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LA ORACIÓN
CONTEMPLATIVA por Octaviano Schmucki, o.f.m.cap. |
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I. Advertencia preliminar Con ocasión del centenario, en 1953, de la muerte de santa Clara y, sobre todo, del centenario, en 1993-1994, de su nacimiento ha habido un gran incremento de la literatura dedicada a esta sublime hija de Asís. Sin embargo, son relativamente escasos los estudios sobre su vida contemplativa y sobre su vida de oración.1 Sin duda esto se debe, en parte, al hecho de que sus Escritos no incluyen -salvo la Bendición- ninguna oración, cosa que ayudaría a penetrar con mayor facilidad y profundidad en su vida contemplativa. El presente artículo es sólo una aproximación a un tema cuyo análisis relativamente completo exigiría, de hecho, un espacio mucho mayor. Tomamos como punto de partida la Vida o, como normalmente suele llamarse, Leyenda de santa Clara de Asís, es decir, la biografía oficial que, con motivo de su canonización, el Papa encargó redactar a fray Tomás de Celano, el famoso biógrafo de san Francisco, o a un autor desconocido de la curia romana en base a las actas del Proceso de canonización de santa Clara de Asís, conservado por fortuna hasta nuestros días en una traducción a la antigua lengua umbra. En la segunda parte analizaremos la oración contemplativa de la seráfica Madre a la luz de sus Escritos. Quien los lee con atención descubre, en efecto, una personalidad religiosa entregada por entero al amor a Cristo. II. La vida de
oración de santa Clara 1. El autor anónimo de la Vida o Leyenda de santa Clara titula el capítulo dedicado a nuestro tema: Del ejercicio de la santa oración. En él subraya, entre otras características, que era una oración incesante. Destacando la indisoluble vinculación existente entre la austeridad penitencial y el florecimiento de la oración contemplativa de Clara, escribe: «Así, muerta anticipadamente a la carne y del todo ajena a la vida del mundo, ocupaba su alma de continuo en santas oraciones y divinas alabanzas» (LCl 19).2 El biógrafo da por supuesto que santa Clara participó en el rezo común del oficio divino hasta el año 1224 ó 1225, es decir, hasta el momento en que enfermó tan gravemente que se vio obligada a guardar cama. El oficio divino marcaba el ritmo de la jornada conventual, que empezaba con el rezo de maitines, a medianoche, y concluía con el rezo de completas, antes del descanso nocturno. Pero Clara no se daba por satisfecha con el mero cumplimiento de la obligación del rezo coral, sino que, como resalta expresamente el biógrafo, «después de completas, oraba largo rato con las hermanas, y en tanto que en ella se desataban lluvias de lágrimas, las excitaba también en las demás. Y una vez retiradas éstas a reponer sus cansados miembros sobre duras camas, ella permanecía en oración, despierta e infatigable, para recoger entonces furtivamente la vena del divino susurro (Jb 4,12), mientras el sueño se había apoderado de las otras» (LCl 19). Estas prolongadas velas nocturnas, que reducían al mínimo el tiempo dedicado al sueño, la condujeron al gozoso encuentro con el esposo celestial, como indica la Vida con tanta concisión como belleza: «Había clavado en la Luz eterna el ardentísimo dardo de su ansia íntima y, transcendiendo la esfera de las realidades materiales, abría más plenamente el seno de su alma al torrente de la gracia» (LCl 19). Durante aquellos prolongados espacios de tiempo, transidos de anhelante espera, Clara estaba preparada para dejarse colmar, como un cáliz, del amor divino. Sor Pacífica de Guelfuccio, «que conoció a santa Clara cuando estaba en el siglo en casa de su padre», «vecina suya y algo pariente», «que había entrado en religión junto con ella» (Proc 1,1-3), describe brevemente ese mismo hecho en una de sus respuestas al interrogatorio durante el proceso de canonización: «Esta testigo dijo también que la bienaventurada madre velaba tanto durante la noche en oración, y hacía tantas abstinencias, que las hermanas se dolían y se lamentaban; y dijo que ella misma había llorado alguna vez por este motivo» (Proc 1,7). Obsérvese cómo a las hermanas, aun estando acostumbradas a una vida muy austera, les inquietaba seriamente la posibilidad de que el esfuerzo y el tiempo que Clara dedicaba a la oración, acaparándole gran parte del día y de la noche, pudiera llegar a dañar su salud. 2. Hallándonos tan lejos de los sublimes caminos que santa Clara recorría junto con san Francisco y siguiendo sus consignas, nos resulta difícil comprender algunos rasgos de su oración. En primer lugar, llama la atención su don de lágrimas. Se trata de un llanto de contrición por los pecados propios y ajenos; de un llanto de compasión por los sufrimientos de Cristo, pendiente en la cruz, cuya pasión se prolonga en los miembros de su cuerpo místico; y, en tercer lugar, de un llanto fruto de la profunda emoción producida por las indescriptibles experiencias místicas que Dios le concede. Todos conocemos el efecto liberador y relajante de las lágrimas en ciertos momentos como, por ejemplo, la muerte de un ser querido. Es raro que un hombre llore por un motivo religioso. Santa Clara fue, como todos reconocen, una mujer de temple fuera de lo común; así lo demuestra, por citar