DIRECTORIO FRANCISCANO
Santa Clara de Asís

SANTA CLARA DE ASÍS.
Virgen y Fundadora

por la Condesa de Pardo Bazán

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Vírgenes y madres, como llamamos a María, deben ser nombradas las fundadoras, que tan dilatada familia dejan en el mundo. No sé qué número de Clarisas se contará hoy. A principios del siglo no bajaban de cien mil las que se cubrían con el doble velo de Santa Clara.

No sorprende esta fertilidad en árbol que tiene franciscana la raíz. Desde la difusión del cristianismo en los primeros siglos, durante el período apostólico, ningún hecho de conciencia universal puede compararse al del movimiento franciscano en el siglo XIII. Corriente honda y ancha transformó la sociedad, llevó por cauces nuevos el arte, la historia, la vida moral de muchas generaciones. Por medio de Santa Clara, la influencia de San Francisco de Asís se transmitió a la mujer.

La mujer está siempre dispuesta al entusiasmo y al proselitismo. Los mismos sectarios encuentran en ella fácil adhesión. En la mujer y en el pueblo cundió, durante la Edad Media, la mendicidad de los valdenses, el puritanismo de los cátaros y el panteísmo místico de los begardos; y si de tal manera sintieron el tempestuoso oleaje de la devoción independiente, no es mucho que sintiesen el aura franciscana, soplo de fuego que levantó tal incendio en el mundo. La vida seráfica y extraordinaria de San Francisco: su intensa caridad; su afectuosa relación con la Naturaleza; los prodigios que en él y por él obraba el amor; la dulce poesía y el soñador regocijo con que practicaba el Evangelio, eran llamada y señuelo para la imaginación y el corazón de las mujeres. Innumerables le seguían cuando predicaba; alguna había de pensar en imitarle.

La primer oveja que acudió al silbo del pastor fue una doncella de muy noble prosapia, Clara Schiffi, hija de los condes de Sassorosso. Era de Asís, el mismo pueblo de San Francisco; llevaba, como él, un nombre nuevo, jamás impuesto a nadie en la pila, y tenía doce años menos, contando dieciséis cuando le oyó predicar en la Catedral por vez primera, cercado del prestigio que ya rodeaba al milagroso fratello, amado de los humildes y capaz de convertir hasta a los lobos. Ya antes de oírle sentía Clara, niña aún, los impulsos del sacrificio y de la perfección, las ansias del cielo. Elegida para ser saludada por la Iglesia con el título de Matris Deo vestigium, «imagen de la Madre de Dios», nada malo ni ruin cupo en su noble espíritu. Sus padres querían casarla, y andaban entendiendo en los preparativos de boda, cuando la presencia y la voz del Pobrecillo decidieron la verdadera vocación de la joven Clara. Derecha se fue a San Francisco y le ofreció toda su vida. San Francisco aceptó.

La mañana del domingo de Ramos vistióse Clara sus galas mejores para recibir en la Catedral de Asís la palma de manos del Obispo. Al recoger la rama seca y amarilla, de pronto vio que recobraba su color verde, como si acabasen de cortarla. La misma noche, sin despojarse del rico traje y de los joyeles y adornos, salió secretamente por una poterna del palacio, apartando con sus débiles brazos las vigas y trozos de sillar que la obstruían. Dirigióse a la Porciúncula, que estaba iluminada; Francisco y sus hermanos rezaban laudes. Quitóse Clara al entrar su manto negro, y la claridad de los cirios destelló en el oro y recamos de su brial, en las pedrerías de sus orejas y garganta. Arrodillándose, comenzó a arrojar al pie del ara las perlas, a arrancarse los cintillos, a desprender las flores de su cabeza de dieciocho años. La mata del pelo rubio cayó sobre sus hombros; rechinaron las tijeras, y Francisco suspendió la suave crencha a los pies de la Virgen. En seguida vistió a Clara la grosera túnica, la cuerda de nudos, los dos velos, blanco el uno como la castidad perenne, negro el otro como la soledad perpetua. Y mientras la esposa de Cristo pronunciaba los votos, los franciscanos cantaban el epitalamio de las divinas bodas. ¡Cuántas veces se ha reproducido esta escena significativa y solemne! ¡Qué de cabelleras han caído al pie del altar desde aquel día!

