreza religiosa sin tener en cuenta a Francisco de Asís. Está fuera de toda duda y discusión que Francisco ha sido quien, en el seguimiento de Cristo, ha penetrado más profundamente en el misterio de la pobreza. Pero al hablar de esta cuestión se olvida casi siempre que en la gran familia franciscana, junto a Francisco, hubo una mujer que vivió la vida «sin nada propio», como dicen Francisco y Clara, casi con un radicalismo aun mayor. Y cuando digo que la vivió «junto a Francisco», debería decir, para ser más exacto, que ella realizó este ideal «juntamente con Francisco». Clara no queda como eclipsada por Francisco; ella hace realidad una vida de pobreza que tiene no sólo una dimensión externa, sino que es ante todo espiritual e interna; más aún, es enteramente peculiar y de forma realmente femenina. Ciertamente, nadie como esta mujer entendió y adoptó tan en profundidad el espíritu de Francisco y, en especial, su ideal de pobreza. Clara nació en Asís en 1194, en el seno de una familia noble. Cuando a la joven, instruida y experimentada en los quehaceres femeninos y domésticos, se la quería casar, ella se había encontrado ya algunas veces con Francisco, doce años mayor que ella, y había escuchado su predicación que la llamaba al seguimiento radical de Cristo pobre y crucificado. Esta llamada ya nunca se acalló en ella. Clara se dirigió a Francisco, por medio de quien se sentía llamada por Dios. Y ambos llegaron a la conclusión de que Clara debía dar el paso a la pobreza radical. Cómo tenía que realizarse esto, sin embargo, todavía no les constaba con claridad. Con la aprobación ciertamente del obispo de Asís, Guido II, Clara abandonó en secreto la casa paterna el Domingo de Ramos por la noche (18/19 de marzo de 1212), bajando apresuradamente al valle, camino de la capilla de la Porciúncula, entonces solitaria en medio del bosque, donde la esperaban Francisco y sus hermanos. Allí recibió, de manos de Francisco, el vestido gris de penitencia, el velo y la cuerda. A la mañana siguiente, sus familiares, consternados, se dieron a la búsqueda de la joven, y encontraron a Clara en el monasterio de las Benedictinas de Bastia, cuatro kilómetros al oeste de Asís, adonde Francisco la había llevado y donde Clara debía permanecer hasta que el Señor «dispusiera otra cosa», como nos dice la «Leyenda de santa Clara» (n. 8). Los familiares trataron de persuadir a Clara con consejos, promesas, adulaciones, y, finalmente, quisieron conseguir su retorno a casa por la violencia. Clara entonces corrió hacia el altar, se agarró a los manteles del mismo y descubrió su cabeza tonsurada. Ante esta postura, sus familiares la dejan. Pronto acaecerá algo sorprendente: 16 días después, su hermana Inés, más joven que ella, se le une. ¡La familia se subleva! Entre tanto, Clara se había dirigido al monasterio de Benedictinas de S. Angelo de Panso, situado más abajo de las Cárceles. Su tío Monaldo, cabeza de familia, enfurecido, se dirigió allá con un grupo de hombres. Con violencia y malos modos intenta llevarse a Inés. ¡Todo en vano! Las oraciones de Clara son más fuertes. Poco tiempo después, también Inés recibe de manos de Francisco el hábito penitencial de la pobreza. Ante los temores de las Benedictinas de S. Angelo a nuevas desavenencias con los familiares, Francisco lleva a las dos hermanas a San Damián de Asís, lugar que pertenecía al obispo. Aquí nació el primer convento de mujeres dentro del movimiento franciscano. Otras muchas mujeres se unieron a Clara, incluso su otra hermana Beatriz y, finalmente, su madre Ortulana. Clara fue hasta su muerte no sólo la superiora oficial del monasterio, sino también el centro espiritual de la comunidad. Mantuvo siempre con tenacidad la aventura de la más estrecha pobreza, emprendida al principio de la Semana Santa de 1212. Sólo quien amaba esta pobreza tenía cabida en San Damián. Además, semejante pobreza, con su dura experiencia, donde muchas veces faltaba incluso lo necesario, nada tenía de romántico ni de placentero. Únicamente