DIRECTORIO FRANCISCANO
Temas de estudio y meditación

EL BANQUETE DEL SEÑOR.
ITINERARIO CATEQUÉTICO
SOBRE LA EUCARISTÍA

por Miguel Payá Andrés


Capítulo VI
LA CELEBRACIÓN
Haced esto en memoria mía

¿Cómo celebramos los cristianos la Eucaristía? ¿Por qué la celebramos así? A responder estas preguntas vamos a dedicar los capítulos restantes.

En el presente capítulo, que inicia esta parte importante de nuestra reflexión, vamos a presentar, primero, una visión de conjunto sobre el desarrollo de la celebración. Pero también nos vamos a fijar en las posturas, gestos e incluso vestidos que empleamos. En los capítulos siguientes tendremos ocasión de profundizar en las distintas partes de la celebración.

1. DESARROLLO GENERAL DE LA CELEBRACIÓN

a) Los ritos litúrgicos

Los cristianos llevamos veinte siglos celebrando la Eucaristía, desde culturas y con lenguas muy diferentes, en situaciones históricas también muy distintas. No es extraño que nos encontremos con una gran pluralidad de modos de celebrarla.

Durante los cuatro primeros siglos, parece que la liturgia de la Eucaristía era más bien improvisada, aunque seguía unos esquemas básicos que tenían como fuente la tradición judía y, sobre todo, los textos institucionales del Nuevo Testamento. Fue una época de una gran creatividad, en la que los pastores componían los textos litúrgicos pensando concretamente en una determinada comunidad cristiana y, además, para una fecha específica.

Pero, a partir del siglo V, se van perfilando las grandes familias litúrgicas, con unos rituales más fijos y que permiten la composición de libros litúrgicos. Estas familias litúrgicas nacen en las grandes sedes patriarcales de la Iglesia, que son, a la vez, potentes centros culturales del Imperio Romano. En cada una de estas sedes se irá configurando una manera propia de celebrar, que, en alguno de los casos, se subdividirá además con el tiempo. De este modo, surgirán lo que llamamos «ritos», que son tradiciones litúrgicas autónomas y diferentes, con su propia lengua, sus propios libros y su propia estructura de la celebración.

Los ritos que actualmente subsisten, agrupados en torno a la sede de la que nacieron, son los siguientes:

Roma: rito latino.

Constantinopla: rito bizantino.

Alejandría: rito copto.

Antioquia: ritos siríaco-caldeo, siríaco-antioqueno o jacobita, armenio, maronita y malabar.

Además, hay que tener en cuenta que, en el Occidente que pertenece al patriarcado romano, llegaron a existir algunos ritos diferentes del romano. Algunos, con el tiempo, dejaron de tener vigencia como consecuencia de los avatares históricos: tal es el caso del rito afro-latino y del galicano. Pero otros han conseguido llegar hasta nuestros días, aunque su ámbito de uso sea muy reducido: son el rito ambrosiano de Milán y el hispano-mozárabe, el rito de la Iglesia visigoda que se utiliza en algunas iglesias de Toledo y, excepcionalmente, en otros lugares de España.

«La santa Madre Iglesia concede igual derecho y honor a todos los ritos legítimamente reconocidos y quiere que en el futuro se conserven y fomenten» (Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 4).

Los cristianos de España, desde el siglo IX en que dejó de utilizarse el rito hispánico, celebramos la Eucaristía según el rito romano o latino. Por eso el misal que utilizamos se llama «Misal Romano».

b) Estructura de la celebración

Resulta sorprendente que, a pesar de la gran diversidad de ritos, la estructura fundamental de la celebración eucarística sea en todos la misma y, además, muy sencilla y lógica. Y es que los cristianos siempre hemos querido ser fieles al recuerdo de lo que hizo el Señor Jesús la noche antes de morir:

1.º Se reunió con sus discípulos.

2.º Tuvo con ellos una conversación importante. Los evangelistas Lucas, y sobre todo Juan, nos lo atestiguan.

3.º Celebró con ellos la cena pascual en la que instituyó la Eucaristía.

4.º Se dirigieron después a los escenarios donde tuvo lugar la pasión y la muerte de Jesús, es decir, el acontecimiento que constituye el verdadero contenido de la Eucaristía.

