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EL
BANQUETE DEL SEÑOR. por Miguel Payá Andrés |
Capítulo IV La Eucaristía se puede celebrar, y se celebra, todos los días. Pero, desde el principio, la comunidad cristiana es convocada, toda entera y de forma oficial, para celebrarla el Domingo, el «Día del Señor» como lo llamamos desde los tiempos apostólicos, que es para los cristianos el «señor de los días» porque en él celebramos la resurrección de Jesús, núcleo fundamental de la fe cristiana y acontecimiento central de la historia. Ahora bien, los Domingos, que presiden y configuran la semana, se insertan en un ciclo anual, presidido por la fiesta de la Pascua, en el que se desarrolla todo el Misterio de Cristo: «Cada semana, en el día que llamó "del Señor", (la Iglesia) conmemora su resurrección, que una vez al año celebra también, junto con su santa pasión, en la máxima solemnidad de la Pascua. Además, en el círculo del año, desarrolla todo el Misterio de Cristo, desde la Encarnación y el Nacimiento hasta la Ascensión, el día de Pentecostés y la expectativa de la feliz esperanza y venida del Señor» (Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 102). Por eso, en cada Eucaristía dominical, celebramos la resurrección del Señor, pero, desde esta luz pascual, descubrimos y nos apropiamos del significado salvador de un misterio de la vida de Cristo, según el momento del año. Vamos a descubrir, primero, la riqueza del Domingo como Pascua semanal, y, después, contemplaremos su inserción en el ciclo anual. 1. EL DOMINGO Los cristianos de hoy necesitamos descubrir de nuevo el sentido del Domingo, su misterio y su valor de celebración, para no confundirlo con un mero «fin de semana», entendido solamente como tiempo de descanso o diversión. Para hacerlo, nos vamos a dejar guiar por un precioso documento de Juan Pablo II, la carta apostólica Dies Domini, «El día del Señor» (1998), que desgrana los distintos aspectos de esta fiesta primordial de los cristianos a través de distintos nombres. A.- DÍA DEL SEÑOR a) Día de la creación El Domingo celebra la «nueva creación» llevada a cabo por Cristo en su muerte y resurrección. Pero esta «nueva creación» es culminación y perfeccionamiento de la creación primera que Dios realizó, dando principio al mundo y al hombre. El Hijo eterno del Padre, autor de la nueva creación, es también origen y fin de la primera: «Por medio de él fueron creadas todas las cosas...; todo fue creado por él y para él» (Col 1,16). De ahí que los cristianos, para comprender plenamente el Domingo, necesitemos releer la página de la creación. La mañana de Pascua nos lleva a fijarnos en la primera mañana del mundo y del hombre. Dios mismo bendijo y santificó este día porque en él descansó de su trabajo creador y dirigió una mirada de complacencia hacia la belleza de su obra (cf. Gén 1,31-2,3). El hombre, destinatario último de la creación y responsable de todo lo creado, es invitado a asociarse a este descanso de Dios y a participar de su propia alegría en la alabanza, la acción de gracias, en la intimidad filial y en la amistad . El «día del Señor» es, por excelencia, el día de la relación amorosa, en la que el hombre, haciéndose voz de toda la creación, eleva a Dios este canto: «Todo lo ha hecho Dios; todo es suyo; todo es bueno; todo lo ha hecho para mí». b) Día de la liberación Pero el Antiguo Testamento no relaciona el Sábado solamente con el descanso de Dios después de su acción creadora; lo convierte también en recuerdo celebrativo de la salvación ofrecida a Israel para liberarlo de la esclavitud de Egipto (cf. Dt 5,12-15). De este modo, se subraya la relación íntima entre el orden de la creación y el de la salvación. Dios lo creó todo para poder establecer una alianza de amor con el hombre. Y por eso, después de que el pecado perturbara este designio amoroso, puso en marcha la