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SANTA CLARA Y LA TRADICIÓN MONÁSTICA por Antonio Linage Conde |
. | En la capilla lateral izquierda de la iglesia abacial de Monte Oliveto Maggiore (Chiusure, Siena), uno de los monasterios benedictinos de más ilustre abolengo, matriz de una de sus familias religiosas diferenciadas, los olivetanos, se venera la imagen en cera de la Santa Bambina, una virgen niña yacente y vestida,[1] que ha llegado a ser la devoción más popular en esa casa. Su autora fue una clarisa de Todi, la venerable Chiara Isabella Fornari (1697-1744), la cual se la dio a su confesor, el abad olivetano Isidoro Gazzali (1693-1769), quien a su vez la donó, en 1755, a la iglesia en cuestión. Para las relaciones entre los benedictinos y las clarisas, este dato en sí no pasa de anecdótico. Aunque nos da pie, a guisa introductoria, para una consideración de cierta trascendencia. Y es la valoración de las influencias de unos religiosos en otros a lo largo de la evolución de la vida consagrada en la Iglesia. El legítimo deseo de mantenerse cada una fiel a su carisma determina tengan más bien mala prensa. Nosotros nos hemos topado con muchos enjuiciamientos hasta escandalizados, por ejemplo, de comunidades de monjas benedictinas con confesores pertenecientes a congregaciones modernas e imbuidas de su espiritualidad, en detrimento de la de la propia regla de San Benito. Y no vamos a negar que en esta postura hay su parte de razón. Ahora bien, en cuanto todas las familias religiosas están integradas en la Iglesia, es legítimo evolucionen a su vez con arreglo al deambular de ésa "in hac lacrimarum valle" («en este valle de lágrimas»), y en consecuencia se enriquezcan con las aportaciones de las posteriores en el tiempo -y a la inversa-, siendo la ponderación entre el uno y el otro factor una cuestión siempre abierta.[2] Por otra parte, corrientes de la sensibilidad religiosa que se intensificaron en la modernidad hasta aparecer identificadas con ella a los ojos de los no especialistas, de hecho tuvieron un florecimiento más antiguo, no por olvidado menos real. Tal la devoción al Corazón de Jesús, de origen medieval y monástico, aunque hoy en la composición de lugar corriente venga ligado a un viento contra-reformador en Paray-le-Monial, por cierto este lugar sede también de un monasterio benedictino románico. Mas no podemos continuar por estos vericuetos de la digresión. Sólo queremos subrayar cómo, si estos contactos, aun modificadores de lo primigenio, entran en la normalidad cenobítica y eclesial, tanto más las conexiones en los mismos orígenes, cual la de las primeras clarisas y la familia benedictina de que vamos a ocuparnos. Por otra parte, una consecuencia también del ineludible equilibrio entre la iniciativa individual y la disciplina eclesiástica en cada trance. Todo lo cual consta, nos atrevemos a decir que literalmente, en el primer texto reglar que de las "clarisas", si se nos permite anticipar este apelativo, nos ha llegado. 1. SUB REGULA SANCTI BENEDICTI La Regla del cardenal Hugolino fue confirmada por Honorio III en 1219. Y su párrafo tercero es tanto decisivo en el contenido como magistral en su formulación.[3] Lo que ante todo hay que subrayar en él, aunque mejor diríamos que por sí mismo se subraya, es la combinación, en la vida de estas nuevas monjas, de la tradición anterior de las predecesoras -que al fin y al cabo, suyas lo eran- y la novedad de su vocación particular y propia. Efectivamente, Hugolino les da la regla de San Benito, pero en cuanto no se oponga a las normas específicas de su propio texto, las "Formulae -que él dice- secundum quas specialiter vivere decrevistis". Cierto que para esa remisión al código casinense había una razón canónica, la prohibición por la constitución decimotercera del concilio IV de Letrán de que las nuevas órdenes se constituyeran sin adoptar las reglas antiguas.