un solo hecho, la valentía con que se opuso abiertamente al ofrecimiento del papa Gregorio IX, que quería dotar al convento de San Damián con tierras y rentas fijas. Pues bien, no obstante esta entereza y energía, Clara goza del carisma del don de lágrimas místicas en proporciones impensables para nosotros. El biógrafo lo indica con unas rápidas y expresivas pinceladas: «Muchísimas veces, postrada rostro en tierra en oración, riega el suelo con lágrimas y lo acaricia con besos: diríase que tenía siempre a Jesús entre las manos, llorando a sus pies, besándoselos» (LCl 19). El biógrafo reproduce con fidelidad histórica la razón fundamental del llanto nocturno de Clara y señala, a la vez, que sus ojos, enrojecidos por las lágrimas, estaban fijos en Cristo crucificado. Además, relata que, durante sus largas velas en oración y llanto, la Santa tuvo que sufrir muchas veces las tentaciones de Satanás. En una de aquellas tentaciones nocturnas -escribe el biógrafo- el diablo, aprovechando la convicción medieval, actualmente superada por la ciencia médica, de que el llanto produce ceguera, le dijo a la Santa que no llorara tanto, si no quería quedarse ciega; Clara ahuyentó al tentador con una respuesta lapidaria: «Quien ve a Dios no quedará ciego» (LCl 19). 3. Tan intenso contacto con Dios tenía que producir necesariamente una serie de efectos, perceptibles por cualquier observador externo. La Vida lo atestigua fehacientemente: «Hay abundantes pruebas de la mucha fuerza que sacaba del horno de su fervorosa oración, de la gran dulzura con que la regalaba en ella la bondad divina. Cuando, por ejemplo, retornaba con júbilo de la santa oración, traía del fuego del altar del Señor palabras ardientes que encendían también los corazones de las hermanas. Advertían con admiración que de su rostro emanaba una cierta dulzura y el semblante aparecía más radiante que de ordinario. Ciertamente Dios había dispuesto para su pobrecilla un convite de su dulcedumbre (cf. Sal 97,1), y transparentaba al exterior, a través de los sentidos, el alma colmada en la oración por la luz verdadera. Así, en medio del mundo variable, unida a su noble Esposo con lazo indisoluble, se deleita en las cosas celestes con gozo inmutable; así, en medio del rodar versátil de lo humano, afirmada en virtud sobrehumana, y guardando en vaso de arcilla un tesoro de gloria, mientras vive con el cuerpo en la tierra, mora ya su alma en el cielo» (LCl 20). Los lectores me dispensarán esta larga cita, cuyo estilo, además, refleja tiempos lejanos. Pero su contenido, lleno de significado y precisión, transmite una idea cabal de la experiencia mística de Clara. Es sintomático, por ejemplo, que el autor mencione el convite preparado por el Señor, la dulzura y dulcedumbre de la bondad divina, la alegría mística, el rostro ardiente en el que se reflejaba la luz de Dios. Y debe advertirse, así mismo, el fuego interior de la sabiduría divina que la Santa recibía en el altar, de tal manera que, cuando regresaba de su íntimo contacto con Cristo, sus palabras encendían los corazones de las hermanas. 4. La Encarnación, la Pasión y la Eucaristía fueron los principales puntos de referencia de la oración contemplativa de Clara. La «Plantita» de san Francisco, como solía llamarse Clara con toda humildad y sencillez, cultivó una espiritualidad mucho más cristocéntrica que la de su Fundador. En ello influyó, sin duda, la estigmatización del Poverello, en septiembre de 1224. Clara sobrevivió veintisiete años a Francisco -a quien califica en el Testamento como «columna nuestra, nuestro único consuelo después de Dios, y nuestra firmeza» (cf. TestCl 38)- y, por eso, su piedad y religiosidad están mucho más marcadas por la baja Edad Media. a) Así en el centro de su religiosidad sobresale la devoción a la Pasión de Cristo. Sería muy interesante, a este respecto, analizar comparativamente el Oficio de la Pasión de san Francisco, sobre todo los salmos que deben recitarse en Semana Santa, y el sueño místico en que Clara se sumió -desconocemos el año exacto- desde el anochecer del Jueves Santo hasta que la despertó una hermana, la noche del Sábado Santo, recordándole el mandato expreso de san Francisco de no dejar pasar ningún día sin comer. He aquí los momentos principales, tal como los expone el biógrafo: «Sucedió un año, en el día de la santísima Cena en la cual el Señor amó a los suyos hasta el extremo (cf. Jn 13,1). Hacia el anochecer, cuando se acercaba la agonía del Señor, Clara, acongojada y triste, se encerró en lo secreto de la celda. Y acompañando con la oración al Señor en oración, su alma triste hasta el punto de morir se embebe en aquella angustiosa tristeza de Él (cf. Mt 26,38), y la memoria poco a poco queda compenetrada con la escena del prendimiento y de los escarnios, y así queda recostada en el lecho. Durante toda aquella noche y al día siguiente permanece abstraída, de tal modo ajena a sí misma que, con la mirada ausente, clavada siempre en su visión única, parecía concrucificada con Cristo, totalmente insensible. Vuelve repetidas veces donde ella una hija familiar por ver si acaso necesita alguna cosa, y la encuentra siempre en la misma actitud. »Llegada ya la noche del sábado, la devota hija enciende una candela y, con una seña, no con palabras, trae a la memoria