historia de la salvación, realizando maravillas y portentos, para liberar al hombre y volverlo a introducir en su amistad. c) Día de la nueva creación y liberación No es extraño que los cristianos hayamos transferido todo el sentido espiritual del Sábado al «primer día después del Sábado», al día en que resucitó Jesús. Porque el misterio pascual de Cristo es la revelación plena del misterio de la creación, el vértice de la historia de la salvación y la anticipación del perfeccionamiento definitivo del mundo. Lo que Dios obró en la creación y lo que hizo con su pueblo en el Éxodo, encontró su cumplimiento en la muerte y resurrección de Cristo; aunque su realización definitiva sólo se descubrirá en su venida gloriosa. Por eso «el día del Señor» se ha convertido en «día de Cristo». B.- DÍA DE CRISTO a) Día de la Resurrección y de Pentecostés Aunque el día del Señor, como hemos visto, tiene sus raíces en la obra misma de la creación y en el misterio del descanso de Dios, lo que el Domingo cristiano propone sobre todo a la consideración y a la vida de los fieles es el acontecimiento pascual, del que brota la salvación del mundo. Según el testimonio unánime de los Evangelios, la resurrección de Jesús tuvo lugar «el primer día después del Sábado» (cf. Mc 16,2; Lc 24,1; Jn 20,1). Aquel mismo día el resucitado se manifestó a los dos discípulos que caminaban hacia Emaús (cf. Lc 24,13-35) y se apareció a los once apóstoles reunidos (cf. Lc 24,36; Jn 20,19). Ocho días después, los discípulos estaban nuevamente reunidos cuando Jesús se les apareció y se hizo reconocer por Tomás (cf. Jn 20,26). Era también Domingo el día de Pentecostés, primer día de la octava semana después de la pascua judía, cuando con la efusión del Espíritu, la primera predicación de Pedro y los primeros bautismos, tuvo lugar la epifanía o manifestación de la Iglesia como nuevo pueblo de Dios (cf. Hch 2,1-41). Sobre esta base, el Domingo comenzó a marcar el ritmo de la vida de los discípulos, como día de reunión, de la «fracción del pan» (cf. Hch 20,7-2) y del compartir (cf. 1 Cor 16,2). El libro del Apocalipsis testimonia la costumbre de llamar a este día el «día del Señor». b) Día bautismal Y si el Domingo se considera como una Pascua y un Pentecostés, será también el día en el que el cristiano se siente llamado a recordar el Bautismo, que lo hizo hombre nuevo en Cristo: «Sepultados con él en el Bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que lo resucitó de entre los muertos» (Col 2,12). La liturgia señala esta dimensión bautismal del Domingo exhortando a celebrar los bautismos en este día, sugiriendo como rito penitencial de la Eucaristía la aspersión con el agua bendita e imperando la recitación del «Credo» o profesión de fe, para que el bautizado renueve su adhesión a Cristo y a su Evangelio. c) Día de la luz Íntimamente relacionado con este recuerdo del Bautismo está también la consideración del Domingo como «día de la luz». Los romanos llamaban a este día «día del sol», denominación que se ha mantenido en algunas lenguas modernas («Sunday» en inglés; «Sonntag» en alemán). Los cristianos dieron a esta expresión un sentido nuevo, perfectamente evangélico. En efecto, Cristo es «la luz del mundo» (Jn 9,5). Al reunirse en este día, los cristianos, con el padre del Bautista, aclaman a Cristo como «el sol que nace de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte» (Lc 1,78-79) y vibran en sintonía con la alegría de Simeón, que, al tomar al Niño en sus brazos, lo confesó como «luz para alumbrar a las naciones» (Lc 22,32). Este aspecto del Domingo como día luminoso, está en la base del rito del «lucernario» con el que los cristianos antiguos, e incluso hoy los cristianos orientales, iniciaban su celebración al caer la tarde del Sábado. Al encender las lámparas después del ocaso del sol, cantaban: «Oh Luz gozosa de la santa gloria