se podía soportar y vivir porque, como decía Clara, en la comunidad reinaba la alegría a causa de ella y de las riquezas que comporta, y todas se sabían envueltas en el amor mutuo. Por esta pobreza tuvo que luchar Clara durante toda su vida. Tres años después de la fundación de su comunidad, el Concilio Lateranense IV (1215) decretó que todas las Ordenes aún no aprobadas debían tomar la Regla de una Orden ya aprobada. San Damián quedó bajo tal cláusula, ya que sólo tenía una pequeña «forma de vida» escrita por san Francisco, pero que no había recibido la aprobación oficial de la Iglesia. De este modo, las hermanas de San Damián se vieron obligadas a tomar la Regla benedictina. En esta Regla no se hablaba de la pobreza tal cual la entendían Clara y sus hermanas. Por esta razón, Clara trató de obtener del Papa un privilegio que le permitiera permanecer fiel a esta pobreza. Privilegio ciertamente único y peculiar este Privilegium paupertatis, el «Privilegio de la pobreza». Aunque el gran movimiento religioso de la alta Edad Media, en cuya panorámica puede situarse a Francisco y a Clara, pudo haber sido un movimiento ortodoxo de pobreza, de ello hablaremos luego: jamás un caso semejante se le había presentado todavía a la Curia romana. Esto se puso de manifiesto en la concesión del privilegio por Inocencio III. En la cancillería pontificia no había precedentes de un caso semejante y, consiguientemente, tampoco disponían del formulario adecuado. El Papa mismo tuvo que elaborar de propia mano el borrador para este privilegio extraordinario. El texto del privilegio es el siguiente: «Inocencio, obispo, siervo de los siervos de Dios, a las amadas hijas en Cristo, Clara y demás siervas de Cristo de la iglesia de San Damián, en Asís, tanto presentes como futuras, que han profesado la vida regular, para siempre. »1. Como es manifiesto, deseando consagraros únicamente al Señor, renunciasteis a todo deseo de cosas temporales; por lo cual, habéis vendido todas las cosas y las habéis repartido a los pobres, y os proponéis no tener posesión alguna, siguiendo en todo las huellas de Aquel que por nosotros se hizo pobre, camino, verdad y vida. »2. Ni la penuria de las cosas os hace huir temerosas de un tal propósito, porque el brazo izquierdo del Esposo celestial está bajo vuestra cabeza para sostener las flaquezas de vuestro cuerpo, que habéis ordenado y sujetado a las leyes del espíritu. »3. Finalmente, quien alimenta a las aves del cielo y viste los lirios del campo, no os faltará en cuanto al sustento y al vestido, hasta que, pasando Él, se os dé a sí mismo en la eternidad, cuando su diestra os abrace más felizmente en la plenitud de su visión. »4. Así, pues, como nos lo habéis suplicado, con benignidad apostólica confirmamos el propósito de la altísima pobreza, concediéndoos, por la autoridad de las presentes Letras, que no podáis ser obligadas por nadie a recibir posesiones. Cuando, sin embargo, alguna mujer no quisiera o no pudiera observar tal propósito, no debe permanecer entre vosotras, sino que debe ser trasladada a otro lugar», es decir, debe pasar a una de las antiguas Ordenes monásticas. Al final del texto, que no leo, se amenaza con duras sanciones a las que obren de otra manera. Señalemos de pasada que muchos investigadores pusieron en duda que este privilegio fuera realmente dado primero por Inocencio III. Pero no puede dudarse de ello. El inventario de manuscritos que he confeccionado recientemente es una prueba más de su autenticidad. Para Clara, pues, la pobreza consiste no sólo en que cada hermana viva personalmente pobre y sin posesiones, sino que además la comunidad, el monasterio, no debe poseer bien alguno. Así lo había querido Francisco para sus hermanos y así lo quiso Clara para sus hermanas. A pesar de este privilegio concedido por la suprema autoridad eclesiástica, Clara tuvo que seguir luchando tenazmente por su pobreza. El peligro surgió, no del sucesor de Inocencio III, Honorio III, sino del sucesor de éste, Gregorio