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EL
BANQUETE DEL SEÑOR. por Miguel Payá Andrés |
Capítulo IX 1. EL RITO DE CONCLUSIÓN La conclusión de la celebración eucarística es sobria y sencilla, pero preñada de sentido. Consta de unos elementos fijos u obligatorios y de otros opcionales, según el criterio del presidente y las necesidades o conveniencias de la comunidad. a) Elementos obligatorios Saludo del sacerdote. Como al principio de la celebración, antes de leer el Evangelio y al comienzo de la plegaria eucarística, se produce de nuevo un saludo mutuo entre el sacerdote y la asamblea, que resalta la presencia en ambos de Cristo resucitado. Bendición sacerdotal. El sacerdote bendice a los fieles asistentes, bien con una fórmula ordinaria o con otra más solemne. La ordinaria consiste en trazar sobre ellos la señal de la cruz invocando a la Santísima Trinidad. En la fórmula solemne, antes de trazar la señal de la cruz, el sacerdote expresa algunos deseos de bendición, a los que la asamblea responde «Amén»; o bien, sobre todo en Cuaresma, el sacerdote dice una llamada «oración sobre el pueblo». Despedida. Con las palabras «Podéis ir en paz», u otras similares, el sacerdote, o el diácono, disuelve la asamblea para que cada uno vuelva a sus quehaceres. Todos responden: «Demos gracias a Dios». Beso del altar. Este gesto, con el que se abrió y se cierra la celebración, es un signo de reverencia a Cristo y a la comunión de los santos, simbolizados por el altar. b) Elementos opcionales Avisos. Antes del saludo que da paso a la bendición, el presidente u otra persona pueden hacer los avisos o advertencias oportunas para la vida de la comunidad. Monición de despedida. Antes también del saludo, el sacerdote o un monitor pueden hacer alguna monición, sobria, esencial y cordial, para invitar a llevar a la vida ordinaria lo que se ha celebrado. Canto final. En principio, no está previsto por la liturgia ningún canto final. Pero puede sonar el órgano, salvo en Cuaresma, o puede cantarse alguna antífona mariana, como se hace en la Liturgia de las Horas al finalizar Completas. Y tampoco resulta inoportuna la costumbre que se ha introducido en muchas comunidades de acabar con un canto, que exprese el agradecimiento, la alabanza o la misión a la que aboca la Eucaristía. El instinto del pueblo cristiano le lleva muchas veces a terminar cantando lo que comenzó de la misma manera. 2. LA EUCARISTÍA,
El final de la celebración de la Eucaristía nos invita a recordar las relaciones entre Eucaristía y vida cristiana, y entre Eucaristía y misión. En efecto, antes de enviar a sus discípulos a predicar el Evangelio y a testimoniar la Resurrección por el mundo, Cristo levantó las manos y los bendijo (cf. Lc 24,50). Y eso mismo es lo que hace el sacerdote al final de la celebración. La bendición es el eslabón que une la celebración eucarística con el resto de la vida cristiana. Nos hemos encontrado con Cristo resucitado; ahora se trata de ser testigos de su resurrección en el mundo. Hemos escuchado su palabra; ahora nos toca transmitirla a los demás. Hemos recibido el Pan que da la vida; ahora vamos a vivir la vida nueva. Nos hemos reunido como hermanos; ahora nos dispersamos para ser hermanos de todos los hombres. Hemos alabado a Dios con nuestras oraciones y con nuestros cantos; ahora vamos a convertir nuestra vida ordinaria en una alabanza continua a Dios. Nos hemos asociado a la entrega total de Cristo al Padre y a los hombres; ahora vamos a verificar esta entrega con todas nuestras obras. Profundicemos, pues, en estas relaciones, en las que se descubre toda la eficacia, para nosotros y para el mundo, de este encuentro privilegiado con Cristo que es la Eucaristía. Así descubriremos el último sentido de lo que instituyó Jesús y evitaremos concepciones puramente «piadosas» o «intimistas» de este gran sacramento. a) La Eucaristía nos transforma y compromete
1) La Eucaristía acrecienta y exige nuestra unión con Cristo. Dijo el Señor: «Quien come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él. Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí» (Jn 6,56-57). La Eucaristía causa, pues, una doble inhabitación, Jesús en mí y yo en él, y una compenetración que me permite ser como una prolongación o imagen transparente de Jesús: «Podemos decir que no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros... En la comunión eucarística se realiza de manera sublime que Cristo y el discípulo "estén" el uno en el otro: "Permaneced en mí, como yo en vosotros" (Jn 15,4)» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 22). Y esta misma gracia me exige esforzarme por seguir e imitar a Jesús, para que pueda decir cada día con mayor verdad: «Ya no soy yo quien vivo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). 