del Padre celeste e inmortal, santo y feliz Jesucristo». La liturgia romana ha conservado este rito en la Vigilia Pascual, que comienza con la bendición y alabanza del cirio pascual, que lucirá durante todas las celebraciones pascuales. d) Día octavo Finalmente, este «día de Cristo» evoca también en los cristianos otro pensamiento importante. El Domingo, además de primer día, es también el «día octavo», porque viene después del bloque semanal de los siete días. Y esto nos proyecta hacia la meta situada después del tiempo: la vida eterna. El Domingo prefigura el día final en el que la creación, que «gime hasta el presente y sufre dolores de parto» (Rm 8,22), será rescatada definitivamente del pecado y de la muerte por la fuerza de la resurrección de Cristo. El cristiano vive el Domingo como anticipación, promesa y prenda de la salvación definitiva que espera alcanzar. C.- DÍA DE LA IGLESIA a) La Iglesia vive de la Eucaristía Aunque el Domingo es el día de la resurrección de Cristo, no es sólo el recuerdo de un acontecimiento pasado, sino celebración de la presencia viva del Resucitado en medio de los suyos: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Pero, para que esta presencia sea vivida y anunciada de manera adecuada, no basta que los cristianos la vivan en su interior y la testimonien individualmente. Porque, los que han recibido la gracia del Bautismo, no han sido salvados sólo a título personal, sino como miembros del Cuerpo de Cristo y formando parte del nuevo pueblo de Dios. Por eso es importante que se reúnan para expresar así la identidad de la misma Iglesia, que es asamblea convocada por el Señor resucitado, que ofreció su vida «para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,52). Todos ellos se han hecho «uno» en Cristo mediante el don del Espíritu (cf. Gál 3,28). Esta realidad de la Iglesia tiene su expresión principal y su fuente en la Eucaristía. Porque, si la Iglesia celebra la Eucaristía, es porque la Eucaristía constituye, conforma y alimenta a la misma Iglesia; la Iglesia vive de la Eucaristía: «Porque uno solo es el pan, aún siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan» (1 Cor 10,17). b) La Eucaristía dominical Esta relación esencial entre la Iglesia y la Eucaristía se realiza en toda celebración eucarística. Pero se expresa de manera particular el día en que toda la comunidad es convocada para conmemorar la resurrección del Señor. La Eucaristía dominical, con la presencia comunitaria y la solemnidad especial que la caracterizan, precisamente porque se celebra el día en que Cristo resucitó, subraya con nuevo énfasis esta dimensión eclesial y se convierte en paradigma de todas las demás celebraciones eclesiales. Cada comunidad, al reunir a todos sus miembros para la «fracción del pan», se siente como el lugar en que se realiza el misterio de la Iglesia, una, santa, católica y apostólica. La celebración eucarística dominical se convierte en la principal manifestación de la Iglesia cuando es presidida por el obispo, especialmente en la catedral, o en la comunidad parroquial, cuyo pastor hace las veces del obispo (cf. Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 41-42). Por eso es conveniente que las celebraciones eucarísticas que tienen lugar en otras iglesias y capillas, estén coordinadas con la celebración de la iglesia parroquial. Y que en la celebración parroquial se encuentren los grupos, movimientos, asociaciones y comunidades religiosas. Esto les permite vivir y experimentar lo que es común a todos ellos, más allá de los carismas y orientaciones específicas que legítimamente les caracterizan. Por eso también, el Domingo no se han de fomentar las Eucaristías en grupos pequeños, a no ser por particulares exigencias formativas o pastorales. Al ser la Eucaristía el verdadero centro del Domingo, se comprende por qué, desde los primeros siglos, la