Aún podíamos simplificarlo más: aquella noche Jesús nos habló y se nos dio. Con ello siguió y llevó a plenitud las dos operaciones que ha hecho Dios desde que comenzó a revelársenos a los hombres: nos ha hablado y ha actuado a favor nuestro. El amor de Dios siempre se nos ha manifestado en palabras y en obras. Porque así es como amamos los hombres; Dios, para que lo entendiéramos, ha querido adaptarse a nuestra manera de ser y de obrar. De ahí que la celebración eucarística tenga una configuración tan parecida a la de cualquier comida nuestra con amigos.

Cuando Jesús, ya Resucitado, se vuelva a encontrar con sus discípulos, en la escena de Emaús (cf. Lc 24,13-35), la estructura del encuentro será muy similar: se pone a caminar con ellos, entabla con ellos una conversación, y después se sienta a la mesa con ellos para partir el pan. Lo único que cambia es el final: ya no se dirigen a la pasión, sino a ser testigos de la resurrección. Y cuando, unos veinticinco años después, Pablo celebre la Eucaristía con la comunidad de Tróade, volveremos a encontrarnos con los mismos elementos: «El primer día después del sábado nos reunimos para la fracción del pan. Pablo, que tenía que irse al día siguiente, les estuvo hablando y prolongó el discurso hasta media noche..., después partió el pan y, una vez que hubo comido, continuó conversando largo rato hasta que se hizo de día. Después se marchó» (Hch 20,7-11).

Desde el principio, pues, tenemos atestiguadas las dos partes fundamentales de la celebración eucarística, la conversación y la comida. Y estas dos partes están encuadradas entre dos momentos lógicos, la reunión y la despedida. Pero, ¿cómo se desarrollan estas dos partes principales?

Los mismos textos de los Evangelios nos dan algunas pistas. En cuanto a la conversación, en la escena de Emaús se nos dice que Jesús «empezando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que decían de él las Escrituras» (Lc 20,27). Es decir, Jesús explica su obra a la luz de los textos del Antiguo Testamento. Y, en cuanto a la comida, todos los textos institucionales coinciden, casi machaconamente, en referirnos cuatro acciones de Jesús: «tomó el pan, dio gracias, lo partió y se lo dio». Tenemos así configurado el núcleo fundamental de la celebración de la Eucaristía, que se repetirá invariablemente a través de los siglos.

Para comprobarlo, podemos aducir el testimonio más antiguo que tenemos después de los escritos del Nuevo Testamento. Hacia la mitad del siglo II, el filósofo cristiano san Justino envía al emperador Antonino Pío su Apología en defensa de los cristianos. En esta obra describe así la celebración eucarística (Apología 1, 65 y 67):

«El día que se llama del sol tiene lugar la reunión en un mismo sitio de todos los que habitan en la ciudad o en el campo.

»Se leen las memorias de los apóstoles y los escritos de los profetas, tanto tiempo como es posible. Cuando el lector ha terminado, el que preside toma la palabra para incitar y exhortar a la imitación de tan bellas cosas. Seguidamente nos levantamos todos a una y elevamos nuestras preces. Cuando termina esta oración nos besamos unos a otros.

»Luego se lleva al que preside... pan y una copa de agua y vino mezclados.

»El presidente los toma y eleva alabanza y gloria al Padre del universo, por el nombre del Hijo y del Espíritu Santo y da gracias largamente porque hayamos sido juzgados dignos de estos dones. Cuando terminan las oraciones y las acciones de gracias todo el pueblo presente pronuncia una aclamación diciendo: Amén.

»Cuando el que preside ha hecho la acción de gracias y el pueblo le ha respondido, los que entre nosotros se llaman diáconos distribuyen a todos los que están presentes pan, vino y agua "eucaristizados" y los llevan a los ausentes».

¡Dieciocho siglos después!, el relato de san Justino coincide fundamentalmente con la estructura de nuestra celebración actual, que tiene las siguientes partes:

1.ª La comunidad se reúne: los Ritos iniciales intentan constituir la asamblea, concienciándola, ya desde el primer momento, de ser una comunidad celebrante y preparándola para toda la celebración.

2.ª La comunidad celebra la palabra de Dios: en la Liturgia de la Palabra se proclaman las lecturas del Antiguo Testamento, de los Apóstoles y de los Evangelios, se canta un salmo y se prosigue con la homilía, la profesión de fe y la oración universal.