[4] Pero, en definitiva, esa prescripción, ¿no coincide literalmente con la decisión cardenalicia, según acabamos de ver, y sobre todo, nos atrevemos a decir que con la mentalidad y sensibilidad de la Iglesia, en este caso acorde sin más por añadidura a la naturaleza de las cosas? Y a este propósito se nos viene a las mientes lo que tantas veces hemos escrito acerca de las forzosas limitaciones de la originalidad de la propia regula Benedicti respecto de la tradición monástica anterior. A pesar de lo cual, el campo abierto a lo particular es inmenso, y de esta fecundidad tan posible en la iglesia latina -nos abstenemos de cualquier cotejo con la oriental- las clarisas son un pintiparado ejemplo. Y en el caso concreto de la elección de la tal norma casinense, Hugolino la razona[5] genéricamente por su éxito comprobado -"felicissimo consummarunt"-, y por su aprobación, tanto por la doctrina de los hombres de la Iglesia como por la autoridad de ésta -"a Sanctis Patribus et ab Ecclesia Romana"- pero también, ya más en el ámbito de lo específico, no sólo por su bondad -"virtutum perfectio"-, sino también, más concretamente, por su discreción -"summa discretio"-. Se trata de la misma cualidad por la cual, San Gregorio Magno, en su biografía del autor, San Benito, había caracterizado la regla[6] Pero cuya acepción no ha resultado del todo clara para los exégetas,[7] si bien éstos se mueven nada más entre las designadoras de la moderación y del discernimiento. Mas, a decir verdad, algún parentesco entre las dos no resulta imposible de establecer. Pues, ¿acaso para distinguir no hay que desligarse un tanto de las extremosidades apriorísticas? Es decir, en la relativa ambivalencia de la opción entre dos polos, desde luego nada opuestos, incluso nos atrevemos a decir que en la carga un tanto inefable del vocablo, que cual tantos otros la tiene, ¿no se puede ver uno de los pilares de esa flexibilidad que ha llevado a la consagración de tantas variantes en la historia del benedictinismo?[8] Y en consecuencia, también de su adaptabilidad, aunque únicamente cual base y piedra angular, a los nuevos ideales de Santa Clara de Asís. Volviendo al caso concreto de sus primeras monjas, hay que tener en cuenta que, antes de la Regla de Hugolino, Clara había recibido de Inocencio III, muy poco antes de morir este papa el 16 de julio de 1216, el llamado Privilegium paupertatis.[9] Y del propio San Francisco, las observancias en vigor desde los primeros días de su constitución en comunidad -la Forma vitae, cuyo texto, si lo había, no nos ha llegado-, o sea, los de la instalación junto a la iglesia de San Damiano, los de las damianitas que por eso se habían empezado llamando "del valle de Spoleto". Unas normas que por cierto no podían discrepar mucho, en cuanto a la relación con la regla de San Benito, de las de Hugolino, teniendo en cuenta el título de abadesa que Clara tomó ya en 1215, parece que presionada por Francisco mismo.[10] Y aún nos queda otro detalle a dilucidar por esta misma vía. 2. DE LA DIVERSIDAD A LA UNIDAD Se trata de las diferencias entre las varias observancias de las tales primeras clarisas, incluso después de la Regla de Hugolino, ya que en San Damiano, por veneración acaso a esos sus propios orígenes, que eran los del que podríamos llamar franciscanismo femenino tout court, se seguían ateniendo literalmente al legado del Padre, y le tomaron idéntico después en una fundación cercana a Florencia, la de Monticelli, la cual aprobó el propio Honorio III a 27 de julio de 1219,[11] y ello sólo dos días antes de que a otras tres casas -Gattaiola, en Luca; Porta Comollia, en Siena; y Monteluce, en Perusa-, las remitiera a la propia.