Iglesia no ha cesado de afirmar su necesidad e incluso la obligación de conciencia de participar en ella. Ciertamente, al principio, era tanto el deseo que los cristianos tenían de participar en ella, que no se consideró necesario imperarla. Así, cuando a principios del siglo IV, durante la persecución de Diocleciano, un juez pregunta a un cristiano por qué no ha impedido que se celebrase la Eucaristía en su casa, él contesta: «No me era posible, pues nosotros no podemos vivir sin celebrar el misterio del Señor» (Actas de los mártires africanos bajo Diocleciano). Sólo más tarde, ante la tibieza o negligencia de muchos, hubo necesidad de subrayar el deber de participar en la Eucaristía dominical. Actualmente sigue en vigor, como primer mandamiento de la Iglesia, el deber de los fieles de participar en la celebración eucarística los domingos y demás fiestas principales señaladas por la Iglesia bajo pena de pecado grave, a no ser que estén excusados por una razón seria o estén dispensados por la autoridad eclesial (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2181). Por lo demás, la Iglesia aconseja a los fieles que, por enfermedad, incapacidad o cualquier otra causa importante, se ven impedidos de asistir a la celebración, se unan espiritualmente a ella, bien leyendo las lecturas y oraciones del día con el deseo de recibir la Eucaristía, bien siguiendo alguna transmisión radiofónica o televisiva de la Eucaristía, o, con preferencia, si ello es posible, recibiendo la comunión traída por algún sacerdote o ministro. Es posible que hoy, cuando el cristianismo sociológico se está debilitando, las minorías cristianas que siguen fieles a la práctica dominical no tengan ya como principal motivo el precepto, aunque lo respeten y procuren cumplirlo, sino otros motivos más profundos, derivados de la importancia objetiva de la Eucaristía. Y, en este sentido, se sientan más identificados con estas preciosas afirmaciones del Catecismo: «La participación en la celebración común de la Eucaristía dominical es un testimonio de pertenencia y de fidelidad a Cristo y a su Iglesia. Los fieles proclaman así su comunión en la fe y la caridad. Testimonian a la vez la santidad de Dios y su esperanza de la salvación. Se reconfortan mutuamente, guiados por el Espíritu Santo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2182). D.- DÍA DEL HOMBRE El tiempo ofrecido a Cristo nunca es un tiempo perdido, sino más bien ganado para la humanización profunda de nuestras relaciones y de nuestra vida. El «día de Cristo» es también «día del hombre». a) Día de alegría Ante todo, los cristianos siempre lo han vivido como día de alegría. El eco semanal de la primera experiencia del Resucitado lleva el signo de la alegría con la que los discípulos acogieron al Maestro: «Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor» (Jn 20,20). El carácter festivo de la Eucaristía dominical expresa la alegría que Cristo transmite a su Iglesia por medio del don del Espíritu. La alegría es precisamente uno de los frutos del Espíritu (cf. Rm 14,17; Gál 5,22). Ciertamente, la alegría cristiana debe caracterizar toda nuestra vida, y no sólo un día de la semana. Pero el Domingo, por su significado como día del Señor resucitado, es día de alegría por un título especial. Más aún, es un día propicio para educarse en los rasgos auténticos de la alegría. Porque, no hay ninguna oposición entre la alegría cristiana y las alegrías humanas verdaderas, que son exaltadas y tienen su fundamento último precisamente en la alegría de Cristo glorioso. Pero no se puede confundir la alegría con sentimientos fatuos de satisfacción o de placer, que ofuscan la sensibilidad y la afectividad por un momento, dejando luego el corazón en la insatisfacción y la amargura. Entendida cristianamente, es algo mucho más duradero y consolador; sabe resistir incluso en la noche oscura