de la madre el mandamiento de san Francisco. Porque es de saber que le había mandado el santo que no dejara pasar un solo día sin comer. Estando, digo, aquélla delante, Clara, cual si volviese de otro mundo, profirió esta frase: "¿Qué necesidad hay de luz? ¿Es que no es de día?" "Madre -repuso la otra-, se fue la noche, y se pasó un día, y volvió otra noche". Clara a ella: "Bendito sea este sueño, hija carísima, porque lo que tanto he ansiado me ha sido concedido. Mas guárdate de contar a nadie este sueño mientras yo esté en vida"» (LCl 31). El biógrafo sugiere que este éxtasis en torno a la Pasión de Cristo no fue un caso único. Así lo insinúa tanto con una expresión general como con sus indicaciones sobre varias experiencias religiosas concretas. Por ejemplo, escribe: «Le es familiar el llanto sobre la pasión del Señor; y unas veces apura, de las sagradas heridas, la amargura de la mirra; otras veces sorbe los más dulces gozos. Le embriagan vehemente las lágrimas de Cristo paciente, y la memoria le reproduce continuamente a aquel a quien el amor había grabado profundamente en su corazón» (LCl 30). Es significativo lo que añade el biógrafo sobre su modo de formar espiritualmente a las hermanas que le han sido confiadas: «Enseña a las novicias a llorar a Cristo crucificado; y, a un tiempo, lo que enseña de palabra lo ejemplifica con hechos. En efecto, cuando en privado las exhortaba a tales afectos, antes que la abundancia de las palabras fluía el riego de sus lágrimas» (LCl 30). Durante el rezo de sexta y de nona se identifica diariamente con la pasión y muerte del Señor (Ibid). Aspectos característicos de su devoción tardomedieval a la pasión, que por desgracia había olvidado la centralidad de la resurrección del Señor, son su particular devoción a las cinco llagas del Crucificado, la costumbre de ceñirse «bajo el vestido, sobre la carne, una cuerdecilla anudada con trece nudos, memorial secreto de las heridas del Salvador» (Ibid), el rezo diario del Oficio de la Pasión de san Francisco, la larga serie de milagros realizados con la señal y la virtud de la cruz (LCl 32-35). b) Otro punto esencial de la piedad clariana es su devoción a la Eucaristía. Las siete veces que tenía que comulgar, según su propia Regla (RCl 3,13), debieron de ser momentos de una experiencia religiosa extraordinariamente profunda. Su biógrafo dice expresamente: «Cuando iba a recibir el Cuerpo del Señor, primero se bañaba en ardientes lágrimas y luego, acercándose estremecida, no menos reverenciaba a quien está escondido en el sacramento que al que rige cielo y tierra» (LCl 28). Al igual que diversas respuestas de testigos al interrogatorio del Proceso de canonización, el biógrafo ilustra la piedad eucarística de Clara indicando que durante su larga enfermedad, que la mantenía postrada en cama, elaboró «más de cincuenta juegos de corporales que, envueltos en bolsas de seda o de púrpura, destinaba a distintas iglesias del valle y de las montañas de Asís» (Ibid).3 En este contexto se enmarca, igualmente, el relato sobre la huida, por intercesión de Clara, de los soldados sarracenos del emperador Federico II que querían atacar la ciudad, un viernes de septiembre de 1240, hacia la hora de tercia (cf. Proc 9,2). Clara mandó al capellán franciscano de la capilla de San Damián que trajera el santísimo Sacramento. Éste, como era entonces usual, trajo las especies eucarísticas en una «cápsula de plata, encerrada en una caja de marfil» (LCl 21c). Vale la pena reproducir el testimonio de sor Francisca de messer Capitáneo de Col de Mezzo. Las hermanas estaban muertas de miedo. La abadesa -no se olvide que llevaba varios años postrada en cama-, manda, impávida, que la conduzcan a la puerta (LCl 21). Según el testimonio de sor Francisca, Clara, «postrándose en tierra en oración, rogó con lágrimas diciendo, entre otras, estas palabras: "Señor, guarda Tú a estas siervas tuyas, pues yo no las puedo guardar". Entonces la testigo oyó una voz de maravillosa suavidad, que decía: "¡Yo te defenderé siempre!" Entonces la dicha madonna Clara rogó también por la ciudad, diciendo: "Señor, plázcate defender también a esta ciudad". Y aquella misma voz sonó y dijo: "La ciudad sufrirá muchos peligros, pero será protegida". Y entonces la dicha madonna se volvió a las hermanas y les dijo: "No temáis, porque yo soy fiadora de que no sufriréis mal alguno, ni ahora ni en el futuro, mientras obedezcáis los mandamientos de Dios". Y entonces los sarracenos se marcharon sin causar mal ni daño alguno» (Proc 9,2). c) En cuanto a su devoción al misterio de la Encarnación del Verbo de Dios, es muy conocida su audición o visión eucarística, una noche de Navidad en que Clara yacía postrada en su lecho de enferma, en San Damián. Según el biógrafo, Clara está sola y en cama, a causa de la enfermedad. He aquí su relato de aquella extraordinaria experiencia: «En aquella hora de la Navidad, cuando el mundo se alegra con los ángeles ante el Niño recién nacido, todas las monjas se marcharon al oratorio para los maitines dejando sola a la madre, víctima de sus enfermedades. Ella, puesta a meditar sobre el niñito Jesús y lamentándose porque no podía tomar parte en sus alabanzas, le dice suspirando: "Señor Dios, mira que estoy sola, abandonada para ti en este lugar". Y he