[12] Pero hay mucho más, y es la diferencia de régimen que continúa después de la Regla de Inocencio IV de 1247, y ello aunque pueda parecer paradójico, de acuerdo con la voluntad del propio papa, ya que éste mismo aprobó a 9 de agosto de 1253 otro texto, que era obra de la misma Clara para San Damiano y luego fue adoptado por otras casas. Y Alejandro IV, en 1259, y luego Urbano IV, en 1263, dieron particularmente su venia personal a la regla de una hermana de San Luis, la beata Isabel de Francia, para Longchamp. Menos trascendente a nuestro propósito es la permanencia de la diversidad después de la Regla del propio Urbano 1V, de 28 de octubre del mismo 1263, en cuanto se debió a una cierta resistencia de las monjas destinatarias, y dio lugar a la prolongación transitoria de las de Hugolino e Inocencio IV, pero continúa siéndolo lo que tuvo de mantenimiento consciente, y no en virtud de los tales nuevos reparos expresos a la regla unificadora, de las calendas anteriores, concretamente las de Clara e Isabel dichas, sobre todo aquélla, que bajo la denominación de Regla Primera se perpetuó, dando lugar a ramas diversas dentro de la familia clarisa hasta hoy, a saber, coletanas, capuchinas, descalzas, "clarisas" sin más del monasterio de Asís, o clarisas de la Regla Primera. Y el extremo que queríamos esclarecer, en este nuestro excursus en torno a esa ambivalencia, por otra parte históricamente tan ejemplificatoria, entre la tradición antigua y la innovación vocacional en la familia clariana, es determinar si esa variedad pudo ser derivada de aquélla, o sea, un tributo al pasado, por mucho que a su vez el miramiento de éste se debiese a la naturaleza de las cosas en su contexto. Y nos referimos a esa nota tipificadora de la tradición benedictina de la independencia de los monasterios entre sí, sin otro vínculo que el de un libro por todos acatado, la Regla, pero que teniendo en cuenta, de un lado la parsimonia de ésta para los pormenores, y de otro la necesidad de adaptar incluso sus literalidades a las circunstancias del tiempo y el espacio, se ha traducido de hecho en observancias diversas aun dentro de un mismo espíritu de familia de profunda impronta, que la huella de un libro leído a diario a través de muchas generaciones lo es indiscutidamente. Y en todo caso, no podemos dejar de recordar la anulación pontificia de la observancia benedictina -dejando aparte pronunciarnos sobre la índole cualificada disminuidamente de su acatamiento- [13]que para las clarisas decretó Inocencio IV en su citada Regla de 1247, sustituyéndola por la de San Francisco de 1223,[14] con las adaptaciones consabidas en atención a su sexo.[15] Mas hemos de abordar un tanto el contenido, por mucho que las reflexiones precedentes hayan desbordado lo meramente formal.
3. EL CARISMA Para toparnos con la cuestión, a cuál más candente hoy, de la condición de la mujer a lo largo de la historia y su adecuación o no al desarrollo de los talentos de aquélla en el seno de la propia e ineludible femineidad, así como con el papel de la Iglesia en el problema, ambivalente desde luego, pero muy a menudo controvertida demasiado simplificatoriamente. En este sentido, hemos de comenzar teniendo en cuenta la indecisión del propio San Francisco entre la vida contemplativa, o sea, la continuación monástica que podríamos decir, y la apostólica, y concretamente la intervención favorable de Santa Clara para decidirle a la última, la que inició con un sermón a los pajarillos cerca de Bevagna.[16] Ello a lo largo de los años 1212 y 1213. En cambio, en Clara no hubo ninguna hesitación pareja. ¿Sencillamente por el tributo a la tradición de la vida religiosa femenina enclaustrada, aunque no se diera de buen grado? Sin aventurarnos en lo futurible, ni adentrarnos más que hasta donde los textos permiten en las intenciones potenciales o reales, acaso podríamos llegar a una respuesta afirmativa. Mas requerida de algún corolario. Pues la vida consagrada de la mujer, en los días clarianos, se seguía manifestando, predominantemente, en la clausura monástica, singular o dúplice,[17] y en el eremitismo, éste a veces a la vera de monasterios masculinos, en una proliferación