IX (1227-1241), antes Cardenal Hugolino, que tan adicto había sido a Clara. En sus preocupaciones por Clara y su comunidad, trató de persuadir a Clara, en una visita que hizo a San Damián, de que aceptara poseer lo que él mismo generosamente le ofrecía. Según la Leyenda, el Papa dijo textualmente a Clara: «Si tienes miedo por el voto, Nos te desligamos del voto». Con firmeza inconmovible y con toda amabilidad femenina, replicó de inmediato Clara al Papa: «Santo Padre, de ningún modo deseo ser dispensada del seguimiento perpetuo de Cristo» (n. 14). Ante tal argumento, Gregorio IX no pudo oponer nada. Y así, el 17 de septiembre de 1228, segundo año de su pontificado, el Papa confirmó de nuevo el Privilegio de la pobreza. El original lo conservamos todavía. Su texto es esencialmente el mismo de Inocencio III. Clara, sin embargo, no había logrado con ello todavía sus propósitos. Quería una Regla que tuviese el espíritu de san Francisco. Tras el obligado experimento de las Constituciones del Cardenal Hugolino (1218-1219) y el fracasado intento de una nueva Regla en 1247 por parte de Inocencio IV, Clara comenzó la elaboración de una Regla propia. La Regla de Clara, que tiene como modelo inconfundible la Regla definitiva de la Orden de los Hermanos Menores, fue confirmada por primera vez el 16 de septiembre de 1252 por el Cardenal Rainaldo de Segni, Protector de la Orden. En esta Regla se afirma de forma expresa, en los capítulos 6 y 8, la absoluta desposesión, tal como se encontraba en el «Privilegio de la pobreza». No sin razón la Leyenda (n. 40) llama a esta Regla Privilegium paupertatis. Clara no descansó ni se quedó tranquila hasta que obtuvo para su Regla la confirmación papal, cuya extraordinaria historia es ésta: Inocencio IV visitó a Clara en San Damián días antes de su muerte. El Papa, que residía en el convento de S. Francisco en Asís, confirmó de palabra la Regla y ordenó que se redactase inmediatamente la Bula en su cancillería. La fecha de su redacción es el 9 de agosto de 1253. Al día siguiente, 10 de agosto, el Papa envió la Regla por medio de uno de los Hermanos Menores a Clara, quien, al otro día, 11 de agosto, murió. Se conservan todavía el original de la Bula papal y la Regla íntegra. Hasta aquí hemos visto la historia del Privilegium paupertatis. II. SIGNIFICADO ¿Qué se proponía concretamente Clara con su inquebrantable empeño de una mayor pobreza? ¿Qué pretende con este desmesuramiento, con esta que casi podríamos llamar terquedad? ¿Se trata aquí de una forma de especialización religiosa o más bien, detrás de todo esto, se oculta algo completamente diferente? Para obtener una respuesta satisfactoria, debemos analizar la situación de aquel entonces bajo un determinado aspecto. Durante el siglo XII y comienzos del siglo XIII se produjo en Occidente una revolución económica de incalculable magnitud, ocasionada especialmente por las Cruzadas, que nos trajeron un contacto comercial intenso con Oriente. Esta revolución económica llevó consigo una clasificación social que, a su vez, trajo como consecuencia una ruptura en el campo religioso. El entramado del mundo occidental se vio transformado totalmente. La economía del dinero experimentó un auge espectacular, convirtiéndose el dinero en el verdadero medio de pago. La economía del dinero se impuso definitivamente a la economía natural. Quien tenía el dinero, tenía el poder. Un auténtico afán de dinero se apoderó de los hombres. Acumulaban dinero porque éste era y suponía la mayor seguridad en la vida. El dinero era un valor estable y del que se podía disponer en todo momento. De esta manera fue surgiendo poco a poco, pero cada vez en mayores proporciones, el sistema económico del capitalismo. El dinero, por otra parte, trajo la industria. Los comerciantes importaban materias primas y las hacían elaborar. Al lado de la artesanía privada, fue tomando cuerpo la iniciativa industrial, comenzando por la industria textil y la del metal. Surge entonces en Occidente el estado