del dolor, y es una virtud que se ha de cultivar. El Domingo nos quiere educar para que hagamos de la vida una fiesta, preparación y anticipo de la fiesta final a la que estamos destinados. b) Día de descanso Para ser día de fiesta y de alegría, el Domingo necesita también ser día de descanso. La alternancia entre trabajo y descanso, propia de la naturaleza humana, es querida por Dios mismo (cf. Gén 2,2-3; Ex 20,8-11): el descanso es una cosa «sagrada», porque es para el hombre la condición para liberarse de los compromisos terrenos y tomar conciencia de que todo es obra de Dios. En nuestros días, el trabajo es para muchos una dura servidumbre, ya sea por las miserables condiciones en que se realiza, ya sea por las injusticias y abusos que sufren muchos hombres. De ahí que haya que empeñarse para que todos los pueblos puedan disfrutar de la libertad, del descanso y la distensión que son necesarios a la dignidad del hombre. Y esto resulta difícil de conseguir si no es salvaguardando por lo menos un día de descanso semanal en el que gozar juntos de la posibilidad de descansar y de hacer fiesta. Por medio del descanso dominical, las preocupaciones y tareas diarias pueden encontrar su justa dimensión: las cosas materiales por las que nos inquietamos dejan paso a los valores del espíritu; las personas con las que convivimos recuperan, en el encuentro y en el diálogo más sereno, su verdadero rostro. Las mismas bellezas de la naturaleza pueden ser descubiertas y gustadas profundamente. De este modo, el Domingo se convierte en día de paz del hombre con Dios, consigo mismo, con sus semejantes y con la naturaleza; en día de la creación restaurada por la fuerza del resucitado. Por eso la Iglesia, además de la obligación de participar en la Eucaristía, preceptúa también a los cristianos: «Se abstendrán además de aquellos trabajos y actividades que impidan dar culto a Dios, gozar de la alegría propia del día del Señor o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo» (Código de Derecho Canónico, c. 1247). c) Día de solidaridad El Domingo debe ofrecer también a los cristianos la ocasión de dedicarse a actividades de misericordia, de caridad y de apostolado. La participación interior en la alegría de Cristo resucitado, implica compartir plenamente su amor: ¡no hay alegría sin amor! Jesús mismo lo explicó, relacionando el «mandamiento nuevo» con el don de la alegría (cf. Jn 15,10-12). Desde los tiempos apostólicos, la comunidad cristiana ha sentido el deber de hacer de la Eucaristía dominical el lugar donde la fraternidad se convierte en solidaridad concreta, y los últimos son los primeros por la consideración y el afecto de los hermanos; donde Cristo mismo, por la generosidad de los que más tienen hacia los pobres, puede continuar en el tiempo el milagro de la multiplicación de los panes. Desde la Eucaristía debe surgir una ola de caridad destinada a extenderse por todo el Domingo e incluso por toda la vida. Acoger a alguna persona sola, visitar enfermos, proporcionar comida a algún necesitado, dedicar algún tiempo a iniciativas de voluntariado, de solidaridad o de apostolado, serían formas concretas de llevar a la vida el amor de Cristo recibido en la Eucaristía. 2. EL AÑO LITÚRGICO Además de celebrar cada Domingo la Resurrección del Señor, la Iglesia desarrolla a lo largo del año todo el misterio de Cristo, desde la Encarnación hasta el día de Pentecostés y la expectación de la venida del Señor. De este modo, «conmemorando los misterios de la redención, abre las riquezas del poder santificador y de los méritos de su Señor, de tal manera que, en cierto sentido, se hacen presentes en todo tiempo para que puedan los fieles ponerse en contacto con ellos y llenarse de la gracia de la salvación» (Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 102). El año litúrgico cuenta con 52 semanas, las mismas que el