DIRECTORIO FRANCISCANO
Santa Clara de Asís

José Rodríguez Carballo, Min. Gen. OFM
DIMENSIÓN CONTEMPLATIVA
DE LA FORMA DE VIDA DE LAS CLARISAS

Carta con motivo de la solemnidad de Santa Clara (2010)

Mira atentamente, considera, contempla,
transfórmate en el Amado y testimónialo
(Cf. 4CtaCl 19. 22. 28)

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Queridas Hermanas Pobres de Santa Clara: ¡El Señor esté con vosotras, y que vosotras estéis siempre con él! (BenCl 16).

Hace un año que nos hemos puesto en camino para prepararnos a la celebración del VIII Centenario de la Fundación de vuestra Orden, que iniciaremos oficialmente el Domingo de Ramos del 2011, y clausuremos en la fiesta de Santa Clara de 2012. Según el proyecto aprobado por las Presidentas de la Federaciones durante el I Congreso de Presidentas de la OSC, el tema para este año es el de la dimensión contemplativa de vuestra forma de vida, tomando en consideración, como instrumentos privilegiados para potenciar dicha dimensión, la escucha, el silencio y la conversión de vida.

Con esta carta, que como todos los años os envío con motivo de la fiesta de la Plantita de Francisco, deseo ofrecer algunas pistas de reflexión sobre la contemplación y sobre la soledad y el silencio para que podáis seguir, en palabras de San Buenaventura, «con solicitud las huellas de vuestra beatísima madre [...] y abrazar con valor al que es espejo de pobreza, ejemplo de humildad, escudo de paciencia y título de obediencia» (CtaB 2).

LA CONTEMPLACIÓN

En varias ocasiones, durante los encuentros con las Hermanas, me han preguntado qué entiendo por contemplación. Sin pretender ser exhaustivo pienso que la contemplación se podría definir, ante todo, como apertura del corazón al misterio que nos envuelve, para dejarnos poseer por él. En este sentido contemplar es vaciarse de todo lo superfluo para que el que lo es Todo, nos llene a rebosar. Contemplar es abrir de par en par los ojos del corazón para poder leer y descubrir la presencia del Señor en los pliegues de las personas y de las cosas. Contemplar es abrir los oídos del alma para escuchar los gritos silenciosos del Señor en su Palabra, en los Sacramentos, en la Iglesia, y en los acontecimientos de la historia. Contemplar es hacer silencio de palabras para que hable la mirada llena de estupor, como la de un niño; para que hablen las manos abiertas al compartir, como las de una madre; para que hablen los pies que, con paso ligero, como nos pide santa Clara, cruzan fronteras para anunciar la Buena Noticia, como los de un misionero; para que hable el corazón desbordante de pasión por Cristo y por la humanidad, como hablaron los corazones enamorados de Francisco y Clara. Contemplar es entrar en la celda del propio corazón, y desde el silencio habitado, dejarse transformar por aquel a quien como Clara confesamos: «esposo del más noble linaje» (1CtaCl 7), con el aspecto «más hermoso» (1CtaCl 9), «cuya belleza admiran sin cesar todos los bienaventurados ejércitos celestiales» (4CtaCl 10), y «cuyo amor enamora» (4CtaCl 11). Contemplar es «anhelar, por encima de todo, tener el Espíritu del Señor y su santa operación» (cf. Gál 5,13-21.26; Rom 13,13-14; RCl 10,9). La contemplación es esencialmente la vida de unión con Dios, que en palabras de Francisco sería «tener el corazón vuelto hacia el Señor» (1 R 22,19.25), y en las de Clara, colocar alma, corazón y mente, en el Espejo, en Cristo (cf. 3CtaCl l2ss), hasta transformarse totalmente en imagen de su divinidad (cf. 3CtaCl 13).

Así entendida, la contemplación nada tiene que ver con una vida mediocre, rutinaria, cansina. La contemplación es hacer una opción exclusiva por el Señor, entregarle la vida, es poder decir con Pablo «vivo, más no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). Es poder decir en verdad: Sólo el Esposo basta, pues se trata de aquel cuyo «poder es más fuerte, su generosidad más alta, su aspecto más hermoso, su amor más suave, y todo su porte más elegante» (1CtaCl 9). Para Clara la contemplación no es algo distinto de la opción radical por Jesucristo, sino que es la dimensión intrínseca e indispensable de esa misma opción. La contemplación franciscana ha de verse siempre en el horizonte del seguimiento de Cristo, es un seguimiento contemplativo.

Por eso, con palabras del padre san Francisco, podemos decir que contemplar es entregarse totalmente a aquel que todo entero se ha entregado por nosotros (CtaO 29). Contemplar es quemar, gastar la vida por el Evangelio, «regla y vida» para todos nosotros (2 R 1,1; RCl 1,2). Siempre me llamó la atención que Clara no define la vida en San Damián como vida contemplativa, sino como vivencia del Evangelio. De este modo, Clara no considera la contemplación como una forma de vida, sino como una dimensión esencial de la misma que queda sometida a la vivencia del Evangelio. La contemplación, entonces, va de la mano de la calidad evangélica de vida conforme al propósito de vida que hemos ha abrazado (cf. 2CtaCl 11); de una voluntad firme de «progresar de bien en mejor, de virtud en virtud» (1CtaCl 32), y de recorrer la senda de la bienaventuranza (cf. 2CtaCl 12-13).