perturbadora, aunque no por los motivos que la más burda suposición podría acoger, pero ya no era la única. De manera que al optar Clara por ella, lo hizo teniendo donde elegir. Pues ya existían las beguinas. Efectivamente, estas religiosas de vida un tanto independiente en sus pequeñas casas, dentro del recinto del beguinage, casi siempre éste un oasis de paz poética en la ciudad moderna, para el hombre de hoy son una curiosidad de la vida belga,[18] cual la supervivencia, desde luego amenazada, de una particularidad nacional, a cuál más adecuada para que en ella ahondara su inspiración ese escritor neurótico de las ciudades muertas, de su Brujas de origen para ser más precisos, que fue Georges Rodenbach. Pero su realidad histórica fue una innovación decisiva en las posibilidades de la mujer en el seno de la consagración religiosa. Y geográficamente se extendieron a toda la Europa católica, continental e insular, aunque apenas en España ni en Italia al sur de Lombardía. Pues, al surgir en la parte valona de la diócesis de Lieja, entre 1170 y 1200, se caracterizaron por llevar su propia vida monástica, e incluso eremítica, "en medio de la gente" según la frase del cisterciense autor del Dialogus Miraculorum, Cesáreo de Heisterbach, hacia 1220, habiendo sido el impulso decisivo para ello la desaparición de los monasterios dobles, y estableciéndose muy a menudo en las inmediaciones de los hospitales y leproserías,[19] otro pues de los lejanos precedentes sacros de la enfermería. Y notemos que, en todo caso, se estimaba una exigencia de la vita apostolica, que las beguinas habían elegido, el vivir del trabajo de sus manos. A lo cual, la imaginación se nos va a esos encajes de Brujas y de Bruselas que la paciencia si mantenían de la tradición benedictina desbordada, en unas brumas místicas en estos días muy de actualidad por un luctuoso evento en su país de elección. Pero no hemos de perder de vista el serio significado de esa característica, en lo que tiene de radicalmente divergente de la regulación contemplativa anterior. Y así las cosas, salta a la vista que las clarisas, puestas a elegir, tenían cerrado un camino paralelo al de los franciscanos, la vida mendicante, itinerante, predicadora. Algo vedado a las religiosas incluso en la primera mitad del siglo XX, servatis servandis. Y entre una vida de beguinas, hospitalarias o no, y la tradicional monástica tipificada por su franciscanismo, concretamente mediante el Privilegium paupertatis, optaron por la segunda. Imaginarnos lo que la posibilidad contraria hubiera sido, animando el panorama bajomedieval, se saldría hasta de los límites de la novela histórica. Por otra parte, habría que calibrar si la rigurosidad laboral de las beguinas habría o no encajado en la esencia mendicante franciscana. Y aun hemos de decir algo de su vida monástica ya. 4. LA MATERNIDAD ABACIAL Ya vimos cómo Clara tomó el título de abadesa, sin que conozcamos el detalle de los pros y los contras que hubieron de entrecruzarse en ella hasta llevarla a tal decisión, que desde luego implicaba una similitud con el título más común entonces de las superioras benedictinas. Pero el abolengo de ése en la historia de las vírgenes era mucho más antiguo, anterior incluso a los orígenes monásticos occidentales, remontándose hasta los del cenobitismo en Egipto sin más, pues abadesa fue la hermana de San Pacomio. La palabra que allí las designaba era amma, que hay que traducir por madre, o sea un equivalente del abbas, que quiere decir padre. O sea, que no existía ninguna diferencia entre el monacato del uno y el otro sexo en esta esencialidad definitoria de la palabra y consiguientemente de la cosa, es decir en la paternidad o maternidad sobre las monjas de la superiora que las regía material y espiritualmente.