3.ª La comunidad celebra sacramentalmente la Eucaristía: en la Liturgia Eucarística se presentan los dones («tomó pan»), se hace la plegaria eucarística («dio gracias») y comulgamos del Cuerpo y la Sangre de Cristo («lo partió y se lo dio»).

4.ª La comunidad se despide: con el Rito de conclusión se disuelve la asamblea como tal y todos volvemos a nuestro quehacer, enviados a la misión en medio del mundo.

2. POSTURAS Y GESTOS LITÚRGICOS

a) El cuerpo del hombre en la celebración

El hombre está compuesto de espíritu y cuerpo, íntimamente unidos como dos elementos de un solo y mismo ser. Por eso, no hay sentimiento auténtico que no se traduzca espontáneamente por medio de la actitud corporal o el gesto; y, a su vez, la actitud y el gesto producen un compromiso tal de todo el hombre, que expresan, intensifican o incluso provocan la actitud interior.

Y esto afecta también a nuestra relación con Dios y a nuestro culto. Porque nos relacionamos con Dios desde lo que somos. Un culto puramente espiritual sería inhumano y, además, imposible. Además, para nosotros los cristianos, el cuerpo está destinado a la resurrección, se ha convertido en templo del Espíritu Santo por el bautismo y se alimenta de la Eucaristía. Es decir, Dios se amolda a nuestra manera de ser y actúa también en nosotros encarnando su acción en signos visibles. Jesús utilizó gestos para obrar milagros que hubiera podido realizar con una sola palabra. Y todos los sacramentos se realizan sobre el cuerpo para santificar el alma. Por eso, en la Eucaristía, Dios se nos ofrece a través de signos visibles, el pan y el vino, y nuestro cuerpo participa en ella a través de una serie de posturas, gestos y acciones corporales que traducen nuestras actitudes y sentimientos internos.

Pero el cuerpo, además de servir para expresarnos, y precisamente por ello, es también el instrumento de nuestra comunicación con los otros. La Eucaristía es esencialmente comunitaria, es decir, necesita la unanimidad de los corazones. Pero esta unanimidad espiritual no la podemos conseguir sin gestos comunes, comprensibles por todos, es decir, sin la comunicación a través del cuerpo.

b) Posturas litúrgicas

1. De pie: es la postura litúrgica fundamental, porque tiene un significado muy rico:

a) Ante todo, y en su sentido más natural, es signo de respeto: nos ponemos de pie ante una persona que queremos honrar. Por eso nos ponemos de pie a la entrada y salida del celebrante y durante la proclamación del evangelio.

b) Es también la postura normal de la oración, tanto judía como cristiana. Por eso el presidente y los fieles estamos de pie durante las oraciones solemnes.

c) Es la postura pascual por excelencia: como Cristo nos ha liberado del pecado y de la muerte, ya no somos esclavos, sino hijos que se acercan a Dios con una gran confianza. Por eso la liturgia antigua prohibía arrodillarse los domingos.

d) Es también la postura de los que esperan la bienaventuranza eterna, porque es la actitud de acción de gracias de los elegidos en el cielo: «Miré y vi una muchedumbre enorme que nadie podía contar..., estaban de pie delante del trono y del Cordero» (Ap 7,9).

2. De rodillas: es la otra postura cristiana para la oración, que tiene también dos sentidos diferentes:

a) Es postura de humildad y arrepentimiento, para reconocer que el pecado nos ha derribado por tierra. Por eso la utilizamos para actos y momentos de penitencia.

b) Pero es también actitud de reconocimiento de la grandeza de Dios y de petición. En este sentido la utilizaron los apóstoles: «Pedro echó a todos fuera, se arrodilló y oró» (Hch 9,40). «Cuando terminó de hablar (Pablo), se puso de rodillas y oró con todos ellos» (Hch 20,36). Por eso los cristianos la utilizamos mucho en la oración individual. En la Eucaristía sólo la utilizamos en el momento de la consagración.