Para ello sentimos necesidad de caminar desde el Evangelio, núcleo fundamental y fundante de nuestra forma de vida, pues sólo ello nos dará la posibilidad de encender fuego nuevo e inyectar linfa joven en nuestra común historia, ocho veces centenaria. Ser contemplativos implica, pues, asumir el Evangelio en sus exigencias más radicales, sin rebajas, sin justificar acomodaciones a un estilo cómodo de vida.

La contemplación tampoco es «pasar» de los demás. La pasión por Cristo es pasión por el hombre. La contemplación que alimenta nuestra vida nunca puede ser ajena a la vida de nuestros pueblos y a lo que la afecta. La realidad de nuestros hermanos los hombres y mujeres ha de ser llevada a la oración. Un alma contemplativa es un alma que se siente en comunión con todos, que a todos presenta al Señor, con sus gozos y tristezas, con sus esperanzas y sus frustraciones. A todos lleva en su corazón, a todos acoge en su alma contemplativa.

La contemplación es, por tanto, mucho más que los momentos más o menos prolongados de oración y a cuyo servicio deben estar las demás cosas temporales (cf. RCl 7,2; 2 R 5,2). La contemplación es una existencia vivida para el Señor y por él, gastada también a favor de los demás. No podría ser de otra forma si tenemos presente que la contemplación, como afirma Clara, es imitar y seguir al Esposo (cf. 2CtaCl 20-21).

FUENTES DE LA CONTEMPLACIÓN FRANCISCANA

Mirando a Francisco y a Clara es fácil descubrir dos fuentes principales de su contemplación: la Palabra de Dios y la liturgia.

La Palabra de Dios es, sin duda alguna, la fuente principal de la oración del Pobrecillo y de su Plantita. Los salmos y los cánticos bíblicos inspiran y nutren su oración hasta tal punto que bien podemos decir que ambos encarnan en sí mismos la figura del pobre de Yahvé en toda su dimensión: el hombre que pone su confianza plena en el Señor y el hombre que se sumerge en la adoración y la alabanza. La práctica de la Lectura orante de la Palabra, tan recomendada por la Iglesia en los últimos tiempos, debería ser habitual en nuestras fraternidades, si queremos que la Palabra tome carne en nuestra existencia de cada día. En este sentido hay todavía mucho camino por recorrer.

La liturgia es fuente privilegiada de la contemplación franciscana. En primer lugar, porque es el cauce ordinario a través del cual Francisco y Clara acogen la Palabra de Dios, una Palabra que no es simple objeto de meditación, sino más bien una Palabra celebrada, actualizada; una Palabra que se transforma en acción. Por otra parte, Francisco y Clara a través de la liturgia viven intensamente la actualización sacramental del misterio de Cristo, particularmente así como se manifiesta en la encarnación y en la pasión, que como bien sabemos ocupan un lugar central en la contemplación de estos dos enamorados de Cristo pobre y crucificado.

EL «MÉTODO» DE CLARA PARA LA CONTEMPLACIÓN

Como los grandes maestros de contemplación, también Clara elaboró su «método», su camino, pero sin asirse a ninguna de las grandes corrientes. Se trata de un método muy sencillo que brota de la propia experiencia. Este método puede resumirse en tres verbos que aparecen en la segunda y cuarta Carta a Inés de Praga: mirar (observar), considerar, contemplar (cf. 2CtaCl 20; 4CtaCl 15-23). El camino contemplativo de Clara está enraizado en la encarnación del Verbo, sintetizado en el misterio, en la vida pública y en la cruz. Es un espejo en el que se refleja la pobreza, la humildad y la caridad del Hijo de Dios. Contemplar todos los días este espejo es recorrer este camino sin desfallecer.

Mirar. La mirada implica todos los sentimientos en el seguimiento contemplativo de Jesucristo. «Mira diariamente este espejo [...] Mira -te digo- al comienzo de este espejo, la pobreza, pues es colocado en un pesebre y envuelto en pañales» (4CtaCl 15ss). No se trata de una postura romántica ante el pesebre, sino de una experiencia real de pobreza, de una opción decidida por la pobreza, como el camino escogido por el Hijo de Dios. No se trata de mirarse a uno mismo, sino de salir de uno mismo y contemplar la pobreza de quien se hizo «despreciable por ti». Para Clara ya no queda otro camino: «Síguelo, hecha tú despreciable por él en este mundo» (2CtaCl 19). El mirar al que invita Clara es, en definitiva, la mirada de la esposa al Esposo, que, por ser diaria y constante (cf. 4CtaCl 15), lleva a descubrir la belleza del «Esposo de más noble linaje» (1CtaCl 7).