[20] Palabra que, latinizada, adquirió un curso común en su ámbito ya en el siglo VI, en San Gregorio Magno concretamente, y sobre todo a partir de San Cesáreo de Arlés, en su Regula Sanctarum virginum pre-benedictina, habiendo aparecido también en las Novelas de Justiniano.[21] Sin embargo, ni aun en las benedictinas de la Edad Media, por no hablar de las posteriores, donde hay excepciones más conscientes,[22] el término de abadesa fue único. Mas la diversidad, o se debía a reservar aquél a una titular aún más excelsa, concretamente la Virgen, según una tradición muy extendida, de las cluniacenses sobre todo, desde Marcigny, o a prescindir de él como tributo de humildad a un abad, imitando el ejemplo de los monjes de las casas menores de su ordo, que limitaban a sus superiores el título de priores, y de Cluny fue ése también el caso. Pero la sustitución de abadesa por priora no llevaba consigo ninguna intención de modificación doctrinal. Tengamos en cuenta que el término figura también en la regla de San Benito. Y lo mismo podríamos decir de Dekanin, que aparece en monasterios germánicos. En cuanto a Meisterin, de otros en esos mismos territorios, recordemos que aparece al comienzo mismo de aquélla, "obsculta o fili praecepta Magistri". Es decir, que en el vocabulario benedictino, implica la misma paternidad o maternidad. Algo reiterado por San Gregorio Magno, apareciendo mater en sus Diálogos. Y hay textos conciliares que, además de mater monialium, tipifican todavía más, al usar mater spiritualis. Siendo todavía más trascendente su categoría litúrgica, al aparecer en el rito de la bendición de las abadesas del pontifical romano, uno de los más bellos de toda la liturgia latina, felizmente restaurado en el siglo XIX por la influencia de dom Próspero Guéranger, restaurador del monasterio de Solesmes y con él del benedictinismo francés:[23] "Accipe gregis dominici maternam providentiam et animarum procurationem". Y, dicho sea de paso, esta exaltación, en el marco más revelador, en cuanto era no solamente el de unas excelsitudes estéticas que se daban por añadidura, sino también el de la ineludible apoteosis de la gracia sacramental,[24] nos dice algo acerca de una de las manifestaciones de esa postura ambivalente de la Iglesia hacia la mujer a que nos estamos refiriendo.[25] En la nueva etapa de la vida religiosa, además de las clarisas, usaron el título de abadesas unas pocas superioras agustinas, quedándose las demás con el de priora, a imitación de su ramo masculino, y otras premonstratenses, en su caso explicado por la fuerte impronta monástica en esta orden canonical.[26] Mas, volviendo a nuestro tema de las clarisas, la resistencia de Clara al título abacial parece hubo de deberse sobre todo a la connotación señorial que aquel tenía unido al de domina, de una vertiente meramente feudal en el plano civil, entonces fusionado con el político, dada la simbiosis entre soberanía y propiedad, y también eclesiástica, pues había abadesas con jurisdicción canónica exenta, hasta el extremo de haber suscitado algún problema, no sólo canonístico, sino teológico.[27] Pero, una vez adoptado, profundizó en su entraña espiritual, al hacer más expresa, y si cabía intensa, esa cualificación maternal, correlativa a la fraterna de la comunidad de "hermanas", a las cuales dio, para vigorizar esa horizontalidad también, una participación más plena que en la regla y la tradición benedictinas, concediéndoles la potestad electoral de sus propias consejeras y de las "oficialas" o investidas de cargos en la casa, estableciendo además una reunión semanal con todas para tratar de los asuntos de la misma. Y así las cosas, parece que ese título de tanta tradición y esencia maternal, sobre unas "hermanas" en el sentido más pleno de la palabra, y en la base el privilegio tipificador de la pobreza, acuñó la fórmula preferida para el paralelo femenino del ideal franciscano,[28] permitiendo traducir a la urdimbre a la vez carismática y canónica de la Iglesia esa armonía de los dos sexos en la misma vocación, con la ineludible salvaguardia de los condicionamientos de la época además de la misma diversidad natural, haciéndose la poesía realidad hasta donde era posible, como tantas veces se ha expresado, tal en este mismo centenario:[29]