aquí que de pronto comenzó a resonar en sus oídos el maravilloso concierto que se desarrollaba en la iglesia de San Francisco. Escuchaba el júbilo de los hermanos salmodiando, oía la armonía de los cantores; percibía hasta el sonido de los instrumentos. »No estaba tan próximo el lugar como para que pudiera alcanzar todo esto por humano recurso: o la resonancia de aquella solemnidad había sido amplificada hasta ella por el divino poder, o su capacidad auditiva le había sido reforzada más allá del límite humano. Pero, sobre todo, lo que supera a este prodigio de audición es que la santa mereció también ver el pesebre del Señor. »Cuando las hijas acudieron a verla por la mañana, díjoles la bienaventurada Clara: "Bendito sea el Señor Jesucristo, que no me abandonó cuando me abandonasteis vosotras. He escuchado, por cierto, por la gracia de Cristo, las solemnes funciones que se han celebrado esta noche en la iglesia de San Francisco"» (LCl 29). Clara refleja muy bien su enfoque y veneración del misterio de Cristo en un pasaje del Testamento en el que pide al Papa y al cardenal protector «que, por amor de aquel Señor que fue pobre recostado en el pesebre, pobre vivió en el mundo y desnudo permaneció en el patíbulo, vele siempre para que esta pequeña grey, que el Señor Padre engendró en su santa Iglesia por medio de la palabra y el ejemplo de nuestro bienaventurado padre san Francisco y por la pobreza y humildad que practicó en seguimiento de la del amado Hijo de Dios y de la gloriosa Virgen María su Madre, observe la santa pobreza que prometimos a Dios y a nuestro beatísimo padre Francisco y tenga a bien animarlas siempre y hacer que perseveren en ella» (TestCl 45-47). 5. Las fuentes biográficas destacan a veces los momentos principales de la vida de oración de Clara, subrayando los gestos que los acompañaban. Debido a la exagerada sobriedad de nuestra época técnica, en la oración han desaparecido casi los gestos o han quedado reducidos a formas residuales estilizadas. Por otra parte, muchos cristianos, insatisfechos con los ritos de la liturgia postconciliar, buscan formas de oración de tipo carismático o incluso propias de religiones no cristianas o de tipo esotérico. Varios de los testimonios citados presentan a Clara «postrada rostro en tierra» (LCl 19), como expresión de su extraordinaria humildad. Cuando la abadesa de San Damián supo que Vidal de Aversa había sitiado con su ejército la ciudad de Asís (1242), se compadeció de la ciudad, que ayudaba a diario con sus limosnas al convento. Relata el biógrafo: «Manda que le traigan ceniza, ordena a las hermanas destocarse las cabezas. Y, en primer lugar, sobre su cabeza descubierta derrama mucha ceniza; después la esparce también sobre las cabezas de las otras. "Acudid -añade- a nuestro Señor y suplicadle con todas veras la liberación de la ciudad"» (LCl 23). En la tradición bíblico-litúrgica, la ceniza es un signo con el que, en un momento de extrema necesidad, el orante y penitente reconoce su propia nada y su naturaleza de pecador. Con el rito de la imposición de la ceniza en aquel momento de extraordinario peligro público, Clara quiere infundir una fuerza especial a su oración y a la oración de sus hermanas. La señal de la cruz es otro de los gestos religiosos que aparecen con regularidad y frecuencia en la vida de los santos. He aquí cómo lo subraya el biógrafo de Clara: «Corresponde a su amante el Crucificado amado; y así, la que se inflama en tan grande amor para con el misterio de la cruz, es distinguida con prodigios y milagros por la eficacia de la cruz. Efectivamente, cuando traza la señal de la vivificante cruz sobre los enfermos, aleja de ellos prodigiosamente las enfermedades» (LCl 32). El mismo Francisco le envió un cierto fray Esteban, que estaba trastornado y sufría ataques de locura, «con el fin de que trazase sobre él la señal de la santísima Cruz» (Ibid). No podemos citar aquí, naturalmente, la multitud de casos que reflejan el amor de Clara a la cruz ni los milagros que obró mediante la señal y la virtud de la cruz. Con todo, vale la pena destacar la actualidad e importancia de los gestos externos, en cuanto signos perceptibles que expresan y refuerzan los sentimientos internos que alientan e impregnan la oración. 6. En varios lugares de la biografía de nuestra Santa aparecen, así mismo, instrucciones doctrinales sobre las condiciones internas y externas de la oración. Cumpliendo su misión de formadora espiritual de las jóvenes que ingresaban en la Orden de las Damas Pobres de San Damián, Clara propone una serie de principios básicos para la formación espiritual. Con el fin de destacar su sabiduría y actualidad atemporal, los presento y comento en orden psicológico y espiritual ascendente. a) Es interesante el aviso: «Enséñales a no dejarse llevar del amor a los parientes según la carne y a olvidar la casa paterna si quieren agradar a Cristo» (LCl 36). Para que una religiosa pueda progresar en el camino del Señor sin mirar continuamente hacia atrás, pendiente de sus padres y hermanos, necesita una cierta distancia externa e interna respecto a su familia. b) Clara exhorta, además, «a no hacer caso de las exigencias de la fragilidad del cuerpo y a frenar con el imperio de la razón las veleidades de la naturaleza» (LCl 36). La vida de