3. Postrados: en nuestra liturgia actual es más bien una postura excepcional. Pero tiene un significado profundo con una doble vertiente: como es un signo de total entrega personal a Dios, sirve para destacar la importancia que se le quiere conceder a la oración, es decir, indica una súplica solemne. Por eso aparece en la Biblia en momentos culminantes: cuando Abrahán acepta la alianza con Dios (cf. Gén 17,3); cuando Moisés intercede por el pueblo (cf. Dt 9,18); en la renovación de la alianza después del destierro (cf. Neh 8,6); en la dedicación del templo después de la profanación (cf. 2 Mac 10,4). Y, sobre todo, según el testimonio de los Evangelios, es la actitud que adoptó Jesús en Getsemaní para aceptar la voluntad del Padre (cf. Mt 26,39; Mc 14,35; Lc 22,41). Actualmente, en las órdenes sagradas (de obispo, de presbítero y de diácono), los candidatos se postran mientras se cantan las letanías de los santos. Y lo mismo hace el sacerdote al principio de la Liturgia del Viernes Santo. Sin embargo, esta actitud es utilizada con más frecuencia en las costumbres orantes de algunas congregaciones monásticas y religiosas, e incluso en la oración privada de muchos cristianos.

4. Sentados: es, en primer lugar, la postura de quien enseña. En la introducción del Sermón del Monte nos dice el evangelista: «Al ver a la gente, Jesús subió al monte, se sentó y... comenzó a enseñarles con estas palabras» (Mt 5,1-2); nos quiere presentar a Jesús como el Maestro supremo. El obispo preside y habla desde su sede (cátedra) como maestro auténtico de la comunidad cristiana.

Pero, a la vez, estar sentado es la postura de quien escucha, como María de Betania que, sentada a los pies del Señor, escucha su palabra (cf. Lc 10,39). Por eso los fieles se sientan para escuchar todas las lecturas (excepto el evangelio), los cantos de meditación, la predicación. Y también pueden hacerlo durante el silencio meditativo después de la comunión.

5. Ir en procesión: es una súplica solemne que se expresa en una marcha festiva, acompañada de cantos, hacia un lugar que constituye la meta. Aunque es una forma de culto común a todas las religiones, para los cristianos es signo y manifestación del carácter esencialmente peregrinatorio del pueblo de Dios.

En toda celebración eucarística existen desplazamientos que son actos procesionales: la procesión de entrada de los celebrantes y sus ministros, la procesión del evangelio, la de las ofrendas, la procesión de los fieles para recibir la comunión. Pero, además, hay otras procesiones extraordinarias, vinculadas a determinadas fiestas: la de las candelas en la fiesta de la Presentación del Señor, la del Domingo de Ramos, el traslado del Santísimo al monumento el Jueves Santo, la de la adoración de la Cruz el Viernes Santo, la de la noche de Pascua detrás del Cirio pascual, la de Corpus, la de las rogativas. Y fuera de la liturgia, la piedad popular ha creado muchas otras, en honor del Señor, de la Virgen y de los Santos.

6. Las manos levantadas y extendidas: ésta era la postura normal que expresaba la actitud orante en el pueblo judío: así oró Moisés (cf. Ex 17,9-14). Los cristianos le cambiamos la significación: para nosotros es un recuerdo de que Jesús nos salvó levantando sus manos en la cruz. En los primeros siglos era la actitud de oración común a todos los cristianos, como aparece en los orantes de las Catacumbas romanas. Actualmente sólo la emplea el sacerdote en las oraciones presidenciales y en la plegaria eucarística. Aunque algunos cristianos la emplean también en la oración privada.

7. El silencio: El Vaticano II, al enumerar los elementos de la participación activa de los fieles, añade: «Guárdese, además, a su debido tiempo, un silencio sagrado» (Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 30). El silencio permite meditar la palabra de Dios y es también expresión de admiración, adoración, y del sentido de la grandeza de Dios, que no podemos expresar con palabras. Concretamente, en la Eucaristía, tiene la función importante de ayudarnos a personalizar la oración comunitaria. Por eso se prescribe para después de la invitación a la oración que hace el sacerdote. Y se aconseja también para después de la homilía y después de haber recibido la comunión.

c) Gestos litúrgicos

1. La señal de la cruz: en el bautismo somos marcados con la señal de la cruz en la frente, como signo de nuestra pertenencia a Cristo. De ahí que, cada vez que repetimos este gesto, queramos renovar nuestra condición de cristianos. Y, además, este significado se ha enriquecido al unírsele una confesión trinitaria: En el nombre del Padre...