Pero el problema más espinoso que la paternidad o maternidad abacial plantean es el de la duración. En principio, salta a la vista que el significado del epíteto exige la perpetuidad.[30] Pero en la misma historia benedictina, ésta ha alternado con la temporalidad obligatoria e incluso cautelosa de las reelecciones. Nosotros preferimos no tratar un tema tan candente, y en el que por nuestra larga dedicación al tema, es ineludible tengamos preferencias personales, y no ya por timidez o cautela, sino por no ser aquí necesario.[31] Conste únicamente que la temporalidad requiere un acoplamiento de esa esencia paterna, por la imagen biológica a priori vitalicia. Mas de acomodamientos entre los principios y las realidades está llena la historia, y la de la Iglesia no es en este sentido una excepción.[32] El caso es que Clara comenzó siendo abadesa perpetua. Cierto que concedió a las hermanas la facultad de sustituirla si no estaba en condiciones de desempeñar su oficio, pero tengamos en cuenta que se trataba de un supuesto objetivo, no entregado a la libre voluntad de la comunidad de electoras.[33] De la temporalidad posterior, precedida por la costumbre de dimitir la abadesa en cada visita canónica, no nos compete tratar aquí. Baste con recordar su paralelo monástico, cual ya apuntamos, sobre todo después de la congregación de Santa Justina de Padua y demás de las postrimerías bajomedievales. Y, llegados a este punto final, nos parece tener la sensación de no ser útil continuar discutiendo si Santa Clara fue o no alguna vez benedictina. Y no por compartir una mentalidad hostil a las que tienen por disquisiciones hijas de una sensibilidad barroca, por no entrar en una caracterización más completa y delicada, que podría implicar una cierta connotación de indiferentismo. Sino porque la vida y la obra clarianas y su impacto en la historia de la vida consagrada en la Iglesia, creemos la resuelven suavemente de por sí. "There is a garden in my heart-tended by tactful Lady Clare",[34] y "multae sunt mansiones in domo patris mei" (cf. Jn 14,2).[35] NOTAS: [1] Al reparar el frontal, se encontró una tarjeta con este texto: "Don Ildefonso Maria Giorgi, monaco olivetano, ricamò nel 1863 questo paliotto e lo donò alla Santa Bambina di M.O.M. Primo suo lavoro dopo la fascia e guancialini della Medesima Sacra Immagine. Santa Bambina pregate per me". La tradición del bordado, como otras artesanales, desde la copia e iluminación de libros, ha sido muy floreciente entre los olivetanos, a lo largo de toda su historia; véase M(odesto) S(carpini), La Santa Bambina, "L'Ulivo" 6 (1931) 122-3. [2] Podríamos ver un paralelo materializado en los templos construidos en determinado estilo, posteriormente receptáculos de adiciones de otros, la negación de las cuales, fomentadora de vaciamientos llamados "restauraciones", ha venido siendo en los últimos tiempos depauperadora del patrimonio artístico y etnológico, convirtiendo iglesias vivientes en museos muertos de historia de la arquitectura. [3] Texto en Omaechevarría, I., Escritos de Santa Clara y documentos complementarios, Madrid, 19832, 206-229. [4] Nos remitimos, para este extremo, a la ponencia en este Congreso del especialista más cualificado, Antonio García y García [cf. en este mismo menú: La legislación de las clarisas. Estudio histórico-jurídico]. [5] Lo mismo que el papa Inocencio IV en 1243, a una clarisa, la beata Inés de Praga: BF, I, 312-3. [6] Dial, II, 36; del mismo, In Librum I. Regum, IV, 70, donde se cita RB, LVIII, 1-2, 8 y 12. [7] Entre otros: Vogué, A. de, "Discretione praecipuam" quoi Grégoire pensait-il?, "Benedictina" 22 (1975) 325-7; Dingjan, F., "Discretio". Les origines patristiques et