oración se extingue inevitablemente en el cristiano que está pendiente del propio bienestar corporal o que no cesa de importunar a los otros con sus problemas de salud. c) Clara vigilaba con diligencia la observancia del silencio. Dice el biógrafo: «Jamás en lugar alguno hubo mayor observancia del silencio, ni fue más evidente no sólo la apariencia, sino la realidad de una vida de total honestidad. No hay allí fáciles charlas que entretengan el ánimo disipado, ni palabras ligeras que alimenten frívolos afectos. Pues la maestra misma, parca en palabras, ciñe en brevedad de expresión la riqueza de su pensamiento» (LCl 36). Todos los maestros de la vida espiritual consideran el dominio de la propia lengua como un requisito esencial para adelantar en el camino de la oración. El hablar por hablar y, peor aún, la crítica negativa son obstáculos que imposibilitan la vida de oración. d) En esta última cita puede percibirse, en cierto modo, cómo vivía la primitiva vida franciscana: en el convento de San Damián, Clara y sus hijas cultivan una «vida de total honestidad», como medio y camino para llegar a Dios. En esta expresión resuena, sin ninguna duda, la enseñanza (Canto del hermano Sol) y el ejemplo del Poverello. e) Clara, escribe el biógrafo, «les enseña a apartar del interior del alma todo estrépito, a fin de que puedan permanecer fijas únicamente en la intimidad de Dios» (LCl 36). Esta frase indica el silencio interior, la laboriosa y ardua superación de las preocupaciones equivocadas y de las insatisfacciones, el sereno dominio de las emociones de las pasiones y de la agitación interior. Se trata, en el fondo, de ponerse enteramente en las manos de Dios. Así -y sólo así- es como puede el religioso tener acceso a los misterios divinos. f) Una enseñanza espiritual muy importante de la Santa se refiere a la armonía ideal entre trabajo y oración. «Quiere que a determinadas horas se ocupen en labores manuales, pero de modo que, conforme al deseo del fundador, vuelvan enseguida a enfervorizarse mediante el ejercicio de la oración y, abandonando la pesadez de la negligencia con el fuego del santo amor, desechen el frío de la indevoción» (LCl 36). Por propia experiencia, Clara sabía muy bien que el trabajo manual ayuda a las hermanas que viven en clausura a mantener el necesario equilibrio. Por otra parte, como mística experimentada en la vida de oración y de unión con Dios, es también consciente de que la religiosa o el religioso que quiera conseguir la entrega total a Dios debe cultivar el deseo de lo sobrenatural y vencer diligentemente la ociosidad y la indolencia interior. g) En un contexto distinto, el biógrafo indica el respecto y estima de Clara a la Palabra de Dios: «Provee a las hijas, por medio de predicadores devotos, del alimento de la palabra de Dios, del que se reserva para sí una buena ración. Ya que, al oír la santa predicación, se siente inundada de tales transportes del gozo y de tal modo se deleita en el recuerdo de su Jesús, que en cierta ocasión, mientras predicaba fray Felipe de Atri [Longo], un bellísimo niño se le apareció a la virgen Clara y durante una gran parte del sermón la recreó con sus gracias» (LCl 37a). Y añade algo todavía más importante: «Por otra parte, aunque no se había cultivado en las letras, gozaba, sin embargo, al escuchar la predicación de los letrados, consciente de que dentro de la corteza de las palabras se escondía el meollo que ella penetraba con fina sutileza y lo gustaba bien sabrosamente. Sabía extraer del sermón de cualquier orador lo que aprovechase al alma, a sabiendas de que no es menor habilidad recoger de vez en cuando una flor de un áspero espino que comer el fruto de un árbol de calidad» (LCl 37b). Para captar mejor el contenido de esta afirmación, hemos de tener en cuenta la situación cultural del medievo. En la Edad Media la mayoría de la gente no sabía leer ni escribir y, además, poquísimos podían permitirse el lujo de poseer libros. Un ejemplar completo de la Biblia costaba tanto como una hacienda. Por eso se atribuía tanta importancia en el convento de las Damas Pobres de San Damián -al igual que en el de los frailes menores- a la transmisión oral de la Palabra de Dios. El alcance de estas instrucciones de Clara se comprende perfectamente, si las aplicamos a nuestra propia situación, teniendo en cuenta el cambio de circunstancias. A diferencia de entonces, hoy en día podemos disponer sin ninguna dificultad del texto escrito de la Palabra de Dios; pero, al igual que entonces, también ahora debe atravesarse la corteza de la palabra revelada, si se quiere penetrar en su núcleo y aprehender su mensaje divino, convirtiéndolo en un encuentro orante con el Señor. La sabiduría clariana tiene la habilidad de «recoger» de un «áspero espino», es decir, de una reflexión literaria y teológica poco atractiva, las «flores» que estimulan su vida espiritual. Aun cuando estas instrucciones doctrinales de santa Clara han llegado al lector actual a través de la mediación de una fuente biográfica, merecen ciertamente más atención de la que han encontrado hasta ahora en la literatura y, sobre todo, en nuestra vida. III. La oración mística de santa Clara en sus Escritos Los Escritos de santa Clara de Asís, de un estilo literario incomparablemente superior al de los de san Francisco, muestran los extraordinarios frutos crecidos en el árbol de su contemplación. Así lo vemos, concretamente, en las cuatro Cartas a santa Inés de Praga, en su Testamento y en la Bendición a sus hijas espirituales, poco antes de morir. Dada la índole propia de un artículo, me limito simplemente a proponer algunas alusiones que tal vez estimulen al lector a saborear personalmente la obra escrita de Clara. 