2) La Eucaristía nos separa del pecado. Cada vez que anunciamos la muerte del Señor, anunciamos también el perdón de los pecados. Porque el cuerpo de Cristo es entregado por nosotros y su sangre es «derramada por muchos para el perdón de los pecados». Al unirnos a Cristo, la Eucaristía nos purifica de los pecados cometidos y nos preserva de futuros pecados. Borra los pecados veniales y nos preserva de futuros pecados mortales. Pero esto nos exige, en primer lugar, acercarnos a ella con un ánimo sincero de conversión, con un arrepentimiento eficaz de los pecados, que, en el caso de los mortales, debe expresarse en el sacramento de la Penitencia. Y, en segundo lugar, nos exige cooperar con la gracia purificadora que en ella recibimos, esforzándonos por evitar todo lo que contradice la voluntad de Dios sobre nosotros. 3) La Eucaristía nos une más estrechamente al Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Dice también san Pablo: «Porque aun siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan» (1 Cor 10,17). La Eucaristía renueva, fortifica y profundiza nuestra incorporación a la Iglesia realizada por el Bautismo; hasta el punto que podemos afirmar que la Eucaristía hace la Iglesia. Es decir, nos introduce con mayor plenitud en la «comunión de los santos», esa solidaridad misteriosa que crea el Espíritu entre todos los hijos de Dios; y, además, nos capacita para trasparentar esa comunión en una vida auténtica de fraternidad cristiana. Pero esto nos exige también intensificar nuestros esfuerzos para actuar esa fraternidad, en dos niveles. Primero, responsabilizándonos de nuestros hermanos más cercanos, teniendo hacia ellos una actitud de servicio, manteniendo la unidad a todos los niveles, trabajando juntos por el Reino de Dios y siendo capaces de perdonar. Y, en segundo lugar, manteniéndonos en sintonía con toda la Iglesia: la participación en la Eucaristía nos exige estar en comunión con el propio Obispo y con el Romano Pontífice; y, a través de ellos, con todas las comunidades católicas (cf. Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 39). Más aún, la Eucaristía nos exige orar y trabajar para que llegue un día en que, todos los que creemos en Cristo, seamos un solo cuerpo y un solo espíritu (cf. Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 43). Resumiendo, como dice el Papa, «la Eucaristía crea comunión y educa para la comunión» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 40). Además, este papel de sacramento de unidad que tiene la Eucaristía, resulta especialmente necesario en las condiciones en que vivimos muchos cristianos hoy: «Estamos entrando en un milenio que se presenta caracterizado por un profundo entramado de culturas y religiones incluso en países de antigua cristianización. En muchas regiones los cristianos son, o lo están siendo, un "pequeño rebaño" (Lc 12,32). Esto les pone ante el reto de testimoniar con mayor fuerza, a menudo en condiciones de soledad y dificultad, los aspectos específicos de su propia identidad. El deber de la participación eucarística, congregando semanalmente a los cristianos como familia de Dios en torno a la mesa de la Palabra y del Pan de vida, es también el antídoto más natural contra la dispersión. Es el lugar privilegiado donde la comunión es anunciada y cultivada constantemente» (Juan Pablo II, Novo millenio ineunte, 36). 4) La Eucaristía capacita y exige reconocer a Cristo en los más necesitados. San Pablo reñía a los corintios porque, cuando se reunían para celebrar la Eucaristía, eran incapaces de compartir sus bienes: «Mientras uno pasa hambre, el otro se emborracha» (1 Cor 11,21). La Eucaristía es la fuente de la caridad, porque celebra y comunica el amor de Jesús. Por eso nos capacita para imitar la preferencia de Jesús por los más pobres y, al mismo tiempo, nos exige que sepamos descubrirle en ellos, según las mismas palabras del Señor: «Os aseguro que cuando lo hicisteis con uno de éstos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Todos los cristianos de hoy, y especialmente los que vivimos en sociedades ricas (¡que somos los menos!), necesitamos recordar una página de oro de la literatura cristiana del siglo IV: «¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo encuentres desnudo en los pobres, ni lo honres aquí en el templo con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez. Porque el mismo que dijo: "esto es mi cuerpo", y con su palabra llevó a realidad lo que decía, afirmó también: "Tuve hambre y no me disteis de comer", y más adelante: "Siempre que dejasteis de hacerlo a uno de estos pequeñuelos, a mí en persona lo dejasteis de hacer"... ¿De qué serviría adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre? Da primero de comer al hambriento, y luego, con lo que te sobre, adornarás la mesa de Cristo» (San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de Mateo, 50, 3-4). Toda la caridad asistencial y promocional de los cristianos, y, como veremos en seguida, todos nuestros esfuerzos por cambiar las estructuras injustas para lograr una «civilización del amor», son exigencias de la Eucaristía y en ella encuentran la fuerza y la motivación. 2. La Eucaristía nos envía