Los padres de Clara se mostraron sorprendidos y enojados, y su desagrado se convirtió en furor cuando de allí a dos semanas la hermana menor de Clara, Inés, capullo de quince años, corrió a reunirse con la mayor, resuelta a seguir igual suerte. Por entonces la parentela de los nobles era una especie de guardia militar. Los deudos de las familias de Schiffi y Fiume, capitaneados por el tío de las novicias, se dirigieron al monasterio del Santo Ángel a recobrarlas por fuerza. Cogieron en brazos a Inés, pero su esbelto cuerpecillo pesaba de tal modo, que entre doce hombres no pudieron llevarla. Llamaron en su ayuda a unos viñadores, y los gañanes, rendidos, desistieron de la empresa, exclamando atónitos: «Para que tanto pese la niña, es menester que toda la noche haya comido plomo».

No es posible torcer por la fuerza una voluntad determinada y firme, ni ahogar una vocación. Antes se haría al agua remontar su curso y desmentir su nivel natural. Clara, desde el primer instante, por la misteriosa ley del corazón femenino que adivina y se asimila el sentimiento y la fe en sus más íntimos aspectos, había adivinado al Pobrecillo, abrazando e interpretando su ideal. Defensora incansable de aquella Dama Pobreza con quien San Francisco se había desposado, Clara fue la franciscana genuina de la edad de oro de la Orden. Instalada en la ermita de San Damián, sitio donde las azucenas franciscanas crecían solas, jamás quiso aceptar bienes ni poseer cosa alguna, ni aun con dispensa pontificia, y respondió enérgicamente a Gregorio IX, que era su grande amigo y admirador: «Padre Santo, absuélveme de mis pecados, pero no me dispenses de seguir a Cristo». A ruegos de Clara, en las últimas horas de su vida mortal, Inocencio IV escribió de puño y letra la bula de perpetua pobreza para las Clarisas.

Imitando también a San Francisco en esto, Clara ansiaba el viaje a tierra de infieles para ser allí martirizada. En poco estuvo que lo consiguiese sin salir de la Umbría cuando Federico II, el gibelino, arrojó sus alárabes sobre la ciudad güelfa de Asís. Al oír los gritos feroces de los paganos, Clara tomó la custodia, abrió las puertas del convento y salió al encuentro del enemigo. Luz extraña brotaba de la custodia y del semblante de la animosa mujer, y al verla marchar así, los de Asís se rehicieron y rechazaron a los invasores. La causa pontificia era la de la fe y de la libertad. Por segunda vez atacaron los imperialistas a Asís, y las oraciones de las pobres de San Damián salvaron la ciudad del saqueo y la destrucción. En memoria de este hecho, representan a Santa Clara con la custodia en las manos.

Las Florecillas, tierno poema escrito con candor y sinceridad inimitables, pintan el cuadro de la vida franciscana de entonces al describir el banquete fraternal de Santa Clara y San Francisco. Mientras los dos campeones de la pobreza partían el pan, las gentes de Asís y del país comarcano veían que Santa María de los Ángeles y la selva toda ardían en llamas, por lo cual se precipitaron a apagar el incendio. Y ya en la selva, vieron que no existía fuego alguno; «sino -dicen las Florecillas- el del divino amor en que ardían las almas de estos santos frailes y santas religiosas».

Cuarenta y dos años vivió Clara en humildad, penitencia y trabajo, pidiendo limosna, hilando, regando los lirios de su huerto, defendiendo su espíritu franciscano contra todas las tentaciones, veintisiete sobrevivió a San Francisco de Asís, después de haber inundado de lágrimas el cuerpo señalado con los estigmas de la Pasión; y a los sesenta murió, dicen las crónicas, en un rapto de mística alegría, por lo cual su muerte fue triunfo y regocijo; las campanas repicaron a gloria, y cuando los pobrecillos habían empezado a cantar el oficio de difuntos, el Papa les ordenó que entonasen el de las vírgenes. Dos años después del fallecimiento de Santa Clara, estaba canonizada ya.

Si algún cántico hay que parezca escrito para la hermana espiritual del fratello, es aquel del gran zelante Jacopone de Todi, en que se celebra a la Dulcinea franciscana:

«Pobreza, pobrecilla, tu hermana es la humildad; una escudilla te basta para beber y comer.
»Pobreza, alta ciencia de poseer despreciando; cuanto más baja en aspiración, más gana en libertad.
»La pobreza va segura...».

(Condesa de Pardo Bazán, Cuadros religiosos. Madrid, 1925, 51-56).

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