1. El Testamento no posee la textura de una oración, sino la de una exhortación. Sin embargo, contiene varios fragmentos en los que se percibe claramente que la cofundadora de la Segunda Orden ha meditado su vida con la mirada fija constantemente en Dios. El hecho de empezar el testamento y últimas disposiciones con la expresión «En el nombre del Señor. Amén» (TestCl 1), no tiene nada de particular, es un reflejo de la costumbre de entonces. Pero, al instante, desde su primera frase, Clara manifiesta la necesidad de dar gracias a Dios por su llamada a la vida evangélica: «Entre otros beneficios que hemos recibido y seguimos recibiendo de nuestro benefactor el Padre de las misericordias (cf. 2 Cor 1,3), y por los cuales estamos más obligadas a rendir gracias al mismo glorioso Padre de Cristo, se encuentra el de nuestra vocación; y cuanto más perfecta y mayor es ésta, tanto es más lo que a Él le debemos» (Test 2-3). Esta obligación de dar gracias alude sobre todo a Cristo y a Francisco, fundador de la Orden: «El Hijo de Dios se hizo para nosotras camino (cf. Jn 14,6), que, de palabra y con el ejemplo (1 Tim 4,12), nos mostró nuestro bienaventurado padre Francisco, verdadero amante e imitador suyo» (TestCl 5). Contemplando la puerta de la eternidad que se abre ante su alma, Clara ve nítidamente cómo la providencia divina se sirvió de Francisco para mostrarle el camino de su vocación, difícil y completamente nuevo para la mentalidad y sociedad de entonces. «Es, pues, deber nuestro, hermanas queridas, tomar en consideración los inmensos beneficios de Dios en nosotras; y, entre otros, los que por medio de su servidor, nuestro amado padre el bienaventurado Francisco, se ha dignado realizar en nosotras» (TestCl 6-7). La visión retrospectiva del inicio y desarrollo de la comunidad de la Orden, la induce a sacar las consecuencias pertinentes: «¡Con cuánta solicitud y con cuánto empeño del alma y del cuerpo no debemos cumplir los mandamientos de Dios y de nuestro padre, para devolver multiplicado, con la ayuda del Señor, el talento recibido! (cf. Mt 25,15-23)» (TestCl 18). A continuación Clara subraya, con un énfasis especial, la obligación de ser modelo para las hermanas de los otros conventos y para la gente que vive en el mundo, sirviéndose para ello de la imagen del espejo, un rasgo típicamente femenino:4 «Pues el mismo Señor nos puso a nosotras como modelo para ejemplo y espejo no sólo ante los extraños, sino también ante nuestras hermanas [de otros monasterios], que fueron llamadas por el Señor a nuestra vocación, con el fin de que ellas a su vez sean espejo y ejemplo para los que viven en el mundo. Así, pues, ya que el Señor nos ha llamado a cosas tan grandes que en nosotras se puedan mirar aquellas que son ejemplo y espejo para los demás, estamos muy obligadas a bendecirle y alabarle y a confortarnos más en Él para obrar el bien» (TestCl 19-22). Sabiéndose llamadas por la gracia divina a recorrer, siguiendo las enseñanzas y el ejemplo de san Francisco, el camino hacia el Padre que nos ha sido manifestado palpablemente en Jesucristo, Clara y las Damas Pobres son conscientes de su vocación de ejemplaridad en la Iglesia. Su vida y su oración deben ser un espejo radiante en el que sus contemporáneos puedan contemplar el ideal de la vida cristiana. La vida en el seno de los estrechos muros de la clausura corre el riesgo de degenerar en mero reflejo de ella misma. Para evitar tal peligro, Clara despliega ante sus hermanas de ayer y de hoy el amplio horizonte de la corresponsabilidad espiritual. Sería muy provechoso hacer un análisis del Testamento de Clara con la mirada puesta en nuestra vida actual. Estoy convencido de que pondría de relieve una serie de puntos esenciales para nuestra vocación evangélica aquí y hoy. 2. La biografía oficial mostraba, como vimos, que la vida mística de santa Clara de Asís estaba centrada en Cristo. Sus Cartas a santa Inés de Praga nos introducen todavía con más profundidad en su piedad cristológica. A modo de primer contacto con ese rico mundo espiritual e interior, cito simplemente unos fragmentos de la Primera Carta, que Clara envió a la hija del rey Otokkar I de Bohemia en 1232. a) Desposorios con Cristo5 La inefable dulzura producida por la propia y especial vocación divina asciende, en este punto, a la cima literaria de la poesía. «Amándole, sois casta; Su poder es más fuerte, su
