DIRECTORIO FRANCISCANO
Temas de estudio y meditación

Capítulo I
«YO SOY EL QUE SOY»


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1. La historia sagrada

El Dios verdadero se ha ido dando a conocer poco a poco a la humanidad a través de una historia. Ha elegido a unos hombres concretos, a quienes ha ido mostrando su rostro de modo misterioso pero real. Aprovechando las distintas circunstancias y experiencias de su vida, les ha iluminado para que descubrieran que no estaban solos; que Alguien invisible, porque está más allá de todo lo que podemos percibir con los sentidos, dirigía su vida, les protegía y les guiaba hacia una meta dichosa.

Estos hombres elegidos no fueron personalidades dispersas y desvinculadas entre sí. Pertenecían todos a un mismo pueblo, Israel, que, a través de siglos, fue acumulando y compartiendo todas estas experiencias de Dios, convirtiéndose así en el pueblo elegido para comunicar el conocimiento de Dios a todos los demás pueblos, en el «pueblo de Dios». Por eso la historia de Israel es «historia sagrada», es decir, historia del encuentro progresivo entre Dios y los hombres. Y esa historia sagrada es la que nos cuenta la primera parte de la Biblia, el Antiguo Testamento.

De ese pueblo y de esa historia nació Jesús, quien, a partir de todas las experiencias anteriores, llevó a la humanidad al conocimiento pleno y al encuentro decisivo con ese Dios que, muchos siglos antes, había comenzado a manifestarse a los primeros progenitores de Israel. Jesús es la culminación de la historia sagrada, el que la lleva a plenitud, como nos lo atestigua el Nuevo Testamento.

También nosotros hemos sido elegidos por Dios para conocerle y para ser sus amigos; más aún, para ser sus testigos ante otras personas. Por designio amoroso de Dios, nuestra vida está destinada a ser un encuentro creciente y progresivo con él, una historia sagrada. Y, para que la comprendamos y vivamos así, debemos dejarnos guiar por esa historia sagrada general que nos narra la Biblia. El camino hacia el Padre que ella nos cuenta es la luz que nos permitirá comprender nuestro propio camino. Así lo dice el salmista: «Lámpara para mis pasos es tu palabra, luz en mi sendero» (Sal 119,105).

Recordemos, pues, los momentos más importantes y decisivos de la historia del pueblo de Dios.

2. El Dios de la elección y de la promesa

Un día, Dios, aún desconocido y sin nombre, se dirigió a una persona cualquiera, a un jeque nómada de Mesopotamia. «¿Por qué a mí?», preguntaría Abrám. No obtuvo respuesta; Dios eligió a quien le dio la gana para demostrar que era absolutamente libre para elegir a sus amigos. Pero sabemos que Dios le dio un mandato misterioso: «Sal de tu tierra y ponte en camino», es decir, no te conformes con lo que eres, busca, muévete. Y, para animarlo, añadió: «Yo te daré una tierra y una descendencia» (cf. Gén 12,1-3).

Al pobre nómada, que no tenía hijos y estaba cansado de ir de un lado para otro, sin hogar estable, se le ensanchó el corazón; y eso que aún no podía imaginar el alcance de la promesa. «¿Dónde está esa tierra?» Tampoco se le dijo. «Tú ponte en camino». Y aquel hombre se fió del Desconocido y emprendió una larga peregrinación por pueblos y naciones totalmente extrañas para él. Y es que, como se descubriría después, la aventura de este hombre iba a determinar el destino de todos los pueblos.

Pero no adelantemos acontecimientos. De momento, sólo sabemos que un Dios invisible y desconocido ha elegido a un hombre para ser su amigo, lo ha sacado de la rutina de sus pequeños problemas e intereses, y lo ha convertido en peregrino hacia nuevos horizontes. A partir de este primer encuentro, los dos cambiarán de nombre. El nómada se llamará «Abrahán», «padre de multitudes». Y Dios querrá ser conocido por su amigo: «El Dios de Abrahán» (cf. Gén 28,13-15).