En la Eucaristía nos sirve de gesto de comienzo, para tomar conciencia de lo que somos y de que estamos en presencia de la Trinidad. Después lo repetimos tres veces, sobre la frente, sobre los labios y sobre el corazón, antes de escuchar el evangelio, con el rico simbolismo de que la palabra de Jesús penetre en nuestra inteligencia y en nuestro corazón, y de que seamos capaces de proclamarla con nuestros labios. Y, finalmente, el celebrante lo emplea como gesto de bendición.

2. El golpe de pecho: es un signo de arrepentimiento y humildad, como el del publicano de la parábola (Lc 18,3), o de los testigos de la crucifixión (Lc 23,45). Podemos emplearlo opcionalmente al decir las palabras «por mi culpa» en el «Yo confieso» del acto penitencial.

3. La inclinación: es un signo de veneración. Hay dos clases de inclinaciones: de cabeza y de cuerpo, o inclinación profunda.

El sacerdote hace inclinación de cabeza siempre que nombra a las tres divinas Personas, al nombre de Jesús, de la Virgen María y del santo en cuyo honor se celebra la Eucaristía.

La inclinación de cuerpo la hace el sacerdote para saludar al altar al principio y al final de la celebración, si no está presente en él el Santísimo Sacramento, para la consagración y mientras recita algunas oraciones que subrayan la humildad del orante. Y todos nos debemos inclinar profundamente durante la profesión de fe, a las palabras: «Y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre», y durante la bendición final, cuando se emplea la fórmula solemne.

4. La genuflexión: es siempre un signo de adoración a Jesucristo presente en la Eucaristía. Por eso el celebrante hace este gesto después de la elevación del pan consagrado, después de la elevación del cáliz y antes de la comunión. Además, si el Sagrario está en el altar donde se celebra, hace también genuflexión al principio y al final de la celebración, y siempre que pasa delante de él. Los fieles, por su parte, deben hacer genuflexión al entrar en el templo y al salir, si el Sagrario está en el altar mayor o en otro lugar del presbiterio

5. El beso: en la liturgia el beso es un signo importante de reverencia. Por eso, sólo se besan aquellas cosas que representan a Cristo de una forma especial. El sacerdote besa el altar al principio y al final de la celebración, y besa el libro después de la lectura del Evangelio. También todos besamos la cruz el Viernes Santo.

3. VESTIDOS E INSIGNIAS LITÚRGICOS

a) Significado de las vestiduras litúrgicas

El vestido para el hombre nunca ha tenido un valor puramente utilitario: protegernos del frío o del calor y cubrir nuestra desnudez. Ya desde las culturas más primitivas, el vestido ha tenido también un valor simbólico: ha servido para distinguir diferentes maneras de ser (hombre o mujer), diferentes actividades del hombre y, sobre todo, para señalar su función o rango social. Todos nos vestimos de diferente manera según seamos varones o mujeres. Todos llevamos diferente vestido en el trabajo, en el ocio y en los actos sociales. Y todos conocemos los uniformes de determinadas profesiones.

Los cristianos utilizamos desde el principio el simbolismo del vestido. San Pablo dice: «Todos los que habéis sido bautizados en Cristo, habéis sido revestidos de Cristo (Gál 3,27); emplea el simbolismo del vestido para designar la nueva vida, el nuevo ser que hemos recibido. No es extraño, pues, que en la liturgia del bautismo entrara muy pronto la imposición simbólica del nuevo vestido, signo de la nueva vida. Aún hoy se nos dice en el bautismo: «Recibe esta vestidura blanca. Consérvala sin mancha hasta la vida eterna». El recuerdo de este uniforme del cristiano, se hará presente en la liturgia eucarística en el alba, que llevan todos los ministros que actúan en ella, en la túnica o velo blanco que llevará el adulto bautizado en la Eucaristía de su iniciación, y, opcionalmente y según la costumbre, en el traje de los niños en su Primera Comunión y de la novia en el sacramento del Matrimonio.