de «trabajador»: hombre que ejerce su oficio para el industrial percibiendo por ello un sueldo. El trabajador viene a equipararse a los siervos, ya sea en provincias, ya sea trabajando con los artesanos independientes en la ciudad. Nace en las ciudades un estado muy especial: junto a los intelectuales y a la nobleza surge la burguesía muy consciente de sí misma: está compuesta de comerciantes y artesanos, de industriales, que se reúnen en las ciudades y desarrollan un estilo de vida totalmente nuevo. El trabajo y el negocio determinan el sentido de la vida de estas gentes. No hace falta que se las estimule a trabajar, ya de por sí trabajan en demasía; lo que necesitan, más bien, es que se las estimule a la autorreflexión. Hay todavía otra cosa: el trabajo es valorado ahora de forma muy distinta a como se había valorado hasta entonces. Antes se trabajaba para subsistir, ahora se trabaja para aumentar los beneficios. El comerciante, por ejemplo, que recorre el país arriesgando su vida, sólo tiene una idea: aumentar sus beneficios y así elevar su nivel de vida. El trabajo adquiere un valor superior en la vida del hombre, que queda dominada y planificada por aquél. En la vida del burgués el trabajo ocupa una posición tal que todo lo demás, incluida la vida religiosa, pasa a segundo término. Consecuencia de este desarrollo es el enraizamiento profundo en este hombre de la codicia y preocupación por lo material. El hombre se habitúa a pensar, en primer lugar y sobre todo, en el lucro, en el dinero, en las ventajas terrenas; y esto, muy frecuentemente, con total independencia de su vida cristiana. De repente, la cuestión terrena, típicamente egoísta y, en el fondo, totalmente acristiana, es la que decide el actuar de los hombres. Estos pueden renunciar a todo menos al dinero, al lucro de su trabajo. Hasta qué punto el criterio económico llega a ser decisivo e incluso se utiliza lo religioso sin escrúpulo alguno como causa justificante, nos lo demuestra el desarrollo de la cuarta Cruzada (1202-1204), llevada a cabo en favor de los intereses económicos de los comerciantes de Venecia. Es muy significativo que se llegara hasta este extremo. De esta forma surge para el cristianismo y para la vida cristiana una situación harto peligrosa. ¿Se encuentran los guardianes vigilantes en sus puestos? ¿El clero, ante todo, se da cuenta del peligro? Para comprender mejor la situación de entonces, quiero presentar un segundo ejemplo. Jacobo de Vitry, más tarde Cardenal, cuenta a sus amigos en una carta escrita en 1216: «Cuando residí por un cierto tiempo en la Curia Romana, observé muchas cosas que no me agradaron. Se estaba tan ocupados con quehaceres temporales y terrenos, con reyes y reinados, con procesos y reclamaciones, que apenas era posible charlar un poco sobre asuntos espirituales». No se puede negar: dentro de la misma Iglesia estaban muy extendidos el afán de medrar y la preocupación por lo terreno. Observamos de repente un desmesurado deseo de posesión, de dinero, de cargos remunerativos. Con ello, el cristianismo se encuentra cautivo de un espíritu tan extraño a su propia esencia que, con el tiempo, podría acabar con lo esencialmente cristiano. En este contexto surgen preguntas de trascendental importancia: ¿este espíritu nuevo, tan extraño al cristianismo, será capaz de destruir interna y externamente el cristianismo occidental? ¿Quién saldrá victorioso de la lucha entablada? ¿Será el cristianismo, con su doctrina de la unión de todos en Dios, con su exigencia del precepto ineludible del amor al prójimo, con su enseñanza de la responsabilidad de todos para con todos? ¿O se impondrá más bien el espíritu nuevo afincado en el egoísmo del individuo y en su postura anticristiana? Tales preguntas nos acosan al contemplar la situación descrita, aunque no haya sido en todo su detalle. Pero preguntas semejantes asediaron mucho más a cuantos experimentaban en aquel entonces el peligro amenazante y querían combatirlo. Con un rigor casi desconocido hasta