año civil; pero, a diferencia de éste, comienza el primer Domingo de Adviento (que suele coincidir con el primer Domingo de diciembre). Su centro, como veremos, es el Triduo Pascual, pero nosotros vamos a presentar sus distintas partes por orden cronológico (cf. Normas universales sobre el año litúrgico y sobre el calendario, 1969). a) Tiempo de Adviento Es tiempo de preparación a la Navidad, en la que se conmemora la primera venida del Hijo de Dios y, a la vez, tiempo de expectación de la segunda venida de Cristo al final de los tiempos. Contiene cuatro Domingos y va desde la víspera del primero hasta la víspera de la fiesta de Navidad. b) Tiempo de Navidad En él se conmemora el Nacimiento del Señor y sus primeras manifestaciones. Por eso contiene dos solemnidades centrales: la Navidad (25 de diciembre) y la Epifanía (6 de enero). Entre las dos se sitúa también la solemnidad de Santa María, Madre de Dios (1 de enero). Este tiempo comprende desde la víspera de Navidad hasta el Domingo después de la Epifanía, en que se celebra la fiesta del Bautismo del Señor. c) Tiempo Ordinario Este tiempo no celebra ningún aspecto peculiar del misterio de Cristo, sino todo el misterio de Cristo en su plenitud para conseguir su progresiva asimilación por parte de los fieles. Para eso va presentando sucesivamente los principales acontecimientos de la vida pública de Jesús y la dinámica interna del crecimiento del Reino de Dios en este mundo. Es el tiempo más largo, ya que tiene 33 ó 34 semanas. Pero está dividido en dos partes desiguales. La primera, más corta, abarca desde el lunes posterior al Domingo del Bautismo del Señor hasta el martes anterior al Miércoles de Ceniza. La segunda parte, la más larga, comienza el lunes después del Domingo de Pentecostés y termina la víspera del primer Domingo de Adviento. d) Tiempo de Cuaresma Es una preparación de la celebración de la Pascua. Preparación, primero, para los catecúmenos, que reciben los últimos ritos y una formación intensiva en vistas a los Sacramentos de iniciación que recibirán en la Pascua. Y preparación también para todos los fieles, que, dedicándose con más asiduidad a escuchar la palabra de Dios y a la oración, y mediante la penitencia, se preparan a renovar sus promesas bautismales. Este tiempo va desde el Miércoles de Ceniza hasta el Jueves Santo por la mañana. Sus últimos días, a partir del Domingo de Ramos, forman parte ya de la Semana Santa, que recuerda y celebra la Pasión de Cristo. e) Triduo Pascual Es el punto culminante de todo el año litúrgico porque celebra la Pasión y Resurrección de Cristo. La preeminencia que tiene el Domingo en la semana la tiene la solemnidad de la Pascua en el año litúrgico. Comienza con la Misa vespertina de la Cena del Señor del Jueves Santo, tiene su centro en la Vigilia Pascual y acaba el Domingo de Pascua por la tarde. f) Tiempo Pascual Los cincuenta días que van desde el Domingo de Resurrección hasta el Domingo de Pentecostés se celebran con alegría como si se tratase de un solo y único día festivo, más aún, como «un gran Domingo». Este tiempo es imagen y figura de la Iglesia como tiempo de la presencia del Señor Resucitado. Y, por eso, es también el tiempo sacramental por excelencia; sobre todo, el tiempo de los sacramentos de iniciación. Dura, como ya hemos dicho, desde Pascua hasta Pentecostés. Los ocho primeros días constituyen la octava de Pascua y se celebran como solemnidades del Señor. Y a los cuarenta días de Pascua se celebra la Ascensión del Señor; desde este día hasta Pentecostés, la comunidad se prepara para recibir al Espíritu Santo. g) Otras solemnidades A parte de los Domingos y las fiestas que caracterizan los distintos tiempos litúrgicos, a lo largo del año, la Iglesia celebra otras fiestas con el rango de «solemnidad». Son las siguientes: Inmaculada Concepción (8 de diciembre); Santa María, Madre de