Pero el uso de vestidos especiales para la celebración se ha concentrado sobre todo en los ministros que actúan en ella, y especialmente en los ministros ordenados, para recordar a la comunidad y a ellos mismos lo que son y la función especial que desempeñan: representantes de Cristo Cabeza, capacitados para actuar «in persona Christi». Al principio, esos vestidos eran los comunes en la vida civil, aunque no los ordinarios sino los más dignos que utilizaban los ciudadanos acomodados en las fiestas, para destacar la importancia de la función litúrgica. Pero en la Edad Media, desde el siglo VIII al XII, los vestidos se fueron «sacralizando», es decir, se convirtieron en vestidos exclusivos para la liturgia. Desde esa época, las vestiduras e insignias litúrgicas se han mantenido casi invariables, aunque la reforma del Vaticano II las ha simplificado y ha introducido un criterio de austeridad: «Es más decoroso que la belleza y nobleza de cada vestidura se busque no en la abundancia de los adornos sobreañadidos, sino en el material que se emplea y en su corte» (Ordenación General del Misal Romano, 305).

b) Vestiduras litúrgicas actuales

La Ordenación General del Misal Romano determina las siguientes (cf. Ordenación General del Misal Romano, 298-306):

1. Todos los ministros, de cualquier grado, vestirán el alba, con o sin cíngulo.

2. El obispo, sobre el alba, llevará la estola alrededor del cuello y pendiendo sobre el pecho, y la casulla. Usará, además, las insignias exclusivas de su rango: el anillo y, en determinados momentos de la celebración, el báculo y la mitra.

3. El sacerdote, como el obispo, vestirá alba, estola y casulla. Los sacerdotes concelebrantes podrán usar solamente el alba y la estola.

4. El diácono vestirá alba, estola cruzada sobre el pecho desde el hombro izquierdo hasta el lado del tronco, y dalmática.

c) Los colores litúrgicos

El rito latino utiliza en las vestiduras litúrgicas distintos colores para «expresar con más eficacia, aún exteriormente, tanto las características de los misterios de la fe que se celebran como el sentido progresivo de la vida cristiana a lo largo del año litúrgico» (Ordenación General del Misal Romano, 307).

En concreto, son los siguientes (cf. Ordenación General del Misal Romano, 308):

1. El blanco: se usa en el Tiempo Pascual y de Navidad, en las fiestas del Señor, que no sean de su Pasión, y en las fiestas de la Virgen María y de los santos no mártires.

2. El rojo: en el Domingo de Pasión, el Viernes Santo, el Domingo de Pentecostés, y las fiestas de los Apóstoles, los Evangelistas y los santos mártires.

3. El verde: en el Tiempo Ordinario.

4. El morado: en los Tiempos de Adviento y Cuaresma. Puede utilizarse también en las Misas de difuntos.

5. El negro: puede utilizarse en las Misas de difuntos.

6. El rosa: puede emplearse en los Domingos III de Adviento y IV de Cuaresma.

7. El azul: por privilegio de la Santa Sede, concedido en 1864, se puede utilizar en España en la fiesta de la Inmaculada Concepción.

PARA LA REFLEXIÓN Y LA ORACIÓN

El cristianismo es la religión más «encarnada», más «humana». Y la razón es clara: creemos que Dios se hizo hombre. Dios se comunica con nosotros con palabras y gestos humanos y quiere que nosotros nos relacionemos con él también como lo que somos, espíritu y cuerpo. Las dos cosas suceden en la Eucaristía, encuentro fundamental entre él y nosotros: lo acabamos de ver en ese ritual admirable en que lo invisible de Dios se encarna en lenguaje y gestos humanos, y nuestras actitudes interiores se traducen en posturas y gestos corporales.

Ahora bien, la Eucaristía, principal acto de culto de nuestra fe, debe ser el modelo paradigmático de nuestra oración personal y conyugal. Ante todo nos debe inspirar las grandes actitudes y formas de oración. Pero también su estructura y la participación de nuestro cuerpo. Os propongo, pues, que este mes os dediquéis a «eucaristizar» vuestra oración. Ya lo hicisteis en el segundo capítulo respecto a las actitudes orantes. Ahora lo podéis hacer respecto a la estructura y las posturas y gestos corporales.

Podríais organizar vuestros actos de oración, personales y conyugales, en estos cuatro momentos:

1.º Os presentáis ante el Señor: Podéis comenzar haciendo la señal de la cruz. Después, un ratito de silencio para tomar conciencia de su presencia. Luego alguna palabra de saludo: «Bendito seas, Padre», «Hola, Señor», «Vengo con gusto a tu presencia»... Y una invocación al Espíritu: «Enséñame a orar». Os puede servir para entrar en oración la postura más rara pero también más humilde y respetuosa: de rodillas.