entonces, se cuestionó en Occidente la vida y la doctrina de la Iglesia. Especialmente los núcleos religiosos vivos experimentaban de forma muy dolorosa el abismo existente entre la vida de la Iglesia y la doctrina de Cristo, y esto sucedía tanto entre el clero como entre los fieles. Estos hombres y mujeres se constituyeron en los exponentes vivos del movimiento religioso de la floreciente Edad Media. Y este movimiento, ante la situación descrita, se convierte por sí mismo, incluso por necesidad, en un movimiento religioso de pobreza. Todos perciben que un cristianismo resquebrajado de aquella forma ya no es el cristianismo; experimentan que se pierden los valores fundamentales del cristianismo allá donde la vida de los cristianos y la doctrina de Cristo se contradicen tan abiertamente. Notemos, sin embargo, un pensamiento que distingue a aquellos «reformadores» de nosotros: frente a la contradicción entre la doctrina de Cristo y la vida de los cristianos, el movimiento de pobreza no se alza con un programa de reforma, sino con la exigencia de una vida nueva, con el deseo de formar un hombre nuevo, ya que cuando el hombre no cambia, nunca ni en ninguna parte cambian las relaciones humanas. El hombre nuevo se constituye únicamente por el seguimiento de Cristo y, más concretamente aquí, por el seguimiento de Cristo pobre. Según la mente de estos hombres y mujeres, lo cristiano únicamente puede salvarse si los cristianos tienen de nuevo el valor de vivir como Cristo, que fue pobre; de vivir como los apóstoles, que fueron pobres y vivieron del trabajo de sus manos. Así surgió, en esta situación histórica de Occidente, la llamada cada vez más apremiante e ineludible a una vida según el Evangelio, según los apóstoles. Esta llamada fue escuchada también por Francisco y, a través de él, por Clara. Pero, ¿cuál fue en última instancia la causa decisiva para ellos? Frente a la contradicción entre la doctrina de Cristo y la vida de los cristianos, Francisco y Clara tampoco oponen un programa: ellos no tienen ningún programa de reforma frente a la Iglesia de su tiempo que desea el poder temporal y las posesiones terrenas; tampoco tienen ningún programa de reforma para el mundo occidental que comienza a dividirse en profundos antagonismos sociales, los «mayores» y los «menores»; ni tienen programa alguno para la reforma de la vida económica de su tiempo que, al lado del cristianismo y alejándose de él, comienza a desarrollarse. Francisco y Clara ni tan siquiera tienen nuevos y extraordinarios pensamientos que ofrecer a su tiempo. Tienen, sin embargo, algo decisivo: la acción, la vida. Ellos dan en su ideal de «altísima pobreza» la respuesta de la acción, la respuesta de la vida. Viven de forma llana y sencilla como seguidores de Cristo pobre. Pero viven este seguimiento de Cristo pobre con tal radicalidad, que se convierten en los hombres nuevos, los hombres radicalmente cristianos, que debieran ser patrón y guía para su tiempo y también para el nuestro, para nosotros. Ellos ven una única posibilidad de vencer el espíritu de craso egoísmo existente en su tiempo y, con él, el materialismo reinante: contraponer a las negaciones que implica el espíritu de este tiempo los valores positivos del Evangelio. Ser totalmente pobre significa para ellos desprenderse de toda posesión, de todo bien. Ellos no viven esta pobreza para, mediante su ejemplo, allanar los antagonismos entre ricos y pobres; tampoco como fruto de una renuncia cansina que hace de la necesidad virtud. No. Ellos quieren ser pobres porque Cristo, el Señor, fue pobre en la tierra. La pobreza es para ellos una parte esencial del seguimiento de Cristo, y así debía verse en su tiempo, casi por necesidad, debido a la situación que hemos descrito someramente. Pocas palabras de Cristo impresionaron tan profundamente a Francisco como éstas: «Las zorras tienen madriguera, los pájaros del cielo, nido; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza» (Mt 8,20). No es, pues, de extrañar que