generosidad más alta, Y ya os abraza estrechamente Aquel En este primer fragmento, impregnado de mística cristocéntrica, Clara contempla la esencia y los efectos de ser esposa de Cristo. El diálogo orante entre el alma y Jesucristo no consiste tanto en realizar una serie de esfuerzos concretos, cuanto en aceptar con disponibilidad y alegría la acción del esposo, en dejarse acariciar, abrazar y adornar por él. El empleo del simbolismo esponsal para expresar la experiencia mística tiene una historia milenaria. Por una parte, el uso de este vocabulario simbólico, inequívocamente erótico, requiere una gran delicadeza. La naturalidad con que Clara usa estas imágenes demuestra la perfección de su equilibrio psicológico y la integridad de pureza interior. b) Maternidad mística En otro fragmento de su Carta aparece el concepto de la maternidad mística. Dirigiéndose con gran respeto a su corresponsal, prosigue diciéndole: «Así, pues, hermana carísima, y aun más, señora respetabilísima, pues sois esposa y madre y hermana de mi Señor Jesucristo, adornada esplendorosamente con el estandarte de la virginidad inviolable y de la santísima pobreza: ya que Vos habéis comenzado con tan ardiente anhelo del Pobre Crucificado, confirmaos en su santo servicio; que Él sufrió por nosotros el suplicio de la cruz reconciliándonos con Dios Padre» (1 CtaCl 12-14). Y, tras esta introducción, vuelve inmediatamente a sumirse en una intensa y profunda emoción que la apremia a expresarse en estilo y con lenguaje poético: «¡Oh pobreza bienaventurada, ¡Oh pobreza santa, ¡Oh piadosa pobreza, En efecto, las zorras -dice el mismo Cristo- tienen sus madrigueras, y las aves del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza (Mt 8,20), sino que, inclinándola, entregó su espíritu (Jn 19,30). Pues si un Señor tan grande y de tal calidad, encarnándose en el seno de la Virgen, quiso aparecer en este mundo como un hombre despreciado, necesitado y pobre, para que los hombres, pobrísimos e indigentes, con gran necesidad del alimento celeste, se hicieran en él ricos por la posesión del reino de los cielos, alegraos Vos y saltad de júbilo, colmada de alegría espiritual y de inmenso gozo, pues Vos, al preferir el desprecio del siglo a los honores, la pobreza a las riquezas temporales, y guardar cuidadosamente los tesoros en el cielo y no en la tierra, allí donde ni la herrumbre los corroe, ni los come la polilla, ni los ladrones los descubren y roban (cf. Mt 6,20), os habéis asegurado una recompensa copiosísima en los cielos y habéis merecido dignamente ser hermana, esposa y madre del Hijo del Altísimo Padre y de la Virgen gloriosa» (1 CtaCl 15-24). Para captar plenamente el pensamiento de Clara, es importante leer esta cita sin perder de vista el contexto. Clara hace un comentario sobre la maternidad espiritual. Recorriendo con disponibilidad el camino de la vocación a la pobreza evangélica, Inés recibirá la gracia de asemejarse a María, Madre de Jesús, acogerá a Cristo en su seno y lo dará a luz al mundo. Cumpliendo la voluntad divina se convertirá en hermana del Señor. Clara contempla la maternidad y la hermandad mística enmarcadas en el ámbito de la pobreza radical. Cumplir esta misión para el bien de la Iglesia y sin ninguna reserva egoísta, produce una indescriptible alegría interior. La Carta demuestra cuán profundamente entendió Clara esta vocación y con cuánta hondura la experiencia mística impregnó su piedad. La triple imagen de esposa, madre y hermana de Cristo aparece muchas veces en los Escritos de Clara. Puede ser un punto de apoyo para la meditación y debe aterrizar desde la oración a la vida de cada día. La conciencia de ser, por gracia, esposa, madre y hermana/hermano de Cristo, se convertirá así en fuente de vida cristiana y de alegría mística. Clara es -al igual que Francisco- una segura compañera y guía para quien quiera recorrer este camino. IV. Sugerencias 1. Quien entra en la escuela de un Santo o de una Santa, es iniciado e introducido en los valores centrales del cristianismo. La extraordinaria estatura espiritual de Clara aparece diáfana en sus Escritos -aunque, por desgracia, no sean numerosos- y en su biografía oficial o Vida, redactada con motivo de su canonización. El autor de ésta -fray Tomás de Celano según la mayoría de los investigadores- nos transmite una de las frases que Clara pronunció poco antes de su muerte y que revela la gran profundidad de su experiencia mística y hasta qué punto su mirada estaba clavada en Dios. «Entretanto, la virgen santísima, vuelta hacia sí misma, habla quedamente a su alma: "Ve segura -le dice-, porque llevas buena escolta para el viaje. Ve -añade-, porque aquel que te creó te santificó; y, guardándote siempre, como la madre al hijo, te ha amado con amor tierno. Tú, Señor -prosigue-, seas bendito porque me creaste"» (LCl 46a). Con ello Clara reconocía que toda su vida había estado sujeta a la ley del amor de Dios. Por eso, su respuesta y perfecta adhesión al Creador se llama acción de gracias. 2. A la luz de las fuentes llegadas hasta nosotros, el mensaje de santa Clara de Asís a sus hermanas y hermanos franciscanos, y a todos los cristianos, puede resumirse con una cita de su Regla que es, a su vez, cita literal de un fragmento de la Regla bulada de los frailes menores: «No apagar el espíritu de la santa oración y devoción, a cuyo servicio deben estar las demás cosas temporales» (RCl 7,2; cf. 2 R 5,1-2). El carácter prioritario de la santa oración y devoción exige de todos nosotros más fidelidad, constancia y dedicación. Las vigilias de Clara son una invitación y un estímulo a examinar nuestra conciencia, a fin de comprobar si consagramos verdaderamente la primacía de nuestro tiempo a aquello que es en realidad lo principal, la oración, o, por el contrario, la consagramos a cosas accidentales. 