Considerar. La consideración, para Clara, abarca la mente, y conduce a percibir la humildad, como un contraste que escandaliza y fascina: El Rey de los ángeles envuelto en pañales y acostado en un pesebre (cf. 4CtaCl 19-20). Si para Francisco el binomio pobreza y humildad es inseparable, lo es también para Clara. La pobreza pone de relieve la vida en la misma condición de los pobres. La humildad expresa lo más profundo de la pobreza: el abajamiento, la humillación, el desprecio. Si la pobreza es negación de riqueza, la humildad es negación de poder. La humildad es la dimensión kenotica del seguimiento.

Contemplar. El contemplar implica particularmente el corazón. Para Clara el corazón es el lugar de la alianza con el Esposo, expresa la radicalidad de la respuesta, la entrega total, la comunión que permite saborear a Dios. Por otra parte, la contemplación exige un corazón puro (cf. RCl 10,10), totalmente vuelto hacia el Señor. Ello permite mirar con otros ojos, los ojos de Dios, considerar de otra manera, percibir en profundidad. Contemplar significa en último término tener los mismos sentimientos de Cristo (cf. Fil 2,5), revestirse de Cristo (cf. Gál 3,27; Ef 4,24). Contemplar es abrirse al Espíritu que renueva, transforma y arrastra al testimonio, meta de toda contemplación.

El mira-considera-contempla, más que grados, son dimensiones de un mismo proceso que no se reduce a una mera consideración intelectual, sino que es una experiencia que implica a toda la persona en todas sus dimensiones: espiritual, intelectual, afectiva y sensible. Es como el amor auténtico: envolvente (cf. 1 R 22,19; 3CtaCl 12-13; 4CtaCl 15), que lleva al seguimiento y a la identificación con la persona amada, a la transformación del amante en el Amado.

EL SILENCIO Y LA SOLEDAD
AL SERVICIO DE LA CONTEMPLACIÓN

Así los piensa Clara en su Regla (cf. RCl 5), así lo piensa la Iglesia, así lo recogen vuestras Constituciones: «La búsqueda de la intimidad con Dios lleva consigo la necesidad vital de un silencio de todo el ser» (Evangelica Testificatio, 46; CCGG de la OSC, 81). Quien desee permanecer fijo únicamente en la intimidad de Dios, a ejemplo de Clara, debe apartar de su alma «todo estrépito» (LCl 36). Y esto no sólo para quienes habéis optado por una vida retirada, sino para todos aquellos que deseen vivir una vida interior auténtica. El silencio en cuanto camino de libertad es un valor universal, necesario para una vida en plenitud, para la reflexión profunda.

El silencio y la soledad habitados son manifestación de una vida plena desbordante, que habla por sí misma. El silencio y la soledad son, además, medios indispensables para concentrarnos en lo esencial, para vivir en presencia del Señor. Es desde esta perspectiva desde la cual la clausura adquiere su verdadera dimensión. Sin restarle importancia alguna a la clausura hacia fuera, no se puede olvidar nunca la clausura hacia dentro: no entretenerse en lo accidental, gusto por la Palabra de Dios, recogimiento de los sentidos. Si para quienes viven a orillas de la nada el silencio es signo terrorífico del vacío, para quienes buscan la paz interior, el silencio, la soledad y, en vuestro caso la clausura, son oportunidades impagables para el encuentro, con Dios y con los demás.

El hombre nuevo, a quien la fe le ha dado un ojo penetrante que va más allá de la escena y un corazón capaz de amar al Invisible, busca el silencio y la soledad, no como huida, no como medios para encerrarse en uno mismo, sino el silencio y la soledad hechos de relaciones profundas, auténticas. Por paradójico que parezca, únicamente el que es capaz de quedarse solo, es capaz de encontrarse con alguien. Tal vez esto explique por qué hoy estamos tanto tiempo juntos y no acabamos de encontrarnos realmente con alguien.

Hoy, tanto vosotras, mis queridas hermanas, como nosotros y cuantos deseen dedicarse con corazón exclusivo a Dios, necesitamos de silencio y soledad, llenos de una Presencia, atentos a la escucha, abiertos a la comunión. Necesitamos cuidar el silencio y la soledad habitados para no ser víctimas de un activismo -también éste es un peligro real en muchos de vuestros monasterios-, privo de reflexión; víctimas de un activismo vacío y por tanto estéril. Dios siempre habla y aun su silencio es palabra.

CONCLUSIÓN

Hermanas muy queridas en el Señor: iniciaba esta carta con unas palabras de san Buenaventura y termino haciendo mías otras palabras suyas. Como él, también yo os pido que estéis siempre unidas a Cristo, nuestro único bien duradero (cf. CtaB 4). Cuanto os he escrito a vosotras, mis queridas Hermanas pobres de Santa Clara, lo pienso también para mí y para todos los hermanos que el Señor me ha regalado.

¡Que el Señor nos dé un corazón puro para poder mirarlo, considerarlo, contemplarlo, para que, transformándonos en él, podamos testimoniarlo a los hombres y mujeres de nuestro tiempo!

Roma, 13 de junio, fiesta de San Antonio de Padua, de 2010.

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