Dios (1 de enero); San José (19 de marzo); Anunciación del Señor (25 de marzo); Santísima Trinidad (Domingo después de Pentecostés); Santísimo Cuerpo y Sangre del Señor (Domingo después de la Trinidad); Sagrado Corazón de Jesús (viernes después del Corpus); Natividad de San Juan Bautista (24 de junio); Santos Pedro y Pablo (29 de junio); Santiago Apóstol (para España: 25 de julio), Asunción de la Virgen María (15 de Agosto); Todos los Santos (1 de noviembre); Jesucristo, Rey del universo (último Domingo del Tiempo Ordinario). Además, tienen el rango de solemnidades la fiesta del patrono principal del pueblo o ciudad, la del titular de la iglesia y el aniversario de la dedicación de la misma.
PARA LA REFLEXIÓN Y LA ORACIÓN Este tema nos invita a plantearnos una cuestión importante: ¿cómo celebramos el Domingo nosotros y nuestra familia? Uno de los retos más importantes que tiene hoy la familia es el crear una nueva cultura familiar; porque ciertamente han cambiado muchas cosas en la configuración y en el tipo de relaciones dentro de la familia. Ya no nos sirven muchos de los esquemas que configuraron la familia tradicional. Y los cristianos, que vivimos también en este nuevo mundo, necesitamos esforzarnos por crear una nueva cultura familiar cristiana. La cultura supone una forma de entender la vida familiar, que se plasma en gestos, símbolos, celebraciones, organización del hogar... Y, dentro de todo esto, necesitamos descubrir una nueva forma de celebrar el Domingo, ese día que ha configurado al cristianismo en toda su historia. El tema nos ha proporcionado una rica teología del «día del Señor», pero estos contenidos necesitan trasladarse a la vida. Hacemos algunas sugerencias, pero que quedan abiertas a la creatividad de cada familia: ¡cada familia es tan diferente! a) Día de Dios Es el aspecto fundamental: un día que ofrecemos a Dios, origen, guía y meta de nuestra vida; y se lo ofrecemos juntos. Esto requiere organizar algunas pequeñas celebraciones. Por ejemplo, podríais recuperar el precioso rito del «lucernario»: el sábado al caer la tarde hacéis una reunión de todos los que estáis en casa, encendéis una vela y hacéis una pequeña oración de acción de gracias, o recitáis juntos este himno, joya de la liturgia cristiana antigua:
Otra celebración significativa podría tener lugar en la mesa: bendecir antes de comer; leer un pequeño fragmento de la Escritura, dar gracias a Dios por todos los beneficios concedidos a la familia; acordarse de los familiares necesitados, de los difuntos... También podríais, sobre todo el matrimonio, rezar juntos Laudes y Vísperas; muchos ya lo hacen. Y, si estáis en el campo, es un día muy apropiado para hacer una oración desde la contemplación de la naturaleza. b) Día de familia El trabajo hoy nos dispersa y, muchas veces, nos impide tener suficiente tiempo para las relaciones familiares. El día del Señor debe ser también un día para vivir esta pequeña comunidad tan determinante para nosotros: comer juntos, dar espacio a la conversación tranquila entre los esposos, entre los padres y los hijos, convivir con los mayores. Y todo en un clima de serenidad y alegría: ¡prohibido enfadarse ese día! Porque, a veces, sólo aprovechamos las ocasiones en que estamos juntos para tirarnos los trastos a la cabeza. c) Día de descanso ¿Os habéis dado cuenta que, para muchos, el «fin de semana» es un tiempo de mayor agobio, de más nerviosismo, de más «stress»? El descanso es para nosotros algo sagrado; Dios lo quiere; y lo quiere porque es una necesidad imperiosa del hombre y, además, un signo de su señorío. Por eso es importante que los Domingos sean tranquilos, relajantes, agradables. Si fuera verdad, como dicen algunos, que el hombre moderno ya no sabe descansar, es que ya no sabe ni ser hombre. Porque estamos hechos para el descanso, para experimentar el gozo de vivir. d) Día de la