La promesa comenzó a cumplirse: Abrahán tuvo un hijo, Isaac. Pero Dios quiso probar definitivamente la confianza de su amigo: «Toma a tu hijo único, al que amas, y ofrécemelo en sacrificio» (Gén 22,2). ¿Cómo se iba a cumplir entonces la promesa de la descendencia? Abrahán resolvió rápidamente la cuestión: «Dios proveerá» (Gén 22,8); y, como la primera vez, se dispuso a obedecer sin rechistar. Entonces Dios se emocionó. Tras impedir el sacrificio de Isaac, le dijo solemnemente a su amigo: «En pago de haberme obedecido, por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra» (Gén 22,18). Aquel beduino acababa de ganarse el título de «padre de los creyentes».

3. El Dios de la liberación y de la alianza

Pasaron unos cinco siglos. Los descendientes de Abrahán se habían instalado en Egipto y allí se habían convertido en un pueblo numeroso (cf. Ex 1,1-7). A un faraón se le ocurrió esclavizarlos brutalmente, amargándoles la vida con trabajos forzados (cf. Ex 1,7-14). Pero el Dios de Abrahán no quiso tolerar que los descendientes de su amigo vivieran como esclavos. Un día, en el monte Sinaí, se apareció en medio de una zarza ardiendo a un israelita llamado Moisés, que, por extraño designio, se había educado en la corte del faraón: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. He visto la aflicción de mi pueblo, he escuchado el clamor ante sus opresores y conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo de la mano de los egipcios y para subirlo de esta tierra a una tierra buena y espaciosa» (Ex 3,6-8). Y le envió a transmitir la buena noticia a sus hermanos y a comunicarles que debían exigir su libertad al faraón. Entonces Moisés planteó a Dios esta pregunta: «Si voy a los israelitas y les digo "El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros", y ellos me preguntan: "¿Cuál es su nombre?", ¿qué les responderé?» Dios le dijo: «Yo soy el que soy (Yahvé)» (Ex 3,13-14). En esta escena culminante, Dios reveló por primera vez su nombre propio; un nombre misterioso que viene a significar: Yo soy el único existente, el que está más allá de todo pero actúa en la historia humana para conducirla a su fin.

Después de esta sublime revelación, Dios envió a Moisés al faraón con esta orden terminante: «Israel es mi primogénito, y yo te ordeno que dejes salir a mi hijo para que me sirva; si te niegas a soltarlo, yo daré muerte a tu primogénito» (Ex 4,21-23). A Dios se le escapó por primera vez la palabra «mi hijo», aunque no el único, ya que habla de «primogénito». Se explica la ira de Dios al ver a su hijo convertido en esclavo. El faraón se puso terco y Dios no dudó en cumplir la amenaza. Con brazo potente humilló al faraón hasta conseguir que liberase al pueblo de Israel, que, en esta circunstancia, aprendió algo nuevo sobre su Dios: es como un padre que no quita los ojos de su hijo; lo defiende en los peligros y emplea todo su poder para liberarlo de sus esclavitudes.

Israel, ya libre, reemprendió la peregrinación de Abrahán para alcanzar la promesa. Pero Dios pensó que había llegado el momento de dar un paso más en su relación con los israelitas. Hasta ese momento los había tratado casi como a niños: ¡todo lo había hecho él! Ahora eran ya libres, capaces de asumir responsabilidades, y había que tratarlos como a tales. En el marco solemne del Sinaí, les propuso una alianza, como un pacto entre iguales: «Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo; yo os defenderé y vosotros me obedeceréis» (cf. Ex 19,3-8). El pueblo aceptó entusiasmado la nueva relación y el pacto se selló con sangre, para significar la profundidad e importancia de la unión (cf. Ex 24,3-8). En este marco surgió el Decálogo, los Diez Mandamientos, que no son un código frío, sino el compromiso amoroso de Israel con su Dios.