Clara, en la primera carta a Inés de Praga, donde canta las alabanzas de la pobreza, cite esta misma frase bíblica. No tener nada por amor de Cristo, no desear nada, no quedar desilusionado ante pérdida alguna, esto es ser totalmente pobre. Esto supone, además, abandonar todas las seguridades que la vida nos ha dado hasta el momento presente. La inseguridad, la desinstalación, pero no en un mundo teórico, sino en la realidad concreta y de hecho, es una característica determinante de la nueva vida a la que Francisco y Clara se consagran. Ser dependiente, estar confiado a la bondad de Dios y de los hombres, ahí radica el ser pobre con todas sus consecuencias. Y lo decisivo es que ambos, Francisco y Clara, quisieron y buscaron esta inseguridad de hecho, inseguridad que implica todavía más consecuencias: el hombre debe renunciar, en favor de los demás hombres, a todos los derechos y aspiraciones. Aquí se funda la actitud de renuncia de Francisco y de Clara a toda exigencia de salario, a casas e iglesias. Con todo, la inseguridad real externa todavía no garantiza por sí sola el ser-pobre absoluto. En efecto, tal inseguridad o desinstalación no dice gran qué si no va acompañada de la ausencia de garantías o apoyaturas internas. La pobreza podría incluso convertirse en una posesión, en algo de lo que el hombre se siente orgulloso, de lo que se envanece. Por esto, Francisco y Clara, con profundo conocimiento de todo el conjunto, ponen repetidamente la humildad junto a la pobreza. Sólo entonces, cuando se unen pobreza y humildad, queda garantizado el ideal de la altísima pobreza, ya que la humildad es en verdad la pobreza consumada, cosa que los fanáticos de la pobreza no han sabido captar en la mayoría de los casos a lo largo de la historia, provocando así su propia ruina. En la Regla definitiva de los Hermanos Menores (cap. 12) y en la Regla de santa Clara (cap. 12) se afirma al unísono que los hermanos o las hermanas «deben seguir la pobreza y humildad de nuestro Señor Jesucristo». Francisco y Clara exigen todavía un último y más alto grado de ausencia de seguridades humanas y terrenas a quien quiera ser totalmente pobre. El hombre debe ser pobre también ante Dios, es decir, debe permanecer sin apoyaturas, desinstalado e inseguro, sin garantías. El hombre religioso, precisamente, tiende con excesiva frecuencia a buscar en Dios, en el Inconcebible e Incomprensible, su seguridad: practica el bien, actúa de forma meritoria y por ello se siente asegurado ante Dios, al que cree tener obligado. Contra tal actitud se levantan decididamente Francisco y Clara: el hombre, incluso por el bien que realiza, no puede tener pretensión alguna ante Dios; de su obrar no puede deducir derecho alguno frente a Dios. Quien de veras quiere ser pobre, ha de saberse siempre pobre ante Dios. No tiene méritos ni buenas acciones de las que pueda alardear ante Dios. El que es verdaderamente pobre ante Dios está totalmente convencido de su condición de mendigo. Todo pertenece a Dios, incluso aquello que realiza el hombre. De aquí, la tan repetida exhortación de Francisco: devolver al Señor Dios todo bien, reconocerlo como posesión suya y darle gracias por él. La realidad más profunda de la pobreza reside en esta pobreza interior, de tal suerte que toda pobreza exterior -y aquí viene al caso recordar el privilegio de la pobreza de santa Clara- es sola y únicamente una imagen, un reflejo de esta pobreza interior. Desde esta perspectiva interior podemos incluso analizar en su totalidad los hechos: donde falta la pobreza interior ante Dios, la pobreza exterior no es ya un reflejo, una imagen visible de la actitud interior, y fácilmente se transforma en caricatura, en fanatismo, en justicia propia, desembocando, con ello, en una postura totalmente anticristiana. A modo de conclusión, quisiera plantear, a fin de poner de manifiesto el sentido del «privilegio de la pobreza» para el hombre de nuestros días, la siguiente cuestión: ¿es lícito convertir la categoría de ser-pobre en