3. La vida interior de santa Clara nos invita a redescubrir la experiencia mística propia de nuestra vocación cristiana y franciscana. Gran parte de la insatisfacción interior y de la carencia de identidad espiritual se basan con frecuencia sobre el hecho de que las hermanas y hermanos de santa Clara se detienen en el umbral, sin osar penetrar decidida y profundamente en la estructura sacramental de la vida cristiana y en la contemplación religiosa. Quien renuncia sistemáticamente a la meditación diaria -por presunta falta de tiempo, por desgana interior, por aridez e impericia espiritual-, se expone a naufragar en su vocación religiosa. Si nuestra existencia reflejara más alegría, como fruto de nuestro permanente contacto con Dios, nuestra vocación sería también más atrayente para la gente joven. 4. Ochocientos años después de su nacimiento, santa Clara nos toma de la mano y nos conduce a un contacto nuevo y vivificante con Cristo. No se molesta con nosotros por el hecho de que, gracias a la enseñanza de la Iglesia y, concretamente, del Concilio Vaticano II, nuestra visión del misterio cristológico sea más completa que la suya y subrayemos el conjunto del misterio pascual, que abarca simultáneamente la pasión, la muerte y la resurrección del Señor. Ella nos da una imperecedera lección sobre la intensidad de nuestras relaciones de fe y de amor con Cristo. El concepto clave podría definirse con la expresión «amistad con Cristo»: un amor íntimo, generoso y fiel, que no sólo nos acompaña en los momentos de oración, sino a lo largo de toda la jornada, sea cual fuere la actividad que estamos realizando. 5. La reforma litúrgica posterior al Concilio Vaticano II ha purificado muchas formas de expresión religiosa que carecían de espíritu y vida. Pero, por otra parte, en la vida comunitaria de la orden capuchina han desaparecido gestos que no son gestos superados, ni mucho menos, como la postración ante el Santísimo Sacramento, la inclinación de cabeza al nombre Jesús y la recitación del Gloria al Padre, la oración con los brazos en cruz, y otros. La naturaleza humana, constituida de alma y cuerpo, necesita gestos externos que acompañen la oración, la expliquen y subrayen su intensidad. Téngase en cuenta cómo, de hecho, algunos movimientos eclesiales actuales han redescubierto la dimensión corporal de la oración. Urge preguntarse: ¿Cómo lograr que nuestra oración comunitaria sea más atractiva, tenga más «gancho», tanto para nosotros como para quienes deseen compartirla con nosotros? 6. Para que la oración -y, en concreto, la meditación- cuaje, es necesario prepararla adecuadamente. Clara, mujer extraordinariamente contemplativa e incomparable maestra de oración, nos indica que para ello nuestros conventos necesitan una atmósfera de silencio y recogimiento. Una comunidad religiosa que no cultiva el silencio, tiene pocas esperanzas -o ninguna- de mantener vivo «el espíritu de la santa oración y devoción». Todas las hijas de santa Clara y todos los hijos de san Francisco deberían redescubrir, como fruto del Centenario del nacimiento de santa Clara, la dimensión espiritual y, sobre todo, contemplativa de su vocación. Clara experimentó con profundidad excepcional la gracia de su vocación y el deber de la acción de gracias al Señor. Ella nos enseña a convertir nuestra vida en un espejo claro de nuestra esperanza en la vida eterna y a vivir de manera que el amor divino sea el alma que penetre toda nuestra actividad. * * * N O T A S: 1) Véase, al respecto, «Bibliografia di santa Chiara di Assisi 1930-1993», preparada por Isidoro de Villapadierna y Pietro Maranese (Quaderni di Bibliografia Francescana, 1). Roma, Istituto Storico dei Cappuccini, 1994, sobre todo el número 4: Orazione e contemplazione. 2) Nota del traductor.- Si no se indica otra cosa, se utiliza, tanto respecto a la Vida o Leyenda como respecto a las demás fuentes, la edición de I. Omaechevarría, Escritos de santa Clara y documentos complementarios, BAC, Madrid, 1993. Siguiendo al autor del artículo, se designa la Leyenda de santa Clara con el nombre de Vida. 3) Una preciosa muestra de su extraordinaria habilidad bordadora nos la ofrece el alba llegada hasta nosotros que la tradición le atribuye, y cuya fotografía y descripción puede verse en el reciente y espléndido volumen preparado por M. Bigaroni - H. R. Meter - E. Lughi, La Basilica di S. Chiara di Assisi [Ponte San Giovanni], Quatroemme [1994], 290s. 4) Véase, entre otros, Dino Dozzi, «Chiara e lo spechio», en Laurentianum 31 (1990) 310-341, o en «Chiara, francescanesimo al femminile», preparado por Davide Covi y D. Dozzi (Pontificio Ateneo Antoniano - Istituto Francescano di Spiritualità. Colección «Studi e ricerche», 1), Roma, Edizioni Dehoniane - Edizioni Collegio S. Lorenzo, 1992, 290-318; pueden verse otros estudios sobre el tema en: I. de Villapadierna - P. Maranesi, Bibliografia, 66 (Nr. 530) y 67 (Nr. 538 y 550). 5) Véase -también respecto a las sugerencias posteriores- Marianne Schlosser, «Madre-Hermana-Esposa. Contribución a la espiritualidad de santa Clara», en Selecciones de Franciscanismo núm. 71 (1995) 249-268. [Selecciones de Franciscanismo, vol. XXV, núm. 75 (1996) 351-366] |
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