1) La Eucaristía, contenido del Evangelio. Ante todo hay que decir que la Eucaristía contiene el núcleo central del Evangelio: la salvación de Dios ofrecida en Cristo. En ella se nos comunica toda la obra salvífica de Cristo, culminación y realización suprema del plan divino sobre el hombre. De ahí que la Eucaristía resuma también toda la historia de la salvación. La Iglesia confiesa que «la sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua» (Vaticano II, Presbyterorum Ordinis, 5). 2) La Eucaristía, experiencia privilegiada del Evangelio. La celebración eucarística, además de ofrecernos el contenido de la Buena Noticia, es también un momento privilegiado y único para que nosotros la acojamos y nos dejemos transformar por ella. En efecto, en esta celebración reavivamos, acrecentamos y compartimos nuestra fe, por la escucha de la palabra de Dios y la oración. En ella reforzamos también nuestra esperanza, ya que anticipa y promete nuestro destino glorioso. Y, sobre todo, en ella experimentamos el amor incondicional y total de Dios, que nos invita a corresponder con nuestra entrega a él y a los hermanos. 3) La Eucaristía, móvil de la evangelización. Todos los que se encuentran con el Resucitado se sienten llamados a comunicar a otros: «Hemos visto al Señor». Quien participa intensamente en la celebración eucarística y reconoce en ella la presencia y el amor hasta el extremo del Señor, se siente llamado a transmitir a los demás la Buena Noticia: «Id por todo el mundo y proclamad la buena noticia» (Mc 16,15). De ahí que la Eucaristía sea la fuente de todo apostolado, de toda participación activa en la misión evangelizadora de la Iglesia, de todo el testimonio cristiano. Porque quien participa en ella no tiene más remedio que concluir: «Si Cristo ha dado su vida por mí, también yo he de darla por mis hermanos». 4) La Eucaristía, fuerza de la evangelización. La Eucaristía no sólo nos da motivos para evangelizar, sino que también nos da la energía necesaria para hacerlo: «La Iglesia recibe la fuerza espiritual necesaria para cumplir su misión perpetuando en la Eucaristía el sacrificio de la Cruz y comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 22). La evangelización no es nunca una tarea fácil, ya que encuentra obstáculos serios, tanto en nosotros mismos como en los demás. La comunión con el sacrificio de Cristo rompe las ataduras de nuestro egoísmo y de nuestra comodidad, y nos empuja a servir. Pero, además, crea en nosotros esa valentía o santa osadía que es un don del Espíritu y que nos dispone para ser testigos de Cristo hasta el martirio: «Hicieron llamar a los apóstoles, los azotaron, les prohibieron hablar en el nombre de Jesús y los soltaron. Ellos salieron de la presencia del sanedrín gozosos de haber merecido tal ultraje por causa de aquel nombre. Y día tras día, tanto en el templo como en las casas, no cesaban de enseñar y anunciar que Jesús es el Mesías» (Hch 5,41-42). 5) La Eucaristía, fuerza transformadora del mundo. Si la Eucaristía nos empuja y capacita para difundir la luz del Evangelio en el mundo, nos hace también constructores de un mundo más habitable y plenamente conforme al designio de Dios: «Una consecuencia significativa de la tensión escatológica propia de la Eucaristía es que da impulso a nuestro camino histórico, poniendo una semilla de viva esperanza en la dedicación cotidiana de cada uno a sus propias tareas. En efecto, aunque la visión cristiana fija su mirada en un "cielo nuevo" y una "tierra nueva" (Ap 21,1), eso no debilita, sino que más bien estimula nuestro sentido de responsabilidad respecto a la tierra presente... Muchos son los problemas que oscurecen el horizonte de nuestro tiempo. Baste pensar en la urgencia de trabajar por la paz, de poner premisas sólidas de justicia y solidaridad en las relaciones entre los pueblos, de defender la vida humana desde su concepción hasta su término natural. Y ¿qué decir, además, de las numerosas contradicciones de un mundo "globalizado", donde los más débiles, los más pequeños y los más pobres parecen tener bien poco que esperar? También por eso el Señor ha querido quedarse con nosotros en la Eucaristía, grabando en esta presencia sacrificial y convival la promesa de una humanidad renovada por su amor... Anunciar la muerte del Señor "hasta que venga" (1 Cor 11,26) comporta para los que participan en la Eucaristía el compromiso de transformar su vida, para que toda ella llegue a ser en cierto modo "eucarística", ...y el compromiso de transformar el mundo según el Evangelio» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 20). 