monastiques de la doctrine de la prudence chez Saint Thomas d'Aquin, Assen, 1967, 79-85; y Lang, H., Die benediktinische "discretio". Einsicht und Glaube, Friburgo, 1962. [8] Por otra parte, y sin rasgarnos las vestiduras, la manera de vivir, y entendida la expresión plenamente, no sólo en detalles materiales concretos -cuya trascendencia, sin embargo, seria un error capitidisminuir-, ¿no está más moldeada por las consuetudines que por las reglas? Otra cuestión es la de la ilegitimidad de la oposición de ésas a éstas. Pero es extraño que la tal sea inmune a la discusión, entre otros motivos por la brevedad de las segundas. [9] Confirmado por Gregorio IX, a 17 de septiembre de 1238; véase Seraphicae legislationis textus originales, Quaracchi, 1897. [10] Menos significativas, por constituir un caso sin más de la hospitalidad benedictina, son las dos estancias, pre-damianitas, de Clara, los primeros días de su vida fuera de su familia, en los dos monasterios benedictinos de San Paolo de Bastia y Sant'Angelo in Panzo del monte Subasio, en éste va con su hermana Inés. Notemos que Clara ya llevaba, desde el principio, el hábito gris cruciforme y el cordón, una vez que Francisco le cortó los cabellos ante el altar de la Virgen de los Angeles o la Porciúncula. En todo caso, esta diferenciación ha de ser sopesada con el otorgamiento de Hugolino, a los efectos de pronunciarnos en la terminología, por si las clarisas empezaron siendo benedictinas o no; puede verse nuestro artículo, La obra de San Francisco y la herencia monástica benedictina, "Verdad y Vida" 41 (1983) 307-10 -discusión de las tesis de Salvi, G., La Regola di San Benedetto nei primordi dell'Ordine di Santa Chiara, "Benedictina" 8 (1945) 77-121; y Oliger, L., De origine regularum Ordini Sanctae Clarae, AFH 5 (1912) 204-. [11] BF 1, 3. [12] La carta del cardenal Rainaldo a veinticuatro monasterios, al no hacer ninguna alusión al texto, hay que entender presupone la Regla de Hugolino; texto en Omaechevarría, I., Escritos de Santa Clara y documentos complementarios, Madrid, 19832, 356-61. [13] Por otra parte una manifestación, paradójica si se quiere, de la flexibilidad -¿discretio?- benedictina, es que haya podido cobijar a ramas monásticas de una uniformidad integral. Es el caso de los cistercienses de la estricta observancia hasta las innovaciones post-conciliares, quienes en cualquiera de sus monasterios donde se encontraran no habían de hacer ninguna pregunta acerca del horario. Y, de rechazo, esa exigencia de la literalidad, fue en un principio un obstáculo para las fundaciones en tierras de climas y sobre todo estaciones dispares. [14] Ello venía a implicar para las monjas lo que, innovadoramente, la Santa Sede había concedido desde el principio a los hombres, una regla propia. Recordemos que los otros grandes mendicantes coetáneos, los dominicos, hubieron de nacer sujetos a la regla de San Agustín, en aras de la imposición lateranense antes aludida. [15] Resulta, al menos, discutible la expresión "ficción benedictina", del padre Omaechevarría, I., Escritos de Santa Clara y documentos complementarios, Madrid, 19832, 207. [16] La segunda decisión trascendente, inmediatamente tomada, en Santiago de Compostela, y que suponía un cambio, fue la de aceptar residencias fijas. [17] Véase el volumen de actas, Doppelkloster und andere Formen der Symbiose männlicher und weiblicher Religiosen in Mittelalter, (ed. Kaspar Elm y Michel Parisse) "Berliner Historische" 8 (1990). [18] Hay un libro italiano representativo, L'anima del Belgio, de Nino Salvaneschi. Rodenbach es autor del Museo de beguinas. [19] Greven, J., Die Anfange der Beginen, Münster, 1912; Mosheim, L. L., De Beghardis et Beguinabus commentariis, Leipzig, 1790; más bibliografía, Mens, A., Diz. Ist. Perf., I, 1166-80. [20] Omaechevarría, I., Diz. Ist. Perf., II, 1116-31, sobre todo 1124-5. [21] 133, 3, 1; año 539; un epitafio del 514, en S. Agnese