un valor?, ¿puede convertirse en ideal algo negativo, algo que amenaza en profundidad la existencia humana?, ¿no nos falta a nosotros comprender que la pobreza es un estado ideal deseable?, ¿qué respuesta nos dan Francisco y Clara a estas cuestiones? Si un ideal es verdaderamente un ideal y, por tanto, significativo y deseable para el hombre, lo ha de demostrar en sí y por sí mismo. Su validez no depende de la opinión de los hombres ni de las circunstancias peculiares de una época. Pretender negar su valor al ideal de pobreza no es una novedad de nuestro tiempo. Ya se intentó en tiempo de san Francisco. Precisamente, en su primer encuentro con la Curia Romana, esta cuestión fue vivamente debatida (LM 3,9). La asamblea de Cardenales se dio pronto cuenta de que este ideal, pese a lo temerario y revolucionario que pudiera parecer, pertenece de algún modo al orden de los valores cristianos, ya que no se podía negar que fue formulado y llevado a la práctica por el mismo Cristo, quien afirma: «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres... y luego ven y sígueme» (Mt 19,21). La pobreza como ideal es parte integrante del seguimiento de Cristo, y así también la pobreza absoluta de S. Francisco y de Sta. Clara. Y para una mejor comprensión de la pobreza, nos seguimos preguntando: ¿qué fue lo que motivó la pobreza, ese ser-totalmente-pobre en las vidas de Francisco y de Clara? La pobreza, para ellos, jamás fue un valor supremo, deseable por sí mismo y en el que detenerse. Únicamente las luchas posteriores por la pobreza en nuestra Orden desfiguraron la imagen espiritual de la pobreza, especialmente la imagen que le diera Francisco; tal es el caso de las Florecillas o del Espejo de Perfección en sus diferentes redacciones. Para Francisco como para Clara el amor es, sin lugar a dudas, el centro. Por amor se hicieron ellos pobres, o sea, que para ellos la pobreza tiene un carácter totalmente de servicio. La pobreza es camino para el amor. Mediante la voluntad absoluta de ser totalmente pobre, el hombre queda liberado de todas las ataduras y obstáculos que le impiden el acceso al Dios que es amor. Esta es la función de la pobreza: crear en el hombre un espacio para el «Espíritu del Señor», como repiten constantemente Francisco y Clara. Donde está ese Espíritu del Señor, allí existe en el hombre espacio para Dios, allí el hombre es libre, libre para Dios. Esta libertad para Dios, para el Espíritu del Señor, la libertad frente a todo lo terreno, libertad que elimina todo obstáculo de modo que Dios pueda actuar libremente, es regalada al hombre a través de la pobreza, de la desapropiación, de la kénosis (anonadamiento). Quien se ha hecho así verdaderamente libre a través de la pobreza, será también verdaderamente alegre. Por ello, no es de extrañar que la alegría jugara siempre un papel tan importante tanto en Francisco y sus hermanos como en Clara y sus hermanas. Tenemos que afirmar abiertamente: la alegría sólo puede darse a aquél que se ha hecho pobre para, mediante su pobreza, estar abierto al reino de Dios. Tal vez podamos ahora formular la cuestión sobre el sentido más profundo, sobre el valor más interno e intrínseco del ser-pobre, según el pensamiento de Francisco y de Clara, en los siguientes términos: la pobreza, el ser-pobre es condición indispensable para toda persona religiosa, porque el hombre a través de la pobreza entra en la libertad para Dios y alcanza la alegría en Dios. Sólo en esa libertad y en esa alegría está el hombre capacitado para el amor. Este es el sentido perenne e imperecedero de la pobreza. Esto es lo que fundamenta su carácter de ideal en el orden de los valores cristianos. Y está fuera de toda duda que fue mérito de Francisco y de Clara haber abierto los ojos al hombre de su tiempo y de todos los tiempos para este mysterium paupertatis, para este «secreto de la pobreza». [Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. VII, n. 20 (1978) 233-242] |
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