2.º Le escucháis y le habláis: Os sentáis y hacéis la señal de la cruz sobre vuestra frente, boca y corazón. Leéis un fragmento de la Sagrada Escritura; podéis tomarlo de la liturgia del día o elegirlo a vuestro arbitrio. Después os quedáis en silencio rumiándolo: «¿Qué me quieres decir a mí con esto?». A continuación, Dios espera de ti, o de vosotros, la aceptación: «Hágase en mí según tu palabra». Y, como esto no puede suceder si él no os ayuda, hace falta también un momento de petición: «Ayúdame». Si te nace, hazla con las manos extendidas hacia arriba.

3.º Le dais gracias y os ofrecéis: Dadle gracias primero por los dones fundamentales, sobre todo por su amor hacia vosotros; y también por los dones más diarios, por los que estáis recibiendo ahora. Y, en respuesta, decidle que queréis corresponder a su amor haciendo su voluntad y tratando bien a sus hijos. Si la oración es personal, podríais hacer esta parte de pie y con las manos extendidas. Si es conyugal, podéis permanecer sentados, porque lo anterior os podría parecer un poco «teatral».

4.º Os despedís del Señor: Vais a volver a la vida habitual. Haced un pequeño acto de acción de gracias por lo que ha sucedido en la oración y ofrecedle vuestra disponibilidad para seguir siendo hijos de Dios y enviados por él en todas las circunstancias de la vida. Al final, podéis repetir la señal de la cruz.

Este tema se presta, además, para plantearse otra cuestión importante: «¿Utilizamos bien nuestro cuerpo para manifestarnos nuestro amor conyugal?». Me refiero a si hay entre vosotros suficientes gestos de cariño, detalles, caricias. Pero también a las relaciones más íntimas: «¿Expresa bien nuestra relación sexual el respeto, la generosidad, la entrega al otro, la actitud de servicio que caracterizan, o deben caracterizar, a nuestro amor?». Sería importante tener un diálogo sobre este tema.

PARA LA REUNIÓN DEL EQUIPO

Diálogo sobre el tema

Podría versar sobre los siguientes puntos:

1.º Comprobar si hemos captado todos el significado de las cuatro partes de la celebración y las actitudes que se nos piden en cada una de ellas. Porque esto es lo que nos evitará acudir a las celebraciones sólo como espectadores.

2.º ¿Damos importancia y cuidamos suficientemente las posturas y gestos en la celebración, o nos parece que es un elemento insignificante?

3.º Podemos dialogar también sobre la importancia del cuerpo en nuestra relación conyugal: apariencia limpia y agradable, gestos de cariño, estilo de nuestra relación sexual...

Palabra de Dios para la oración en común

Lectura del libro del Apocalipsis (7,9-17).

«Después de esto, miré y vi una muchedumbre enorme que nadie podía contar. Gentes de toda nación, raza, pueblo y lengua; estaban de pie delante del trono y del Cordero. Vestían de blanco, llevaban palmas en las manos y clamaban con voz potente, diciendo:

A nuestro Dios,
que está sentado en el trono,
y al Cordero, se debe la salvación.

Y todos los ángeles que estaban de pie alrededor del trono, alrededor de los ancianos y de los cuatro seres vivientes, cayeron rostro a tierra delante del trono y adoraron a Dios, diciendo:

Amén. Alabanza, gloria, sabiduría,
acción de gracias, honor,
poder y fuerza a nuestro Dios
por los siglos de los siglos. Amén.

Entonces uno de los ancianos tomó la palabra y me preguntó:

--Estos que están vestidos de blanco, ¿quiénes son y de dónde han venido?

Yo le respondí:

--Tú eres quien lo sabe, Señor.

Y él me dijo:

--Estos son los que vienen de la gran tribulación, los que han lavado y blanqueado sus túnicas en la sangre del Cordero. Por eso están ante el trono de Dios, le rinden culto día y noche en su templo, y el que está sentado en el trono habitará con ellos. Ya nunca tendrán hambre ni sed, ni caerá sobre ellos el calor agobiante del sol. El Cordero que está en medio del trono los apacentará y los conducirá a fuentes de aguas vivas, y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos».

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