fuori le Mura, de Roma, es el testimonio occidental más antiguo. En un documento de Le Mans, del 700, leemos "abbatissale benedictione"; es sospechoso, pero no por esa expresión; lo recoge Niermayer, J. F., Mediae Latinitatis Lexicon Minus, Leiden, 1976, 4. [22] Pero anticipemos que un tanto simplificatoriamente, no por cuestionar la maternidad; tal las calvarianas o "Filies du Calvaire" y las sacramentinas o Benedictinas Adoradoras del Santísimo Sacramento. [23] Baudot, J., Bénediction d'un abbé et d'une abbesse, "Dictionnaire d'Archeologie Chrétienne et de Liturgie" 2 (1910) 723-7; Fontette, M. de, Les religieuses a l'áge classique du droit canonique, Paris, 1970; más bibliografía en Pantoni, A., Diz. Ist. Perf., I, 14-22; y sobre todo De jure abbatissarum et monialium, Roma, 1755 de A. Tamburini. [24] Notemos el rito de la "ordenación" de las abadesas en el Sacramentario de Moissac; apud Martene, E., De antiquis Ecclesiae ritibus, Venecia, 1783, II, 1; ordo 2; más bibliografía en Lexicon des Mittelalters, Munich-Zurich, 1984, 207. [25] "De manera que jamás se abrió un campo de acción más vasto a las energías femeninas", leemos en un libro que, en las postrimerías de la pasada centuria, fue recibido en Inglaterra como un mensaje de feminismo, que no sólo de femineidad, el de miss Lina Eckenstein, Women under Monasticism, Cambridge, 1896. [26] Aunque en ella fue más común el título de magistra, hasta el siglo XIV, cuando le sustituyó corrientemente el de priora. Pero tengamos en cuenta que, en Alemania, tuvo monasterios dobles hasta la exclaustración de 1803. De los tales, ya sabemos que la orden de Fontevrault -benedictina- y la de Santa Brígida, los hombres dependían de la abadesa de la casa dúplice. [27] Marangelli, F. (ed.), Le abbazie nullius. Giurisdizione spirituale e feudale nelle comunità femminili fino a Pio IX, Conversano, 1984. La abadesa de Conversano seguía a la de las Huelgas de Burgos, estudiada en sus años juveniles por el beato José-María Escrivá de Balaguer, tanto en los esplendores pontificales como en las sinecuras temporales. Si bien recordemos que, en cuanto a la necesidad de mantener diferenciadas las potestades de orden y de jurisdicción, y las del episcopado y el presbiterado, a pesar de su sexo, también suscitaron esas cuestiones algunas detentadas por el abad de Cîteaux. [28] Notemos que, cuando el propio San Francisco sintió atracción hacia la opción contemplativa, lo fue ante todo por el ejemplo ya en vigor de Clara, "su pequeña planta". [29] Bede Herbert, Saint Clare (1193-1253), "The Ark" 167 (1992) 1. [30] Pueden consultarse los libros de Hegglin, B., Der benediktinische Abt, St. Ottilien, 1961, y Salmon, P., Étude sur les insignes du Pontife dans le rite romain, Roma, 1955. [31] Noschitzka, C., Die kirchenrechtliche Stellung des resignierten Regularabtes unter besonderer Berücksichtigung der geschichtlichen Entwicklung im Zisterzienserorden, "Analecta Sacri Ordinis Cisterciensis" 13 (1957) 149-314. [32] Nos acordamos de los comentarios de Miguel de Unamuno a la expresión, acuñada por Menéndez y Pelayo, de "la democracia frailuna española". [33] Nos recuerda el caso actual de alguna congregación benedictina, que al adaptar sus constituciones a las exigencias del último concilio, que ha sustituido la perpetuidad del abad por su mantenimiento mientras sea capaz de desempeñar el menester. [34] Bede Herbert, The Little Garden of Saint Clare, "The Ark" 168 (1983) 2. [35] Aportamos el testimonio personal de que, en nuestro reciente libro San Benito y los benedictinos, Braga, 1993, uno de los capítulos que nos parecieron más fecundos fue el de la relación de los monjes de la restauración de los siglos XIX y XX con las congregaciones religiosas nuevas entonces fundadas. [Antonio Linage Conde, Santa Clara y la tradición monástica, en Archivo Ibero-Americano 54 (1994) 199-209] |
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