6) La Eucaristía, medio de evangelización. La celebración eucarística es un acto evangelizador privilegiado porque es la mejor expresión de nuestra fe. En ningún otro momento se visibiliza mejor nuestra actitud de creyentes y el contenido principal de lo que creemos como en este encuentro entre Jesús y sus discípulos, en el que él y nosotros mostramos la esencia de lo que somos y vivimos. Y en ningún otro momento se manifiesta mejor la auténtica naturaleza de la comunidad fundada por Cristo, la Iglesia, como criatura, hogar y humilde servidora del Evangelio. Aunque, ciertamente, esto tiene una contrapartida terrible. La Eucaristía, vivida con autenticidad, es un medio privilegiado de evangelización. Pero, si se la convierte en un simple rito vacío de vida, puede convertirse también en el peor de los antitestimonios. No hay peor perversión que la que afecta a los signos del amor. La traición más perniciosa es la del beso de Judas: emplear los signos del amor para matar al amigo, o para olvidarse de él. Los cuatro Evangelios nos recuerdan esta terrible posibilidad precisamente cuando nos cuentan la institución de la Eucaristía. 7) La Eucaristía, meta de la evangelización. Por último, la Eucaristía, además de estar al principio del proceso evangelizador y en su mismo desarrollo, está también al final: «La Eucaristía es... la cumbre de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo» (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, 22). La meta de la evangelización es la participación plena del hombre en la vida divina, en ese «banquete del Reino de los cielos», como dice Jesús. Pues bien, ese banquete final se anticipa en este otro banquete al que somos invitados durante nuestra vida terrena. De ahí que todo el esfuerzo evangelizador de la Iglesia pretenda llevar a los hombres a participar en la Eucaristía para que, a través y gracias a ella, puedan alcanzar su plena realización, la culminación de toda su aventura humana. Dijo Jesús: «No volveré a beber con vosotros del fruto de la vid hasta que lo haga en el reino de Dios» (Lc 22,18). El mismo Jesús, a quien recibimos bajo las especies de pan y vino, nos saldrá al encuentro directamente, con el rostro desvelado, en la gran fiesta final. PARA LA REFLEXIÓN Y LA ORACIÓN Al llegar al final de nuestro itinerario, nos hemos planteado dos cuestiones importantes: la relación de la Eucaristía con nuestra vida personal de fe y su relación con la acción evangelizadora de la Iglesia. Después de haber leído el tema, os propongo que os planteéis estas cuestiones a nivel vuestro, tanto personal como de pareja. El método concreto consistiría en tener primero un rato de revisión y oración, cada uno por separado, y, después, una amplia puesta en común. Para estas dos actividades, que considero muy importantes, os ofrezco algunas indicaciones. Primero, para la reflexión personal. Tradicionalmente, nuestra gente ha sido muy dura a la hora de criticar a esas personas que iban mucho a Misa, pero después dejaban mucho que desear; eran esos «beatos», o «beatas», que apenas daban una aceptable talla humana y mucho menos cristiana. «¿Para qué les sirve ir a Misa?». Hemos de reconocer que esta crítica, aunque muchas veces fuera injusta y malintencionada, daba verdaderamente en la diana. La Eucaristía ha sido instituida para lograr una nueva calidad de la vida humana, y, si no lo consigue, es que algo falla. La verdad de la celebración eucarística se demuestra en lo que hacemos después de acabarla. Es posible que algunos de vosotros, al ver el tema que nos proponíamos estudiar en este curso, hayan pensado: «Con la cantidad de problemas vitales que necesitamos iluminar, ahora nos vamos a un tema "piadoso". ¿No será que la Iglesia tiene miedo de mojarse y nos propone temas "angelicales", alejados todo compromiso valiente?». Pues no. Hablar de la Eucaristía no es alejarse de la vida real, sino planteársela en toda su radicalidad y exigencia. No hay problema humano que la Eucaristía no obligue a plantearse y a intentar darle solución. Si alguien entiende la Eucaristía como un «aparte», en el que se dejan fuera todas las alegrías, angustias, preocupaciones, trabajos, amores y desamores que constituyen nuestra vida real, es que no ha