La relación privilegiada de Moisés con Dios, conoció aún otro momento cumbre, otro encuentro solemne en el Sinaí: «Moisés invocó el nombre de Yahvé. Yahvé pasó por delante de él exclamando: "Yahvé, Yahvé, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por mil generaciones y perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunes". Al instante, Moisés se inclinó a tierra y se postró» (Ex 34,5-8). Si en el primer encuentro Dios había revelado con toda fuerza su trascendencia, majestad y poder, ahora tiene interés en manifestar otros atributos bien distintos, que, desde este momento, se repetirán constantemente en la Biblia: 1) Amor, es decir, predisposición amistosa, absolutamente gratuita y desbordante, que se plasma en actos de generosidad y liberación, y que es capaz de perdonar cualquier traición; 2) Fidelidad, es decir, permanencia, estabilidad, que resalta el carácter definitivo e irrevocable del amor; 3) Misericordia, que significa querencia desde las entrañas (la palabra hebrea es la misma que designa las entrañas maternas), y que implica ternura, compasión ante un ser indefenso y débil, capacidad infinita de perdón. De este modo, la revelación del rostro de Dios llega aquí a un punto culminante: la majestad infinita de Dios se manifiesta como cercanía y ternura máximas. Es lo que expresa con toda exactitud una bella oración de la liturgia cristiana: «Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia». Se ha dado un paso de gigante hacia la gran y definitiva revelación.

4. El Dios del amor

A partir de Moisés, la historia de Israel fue una historia apasionante de amor; de un amor solícito y fiel por parte de Dios, y de un amor intermitente, tornadizo y siempre amenazado por parte de los hombres. Pero la debilidad humana puso de relieve en toda su grandeza la incondicionalidad del amor divino, siempre dispuesto a perdonar y a dar una nueva oportunidad. Además, esta debilidad humana sirvió como elemento de maduración: a través de experiencias luminosas y de fracasos escandalosos, Israel fue aprendiendo a amar a su Dios.

Fueron sobre todo los profetas, auténticos portavoces de Dios y conciencia del pueblo, los encargados de interpretar y hacer vivir la historia como un encuentro siempre renovado y creciente con el amor divino. Y, para expresar la riqueza insondable de este amor, echaron mano de las mejores experiencias del amor humano, que se convirtieron así en imagen del gran Amor del que procede el hombre.

La primera experiencia que utilizaron para referirse a Dios fue la paternidad-maternidad. Ella les sirvió, ante todo, para resaltar la ternura de Dios, el amor desde las entrañas. Dice un salmo: «Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles» (Sal 103,10). Y Oseas pone en boca de Dios esta descripción emocionante: «Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Con cuerdas de ternura, con lazos de amor los atraía; fui para ellos como quien alza un niño hasta las mejillas y se inclina hasta él para darle de comer» (Os 11,1-4).

Claro que, para hablar de ternura, es mejor imagen la de la madre, que es la que emplea Dios en este texto magistral de Isaías: «¿Acaso olvida una mujer a su hijo, y no se apiada del fruto de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré» (Is 49,15).

El amor paternal de Yahvé hacia su pueblo se manifiesta también en la exigencia y la corrección. Dios, como buen padre, quiere educar a sus hijos. Y, para ello, les hace pasar por pruebas que les capaciten para tomar decisiones y superar dificultades: «Hijo mío, cuando te acerques a servir a Yahvé, prepárate para la prueba, manten el corazón firme, sé valiente, no te asustes cuando te sobrevenga la desgracia. Confía en Yahvé, que él te ayudará» (Eclo 2,1-6). Y, además, Dios no se deja vencer por los caprichos de sus hijos, sino que los corrije, hasta con dureza; aunque nunca para afirmar o defender su honor y autoridad, sino para procurar el bien de ellos. De ahí que la última palabra sea siempre el perdón: «He oído a Efraín lamentarse: "Me has corregido y he escarmentado. Hazme volver y volveré, pues tú, Yahvé, eres mi Dios". ¡Pero si es mi hijo querido, mi encanto! Cada vez que le reprendo, me acuerdo de ello, se me conmueven las entrañas y cedo a la compasión» (Jer 31,18-20).