Eucaristía Es el día eucarístico por excelencia: los cristianos antiguos llamaban a la celebración eucarística el «dominicum», el acto dominical por antonomasia. Pero no se trata de ir a Misa de cualquier forma: para cumplir la obligación, buscando la Misa más corta o la que nos venga mejor, en cualquier sitio que nos venga de paso. Es el acto central del día y, por tanto, debe mimarse como tal. Siempre que podamos, debemos ir a «nuestra» comunidad, es decir, a nuestra parroquia, allí donde conocemos al sacerdote y a los cristianos con los que compartimos normalmente nuestra fe y con los que trabajamos juntos. (Ese tipo de cristiano «apátrida», sin comunidad, que suele abundar sobre todo en las ciudades, no lo ha inventado el Evangelio). Y debemos ir a la Eucaristía «parroquial»; sí, a esa que a lo mejor dura un cuarto de hora más, pero que es una Misa festiva, participada, cantada. Porque las Eucaristías rápidas tienen casi siempre más de rápidas que de Eucaristías. PARA LA REUNIÓN DEL EQUIPO Diálogo sobre el tema Hoy vamos a cambiar un poco la dinámica del diálogo. Se supone, claro está, que habéis leído el tema, sobre todo lo referente al Domingo. Lo del Año litúrgico es un complemento importante para vuestra formación, pero que ahora vamos a dejar un poco de lado. El diálogo podría tener tres tiempos: 1.º ¿Qué hacéis normalmente los Domingos? Cada matrimonio que haga un resumen breve... y veraz. 2.º ¿Qué tiene que ver lo que hacemos con todas esas cosas que hemos leído: día del Creador, día del Señor, día de la Iglesia, día del hombre? 3.º ¿Qué se nos ocurre entre todos, en plan muy realista pero valiente, para que nuestros «fines de semana» se parezcan un poco más a un «Domingo»? Palabra de Dios para la oración en común Lectura del libro del Apocalipsis (1,9-15. 17-19; 2,14-17. 19-21). «Yo, Juan, hermano vuestro, que por amor a Jesús comparto con vosotros la tribulación y la espera paciente del reino, me encontraba desterrado en la isla de Patmos por haber anunciado la palabra de Dios y haber dado testimonio de Jesús. Caí en éxtasis un domingo y oí detrás de mí una voz potente, como de trompeta, que decía: --Escribe en un libro lo que veas y mándalo a estas siete iglesias: Efeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea. Me volví para mirar de quién era la voz que me hablaba y al volverme vi siete candelabros de oro, y en medio de los candelabros una especie de figura humana que vestía larga túnica y tenía el pecho ceñido con una banda de oro. Los cabellos de su cabeza eran blancos como la lana y como la nieve; sus ojos eran como llamas de fuego; sus pies como bronce en horno de fundición, y su voz como estruendo de aguas caudalosas. Cuando lo vi, me desplomé a sus pies como muerto, pero él puso su mano derecha sobre mí, diciendo: --No temas, yo soy el primero y el último; yo soy el que vive. Estuve muerto, pero ahora vivo para siempre y tengo en mi poder las llaves de la muerte y del abismo. Escribe, pues, lo que has visto, lo que está sucediendo y lo que va a suceder después de todo esto. Escribe al ángel de la iglesia de Laodicea: --Esto dice el Amén, el testigo fidedigno y veraz, el que está en el origen de las cosas creadas por Dios: --Conozco tus obras y no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero eres sólo tibio: ni caliente ni frío. Por eso voy a vomitarte de mi boca. Además, andas diciendo que eres rico, que tienes muchas riquezas y nada te falta. ¡Infeliz de ti! ¿No sabes que eres miserable, pobre, ciego y desnudo? Yo reprendo y castigo a los que amo. Anímate, pues, y cambia de conducta. Mira que estoy llamando a la puerta. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo. Al vencedor lo sentaré en mi trono, junto a mí, lo mismo que yo también he vencido y estoy sentado junto a mi Padre, en su mismo trono». |
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