entendido nada. Y, por desgracia, parece que muchos cristianos están en esta situación. Ahora bien, no vamos a la Eucaristía porque somos buenos: ¡entonces no nos haría falta! Vamos porque queremos serlo... y no podemos. Por eso el ir a Misa no es para nosotros un acto de orgullo u ostentación de nuestra virtud, sino un acto de humildad. De humildad y, al mismo tiempo, de sana ambición: no nos conformamos ni con lo que somos nosotros ni con lo que es la humanidad. Ciertamente, a pesar de la Eucaristía, no hemos conseguido aún ser como debiéramos; pero, ¿qué sería de nosotros sin ella? Desde luego, no podemos aspirar a que lo entienda quien no tiene fe, pero nosotros estamos convencidos de que nuestras pobres Eucaristías constituyen uno de los mejores servicios que hacemos a la humanidad. Porque es la fuente, la energía y la motivación de todos los demás servicios. Conviene, pues, preguntarse con toda seriedad: ¿Es para mí la Eucaristía una necesidad vital? ¿Traigo a ella todas mis vivencias: personales, conyugales, familiares, profesionales...? ¿Procuro tener presentes al celebrarla a todas las personas sobre las que tengo una especial responsabilidad? ¿Es efectivamente un alimento que me hace crecer como cristiano? ¿Estoy dispuesto a participar activamente en la celebración, o me limito a tener una postura pasiva? ¿Preparo personalmente la celebración? En el diálogo conyugal conviene que pongamos en común todo lo que hemos reflexionado. Pero también que pensemos cómo nos podríamos ayudar el uno a otro para que la Eucaristía fuera más significativa en nuestra vida. Y, entre otros proyectos, quizás convendría que acudierais juntos a ella, además de los Domingos, en fechas significativas para vuestra familia: aniversarios, onomásticos, acontecimientos destacados, necesidades importantes... Sería una forma de vivir que, efectivamente, la Eucaristía es fuente de vuestro matrimonio y de vuestra familia. PARA LA REUNIÓN DEL EQUIPO Diálogo sobre el tema En esta reunión, el Equipo se va a dedicar a hacer balance de toda su andadura durante el curso que acaba. Convendría también que hicierais balance de vuestro estudio y reflexión sobre el tema. Os propongo para ello algunas cuestiones: 1.ª ¿Hemos estudiado el tema todos con regularidad, o se han notado algunas perezas? ¿Qué dificultades principales hemos encontrado para estudiarlo? 2.ª ¿Nos han sido útiles las indicaciones para la reflexión y la oración? ¿Qué experiencias más destacadas podemos comunicar en este campo? 3.ª ¿Qué conocimientos nuevos sobre la Eucaristía hemos agradecido más, entre todos los que se nos han ofrecido? 4.ª ¿Nos ha servido el tema para mejorar nuestra participación en la celebración eucarística? ¿En qué aspectos? 5.ª ¿Hemos logrado relacionar mejor la Eucaristía con el conjunto de nuestra vida y con todas nuestras actividades apostólicas? Palabra de Dios para la oración en común Lectura de la primera Carta a los Corintios (11,17-30). «Y ya que estoy dando avisos, no puedo alabar el que vuestras reuniones os perjudiquen en lugar de aprovecharos. En primer lugar, ha llegado a mis oídos que, cuando os reunís en asamblea, hay entre vosotros divisiones. Y en parte lo creo, pues hasta es conveniente que haya disensiones entre vosotros, para que salgan a la luz los auténticos cristianos. El caso es que, cuando os reunís en asamblea, ya no es para comer la cena del señor, pues cada cual empieza comiendo su propia cena, y así resulta que, mientras uno pasa hambre, otro se emborracha. Pero, ¿es que no tenéis vuestras casas para comer y beber? ¿En tan poco tenéis la Iglesia de Dios, que no os importa avergonzar a los que no tienen nada? ¿Qué voy a deciros? ¿Esperáis que os felicite? ¡Pues no es como para felicitaros! Por lo que a mí toca, del Señor recibí la tradición que os he transmitido, a saber, que Jesús, el Señor, la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, después de dar gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi cuerpo entregado por vosotros; haced esto en memoria mía". Igualmente, después de cenar, tomó el cáliz y dijo: "Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; cuantas veces bebáis de él, hacedlo en memoria mía". Así pues, siempre que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que él venga. Por eso, quien coma el pan o beba el cáliz del señor indignamente, se hace culpable de profanar el cuerpo del Señor. Examínese, pues, cada uno a sí mismo antes de comer el pan y beber el cáliz, porque quien come y bebe sin discernir el cuerpo, come y bebe su propio castigo. Por eso hay entre vosotros muchos enfermos y débiles, y bastantes mueren por esta razón». |
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