Junto al lenguaje paterno-filial, la literatura profética privilegia otra imagen: la del amor esponsal. En realidad, esta imagen subyace en todo el tema de la alianza, ya que la fórmula de la alianza con Dios, «Yo soy tu Dios y tú eres mi pueblo», está calcada de la fórmula hebrea del matrimonio: «Tú eres mío y yo soy tuya». No es extraño, pues, que los profetas nos hayan dejado páginas bellísimas sobre Dios como esposo amante e Israel como esposa o novia: «Como un joven se casa con una doncella, así se casará contigo el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo» (Is 62,5). Se explica desde aquí la inclusión en la Biblia de ese apasionado poema de amor esponsal que es el Cantar de los Cantares.

Pero este matrimonio va a conocer la tragedia. El Esposo ha dado vida a la Esposa, rescatándola de la muerte, la ha hecho bellísima, la ha vestido como a una reina; y ella, en vez de responder con amor agradecido, ¡se ha prostituido! Es el drama que nos narra de forma inigualable el profeta Ezequiel (cf. Ez 16). ¿Será este el final de la historia: un matrimonio fracasado por la infidelidad de la esposa?

La intuición inspirada de los profetas apunta hacia otro final bien distinto: «¿Hasta cuándo estarás indecisa, muchacha esquiva? Mira, Yahvé crea una novedad en la tierra: la Mujer vuelve a abrazar al Varón» (Jer 31,22). Ésta es la gran expectativa con la que se cierra el Antiguo Testamento.

La religión de Israel ha ido descubriendo poco a poco la idea más elevada de Dios que se encuentra en toda la historia de las religiones. Un Dios trascendente, inimaginable e inmanejable, que comienza fijándose en el hombre e inquietándole, haciéndole crecer y ofreciéndole su amistad, como le sucedió a Abrahán; un Dios que trabaja por el hombre y quiere librarlo de toda esclavitud para poder establecer con él un pacto de libertad; un Dios que nos atemoriza con su grandeza para acabar conmoviéndonos con su ternura, tal como hizo con Moisés; un Dios que acaba revelándose como nuestro gran amor, como el único amor seguro con el que podemos contar, como enseñan los profetas. ¿No será éste el proceso que nos tocará revivir a cada uno de nosotros?

Y, sin embargo, aún no se ha dicho la última palabra, aún no se ha producido el último y definitivo encuentro.

Oración (Lc 1,68-79)

Bendito sea el Señor, Dios de Israel,
porque ha visitado y redimido a su pueblo,
suscitándonos una fuerza de salvación
en la casa de David, su siervo,
según lo había predicho desde antiguo
por la boca de sus santos profetas.

Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos
y de la mano de todos los que nos odian;
realizando la misericordia que tuvo con nuestros padres,
recordando su santa alianza,
y el juramento que juró a nuestro padre Abrahán.

Para concedernos que, libres de temor,
arrancados de la mano de los enemigos,
le sirvamos con santidad y justicia,
en su presencia, todos nuestros días.

Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo,
porque irás delante del Señor
a preparar sus caminos,
anunciando a su pueblo la salvación,
el perdón de sus pecados.

Por la entrañable misericordia de nuestro Dios,
nos visitará el sol que nace de lo alto,
para iluminar a los que viven en tinieblas
y en sombras de muerte,
para guiar nuestros pasos
por el camino de la paz.

* * * * *

Sugerencias para la oración personal

Es muy posible que tengas la sensación de que no sabes orar. No te preocupes: a Dios le gusta que reconozcamos esta ignorancia. Porque la oración es un don. Escucha:

«Le dijo uno de sus discípulos: "Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos". Él les dijo: "Cuando oréis, decid: Padre..."» (Lc 11,1-2)

A Jesús le gustó que sus discípulos le pidieran que les enseñara a orar. Comienza haciendo tú lo mismo: con palabras sencillas, las tuyas, confiésale tu ignorancia y pídele de verdad que te enseñe.

Después, haz caso a Jesús. Di: «Padre». Atrévete a confiar en Dios: es el que más te quiere. Siente su presencia cariñosa; él te conoce perfectamente, porque te ha hecho y te quiere como eres. Le puedes decir: «Me abandono en tus brazos». Y le cuentas lo que te preocupa, lo que te hace sufrir... Hasta le puedes decir: «Ten misericordia de mí, que soy casi un ateo».

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